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- XVIII -

Eduardo no había podido sufrir fríamente la reconvención de Ángela. Huyó de su presencia porque el sol de su mirada le abrasaba. Creía ver en aquellas palabras la condenación explícita de toda su vida. Y, en efecto, lo era. Dejar un amor puro y sereno por un amor tempestuoso y viciosísimo; abandonar aquel cielo por caer en el infierno donde hervían tantas pasiones, era un crimen que nunca, nunca el soplo constante del tiempo podría borrar de su alma. Así es que, huyendo a todo huir de la presencia de Ángela, refugiándose en un apartado gabinete, dejándose caer como herido de un rayo en el sillón, y dándose a llorar amargamente, mostraba que toda su vida pasada renacía a sus ojos.

El gabinete estaba solo y obscuro; una de sus ventanas se mostraba abierta; ligeros reflejos de las luminarias de los jardines daban, con un resplandor crepuscular, un tinte melancólico y misterioso a todos los objetos allí diseminados y esparcidos. Eduardo temblaba como la hoja en el árbol. Le rechinaban los dientes; sacudimientos eléctricos se esparcían como grandes centellas por su cuerpo; su respiración era fatigosa, y los sollozos que partían de su despedazado pecho le ahogaban.

-He sido muy criminal -decía- muy criminal. He abandonado el amor puro del alma por el amor pasajero del sentido. Dios me había mandado un ángel para que derramara las armonías de su alma en mi alma; yo le he apartado de mí como si me trajera acíbar, cuando me traía el néctar de la vida en su copa. Horas deliciosas en que yo, mirándola, de rodillas a sus pies, me sentía mejor, y como asistido de Dios, ¿qué os habéis hecho? El aire de estos salones me sofoca. Yo me ahogo. ¿Por qué no había de vagar ahora por aquellas antiguas y hermosísimas playas? A la luz de la luna, en medio del campo, bajo un árbol que dejara caer sobre mi frente sus hojas, como caricias de los seres inanimados, reposaría tranquilo mi corazón, sosegada mi conciencia. Viéndola, vería resplandecer en sus ojos la luz purísima de la virtud, que es la luz santa y misteriosa. ¡Desgraciado de mí! La ambición me cegó un instante. Creí que en el mundo sólo existía la pasión rastrera, vil, mezquina, del poder, del interés, de la riqueza. Creí que en aquella fuente hermosa y rústica, donde bajaban a beber las palomas del valle, no había agua bastante a extinguir mi sed. Y ahora me encuentro aquí solitario, en medio de la sociedad, muerto de hambre y de sed de espiritualismo, de vida, avergonzándome de mí mismo. ¡Oh! No puedo estar solo. Cuando estoy solo me persigue como una sombra el remordimiento. Y mi remordimiento es mi gran torcedor, mi pesada cadena, mi castigo. Quiero romperlo, olvidarlo. Y Dios no me oye...; ¡oh! sí, no me oye. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué no me privas de memoria? ¿Por qué no me quitas de los ojos su imagen? Al verla tan pura, tan hermosa, tan riente, siento un torcedor inmenso. Me parece que el remordimiento me muerde las entrañas. ¡Apártame, Dios mío, apártame esa mujer de los ojos! ¡Te lo ruego por piedad! ¡Ángela, Ángela! ¡Tú, tú que has sido mi delicia, eres hoy mi tormento, eres el espectro que aparece a mi razón, turbando mi vida! Pero no puedo, no puedo. La veo siempre, siempre, sí, presente a mis ojos, a mi conciencia. ¡Me mata, me mata! ¡Ángela, imagen de Ángela, huye de mí!... ¡Oh!... ¡Yo deliro!...

En esto se abrió una puerta, y en su dintel apareció Margarita. Llevaba una luz en la mano. Sus mejillas estaban teñidas de una palidez semejante a la palidez de la muerte. Dos gruesas lágrimas rodaban por su rostro. Los diamantes, las flores que ceñían su cabeza, los ricos adornos que la hermoseaban, parecían, sin embargo, en aquellos instantes los lujosos atavíos con que el orgullo humano quiere muchas veces cubrir a los muertos. La luz, que la iluminaba todo el rostro, no había llegado a dar en el ángulo donde se encontraba Eduardo, y así Margarita no pudo verle. Entró, volvióse a cerrar la puerta, y dejando caer la luz que llevaba sobre un velador, exclamó con acento desesperado:

-¡Ay! ¡Estoy perdida!

-¡Margarita! -dijo entonces Eduardo con voz apagada.

Margarita, al oír aquella voz, dio un grito espantoso, y se levantó para huir; pero el terror no la dejó dar un paso, y cayó en el pavimento como herida de un rayo.

-¡Margarita, Margarita; soy yo, yo, Eduardo!

-¡Ah! ¿Eres tú? ¿Eres tú?...

Y cogiendo su brazo, se incorporó.

-Me había asustado mucho, mucho...

-¿Qué te sucede, Margarita? ¿Por qué tan conturbada?

-¡Estamos perdidos!

-Pero ¿por qué, Margarita, por qué?

-El Rey, Eduardo, el Rey tarda mucho.

-Y ¿eso te aflige?

-He oído...

-Sosiégate, Margarita, sosiégate.

-He oído decir que el Rey no venía esta noche.

-¿Cómo has podido imaginarte eso?

-Tarda mucho.

-Y aunque no viniera...

-Si no viene, estamos perdidos.

-¿Por qué?

-Porque tenemos muchos enemigos.

-Los despreciaremos.

-Y esos enemigos pueden dañarnos.

-Nos defenderemos.

-No hay defensa posible.

-Nunca se cierran todos los caminos.

-Eduardo, se cierran.

-Los abriremos nuevos con nuestros brazos. La lucha es la vida.

-Te forjas muchas ilusiones.

-Me basta corazón.

-Si esa desgracia nos sucediera...

-La ausencia del Rey en esta noche...

-Es nuestra sentencia de muerte.

-Margarita, no te comprendo.

-Escúchame, escúchame, Eduardo.

-Pero sosiégate, por Dios, Margarita.

-Óyeme, y pásmate, Eduardo. Yo he visto aquí un ministro poderoso, dueño de la voluntad del Rey, caer en desgracia. La gente lo sabía y él lo ignoraba. Un baile fue la señal de su desgracia. La Reina acostumbraba a bailar todas las noches de sarao el primer rigodón con él; la noche destinada a herirle no lo bailó. Apartáronse de él los cortesanos como si estuviera apestado; riéronse de su catadura los mismos que le prestaban homenaje; encontróse en aquellos salones, donde todas las frentes, hasta las frentes coronadas, le acataban, solo, aislado, sin un amigo. Su desgracia creció, y un día se vio preso, y otro próximo al cadalso, y hoy anda acaso en tierra extraña, pidiendo una miserable limosna para mantener a sus hijos.

-Y ¿nosotros podemos temer eso mismo?

-Podemos, debemos temer más, no lo dudes.

-Nos iremos a un país extraño.

-No te dejarán.

-Pero -dijo Eduardo mirando el reloj- aún no es hora, no, ni con mucho, de que venga.

-¡Oh! ¡Si no viniera, Dios mío; si no viniera, como he oído susurrar a mis enemigos por los jardines!...

Y Margarita se pasaba la mano con delirio por la frente, como para alejar una sombra.

Tanta era su preocupación, que se había olvidado de Ángela. Su ambición eclipsaba su amor. Sin embargo, muy grande era el peligro cuando ella, que tanto se acordaba siempre de sus rivales, y que tanto se complacía en martirizar a Eduardo, no le echaba en cara irónicamente, como de costumbre, la dramática escena de Ángela. Margarita vivía en la tempestad por el ruido de las grandes pasiones, por la adoración de las gentes, por la grandeza de su casa, por su poder, por todas esas cualidades prestadas que eran el secreto maravilloso de su fortuna y de sus placeres. Todo aquel dorado castillo podía caer en una hora, en un momento podía destruirse con un solo soplo.

Y para el ser que está acostumbrado a respirar el aliento de la tempestad; para el que vive en medio de las encrespadas pasiones; para el que no tiene más luz que la luz que despiden todos los sentimientos exaltados; para ese ser, ciertamente, separarse de tal atmósfera, vivir, agitarse en otros horizontes más solitarios o más tranquilos, equivale a la muerte. Esos seres que buscan el ruido, el estrépito, la tempestad, la lucha, y quieren vivir siempre luchando y combatiendo, no tienen idea alguna de la felicidad. El hombre, para vivir tranquilo, debe buscar el seno del hogar doméstico; allí erigir altares a la virtud, a la paz; teñir siempre de un color sonrosado y hermoso este último asilo del corazón, y siendo buen padre, buen hermano, buen amigo, buen esposo, buen hijo, debe mostrar que no hay virtudes públicas posibles cuando no se radican en la santa virtud privada, que es, digámoslo así, el verdadero pie del árbol de la vida. Pero todo esto, si para el hombre es una ley social, una ley religiosa, para la mujer, además de todo esto, es algo más, es una ley de su naturaleza. La mujer donde más luce, donde más brilla, donde se ve su verdadero esplendor, es en el seno del hogar doméstico. Aquel es, sin duda, el teatro de sus triunfos. En el hogar doméstico tiene sus altares, su ara, y allí se muestra diosa. Pocas mujeres he visto más bellas, ni en la naturaleza ni en la sociedad, que la madre de familia, sentada entre sus hijos, que la miran arrobados como a su cielo, dispensándoles sus caricias, infundiéndoles con un beso de amor su alma, mostrando a éste la virtud, enseñando al otro a balbucear las primeras palabras de su lengua, al de más allá a postrarse ante Dios, a todos a quererse, a amar a los demás hombres, a consagrar todas sus obras, todos sus pensamientos, al cielo, siendo así como un artista que hermosea con indecible cuidado el alma que Dios creó, preparándola a vivir en la tierra vida dichosa, y a esperar otra vida mejor en el cielo.

Mas no había nacido para esto Margarita; no era ese el fin a que la destinaba toda su vida. ¿Cómo era posible para ella vivir sin que se inclinaran mil frentes en su presencia? ¿Cómo podría vivir sin llevar en su mano la trama de mil tragedias? ¿Cómo podría respirar si, al convertir los ojos a todas partes, sólo alcanzaba un desolado desierto? El hogar doméstico, para Margarita, era lo que la jaula para el ave que ansía ser reina del espacio y cernerse sobre las nubes más allá de la región de las tormentas. En el hogar doméstico languidecía, desmayaba, se moría en una palabra, aquella mujer acostumbrada a la vida de la corte. Así es que mientras había tenido cierta privanza, cierto favor en la corte, privanza y favor alcanzados por su talento y por su astucia, había vivido feliz y contenta. Mas cuando ese favor la faltara, cuando esa sociedad la abandonara, quizá Margarita no podría sobrevivir a tan rudo golpe. Así, el desprecio del Rey era para Margarita cuestión vitalísima. Acaso se encontraba en aquel supremo instante en uno de los trances más amargos, pero más grandes y más decisivos de toda su agitada vida.

Eduardo y Margarita salieron a los salones. La joven estaba muy agitada; Eduardo muy tranquilo. Al salir vieron a Ángela al lado de su madre: deshojaba maquinalmente unas rosas, oyendo y contestando casi maquinalmente infinitas palabras lisonjeras de un gran número de cortesanos. No podía decirse que sus contestaciones eran altivas, ni mucho menos ásperas; pero había tal majestad en su acento, tal severidad en su palabra, que todas las lisonjas de aquellos jóvenes, salidas de corazones gastados, tomaban, sin embargo, cierta severidad respetuosa al penetrar aquella atmósfera, como si las purificase Ángela con su aliento.

Margarita miraba a sus convidados, y los veía ansiosos, como esperando algún acontecimiento. Entonces conoció que sólo la voz divina de Ángela podía influir mágicamente en todos aquellos seres; que sólo sus acentos encantadores podían distraer aquellas almas de la idea que a todos preocupaba. Acercóse a Ángela y la dijo:

-¿Cantaréis, amiga mía?

-Me será muy difícil, Margarita.

-¡Difícil! ¿A vos, que sólo con hablar suspendéis los corazones?

-Os agradezco vuestra lisonja; pero permitidme que insista.

-¿Por qué?

-Voy a ser muy franca. Hay momentos en que ciertos recuerdos de mi infancia, de mis campos, me poseen absolutamente.

-Y eso, lejos de dañar, dará más suave melancolía a vuestros cánticos.

-Acabaré mi pensamiento. En esos instantes, sólo puedo entonar aquellas mismas canciones que yo cantaba a las orillas del mar.

-Pues casualmente deseo yo oír esas, e iba a pediros que las cantaseis.

-¡Mas son tan sencillas!

-Sé, sin embargo, que son muy interesantes.

-Os engañáis, Margarita. Mal puede interesar una cadencia monótona, semejante al ruido eternamente acompasado de las ondas.

-¡Ah! Sabed que aquí son muy gratos esos recuerdos de la Naturaleza.

-¡Aquí muy gratos! Son incomprensibles.

-No para todos los corazones, Ángela -dijo Margarita recalcando sus palabras.

-¡Para todos! -contestó con horror Ángela.

-Pues os puedo asegurar que no lo son.

-Y yo os puedo decir que deben serlo.

-No se manda en el corazón.

-Pero se manda en la conciencia.

-¿No es verdad, Eduardo? -dijo Margarita, aprovechándose de un momento en que Eduardo pasaba a su lado con un grupo de jóvenes.

-No sé qué me preguntabas -dijo Eduardo, confundido y balbuciente como siempre delante de Ángela.

-Te preguntaba si sería grato oír los cantares que Ángela entonaba allá en sus playas.

-¡Oh! Son muy hermosos cantares.

-¿Los has oído? -dijo Margarita con gran intención.

-No, no es muy extraño -dijo Ángela-. Con sólo acercarse a las playas se oyen fácilmente. Y ¿qué joven no habrá tenido algunos de esos amores noveleros, de esos amores de pura imaginación y fantasía por esas playas?

Eduardo se ponía pálido. Margarita, como siempre, se gozaba en su humillación y en su vergüenza, y como era muy perspicaz, exclamó:

-Pues entonces, Ángela, habéis hecho vuestro proceso. Debéis cantar. Hay aquí muchos jóvenes quienes interesarán esas canciones.

-No es bien, Margarita, nublar con remordimientos estos festejos.

-No, no importa. Sentirán. ¿Creéis que es tan fácil en este siglo y en esta sociedad sentir?

Ángela cedió a las palabras de Margarita, y se calló. Ésta, contenta con su victoria, y olvidada de la tempestad que iba a caer sobre su frente, dijo volviéndose a Eduardo:

-Acompañad a Ángela al piano.

Eduardo extendió su mano con temor y sin atreverse a fijar los ojos en su amada. Ángela, sin mirarle también, le dio la mano. Al tocarse aquellas dos manos, que tantas veces se habían juntado con efusión, los dos jóvenes sintieron, olvidado Eduardo de su vergüenza, olvidada Ángela de sus agravios, el fuego del amor. Pero bien pronto la fría realidad cayó como un témpano de hielo sobre su corazón, que comenzaba a arder. Sin embargo, Eduardo no temía tanto la ardorosa mirada de Ángela como la mirada burlona de Margarita. La mirada de Ángela le recordaba que había sido infiel, criminal. La mirada burlona de Margarita le decía que era vil, que era despreciable. Así es que desde la puerta del jardín, donde estaban, al salón del piano, pudo decirle:

-Ángela..., mil veces he pedido a Dios la muerte.

-Habéis hecho mal, Eduardo, porque debéis vivir, hoy para vuestra mujer, y para vuestros hijos mañana.

Eduardo lanzó un gemido profundísimo. Aquellas palabras se le clavaron en lo más hondo del corazón. Margarita, mientras tanto, los miraba y se reía. Al volver Eduardo, le dijo:

-¡Ah! Ya le habrás dicho que no la habías olvidado.

-Margarita, no me asesines.

-¿La amas todavía? ¿La amas?

-¡Calla, por piedad!

-Ella te ama, sí; te ama.

-No, no es verdad, no la injuries.

-¡Oh Eduardo! Yo necesito creerlo para amarte. Quizás Dios me ha hecho mala, muy mala. Lo cierto es que yo no podría amarte si no supiera que hay en el mundo un ser que padece por ti.

-¡Triste felicidad!

-Muy triste, pero muy en armonía con mi naturaleza.

-Y ¿no se te desgarra el corazón al pensar en si son ciertas tus sospechas?

-No, Eduardo. Ella goza también; goza con su virtud, goza con su inspiración artística. ¡Que padezca!

-¡Oh! Tienes un alma tan negra como un abismo.

-Y sin embargo, en el fondo de ese abismo estás tú.

-Es verdad, es verdad. Por eso no me conozco.

-Y después de todo, me amas mucho más que a esa mujer.

-No hablemos de eso, Margarita.

-No puede ser.

-¡Ah!

-No puede ser, porque yo no puedo dejar de gozarme en mis victorias. No puede ser, pues yo te amo porque otra mujer te ama. No puede ser, porque yo no puedo cambiar mi naturaleza.

-Te odiaría si pudiera.

-Ya sé que no puedes.

-No abuses de tu creencia.

-Te conozco mucho, Eduardo.

-¡El amor!

-Tú que no eres capaz de amar, tú que no has nacido para amante, has nacido, sin embargo, para esclavo.

-Es verdad.

-Mira, soy tu conciencia. Y al mismo tiempo soy tu remordimiento, tu castigo.

-Sí, mi castigo.

-Y sin embargo, soy tu cielo.

-¡Margarita..., por piedad!

-Tú no hubieras podido vivir en ese cielo estrellado, sin nubes, sin tempestades, que Ángela te ofrecía. Tú has nacido para vivir entre la tempestad.

-No, no lo creo.

-Te dejas alucinar por la impresión de un instante. Consulta, consulta tu corazón y tu conciencia; consúltalo, y te dirá quién tiene razón.

En esto se oyó el canto de Ángela. Era una de esas canciones melancólicas impregnadas de amor, que sólo saben los pueblos meridionales, y sólo se oyen y se comprenden a las orillas del Mediterráneo. Era la misma canción que Eduardo entonaba por las tardes cuando las primeras estrellas aparecían en el cielo y los últimos resplandores se borraban en el horizonte, al separarse de Ángela; canción que parecía un quejido, un suspiro, un profundo ¡ay! del corazón.

Eduardo palideció. Un sudor frío bañaba su frente. Mirándole maliciosamente Margarita, le dijo:

-Te comprendo, te comprendo.

-¡Calla, calla! No me hagas perder una nota de este cántico.

-¿Es un recuerdo?

-Sí; mejor dijeras un remordimiento.

-¡Tardío!

-Es verdad.

-Oye, Eduardo. Esas fermatas parecen el eco melancólico y arpado del ruiseñor cuando, suspendido de la rama, contempla su nido. Esos compases tan largos, tan cadenciosos, parecen las anchas olas cuando un ligero soplo de las brisas las mueve, y van mansamente a romperse en la arena. Esas notas altas, agudas, aisladas, solitarias, parecen quejidos, ayes, el sonido de una lágrima que cae en un lago. Y todo eso que te extasía, que te enajena; todo eso que te parece la realidad de la vida, es poesía, es mentira, es nada. Eso no es realidad, eso no es verdad.

En este momento concluían los últimos acentos de aquella voz divina, y una inmensa salva de aplausos, ruidosa, estrepitosísima, cubría los últimos acentos de aquel suave cantar.

-¡Ah, Eduardo! El mismo efecto que hace en esas almas el canto, hace en la tuya. Todo eso es mentira.

-Pues si es mentira, ¡maldita sea la verdad!

Margarita lanzó una prolongadísima carcajada, una carcajada aguda, epiléptica.

-¡Maldita sea la verdad! ¿Conque me maldices a mí? ¡Infeliz! ¿Crees que hubieras hallado alimento para tu corazón con ese amor? Te engañas. Esa bienaventuranza te hubiera sonreído un día, y te hubiera hastiado al día siguiente. El corazón humano jamás comprende lo infinito. Mira la variedad de los acontecimientos, y se complace en ella. Y al lado del bien, gusta del mal. El azul del cielo cansaría nuestra vista si no le cubriera el velo de la tempestad.

La canción de Ángela, nacida de lo más íntimo del corazón, electrizaba a los oyentes. Era el eco de un alma poseída de grandes sentimientos. Para ser artista no hay como sentir y saber expresar lo que se siente. Es muy difícil encerrar la idea en la forma, y el poseer esa divina facultad es poseer el gran secreto del genio. Y Ángela, aunque pobre mujer, aunque desvalida, criada en el fondo de un campo, apartada del mundo, por esas revelaciones misteriosas de Dios, por esa intuición suprema del alma predestinada para el cielo, había nacido con la fuerza creadora del genio. Después de cantar, después de dar al aire aquellos quejidos de su corazón, se dejó caer, como si le faltaran las fuerzas para sentir y padecer, en un sillón.




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- XIX -

Mientras tanto pasaba el tiempo, y el Rey no venía. Los cortesanos comenzaban a impacientarse; Margarita a sentir profundísimo dolor en el corazón. Los mismos que poco antes la adulaban, iban poco a poco apartándose de ella y dejándola en el vacío. Por todo el salón se hablaba de la caída de aquel grande y colosal poder. Unos atribuían tamaña desgracia a haberse hecho ya demasiado públicas algunas de las faltas de Margarita; otros, a haber visto de mal ojo el Rey algunas ideas no muy sanas vertidas por la joven, sin gran madurez, en la corte. Mas ¿quién es capaz de averiguar los secretos del corazón de un rey absoluto? ¿Por qué Felipe II aborreció a Antonio Pérez? ¿Por qué cayó de su gracia la Princesa de Éboli? ¿Por qué fue arrojada ignominiosamente de la corte de Felipe V la omnipotente Princesa de los Ursinos? La historia da a estas peripecias razones más o menos inverosímiles, más o menos fundadas; pero el secreto, lo que pasa en el corazón de esos reyes, sólo puede saberlo Dios. No hay que decir que ésta es o aquélla la causa; la verdadera, la única, la indispensable causa, está, sin duda, en el corazón de los reyes; allí, y sólo allí, tienen su raíz todos estos acontecimientos. Margarita se sintió ya herida; echó mano al corazón, y el corazón destilaba sangre, y en sus ojos resplandecía ya el fulgor de la venganza. Desde que se convenció que su desgracia era cierta, hizo callar la gran lucha empeñada en su corazón y en su conciencia, y se decidió a romper con sus brazos las olas de los adversos sucesos.

Cuando todas estas ideas y todos estos sentimientos la agitaban como caña combatida por los huracanes y por la tempestad; cuando su ansiedad crecía; cuando un gran rumor, semejante a los preludios de esa terrible sinfonía que se llama tempestad corría por todo el salón, anunció a un gentilhombre de S. M. uno de los criados de Margarita, y ésta le salió al encuentro apoyada en Eduardo, cuando el cortesano, levantando la voz, con acento irónico y mirar altanero, dijo:

-Los grandes negocios de Estado han impedido a SS. MM. honrar vuestra casa.

Palabras tremendas, que fueron a caer como un rayo a las plantas de Margarita.

A esto siguió un profundo silencio; al silencio, un rumor terrible; al rumor, un movimiento general: todos se iban, pues parecía que aquella mansión de la hermosura, del placer, donde se anidaba todo lo más galante y aristocrático de Nápoles, aquel centro de todo lo más granado de la nobleza, se había, por un sobrenatural milagro, convertido en una casa apestada; no parecía sino que se había prendido fuego, o que estaba amenazada de un terremoto, según huían a todo huir de aquella casa los alegres convidados.

Margarita se quedó pasmada y extática. Un sacudimiento nervioso recorrió su cuerpo como si fuera un gran latigazo; sus ojos perdieron la luz, la respiración su pecho, y parecía que iba a expirar bajo el peso de su dolor y de su vergüenza. Mas este dolor y esta vergüenza pasaron fugaces por su alma, como una exhalación; se rehízo pronto, y mirando a todos aquellos seres mezquinos y despreciables que huían sin saludarla siquiera, como si su contacto quemara, tomó un continente majestuosísimo, imponentísimo, se revistió de todo su orgullo, y miró con soberano desprecio cómo se condensaba y se apiñaba aquella grande y pavorosa tormenta.

Los salones lucían esplendorosamente iluminados; la música hacía rodar sus ondas armoniosas en aquella atmósfera; los pebeteros despedían sus aromas, las flores de los jarrones su esencia; las estatuas se sonreían y mostraban su olímpica serenidad; brillaban los cuadros, y, sin embargo, en aquellos salones, antes cuajados de gentes, no había un alma; parecía un castillo cuyos dueños han muerto; un jardín hermosísimo en medio del desierto. Decimos mal: había algunos personajes. Estaba Margarita, poseída de una rabia inmensa, arrojada en un diván, con su corona de desposada a los pies, y un mar de lágrimas en los ojos; Eduardo, meditabundo, indiferente, sosteniendo con una mano la agitada cabeza de Margarita, y descomponiendo con la otra su cabello como para alejar una idea; y al pie de este grupo, consolándoles como un ángel, recogiendo las lágrimas y los suspiros de Margarita, alentándola, desvaneciendo sus temores, llevando la esperanza a su corazón, la pobre cantora, que desde el instante mismo en que vio aquella desgracia se olvidó de todo, y sólo se curó de los doloridos, mientras su madre, en un rincón de la estancia, preparaba cuidadosamente algunos líquidos preciosos para calmar la penosa ansiedad y el terrible anhelar de Margarita.

-¡Oh! Mira, Eduardo, lo que es la corte. Todos, todos nos abandonan. Desde hoy seremos blanco del odio universal. ¡Infames! ¡Infames! Creen que pueden pisar impunemente la cabeza de la víbora. Creen que yo estoy desarmada. No lo estoy, no lo estoy. En mis manos hay aún grandes corrosivos para arrojar sobre todos mis enemigos, sobre todos. No importa que levanten muy alta su frente; no importa que reúnan mucho poder; lucharemos, lucharemos a brazo partido, y triunfaré, o sabré morir en la demanda. ¡Oh! Luchar tanto, necesitar para vivir la lucha, es muy triste, sí, muy triste. Pero todos mis enemigos caerán abrasados por mi mirada de odio, por la maldición que sobre ellos arrojarán mis labios.

-Apartad de vuestra imaginación esos tristes pensamientos -la decía Ángela-. No aborrezcáis a nadie. Vale más olvidar, perdonar, que vivir siempre quemándose en el odio. No merece ningún crimen la venganza. El que falta a su deber, el que desprecia la voz de la conciencia, sólo merece compasión.

-¡Compasión, compasión! No entiendo ese lenguaje; no puedo comprenderlo. Compasión del que goza, caridad hacia el criminal... ¡Oh! No; la mala hierba se arranca, se extirpa.

-Margarita -dijo Eduardo-, con esos excesos de furor sólo alcanzarás quebrantar tu naturaleza.

-¡Oh! No, no. El odio me reanima, me da nueva vida; siento que la sangre circula por mis venas. Cortaré el crimen con el crimen, ahogaré el mal con el mal.

-No, no digáis eso, Margarita. El espectáculo que ofrece el crimen es repugnante. Nunca debéis recordar tan oportunamente como hoy, ese gran precepto evangélico: Lo que no quieras para ti, no lo quieras para nadie -dijo Ángela.

-¡Haber perdido yo mi poder, que parecía eterno, incontrastable! ¡Verme abandonada, burlada, por esa nobleza napolitana, que antes me adoraba rendida, idolátricamente! Ya no me temen, ya no me respetan. Yo les mostraré que no he perdido mi poder, ese poder que era un hermoso talismán que los seducía...

Margarita no oía razón alguna; sólo escuchaba el acento de su venganza y de su ira. Es decir, ¡pensamiento que parecía incomprensible! Margarita había pensado en vengarse; sí, en vengarse de un rey absoluto y poderoso. Era una empresa titánica impropia de una mujer; pero era digna de un alma fuerte, vigorosa y tenaz. Cuando todos los horizontes se cerraban, Margarita los veía colorear, tiñéndolos de color de sangre, con su pensamiento, con su idea. Era la leona herida, acorralada, que siente hervir su sangre, y cuyos ojos centellean de rabia a medida que se aumentan sus dolores. Así, se levantó, paseó una mirada de desprecio por aquel salón abandonado, solitario y frío, y riéndose después convulsivamente, como si llegara su ánimo al fin de una gran crisis, dijo:

-¡Oh! Sí, sí, la venganza...

-Soñáis, Margarita, soñáis -dijo Ángela- y os podéis perder.

-¡Perderme! No. Yo perderé a mis enemigos.

-Vuestro enemigo es el Rey.

-Pues bien, perderé al Rey.

-Es omnipotente.

-No hay omnipotencia que resista a la tenacidad de un gran sentimiento de venganza.

-¡Infeliz!

-¡Yo infeliz, Ángela! ¡Yo infeliz! Eso creen los miserables que me abandonan. Y no saben que yo gozo en estos momentos supremos de la vida, que yo acaricio esas grandes peripecias de la fortuna.

Ángela lloraba; se aparecían a sus ojos todas las desgracias que iban a rodar sobre la frente de Eduardo.

-¿Lloráis? -le decía Margarita-. ¿Lloráis por nosotros?

-¡Oh Ángela! -exclamó Eduardo cogiéndola las manos en un arrebato de entusiasmo.

Ángela se desasió de Eduardo, y fue a desahogar su dolor abrazándose a su madre.

-Eduardo -decía Margarita- tú no has nacido para los grandes combates.

-¡Mírala, mirala! -decía Eduardo, olvidado de todo, y señalando a Ángela-. Mira, llora por nosotros.

-No es hora de suspiros y de lágrimas. Es la hora de la venganza.

-¡Por piedad! -exclamó Ángela juntando las manos en actitud suplicante-. ¡Por piedad! Vais a ser víctimas de vuestras pasiones. Esa venganza que Margarita acaricia, puede ser el cuchillo de vuestra garganta. Huid a ser felices. Yo protegeré vuestra fuga. Huid juntos. En una isla, en otro país más venturoso, allí, amándoos mucho, podéis gustar una felicidad que aquí puede trocarse en una gran desgracia. Os lo pido por vuestro amor. ¡Huid, huid lejos de aquí! Imaginad lo que en este instante se tramará contra vosotros. Imaginad la gran desgracia que atraéis sobre vuestras jóvenes frentes. ¡Oh! ¡Sólo mirarla me horroriza!

Y Ángela se cubrió el rostro con las manos, llorando amargamente.

-Y ¿no la merecemos? -dijo Eduardo fuera de sí, arrojándose a los pies de Ángela-. ¿No la merecemos? Los que hemos faltado a todos los juramentos, los que hemos olvidado todo cuanto había de santo, de sagrado en la vida, los que hemos vertido en el lodo el sagrado licor de la felicidad que Dios nos enviaba, ofreciéndolo a los secos labios por la mano de un ángel, los malvados, los perversos que hemos hecho eso, merecemos, sí, el castigo. ¡Que vengan! ¡Que vengan! No me quejo. Aquí está pronta mi vida, mi corazón a recibirlos.

-¿Qué oigo? -dijo Margarita cogiendo del brazo fuertemente a Eduardo-. ¿Qué oigo? ¿Olvidas que soy tu esposa? ¿Olvidas que me has jurado amor eterno? ¿Qué significan esas palabras? ¡Oh! En este instante supremo todos me abandonan.

-Tenéis razón, Margarita -dijo Ángela-. Esas palabras sólo han podido ser inspiradas a Eduardo por la demencia que inspiran estos amargos y supremos trances. Eduardo no es merecedor de ese gran castigo, y Eduardo seguirá vuestra misma suerte, sí, la suerte de la mujer que ha escogido por inclinación y por amor, por libre voluntad, sin que ninguna otra idea empañase su corazón y su conciencia.

-Sí, yo acepto el castigo -dijo Eduardo mirando frente a frente a Margarita- pero yo conozco lo que conoce mi mujer; yo conozco que es merecido mi castigo.

-No digáis eso, Eduardo. ¿En qué habéis faltado? -preguntó Ángela.

-¿Y vos me lo preguntáis?

-Yo os lo pregunto porque yo nada sé ya, nada, de vuestra vida. Vámonos, madre; vámonos -dijo Ángela, volviéndose a su madre con gran anhelo.

-Sí, sí, idos, Ángela; idos -dijo Margarita, que comenzaba a sentir el torcedor de los remordimientos y de los celos.

-Me voy, sí, pero no para abandonaros. En la hora de la desgracia yo no os abandono, yo no puedo abandonaros sin saber qué va a ser de vosotros; yo no puedo consentir que os perdáis miserablemente.

-¡Mujer celestial -exclamó Eduardo-, la tierra no te merece!

-Deja que nos perdamos, Ángela. Deja a la piedra que caiga al abismo. No te precipites a detenerla, porque caerás rodando con ella -dijo Margarita.

-Prefiero correr vuestra misma triste suerte a compadeceros con estéril compasión.

-Nuestra suerte, después de todo -dijo Margarita- será la victoria.

-Entonces os abandonaré -añadió Ángela-; pero velaré por vosotros en la hora del combate.

-¡Pues bien: esa hora ha sonado ya! ¿No es verdad, Eduardo?

-Ligado con fuertes lazos que no puedo romper, te seguiré adonde me lleves, te acompañaré, si necesario fuese, hasta el infierno.

Ángela no pudo dejar de lanzar un agudo grito, un grito desgarrador, que partía desde el fondo de aquel corazón comprimido y atenaceado, de aquel corazón que daba rienda suelta a todos sus dolores.

-Habéis decidido vuestra suerte. ¡Que os proteja Dios! Pero yo velaré por vosotros. Quiero ser vuestra providencia. Sed felices, sí, felices. Yo en mis oraciones lo pediré al cielo; yo misma os seguiré cuando vea que la desgracia os amenaza. Y no descansaré, no, hasta veros tranquilos, virtuosos, felices, en el seno de vuestro hogar, rodeados de todo lo que pueda halagar la vida en la tierra.

Cada una de aquellas palabras caía como una centella sobre el alma de Eduardo, consumiéndola, abrasándola. Margarita, fría como una estatua, indiferente, sin embargo, al calor de aquella alma, al brillo de aquellos ojos, se había entusiasmado, y admiraba tan heroica abnegación, tan extraordinaria virtud. Ángela había padecido mucho; su corazón había necesitado hacer supremos esfuerzos; aquellas palabras no habían salido naturalmente de sus labios, no; había pasado por una grande, por una tremenda lucha. Así, después de esto se apercibió para dejarlos y volverse a su vivienda, llevando su pecho desgarrado por la desventura y por los celos.

En el momento de irse, Ángela se despidió de Margarita, la cual se quedó como poseída de un pensamiento que la abrumaba, sentada y distraída. Eduardo acompañó a Ángela, pudiéndola decir estas palabras:

-Aún te amo.

-Eso no debe ser.

-¡Ángela!

-¡Caballero, no os conozco!

-Ángela, ¿te has olvidado de mí?

-Sí, sí.

-¡No me has amado nunca!

-De todo cuanto ha pasado en mi vida, de todo estoy ya completamente olvidada. Todo se lo ha llevado el tiempo. Ese Eduardo de que me habláis, le he enterrado ya en mi memoria.

-¡Maldición sobre mí! -dijo Eduardo al dejarla-. Me aborrece.

-¡Dios mío! -exclamó Ángela bajando la escalera-. Tú sabes que he mentido. Tú conoces mi corazón, mi alma. Perdóname, perdóname. A los agudos golpes de estos crueles dolores perderé la vida. Pero no borres nunca esta pasión, que es el alma de mi vida.




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- XX -

Retirada en su estancia, Ángela padecía dolores horribles. Una gran lucha se había empeñado en su corazón. Tenía necesidad de sacrificarse, de ser víctima de alguna gran idea, de alguna gran pasión. Su alma era juguete de la tempestad; su imaginación presa del delirio. Pero sola en el mundo, sin más apoyo que su madre, necesitaba de algún ser a quien confiar sus penas. Entonces se acordó de un hombre que gozaba fama universal en Nápoles.

A las orillas del mar, en la hermosa playa, en medio de un bosque de cipreses, alzaba su pequeña torre una ermita. Algunos sauces plantados alrededor de aquel retiro, le daban cierta melancolía indefinible. Aves, como los ruiseñores, las palomas, los jilgueros, no perseguidos allí, anidaban en la copa de sus árboles, y pagaban con armoniosos cantares, como agradecidos, tan dulce hospitalidad. De vez en cuando las gaviotas, las aves marinas, cansadas de cernerse sobre las ondas, o no teniendo un mástil donde apoyarse, o arrojadas por la tempestad, iban allí a descansar de sus fatigas y a plegar sus blancas alas. Toda aquella naturaleza sonreía con una paz semejante a la de un alma que, no conociendo remordimientos, resplandece siempre iluminada por la virtud, que por inmortal no conoce ni eclipse ni ocaso. Era aquélla una ermita donde se adoraba una Madona en un retablo, representando a la Divina Pastora que alimentaba con rosas a sus corderos. Al pie del retablo se veían flores cogidas en aquellos campos, perlas sacadas de todos aquellos mares, signos infalibles de la unión amorosa del espíritu con la Naturaleza. Bajo las bóvedas de aquella ermita, por las noches, ardía constantemente, sin apagarse nunca, una lámpara, cuyos resplandores, merced a una pequeña reja, se veían desde fuera; lámpara que parecía una estrella errante, perdida, que se había posado delante de la Virgen. Así, el campesino, cuando en la callada noche iba a rezar o a cuidar en el establo de la comida de sus bueyes, volvía los ojos a la reja, y al ver los resplandores de la luz, creía que por él velaba la Virgen. Y el marinero, en las playas o en el mar, al ir o al volver de sus expediciones, cuando en la callada noche veía relucir aquella lámpara, se acordaba de que Dios es el punto luminoso y fijo en el rumbo de la vida, como la estrella Norte en el rumbo por los mares. En aquel recinto respiraba todo amor y paz. Allí la Naturaleza se había hermoseado, y el hombre podía encontrar esa tranquilidad uniforme, pero serena y mística, que se parece a la idea de la bienaventuranza. Las húmedas brisas del mar; el aroma de las flores; las puras emanaciones de los árboles; el arrullo de la paloma; el dulce gorjeo del ruiseñor en la umbría enramada; la cruz santificándolo todo; el ciprés que asciende al cielo: todo ofrecía ese cuadro deslumbrador y hermoso, por el cual vaga el alma como la mariposa entre los aromas del campo.

Y allí había buscado asilo un filósofo que, después de recorrer todas las esferas de la ciencia, había caído en la duda, y después de gustar todos los placeres de la vida, había caído en la desesperación. Su alma seca, esterilizada, buscaba una gota de rocío que la humedeciera, un rayo de luz que sacara algún color a su pálida y desmayada corola. Este hombre, que había caído por su desgracia en la negación, en el hastío, después de buscar inútilmente Dios en la ciencia, había huido al retiro solitario de un campo. Allí, poco a poco, su alma, roída antes por los gusanos de todos los vicios, fue abriendo sus hojas a las auras benditas descendidas del cielo.

Aquel hombre, encerrado en aquel retiro, solo con su conciencia y con la Naturaleza, se había despertado a la vida, había conocido y adoraba a Dios. Inmediatamente que esta idea religiosa penetró en su conciencia, la caridad, el amor, la fe, penetraron en su corazón. Y así que la caridad le poseyó y el amor de sus semejantes inundó su alma, fue todo bien para los que le rodeaban; la providencia del pobre, la salud del enfermo, el consuelo del afligido. No acudía nadie en la comarca a verle, a visitarle, que no saliera con el corazón descansado y la inteligencia más clara. Así como con su cuidado había hermoseado un desierto, había convertido un terreno árido, seco, en hermosísimo jardín, con sus virtudes, con su exaltada caridad, había convertido su alma en una fuente de aguas vivas que manaba el bien y el consuelo. Desprendiéndose de los lazos de la tierra, levantándose de este bajo mundo, olvidado de sí, hecho todo amor, todo fe, todo esperanza, su alma vigorosa descomponía la luz del cielo. Su vida estaba repartida entre la oración y el trabajo, entre Dios y el hombre. Se levantaba muy temprano, veía amanecer, adoraba a Dios, bendiciéndole por los primeros reflejos de la dulce alborada; llamaba a los campesinos con los acentos de la campana, y preparaba después con sus propias manos el desayuno para los trabajadores. Después trabajaba él también. Se encorvaba sobre la tierra, y la regaba con el sudor de su rostro, y la repartía, como cada hombre, parte de su vida. Encerrábase más tarde en su aposento, y allí, oyendo a lo lejos los murmullos de la Naturaleza, recibiendo la luz al través de las verdes hojas de los árboles en verano y de las desnudas ramas en invierno, leía o meditaba la ciencia. Después comía, acompañado de su pequeña grey de trabajadores. Acabada la comida, oraba en señal de gracias, manteniendo perpetuamente su alma en comunicación con Dios. Tomaba después el camino de las chozas, de las casas del pobre; entraba allí, llevando en unas alforjas el fruto de sus campos, y repartía el pan entre los necesitados. Pero como no sólo de pan vive el hombre, sino también del espíritu divino, necesario a su existencia; de la verdad, de la idea, de ese pan espiritual, más sabroso, reunía a los pequeñuelos, les hablaba de Dios, de la virtud; les hacía comprender las maravillas de la Naturaleza, y leyéndoles algunos versos de los grandes poetas, algunos párrafos del Evangelio, abría sus tiernas almas a las grandes impresiones, como el rocío de la mañana abre los hermosos pétalos de las flores.

Cuando los niños le veían ir, salían corriendo a recibirle, como los polluelos aletean en el nido cuando ven volar a su madre; y cuando se despedía, lloraban lágrimas, que eran el premio de sus afanes y la ventura de su vida. Así, no había en la comarca ser alguno que no le acatase, que no le bendijera. Él, después que había pasado de esta suerte toda la tarde, cuando el sol se ocultaba y venía la noche, iba a la ermita, volvía a tocar la campana para congregar a sus trabajadores y para saludar a la Virgen, y rezaba el Ave María. En las noches de estío se paseaba solo por las orillas del mar; algunas veces se detenía en un peñasco, y entonces, inspirado por la Naturaleza y por su propia alma, bendecía en hermosos versos a Dios o al hombre. En las noches de invierno se encerraba en su casa, en su ermita, y allí escribía. Sus libros no se perdían en el seno de un estéril misticismo: amando sinceramente al hombre; creyendo que su verdadera atmósfera es la sociedad; deseando, como toda alma generosa y recta, el bien, y creyendo que el bien no puede encontrarse sino por la libertad, y que cada siglo va resolviendo o anunciando alguna de las grandes contradicciones sociales, se curaba de la reforma de la sociedad, de propagar, de extender entre las gentes la grande, la santa idea del derecho y del deber.

Al fin, ¿de qué sirve la vida, si la vida se esteriliza y se evapora? ¿De qué sirve la virtud si se encierra dentro del duro egoísmo? Nuestra vida, como la lluvia del cielo, refrigera la vida de nuestros semejantes. Nuestra virtud como el rayo del sol, debe hacer brotar virtudes en el corazón de todos los hombres. Nuestro pensamiento no se ha de perder pasando rápidamente por nuestra conciencia; duradero o fugaz, lo debemos a nuestros hermanos. ¡Maldito sea el que sólo nace para sí! Es como la lluvia que absorben las arenas del desierto; como el negro aerolito que se desprende muerto y frío, de la atmósfera; como el fugaz relámpago que cruza un instante el horizonte. La verdadera virtud es fecunda expansiva. Desciende como el maná sobre todas las gentes. No pasa al lado del pobre sin socorrerlo, o sin tomar cuando menos, por la compasión, parte en sus aflicciones. Bendice todos los instantes que de hacer bien le depara la Providencia, y cuenta sus días por las lágrimas que ha enjugado, por los pobres que ha socorrido, por las almas que hacia el bien ha alentado, por las conciencias obscurecidas que ha esclarecido; y así, más duradera que todo cuanto la rodea, sabe que ha de vivir más que la tierra, y el sol, y las estrellas, y el universo entero.

A interrogar a este hombre extraordinario se dirigió Ángela. Su cabeza ardía; el corazón le saltaba del pecho. Conocía que necesitaba algún calmante a su acerbo dolor, ver alguna esperanza en su desolada vida. Cuando el ser que ama el alma huye para siempre, parece que el alma cae en espesa noche. Y como si viera, y respirara, y sintiera para el amor tan solo, apenas acierta a desear nada que no sea la muerte. Parécele que el mundo está vacío; que los astros toman su luz en los ojos del ser amado; que los campos no tienen flores; que todo muere; que todo languidece, como el corazón herido. Si el alma continuara de esta suerte por largo espacio de tiempo, iría, por último, la intensidad de su ardor consumiendo, devorando el cuerpo. Y la palidez de Ángela, su vaga mirada, su respiración fatigosísima, las punzadas que sentía en el corazón, el desdén que le inspiraba todo lo que no fuese su pensamiento, la indiferencia con que oía los aplausos del público y miraba las coronas caídas a sus plantas, la fiebre que consumía sus sentidos, el eterno delirio de amor que se apoderaba de todo su ser, decían muy claramente que aquella organización tierna, delicada, iba a descomponerse, a aniquilarse bajo el inmenso peso de su grande e inmerecida desgracia. En aquella tarde que iba en pos del solitario, sus plantas pisaban las orillas del mar. A cada paso que daba se volvía con una ternura indefinible a mirar las ondas. Recordaba allá, en el silencio de su pensamiento, cómo le sonreían cuando impulsaban la barca de Eduardo. Y le parecía imposible que aquellas ondas murmuraran aún; que no estuvieran apagadas como su corazón, inmóviles como su pensamiento; que sonrieran, iluminadas por el sol, como sonreían en las dichosas tardes, ya pasadas, de su felicidad. Se acercaba con temor a la ermita, y con respeto al ermitaño. Sin embargo, joven, educada en el campo, amante como toda artista de lo maravilloso, volviendo siempre sobre los pasos y las huellas de la pasada vida, y recordando los tiempos en que le confiaba todas sus dudas al único sacerdote que había en su pueblo, deseaba descargar su conciencia y su corazón en un alma alejada del mundo; porque, conocida ya en toda Italia, temía mucho que sus pesares fueran pasto de la general conversación, y pasaran acaso después a las columnas de algún periódico. Así, el sentirse débil para sobrellevar sola el peso de su dolor y de sus pensamientos, la obligó a recurrir a este retiro. Los sauces que a la puerta de la ermita se alzaban, le recordaban los sauces plantados en torno de la fuente donde aguardaba a su amado. Todo estaba en silencio. Sólo se oía el rumor del viento en la enramada y el canto de las aves. El sol se ocultaba en el mar. La tarde estaba hermosísima. Parecía que todos los seres, inundados por mares de luz, se movían y pronunciaban una religiosa plegaria. El alma de Ángela oró, y la oración calmó un poco su dolor. Pero no aparecía nadie. Después de algunos instantes apareció a la puerta de la ermita un rubio y hermosísimo niño, como de ocho años.

-Dime, niño, ¿y el ermitaño? -preguntó Ángela.

-No está.

-¡Ay! Y ¿no volverá?

-Volverá pronto.

-Ha ido adonde va todas las tardes.

-Y ¿adónde va?

-Dice que va a buscar a Dios.

-¿A buscar a Dios? ¡Oh, Dios mío -añadió Ángela a media voz-, yo también te necesito! Y ¿no sabes dónde va a buscar a Dios?

-Va a las casas de los pobrecitos como iba a mi casa...

-¿No es tu casa ésta?

-No.

-Pues ¿dónde vives?

-No tengo casa.

-¡Pobrecito!

-Se me ha muerto ayer mi madre.

Y el niño, que llevaba un jilguerillo en la mano, y que estaba empolvadillo como en señal de haber jugado mucho, comenzó a hacer pucheros, y concluyó por prorrumpir en amargo llanto.

-¡Pobre niño! No te aflijas, no te aflijas, hijo mío.

-Y el señor ermitaño me ha traído aquí.

-Y ¿le quieres?

-Mucho. Y le querría más si no me hiciera aprender la doctrina.

Ángela se echó a reír involuntariamente al oír la ingenuidad del niño.

-Y ¿te has quedado solito?

-Tengo un hermanillo.

-¿Mayor que tú?

-No; aún mama.

-Y ¿también está aquí?

-También. Le ha comprado nuestro señor una cabra.

Ángela comprendió que aquel niño era el testigo más verídico de la virtud del solitario.

-Mirad, señora -dijo el niño-; mirad, por allí baja.

Bajaba, en efecto, por una colina. Un hábito blanco le envolvía. Una barba tan blanca como su hábito le bajaba hasta la mitad del pecho. Apoyábase en un báculo; traía en sus brazos un niño, y llevaba tras sí una cabra, que iba saltando por todos los despeñaderos y montecillos. De sus hombros colgaban unas alforjas vacías. Sus ojos relumbraban en el fondo de la capucha, como esos fragmentos de cielo azul y sereno que algunas veces aparecen límpidos y claros entre las nubes. Su frente arrugada dejaba ver de una manera indudable los profundos surcos de una grande y profundísima idea. Su continente era severo, majestuoso, e indicaban su apostura y sus maneras, a pesar del disfraz, todas las trazas de un hombre de muy distinguida educación.

-Ya viene, ya viene -decía el niño saltando y palmoteando alegre con sus tiernas manecitas.

- Peppinno, Peppinno... -decía alegremente el ermitaño.

-¿Traes a mi hermanito?

-Sí le traigo.

-¿Llora?

-No. Está dormido.

-¿Y mi madre? -dijo el niño, olvidado de que su madre había muerto.

-Ya sabes que está en el cielo y que alguna vez bajará.

-No, no bajará -dijo el niño moviendo incrédulamente la cabeza y casi llorando.

-Toma -dijo el anciano. Y le arrojó en una pequeña pradera una hermosa naranja.

-¡Qué hermosa, qué hermosa! -exclamó el niño. Y echó a correr alegre y contento tras ella, dejando en libertad al jilguerillo, que comenzó a cantar al extender sus ligeras alas en el cielo.

-Mira, ha venido una señora -dijo el niño.

-¡Ah! Ya la veo.

-Se parece a la Virgen.

-¡Picaruelo!

Y el ermitaño, después de besar al niño, se dirigió a Ángela.

-Dios os guarde, señorita.

-Venía a buscaros.

-Estoy a vuestras órdenes. Esperad un instante. Se ha muerto la madre de estos niños; se han quedado en el mundo pobres y desamparados; pero Dios, que no abandona al pajarillo, no abandona tampoco al pequeñuelo. Mirad.

Y como el niño llorase, gritó el anciano:

-¡Flor! ¡Flor!

No bien hubo gritado, cuando se apareció brincando la cabra. Se había entrado en un bosque, y traía entre su blanco pelo algunas hojas de rosa, y entrelazada entre sus cuernos una verde y brillante rama de hiedra. Aquel animal tan móvil, saltón y ligero, que al pasar de un lado a otro, de un montecillo a otro montecillo, de un precipicio a otro precipicio, parecía que volaba, tal era su agilidad, así que le mostró el ermitaño el pobre niño, se quedó plantada, sin moverse, balando dulcemente, como si quisiera acariciarlo, y el niño, a su vez, cogió instintivamente las cargadas tetas del pobre animal, y poco a poco se quedó tranquilo y dormido, con ese sueño dulce y hermoso que sólo conocen la niñez y la inocencia. Luego que se quedó tranquilo y dormido, dijo el ermitaño:

-Vete.

Y la cabra volvió a saltar y a retozar por el campo.

-Dispensadme, señorita. Voy a dejar en su cuna al niño.

-Sí, sí. No os incomodéis por mí.

-Señora, los pobrecitos no tienen madre.

-Pero la han vuelto a encontrar en vuestro amor.

-¡Peppinno!

-¿Qué? -dijo el niño, que apenas podía contestar, pues se estaba comiendo a dos carrillos su naranja.

-Ven, ven conmigo.

Y el ermitaño y los dos niños entraron en la ermita.

Después de cortos instantes salió el buen ermitaño, e inclinando profundamente la cabeza, le dijo:

-Señorita, ¿qué tenéis que mandarme?

-Dispensad a una desgraciada que acuda a vos; el dolor tiene eco en vuestro corazón, y el dolor os busca, y sobre todo el dolor moral, que es el más triste de todos los dolores.

-Señorita, he consagrado mi vida al hombre. Convencido de que no debemos vivir para nosotros mismos, sino para nuestros hermanos, he abandonado cuanto pudiera halagarme, y he seguido esta senda, que empecé con repugnancia y concluiré con amor porque está sembrada de flores.

-Por eso yo he venido a veros, señor; a veros. El mundo no quiere presenciar el dolor: le da asco. Quiere que se oculten los males del alma como se ocultan las llagas del leproso.

-Y, sin embargo, hija mía, el dolor es la fuente más pura de la ciencia, del arte, de todo lo que engrandece la humanidad. Todas las notas de esos cánticos divinos que han suspendido a los hombres, que repiten las generaciones, son lágrimas, suspiros, quejidos del corazón.

-Mi dolor es tan grande, que temo llegue algún día a secar mi vida.

-No lo temáis. Acordaos de que el dolor suele ser el signo de la elección que Dios hace de un alma. Los espíritus superficiales o pequeños, que han nacido para vivir apegados a la tierra, se contentan con el espectáculo que a sus ojos ofrece la Naturaleza, la sociedad, el hombre; pero las almas grandes, las que sueñan con ideas superiores a la realidad, las que anhelan por otro mundo mejor que este mundo, por otra humanidad más elevada, más hermosa; las almas que tienen sed y hambre de justicia, de verdad, padecen mucho en el mundo, y viven esta pasajera vida entre dolores, aguardando la santa hora de otra vida más en armonía con su pensamiento, vida que llene el abismo de sus purísimos deseos.

-Y, sin embargo, no es ese mi dolor. Yo, padre mío, yo era feliz cuando un lazo me ataba al mundo, cuando... perdonadme -dijo Ángela balbuciente y sonrojándose-; cuando el amor de un hombre lucía en mi vida; y desde que ese amor me falta, ¡ay, señor! soy muy desgraciada.

-Os oponíais a mi pensamiento, y lo estáis, sin embargo, confirmando. Erais feliz cuando un objeto pequeño llenaba todo vuestro corazón, y desde que ese objeto pequeño os falta sois desdichada, y a pesar de eso, no os conozco y lo digo, sois más grande, sois más virtuosa.

-Señor, señor. Es verdad, pienso más en Dios, pienso más en mis hermanos.

-¿No os lo decía yo? ¿Creéis vos que sólo se puede amar a un ser? No. El que limita su vida a sí mismo, el que se contenta sólo con la felicidad propia, el que no sale de su concha como el pólipo, como los seres inferiores de la creación, ése no vive, pasa sus días pegado a la materia; es inútil en la vida, y muere sin dejar en el mundo ni una huella de su alma.

-Pues he ahí, señor, el deseo que ha sobrecogido mi alma. Sola, aislada, me ahogo en esta vida triste. Pasa un día, pasa otro día, y me pregunto: ¿De qué sirvo en el mundo?¿Qué ser me necesita? La vida inútil se corta. Yo respiro un aire que pertenece a otro ser; yo ocupo un lugar en el espacio que otro ser debe ocupar.

-¡Desgraciada! Esas ideas son hijas de la enfermedad de vuestra alma. El grano de arena perdido en el desierto sirve a toda la creación; y ¿no ha de servir el hombre libre que quiere emplear su vida en provecho de sus semejantes, no ha de servir a toda la humanidad? Esas ideas son delirios que pasan, como la tempestad pasa rápida por la atmósfera. Algún día, sola con vuestra conciencia, os avergonzaréis de haber tenido esas ideas.

-¡Vivir sin amar! -exclamó con acento desgarrador Ángela, cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Vivir sin amar! Y ¿quién os ha dicho que vais a vivir sin amar? Pues qué, ¿no hay ya humanidad? ¿No hay ya mundo? El alma exaltada finge un ser, y ama a ese ser; y cuando le falta, cree que todo falta, y se engaña.

-¡Amar otra vez ¡Oh! No, padre mío, no.

-Seguramente no me habéis comprendido. He querido decir: aún hay desgraciados a quienes consolar, enfermos que curar, seres que proteger, almas desgraciadas que salvar, inteligencias obscurecidas que esclarecer; aún puede vivir en vuestro corazón un amor más grande, más intenso, más divino que el amor que habéis perdido.

Ángela movió la cabeza como con incredulidad y con dolor.

-Mirad este espectáculo maravilloso que os rodea. Esa onda que palpita y se estrella mansamente, con su ruido alaba al Creador. Esa estrella que aparece entre los arreboles del cielo, alaba a Dios. Esa flor que abre sus pétalos al húmedo beso de la noche, aguardando una gota de rocío, tiene en sus hojas, en su tallo, algo de amor a Dios. Ese ruiseñor que a la luz de la luna, cuando reina el misterioso silencio en la creación, lo interrumpe con arpados cánticos de amor, que suben como una oración a los aires, alaba sin conciencia a Dios, como el sol cuando se levanta por el Oriente, como la mariposa cuando rompe su larva, como toda la creación, que entona siempre en sus ecos, en sus rumores, un cántico al Eterno.

-Sí, sí -decía Ángela, entusiasmada con aquella mística elocuencia.

-Y el alma del hombre, Ángela; el alma del hombre, más intensa que el universo, más luminosa que el sol, más llena de ideas, de pensamientos, que la naturaleza de seres; el alma del hombre, más duradera que todos esos mundos, los cuales morirán, se apagarán como las luciérnagas, mientras nuestra alma vivirá siempre eternamente; ¡ah! el alma del hombre, creación en que Dios extremó su poder, ¿no unirá su voz al concierto de tantas alabanzas?

-Sí, sí -decía Ángela transfigurada; Ángela, que no se atrevía a respirar por no perder una de las palabras del ermitaño.

-Y entonces, ¿cómo decís que os falta amor? ¡Amor! ¡Cuántas veces el sentido lo profana! ¡Cuántas veces el beso impuro de los impuros labios lo mancha! Pero ese amor divino, que se convierte en una fuente de bien para los hombres, es la única verdad de su vida. Todos los demás amores son fantasmas, sombras, nada.

-Tenéis razón, padre mío; yo he faltado a Dios; yo me he faltado a mí misma. El hombre que yo amé con amor puro, intensísimo, no merecía, no, ese amor. Y mi grave falta, la falta de que yo no me puedo, no, absolver, es haberle amado; ¿qué digo haberle amado? amarle aún con toda mi alma. Algunas veces, atenaceado el corazón por el dolor, y la conciencia por el remordimiento, me he dicho a mi misma: «Ángela, si te amara, ¿le amarías así?» Y he creído que este amor tan grande, tan profundo, era un castigo tal vez de mi orgullo, sí, de mi orgullo; porque yo, allá, cuando tenía menos edad, en mis ensueños, en mis delirios, me había imaginado tan perfecta y superior a los hombres, que creía que estaba destinada acaso a amar a un ángel. ¡Horrible orgullo, que Dios ha herido despeñándome en un infierno!

-No lloréis tanto, hija mía. Conviene tener la fuente del bien. Importa poco que hayáis despreciado grandes tesoros. El arroyo que nace en una peña, corre largo espacio entre piedras, purifica su linfa, y cuando llega al llano es más cristalino y más puro, y templa la sed del hombre y de las aves del cielo. El amor que vuestro corazón posee ha podido ser hasta aquí estéril, desgraciado; pero desde hoy, convirtiéndolo en bien de vuestros semejantes, derramándolo como un bautismo sobre la frente de los que lloran y padecen, podéis prometeros que será eterno manantial de puros goces para vuestra alma, que sin duda Dios destina a que alumbre su gloria allá en el cielo.

-Vuestra voz me anima para el combate. Me parece que cobro aliento, que puedo ya batallar contra el mal, que voy a desvanecer todos estos velos que encubren mi destino, y voy a ser feliz.

-Siempre al fin de la vida el alma grande alaba a Dios, porque Dios ha comprendido mejor que ella misma su destino. Suele la Providencia abrir grandes heridas a esas almas, privarlas de goces sin los cuales no se concibe la vida; aislarlas en la soledad, sin amor, sin esperanza; y entonces esas liras divinas producen sus más admirables sonidos, sus más hermosos cantares. No os dejéis llevar en la corriente que arrastra a los demás hombres. La onda del río, que llega hasta el mar, confunde sus dulces caudales con las amargas aguas del Océano; al paso que la gota que se prende a los juncos y a las espadañas de la orilla, y que parece perdida, se evapora en el cielo.

-Habladme más, padre mío, habladme. No podéis imaginar el bien que derraman vuestras palabras en mi alma, el aliento que dan al corazón.

-No os conozco, y en vuestros ojos he visto pasar vuestra alma. No os conozco, y en vuestra palabra he oído latir el corazón. Os sobra alma, os sobra vida. Y cuando sobra alma, no debe guardarse en el cerebro, donde rebosa y estalla; y cuando sobra vida, no debe encerrarse en el corazón, donde rebosa y se pierde; esa alma, esa vida, pertenece al mundo, pertenece al que está falto de ella; que Dios, por la comunicación de las almas grandes con las pequeñas, ha establecido el equilibrio de su justicia.

Ángela, en un rapto de entusiasmo, exclamó:

-Yo lucharé: yo me venceré. Esta idea que turba mi cerebro, huirá; este dolor que esteriliza mi corazón, me alentará en la lucha; será el aguijón de mi conciencia y de mi vida. Yo pensaré que hay muchos seres que me necesitan. Yo creeré que cada día de mi vida es necesario para algo, para alguien. Este amor es el egoísmo del sentido; yo necesito el amor del alma, el amor ideal, que encienda mi alma como una llama pura, donde se pierdan todas las debilidades, donde huyan y desaparezcan todas mis manchas. ¡Oh! ¡Dios mío, piedad! ¡Dios mío, piedad!

-Sí, levantad a Dios el alma, que Dios no desoye jamás a su criatura. Al ave le da alas para que corte los aires; al pez le da escamas para que viva en las aguas; y ¿no le ha de dar también al espíritu, al corazón, lo necesario a su vida?

-Yo necesito paz.

-La tendréis. Cuando vuestro pensamiento se haya levantado de la esfera en que hoy se agita a otra más luminosa, veréis cómo cesa esa gran batalla en que os halláis empeñada: la vida, lejos de ser una lucha, será una divina armonía.

-Yo creí que el arte podría calmar mi angustia.

-¿Sois artista? -preguntó el ermitaño.

-Lo soy.

-Lo había adivinado.

-No sé si hasta aquí habrán llegado los ecos de mi nombre.

-Ángela os habéis llamado antes...

-Sí.

-Ya os conozco.

-¿Me conocéis?

-Ya hasta aquí ha venido el eco de vuestra voz.

-¡Hasta aquí!

-O, mejor dicho, os he oído, sí, os he oído con arrobamiento.

-¡Padre! -dijo Ángela ruborizada.

-Recordad una tarde que cantasteis en una iglesia.

-Es cierto.

-Yo estaba allí.

-Es verdad.

-Yo os vi.

-Por cierto, padre, que allí tuve noticias de vos.

-Dejemos eso, que importa poco.

-¡Ah!

-Yo os oí, y dije: «¡Ese es un ángel destinado para el cielo!»

-¡Si os oyera Dios!

-No se da nunca ese poder inútilmente en la tierra. Cuando Dios elige a uno de esos seres, y le da esa voz divina, esa inspiración, es, sin duda, para que derrame mucho bien, mucho, en las almas.

-Me alentáis, me alentáis mucho.

-¿No habéis meditado lo que es el arte?

-No.

-Pues meditadlo bien.

-Habladme del arte, padre mío.

-Tú, hija mía, posees en tu corazón un tesoro inmenso de bienes. Dios, comprendiendo cuán larga y escabrosa es la vida del hombre, ha hecho levantar en el espacio algunos seres que hermoseen su camino, que le alienten, para que no caiga en el abatimiento y en la desesperación. La llama que Dios quiere conservar en el fondo de nuestra vida, la pura llama que todo lo purifica, es la esperanza, sin la cual nos sería imposible atravesar este desierto. ¿Cómo habíamos de sufrir esta sed de amor, este anhelo inmenso, infinito, de verdad, de bien, que un día y otro día nos aqueja, nos posee, si allá, al fin de nuestra peligrosa senda, no alcanzáramos a ver la fuente de agua viva?

-Nunca he perdido la esperanza en Dios.

-Pues bien, hija mía; ese es el destino del arte. Para que el hombre no desfallezca, para que no se cierre su corazón a todo gran sentimiento, Dios ha puesto en el fondo de todos los hechos, en el seno de la sociedad, una armonía divina que se llama arte. Esta armonía es un reclamo del cielo; es como el aura bendecida de la patria, que el navegante respira y recoge antes de volver a su ribera; es como ese albor de luz que centellea en los astros, y que nos hace entrever todos los resplandores de la mansión divina.

-Así lo he comprendido yo siempre.

-Pues bien; mira, hija mía: el artista, que debe ejercer en el mundo un gran sacerdocio; que debe abrir a la esperanza las almas cerradas a todo sentimiento; que debe alentar al bien los corazones indecisos; el artista debe ser puro, debe ser inmaculado, debe ser virtuoso. Yo he conocido muchos artistas aquí en esta tierra del arte; he conocido a muchos. Dios les había dado alas para que volaran por el horizonte, y ellos se empeñaban en pasar esas alas por el lodo; Dios les había hecho para estrellas de su cielo, y ellos querían ser piedras del abismo; y Dios los castigó; y aquella fuente, que sólo brota pura cuando la mágica vara de la virtud la hiere, esa fuente se agotó en sus corazones, y dejó de regar sus ideas y su vida.

-Es cierto, es cierto. Yo por eso, porque hay mil asechanzas, he pensado en dejar mi vida de artista.

-No hagáis tal, hija mía; no hagáis tal. Puede parecer a veces que esa vida está rodeada de abismos. Pero nada hay tan bello como salvar los peligros. Además, no cerréis vuestros labios, no apaguéis vuestra voz. Dios os ha dado una voz para el hombre. ¿Os parecería bien que el ruiseñor se meciera tranquilo en la rama del árbol, mirara impasible su nido, y no regalara el viento con las dulces armonías de sus cánticos?

-No.

-Pues lo mismo que Dios ha dado el canto al ruiseñor para hermosear la Naturaleza, os ha dado la voz para hermosear el espíritu. No os creáis, pues, desgraciada. ¡Desgraciada una joven que posee ese tesoro de consuelos! ¡Oh, no lo creo, porque no puedo creerlo! Cuando el mal os persiga sañudo; cuando la duda se deslice en vuestra conciencia; cuando sintáis que se suspenden los latidos de vuestro corazón, volved a Dios los ojos, pedidle que os consienta realizar el bien, el amor verdadero, la virtud en la tierra, y salid a la calle en pos de alguna desgracia, consoladla, y os quedaréis tan serena y tranquila como si ningún dolor os atenaceare el alma.

-Lo haré, padre mío.

En esto la campana de la ermita llamó al anciano. Ángela se despidió de él con tristeza, pero con el corazón más aliviado. El ermitaño la bendijo con toda la efusión de su alma, y entró en la ermita. Ángela se acercó a la rejilla en que lucía la pequeña lámpara, y de rodillas rezó un Avemaría. La luna comenzó a levantarse en el horizonte; su hermoso disco inundó de luz la campiña, y reflejándose en las claras y celestes aguas del Mediterráneo, les daba un color tan suave y tan hermoso, que no parecía sino que el cielo mismo se había reclinado en el seno de la tierra.




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- XXI -

Eran las altas horas de la noche. Todas las ventanas de Nápoles estaban cerradas. Nápoles dormía. Por aquellas calles no pasaba un alma viviente. Sólo de vez en cuando se oía rodar algún coche de algún gran señor que volvía de sus bailes, de sus fiestas, de sus tertulias. El único bulto que pasaba por las calles era el celoso y receloso centinela del poder del Rey; el agente de la policía napolitana, que cuidaba del sueño de la ciudad. En el palacio de Margarita, sin embargo, había una ventana abierta. Detrás de la ventana dos seres atisbaban la calle, como esperando a alguien con gran anhelo y cuidado. Eran Eduardo y Margarita.

-¿No viene? -preguntaba con anhelo Margarita.

-No viene -decía con indiferencia Eduardo.

-¡Qué anhelar!

-Tú lo has querido.

-Y no me arrepiento.

-Lo creo sin que lo jures.

-¡Cuánto tarda!

-Lo habrán cogido en alguna encrucijada.

-Tienes razón. Mala noche hemos escogido.

-La noche que tú designaste.

-¡Ay, Eduardo; no puedo sufrirte!

-Lo creo también.

-No puedo sufrirte.

-Tú me has querido.

-¡Oh, qué hombre!

Eduardo se encogió de hombros.

-A nada te opones.

-Pues casualmente ese debía ser el ideal de tu felicidad.

-Nada de eso.

-Pues no te entiendo.

-Yo necesito de oposición, de lucha.

-¿Aún te parecen pocas las luchas que te rodean?

-Necesito más: necesito que te opongas a lo que yo deseo.

-Pues no lo verás.

-¡Dios mío, qué hombre!

-El mejor, el más a propósito de los nacidos.

-Eduardo, me indignas.

-Yo también me indigno.

-No te conozco.

-Yo no me conozco tampoco.

-No debes ser así.

-¿Qué quieres?

-Despierta ese alma.

-Cuando se empiezan a bajar los escalones de la degradación, lo que cuesta es bajar los primeros; después se arroja ya uno de cabeza al fondo del abismo.

-¡Eduardo!

-¡Margarita!

-Me horrorizas.

-Tarde te horrorizas.

-Es verdad. Pero ¿no sientes nada?

-No, no siento nada.

-¡Imbécil!

-Sí; el que no tiene corazón es un imbécil.

-Mira: ¡no viene!

-¿Qué quieres que yo le remedie?

-¿Le habrán preso?

-Será lo más probable.

-¡Estamos perdidos!

-Me alegraré.

-No digas eso.

-Me alegraré.

-¿Por qué, Eduardo?

-Porque así se interrumpirá la monotonía de esta vida.

-En verdad te digo, Eduardo, que también a mí me va cansando. ¡Qué soledad!

-Pero ¡qué merecida soledad!

-¡Oh! No digas eso.

-Es lo que siento.

-¡Todos nos han abandonado!

-Todos.

-Me cansa tu salmodia.

-¿Qué quieres que diga?

-¿Te he de decir yo hasta lo que has de decir?

-Hija, tengo una pereza... hasta de hablar... me voy olvidando. ¡Qué vida!

¡Qué vida! Tienes razón.

-Pero no echemos de ello a nadie la culpa.

-¡Oh! Alguien la tiene.

-Nosotros.

-Y otro.

-Nadie, nadie; nosotros.

-¡Cuánto tarda! -decía Margarita volviendo al tema favorito de su manía.

-¡Te has empeñado; no hay más remedio que hacer tu voluntad!

-¿Querías tú que yo me quedara sin venganza?

Eduardo volvió a encogerse de hombros con señalada indiferencia.

-Yo no puedo vivir sin vengarme. Cada hora, cada instante que pasa y veo a mi gran enemigo sonreírse, vivir, ¡oh! es un puñal que me atraviesa el pecho.

-Muy alto está el objeto de tu venganza.

-No importa. Escalaré el cielo; pondré un monte sobre otro monte.

-Para que te suceda lo que a los gigantes de la fábula.

-¿Y tú eres hombre, y tienes corazón en el pecho?...

Eduardo lanzó una carcajada agudísima.

-¡Oh! Cuando te ves despreciado y abandonado de toda la sociedad de Nápoles, herida tu reputación, amenazados tus días, espiada tu conducta, próxima a desaparecer tal vez en la confiscación tu hacienda, expuesto a ir de puerta en puerta por extrañas tierras a pedir una limosna; cuando acaso cualquier día te cruce la cara el látigo de uno de esos hombres que nos celan, ¿te atreves a reír?

-Y ¿qué quieres que haga?

-Que me imites.

-¿En qué? Parece imposible que digas eso cuando soy tu autómata. ¿En qué he de imitarte?

-En este odio que arde en mi corazón; en estas desencadenadas pasiones que llevan mi alma de un punto a otro como las ráfagas de una tempestad; en esta sed de venganza.

-¿Qué quieres? Yo no puedo tener tu alma.

-Y al menos la patria; la patria...

-Calla, Margarita, calla. Todo me es indiferente.

-¡Indiferente la patria! ¡Gran Dios!

-¿Te maravillas?

-Pues ¿no he de maravillarme de ese duro corazón?

-Desconoces tu obra.

-¡Mi obra!

-Sí; porque el corazón no se seca sólo en una parte, no se corrompe sólo por un lado; se seca o se corrompe todo entero.

Margarita dejó escapar de su pecho un hondo suspiro.

-Tú me has dicho un día y otro día, una hora y otra hora, un minuto y otro minuto, que todas esas pasiones poéticas eran pura mentira.

-Es verdad.

-Yo lo he creído; yo, alma flexible y débil, que como la cera me presto a todas las formas. Yo lo he creído.

-Y ¿qué?

-Y he tomado por pura ficción la justicia, la verdad, todas las grandes pasiones, todas las grandes ideas.

-¡Calla, calla!

-Y cuando quiero a este corazón seco pedirle amor para la patria, amor para la libertad, amor para algo grande y sublime, este corazón se ríe de mí, y sólo me da por respuesta el torcedor de mi remordimiento.

-¡Eduardo!

-Vosotras las mujeres amáis o aborrecéis siempre. Por grande que sea vuestra degradación, en el fondo de la vida, en sus heces, hay siempre algunas pasiones.

-Es verdad.

-Pero nosotros, miserables; nosotros, que no poseemos tanto corazón; nosotros, pobres de espíritu, cuando nos degradamos, lo primero que perdemos es el sentimiento.

-Y ¿se puede vivir sin sentimiento?

-Se puede vivir vida horrible, fría, como la vida de la piedra.

-Yo podría vivir sin amar; pero no puedo vivir sin aborrecer -dijo Margarita entusiasmada.

-Eres feliz; aborreces y sientes.

-¡Oh! Si pudiera vengarme...

Y rechinaba los dientes de rabia.

-Mira. Aún me queda, allá en lo más recóndito, en lo más obscuro, en lo más hondo de mi ser, aún me queda algo, sí, algo de conciencia; y cuando a veces el remordimiento me oprime, bendigo el remordimiento.

-¿Por qué?

-Porque al fin padezco.

-¿Deseas padecer?

-Sí, lo deseo, lo deseo.

-Pues si deseas padecer, sígueme.

-Te sigo.

-Pero sígueme, no con esa indiferencia glacial, que es la muerte, sino con fe, con ardor.

-¡Ah, con ardor!... Tanto valdría pedir agua a las piedras.

-Yo necesito que aborrezcas como yo aborrezco.

-Estoy, como Satanás, imposibilitado de amar.

-Pero no de aborrecer.

-Y como el cuerpo frío y muerto, imposibilitado también de aborrecer.

-¡Qué hombre, qué hombre!

-¿Qué quieres, Margarita? En la edad en que la vida brota flores, he secado la vida. En la edad en que todos los sentimientos manan del corazón, he secado el corazón. Ahora, aunque quisiera amar, no podría, porque no reverdece, no, el sentimiento marchito. Necesitaría que cayera sobre mí un diluvio de lágrimas para que se borrara este cáncer que ya se ha comido toda mi vida.

-Mas al menos tendrás fuerza, nervio bastante para arrostrar los peligros.

-Creo tenerlo. Te sigo como sigue un satélite a su planeta. Te sigo sin conciencia.

-¿Tú sabes lo que intento?

-Lo sé.

-Tengo sangre corsa en mis venas.

-No lo ocultas.

-Soy muy vengativa.

-Yo no soy vengativo.

-Ver a mi enemigo, herido por mis propias manos, caer a mis plantas, revolcándose en el dolor y en la sangre, exhalando quejidos de rabia, exánime, mirándome al expirar con su mirada torva y fría; ver al enemigo, tendido a mis pies, respirar el vapor de sangre que sube hasta mis narices y calienta mis sienes, y patear sus entrañas, ¡oh! es un gozo supremo.

-¡Calla! Me haces temblar.

-¡Oh! Y este gozo supremo se retardará... ¡No viene!

-Mira, te pareces a la leona.

-Respiro odio y venganza.

-Estás hermosa así, tan torva y tan airada.

-Es porque se transparenta en mis ojos el alma.

-¡Alma perdida!

-No, alma de fuego.

-Pero de ese fuego que consume y esteriliza la vida.

-Y tú, alma de hielo.

-Pero este hielo, por petrificado que parezca, puede, al rayo del sol, derretirse y fecundar algún campo; mientras tu fuego...

-Mi fuego puede abrasar a muchos malvados; puede acrisolar también un alma.

-Tarde es.

-Más se puede esperar de mi ardor que de tu indiferencia.

-No trato yo de lo contrario. Me he convencido de que para mí no hay salvación posible.

-Mira, dejemos esto; siempre reconviniéndonos.

-Nos hemos unido, Margarita, y el alma de los dos es una negra sombra, un cruel remordimiento.

-Nunca me punza a mí el corazón ni la conciencia.

-Serás de piedra.

-Ahora, lo único que me preocupa es la tardanza de ese hombre.

-Calla: se desliza una sombra.

-¿Estará Pedro aguardando?

-Una sombra que entra sigilosamente en casa.

-¡Es él!

-Sí, es él.

-¡Respiro!

En esto se abrió la puerta de la sala, y entró un hombre vestido de marinero.

-¿Sois vos, Rafael? -dijo Eduardo.

-Yo soy.

-¡Cuánto habéis tardado! -exclamó Margarita.

-¿La sesión ha sido larga? -preguntó Eduardo.

-Muy larga.

-Y ¿qué?

-Estáis admitidos.

-¡La venganza! ¡La venganza! -exclamó Margarita levantando los brazos al cielo.

Rafael, volviéndose a Eduardo, le dijo:

-El ángel caído fue diablo. La mujer que cae, es mucho más perversa que el hombre.

-¡Calla! -dijo Eduardo, temblando como si tuviera frío.

-¿Seré admitida? -preguntó la joven Margarita.

-Seréis admitida.

-¿Cómo habéis vencido la dificultad?

-He dicho que sois hombre.

Margarita lanzó una carcajada.

-Te vestiremos de hombre -dijo Eduardo.

-¿Los dos en una noche? -preguntó Eduardo.

-Sí, y no.

-Pues ¿cómo?

-Uno entrará antes, y otro más tarde.

-Bien -dijo Margarita.

-Pero ¡por Dios..., Margarita! -dijo Rafael.

-No tengáis cuidado.

-Va en ello la vida.

-Lo sabemos.

-Y ¿tiene grandes ramificaciones? -preguntó.

-Las tiene muy grandes.

-Yo, con tal de vengarme, llevo al acervo común todo mi oro -dijo Margarita.

-Bien, muy bien.

-¿Gente grande?

-Toda.

-¿Despreciados por el Rey?

-Despreciados.

-¡Oh!

-Me voy.

-Sal por la puerta falsa.

-No tengo inconveniente en salir por la puerta falsa.

-Con mucho sigilo -dijo Eduardo.

-¡Oh! ¡Si nos cogieran... -exclamó Margarita.

-Seríamos perdidos -añadió Eduardo.

-No lo sentiría por mí -dijo Margarita.

-¡Quizá lo sentiría por ti! -exclamó Rafael mirando socarronamente a Eduardo.

-No, lo sentiría por mi venganza.

-Tienes una verdadera manía -dijo Eduardo.

-Sólo Dios sabe el odio que guardo en el pecho.

-Guíame, Eduardo.

-Te guiaré, Rafael.

-Adiós -dijo el joven saludando con indiferencia a Margarita.

-Me voy a vengar. Caerán mis enemigos abrasados por mi odio, por mi ira. ¡Infames! Creyeron que podían arrancarme el poder y la fuerza. Aún me queda vida. Mientras yo respire seré su torcedor, su tormento, su martirio. Sí, yo gozo; sí, yo vivo en esta atmósfera venenosa. Me parece que late más mi corazón, que corre con más libertad mi sangre por las venas desde que soy despreciada y perseguida. He nacido para luchar: lucharé, y venceré; lucharé, y mis enemigos caerán a mis plantas. ¡Infames!

En esto volvía Eduardo de acompañar a Rafael.

-A prepararlo todo, Eduardo.

-Espera, mujer, espera.

-No puedo.

-¿Te falta tiempo?

-Sí; tardo en vengarme.

-Si fuese para hacer bien.

-¡Bien! Tiene mi alma demasiada ponzoña para pretender hacer bien.

-¡Margarita, Margarita!

-¿Qué?

-Estás al borde del abismo.

-Lo sé.

-Estás al borde del abismo.

-Y ¿qué?

-Sálvate; aún es hora.

-¿Tienes miedo? -dijo Margarita a Eduardo con desprecio.

-Tengo miedo por ti.

-¡Mentira!

-¡Margarita!

-Déjame.

-Nos perderemos.

-Y ¿por qué no hemos de triunfar?

-Siempre estamos perdidos.

-¿Por qué?

-Porque si triunfas, haces un mal a otro; y si pierdes, te haces un gran mal a ti misma.

-Bien.

-Y de todos modos, vas al mal.

-¡Qué sermonear! ¿Tienes miedo?

-Ya no te digo una palabra.

-Iré yo sola.

-Nunca. Soy tu esposo.

-Me abandonas.

-Nos perderemos juntos.

Eduardo tomó una luz, se fue, y dejó a Margarita. Después que Eduardo abandonó a Margarita, se encaminó a su gabinete, entró en su cuarto y se puso a reflexionar sobre su triste suerte. Cuando más sumergido en sus reflexiones se encontraba, oyó que llamaban a su puerta.

-¿Quién es? -preguntó.

-Soy yo -le contestó una voz muy parecida a la de Rafael.

Eduardo abrió instantáneamente la puerta. Rafael entró azoradísimo.

-¿Qué te sucede?

-Me he escapado de manos de unos esbirros.

-¡Dios mío! Y ¿te habrán visto entrar?

-No, no me han visto.

-Descansa, descansa.

-No he dormido en dos noches.

-Ya lo alcanzo.

-¡Qué vida ésta!

-Muy triste.

-Y dime, Eduardo, ¿te has decidido por fin?

-Me he decidido.

-¿Vas a entrar en esa sociedad secreta?

-No tiene remedio.

-¿Tú sabes los peligros que cercan esas sociedades?

-Los sé, y los acepto.

-Y todo, ¿por qué?

-Porque se ha empeñado en ello Margarita.

-¡Oh mujeres, mujeres!

-No creas que yo entro con gran entusiasmo. Si al fin se tratara de la libertad de la patria... Ya sabes que he arrostrado muchos peligros allá, cuando yo no era autómata, por esa causa.

-No hay un alma que ame aquí verdaderamente la libertad.

-¿Qué quieres, Rafael? La esclavitud envilece y degrada, y sólo puede dar de sí, en último fin, el embrutecimiento.

-Estas sociedades secretas son de la peor índole posible. Se reúne la camarilla vencida para destronar a la camarilla vencedora.

-Justamente: los que han sido despreciados por el Rey; los que han salido mal en sus intentos; los que no han alcanzado los destinos que anhelaban; los que han querido, como mi Margarita, un poder omnímodo; todos esos se reúnen tranquilamente en una sociedad para perseguir a sus contrarios. ¡Qué alteza de sentimientos!

-Y ¿qué quieres, Eduardo? Eso trae consigo el despreciar las leyes fundamentales de nuestra naturaleza, los principios eternos de la razón y de la ciencia. En estas sociedades, donde manda un hombre a su sabor, no se quiere la libertad y se tiene la guerra sorda. No quieren que las ideas luchen noblemente a la clara luz del día, y luchan las pasiones de una manera cruel en las tinieblas. No se consiente la asociación pública, que reúne las inteligencias dispersas y disciplina las voluntades, y se tienen las sociedades secretas. No quieren que el espíritu se desahogue, y el espíritu, encerrándose en el seno de la sociedad, hierve y estalla en grandes terremotos, como estalla ese volcán en ardiente lava y en terribles sacudimientos.

-Es verdad: embrutecen al pueblo, y después le piden virtudes; le hacen confundir la autoridad con la violencia, y luego no quieren que él confunda la libertad con la revolución; le encierran en una jaula, e intentan detenerle la primera vez que va a tomar carrera. Le niegan todos los manantiales donde pudiera templar su sed de justicia, y luego extrañan que no sea justo.

-¡Oh, Eduardo! ¡Cuánto absurdo vemos en el mundo!

-Pero el absurdo mayor, Rafael, es mi vida. Yo amaba a una mujer pura y divina, y me he casado con una mujer a quien nunca amé. Yo fui un día amante de la libertad, y hoy debo ser cortesano, y cortesano despreciado y caído. Yo deseo siempre combatir a la luz del día, y voy a entrar, por sed de venganza, en una sociedad secreta, donde se trata de echar abajo, no un sistema, no un gobierno, sino una pandilla cortesana. Yo soy el más desgraciado, sí, de los hombres.

-Y en verdad, no se eligen las posiciones; se aceptan.

-No lo creas. En el camino del mal, todo es empezar. Yo creo que el hombre es libre. Pero creo también que, cuando baja por una pendiente por su propio impulso, se despeña en el mal. La lógica de los hechos es rigurosa, como la lógica de las ideas. Cada premisa que sentamos, encierra una larga cadena, larguísima, de consecuencias fatales e inevitables. Yo no he aceptado el mal; yo lo he elegido. Por eso creo que merezco un gran castigo.

-Pero tu puedes desandar lo andado.

-Ya no puedo; ya no tengo más remedio que aceptar mi papel y representarlo bien. Esto de la degradación tiene algo de la pereza. Cuesta mucho trabajo sacudirla. Sigue uno su camino por falta de actividad, por sobra de indolencia. No hay remedio.

-¡Oh! ¡Qué infelicidad, qué infelicidad!

Y Rafael, que se había sentado en un sillón, se quedó dormido, mientras que Eduardo reflexionaba en sus males.




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- XXII -

Era una noche obscurísima, lóbrega. El cielo estaba cargado de tempestades. Rozaban las nubes con sus orlas obscuras y sombrías la tierra. El relámpago rasgaba las nubes y hacía ver un cielo triste y obscuro como un abismo. El mar, azotado por la tempestad, rugía y encrespaba sus olas, como si quisiera desbordarse, audaz, espumoso y soberbio, sobre los campos. El viento, al estrellarse en los árboles, producía un sonido fúnebre, semejante a las quejas de un corazón desgarrado por el dolor. Levantaba con tanto ímpetu y con tan fuerte empuje les piedras y las arenas, que herían los rostros de los infelices que en aquellos instantes cruzaban por los campos y las calles. Hervía el volcán, y su lava, como nube encendida y ardiente, se dibujaba en los horizontes, dándoles colores sangrientos y rojizos. De vez en cuando el viento repetía los ecos de voces humanas, voces doloridas, pero fuertes; angustiadas, pero firmes. Eran los gritos de los marinos, que hacían esfuerzos sobrehumanos para conjurar la espantosa tormenta. De vez en cuando se veía cruzar por el horizonte, seguido de un tremendo choque y de redoblados estallidos, una culebra de fuego, un rayo, que traspasaba algún árbol o encendía alguna pobre cabaña. Las campanas de las iglesias acompañaban con su estruendo el estruendo atronador de la tempestad. Las aves nocturnas, lanzando agudos quejidos, heridas en sus pupilas por el reflejo del relámpago, iban a bandadas a buscar sus madrigueras, a librarse del azote de la tempestad. Todo era espanto. El bramar del viento, el estruendoso y retumbante trueno, el ronco rugir de las encrespadas ondas, el hervidero del volcán, semejante a aullido ronco de gigante fiera; las ramas de los árboles tronchándose, las voces angustiadas de los marineros, que herían las nubes; el lúgubre sonar de las campanas, las estridentes quejas de las nocturnas aves; todo este horrible temblar y retemblar de la Naturaleza, derramaba horror en la inteligencia y miedo en el corazón. ¡Oh Naturaleza! Aún no ha averiguado el hombre, ni acaso averiguará nunca, las relaciones misteriosas que con el alma te unen; pero lo cierto es que tu dolor es nuestro dolor; que tu alegría es nuestra alegría; que no podemos oír tus alterados vientos y el bramar de tus mares, sin sentir también la horrible tempestad desencadenarse en el alma. Y en medio de aquel gigante estruendo de la Naturaleza, entre las ráfagas del huracán, en lo más solitario de la playa, se encontraban dos seres perdidos. Eran dos mancebos por su traje. Andaban, y el viento los detenía; se detenían, y el viento los arrastraba. Sordos gemidos salían de sus enloquecidas gargantas. Las piedras azotaban sus rostros, las arenas cegaban sus ojos, y uno de ellos callaba, y el otro, con voz desmayada, voz femenil, se quejaba en son doliente y tristísimo. Cuando algún relámpago corría de extremo a extremo del horizonte, aquellos dos seres se abrazaban y se confundían, como esperando que juntos los abrasase el amenazante rayo. Alguna vez, cansado, especialmente el más bajo, de luchar y reluchar contra las ráfagas asoladoras y tempestuosas, se detenía y se arrojaba contra el suelo. Otras veces se paraba; un gran lamento salía de su pecho, cruzaba las manos, ponía las rodillas en tierra, los ojos en el cielo, temblaba como la caña, e invocando el nombre de Dios, entrecortado por hondos y amarguísimos suspiros, mostraba, a la luz del relámpago, el rostro bañado en lágrimas. El compañero, con indiferencia, con frialdad, levantaba al pobre cuitado que así temía los furores de la tempestad, que así temblaba al ronco sonar del trueno; le sostenía en sus brazos, le ceñía el cuello cuando el infeliz le abrazaba, y le sostenía con amistoso cuidado.

Creemos que nuestros lectores habrán adivinado quiénes eran aquellos dos jóvenes perdidos en tan deshecha borrasca. Eran Eduardo y Margarita, aquellas dos almas, presa de tempestades todavía más terribles que la grande y pavorosa que azotaba sus doloridos cuerpos. Habían salido de Nápoles merced a las sombras de la noche y a otros mil recursos de su industria, y se encaminaban al campo para no despertar sospechas ni recelos, e iban en pos del sitio donde debían celebrarse sus tenebrosas conjuraciones. La noche de antemano designada, la noche que ellos no podían ya mudar, se había mostrado inclemente y espantosa. La tempestad, siempre terrible en las regiones meridionales, donde el calor parece que enciende más su furia; sobre el mar, que la acompaña en sus aullidos, y en sus sacudimientos, y en su estruendo, deslizándose al lado de un hirviente volcán, que muestra dos grandes tormentas, una en el horizonte, otra en las entrañas de la tierra, no menos pavorosa, la tempestad, sacudiendo con sus gigantes alas innumerables objetos, los bosques, las arenas de la orilla, las barcas y los buques diseminados en las aguas; quemando con sus exhalaciones las cabañas; repetida de monte en monte y de hueco en hueco; exaltada cada vez por el resonar de sus terribles ecos; la tempestad de esta suerte toma un aspecto tan terrible y tan solemne, que no parece sino que va a desquiciarse todo el universo.

Eduardo y su esposa no habían podido esquivar las inclemencias de aquella noche. Cuando salieron de su palacio, ya muy espesas las sombras y muy entrada la noche, disfrazados, por una puerta falsa, la misma espesura de aquellas tinieblas palpables protegía su misteriosa excursión. Llegados a uno de los barrios más solitarios de Nápoles, un agente del Gobierno los detuvo. Aquella fue su primer desventura. Por fin Eduardo, que iba muy bien disfrazado, apeló a un conciso expediente para salir de aquel apuro.

-Se trata de un amor desgraciado -dijo.

El agente no pudo menos de reírse y contestar:

-Sí, amor entre dos mancebos; ¡vaya una excusa!

-Es una mujer -contestó Eduardo.

Así que el buen agente se cercioró de que, en efecto, era una mujer el compañero de Eduardo, les dejó partirse en buen hora, diciendo: «Dios proteja vuestros amores.» En efecto, a un policía de Nápoles, con tal que no se conspire contra el Rey, le importan poco el amor y la naturaleza del amor. Sin embargo, aquel maldito incidente había detenido más de lo necesario a los dos jóvenes en su carrera. Tomaron un paso más acelerado; Margarita se cansaba. No podían ir en coche, porque en coche, fuera propio, fuera prestado, fuera de alquiler, iban vendidos, materialmente vendidos. Por fin, después de mil angustias, salieron fuera de la ciudad. Al salir, dijo Eduardo:

-Hemos empedrado de oro nuestro camino.

-¿Por aquí ya debe esperarnos un coche? -preguntó Margarita.

-No: se dudó si traerlo o no; pero luego convinimos en que era un gran peligro.

-Muy cansada estoy; pero no importa, prosigamos nuestro camino.

-Calla, que voy a tomar dirección,

En esto, un lívido relámpago, seguido de un pavoroso trueno, interrumpió la conversación de los dos jóvenes.

-¡Dios mío! -exclamó Margarita cogiendo el brazo de Eduardo-. ¡Dios mío! ¡Un trueno, un trueno; un relámpago! ¡Oh! ¡Estamos perdidos!

Y la joven temblaba como azogada.

-Y ¿qué vamos a hacer, di, Margarita, qué vamos a hacer?

-¡Santo cielo! Yo tengo un miedo horrible a la tempestad.

-¡Parece imposible! Contrasta mucho ese miedo con tu fuerte naturaleza.

-Yo no he podido remediarlo nunca. Yo me muero. El rayo va a herirnos. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Somos muy criminales!

-¿Ahora te acuerdas? -dijo Eduardo lanzando una horrible carcajada.

-¿No sientes a Dios? Volvamos, volvamos.

La nube se acercaba, rugiendo como una fiera hambrienta. El relámpago crecía con un fulgor parecido al que despide una lámpara próxima a extinguirse. Margarita cerraba los ojos, se tapaba los oídos, y exclamaba:

-¡Volvámonos!

-Ya no es posible, no es posible volver; tú lo has querido.

-Sí, tienes razón. Andemos. Vamos por donde tú quieras.

-Por aquí, por aquí -dijo Eduardo, sosteniendo a Margarita, que se había abrazado a su cuello.

-¿Tú has estudiado física, Eduardo?

-Sí, la he estudiado -dijo Eduardo con indiferencia.

-Y ¿no es verdad que aquí estamos muy expuestos?

-No sé dónde nos hallamos. Si hay objetos muy altos, no estamos expuestos; pero si no los hay, no tiene remedio: el rayo viene a nuestras cabezas.

En esto un relámpago iluminó la escena.

-¡Dios mío! -dijo Margarita con un acento de desesperación terrible-. Estamos en una llanura solos. No hay nada que abrase el rayo más que nuestras cabezas. Estamos perdidos. ¡Si al menos hubiera un confesor!

-Y ¿eres tú la mujer fuerte?

-¡Ay, Eduardo! No lo puedo remediar. Desde niña he tenido este miedo, impropio de mi naturaleza y de mi carácter. No puedo. Mira; toca mi frente. Está helada con el hielo de la muerte Tiemblo, tiemblo. ¡Señor, Señor, perdón, perdón! ¡Soy muy criminal!

Y Margarita se arrodilló, plegando convulsivamente las manos.

Eduardo cogió a Margarita entre sus brazos, y como si fuera una pluma la llevó corriendo algún tiempo; pero pronto se rindió al peso y se sentó fatigado. El viento, que levantaba las piedras, hería los ojos de Margarita. Al sentarse en un montón de ramas, salió de entre ellas una lechuza dando un grito horrible. Margarita dio un aullido de triste desesperación también. El horror de la noche, el acento de la tempestad, le habían devuelto por un instante su naturaleza de mujer. Ella, que no temblaba nunca, parecía que iba a morir de angustia y de dolor. Lo peor del caso era que andando o corriendo, desorientados, sin brújula, porque Nápoles yacía en tinieblas, se habían perdido; Margarita no había echado de ver esta última desgracia; sólo se preocupaba de rezar a todas las advocaciones de la Virgen, a todos los santos del cielo, y muy especialmente al Patrón de Nápoles, cuya sangre se liquida todos los años. Margarita, que no aceptaba la religión de la virtud y del amor, tenía que aceptar la religión del terror. Horrible castigo, en verdad, el de esas almas que sólo ven a Dios cuando Dios está airado. Como todas las graves faltas, la falta de Margarita llevaba en sí misma su expiación. No lo olvides nunca, lector: el castigo es una consecuencia indeclinable del crimen.

-Pero... ¿no llegamos? Al menos bajo techado -decía Margarita- yo no vería estas nubes. Cierro los ojos, y, sin embargo, al través de los párpados cerrados veo el relámpago. ¡Qué ruido tan terrible! ¡Qué nubes! Parecen monstruos. ¡Piedad, Madre de Dios, piedad!... ¡Eduardo, Eduardo! ¡Dios, Virgen santa, qué ruido! ¡Se enciende el cielo!... ¡Yo me voy a volver loca!... ¡Mira como tiemblo!... ¡Huyamos!

-¿Dónde vamos? -decía Eduardo, desesperado ya, no por la tempestad, sino por la desesperación de Margarita.

-Pero dime: ¿no sabes dónde estamos?

-No lo sé. Todo se conjura para desorientarme.

La angustia de Margarita crecía a medida que la tempestad crecía también. Eduardo estaba más indiferente. Dios los perseguía como a Caín. Iban a una logia, no por ningún fin político ni social, sino por satisfacer una ruin pasión. No hay nada más grande que amar mucho una gran causa; no hay nada más torpe y miserable que tomar la política o la religión por medio de medro o de venganza. Cuando lo que deben ser fines, y grandes fines de la vida, se convierte sólo en medios, el hombre se prostituye y degrada hasta el envilecimiento. En la vida debemos buscar la virtud sin ninguna preocupación; debemos buscar la verdad con toda nuestra alma. Y después de buscar la verdad, debemos hacer el bien, pero no por recompensa o por interés, sino por amor puro, ideal, divino, al bien; porque así descansa la conciencia, y reposa el corazón, y realizamos la ley de la vida y cumplimos nuestro deber. ¡Maldito sea el que toma la política por instrumento de su engrandecimiento o de su vanidad! ¡Maldito sea el que toma la religión por instrumento de su política!

Invocar una causa política para conseguir medro, celebridad, es un horrible sacrilegio.

Y este sacrilegio cometían, por cálculo Margarita, por indiferencia Eduardo. Y Dios, que se manifiesta siempre justo, que castiga todas las grandes iniquidades, que hace que la expiación siga al delito, Dios parecía que les acusaba de su crimen por la voz de sus torrentes, de sus ondas, de sus volcanes, de sus encendidas nubes, de su tempestad; lenguaje sublime, que resonaba en el corazón y en la conciencia de Margarita como el estruendo pavoroso de todos sus remordimientos, conjurados en su daño y en su castigo.

Pero volvamos a ver el estado de los dos infelices jóvenes. A la luz de un relámpago vio Margarita una cabaña, y exclamó:

-¡Vamos, vamos allí, Eduardo!

-Y ¿qué quieres que allí hagamos?

-¡Refugiarnos, refugiarnos, por Dios!

-Margarita, yo creo que hay algo que tú temes mucho más que la tempestad.

-Nada hay en el mundo, nada, ni la muerte.

-No. Tú temes, más que el ruido de la tempestad, el grito atronador de tu conciencia.

-¿También, también ahora me martirizas?

-Es verdad. Soy, lo confieso, implacable.

-¡Mira, mira; me muero de miedo!

Los dos jóvenes se fueron acercando poco a poco a la cabaña. Algunas veces, en lugar de seguir el camino derecho y recto, tomaban mil tortuosas sendas. Chocaban contra un árbol, se herían el rostro y las manos; sobre todo las de Margarita chorreaban sangre. La tempestuosa nube pesaba ya sobre su cabeza. Parecía un cuervo inmenso graznando, acometiendo a un inocente pajarillo, que trémulo aguarda ser despedazado, y no puede volar, pues no le deja la horrible fascinación que sobre él pesa; parecía que aquella nube gigantesca y negra iba a devorar a aquellos dos seres.

-¡Ah! Ya hemos llegado.

-Entremos.

Margarita se apresuró a correr para tomar la puerta de la cabaña; pero en aquel instante un relámpago más vivo, aunque más amarillento que la luz de la luna, cruzó los horizontes, cegó a Margarita, la arrojó contra el suelo; una detonación espantosa, semejante a una descarga de artillería, atronó el sentido, y al punto comenzó a arder la cabaña, por todos cuatro costados, como un inmenso hachón. Había caído un rayo. Eduardo fue también derribado. Margarita había perdido el conocimiento y el sentido. Eduardo se levantó. No sabía dónde estaba. No tenía a su lado a Margarita.

-¡Margarita, Margarita!... -comenzó a gritar.

Sólo le contestaba el ruido del trueno y el estruendo de las olas.

-¿Dónde estás, Margarita?

El mismo ruido respondía a sus afligidas palabras.

-¡Oh! ¡La he perdido, la he perdido!

Por fin, andando por allí como desesperado, tropezó con un cuerpo, y cayó en el suelo. Era el cuerpo de Margarita.

-¡Dios mío! ¿Estará muerta? ¡Respira! -y aplicaba el oído a su pecho-. ¡Palpita su corazón! -y ponía la mano sobre su pecho. La luz del relámpago le mostraba un rostro lívido como el rostro de la muerte.

Por fin, aquellas nubes se desataron en grandes torrentes. Parecía que se iba a anegar la tierra. Esto fue todavía mayor aflicción para el infeliz Eduardo. Teniendo entre sus brazos el cuerpo inanimado de Margarita, sin fuerzas para moverlo de allí, azotado por una lluvia impetuosa que amenazaba anegar todos aquellos campos, le faltaba hasta la respiración, como si hubiese caído en el fondo del mar. Pero la humedad, refrescando las sienes de Margarita, la devolvió el sentido y el conocimiento.

-¿Dónde estoy?

-Conmigo, conmigo, hija mía.

-¡Qué angustia! ¡Me muero, me muero!

-Llora.

-No puedo. ¡Ay! Nos ahogamos.

-Levántate, Margarita, o esta es la última hora de nuestra vida.

El cielo parecía que se desplomaba sobre la tierra. Tal era el estruendo del trueno y el furor de la lluvia.

-¡Oh, compasión, Dios mío! -exclamaba Margarita.

-Corramos, corramos.

Por fin, Margarita pudo incorporarse.

Anduvieron mucho tiempo azotados por el huracán y por la lluvia, hasta que, al fin, llegaron a encontrar una cabaña, donde pudieron guarecerse.

-¿Y aquí vamos a pasar la noche?

-Aquí; no tiene remedio.

-¡Qué de angustias!

-¿Y nuestro regreso a Nápoles?

-Es imposible.

-¡Dios mío! ¡Y nos van a prender! -decía Margarita.

-No iremos a Nápoles.

-Amanecerá.

-Y ¿qué?

-Y nos verán en este traje.

-Tienes razón. Es necesario salvarnos de esta nueva tempestad.

-Pero, mira, el agua entra por todas partes. ¡Ay, Eduardo, qué horror! Nos vamos a ahogar.

En efecto, el agua entraba por el pequeño agujero que servía de entrada a aquella abandonada cabaña de pescadores. El campo estaba anegado. Los dos jóvenes no podían quedarse allí, porque, rebasando mucho el agua, temían ahogarse. No podían salir, porque ignoraban todo camino. Habían sido conducidos por el huracán y la tempestad como leves plumas. Después, el día, a pesar de la obscuridad, estaba próximo, y quizá sin las nubes la luz de la aurora inundaría ya los horizontes. Si el día les alcanzaba, estaban aún más perdidos. Y la razón es muy obvia. Podían ser descubiertos. ¿Qué iba a ser de ellos? En la corte sólo se esperaba un momento propicio para perderlos. Querían encontrar una ocasión, y sólo una ocasión, para cebarse en ellos y castigarlos. ¿Qué ocasión mejor que encontrarlos en medio del campo disfrazados? No había remedio. La prisión, la confiscación de sus bienes, tal vez la muerte. Tal era el estado de aquellos dos seres, que sólo adoraron en el mundo el placer. A tal extremo les habían conducido sus pasiones y su ardor de venganza.

No es para contar todo lo que aquella triste noche padecieron los dos jóvenes. Remordimientos agudos, temores, dudas, peligros inminentes de muerte, todo lo que puede afligir a una criatura humana, todo cayó sobre aquellas dos almas, anegándolas en dolores morales, más terribles cien veces que la tempestad de que eran triste juguete.

Pero la noche tan tremenda no era nada en comparación del día, del terrible día que les aguardaba. Ya se sabe en qué consiste el gobierno de Nápoles. Ya se sabe que hoy la autoridad absoluta de los reyes no se funda en aquella mutua confianza que era la felicidad de nuestros padres, y es hoy el desideratum de nuestros políticos rancios. Ya se sabe que el Rey de Nápoles, aunque, según el común decir de las gentes, muy amado de sus pueblos, tiene un inmenso ejército, muy buenos y muy avizores polizontes, que suelen muchas veces propinar a los vasalluelos que se propasan algunos cuantos garrotazos, para recordarles sin duda el refrán de sus antiguos señores los españoles: «Quien bien te quiera, te hará llorar.»

Por consiguiente, la angustia de Margarita era grande, si bien desde que cesó el trueno y la tempestad se deshizo, como avergonzada de su miedo y de sí misma, comenzó a cobrar su antigua fiereza.

-¿Qué haremos -preguntó- cuando venga el nuevo día, que ya asoma?

-Debemos intentar un medio de huir de las redes de la policía.

-La desafío yo.

-Pues yo la temo tanto como tú los truenos, que es mucho, muchísimo encarecer.

-Nuestro vigía, ganado a toda costa, ya no estará en su puesto.

-Es verdad. Y tú, Margarita, con ese traje precisamente has de llamar la atención.

-¡Qué noche hemos pasado, qué noche tan horrible!

-Y todo nuestro proyecto ha caído por tierra. Ya ves cómo Dios se interpone muchas veces en nuestro camino, acaso para avisarnos del peligro que corremos.

Margarita lanzó una carcajada epiléptica.

-¡Ay, Margarita! Bien quisiera que ahora asomara una nube tronando, para que te trajese en su seno, con su electricidad, alguna emanación del sentimiento religioso.

-Te vas haciendo muy sarcástico.

-Es lo único ya que me resta.

-Eduardo, pensemos en salvarnos.

-¡Qué estado el nuestro! Empapados en agua, molidos, los ojos secos saltándose de las órbitas por el insomnio, el corazón desgarrado, el alma herida, encenagados en este lodo, imagen fiel del lodazal en que vivimos...

-Y ¿a estas horas y con estos apuros te pones a moralizar? ¡Parece imposible!

-Ahora tienes razón.

-Te vas haciendo viejo.

-¿Por qué?

-Porque te has dado mucho a predicar moral.

Eduardo se sonrió ligeramente, y salió al campo a buscar alguna traza de salvación. El alba relucía al través de las opacas nubes. El campo presentaba un cuadro terrible de tristeza y desolación.

Por todas partes se veían árboles tronchados, cabañas incendiadas, restos horribles de una gran tempestad. Habían seguido una dirección contraria de la que debían seguir. En vez de tomar el camino designado, habían tomado el camino que les acercaba al mar.

Eduardo no sabía qué medio de salvación escoger, ni cómo huir del inminente, gravísimo peligro. Pero allí, a la orilla, vio una de esas grandes barcas que con la vela ligerísima latina recorren, a manera de grandes aves marinas, las orillas del Mediterráneo. Eduardo pensó que llevaran a él y a Margarita a algún punto lejano de la playa, donde pudiera conseguir un vestido de mujer para su esposa y otro para él, y volver así a Nápoles. Acercóse a la barca, y vio en ella a un joven tendido.

-¡Eh, marinero!

El joven se despertó frotándose los ojos.

-¿Quieres llevarnos a cualquier punto?

-¡Oh! He estado a pique de ahogarme.

-No, no te digo eso. ¿Quieres llevarnos a cualquier punto?

-Donde queráis.

-No, donde tú quieras.

-¡Qué extraña demanda!

Y el joven levantó los ojos.

-¡Oh! ¡Sois vos, vos!... -dijo espantado.

-¡Jenaro, Jenaro! -exclamó Eduardo-. Y ¿habrá quien dude ¡oh Dios mío! de la Providencia? Llévanos allá.

-¡Margarita, Margarita! -comenzó a gritar Eduardo entre alegre y pesaroso, yendo a la pequeña gruta-. Margarita, sígueme.

La joven salió: estaba entumecida; apenas podía andar.

-Vámonos a tu aldea, a tu aldea -le dijo Eduardo al muchacho.

Margarita le siguió maquinalmente, y entró maquinalmente en el pequeño barco.

-Extiende tu vela. Vamos.




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- XXIII -

El barquichuelo comenzó a cortar las ondas. Eduardo manifestaba una alegría extraordinaria. El cielo comenzaba a despejarse. Su azul tomaba una claridad más hermosa después de la tempestad. Las nubes huían como manadas de blancas águilas. El sol inflamaba ya con su color sonrosado, con sus matices de ópalo y grana, los bordes del horizonte. Las aves, como alabando a Dios por haberlas salvado, gorjeaban, y sus acentos eran repetidos por las brisas que henchían la blanca vela. El campo, a pesar de la tempestad y en medio de la gran inundación, mostraba sus árboles más verdes, más hermosos. El mar se apaciguaba, gemía un poco a manera de un niño que se duerme y lucha con el sueño, y reflejaba el cielo, que es también el amor de los mares. Estaba tan claro, tan hermoso, tan transparente el fondo, que, al mirarlo, se veían las algas, las conchas marinas, los helechos y los peces de mil colores que en sus líquidos cristales jugueteaban; todos esos millares de seres que muestran cuán fecunda, cuán grande, cuán hermosa es la vida; la vida, cuya eterna fuente es Dios.

Cuando la vista se abisma en estos grandiosos espectáculos; cuando el sentido recoge esos átomos de luz; cuando se respira esa humedad que parece un beso de la Naturaleza; cuando se ve latir la vida en las hojas de los árboles, en las palpitaciones de las ondas, en las aves, en los peces, en tantas y tantas miríadas de miríadas de seres; sí, cuando se ve latir la vida como late la sangre en el corazón, el alma se pierde en la creación, y parece que quiere gustar la esencia de aquella vida, perderse en su seno, como el águila se pierde en el éter de los cielos.

Suspensa un momento Margarita por aquel espectáculo, y mucho más después del tremendo que acababa de presenciar, se olvidó de preguntar adónde iban. Mas, después de algunos instantes, salió de este estado de arrobamiento y preguntó:

-¿Dónde vamos?

-Vamos a un punto que tú no puedes imaginar.

-¿Dónde es ese punto?

-No lo quiero decir hasta que te encuentres en él.

-Haces muy mal.

-No lo creas.

-Haces muy mal, porque ahora me empeño yo en saber dónde vamos.

-Vamos a los campos donde aprendió a cantar nuestro hermoso ruiseñor.

-¿Qué ruiseñor?

-Ángela.

-¡Oh! ¿Qué oigo?

-¿Te duele?

-Sí.

-No te entiendo.

-Me duele, porque eso te falta solamente para acabar de hacerte moralista.

-¿Sólo por eso?

-Sólo por eso.

-Creí que no.

-¿Te habías imaginado que iba a tener celos? No mereces tanto.

-Mas ya no hay remedio.

-¡Cómo ha de ser! Lo contaré por uno de esos días nefastos de mi vida.

Eduardo estaba muy conmovido. Todos los espectáculos que a sus ojos ofrecía naturaleza, le recordaban los tranquilos días de su juventud. Entonces el amor perfumaba todo su corazón; entonces volaban mil ilusiones por su mente; entonces tenía fe en la humanidad, fe en la libertad, fe en la Providencia, fe en Dios. Entonces su alma conservaba toda su blancura; su alma, ya ennegrecida, viciada y enferma. Entonces no era autómata, conservaba toda su libertad.

Eduardo refrescaba su imaginación en las hermosas playas donde había sido feliz. Allí recordaba que el deseo burlado anda en pos de la felicidad tras engañosos fantasmas, y después desanda toda la vida para volver a la edad primera, a la felicidad que había, por ilusoria, menospreciado. Allí, bajo el sauce, a orillas de la fuente que aún corría mansa y argentina, respiraba, ensanchándose sus pulmones con aquel purísimo aire, y veía vagar el recuerdo de su amor, la imagen purísima de su alma joven y exaltada. Y allí recogió nuevo aliento para continuar su carrera; pero también veía recuerdos, dolores, horas pasadas en el amor, que habían sido su felicidad, y eran ya su triste desventura. Por fin, Margarita y Eduardo se separaron de aquella casa y volvieron a Nápoles sanos y salvos.




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- XXIV -

Creía Eduardo que Margarita había ya abandonado sus ideas de venganza. Mas nada estaba más lejos del pensamiento de aquella infeliz y porfiada mujer, nada. Su casa, centro antes de todo Nápoles, era un desierto. Sólo se oían los pasos de sus criados. Ni un alma llamaba nunca a la puerta. Cuando Margarita iba a un teatro, nadie la saludaba. Celebrábanse mil fiestas en la ciudad, y a ninguna era convidada. Su frente llevaba una marca de ignominia; sus bienes, la señal de una próxima confiscación; toda su persona, la sombra fatídica de la desgracia. Vivir así era imposible; sí, imposible para su alma, acostumbrada al placer, a respirar el aliento de la adulación, a ver el brillo de la lisonja.

Y este estado tan triste, tan aflictivo; esta soledad tan espantosa, podría trocarse mágicamente en una fuente de felicidad si Margarita reconquistaba su perdida influencia, su desvanecido poder. Por eso, por venganza primero, por utilidad y provecho después, acaso, y sin acaso, por ambas cosas, Margarita pasaba maquinando conspiraciones. Había en la corte un Conde que era la pesadilla de Margarita. No sabemos si el lector recordará cierta escena que referimos al principio de esta nuestra narración. Recordará, sin duda, el lector aquel hombre a quien Margarita quería asesinar, y que Eduardo hubiera asesinado, sin duda, a no ser por la mágica voz de Ángela.

Pues bien: aquel hombre era la pesadilla de Margarita. Y la joven tenía razón. Ella había amado a ese hombre, y ese hombre, después de haberla perdido, la había abandonado. Ella se consoló de la desgracia de su amor con la fortuna de su poder, y aquel hombre, interponiéndose en su camino, la había también robado el poder. Era necesario aniquilar a aquel hombre.

Pero su enemigo era todo un poder. Había recibido grandes honores, grandes distinciones en Palacio, y gozaba de la omnímoda confianza del Rey. Poco a poco había desalojado de su alrededor casi toda la parte de la aristocracia que le podía hacer sombra. Por sus manos pasaban casi todos los negocios; su consejo era decisivo, su influencia poderosa. Era preciso derrocar a aquel hombre. Los nobles, a quienes sin duda alguna no repugnaba el sistema de Nápoles, repugnaban la privanza de aquel hombre, y le aborrecían, no por odio a la tiranía, sino porque ellos eran tiranizados y no tiranos. Todo el mundo sabe la gran tendencia de Italia a las sociedades secretas; tendencia nacida, sin duda, de sus grandes y dolorosas desgracias. Los enemigos del Conde, los caídos por su causa de la Real privanza, se reunían en una inmensa sociedad secreta. Todos los medios de burlar su poder se habían inventado allí. Aquella sociedad se llamaba «de los enemigos del tirano». Soledad, obscuridad, sigilo, fórmulas sibilinas, misterios solemnes, juramentos terribles, pruebas tremendas; todo lo que puede constituir una sociedad secreta, todo se celebraba allí. Margarita y Eduardo no habían podido entrar en aquella sociedad hasta que les sirvió de intercesor su amigo Rafael. El Rey odia y persigue estas sociedades de muerte, y, sin embargo, las sociedades más extravagantes, más populares, existen en el fondo de esta Italia, llena de terribles dolores, como sus volcanes de lava.

No necesitamos decir que tenemos por grave daño las sociedades secretas. Partidarios acérrimos de la libérrima asociación, creemos que esas sociedades secretas que se esconden profundamente en la obscuridad son un mal. Pero ese mal nace muy principalmente de la naturaleza de ciertos gobiernos, de la organización de ciertas sociedades. Los pueblos donde no hay libertad, ese bien descendido del cielo, sufren desgraciadamente todas las consecuencias de las sociedades secretas. No hay nada que sea tan armónico, tan grande y tan pacífico como la libertad.

Los más enemigos de las sociedades secretas no podrán negar nunca que esas sociedades pueden tener grandes objetos. Las catacumbas de los primeros cristianos, donde se inició nuestra divina Religión, eran una gran sociedad secreta. Las reuniones de los pitagóricos, de los neoplatónicos en la antigüedad, eran también una gran sociedad secreta. La misma Italia las tiene, y las ha tenido, para libertar a su país del extranjero yugo. Estas sociedades tienen un fin, y se concibe que en ellas el hombre arriesgue su libertad y su vida.

Pero una sociedad secreta para derribar un favorito, para contrastar el transitorio poder de un hombre, para deshacer las tramas de una intriga de corte; una sociedad secreta de esta naturaleza, con este objeto, es, sin duda, uno de los frutos más raquíticos, más amargos que puede dar de sí el absolutismo. Y esta era la sociedad secreta en que iban a entrar Eduardo y Margarita. Este era el centro donde se reunían todos los descontentos; esta era la única esperanza de aquellos dos jóvenes, perdidos en el intrincado laberinto del mundo.

Para Eduardo y Margarita había sido un gran contratiempo la tempestad de aquella noche. Era mal principio entrar en una sociedad y faltar la primera noche. Además, su ausencia había excitado sospechas en sus domésticos. Y en estos pueblos, fundados sobre la desconfianza, en que el poder tiene cien ojos y cien manos y cien pies; en estos pueblos infelices, el recelo, la sospecha, se introduce hasta el sagrado e inviolable seno del hogar doméstico.

El joven, pues, objeto de la saña aristocrática era individuo de la más alta aristocracia. Era el conde Asthur, que gozaba gran privanza en Palacio. Enamorado un tiempo de Margarita, gustó en realidad todas las amarguras de su infeliz amor. Un día la pasión llegó a su colmo, rebosó su pecho y tomó de Margarita una venganza. Desde aquel punto la guerra entre los dos jóvenes fue sin reposo, sin tregua: Margarita pensó en asesinar a aquel hombre, y aquel hombre, que era muy astuto, asesinó con más certero golpe a Margarita; es decir, la robó toda su privanza, toda su influencia, toda su fuerza, todo su poder en Palacio.

El conde Asthur se había ganado la privanza del Rey. Su padre había sido sacrificado en las calles de Milán por una de las sangrientas revoluciones de Italia. Aunque educado en ideas muy liberales, desde aquel instante juró el joven odio a la Revolución, y prometió tomar de ella toda la posible venganza. Así, al lado del Rey de Nápoles, aconsejándole, hacía que recelara de todo cuanto le rodeaba, y sobre todo de las familias nobles. Estas familias, que no se atrevían en su esclavitud a odiar al Rey, odiaban a su privado. Todo se volvía hacer votos al cielo por su muerte, cuando no andaba mezclado a tales votos el puñal y el veneno, que tanto aplican y manejan los italianos. El conde Asthur poseía el corazón del Rey, y se burlaba de sus enemigos. Conocía todos sus pasos, y estaba seguro de cogerlos a todos en sus redes. Enemigo irreconciliable de Margarita, él fue apartando al Rey y a la Reina de la inclinación que tenían por el talento juguetón de la joven. Y es fuerza decirlo: para dar la señal de guerra, como buen italiano, había escogido el Conde, sin duda, el instante más ruidoso y más propicio.

Aunque muchas familias habían caído en la misma desgracia, ninguna había sido tan inesperada, tan ruidosa como la de Margarita. La joven la esperó durante mucho tiempo, desde que vio el ascendiente que tomaba el Conde sobre el Rey. Mas como habían pasado tantos días y tantos acontecimientos, llegó a persuadirse a sí misma que sus temores eran infundados, y se ahuyentó su miedo. Recelaba del peligro, pero nada más. Al fin, su desgracia, la no temida desgracia, se cumplió.

El conde Asthur eligió el momento supremo de herirla en el corazón. El golpe había sido, en verdad, doble, por su intensidad y por el instante escogido para asestarlo Desde aquel punto se organizó contra el tirano, contra el favorito, contra el hechicero, una vasta conspiración, una sociedad secreta. No había remedio: era necesario cazarlo. Pero el conde Asthur, con esa perspicacia italiana, con esa habilidad en intrigas que todos le reconocían, había cogido en sus manos los hilos de aquella gran conspiración. Para aplastarlos a todos sólo esperaba un instante, el instante en que Margarita y Eduardo entraran a formar parte de aquella conjuración.

Pero el conde Asthur era muy desgraciado. El amor, pero un amor extraordinario, le había traspasado el pecho. Esta pasión, grande, exaltada, le había sumido en una profunda tristeza. Desesperaba, y en nada tenía la vida. La pasión del conde Asthur era pura y profunda. Había sido inspirada, ¿por quién? ¡oh! había sido inspirada por Ángela. Una noche en que la joven cantaba la Sonámbula, Asthur se sintió más cautivado por aquella voz; se sintió profundamente dolorido. La música de Bellini será siempre el cántico más sublime del amor. Nunca, en ningún tiempo se podrá expresar el sentimiento, la tristeza, el amor, de una manera tan viva, tan profunda, tan grande; nunca. Aquellas notas son lágrimas, aquellas armonías latidos del corazón, aquel canto el eco de la tristeza profundísima que produce una profundísima pasión. El conde Asthur conoció toda la profundidad de aquel sentimiento, y desde tal punto la imagen de Ángela, sí, de Ángela, llorosa y enamorada, se grabó en su corazón y en su conciencia. Ya no tuvo tranquilidad su vida; ya no tuvo paz su corazón.

Un día se encontró a la joven cantora en una reunión de confianza. El Conde se acercó a hablar con timidez. Ángela le contestó con su natural amabilidad. El Conde la dirigió algunas palabras, que Ángela tomó por meras galanterías. Pero bien pronto la conversación tomó otro giro. El Conde fue poco a poco descubriendo su corazón. Ángela se ocultaba como para no verlo. El Conde quiso leer el corazón de Ángela, y la joven le manifestó, de una manera delicadísima, que ella de ninguna suerte podía amar ya en el mundo. Aquellas palabras alimentaron el amor del Conde. Cuando volvió a encontrarse solo, la imagen de aquella mujer le perseguía, le atormentaba. En sueños se aparecía a sus ojos; despierto, involuntariamente pronunciaba su nombre. Mil veces, en los salones, se acercaba maquinalmente al piano, y lo hería preludiando el rondó final de la Sonámbula. En las noches en que cantaba Ángela, se sumía solo en lo más hondo de su palco, y allí lloraba al oír su voz. Su amor había tomado de esta manera una intensidad infinita, y de tal suerte que le distraía de todo otro pensamiento.

Un día, no pudiendo ya ocultar su pasión, tomó la pluma y escribió estas líneas:

«Yo os amo, Ángela, os amo. Mi corazón, que yo creí superaría a esta pasión, está herido, está enfermo. El mundo entero me parece un infierno sin vos. No me castiguéis, Ángela. Si no me amáis, callaos. Dejadme al menos por largo tiempo en esta incertidumbre. Es muy triste, mas la prefiero a la desesperación.»

Ángela rasgó la carta. Nada contestó. Una tarde, al anochecer, paseaba por las orillas del mar, y se le acercó el Conde respetuosamente.

-Ángela...

-Señor Conde...

-Debo hablaros.

-Hablad.

-¿Habéis recibido una carta?

-Sí, señor Conde. Y no os he contestado por motivos que fácilmente alcanzaréis.

-Contestadme ahora.

-Señor Conde, si yo pudiera amar... os amaría; pero no quiero engañaros; no os amaré, ni ahora ni nunca.

-Ángela, me habéis asesinado.

-Señor Conde, he creído sinceras vuestras palabras, y os doy esta contestación.

-¿Vos amáis a otro ser?

-¡Oh! No, no, no; ya os he dicho que yo no puedo, que yo no debo amar.

-¡No debo! ¡Un ser como vos condenado a no amar!

Ángela movió la cabeza afirmativamente.

-Eso no puede ser.

-No podéis penetrar los secretos de mi corazón.

-Me condenáis a un eterno martirio.

-Si lo meditarais mejor, os hago un gran favor.

-¿Creéis, por ventura, Ángela, que no digo lo que siento?

-Ved si soy orgullosa. Creo sinceras vuestras palabras.

-¿Y me despreciáis?

-No; pero en el corazón la voluntad no manda.

Desde aquel instante los esfuerzos del Conde se redoblaron. Era la sombra de Ángela. Doquier iba la joven, allí se aparecía el Conde.

Ángela llegó a mostrarse adusta; su rendido amador llevó su amor al extremo. Una especie de delirio le había sobrecogido. La pobre joven contaba entre sus grandes desgracias haber inspirado esa pasión insensata, y lloraba amargamente esa desgracia. La crueldad del Conde se había acrecentado en esta triste situación.




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- XXV -

El conde Asthur estaba en su gabinete agrupando números, cuando entró un ser pequeñuelo y grotesco.

-¡Hola, mi buen amigo; adelante!

-Grandes noticias -dijo aquella figura saltando y frotándose las manos.

-¿De veras? Mucho me complace.

-Están perdidos.

-¿Sí?

-Están perdidos, señor.

-Vamos, habla.

-Ya van al abismo.

-¡Oh! Ese era mi deseo, mi gran deseo.

-Pues lo tenéis cumplido.

-Casi casi no lo creo.

-Se han concertado con vuestros enemigos.

-Mejor.

-Van a una sociedad secreta a que yo pertenezco.

-¿La célebre sociedad?

-La célebre.

-¿De suerte que allí los cogeremos?

-Sí; caerán en nuestras manos.

-Ya veo que en realidad traes buenas noticias.

-No hubiera yo venido aquí sin ellas.

-Dejémoslos antes que se ceben bien, que traguen el anzuelo.

-Y cuando ya lo hayan tragado...

-Entonces morirán con bien poco esfuerzo.

-¿Morirán?

-Tal es mi pensamiento.

-Pues vos pertenecéis al número de los que cumplen lo que a sí mismos se prometen, saltando por todo.

-¡Oh! Y, sin embargo, no he podido saltar por cima del poder de una mujer.

-¿Del poder de Margarita?

El Conde lanzó una carcajada.

-No, no -dijo-; no seas tan malintencionado. Compadécelos al verlos cómo se dirigen por sus propios pasos a las fauces del lobo.

-Tengo curiosidad, verdadera curiosidad de saber qué muro es ese que habéis encontrado a vuestro deseo.

-Ya te lo he dicho: el corazón de una mujer.

-¿De una mujer? ¡Parece imposible!

-Mira: amo.

-¿Vos?

-Yo amo, sí.

-¡Oh! Se va a concluir el mundo.

-¿Qué quieres?

-Ese corazón... tan duro...

-Está, sin embargo, traspasado.

-Y ¿se puede saber?

-No tengo inconveniente en decírtelo.

-¿Alguna gran señora?

-No por cierto.

-No adivino.

-Es Ángela.

-¡Ah! La cantora.

-Sí, la cantora.

-¡Santo cielo!

-¿Te maravillas?

-Me maravillo.

-¿Qué quieres? El corazón está sujeto a influencias de que no puede libertarse.

-Y ¿habéis pensado seriamente?...

-Muy seriamente. Y no quiero que me hables más de esto.

-Os hablaré de vuestra venganza.

-Justo.

-Pues van a la sociedad secreta.

-Tanto mejor.

-¿Estáis apercibido?

-Los aplastaré bajo mis plantas.

-Pues mañana a la noche van.

-Está bien: vete.




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- XXVI -

Es de noche; una lámpara ilumina una estancia subterránea. La luz de la pequeña lámpara no llega al suelo; sirve sólo para aumentar la obscura lobreguez de aquel abismo. La estancia parece una cárcel. Son sus paredes gruesas. Los sillares que la componen, unidos por el tiempo y despojados de la cal, parecen sobrepuestos sin trabazón alguna unos sobre otros, y entrelazados sólo y sostenidos por la acción inevitable del tiempo. La bóveda es bizantina, pesada. Parece que aquellas inmensas piedras que la componen van a caer sobre el pavimento, que está húmedo. No se oye en esta pequeña estancia nada que indique habitarla un ser humano. Sólo la triste lámpara da indicios de que por allí ha pasado la huella del hombre. De vez en cuando algún mochuelo, proyectando con sus negras alas una triste sombra, cruza alrededor de la luz; otras veces una siniestra lechuza aletea fuertemente para apagar aquellos moribundos resplandores. El silencio, la obscuridad, el cruzar ligero y rápido de algunas aves nocturnas, el frío húmedo que allí se siente, todo, todo es horrible, todo es espantoso. En aquella mansión la noche debe ser eterna; parece más bien un inmenso sepulcro que humana vivienda. Y, sin embargo, se oyen algunos golpes; parece un martillo. Una de las piedras del techo se abre. Aparece una tabla que va muy despacio bajando del techo. En la tabla hay un ser humano envuelto en un largo capuchón negro, con un negro y horroroso antifaz. La tabla baja hasta tocar el mismo suelo. El ser que venía tendido se levanta. Es bajo. Sus dientes rechinan de frío, tiembla y da un grito espantoso. Algunos ratones gordísimos han corrido bajo sus pies; algunos mochuelos han tocado con las finas membranas de sus alas su frente. No se atreve a andar. A poco que le miremos, conoceremos que es una mujer. Es Margarita. Allí se queda de pie la infeliz, sin atreverse a andar ni un paso. Tiembla como azogada; pero el fuego de su pasión y de su venganza la anima y la sostiene. El frío de la atmósfera la hace temblar. De pronto se apaga la lámpara, lo único que esclarecía la estancia. El miedo de Margarita se acrecienta. No puede sostenerse, y entonces se sienta en el frío suelo. En aquel mismo instante, en las negras piedras de la techumbre, resaltando en medio de la negra y espesa obscuridad, se ven unas fosfóricas letras que dicen: «¡Muera, muera, muera el tirano!» Aquellas letras, que parecen escritas en el aire por la mano invisible de algún genio, sorprenden a Margarita. Sin embargo, un quejido ronco sale de su pecho, y exclama con voz entera y firme y robusta: «¡Morirá!»

La obscuridad vuelve a caer sobre la terrible estancia. Parece que la noche es allí más tremenda y más espesa. De pronto se siente retemblar el suelo: Margarita quiere acogerse a la pared, pero no llega a tocarla. Un sudor frío baña su frente. Cuando las fuerzas le faltan, se acuerda de su venganza. Este recuerdo la sostiene, la anima. El temblor crece; de pronto se abre una gran sima. Por aquella sima sale un fuego rojizo, color de sangre, que tiñe de este color todos los ámbitos de aquel subterráneo. Margarita ve cruzar murciélagos, aves nocturnas, al reflejo de aquel resplandor, parecido al fuego con que Miguel Ángel pintó el infierno. De pronto se apagó el fuego; se quedó otra vez la estancia obscura; pero la sima quedó abierta, y un opaco resplandor iluminaba su terrible boca, que parecía las fauces de un monstruo mitológico. Un ruido inmenso de cascabeles, de campanillas, de fuertes detonaciones, se oyó entonces, y una voz que decía: «Pasa, pasa, pasa contra el tirano.» Margarita se dirigió a la sima, púsose con planta firme al borde, y desapareció como si la hubiera tragado la tierra.

Entonces se encontró en una estancia mejor. Estaba iluminada por dos velas que había sobre una mesa. Las paredes se hallaban cubiertas de negro. El suelo alfombrado de negro y muy mullido. Margarita cerró los ojos al acercarse a la sima; vio que caía de alto, pero muy tardamente, y se encontró en aquella negra estancia. Algunas notas de un Miserere cantado a lo lejos se oían. Las paredes estaban cubiertas de negro, el techo también, el pavimento, la mesa, todo, hasta una silla que junto a la mesa había. Margarita se acercó a la mesa y vio un papel, donde se encontraban escritas estas palabras: «Escribe del sacrificio.» La joven cogió la pluma, y escribió estas palabras: «El hombre debe sacrificarse por el hombre. Hay sacrificios tristes y cruentos, pero necesarios. Lo primero que debemos sacrificar en pro de una buena causa, es nuestro instinto de virtud. Éste, sí, éste y no otro es el grande, el verdadero, el honroso sacrificio. Yo vengo aquí superando todos los instintos de mi naturaleza. Vengo por el sacrificio. Pero creo que debo hacerlo por acabar con el tirano que tiene hechizado al Rey, oprimido al pueblo. Decid que sacrifique todo cuanto hay de honrado y virtuoso en el corazón: lo sacrificaré. Dadme el puñal. Lo afilaré, prepararé el golpe y se lo asestaré, golpe certero, en mitad del corazón.»

-¡Basta, basta! -dijo en este instante una voz obscura y misteriosa.

Margarita se levantó. Una de aquellas paredes se abrió, como si fuera una inmensa puerta. La joven no vio nada al través de las anchas, inmensas puertas. Las dos luces no penetraban en aquella pavorosa obscuridad. La joven, aunque con gran repugnancia, entró en las tinieblas. La pared se cerró a su espalda, y quedó sumida en un profundo silencio, sin ver nada, sin acertar a distinguir dónde se encontraba. Sintió un ruido como de unas gigantescas alas que se desplegaron. Mas abriendo los ojos con intensidad, nada, nada veía. El aire estaba agitado; temblaba; tenía frío. La joven no pensaba si aquel frío era hijo del terror o hijo de la atmósfera. Una luz fosfórica cruzó entonces por el suelo. Margarita se cubrió el rostro con las manos. Había visto en el suelo huesos amontonados, calaveras, cadáveres, sepulcros entreabiertos, de donde salían sombras gigantescas, cenizas, copas rotas manchados de sangre, largas cabelleras, esqueletos, mortajas rotas, mil puñales. Por el aire cruzaban también esos fuegos en varias direcciones, fuegos de mil colores, y por el techo arañas gigantescas, murciélagos, lechuzas, esqueletos montados en cañas de escobas, brujas, horrores sin cuento. Aquel mundo tenía una inmensa realidad. Parecía que era la Naturaleza en el día del Juicio, abrasada por el fuego del cielo, descompuesta, sacada de quicio, pulverizada y destruida; la Naturaleza convertida en un inmenso cadáver, sumida, devorada por todas las fuerzas de muerte, de exterminio, de triste y horrorosa descomposición que hay en su seno. Y así como la vida es tan grata, como el espíritu se recrea en ver las frutas, las flores, el verdor del campo, el espíritu padece y se anonada delante de la descomposición, de las ruinas del mundo orgánico, de la triste y pavorosa muerte. Así es que Margarita no osaba andar. «Pisa, pisa, decía una voz; pisa, pisa el polvo, los huesos, las entrañas de las víctimas.» La joven andaba, los huesos humanos se rompían bajo sus plantas, como los huesos de las aves entre los dientes del sabueso. Aquel ruido era horrible. Al mismo tiempo, largos ayes, profundos quejidos poblaban los aires. Del fondo de los sepulcros salía una llama pálida, amarillenta, y caían las piedras de los sepulcros, formando un ruido espantoso, que era a los oídos de Margarita como un triste y pavoroso eco de la triste y pavorosa eternidad.

Margarita temblaba como si una epilepsia sacudiera sus nervios y desgarrase su corazón y sus carnes.

-¿Quién eres? -decía una voz.

-Soy uno de vosotros; soy también víctima de la injusticia.

-¿Tienes valor?

-Tengo valor.

-¿Te asusta la muerte?

-No, cuando la muerte viene por la causa de la justicia.

-Mírala, mírala bien.

Y una luz amarillenta se extiende sobre todos aquellos tristísimos y aglomerados objetos, sobre todos, y les daba una palidez horrible, muy horrible. Parecía la palidez de la muerte.

-La veo, la veo -dijo Margarita.

-Entra.

Y se abrió un sepulcro.

La joven penetró en el sepulcro. No podía estar de pie. Se tendió, y la losa cayó sobre ella y se quedó encerrada Margarita allí, dentro del sepulcro, falta de respiración, pues creía que iba a ser el último instante de su vida. Dentro de aquel triste y reducido espacio le asaltaban mil terribles pensamientos. Parecíale que probaba de antemano todos los horrores de la muerte. Allí, sin luz, casi sin aire, tendida como un cadáver, sola, sin saber nada de sí, y sin oír nada, Margarita sintió un terror inmensamente más intenso que todos los terrores que la acompañaban en aquella terrible y espantosísima noche.

Después que estuvo por largo espacio de tiempo encerrada en aquel gran sepulcro, sintió Margarita como que el fondo bajaba muy pausadamente a un abismo. Abrió los ojos, y se encontró en un largo pasadizo, donde se movían, como las lengüetas de una rueda de molino, infinitas espadas. Una voz cavernosa le dijo: «¡Adelante!» Y Margarita, con un valor heroico, fue separando las espadas y siguiendo los pálidos resplandores de una pálida y moribunda luz, que relucía en el último término del húmedo pasadizo. Por fin llegó, y vio una puerta gótica. La transpuso y entró en un salón. Era inmenso y estaba tapizado de negro. Tres filas de bancos subían unas sobre otras del pavimento. Los asientos estaban ocupados por fantasmas vestidos de blanco, que parecían horrorosas sombras. Llevaban los seres allí sentados una larga túnica blanca, un cucurucho inmenso, que agrandaba de una manera extraordinaria su estatura. En el fondo del salón, al lado de una mesa cubierta de negro, se levantaban unos altos sillones coronados por unos búhos de talla gigantesca. En aquellos sillones se veían tres enmascarados vestidos con largos ropajes de color de sangre. Cuando Margarita entraba, el que parecía jefe de aquella misteriosa diabólica reunión tenía estrechado contra su pecho a un ser vestido, como ella, de negro. Margarita reconoció en aquel ser a Eduardo.

Apenas había entrado, cuando, mientras el conjurado en quien Margarita reconoció a Eduardo se retiraba a uno de los rincones de la estancia, el presidente decía:

-Acercaos, joven.

Margarita se acercó.

-Poned la mano sobre ese negro bulto que veis a vuestras plantas.

Margarita se inclinó para ver el bulto designado, y reconoció un cadáver. Un horror insuperable la retenía; pero su voluntad, superior en ella al instinto, se dominó pronto, e hincándose, puso la mano sobre el pecho del cadáver.

-¿Veis ese hombre?

-Sí.

-Pues fue un traidor.

-Entonces...

-Debéis jurar que deseáis estar como él si alguna vez faltáis a vuestras promesas.

-Lo juro.

-Levantaos.

Margarita se incorporó, irguiendo la cabeza con altivez y con gracia.

-¿A qué venís aquí?

-A perseguir a los tiranos.

-¿Quién es el tirano?

-El conde Asthur.

-¿Qué creéis que debe hacerse con él?

Margarita vio relucir sobre la mesa un puñal; le cogió y le blandió en el aire en ademán de dar puñaladas a un objeto. Un sordo rumor de aprobación corrió por toda aquella inmóvil asamblea.

-Habéis adivinado -dijo el presidente- el pensamiento de todos. ¿No es verdad, nobles conjurados, no es verdad?

En este instante, infinidad de voces de los conjurados, unas obscuras, otras atipladas; unas serenas, otras turbadas; unas fuertes, otras débiles, comenzaron a decir, pero una tras otra: «Sí, sí, sí»; y aquellos horribles síes se perdían como otras tantas maldiciones en la bóveda del salón.

-Pues bien -dijo el presidente-: todo el tiempo que demoréis vuestra decisión es tiempo perdido; tiempo de que os pedirá estrechísima cuenta el severo juicio del Eterno.

-¡Ahora mismo, ahora mismo, en este instante! -dijeron las voces a una.

-Proponed -exclamó el presidente-, proponed vos, conjurado nuevo, los medios.

-Yo creo -dijo Margarita con voz serena y entera-, creo que deben caer todos nuestros nombres en una urna. Que después debe ponerse, junto con esos nombres, uno que diga: «Vengador», y aquel detrás de cuyo nombre salga éste, aquél será el encargado de hundir ese agudísimo puñal en el infame pecho del tirano.

Las mismas voces y las mismas exclamaciones acogieron las palabras de Margarita.

Después dos conjurados trajeron una urna, todos fueron uno a uno arrojando su nombre en la urna. El presidente removió aquellos nombres, y le rogó a Margarita que se acercara. A la pálida luz de los hachones se comenzó a celebrar aquella horrible, espantosa lotería del crimen. Margarita, después de haber prestado infinitos juramentos, que no son para contarlos, comenzó a sacar los nombres.

Entre nombre y nombre había un silencio profundo, horrible. Todos esperaban que les tocase la triste suerte, o, mejor dicho, todos lo temían. Por fin salió el nombre de Eduardo. Margarita introdujo con una especie de locura la mano en la urna, y el presidente dijo después con voz grave y pausada: «¡Vengador, vengador, vengador! Basta.»

Un murmullo sordo de satisfacción en unos, de temor en otros, sacudió la asamblea. Eduardo se adelantó en medio del salón con paso lento, pero seguro, mostrando su fría serenidad. El presidente bendecía el puñal, y se lo entregaba, diciendo estas palabras:

-Antes que se cumplan cuarenta días, este puñal se ha de hundir en el corazón del privado. ¿Lo juráis?

-Lo juro.

-Pues bien: si no lo hicierais, mirad lo que pende sobre vuestra cabeza.

Y el presidente hizo una señal, y los conjurados hicieron relucir a la luz de los hachones mil puñales.

-¿Ves, ves los puñales?

-Sí.

-Pues todos se cebarán en tu corazón si llegas a faltar.

-No faltaré. Mi mano le asestará el golpe mortal.

Entonces, de en medio de aquellas apiñadas sombras se destacó una, se paró en medio del salón, se detuvo un instante con general asombro, se desciñó la blanca túnica, y mostrándose una distinguida figura, dijo:

-Asesta tu puñal en mi pecho; soy el Conde, soy el Conde.

En efecto, era el conde Asthur. Su cara estaba pálida, como cubierta por la lividez del odio. Sus ojos centelleaban extraña luz. Su labio inferior, ceñido con desprecio y trémulo, no podía ocultar la rabia que sacudía sus nervios. Su pecho altivo respiraba con fuerza, como indicando y señalando con la respiración el blanco donde la mano armada de Eduardo debía asestar su agudo, su acerado puñal. Sus brazos estaban caídos como en la actitud de quien espera el golpe.

Al ver aquella figura, los conjurados abandonaron corriendo sus asientos, dando aullidos feroces como los de las fieras perseguidas, y el presidente se hundió como los actores en un teatro, y todo se quedó solo, completamente solo; y a la luz de aquellos hachones no se veía sino al conde Asthur, impasible y fiero, mirando con un desdén soberano a sus dos asesinos: a Eduardo y Margarita.

Margarita, como fuera de sí, daba vueltas por el salón, buscando sin duda una puerta, queriendo saber por dónde se habían huido sus compañeros, llamando a las paredes, pisando con fuerza el pavimento, sobre las tablas, sobre los bancos, sobre todo, para ver si podía huir; no de otra suerte que el ave que en su jaula picotea todos los hierros y agita con sus alas el aire para recobrar la perdida, la gozosa libertad, la libertad, que es la gran necesidad de nuestra existencia.

Pero todo era en vano. Ni las paredes ni el suelo ofrecían una salida. El instinto de la conservación, ese instinto tan superior a todos los movimientos, a todos los impulsos, a todos los afectos de nuestra vida; el instinto de conservación hablaba con su poderosa e incontestable elocuencia en el ánimo agitado y dolorido de la desgraciada Margarita. Pero allí no había salvación, no había posibilidad de fuga. Todo, todo estaba cerrado, y todo estaba en silencio. Nada se oía, absolutamente nada. Ni aun los pasos de seres humanos se oían; nada más que la respiración fatigosa del conde Asthur, parecida a la respiración de una fiera encerrada, acorralada por sus perseguidores. Por lo mismo, Margarita, en aquellos instantes supremos, sentíase como herida por una fuerza superior, por ese espanto, por ese temor a la muerte, que tanto puede en los corazones.

¿Por dónde habían desaparecido aquellos seres? ¿Qué se habían hecho aquellos conjurados, reunidos, congregados en un salón? ¿Qué había sido de todos aquellos hombres? Nada, nada se veía. Todo era silencio. Todo era obscuridad. La muerte, la muerte se pintaba a los ojos de Margarita, secos, áridos; a su corazón, rebosando en aquellos instantes pasiones ardorosas; la muerte se dibujaba sobre su frente.

Eduardo, al revés de Margarita, estaba inmóvil. No sabía qué pensar de aquella súbita aparición, de aquel fantasma. Su brazo no tenía valor bastante para asestar el golpe, como su pecho no había tenido fuerza para arrostrar el crimen. Dejábase impulsar del genio de Margarita, y le seguía. Era el alma de Eduardo una de esas almas en que no hay voluntad, la voluntad, que es la fuerza y la potencia verdadera del alma. Así es que, cuando se dejaba llevar de la corriente de sus deseos, caía en ese abatimiento, en esa negación de sí mismo, en esa dolorosa atonía, que eran verdaderas leyes de su carácter moral.

Margarita, cuando vio que todo estaba perdido, se acercó con el ademán irritado de la leona adonde estaba Eduardo, y con aire de fiera le dijo:

-¿Aún no le has herido?

-Aún no, señora -dijo el Conde.

-¡Ah! ¡Nos han vendido! -exclamó Margarita llevándose la mano a la frente, como si todo aquello le pareciera un sueño.

-Vuestra venganza os ha vendido.

-¡Eduardo! -dijo Margarita gritando y cogiendo el brazo a su marido-. ¡Eduardo, hiérele!

-Señora -añadió el Conde-, más vale que pensarais en lo que os va a suceder dentro de pocos instantes.

-¿Qué me va a suceder? ¿Qué? Decidlo.

-Oídme -exclamó el Conde, cogiendo fuertemente del brazo a Margarita-. Los asesinos, ¿qué merecen? Los que han premeditado un crimen horrible con frialdad inaudita, ¿qué castigo deben tener por las leyes divinas y humanas?

-La muerte -dijo Eduardo entonces, saliendo de su profundo abatimiento-; sólo la muerte.

-Vos lo habéis dicho, caballero; vos lo habéis dicho -exclamó el Conde.

-Pues si merecen la muerte -exclamó Margarita desasiéndose con fuerza del brazo del Conde-, si merecen la muerte, ¿qué haces, Eduardo, que no matas a ese asesino?

-¡Ah, señora! -dijo el Conde-. Aún no he logrado acallar mi conciencia; aún, felizmente, en las horas más solemnes de la vida, cuanto de malo he podido hacer, suena y resuena en lo más profundo de mi alma. Yo os puedo asegurar que ningún asesinato, ninguno, me remuerde la conciencia. Sobre mi frente no ha caído ni una gota de sangre. ¿Podéis vos, Margarita, decir lo mismo?

-Ya sé yo que existen hombres en el mundo predestinados al mal, y que se creen buenos porque no han robado a nadie, porque no han cometido ningún asesinato -dijo en solemne tono Margarita-; ya lo sé. Mas robar a un alma el objeto legítimo de sus ambiciones, arrancarle parte de la vida, pisotear las entrañas de un desgraciado, interponerse en su camino, es un crimen, sí, es un crimen nefando, cien mil veces más triste que el asesinato; y ese crimen, vos, señor Conde, vos, omnipotente, le habéis cometido en mí; sí miradme bien; yo os diré lo que os callan vuestros remordimientos: yo soy vuestra víctima.

-¡Mi víctima! Bien tratabais, Margarita, de volveros contra el sacrificador. Bien espiabais al pie del ara el instante propicio para clavarle vuestro aguijón de víbora.

-Señor Conde, es mi esposa -dijo Eduardo, levantando la voz con rabia.

-No tengo yo la culpa de que vos hayáis elegido a una víbora por esposa.

-¡Qué decís! -exclamó Eduardo montando en cólera.

-¿Qué os puedo yo decir, cuitado, que no os diga el lugar donde estáis, el puñal asesino en vuestra mano, y el cadalso, levantándose ya en la plaza de Nápoles para recibir vuestra cabeza? -dijo el Conde en ademán terrible y severo.

-¡Ay, Eduardo, Eduardo! -exclamó Margarita arrojándose en los brazos del joven.

-¡El cadalso decís! -gritó Eduardo.

-No lo digo yo, lo dice vuestra conciencia.

En esto el Conde dio algunos pasos hacia la mesa donde ardían los hachones.

-¿Lo oyes, Eduardo, lo oyes? ¡Somos perdidos! -decía Margarita en voz muy baja-. ¿Lo oyes? ¡Estamos perdidos, completamente perdidos! ¡Qué desdichados! Mátale, Eduardo, mátale, y nos salvamos; y si no, nos vengamos. Sí, Eduardo, nos vengamos. Vente, vente conmigo, y le clavaremos el puñal en el pecho. Mira, va a mandar quizá que nos asesinen.

-No, no lo hará -decía Eduardo.

-¡Oh! No le conoces, no le conoces. ¡Por Dios, Eduardo, por Dios, mátale! Salva tu vida.

-Me es indiferente.

-Mira, está escribiendo otra vez nuestra sentencia de muerte.

-Déjalo.

-Salva tu vida.

-Ya te he dicho que me es indiferente.

-Salva la vida de tu esposa.

A estas palabras, Eduardo, embriagado por el aliento, por la palabra de Margarita, como siempre, se dirigió al Conde acariciando el puñal, y cuando lo tuvo cerca le alzó con rabia y le quiso clavar en su pecho. Entonces el Conde produjo un fuerte sonido con un instrumento particular que había sobre la mesa, muy parecido a una campana china. Y aún no se había comunicado el sonido al aire, cuando Margarita dio un grito espantoso, y Eduardo clavó el puñal en el pecho del Conde, que le cogió el brazo con fuerza, si bien palideciendo, sin duda porque el puñal le había herido.

Pero en aquel instante se abrieron unas grandes puertas en el fondo, y aparecieron un gran número de guardias, soldados, y jueces, y escribanos, y otros mil personajes, con gran orden. Algunas hachas iluminaban esta por más de un concepto espantosa, y trágica, y terrible escena.

El Conde con una mano detenía la sangre que le salía de la herida, y con la otra señalaba trémulo a las dos figuras que estaban envueltas en sus capuchones negros en el fondo de la estancia.

-Mirad, mirad -decía-, ésos son mis asesinos, ésos.

-¡Muerto, muerto! -exclamaron varias voces-. ¡Muerto el Conde!

-No, no -dijo éste-; muerto no, pero sí herido.

Una de las infinitas personas agrupadas a la puerta se destacó del grupo, y se dirigió con solicitud a la silla donde se encontraba medio desmayado el Conde. Era, sin duda, un médico.

-Aquí, aquí debe haber vendas -dijo. Y tiró de un cajón de la mesa, y se puso en el mismo instante a curar la herida.

Mientras tanto, uno de los que por su traje parecían jueces, pronunciando con voz solemne los nombres de Eduardo y Margarita, exclamó:

-En nombre del Rey, sí, ¿lo oís? en nombre del Rey daos presos.

Margarita lanzó un gemido agudísimo, y se abrazó a Eduardo. Eduardo dejó caer la cabeza sobre el pecho.

-¡Presos! -dijo Margarita, retorciéndose las manos con dolor-: ¡presos!

-¡Resignación, Margarita! Esta es nuestra suerte. Dios lo quiere.

-¡Mi libertad, mi libertad perdida!

Eduardo, acercándose al oído de Margarita, le dijo:

-Lo merecemos.

-Eduardo -dijo Margarita-, tus pronósticos, tu incertidumbre, tu duda, nos han traído todas estas desgracias.

Eran tantas las emociones que habían agitado el pecho de Margarita, que la infeliz se sentó, diciendo:

-No puedo ya sufrir más.

-Pues ahora comenzamos -exclamó Eduardo.

-¡Una cárcel!

-Un cadalso, dijeras mejor.

-¡Dios mío! ¡Un cadalso; eso no, eso no puede ser, eso no será!

-Calla, Margarita, calla.

La joven, que llevaba aún su antifaz, se lo arrancó de la cara, se quitó el negro capuchón, y dejó ver su faz hermosa, sus rubios cabellos, que le caían en desorden sobre la espalda.

-Señores, señores -dijo dirigiéndose a los jueces, a los guardias-; señores, dejadme, dejadme que me vaya. Por caridad; necesito luz, necesito aire; me ahogo. No martiricéis a una infeliz mujer; no queráis quitarme la libertad. ¡Oh, la libertad, que es el mayor bien del mundo! ¡Apiadaos de mí; apiadaos de mis lágrimas; apiadaos de mi corazón, herido y enfermo! ¡Por Dios, dejadme, dejadme salir!

Aquellos hombres estaban impasibles. Sólo se oía el ruido de la pluma de uno de los magistrados, que corría sobre el papel, y las preguntas del médico al Conde, que iba recobrando las perdidas fuerzas.

-¡Por Dios, señores, por Dios! -continuaba Margarita-. Una mujer no puede hacer daño a nadie; no lo ha hecho nunca. Yo os lo pido; yo os lo juro. Salvadme, salvadme: sacadme de aquí, sí, sacadme. Caballeros, lo pide una dama.

Y cayó de rodillas.

Entonces Eduardo se levantó, cogió dulcemente a Margarita del brazo, y se la llevó a su lado con gran fuerza y con gran valor, por más que Margarita procuraba desasirse y ver de cautivar el ánimo de sus carceleros, de sus guardias y de sus jueces.

Mientras esto pasaba, el Conde se había restablecido un poco merced a los cuidados del médico, y salía, apoyado en su brazo, de la estancia, diciendo a los dos jóvenes:

-Mirad, es mi sangre. Así correrá la vuestra en un cadalso.

Se apagaron las velas, salieron todos los que habían aparecido antes; cerráronse las puertas, y Margarita, en aquel instante, dio un grito, cayendo desmayada en el pavimento.




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- XXVII -

El conde Asthur está tendido en su lecho, postrado por el dolor y por la fiebre. Sus ojos centellean fuego; su frente arde; sus labios, secos, áridos, modulan esta palabra: ¡Ángela, Ángela, Ángela! constantemente. Un servidor fiel le cuida, vela por él, quiere arrancarle aquel nombre de los labios, aquel recuerdo de la mente, aquella imagen de los ojos. Le habla, le distrae, pero todo en vano. El Conde no atiende a nadie; no atiende más que a la pasión en que se abrasa; a la idea de que está poseída su mente. El fuego de su pasión es toda su vida. Sueña que está en un bosque delicioso. Los árboles, entrelazándose, dejan entrever pliegues del cielo, y dejan penetrar rayos del sol, que se quiebran en sus ramas, y forman con las sombras mil caprichosos juegos en la menuda y dorada arena. Un arroyo, desatándose en mil corrientes, serpenteaba entre el césped, arrastrando en sus ondas hojas caídas de las rosas y azucenas que en sus cristales se miran. El monótono chirrido de la cigarra se mezcla con el canto de mil parleras aves entre la verde enramada escondidas, aves que huyen de vez en cuando a beber y a lavarse sus plumas en el transparente arroyo. El Conde, de rodillas, está cogiendo rosas, jazmines, lirios, azucenas, y tejiendo una hermosísima corona. Es para Ángela, que juega en el césped, teniendo en una mano un manojo de rosas que da a un corderillo, y en el hueco de la otra mano un sorbo de agua que bebe una paloma; sus labios sonríen, y sus ojos se pierden, como arrobados por un éxtasis, en el cielo, que se descubre, más claro, más azul y más hermoso, entre las ramas de los árboles. El Conde, tendido en la hierba, no mira ni el cielo, ni el arroyo, ni los árboles; mira a Ángela. Sus ojos le parecen más hermosos que el cielo; sus labios más fragantes y puros que la rosa; sus cabellos, esparcidos y dulcemente mecidos por las auras, le parece que exhalan un aroma mucho más suave que el nardo. Cuadro hermosísimo, que finge a sus ojos secos la horrible calentura.

-¡Ángela, Ángela! -murmuró-. Ángela, tengo sed; pero es de verte, sí; de verte más.

-¡Señor, por Dios! -dice el criado al Conde.

-¡Ángela, te estoy mirando!

-Volved en vos, señor Conde.

-Tus cabellos, tu aliento, tus labios...

-¡Señor Conde!...

-¡Qué feliz soy! Sólo quiero estar contigo; ya no me duele la herida. ¡Ah! Te amo. Cada vez que te veo, se renueva mi sangre. Sin tu aliento, no puedo respirar. No hay en el mundo para mí más aire que tu aliento. Cuando cierras los ojos, me quedo a obscuras. Son tus ojos mi luz, toda mi luz. El cielo no es cielo; el cielo es tu alma; por eso es tan azul. Baja la paloma a beber en tu mano, porque en tu mano sólo quiere beber. Eres la vida, toda la vida. ¡Qué frescura! ¡Ah! Ya, ya. Has suspirado, y has embalsamado todo el aire. ¡Bien mío, bien mío! ¿Te vas? No me importa; aunque te vayas de ahí, de aquí, del corazón, no te has de ir. Aquí estás, aquí, en mi alma, conmigo, sí, conmigo ya.

Y el Conde quedó dormido en un tranquilo sueño. Una sonrisa placentera se dibujaba en sus labios. En esto entró un nuevo criado de la casa.

-¿Cómo está, Frank? -preguntó.

-Se ha dormido.

-¿Ha dejado su manía?

-Pronunciando el mismo nombre se ha dormido.

-¡Qué constancia!

-Salgamos a la pieza inmediata ahora que duerme.

Y, en efecto, los dos mozos salieron.

-Pero ¿qué te parece, Frank, de nuestro amo?

-Dicen los médicos que está mejor.

-Pero ¡esa manía!

-Es un amor desesperante por esa artista.

-¿No podría casarse? Ya que es una joven de tan puras costumbres...

-Eso le han aconsejado; mas ella no quiere.

-¡Qué desgracia!

-El Rey, que tanto quiere al Conde, se lo ha rogado a Ángela.

-¿Qué?

-Que se casara con el Conde.

-¿Y ella?...

-No ha querido.

-¡Qué aberración! ¡Un favorito de un rey, un joven de tan altas prendas, el caballero más poderoso del reino!

-Pues ahí verás. ¡Caprichos de las mujeres! Una noche, la noche que dio la señora Condesa, la madre del señor Conde, un baile, fue convidada, y asistió al baile. Sus numerosos amigos la pidieron que cantara. Cantó un aria de la Sonámbula. Esa música le produjo al Conde una enajenación tal, que parecía que se iba a volver loco. Bien es verdad que canta como un serafín. ¡Qué voz, qué expresión, qué dulzura! Vamos, cuando te digo que yo estaba loco... Esa música, que oyes en todos los pianos de Nápoles, que tocan las arpas de los saboyanos y los mil organillos que llenan nuestras calles; esa música, que nuestros lazzaroni tararean, parecía en sus labios el canto de un serafín bajado del cielo. Nadie respiraba; nadie se movía. Todos escuchaban, como si les faltara oídos para oír, alma para atender. ¡Qué delicia! Cuando se concluyeron aquellas dulces armonías, el Conde se acercó y la cogió del brazo. Apoyáronse en una ventana cerca de donde yo estaba. El Conde le habló con toda el alma. ¡Cuántas ternezas le dijo! ¡Qué manera de retratarle su pasión, su amor! No se puede ya decir más. Ángela lloraba. El Conde, cuando la vio llorar, le dijo: «¡Oh! ¿Me amáis?» «No: os creo; y siento que los dos seamos tan desgraciados. Yo no puedo, yo no debo amar; yo nunca os amaré; pero no creáis que es por vos, no; es porque yo no puedo amar. Si pudiera amar, os lo diría; yo os amaría sólo a vos, sólo a vos, Conde.» Y el Conde, al oír esto, se echó a llorar, sí, a sollozar como un niño. Y Ángela se apartó de allí con los ojos llorosos, y se confundió en el salón, pues también lloraba.

Después, según me han contado, el Rey llamó a la joven y le prometió ser su padrino de boda. He oído contar esa entrevista a una de las personas que la presenciaron, y conservo todas las palabras que en ella se dijeron.

-Ángela -le dijo el Rey-, de vos pende la vida de un hombre.

-No lo creo, no lo puedo creer, señor -dijo Ángela.

-Pues yo os lo digo.

-Es la primera noticia que tengo.

-No os ruboricéis, ni en medio del rubor queráis engañaros a vos misma. Todo lo sabéis.

-Pues bien, señor -dijo Ángela cubriéndose el rostro con las manos-; lo sé todo.

-Y ¿no podéis volver la vida a ese hombre?

-Señor, no puede dar la vida quien sólo anida la muerte.

-¡Ángela, tendréis una corona de condesa!

-No podría sobrellevarla mi frente.

-¡Ricas herencias!

-Me sobra para vivir holgadamente mi canto.

-Tendréis poder.

-¿Para qué lo quiero yo?

-Reinaréis en mi corte por el talento y la hermosura.

-No lo ambiciono.

-Ángela, despreciáis el ruego de un rey.

-Mandad, señor, lo que yo pueda cumplir; pero no mandéis, por piedad, en el alma, porque el alma no es de la tierra.

-¿No queréis amar al Conde?

-No puedo.

-Pues sacrificaos. Os ruego que os caséis sin amor.

-¡Nunca, qué horror, nunca! ¡Lejos de mí tal pensamiento! ¡Yo proferir con los labios un juramento que rechaza el corazón! ¡Yo engañar a un hombre leal, y a un hombre que, según dice, me ama! ¡Yo profanar con aleve mentira mi labio, y el altar, y la presencia de Dios! ¡Oh! ¡Nunca! Antes mil veces preferiré la muerte; antes mil veces todos los tormentos. Fingir amor, vivir al lado de un ser que nos es indiferente, engañarle mintiéndole pasión, entusiasmo; rodear su vida de ilusiones que no son más que ponzoñosas víboras; ¡eso nunca, nunca; antes, ya lo he dicho, antes la muerte!

-¡Ángela!

-¡Perdón, señor, perdón! -exclamó Ángela, arrojándose a las plantas del Rey-. Perdonadme. Yo quisiera poder amarle; pero aquí, en el corazón, no hay más que aspiraciones al cielo. ¡Si vierais cómo ahora, cuando la vida parece más gozosa, es triste e indiferente la vida! ¡Si vierais cómo deseo dejar de oír esos aplausos, esos gritos de la muchedumbre! ¡Si lo vierais! Perdonad; pero ni ahora ni nunca amaré al Conde. ¡Nunca, nunca!

Y Ángela lloraba de tal manera, que conmovió profundamente al Rey.

Cuando el criado llegó a este momento de su pintoresca y verídica relación, entró un personaje en el salón, diciendo:

-¡Frank, Frank!

-Señor médico...

-Llévame a tu amo. ¿Cómo ha pasado la noche?

-Siempre lo mismo.

-¡Extrañísimo sueño!

-Siempre lo mismo, señor.

Entraron. El Conde se había despertado y estaba tranquilo, aunque mirando un retrato de Ángela que se veía en uno de los dos ángulos de su gabinete.

-¿Cómo estáis? -le preguntó el médico.

-Estoy bien.

-En efecto, ha calmado la calentura.

-Mi dolor no es físico.

-La herida está ya completamente curada.

-Mi herida está más honda, doctor.

-Es verdad, y a esas heridas no alcanza la ciencia médica.

-¡Ah! Ninguna ciencia.

-Mas puede mucho la voluntad.

-No lo creáis, no puede nada.

-Porque vos no os habéis empeñado...

-¡Ah, doctor! Vos veis que la materia os obedece; veis que las llagas se curan con vuestros cáusticos; veis que los males huyen con vuestros conjuros, y creéis que en el alma es lo mismo; el alma, cuyos tormentos son infinitos y tan perdurables como su misma esencia. He querido rendirme ante otras hermosuras, y todas me han parecido pálidas e inanimadas; he querido buscar todos los placeres, y todos me han hastiado. Me he distraído hasta en odiar y perseguir a mis enemigos, y el odio no ha podido consumir este amor. He ofrecido el pecho a los puñales de mis enemigos, y los puñales de mis enemigos, como no han podido arrancarme su imagen del corazón, no han podido arrancarme la vida. Y vedme aquí con este delirio siempre igual, siempre creciente; con esta sed abrasadora del alma, que nada puede saciar; con este combate de amor, que no satisfaría ni todo el universo.

Y el Conde, que se había incorporado sobre la cama por la fuerza de su palabra, se dejó caer sin fuerzas sobre la almohada.

-¡Infeliz, infeliz! -dijo el médico.

-¡Infeliz! No lo creáis; no lo soy. Me moriré pronto, muy pronto... Pero no creáis... que sufro, no sufro... Quiero este sufrimiento; más lo quiero que mi antigua alegría... Aquello era falta de vida; esto es sobra de vida. Quiero que la vida me sobre... La amo, sí, la amo.

-Pero... señor Conde, hablemos de otra cosa, de vuestros enemigos, de vuestra venganza.

-¡Ah! Tenéis razón -dijo el Conde más tranquilo-. Cayeron en el lazo; están presos. Los tribunales los sentenciarán. Ese es mi único placer, la venganza. Eduardo y Margarita serán sacrificados a mi venganza. Creían los estúpidos que en Nápoles había lugares donde no alcanzaba mi poder; creían que podían sustraerse a mi influjo; creían que iban a deslizarse entre mis manos, que iban a concluir conmigo, y se engañaron. Me hirieron porque me dejé herir, pues me era completamente indiferente, de todo punto indiferente, el alma, y la vida, y la existencia, y el poder, aunque no me era indiferente la venganza.




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- XXVIII -

Dejemos al Conde y convirtamos los ojos a sus víctimas, a Eduardo y Margarita. Sacáronlos a viva fuerza de la estancia, y en un coche cerrado los condujeron por el campo y por largas calles, y callejuelas, y encrucijadas, hasta dejarlos por fin en un torreón, donde les tenían preparada una honda cárcel. Los primeros días los pasaron juntos. La fiereza de Margarita se había apagado. Como todas las pasiones violentas, había perdido mucho de su fuerza. En cambio, la impasibilidad de Eduardo continuaba en su mismo ser y estado. ¡Qué cambio tan repentino en la suerte de aquellos dos desgraciados seres! Margarita, desde la altura de su posición, reina y señora de los grandes salones, modelo de la moda de Nápoles, envidia de todas las hermosas, delicia de la Corte, había caído en su prisión. Pero ¡qué prisión! El suelo era húmedo, las paredes salitrosas; el techo, abovedado, estaba cubierto de telarañas; un pequeño tragaluz dejaba pasar un resplandor mortecino, que parecía hacer más palpables y más terribles las frías y espesas sombras. Un montón de paja era todo su lecho. La monotonía del tiempo, el dolor de sus corazones, profundamente heridos, lo asqueroso del lugar, la incertidumbre de su suerte, la ignorancia misma de los medios por que habían sido aprehendidos y conducidos a tan estrecho y angustioso lugar, todo desesperaba, afligía imponderablemente sus corazones. Allí recordaba Margarita aquellos días de triunfo, en que a las orillas del mar paseaba rodeada de innumerable cortejo de aduladores, amantes más o menos fingidos; allí recordaba aquellas noches de estío, en que sus jardines se tornaban en un paraíso, y mil luminarias lucían entrelazadas en las ramas, y todo era contento y alegría. Allí recordaba sus paseos por el mar, a la luz de la luna, en una góndola iluminada, oyendo el cántico del gondolero, que repetía en son cadencioso y armoniosísimo algunos versos del Dante, algunas amorosas endechas de Petrarca; allí, en fin, se retrataba a sus ojos toda su vida pasada, toda su extinguida felicidad. ¿Quién la había de decir que tan pronto la abandonaría la fortuna? ¿Quién podía creer que sus días de felicidad se habían de deshojar como una rosa que se lleva el viento? ¿Quién que desde sus palacios encantados había de caer ella, tan envidiada, en el fondo de un calabozo obscuro y sin aire? ¡Tremenda desgracia, acaso la más cruel de las desgracias que puede imaginar el genio humano, tan fecundo en idear tormentos! Las primeras horas de los dos esposos fueron de asombro. Las emociones por que habían pasado no les dejaban tiempo para pensar en el cambio de su suerte. Aquellas mil fantasmagorías, aquellas ceremonias, aquellos no imaginables peligros, aquella aparición fantástica del Conde, aquella desaparición no menos fantástica de los conjurados, los insultos que mediaron, la sangre vertida, los jueces, las amenazas, los malos tratamientos, su soledad por algunos instantes, los esbirros que los ataron, el negro y triste coche en que fueron encerrados y en que temieron ahogarse; la prisión, aquella prisión sin aire para respirar, sin luz para ver; todo aquello, tan inexplicable, era como una pesadilla a sus ojos, como un sueño que pretendían sacudir, que pretendían desvanecer inútilmente.

Pero después vino la experiencia; vieron que no se abría su calabozo, que por una trampa les bajaban comida y bebida, pero que no entraba ser humano a verlos, y así, por una experiencia dolorosísima, tremenda, angustiosa, se convencieron de la certeza de su desgracia; que nada hay tan difícil de creer para el espíritu como el angustioso, y triste, y desolador, y horrible infortunio: el infortunio, que suele ser el protagonista en la tragedia de nuestra por tantos conceptos trabajosa existencia. Así pasaban los días, aquellos pálidos días sin luz; así las noches, aquellas eternas noches, en que un triste farolillo alumbraba la estancia, sin que hiciera otra cosa más que ennegrecer y acrecentar las negras sombras. Eduardo alguna vez se sonreía, hablaba indiferentemente por consolar, por distraer a Margarita. Pero bien pronto caía en un silencio en que nada hacía, nada pensaba, especie de frío letargo del alma. Así pasaba sus noches y sus días. Había momentos de hastío infinito, momentos de una desesperación, en que mil veces se hubiera dado con la cabeza contra las paredes, si Dios no hubiera antes venido, como en los grandes lances de la vida sucede casi siempre, con su inagotable justicia, con su inagotable y divina misericordia.

-¿Qué será de nosotros? -preguntaban.

-¿Cuándo un corazón se apiadará de nuestra suerte? ¿Cuándo oiremos una voz humana que nos consuele, un corazón que nos aliente? ¿Va a ser esto eterno?

Algunas veces la idea de una próxima muerte se aparecía a sus ojos; idea horrible que hacía lanzar a Margarita un grito desgarrador y agudísimo, grito de horrible miedo. Nadie, nadie teme a la muerte como el que tiene empañada la conciencia. Suelen reírse muchos de eso que llaman preocupaciones de la muerte; y, sin embargo, cuando la muerte se acerca, el más despreocupado es el más temeroso. Para el hombre que tiene fe en la inmortalidad del alma, y que posee una conciencia serena y tranquila, esa muerte tan temida no es más que una transformación gloriosa de la existencia, en que el espíritu irradia de su seno nueva luz, nueva y más gloriosa vida.

Así Margarita, en este supremo instante, se sentía más temerosa, más débil de lo que hubiera estado otra alma, si menos fuerte, más limpia. Un delirio de miedo la poseía. Temblaba, temía hasta que se abriera la puerta, no fuera que al abrirse le anunciara la fatal nueva. El temor a la muerte era hasta cierto punto una compensación a sus penas, porque le hacía amable hasta el mismo calabozo. Al revés Eduardo: su deseo era morir. Su vida le parecía insufrible. Para mayor tormento, su vida, por una reacción espantosa sobre sí misma, se había refugiado en el recuerdo de aquellos primeros días en que iba a la cabaña de Ángela. Y había instantes en que un remordimiento agudísimo taladraba sus sienes, como si fuera una triste y martirizadora corona de espinas.

En uno de esos días angustiosos y largos, conversaban Eduardo y Margarita.

-¿Quién me había de decir lo que está por mí pasando?

-Ya lo ves, Margarita. ¡Cuántas veces lo he profetizado!

-¡No saber nada de cuanto pasa a nuestro alrededor! ¡No tener noticia del mundo! Parece que la tierra se ha arruinado sobre nosotros, y que ningún ser ha sobrevivido en esta catástrofe más que nosotros dos en la universal ruina.

-Es mucho padecer éste.

-No comprendo martirio mayor. Me he puesto a pensar sobre todos los horrores del infierno de Dante. Allí debe padecer mucho, muchísimo, el cuerpo, y, sin embargo, sus horrores no son como este horror. El frío glacial, la humedad, la carencia de luz, las arañas, todo, todo me atormenta.

-Pero ¿por qué te quejas tanto?

-Y ¿qué quieres que haga?

-Resignarte.

-No he comprendido nunca la resignación.

-¡Ay, Margarita! Cuando tanto sufres, la resignación sólo es un gran escudo.

-¡Ya se ve! No hay otro remedio. Resígneme o no, lo mismo he de padecer.

-Lo peor es la incertidumbre.

-No, no hay, no puede haber incertidumbre. Si alguna vez se abre esa puerta, será como si se levantara la piedra del sepulcro.

-Y ¿qué?

-Todo te es indiferente; pero no a mí, Eduardo, no a mí. Yo siento latir demasiado la vida para resignarme a morir. Yo no quiero dar ese espectáculo a la Naturaleza y al pueblo de Nápoles.

-¡Oh! Y ¿en qué se diferencia esta vida de la vida del sepulcro? Quizá, cuando muertos, descansemos; pero ahora...

-Tienes razón. ¡Esta vida es insufrible!

-¡Insufrible!

-Yo muchas veces, Eduardo, he aplicado el oído a las paredes. Ni un paso, ni el ruido de las llaves, que horroriza a otros prisioneros, y que podría ser, ¡tan amarga es nuestra suerte! podría ser algún consuelo en esta tremenda eterna noche.

-Y ¿nada has oído?

-Nada. No se oye de ser humano ni un eco. Se abre esa alta ventana como por encantamiento, y desciende ese pedazo de pan que amasamos con nuestras lágrimas.

-Te oí en sueños llamar.

-Sí. Quise saber si había alguien que se apiadara de nosotros, y dije al que abría la puerta: «¡Apiadaos, señor, de nosotros!»

-Y ¿no te contestó?

-Sólo me pareció que dejaba caer la horrible puerta con más impulso, con más fuerza que nunca. Y ¿lo querrás creer? me alegré.

-¿Por qué?

-Porque detrás de aquel golpe dado con más fuerza veía yo un afecto; porque en aquel horrible ruido había algo, aunque triste, que interrumpía el triste y monótono transcurrir de esta nuestra horrorosa vida.

-¡Quién lo había de creer, Margarita!

-¡Oh, Eduardo! Muchas veces he pensado, ¡ahora que piso arañas! en aquellos días en que pisaba rosas. Muchas veces, en esta soledad, me he acordado de nuestros bailes, en que no cabía la gente. Muchas veces, en esta negra obscuridad, me ha asaltado la idea, la triste idea de aquellas noches iluminadas por mil bujías, o de aquellas tardes en que mirábamos al sol hundirse majestuoso en las azules ondas del golfo.

-Cuadros son que, mirados desde aquí, tienen una hermosura desesperante.

-Y cuando he oído rechinar la puerta, o los tristes ruidos que aquí se sienten, ¿a que no sabes de qué me he acordado?

-¿De qué?

-De la ópera, Eduardo; de aquellas noches en que Ángela cantaba sus endechas amorosas, que inundaban de plácida melancolía los aires.

-¡Ay, Margarita!

-¿Te quejas? Recuerdas que tú hubieras podido ser feliz con Ángela.

-No quieras aumentar mis tormentos.

-Es verdad, tienes razón. Ella hubiera llenado de encantos tu vida; yo la he llenado de dolores: ella hubiera sido tu alegría; yo soy tu tormento.

-¡Calla, por piedad, calla!

-Tú hubieras podido elegir entre el bien el mal, entre el cielo y la tierra; tú podías haber subido en brazos de Ángela al cielo, y has querido venir conmigo al infierno. Ya estás, Eduardo, en el infierno. Lo siento; me aborreces.

-¡Calla, Margarita, por Dios! Yo seguí la fatal lógica de mis acciones. La olvidé; te seguí. He venido hasta aquí, y he venido por mi libre voluntad. En este abismo he caído como la piedra en su centro de gravedad.

-¡Oh! Si alguna vez pudiéramos salir de aquí, yo te dejaría libertad, sí, la libertad que necesitas.

-Ya sabes que soy tu esclavo.

-Y en medio de todo, a decir verdad, el que nuestros verdugos no nos hayan separado es una felicidad.

-¡Oh! La soledad aquí sería espantosísima.

-No quiero pensarlo. ¡Separarnos! ¡Oh! Creo que me moriría.

-No temas eso.

-¡Ay! ¡Me ahogo! ¡Este aire se respira tan mal! Parece que está emponzoñado. Esto de no ver la luz es insufrible. El frío me hace temblar siempre, siempre. ¡Temblor eterno! Los mil animaluchos que veo rodar por el suelo, las arañas, los escarabajos, ¡oh Dios! todo esto es atroz. ¡Dios mío! ¿Cuándo saldré de aquí? ¿Cuándo podré yo respirar más libremente, cuándo?

-¡Oh! Muy tarde será.

-Si al menos pudiera andar... Tengo entumecidos todos mis miembros. Me pesa todo el cuerpo. Apenas puedo moverme. ¡Qué pena!

-No te quejes, Margarita, que me partes el pecho.

-¡Chis! Calla, calla.

-¿Qué, qué?

-Calla.

-Pero ¿qué te pasa?

-No te muevas.

-¿Qué te pasa?

-Oigo ruido.

-¿Ruido?

-Sí.

-Atiende.

-Me parece que oigo sonar unas llaves.

-¿Unas llaves?

-Y pasos.

-Se acercan.

-Ya no los oigo.

-Callemos.

-Ya vuelvo a oír.

-¡Hablan, hablan!

-Se acercan.

-¿De veras?

-Tiemblo.

-¿Por qué?

-Porque me parece que van a ser el nuncio de una mala ventura.

-Déjate de aprensiones.

-¡Ay, Eduardo!

-Calla.

-Oye. Suena una llave en la puerta.

-Levantémonos.

Los dos jóvenes se levantaron; apoyáronse fuertemente uno en otro y esperaron aquel instante. La puerta se abrió, y aparecieron tres enmascarados con tres largos chuzos y tres faroles. Inclináronse solemnemente, y uno de ellos les dijo en tono solemne también:

-Queremos hablaros.

-Pues hablad.

-Ya sabéis que pesa sobre vosotros la justicia humana con todo su peso.

-Lo sabemos.

-Vosotros tramasteis, y esto no lo podéis negar, la muerte del conde Asthur.

-Yo sólo -dijo Eduardo.

-Y vuestra mujer también.

-Yo solo; yo le herí.

Margarita temblaba, cogía las manos de Eduardo, como queriendo libertarse en tan tremendo lance de contestar al interrogatorio.

-Y ¿no sabéis toda la trascendencia de vuestro crimen?

-No habléis en plural de mi crimen, caballero -decía Eduardo.

-El peso de la justicia alcanza también a vuestra mujer.

Margarita exhaló un agudísimo quejido, un largo y agudísimo sollozo.

-Pero, después de todo, ¿qué sois aquí vosotros?

-No quieras saberlo.

-¿Quiénes sois?

-Tenemos derecho sobre ti.

-¿En nombre de que ley?

-En nombre de Dios.

-¡Malvados!

-No oímos, Eduardo, vuestros dicterios.

-¡Malvados!

-Siento mucho -decía el mayor de los enmascarados- daros una noticia.

-¿Cuál? ¿La muerte? Venga, venga la muerte.

-No, no es la muerte.

-¿Qué es?

-Me causa pena el decirlo.

Nunca se vio a un verdugo más plácido -contestó Eduardo riendo.

-Pues bien: será necesario decirlo.

-Pues acabad, acabad.

-Sabed...

-Adelante -dijo Eduardo impaciente.

-Sabed que la justicia manda que os separéis; que vuestra esposa vaya a un calabozo inmediato.

Apenas oyó esta terrible palabra de separación, Margarita levantó los ojos y los brazos al cielo, dando un grito horrible, un grito de dolor, que traspasaba todos los corazones.

-¡Separarnos! Señores, ¿hasta ese punto lleváis vuestra crueldad? -dijo Eduardo-. ¿No os basta nuestro martirio? ¿Queréis acibararlo todavía más? Dejadnos, dejadnos aquí con nuestro martirio.

-Señores -decía Margarita-, ¡por Dios! Me voy a morir de miedo. En la soledad de un calabozo me moriré. ¡Ay! Este me parece ahora el paraíso, me parece la gloria.

-Nosotros no mandamos; obedecemos. Os damos las únicas órdenes que hemos recibido. Acatadlas.

-¡Santo cielo! -dijo Margarita con un acento indescriptible-. ¡Separarme de él! ¡Oh! Recibiría con menos horror la noticia de mi muerte.

-Si algún crimen hemos cometido -dijo Eduardo-, lo hemos cometido juntos. La responsabilidad debe ser igual. Por consiguiente, tenednos en un mismo calabozo; sí, dejadnos aquí.

-Eso es, señores. ¡Oh! Yo conozco -decía Margarita- que mi alma se ha enaltecido con el infortunio; por lo mismo, ni para gozar de libertad saldría de aquí del lado de mi esposo.

Estas sublimes palabras de Margarita conmovieron profundamente a Eduardo. El dolor había sido un bautismo para aquella alma enferma y obscurecida. Nunca la naturaleza humana es tan perversa que no encuentre algún sentimiento sublime, alguna reminiscencia del cielo.

-Señores -dijo el enmascarado-, acabad.

-¿Conque no hay remedio? -preguntó Margarita.

-No hay remedio -dijo el enmascarado.

-Yo no os obedezco -exclamó Margarita.

-¡No, no! -gritaba Eduardo.

-Obedeceréis a viva fuerza.

-¡Oh! Venid a arrancarme de sus brazos -dijo la joven, estrechando con fuerza a Eduardo contra su corazón.

-¡No os empeñéis en ello! -exclamó el esbirro.

-No, no me arrancaréis. ¡Oh! ¿Tenéis mujer, tenéis hijos? Por vuestra esposa, por vuestros hijos, dejadnos aquí, dejadnos solos. No nos hagáis pasar este trance tan tremendo, tan cruel, tan amargo. ¡Por Dios, por Dios que nos oye! ¡Ah! ¿Quién sabe si alguna vez pediréis a Dios justicia y misericordia, y no encontraréis en el mundo ni misericordia ni justicia? Atendednos a nosotros, que la pedimos en este instante, y os la pedimos con el corazón desgarrado y los ojos llenos de lágrimas. ¡Por Dios, por Dios, señores! No nos matéis, no nos matéis.

Y Margarita lloraba como una Magdalena.

-Señores, mucho lo sentimos, pero es imposible.

-¡Imposible! El hacer bien nunca es imposible -dijo Eduardo.

-¡Esta separación es peor que la muerte! -dijo Margarita.

-Sí, matadnos -añadió Eduardo-, matadnos, pero no nos separéis. Exhalaremos juntos nuestro último suspiro, y seremos felices. Pero no nos separéis, por piedad. ¿No os ablandan tantos ruegos?

-Ya os he dicho que yo no mando, que obedezco.

-¡Oh! De aquí no habéis de sacarnos -dijo Margarita, sentándose en el suelo.

-Sacadla a viva fuerza -exclamó el esbirro.

-No a mis ojos -dijo Eduardo, apercibiéndose a defenderla.

Entonces Margarita comprendió que no había remedio, que aquella su insistencia sólo sería parte a producir un gran conflicto, y tal vez a que fuera maltratado Eduardo. Así lo entendió con ese pensamiento, con esa adivinación que es instintiva de la mujer, y se decidió a salir.

-Eduardo -dijo-, ya no hay remedio; me decido a salir. Retiraos un instante; respetad las últimas palabras, tal vez las últimas, que una esposa dirige a su esposo.

Había tal solemnidad en las palabras de Margarita, que los esbirros se retiraron al instante, dejando la puerta entornada.

-¡Perdón, Eduardo, perdón! -dijo Margarita arrojándose a los pies de su marido y abrazando sus rodillas.

-¿Por qué me pides perdón, Margarita?

-Yo te he perdido.

-No tú, sino mi mala suerte.

-No, te he perdido yo.

-¡Margarita!

-Tú no estarías aquí si no fuera por mí.

-Calla, Margarita.

-Yo soy la culpable, yo debo llevar todo el castigo.

-No, soy yo.

-Eduardo, eres demasiado generoso.

-Margarita, no me aflijas así.

-¡Que no te aflija!

-No.

-Eres demasiado bueno para mí.

-He cumplido con mi deber.

-No; has hecho más de lo que debías.

-No me lo recuerdes.

-Yo te he precipitado en el abismo.

-¡Por Dios, hija mía!

-Te he hecho infeliz.

-¡Oh!

-Te arrastraré a un cadalso, sí, a un cadalso. ¡Ay, Eduardo! -añadió Margarita-. Cuando la tristeza te abrume, no me maldigas; cuando en esos instantes de soledad terrible de la prisión se anide en tu alma el duelo y la amargura, no me maldigas; cuando subas al cadalso que te preparan nuestros enemigos, al cadalso que yo he levantado con mis propias manos, por Dios, no te lleves a la eternidad un mal recuerdo de mí. A tus plantas, anegada en amargo llanto, con el corazón desgarrado y el alma llena de dolor; cuando la eternidad se abre como un abismo; cuando Dios se inclina para recoger mi alma y para juzgarme, en este último instante de nuestra vida acaso, te ruego que me perdones; pero no con ese perdón nacido del cariño, que no quiere ver el crimen, sino con el perdón justiciero, que considera cuán merecido es el castigo. Te pido esta gracia por nuestra unión, Eduardo, por el juramento que sellamos al pie de los altares.

-Margarita, te perdono. Yo también te he hecho mucho daño. Si en ti ha habido ambición, yo he contribuido no poco a fomentar esa ambición; si ha habido desvaríos, yo he desvariado también. Te he seguido, es verdad, casi sin conciencia; pero te he seguido con voluntad. Por consiguiente, ni tú me debes pedir perdón, ni yo a ti: ambos a dos debemos pedirlo a Dios.

En este instante asomó por la puerta la cabeza del enmascarado, y dijo:

-Daos prisa.

-¡Oh! ¡Cielo santo!

-¡Adiós, Margarita!

-¡No me olvides, Eduardo! Aplica el oído a la pared a ver si escuchas algún suspiro. Ten por cierto que todos los días lloraré por ti, rogaré por ti. Me voy a morir, ¡oh! me voy a morir. Acuérdate mucho, mucho, de mí.

-¡Adiós, Margarita! -dijo Eduardo.

-¡Adiós! -exclamó Margarita, lanzando un grito agudísimo de desesperación y de dolor.

Y salió del calabozo.

Eduardo se quedó sumido en la más profunda desesperación, en la más triste soledad. Un dolor inmenso cayó sobre su alma. Era tal y tanta su intensidad, que no pudo menos de lanzar un sollozo amarguísimo, que salía de lo más profundo de su alma.




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- XXIX -

Dejemos a estos desgraciados personajes de nuestra narración para volver los ojos a Ángela, que no hemos olvidado. Nada sabía de estos tristes acontecimientos. La soledad de su pensamiento había exaltado su amor. El recuerdo de Eduardo no se borraba ni un instante de su memoria. Esta pasión infinita, a medida que pasaba el tiempo, a medida que se moría la esperanza, cobraba más exaltación, más fuerza. ¡Constancia inaudita de aquella alma!

Había sido abandonada, infamemente olvidada; había visto a su amante postrado ante otra mujer indigna de ser su rival; había visto al escogido de su corazón perdido en el lodo, borrada la idealidad del amor puro, de la pura virtud; había, en fin, apurado toda suerte de desengaños, y, sin embargo, el fuego de su amor no desmayaba, viviendo con la misma intensidad, con la misma pureza, en el fondo de su alma.

Aquel amor era el sol de su vida, que inundaba de luz, de calor, toda su alma. Las lágrimas con que había rociado sus recuerdos, los habían hecho crecer en vez de ahogarlos. Vivía sólo por esos recuerdos; vivía con el pensamiento en aquellos instantes de felicidad ya pasados, y, sin embargo, presentes siempre, eternamente, en su conciencia, en su conciencia, fija en un punto, fija en una idea.

El amor del conde Asthur era considerado por Ángela como una de sus grandes, de sus tremendas desgracias. Inspirar una pasión y no poder corresponderla, era para la joven un gran tormento. Sabía cuánto debía padecer el Conde, y su alma lloraba amargamente el ser causa de tamaños males. Así es que se había aislado de la sociedad de Nápoles, de todos los sitios donde pudiera concurrir el Conde.

Pero, a pesar de su aislamiento, bien pronto llegó a su noticia todo lo ocurrido, la catástrofe del Conde y la desgracia de Margarita y Eduardo. Desde este punto ya no tuvo paz, ya no se acordó de sí misma. Todo su pensamiento fue salvar a los dos infelices. Averiguó la prisión donde estaban. Era un torreón aislado, solitario, en uno de los barrios más tristes y más lejanos de Nápoles.

En el silencio de la noche, cuando la Naturaleza y el hombre dormían, cuando más se exponía por aquellas tortuosas calles de Nápoles, Ángela iba, llamaba a aquellas puertas, y nadie la respondía; y en vano indagaba noticias, en vano quería penetrar en aquella prisión; todo estaba cerrado a sus indagaciones, todo, y su alma se anegaba, se confundía en un mar de tristeza.

No había más que un remedio para Ángela: arrojarse a los pies del Conde y rogarle que diera libertad a aquellos dos seres, cuya triste suerte amargaba su existencia. Al saber que era Eduardo desgraciado, la pasión de Ángela se exaltó, creció; ya no tenía diques ni valladares que la contuvieran; ya creía que podía amarle porque el infeliz era desgraciado, y que debía amarle con su amor casto, puro, infinito.

Se consideró feliz al poder convertir todo su pensamiento a Eduardo, toda su vida a procurar su felicidad. No pensaba más que en los medios de salvarle; en todo menos en hablar al Conde. Así su alma se encontraba en una lucha tremenda. Con dirigirse al Conde, podía salvarle; pero ¿y qué exigiría en cambio el Conde? ¿No podría exigirle piedad por su pasión y correspondencia para su amor? Ángela se asustaba de esta idea.

Había agotado todos sus recursos, y no había podido llegar hasta Eduardo. Aquella prisión era impenetrable; parecía una tumba. Ángela se había dirigido al Rey; el Rey contestó que Eduardo y Margarita eran una presa que él había arrojado al conde Asthur, y no podía hacer nada por salvarlos. Ángela se desesperaba.

Había alquilado una pequeña casita frente por frente del torreón donde le constaba que vivían en triste vida Eduardo y Margarita. Allí se pasaba el día, mirando si se abría la puerta, si asomaba algún ser humano. Nada podía alcanzar, nada conseguía. La puerta no se abría nunca; ningún guardia, ningún carcelero, nada que indicase humano ser se veía en aquel solitario torreón.

Y, sin embargo, a la joven le parecía que de las entrañas de aquel torreón salían gemidos, gritos ahogados, ayes amarguísimos, y se deshacía en lágrimas, contemplando sus impías piedras, que nada le decían de su amado, e imaginando, allá en su mente, sus tristes dolores, sus profundas y amargas angustias.

Allí, en aquella casa, Ángela espiaba en vano todo cuanto podía ocurrir en el torreón. Interrogaba a los vecinos para indagar si algo sabían, si algo habían columbrado. Los vecinos le contaban sólo terribles leyendas. Decían que en aquel torreón había estado presa una gran señora, una hija de un príncipe italiano. Esta pobre joven había sido allí encerrada por su padre, que la quería sustraer al amor de un galán pobre y de baja estirpe. Mas el galán una noche rondaba por allí, y fue asesinado; crimen horrendo, cometido por el cruel padre de su infeliz amada. Una noche de relámpagos y truenos, de gran tempestad, se abrió una hendedura en el suelo, surgió una sombra, penetró las paredes espesísimas del torreón, llegó al calabozo donde estaba la joven y se la llevó consigo; y desde entonces dos grandes murciélagos, al anochecer, ruedan por aquellas cercanías, y son las almas de los dos amantes. Desde aquel tiempo no ha vuelto nadie a ser encerrado en el torreón de las brujerías, y sólo por un castigo tremendo e inaudito podía imaginarse el triste encarcelamiento allí de Eduardo y Margarita.

La infeliz joven, la infeliz Ángela, daba rienda suelta a su dolor al ver que no le quedaba ninguna esperanza de salvación. Cuando Eduardo era feliz, o ella imaginaba que era feliz, no se atrevía a padecer Ángela por él; se reprimía, se ocultaba a sus propios ojos el padecimiento; pero desde el punto en que le creyó infeliz, en que le vio padecer, su dolor podía rebosar en su alma con entera libertad.

Mientras esto sucedía en el ánimo de Ángela, Margarita estaba anegada en un mar de dolores. El calabozo que le habían destinado era más hondo, más triste, más obscuro aún que el calabozo de Eduardo. Allí apenas se veía nada; allí se palpaban las espesas y horribles tinieblas. El miedo que la devoraba, la soledad en que yacía, la falta de luz, la falta de aire, sus ideas, sus remordimientos, sus dolores, todo era horrible en aquella su triste y aflictiva situación.

Pasaron unos días tras otros, unos momentos tras otros, parecidos a una larga sucesión de eternidades, al infierno; y allí sola, allí, aquella mujer que había llegado al colmo del poder y de la fortuna. Un pobre traje cubría sus carnes; una palidez vívida, como la palidez de la flor que se descolora, cubría su rostro; sus ojos se habían hundido, y sus cabellos estaban lacios, y se la caían como muertos a impulsos de las ideas que secaban su cerebro. Ni siquiera el consuelo tenía en aquel aflictivo estado de quejarse, de dolerse de su triste suerte con un ser que compartiera sus penas. Allí no tenía ni un libro que leer, ni una labor con que distraerse, ni nada, absolutamente nada que le apartara de su solitario pensamiento, de la negra obscuridad, de sus tristes, de sus crueles remordimientos.

Parecía que Dios la había destinado a padecer el más negro, y más tremendo, y más pavoroso de los martirios posibles. Aquella mujer, que se aturdía en las fiestas, que pasaba sus días entregada al torbellino de tantos y tantos placeres; aquella mujer sufría el martirio, el terror de su soledad, que era el más triste de los castigos imaginables.

Y cuando se ponía a pensar que si aquella puerta se abría, que si abandonaba aquel calabozo, sería tal vez para subir a un cadalso, un sudor frío bañaba su cuerpo, una angustia mortal acongojaba su dolorida alma; su alma, entregada a los embates de una negra, y pavorosa, y tremenda tempestad, en aquel negro y frío calabozo.

Un día, cuando más entregada estaba a su solitaria meditación, se abrió su calabozo. Unos hachones lo inundaron de luz. Margarita estaba tan poco acostumbrada a ver la luz, a recibirla en su retina, que se quedó deslumbrada y como ciega. Cubrióse el rostro con las manos, y a los pocos instantes levantó la cabeza, y vio los mismos jueces que se le aparecieron en la tremenda noche de su prisión.

-Levantaos, señora -dijeron con voz lúgubre.

Después de algunos instantes añadieron:

-Ya sabéis vuestro delito.

-¡Mi delito! No lo sé.

-Pues el tribunal lo sabe. La justicia humana lo sabe también, y también la justicia divina.

-¡Misericordia, misericordia! -dijo Margarita.

-¿La tuvisteis vos del ser a quien hirió vuestro puñal, víbora?

Esta palabra hirió profundamente a Margarita.

Su dignidad de mujer ofendida se levantó en aquel momento sobre su debilidad, sobre su pavor.

-Matadme, pero no me insultéis, pero no me ofendáis. ¿Es esa la justicia humana, que insulta a la víctima? ¿Es esa la justicia divina que invocáis? Me perseguís cuando soy débil; me perseguís, me perseguís sin forma de juicio; me condenáis sin más ley que vuestro capricho; venís a asesinarme; no sois jueces, no; sois asesinos.

-Reportaos, señora, reportaos.

¿Qué más queréis decirme? Decidlo pronto, e idos. No vengáis a insultar con vuestra sardónica risa, no vengáis.

-¿Queréis un confesor?

-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -exclamó Margarita, cayendo de rodillas, como desplomada, en el suelo, como herida de un rayo.

-¡Sabes matar, y no sabes morir! -dijo el que parecía juez.

Margarita se levantó instantáneamente, contestando:

-No quiero, no quiero confesar.

-Pues precisa que preparéis vuestra alma.

-Dejadme en paz, dejadme en paz. Idos. Yo hablaré a Dios en la voz de mi dolor y de mi angustia. Idos, por piedad, por piedad. Conceded esto al menos a la última súplica, a la última de un moribundo; todos, por Dios, idos, señores: dejadme que mi pensamiento y mi corazón se reconcilien con Dios.

Los jueces salieron, y se quedó Margarita sola. Así que oyó que caía la puerta, se dio a correr como una loca por aquel negro y horrible calabozo.

-¡Dios mío, morir; morir tan joven; morir en la flor de la edad; morir cuando la vida es más grata! ¡Qué dolor tan profundo, qué dolor tan negro y tan intenso! Y correrá mi sangre, y se apagarán mis ojos; y caerá como un negro sudario sobre mí la eternidad; y Dios me pedirá cuenta de esta vida infeliz; me pedirá cuenta de estos días disipados. ¿Qué le diré, qué le contaré? Se abrirán los abismos donde arde el eterno fuego, y caeré en esos negros abismos. ¡Y para siempre, para siempre atormentada; para siempre herida, martirizada! ¡Infeliz, infeliz! ¡Qué suerte, qué suerte tan triste; y suerte eterna! Sentencia que no se levantará nunca. El plomo derretido del infierno caerá eternamente sobre mi cabeza, y la quemará como el remordimiento que ahora abrasa mi alma. ¡Oh! ¡Y Eduardo! He perdido a Eduardo, lo he perdido, lo he perdido para siempre. Yo, yo lo he perdido, yo sola. ¡Maldición, maldición eterna, maldición sobre mi alma!

Y Margarita, jadeante de dolor y de desesperación, cayó sin sentido en el duro suelo.

Eduardo recibió la nueva de su muerte con más serenidad de espíritu. Para Eduardo la muerte era un descanso, un descanso eterno. Después de haber malogrado su vida, nada le parecía tan natural, nada tan puesto en razón, como que se acabase pronto aquella vida estéril, aquella vida entregada al mal. Sólo un pesar le atormentaba con indecible tormento: el recuerdo de Margarita, de la infeliz Margarita, condenada a padecer, a sufrir, a morir con él. Eduardo, por un resto de generosidad, no quería recordar que en su vida había habido dos genios; que el genio del bien, que era Ángela, le señalaba el camino del cielo, y el genio del mal, que había sido Margarita, le señalaba el camino del abismo. Sólo se acordaba que la elección entre estos dos genios había sido obra, si no de su voluntad, al menos de su débil naturaleza, y que, por lo mismo, a nadie debía culpar de sus males sino a sí mismo, puesto que esos males habían sobre él caído por libre conocimiento de su inteligencia, por libre elección también de su voluntad.

Allá en el interior de su conciencia se le aparecía el genio del bien, como él lo vio por vez primera, rodeado de flores de la Naturaleza, alumbrado por el sol, produciendo cantares dulcísimos, que él había desoído, que él había menospreciado, enseñándole, con los ojos fijos en el cielo y en la luz, los derroteros eternos por donde puede caminar el hombre a su patria inmortal, al origen divino de su espíritu. Y él había despreciado en Ángela su propia salvación.

De otro lado se acordaba de la primera vez que vio el genio del mal. Margarita, ricamente vestida, adornada de flores contrahechas, de diamantes, de perlas, en un perfumado salón, muellemente reclinada, iluminada por mil bujías, riéndose de todo cuanto hay de grande, de divino en el hombre, y exaltando, con la copa vacía en las manos, el recuerdo del mal, el triunfo del vicio. Y al adorar a Margarita, el infeliz Eduardo había adorado su propia perdición.

En algunos instantes la incertidumbre reinó en su corazón, la duda en su alma. Pero bien pronto se avergonzó de aquella incertidumbre, se arrepintió de aquella duda, y abrazó con fuertes y apretados abrazos el mal, todo el mal que le había traído a tan triste y aflictivo estado. Y, en efecto, en la lógica de los hechos, el mal engendra siempre el mal, y el castigo es una consecuencia del mal. No hay acción mala que no sea castigada; no hay vicio que sea por Dios consentido largo tiempo.

Todos los vicios se despeñan, todos se arrastran a su centro verdadero de gravedad, que es el abismo. Sólo el alma inmortal, el alma divina de la vida y del hombre, es la virtud. Pero con las tempestades de la vida pasan aniquilados los vicios, y la virtud, la virtud vuelve al cielo, vuelve a Dios. ¡Oh! Cuando la virtud nos abandona, somos peores que la piedra, los más infelices, los más desgraciados, los más enfermos de cuantos seres se mueven bajo el cielo.



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