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- XLVII -

Un delirio horrible sobrecogió á Margarita. Su frente ardía, su corazón latía con fuerza, sus ojos le saltaban de las órbitas, su respiración era fatigosísima y cansada. No podía sostenerse de pie; no podía estar en su lecho. Su idea de venganza, su idea de inmolar á Angela, aun la sostenía. Esta idea y la del suicidio vagaban juntas en su alma. No quería irse a la otra vida sin llevarse en pos de sí una víctima. Sabía que una Hermana de la Caridad puede renunciar á sus votos y se imaginaba que, muerta ella, Angela y Eduardo podían ser felices. Así es que mil veces había pensado en la muerte, porque su vida no le parecía llevadera, y nunca se había decidido. En el instante en que nos encontramos pareció animada de una resolución suprema; se levantó de su lecho y se puso sus rasgadas vestiduras.

El delirio de la infeliz Margarita fué siempre creciendo. En vano trajo algunos alimentos para saciar su hambre la próvida María, en vano. Margarita ya no acariciaba más que dos ideas: su muerte, la muerte de Angela. De nada le había servido la gran enseñanza del infortunio, ese maestro de la vida. De nada el verse pobre, aterida de frío, abandonada en aquella obscurísima y triste madriguera. Todo había sido en vano. Ni el hambre, ni la pobreza, ni la desgracia habían podido mudar aquel carácter vengativo y tenaz, aquella inclinación al crimen. Y, sin embargo, ¡qué lecciones le había dado tan terribles la Providencia, qué lecciones! Ella, ansiosa de poder, se veía en la miseria. Todo esto necesariamente exaltaba su carácter, de suyo exaltado y entusiasta. Así es que la idea de dos crímenes, como dos hierros candentes, abrasaba su alma, y la tenían en una febril exaltación, en un continuado y atroz y negro delirio; terrible delirio, sin calmante, sin consuelo.

Aquella noche pudo tener alguna esperanza de realizar sus intentos. La imagen de Angela se le aparecía á los ojos como desafiándola á perpetrar el horrible crimen. Todo yacía en calma. Dormía su buena María con ese sueño profundo que inspira la tranquilidad del ánimo y el cansancio del trabajo. Margarita se levantó, cogió su puñal, se envolvió en sus pobres vestiduras, y como una sombra, como una aparición fantástica, se deslizó de su vivienda y salió a la calle. Era una noche clara y serena. El cielo sonreía, la luna derramaba su melancólica luz por los infinitos espacios. El silencio de la noche sólo era interrumpido por el paso de algún que otro transeúnte, muy pocos, que pasaban por las calles. Margarita, despeinada, con los cabellos sobre la espalda, envuelta en sus desgarradas vestiduras, destellando pálido odio de sus ojos, desencajada, convulsa, andando como si se arrastrara, Margarita parecía la imagen de alguna evocación infernal.

Dirigióse la infeliz, llevada por su delirio, al convento de las Hermanas de la Caridad. La calentura nerviosa que la agitaba le hizo ver lo que no sucedía; le hizo palpar lo mismo que imaginaba. Vió, merced a su delirio, salir a Angela de su convento: tiembla, se acerca á ella, le clava el puñal en el pecho, la sangre mancha su frente, y exhalando un grito, después de verla caer exánime, arroja lejos de si el puñal, dándose á correr desolada por las calles. Nada de esto había en realidad sucedido. Era un sueño de su fantasía, un cuadro que trazaba su pasión, una imagen grabada en el espacio por la electricidad tempestuosa que agitaba todo su cuerpo. ¡Infeliz mujer, que hasta en sus delirios, lejos de imaginar algo que, aunque fingido, la consolara, imaginaba muertes, víctimas, sangre, todo lo horrible y espantoso que puede haber en la voluntad humana!

Decíamos que, llevada de su delirio, se dió correr, á huir por las calles de Nápoles, horrorizada de sí misma. Ya la vida no le podía ser llevadera. En medio de su delirio, de su calentura, decía: «Voy á morir. ¿Qué más me da morir de hambre, ó cortar yo misma, por mi propia mano, el hilo de mis días?» Pasaba á sus ojos su porvenir, el hambre la miseria, una muerte lenta, horrorosa, tristísima. En esto llegó a las orillas del mar, ya iba comenzando a amanecer. Margarita se sentó en un peñasco. Los primeros albores de la mañana borraban el resplandor de la luna en los cielos. Las estrellas se escondían como un ángel que pliega sus alas y se duerme en el seno del Señor. El mar estaba en calina, y se sonreía como si se apercibiera para recibir con amor la naciente aurora. Toda la Naturaleza se reía y se regocijaba en este supremo instante, y, sin embargo, la tristeza caía mas espesa sobre el corazón de Margarita. A medida que el día avanzaba, su dolor avanzaba también; á medida que se iba descorriendo, un pliegue del velo de sombras que ocultaba el horizonte, iba cayendo una sombra más espesa en su conciencia. Parecía que la noche se refugiaba en su seno. Aquella claridad, aquella hermosa claridad, aquella luz, la ofendía, la martirizaba. El sonrosado color de la aurora teñía de negro su espíritu. La alegría de la Naturaleza, su sonrisa, su dulce encanto, el amanecer, el mar, el beso de las auras, el espectáculo de los cielos inundados de luz, todo esto es dulce y encantador para el alma riente y feliz; pero es triste y sombrío para el alma anegada en la desgracia, como el alma de Margarita.

Esta alegría de la tierra era la tristeza de Margarita. No podía esperar de ninguna manera al nuevo día. Cuando el sol alumbrara los cielos, alumbraría, su venganza. ¿Qué dirían en Nápoles al ver á la reina de los salones andrajosa, llena de miseria? ¿Qué dirían? Este relámpago de orgullo cruzó sobre su alma, abismada en el dolor, y la iluminó tristemente. No, no le era posible vivir; no le era posible. Se decidió, pues, á la muerte. En esto oyó á sus espaldas voces humanas, seres que venían adonde ella se encontraba. Esto, lejos de contenerla en su terrible propósito, la empujó á la perdición. La voz humana, cuando la desgracia se muestra tan empedernida, parece una burla un afrentoso sarcasmo. Margarita, que estaba sentada en un peñasco viendo cómo las olas se estrellaban en él, alzó los brazos al cielo y se precipitó en lo profundo del mar. En este instante todo fue horrible. Al caer en el agua, ora la impresión del frío de las aguas, ora la proximidad de la muerte, la devolvió el sentido ofuscado en su alma. Abrió los ojos del espíritu, y se vió suspendida sobre la eternidad, próxima á hundirse en su ignorada vida. Su alma sufrió un tormento mayor aun que el que sufría su cuerpo; tormento pasajero, pero horrible, que compendiaba en un solo instante las penas del infierno. En esto, la falta de aire, el agua, todo contribuyó á, que perdiera el sentido, aunque el instinto de la vida, superior al conocimiento, la hacía luchar horriblemente en el húmedo elemento, pero luchar con fuerza desesperante y terrible. Parecía que aquella agonía, aquel estertor, aquella lucha desesperada, conmovía todo el mar. A su alrededor las,aguas se agitaban como si las moviera el viento. Alguna vez lograba sacar por un instante la cabeza fuera del agua; un relámpago, un destello de vida la iluminaba, y bien pronto volvía á caer en su terrible frenesí. Era tanto el dolor, que se clavaba las uñas en las carnes, y se las rasgaba y hendía, sacándolas sangre. Cuando ya le faltaba casi la vida, cuando iba á llegar el último instante de esta agonía, las voces que había oído Margarita, voces humanas, resonaron sobre lo alto del peñasco. Eran tres marineros. Llegaron, extendieron su vista por el mar, e inmediatamente echaron de ver la terrible lucha de la infeliz Margarita. Con ese instinto misericordioso del marinero, que, en sus luchas con el húmedo elemento, se halla siempre dispuesto á robarle sus presas, los jóvenes vieron un sér humano que batallaba con las olas, se echaron tal como iban, sin despojarse ni de una prenda, y se apoderaron del cuerpo de Margarita, sacándola á la orilla, y depositándola en la arena.

-¡Hermosa mujer! -dijo uno.

-¿Está muerta? -exclamó otro. Y aplicaron el oído al corazón.

-No está muerta.

-No, no lo está.

-¡Oh! ¡Santo cielo!

-Aun respira.

-La hemos salvado.

-¡Albricias!

-¡La hemos salvado! Alabado y bendecido sea Dios.

-Alabado sea.

-¡La hemos salvado!

Y todos los marineros exhalaban estos y otros gritos de alegría al ver que habían salvado á la joven. Margarita al poco tiempo abrió los ojos, dió un grito agudísimo, y se volvió á quedar como muerta.

-Es necesario darle consuelo.

-¿Adónde la llevaremos?

-¿Adónde?

-La cosa es clara: al convento de las Hermanas de la Caridad.

-Se la encargaremos a sor Angela.

-¡Qué mejor Providencia podría ampararla!

Y los marineros, cogiendo el cuerpo de Margarita, se encaminaron al convento de las Hermanas de la Caridad. Llamaron, y Angela estaba de guardia. Salió al instante. Los marineros se descubrieron respetuosamente, porque es propio de la virtud inspirar religioso respeto.

-Sor Angela, os traemos una desgraciada.

-Sea en buen hora venida.

-Es una infeliz que se estaba ahogando.

-¡Santo cielo!

-Se conoce que la infeliz se había arrojado al mar por desesperación.

-Bien venida sea; aquí la cuidaremos.

-¿Quién como vos?

-Veremos si nos es dable curarle también el alma. Entradla, entradla. Margarita continuaba en su estupor, sin movimiento, sin vida.

-A la sala general de enfermos.

Y los marineros se dirigieron adonde les señalaba Angela; pero de pronto dió ésta un grito.

-¿Que tenéis, señora?

-¡Oh! Providencia del cielo, justicia de Dios.

-¿Qué? ¿Qué?

Y los marineros se miraban sin saberse dar explicación de lo que les pasaba y de la turbación de Angela.

-No, á la sala general no la lleveis. Traedla aquí.

Y llevándola por un largo pasadizo, llegaron á una especie de celda. Eran sus paredes blancas como el alabastro. Algunas sillas de pino eran su único adorno. Una cama muy limpia, muy blanca, y colgada sin lujo, pero con gracia, se veía en uno de los rincones. La ventana era una reja rasgada hasta el suelo, cubierta de enredaderas, al través de las cuales se veía un jardín, una fuente murmuradora y revolotear mil pajarillos.

Angela mandó que depositaran allí el cuerpo de Margarita. Inmediatamente se despidió de los marineros, que ofrecieron volver á ver á la mujer que habían salvado. Angela sólo se ocupó en socorrer á la desgraciada enferma. La vistió de nuevo, la depositó en la cama, llamó á los médicos y proveyó á todo lo necesario para que la infeliz pudiese encontrar consuelo. Toda su solicitud fué esmeradísima.

Había en su deseo algo más que salvar la vida de Margarita; quería salvar su alma. Era ya un empeño de su voluntad. Redimir aquel alma de sus pasiones, salvarla de la tristísima tempestad en que se agitaba, era una empresa digna de su virtud, de su inspirado genio. «Conservarla para la tierra, decía Angela, es conservarla para el cielo. Salvar á Margarita de tan amargo trance, es lo mismo que salvarla de una eterna perdición.» Cuanto los médicos proponían, otro tanto hacía con la velocidad del pensamiento Angela. Toda su caridad se había concentrado en salvar aquel alma, aquella vida. Sólo vivía para Margarita, para su antigua rival, para su enemiga. No quería que nadie, ninguna de sus Hermanas, cuidase á la pobre mujer que había tomado bajo su amparo. No dormía, no; toda la noche la pasaba en un sillón a la cabecera del lecho de la enferma. Cuando Margarita descansaba, descansaba ella también un poco; cuando Margarita no dormía, estaba atenta á su respiración, á sus suspiros, á sus congojas ó á su tranquilidad; á todo cuanto en ella sucedía, para atender mejor á su pronta salvación.

Margarita había comenzado por un letargo horroroso y había concluido por un delirio horrible. En este delirio de su alma centelleaban todas sus pasiones. Angela oía insultos, blasfemias, maldiciones; oía que ella era el blanco de toda la ira de aquel corazón, que rebosaba saña; oía que en su odio le negaba la infeliz mujer hasta la honra. Nada, sin embargo, la retraía de su empeño. Habiéndose propuesto sacar á salvo la vida y el alma de Margarita, devoraba en silencio aquellos insultos de un alma siempre extraviada, y más extraviada en aquella sazón por el delirio. Al través de sus palabras inconexas se descubría un drama terrible se descubría que ella imaginaba haber traspasado con un agudo puñal, el corazón de la misma que á la cabecera de su lecho, sin darse punto de reposo, estaba inclinada como un ángel mensajero de la Providencia, enviado del cielo.

Angela no se indignaba, no; comprendía á aquella mujer.

Por fin, poco á poco se fué despejando Margarita. Su alma sacudió las tinieblas que la circundaban.

El delirio se apacigua, el vértigo se concluye, y comienza una especie de fiebre lenta, signo de una gran crisis. Angela, cuando ve que empieza Margarita á conocer, procura esquivarse á su vista. Quiere ser como la Providencia, sagrada e invisible; quiere derramar el bien sobre la cabeza de su rival sin que ella lo sepa.

Así es que casi siempre se echaba el velo sobre la cara, y se ocultaba á los ojos de Margarita, y fingía la voz para no ser conocida. Margarita, ora por la fiebre, ora por el traje nuevo que lleva la que le asiste, no conoce á Angela. Sin embargo, su solicitud, su amor, su cariño maternal, impresionan profundamente el corazón de la joven enferma, que quiere á todo trance conocer á la que la asiste, y le pregunta mil veces su nombre, y cómo ha llegado hasta allí, y cómo ha llegado hasta allí, y cómo pasó por todos aquellos trances. La tranquilidad que se respira en aquella celda, el aire perfumado de aromas, el cielo centelleante de alegría, el sol que lleva sus rayos hasta el pie del lecho, todo esto la alegra, la tranquiliza, la devuelve las fuerzas. Y, sin embargo, Margarita no conoce á Angela.




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- XLVIII -

Un día estaba Margarita dormida. Angela oraba al pie de un Crucifijo. El sol, penetrando en la estancia, la inundaba de luz. Parecía que era como una aureola de santidad y de pureza. Los ojos de Angela, perdidos en la oración, se teñían con un tinte de lo infinito, con un resplandor de cielo. Parecía que la eternidad se dibujaba en su mirada, como el cielo se dibuja y refleja en el mar. La actitud de Angela, su rostro inundado de celeste felicidad, sus ojos perdidos en el cielo, sus labios perfumados por una religiosa plegaria, sus manos plegadas el resplandor del sol que la envolvía en un éter luminoso, todo esto la exaltaba como si, perdiendo su naturaleza humana, tomara una naturaleza más esplendorosa y más alta. Margarita abrió los ojos y exclamó:

-¡Ah! Os conozco.

Angela se cubrió el rostro con las manos.

-¿Me conocéis?

-Sí, sí.

-Perdonad -dijo Angela con dulce voz- que me haya ocultado á vos.

Margarita levantó los ojos al cielo, inundados de lágrimas.

-¡Oh! No sé lo que pasa por mí.

-Yo os lo contaré.

-Contádmelo, Angela; que en verdad habéis...

Un gran silencio siguió á estas palabras de las dos jóvenes. Angela bajó la cabeza; Margarita se cubrió el rostro con las manos. Por fin ésta interrumpió el silencio, y como arrepentida de su primer impulso generoso de gratitud, de reconocimiento, dijo con aspereza:

-¿Quién me ha traído aquí?

-Os trajeron unos marineros.

-¡Unos marineros!

-Sí; os habíais caído al mar.

-Me había caído, no; me había precipitado.

-Tenéis razón, os habíais precipitado.

-No, no he hablado con propiedad; me habíais precipitado vos, Angela.

-¡Yo! Una pobre mujer como yo.

-Sí, sí. Todo lo debéis oír, todo, absolutamente todo.

-Hablad, Margarita: os escucho.

-¿Tendréis paciencia para oirme?

-Ya os atiendo: hablad.

-¿Qué es de Eduardo?

-Eduardo está en Africa.

-No lo creo.

-Si no me habéis de creer excusáis preguntarme.

-Y ¿cómo sabéis que esta en Africa?

-Como lo sabe todo Nápoles.

-Pues bien: Eduardo se moría de amor un tiempo, y esto no lo negaréis, por vos.

-¡Un tiempo! Es verdad, es verdad; no lo niego.

-Y este amor, mal apagado, renació de sus cenizas.

-Creo poder aseguraros que fué agradecimiento, no amor, lo que sintió.

-¡Agradecimiento! ¿De qué?

-¿Ya no lo recordáis?

-No.

-Pues yo tampoco.

-¿Qué debía agradeceros?

-Hablaré para justificarle. ¿Vos recordáis una obscura prisión...?

-¡Oh! Sí.

-Recordáis que allí no respirabais apenas?

-Es verdad.

-¿Recordáis que el verdugo...

-Sí, sí. Justamente.

-¿Recordáis que en la hora suprema entré yo y quebrante vuestras cadenas?

-Sí, lo recuerdo. ¡Qué frío hacía en aquellos calabozos! Asquerosos insectos corrían por el suelo, negros murciélagos se anidaban en, en el techo.

-Pues bien: perdóneme Dios el recordar esto; Eduardo sintió agradecimiento.

-¡Sólo agradecimiento!

-Pudo sentir también amor...

-¡Y lo confesáis!

-Pudo sentirlo; pero en mi pecho no halló nunca, nunca correspondencia.

-No lo creo, no puedo creerlo.

-Margarita, Dios es mi testigo; Dios y mi conciencia.

Había tal solemnidad en las palabras de Angela, y tal eco de verdad en su acento, que Margarita no se atrevió a contradecirla. Sin embargo, después de algunos instantes dijo:

-Y ¿vos entonces no le amabais?

-¡Ay, Margarita! ¡Qué pregunta!

-¿No le amábais?

-Y ¿para qué, para qué anheláis saber eso?

-Quiero conocer vuestra ingenuidad.

-¡Mi ingenuidad! ¿No os acordáis de la pobre cantora que en vuestro jardín os dijo á vos la verdad?

-Me acuerdo.

-¿No os acordáis de la actriz, de la aplaudida actriz que nunca os quiso negar la verdad?

-Me acuerdo.

-Pues la pobre cantora, la actriz, no se desmiente bajo el manto de la Hermana de la Caridad.

-Decid la, verdad, decidla. ¿Le amabais?

-Vos lo sabéis.

-Yo no lo sé.

-¡Oh!

-¿Me queréis decir que no le amabais?

-No. De ninguna suerte.

-¿Por qué?

-Porque no podía deciros eso.

-Y ¿cómo no podíais decirme eso?

-No podía, porque le amaba entonces y le amo todavía con todo mi corazón.

-¡Angela!

-¡Margarita!

-Yo le amo también.

-Es vuestro esposo.

-Yo le amo aún.

-¡Amor santo!

-¿Y vos?

-Yo, no volváis á preguntarme nada.

-¿Vos le habíais amado, Angela?

-Sí. Fué el único sér á quien yo pude consagrar mi corazón.

-¡El único!

-Educado en la soledad mi corazón, en presencia de Eduardo se abrió el amor, ¡ay! amor infinito, que ha sido mi desgracia.

-Y ¿ahora no le amáis ya?

-¡Margarita! Toda aquella grande y exaltada pasión que fué mi vida, se ha tornado en amor por la humanidad.

-Y ¿qué placer os reporta este amor hacia la humanidad?

-Os empeñáis en parecer peor de lo que sois.

-No tal.

-Si no fuera así, no me haríais esa pregunta.

-Os lo pregunto porque, en mi humilde sentir, este amor es muy estéril...

-¡Estéril! No, no; amor fecundo en grandes bienes para el alma.

-¿Qué bienes?

-La tranquilidad de la conciencia, la esperanza en Dios.

Margarita se encogió de hombros.

-Y aunque eso no fuera, siempre la grandeza del deber...

-¡Deber! No veo que tengáis ese deber.

-Todo el que se siente con fuerzas para socorrer á sus hermanos, para asistirlos, para salvarlos, debe consagrarse á su bien, á su dicha.

-Y ¿vos gozáis mucho?

-Gozo, sí, viendo que puedo calmar el hambre del pobre, el dolor del enfermo, el triste desamparo del desvalido.

Margarita meditó un instante.

-Yo estaba agonizante, hundida en el mar, y me han traído aquí, y me habéis cuidado luego.

-Sacad vos misma la consecuencia.

-¡Oh! No, no.

Y Margarita se echó á reir fuertemente.

-No quiero que un ataque de nervios, una carcajada epiléptica, un instante de mal humor os arranque de ese estado en que os encontrabais, ni que hielen esa convulsión vuestros labios.

-¿Qué anheláis, pues?

Las dos jóvenes suspendieron por algunos instantes su conversación, hasta que Margarita exclamó:

-Y vos, Angela, ¿por qué habéis tomado por mí este gran interés?

-Porque mi corazón me dice que debo á todos mis hermanos protección y auxilio.

-¿Yo vuestra hermana?

-Vos.

-¡Yo, que debía ser vuestra rival!

-Ya sabéis que hace tiempo que para mí no podéis ser rival.

-¿Por qué?

-Porque desde el punto en que os vi esposa del hombre que yo había amado, ahogué en mi alma toda aspiración á ese amor y creí que solamente vos teníais derecho a su corazón en el mundo.

-¡Oh! Sois demasiado buena para ser creída.

-No me creáis.

-No puedo yo creer en tanta virtud.

-Esta no es virtud, o al menos no es virtud heroica.

-Pues ¿tan extraordinaria creéis la virtud que no apellidáis así á vuestra abnegación, á esa abnegación que me prestáis? dijo Margarita con cierta sonrisa escéptica y burlona.

-Padecéis de un grave mal, Margarita.

-¿De qué mal?

-De que la sociedad donde habéis vivido os ha infiltrado en las venas toda su ponzoña.

-¡Ja, ja, ja!...

Y Margarita se echó á reir.

-Sí, toda su ponzoña.

-Dura estáis al juzgar esa sociedad.

-No, sino muy blanda.

-Proseguid.

-Esa sociedad os ha dicho que la virtud es difícil.

-No me lo ha dicho; me lo ha manifestado con hechos evidentes.

-Más en mi favor. Os lo ha manifestado; convenidos.

-Y ¿qué?

-Que vuestra alma ha caído en el escepticismo.

-Piensa mal, y acertarás.

-Terrible palabra, que no es cierta.

-Es más fácil ver la luz que las manchas.

-No se ve más fácilmente la luz; se reparan más las manchas. La luz es natural, y las manchas son más raras. Por eso la virtud no nos maravilla, y sí el vicio.

-¿Aun queréis sacar de esto una doctrina en pro de vuestro ascetismo?

-Sea de ello lo que quiera, ¿no es verdad que de todo el mundo dudabais?

-Es cierto.

-¿No es verdad que la más leve acción la echabais á mala parte?

-Es verdad.

-Como el que tiene ictericia, que todo lo ve pálido.

-¡Angela!

-Y no hay nada más triste que esa creencia.

-Ya lo veo.

-Es el desencanto de la vida.

-Pero es buen sistema contra las ilusiones.

-¿Qué sería de nosotros sin la ilusión?

- ¿También defendéis la ilusión?

-Como la flor de la vida.

-Todo lo extraordinario y engañoso defendéis.

-No tal; todo lo que es cierto.

-¡Cierto eso!

-¿Os burláis?

-Tentada estaba de ello.

-Pues, sin embargo, no os estudiáis á vos misma.

-No hay en mí ni una ilusión.

-No puede ser.

-¿Por qué?

-Porque es imposible así la vida.

-¿Imposible la vida sin ilusiones?

-Sí.

-No atino con la razón.

-Pues sin duda es muy sencilla.

-Decidla.

-Porque vivimos más en el espíritu que en la naturaleza.

-Sobrado metafísica estáis.

-Me explicaré. El tosco sentimiento no puede engendrar el amor, que es hijo del espíritu.

Margarita se encogió de hombros.

-¡Oh! Margarita, creed en la virtud -dijo Angela.

-Es muy difícil tal creencia para un alma como la mía.

-Y ¿no podéis comprender que el bien es más hermoso que el mal?

-Es cierto.

-¿No esperáis que si alguna vez, de buena fe, seguís el camino de la virtud y la amáis, acaso podéis encontrar la más grande y grata de las dichas humanas, la paz del hogar doméstico?

-Esa paz tan monótona...

-Esa paz, que yo no puedo gozar.

-¡Oh! ¡Yo, yo, sin mi esposo!

-¿Quién sabe si la Providencia os lo deparará?

-A mí, no. Me aborrece.

-Acaso os ame mañana.

Margarita se sonrió tristemente.

-No puede ser -dijo.

-Esperad.

-Me cree muy mala.

-Pues hay un medio de combatir su creencia.

-¿Cuál?

-Ser muy buena.

-Ya no es posible. Mi corazón sólo vive para la venganza, para el odio.

-Os engañáis.

-Ahora mismo estoy maravillada de la calma de mis pasiones.

-¿Lo veis?

-¿Qué?

-Que la virtud se aprende también con la enseñanza práctica, positiva; con el ejemplo.

-No creo tal.

-En esta santa casa de caridad os encontráis más tranquila y más serena.

-Es verdad.

-No de otra suerte que se respira mejor en un jardín, en una selva, que en un lugar fétido y pantanoso.

-Mas creo que esta serenidad proviene de que el dolor y la enfermedad han embotado mi alma.

-No, no; proviene de que habéis visto que hay en el mundo seres que se interesan por sus hermanos, seres que os aman.

Margarita lanzó una carcajada epiléptica.

-Sí -prosiguió Angela-: habéis visto que la caridad existe, que existe la abnegación y el sacrificio; habéis visto que hay en la tierra aún muchos seres buenos; habéis visto que la Providencia reside en el cielo y dirige toda la vida. Eso lo habéis visto prácticamente, de una manera positiva, cierta, indudable, como veis ahora el rayo de luz que penetra por esa ventana. Dios, sí, os ha iluminado; Dios, que nunca abandona á sus criaturas; Dios, que vive y reside en la conciencia pura, en la conciencia límpida y serena que refleja el cielo.

-¿Venís á predicarme á mí? ¡Cómo os engañáis! ¡A predicar á quien tiene ya pasadas en cuenta todas esas cosas, y sube su valor; a quien alcanza lo que son esas gazmoñerías; á quien no se deja engañar de frases huecas ni de apariencias mentidas, que engañan ciertamente, no á mí, no, al vulgo que tiene ojos y no ve, que tiene oídos y no oye!

-Margarita, os comprendo. Queréis rebelaros contra el influjo de lo mismo que sentís en vos; queréis ahogar el germen de la virtud, próximo á brotar en vuestro corazón; queréis sumir vuestra alma en un mar espesísimo de tinieblas; queréis precipitar vuestra vida en su antigua cárcel, y ya es imposible, porque habéis visto el bien, y ha herido vuestros ojos, y ha cautivado vuestro corazón.

-¡Insensata arrogancia! ¿Creéis que cuatro palabras, cuatro mimos, las flores con que envolvéis el áspid, el brillo del puñal, pueden ocultarme la mordedura, pueden dorar la puñalada? No, no; destila sangre, ¡ay! sangre de mi corazón, sangre que salpica vuestra frente.

-Nunca lo hubiera creído, nunca, si no os escuchara.

-Creíais haberme ganado para el cielo, para ese cielo en que vos creéis albergaros; pues os engañáis.

-No me albergo en ningún cielo. Mísera mortal, vivo también aquí en la tierra sujeta á todas las debilidades de los mortales.

-Justo -exclamó Margarita con sardónica sonrisa-: hasta estáis sujeta á la debilidad de amar á mi marido.

Angela alzó al cielo las manos y los ojos. Una lágrima surcó su mejilla. Una nube de tristeza pasó por su frente; y después de mirar con gran compasión á Margarita, salió de la estancia, exclamando con un acento profundamente conmovido:

-La dejo abandonada á sus remordimientos. Ya debe tener remordimientos.




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- XLIX -

Margarita se quedó, en efecto, como había dicho Angela, abandonada á sus remordimientos. Sentir remordimientos, podía ser una prueba de que la razón y la virtud habían triunfado en aquella ciega y empedernida alma. El dolor puede ser el mensajero de una gran revolución en el espíritu. Si las palabras y el ejemplo de Angela no la movían á un pronto arrepentimiento, Margarita estaba perdida sin remedio. ¿Será más contagioso el mal que purificadora la virtud? ¿Una joven pura no podrá estar en un lupanar sin mancharse de barro, y una joven impura podrá estar en medio de la virtud sin sentirse inspirada de un anhelo á la perfección, ó al menos de un dolor punzante por su pasada vida? Yo no creo, no puedo creer eso. Creo que el ejemplo de la virtud puede mucho en las almas; creo que estamos obligados á ser buenos, á cumplir con todos nuestros deberes, no sólo por ser ley de Dios, ley de la conciencia, deber riguroso y no bien tan amable en sí y tan dulce, sino también por no dar ni malos ejemplos ni malas enseñanzas á los que nos rodean y viven de nuestra misma vida.

Por esto creo con firmeza que aquella atmósfera de virtud, aquella luz que hería la frente de Margarita, aquella voz, el alma de Angela, que purificaba el aire, debían purificar también el alma, el pensamiento, el corazón de Margarita, no de otra suerte que los gases por el día desprendidos de los árboles oxigenan la atmósfera.

En efecto: al irse Angela, Margarita sintió deslizarse como una culebra en su pecho el frío remordimiento, que, clavándose en sus entrañas, se las partía, las devoraba, como suele suceder, mal de su grado, á todos los que alguna vez han sacrificado en aras del crimen aunque no haya sido más que un día de su vida.

Margarita comenzó á recapacitar allá en lo interior de su mente, y pensó que era muy cruel con Angela. ¿Quién la había dos veces libertado de la muerte? ¿Quién la había asistido como un ángel á la cabecera de su cama? ¿Quién había derramado el rocío de las lágrimas en aquella vida seca y gastada? ¿Quién la había seguido y había velado por ella cuando, sola, pobre, abandonada, no tenía á su alrededor ni una persona que velara por su tranquilidad y por su paz? Todas estas ideas se levantaban en su alma obscurecida, como esas estrellas que aparecen á través de las ráfagas de la tempestad, ó de las nubes que manchan y obscurecen un cielo azul, brillante y puro. Mas en el alma de Margarita las nubes eran tantas, la obscuridad tan espesa y tan horrible, que bien puede decirse que no había esperanza de que el alba pura de la luz amaneciese en sus horizontes.

El remordimiento, sólo el remordimiento podía ser parte á salvarla. Si no sentía dolor, estaba perdida, completamente perdida. Y, en efecto, Margarita se dolía de haber insultado á la pobre Angela. ¡Insultarla! Angela era á todos los ojos el numen misterioso y divino del bien; Angela era la personificación del bien; Angela era la imagen purísima del sacrificio; Angela era un ideal de virtud.

Margarita, en fin, dejó caer la cabeza sobre el pecho, y lloró amargamente, amarguísimamente. Aquel lloro podía ser como la lluvia del cielo, que descendía sobre sus alteradas pasiones; aquellas ideas, como el iris que se dibuja entre las negras y pavorosas nubes.

El remordimiento es un aviso del cielo, un anuncio de que en el alma del criminal hay conciencia. Un remordimiento era el primer despertar de la razón en el espíritu de Margarita; el primer albor de espíritu en aquella organización. Así, cuando Margarita sintió este dolor del corazón, esta aguda espina que le taladraba el alma, sintió también que se había transformado su vida. Ella, que había vivido en medio de los placeres; ella, que había ideado las más grandes emociones; ella, que había seguido una senda de perdición, sin sentir ni el asomo de un remordimiento, verse dolorida y afligidísima, era, en verdad, un milagro, una maravilla. El primer impulso de Margarita fué de rabia, de ira, al sentir aquella extraña impresión en su alma; el segundo movimiento fué de exaltadísimo dolor. Inclinó la cabeza sobre el pecho, y se dió á llorar amargamente. Este lloro, que salía de lo más profundo de su alma, era como la ráfaga de la tempestad que purifica el cielo. Su conciencia, más clara, más luminosa, más transparente, se levantó al cielo y absorbió su luz. Después de este lloro, una tranquilidad verdadera fué el estado de Margarita. Sin embargo, las pasiones no abandonan de una vez su presa. La ira volvió á rugir en aquel corazón despedazado. Se avergonzó de haber llorado, se acordó de quién era, paseó su mirada por aquella estancia; el fiero orgullo se posesionó de su alma, y sacudió como un sueño aquella leve sombra de arrepentimiento. Pero en este mismo instante se abrió la puerta y apareció, Angela. Traía un cordial en la mano derecha, un ramo de flores en la izquierda, una sonrisa plácida en los labios, una alegría infinita en los ojos.

-Os he oído llorar y vengo á veros.

-¡Angela! ¡Me habéis oído llorar!

-Sí, sí. Os he oído llorar, y me alegro.

-¡Os alegráis de mis lágrimas!¡Ese es vuestro sentimiento!

-¿No sabéis que las lágrimas son un rocío del cielo?

-Amargo rocío.

-No; que desahogan el alma.

-Eso es cierto.

-Si yo no hubiera llorado muchas veces, acaso ahora no sería...

Margarita suspiró. Toda la rabia que en su alma ardía se apagó al dulce soplo de la palabra de Angela.

-Margarita, Margarita mía -dijo Angela acariciándola,

Margarita dejó caer la cabeza en el seno de Angela, y comenzó á llorar amarguísimamente.

-Sí, sí. Llorad, llorad, Margarita.

-¡Oh! Soy muy mala, muy mala.

Angela, cuando oyó estas palabras, se postró en el suelo, plegó sus manos, y una oración se levantó de su alma.

-Ya sois buena, Margarita, ya.

-¡Oh! No, no.

-Sí, Dios ha tocado en vuestro corazón.

Margarita volvió la cabeza con indolencia, y dijo:

-Para mí no hay esperanza.

-Sí; Dios nunca abandona á los suyos.

-¿Nunca?

-Nunca.

-Y ¿yo soy de Dios?

-Como, la última de las criaturas.

-Y ¿yo voy á perder mi naturaleza?

-No; esas pasiones agitadas se tornarán en tranquila felicidad.

-¡Ah! Abandonada de todos...

-No, no. De mí no.

-¡Abandonada de Eduardo! Este nombre hirió el corazón de Angela. El amor volvió á recordarle todo lo que Eduardo significaba para ella. Sin embargo, haciéndose superior á si misma, exclamó entusiasmada:

-¡Eduardo volverá á vuestros brazos!

-¡Oh! ¿A mis brazos?

-Sí, sí.

-¿Quién me lo asegura?

-Yo.

-Luego ¿sabéis dónde está Eduardo?

-No lo sé.

-¡Oh!

-No lo sé.

-¡Y entonces!

-A una Hermana de la Caridad está abierto el mundo.

-¡Angela, Angela!

-Sí, el mundo entero recorreré yo para haceros feliz.

-¡Dios mío! Y ¿por qué?

-¡Oh! Por hacer bien.

-¿Sólo por hacer bien?

-Por redimir un alma, un corazón.

-Angela, admiro vuestro heroísmo.

-No es heroísmo el cumplimiento de un gran deber.

-¡Un deber! No atino cómo puede ser un deber.

-Lo es, porque yo he influido tristemente en vuestra vida.

-¡Tristemente!

-¿No me habéis libertado de la muerte? ¿No me habéis recogido aquí?

-Es verdad; pero he inspirado siempre celos y recelos á vuestro corazón.

-Eso es verdad.

-Celos que os habrán hecho padecer.

Entonces un remordimiento se levantó en el ánimo de Margarita.

-Yo también os he hecho padecer mucho.

-Sí. Pero erais inocente.

-¡Inocente!

-La causa del dolor de mi vida es Eduardo.

-Es verdad.

-Me amaba.

-Y ¿le amabais?

-Mucho.

Margarita se sonrojó de celos.

-Y ¿os abandonó? -dijo Margarita.

-Me abandonó a mi soledad.

-¿Padeceríais mucho?

-Pasaba mis días llorando, mis noches en cruel insomnio.

-Tenéis razón: ¡cruel!

-Cuando amanecía, me inclinaba en mi ventana y ponía los ojos en el horizonte.

-Y allí...

-Allí no apartaba la vista del mar.

-¡Qué ansiedad!

-Cada vela que descubría, imaginaba que era él; cada bote que se presentaba á mis ojos, creía que era el bote en que solía venir Eduardo.

-¡Qué crueles padecimientos!

-Para mí no había luz en el cielo, ni aire en la tierra. Yo me ahogaba.

-¡Y habéis resistido!

-Sin duda Dios hizo la naturaleza humana para el dolor, y por eso el dolor la vivifica.

-Y ¿continuáis queriendo á Eduardo?

-¿Queréis remover las cenizas de mi corazón?

-Os lo pregunto con fe, con deseo vivísimo de que me contestéis.

-¡Por Dios, Margarita!

-Sí, os ruego que me contestéis.

-Ya os he dicho que soy causa de vuestros pesares.

-No; son aprensiones que se van calmando y desvaneciendo.

-Pues bien: oid lo que siento.

-Sí, sí. Decidlo.

-Aun le amo.

-¡Santo cielo!

-Aun en mis ensueños veo su imagen; aun en mis delirios invoco su nombre. No he podido de ninguna manera domeñar estos sentimientos de mi corazón.

-¡Oh!

-Mi pasión vive hoy tan pura como el primer día que la sentí; yace tan inmaculada en el fondo de mi alma.

-¡Y decíais que no le amabais! -exclamó irritada Margarita.

-Nunca he dicho eso.

-Y decíais que deseabais mi felicidad, mi unión con Eduardo!

-Sí, la deseo vivamente.

-¡Es imposible!

-La deseo con todo mi corazón.

-¡Mentira!

-¡Margarita!

-¡Mentira! repito.

-¡Oh! Hemos vuelto á nuestro antiguo estado.

-Si le amáis, ¿cómo deseáis que yo vuelva á verlo?

-Porque en mí domina la razón al sentimiento.

-Entonces no le amáis.

-Ojalá fuera cierto lo que decís.

-No le amáis, porque si le amarais diríais: Antes que todo en el mundo, primero que todo, sobre todo, su amor.

-No puede sucederme eso que decís.

-¡Ah! Si le amarais, sentiríais un vacío inmenso, una paralización en la vida, un tormento, un horror al mundo, cuando él no estuviera á vuestro lado; renunciaríais á todo menos á su amor, sí, á su amor, sin el cual ni siquiera os sería posible concebir la realidad de la existencia.

-Pues, ¿por qué llevo este sayal? ¿Por qué en mi primera juventud me he encerrado en un convento? ¿Creéis, por ventura, que todo es virtud? No, os engañáis. Es mi desesperación la que me ha traído aquí; mi desesperación la que me ha separado del mundo; mi desesperación la que ha obrado en mí todos estos milagros; sí, la desesperación.

-No os comprendo, no os puedo comprender. ¿Por qué, si tanto le amabais, no le habéis seguido?

-Porque hay una cosa superior al amor.

-No hay nada.

-Os engañáis; hay el deber.

-Sí. Pero es tan fácil dejarse arrebatar por los impulsos del corazón...

-No cuando la conciencia grita y avisa dónde están los escollos y los peligros.

-¿Hay peligro en amar bien?

-En amar bien no le hay. En amar mal, en amar ilegítimamente, hay más que peligro, hay perdición.

-¡Qué leyes de moral tan estrechas!

-No lo creáis; son amplias, como el espíritu que se agita en lo infinito.

-Son una cadena.

-Ese es otro error.

-No veo ahí ni sombra de libertad.

-Hay que combatir en el mundo muchas preocupaciones. Se cree generalmente que la libertad consiste en dejarse arrebatar de las pasiones; no el que tal hace se doblega á la esclavitud más vil, á la torpe esclavitud de los sentidos.

-Pero el esclavo del deber...

-El esclavo del deber os libre. La libertad consiste en sujetarnos á nuestra propia razón.

-Admito esa explicación.

-Cuando nos sujetamos á nuestra razón no dependemos de nadie.

-Cierto.

Cuando no dependemos de nadie somos libres.

-Es verdad.

-La razón es nuestra misma vida, nuestra misma alma, nuestro espíritu, lo que hay más íntimo en nuestra naturaleza.

-Justamente.

-Pues bien: nuestra razón nos dice que cumplamos con nuestros deberes religiosos, morales y sociales. ¿No os dice eso vuestra razón?

-Sí, sí.

-¿Puede deciros otra cosa?

-No.

-Luego cuando os dejáis llevar de extraños sentimientos; cuando os dejáis llevar de las pasiones, caéis en la esclavitud.

-¡Es verdad!

-Y cuando seguís los consejos de vuestra razón, la voz de vuestra conciencia, sois libre, completamente libre.

-¡Triste libertad!

-No lo creáis. Prescindiendo de que sólo debemos amar la virtud por ser virtud; prescindiendo de que el amor desinteresado al bien es el verdadero amor; prescindiendo de todo esto, os digo que cuando el alma ha cumplido un deber, se queda plácida, serena.

-¡Oh! Acaso por no haber cumplido yo con mis deberes he padecido mucho.

-Sí.

-Acaso por haber emponzoñado mi vida se ha obscurecido en mí la noción de la justicia.

-Mirad, Margarita, el arroyo cuando corre límpido por la grama. Su clara linfa refleja el cielo.

-¡Ay!

-Mirad cuando la tempestad ó la mano del hombre lo enturbian. Entonces sólo se ve en sus aguas el polvo obscuro de la tierra.

-Eso es, eso es. Y ¿no podré aspirar al bien, no podré aspirar á salir de esta estrecha cárcel?

-¡Oh! -dijo Angela-: desde el momento en que deseéis ser libre, sois ya libre.

-Luego sólo basta desearlo.

-Desearlo con esa fe, con esa constancia que habéis puesto en las cosas del mundo; con ese mismo ardor que os llevaba á la intriga, á la corte.

-¡Deseos! Hace tiempo que no deseo nada.

-¿Ni volver á ver á Eduardo?

-¡Oh! Eso sí.

-¿Y si os dijera que sólo vuestra decisión por abrazar la virtud puede hacer que Eduardo os ame?

-Luego mis sospechas son verdad.

-¡Pobre Margarita!

-Luego son ciertas.

-Desprendeos de esas preocupaciones.

-Luego vos tenéis en vuestras manos el corazón de Eduardo.

-De ninguna suerte.

-Pues ¿cómo, si no, os atrevéis á decir lo que me habéis dicho?

-Me atrevo porque conozco el corazón de los hombres.

-¿Vos podéis volverme a Eduardo, y no lo hacéis, y aun aspiráis á que no os tenga por criminal?

-Margarita, no es posible hablar con vos.

-¿Queréis que oiga fríamente lo que estáis diciendo?

-No es posible hablar con vos. En seguida dais cuerpo á todas vuestras ideas, realidad á todas vuestras aprensiones.

-Pues ¿en qué os fundáis para decir que Eduardo volverá á mí?

-Me fundo en el conocimiento que tengo del corazón humano.

-¿En eso no más?

-En eso. Una de las faltas graves que cometemos, Margarita, es juzgar de todos las cosas, no por las leyes generales de la vida, sino por las impresiones del momento; fortuitamente, al caso.

-Y ¿sólo el acaso puede volverme á mi esposo?

-No.

-¡Ah! ¡Qué ilusiones!

-El corazón necesita de la paz.

-Es cierto.

-Pasado cierto tiempo en que la vida se agita y hierve, el hombre ama el descanso de la familia.

-Pero ¿cuándo le sucederá esto á Eduardo? -dijo Margarita.

-Cuando se haya convencido de que puede alcanzar esa paz en el seno del hogar doméstico.

-¡Oh! Mi corazón sólo desea ya esa tranquilidad.

-Pues vuestro corazón la tendrá.

-Angela, no me atrevo a creerlo.

-Creedlo, Margarita.

-Me lo aseguráis de una manera...

-Yo me he propuesto haceros feliz.

-¿Sí, Ángela?

-Sí. Quiero haceros feliz.

-Ya no es posible la dicha para mí.

-¡Ah! La dicha es cambiante, relativa; es según el estado del alma.

-Es verdad.

-Vos creísteis que la dicha estaba en el poder, en el oro, en la intriga.

-También es cierto.

-Os habíais engañado.

Margarita cayó en profunda meditación.

-Sí, os habíais engañado.

-Al volver de vuestro baile, ¿qué encontrabais en el corazón?

-Un vacío tan grande...

-Al penetrar en las intrigas, ¿qué os sucedía?

-Al pronto me aturdía; después lloraba.

-¿Y al encontraros tanta mentira, tanto engaño?

-Me desesperaba.

-De modo que nunca había verdadera tranquilidad en vuestro ánimo.

-Nunca.

-He ahí las consecuencias fatales de errar el verdadero camino de la vida.

-Es cierto. Habladme, habladme de la verdadera vida.

Después de una corta interrupción, dijo Angela:

-¿No habéis pensado alguna vez en la Providencia?

-Nunca.

-Y ¿cómo no os ha ocurrido esa idea en presencia de la Naturaleza?

-Me ha parecido que buscar la Providencia detrás de los hechos y de los fenómenos del mundo, equivale á la acción del mono, que cuando ve su imagen reflejarse en el espejo, la busca ansioso detrás de este mueble.

-¡Pobre y mil veces repetido argumento!

-Pobre será; pero á mí, una gracia de esa naturaleza me ha convencido siempre más que un libro largo y sesudo de alta moral.

-¡Parece imposible! Y este mal ha provenido en vos, no tanto de perversidad en el alma, como de ligereza en la educación.

-Lo que queráis, Angela. Mas todas esas cuestiones me rompían, el cerebro, y no tenía espacio de tiempo para tratar de ellas.

-¿Nunca habéis meditado cómo se sostiene esta máquina? De la muerte de unos seres proviene la vida de otros. La noche tiene sus misterios y sus seres predilectos, como el día. La onda salada del mar oculta millares de millares de seres, como la hoja del árbol, como el grano de tierra que pisáis indiferente. En una gota de agua nadan mil animalillos como en el inmenso cielo nadan mil luminosos astros.

-Y de todo eso, ¿qué deducís?

-Todos esos seres viven sostenidos por la Providencia. Cada uno tiene su ley, tiene su propio destino. El ruiseñor da voz al bosque; la cigüeña es sagrada porque devora los dañosos reptiles; la misma víbora, que parece asestar su aguijón contra el hombre, le cura mil enfermedades, y hasta en los accidentes más livianos de la Naturaleza se ve siempre brotar la vida y porque todos, los seres tienen un fin, y tienen instintos y medios á ese gran fin proporcionados.

-Y de todo eso, ¿qué deducís?

-Deduzco que la Naturaleza entera tiene sus modelos, sus tipos, en un principio muy superior á la materia bruta. La materia por sí sola no podría nunca producir esos seres; no, podría haber enlazado en suaves armonías y en leyes todos los diferentes objetos esparcidos en los espacios.

-Pues si no produce seres la materia, ¿qué es el grano de semilla que cae en la tierra?

-Tenéis razón; pero esa unidad maravillosa que en la creación se encuentra, debe ser obra de una razón superior á la materia, de una razón divina. La materia puede reproducirse ciegamente; pero no puede producir la ley, no puede producir la armonía, no puede producir la unidad de tantos principios discordes y tantos elementos contradictorios; la materia para ese fin es de todo punto impotente.

-Tenéis razón.

-¡Ah! Sí, vos convenís conmigo. ¿No es verdad que es muy hermoso ver que Dios en los países cálidos ha puesto frutos frescos, regalados, árboles frondosos, y al revés en los países fríos? ¿No es verdad que es muy hermoso considerar que esos mundos giran por millones de millones en los espacios, y no, entrechocan nunca? ¿No es verdad que es hermoso levantar la hoja de un árbol, y encontrar allí seres que nadan en el océano de la vida, como en las arenas, como en las gotas de rocío, seres que contribuyen todos al plan inmenso de la creación, de la Naturaleza?

-Es verdad, es verdad.

-Y cuando se ve todo, esto, el alma que piensa, el alma que ama, como el ave que desde su nido se levanta al cielo, abre sus alas y se pierde amorosa en el éter de lo infinito y de lo eterno, y se rinde en presencia de Dios, y arrobada lo adora.

-¡Dios mío! No puedo sufrir este vértigo; no puedo sacudir el efecto de la palabra de esta mujer; la sigo, me arrastra en pos de sí. ¡Dios mío, Dios mío!

-Sí, sí, Margarita: creedme. Yo he visto la Providencia en todos los actos de mi vida; yo he visto su mano en todas las páginas de mi historia.

-¡Oh! ¡Vos tan desgraciada!

-¡Yo tan desgraciada!

-¿De vuestras mismas desgracias concluís la verdad de la Providencia?

-Sí, de mis propias desgracias.

-Hablad.

-Yo amé demasiado á un hombre. Para mí no había ni mundo, ni cielo, más que su amor; egoísmo punible y egoísmo castigado.

-¿También el amor puro es falta?

-Sí.

-No lo comprendo.

-Me explicaré, Margarita, me explicaré.

-Hablad, hablad. Os lo ruego.

-Dios no quiere que nos encerremos dentro de la mezquina corteza de nuestra personalidad. Así como de tantos seres dispersos en las escalas de la creación, Dios saca la vida y la armonía de tantos corazones como ha puesto en el mundo, quiere Dios también que salga la felicidad para todos los hombres.

-Y ¿vos habéis faltado con amar á eso?

-Sí; había faltado. Creía que Dios me había dado mi voz para regalar el oído á Eduardo; mi imaginación, para bordar de flores su vida; mi pensamiento, para iluminar su existencia; mi corazón, sólo para él con todos sus sentimientos.

-Y ¿en eso faltabais?

-Faltaba gravemente, porque no recordaba que había en la tierra otros seres; porque había llegado á encerrarme en la concha dura y egoísta de mi amor; porque había guardado todos mis sentimientos para un solo sér en el mundo.

-Y vuestra Providencia...

-Y mi Providencia, arrancándome al amor de Eduardo, me castigó dura pero merecidamente.

Margarita levantó los ojos al cielo, como maravillada de lo que oía.

Me castigó, sí porque me hizo ver que mi vida era para más altos fines; que mis sentimientos debían caer como la lluvia del cielo sobre muchos seres; que encerrar en estrecho circulo la vida profunda, inmensa como el Océano, es un delirio; que amor egoístamente como yo amaba, es un crimen. He sentido en mis penas la mano de la Providencia, que me apretaba el corazón; he padecido, he llorado y acato sus decretos.

-Nunca se me habían ocurrido á mí esas ideas.

-¿No habéis visto la mano de la Providencia en nuestra vida?

-No. Sólo he visto casualidades.

-¡Quién lo creyera! Pues ¿queréis que yo os la muestre?

-Mostrádmela.

-Os casasteis por capricho con Eduardo.

-Es verdad.

-La Providencia os castigó á amarle.

-También es cierto.

-Amabais sobre todo el poder, el valimiento en la corte.

-Sobre todo. Mandar era toda mi gloria.

-En el día en que más podíais ufanaros con esa gloria, os la arrebató la Providencia de las manos.

-¡Justo cielo!

-Invocad, invocad su justicia.

-Proseguid, proseguid, Angela.

-La intriga había sido la trama de vuestra vida.

-Es cierto, aunque me cueste rubor el decirlo.

-La intriga era el hilo con que caminabais por la sociedad, por el mundo.

-¡Oh!

Y Margarita mostraba cierto disgusto.

-Veo que os disgustáis. Suspenderé mis observaciones.

-No, por Dios, no. Proseguid, proseguid en ellas. Os lo, ruego.

-Prosigo. La intriga era toda vuestra vida.

-Es verdad.

-Pues la intriga os llevó á un profundo calabozo, á los pies del verdugo.

-No me lo recordéis.

-La mujer á quien habíais herido en el alma robándole su amor, yo misma, os salvé.

-Sí, sí.

-Aquella salvación, que podía haber sido fuente de goces inexplicables, emponzoñó vuestra existencia.

-Aun siento la ponzoña en mis entrañas.

-Os abandonó el esposo que amabais. Perdisteis el poder, que había sido toda vuestra ambición; el hilo de la intriga os arrastró por despeñaderos y abismos; vuestras riquezas se disiparon. Vos fuisteis á agonizar en un miserable jergón, y de precipicio en precipicio fuisteis á dar en el suicidio. ¡Tremendos castigos, lógicos, señora, en vuestra tremenda vida!

Margarita lanzó un grito de horror, y dejó caer la cabeza sobre el pecho bajo el peso de un pensamiento que no podía soportar.

Angela guardó por largo tiempo silencio. Margarita, después de breve pausa, levantó la cabeza, fijó los ojos en Angela y dijo:

-Me habéis revelado un mundo y un cielo.

-Sí, Margarita, sí.

-Me habéis mostrado que esta vida, que yo había creído una sombra que la fortuna dibujaba sobre el abismo de los tiempos, tiene también su Providencia.

-Sí, Margarita; tiene Providencia el vil gusano, y ¿no había de tenerla y de sentirla el hombre, el sér por excelencia en la escala de la creación?

-¡Oh, Dios mío! Y en el camino del bien, ¿no me auxiliará la Providencia?

-Sí, os auxiliará Margarita. Del borde obscuro del suicidio habéis venido aquí.

-Os he encontrado para mi bien, Angela.

-Es necesario que los muchos dolores que habéis sufrido hayan despertado vuestra alma.

-Sí, la han despertado para contemplar á Dios.

-¡Margarita!

-Y para reconocer que sólo en la virtud está el, bien.

-Esa, esa es la verdad.

-Y para esperar confiada en que Dios abrirá sobre mi la mano de la misericordia

-Sí, si.

-Y para amar, Angela.

Margarita se arrojó en brazos de Angela, y ambas permanecieron largo espacio llorando, como dos amigas, como dos hermanas que se encuentran y se hablan después de larga ausencia.

-Seremos felices.

-Sí, no lo dudéis.

-Yo, Angela, desde este instante sacudo todas mis preocupaciones.

-Sí, sacudidlas como un sueño.

-Buscaré en el bien la vida, la felicidad.

-Únicamente ahí se encuentra.

-Os imitaré á, vos.

-A mí, no. Imitad á, Dios.

-¿Cómo?

-Siendo buena, justa, benéfica cuanto podáis; poniendo siempre los ojos en ese ideal de virtud escrito en vuestra conciencia.

-¡Oh! Lo seré.

-Descansad un poco de las emociones que os ha producido este largo coloquio.

Y, en efecto, Margarita se durmió como un niño, con el sueño tranquilo de un ángel.




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- L -

Desde este día, el sér de Margarita se transfiguró. Aquella dama veleidosa, fué constante; aquella dama ambiciosísima, fué humilde; aquella dama intrigante, fué circunspecta; aquella dama, entregada á todo el revuelto y rudo torbellino de sus pasiones, fué severa, serena, justa; aquella dama que odiaba á la humanidad, fué caritativa; aquella dama, escándalo un tiempo de la corte, fué un modelo de virtud.

Sus penas, sus aflicciones, la lección que la Providencia le daba en toda su vida, la voz amorosa de Angela, sus ejemplos prácticos de virtud, movieron de tal suerte el corazón de la joven á la dulce esperanza, á la bondad, que aquella tumultuosa conciencia de Margarita, entregada al combate de tantas pasiones, se tornó serena, reflejando en su anchuroso seno todos los matices de pura virtud.

Inmediatamente que se sintió buena abandonó el convento y la compañía de Angela, y se fué á vivir modesta y humilde á su casa. Allí comenzó á trabajar, á coser, para ganarse el sustento. Las gentes que la habían visto en el seno de la opulencia, llena de vicios, y que la veían después en el seno de la miseria, resplandeciente de virtudes, la auxiliaban, y puede asegurarse que gozaba de una pacífica y tranquila pobreza. Se levantaba temprano; por su propia mano aseaba su persona y su cuarto; se desayunaba con una taza de leche; trabajaba hasta mediodía, á cuya hora iba siempre á comer con Angela, con su hermana, como ella la llamaba, al convento; por la tarde volvía á trabajar hasta muy entrada la noche, y después se dormía, para volver á la misma tarea.

Los domingos y días de fiesta auxiliaba á Angela en sus mil faenas, y por la tarde paseaban juntas en el jardín del convento, entregadas á sus pensamientos, á sus recuerdos, á sus esperanzas. Margarita, por lo mismo que había sido exaltada en sus vicios, era exaltada en sus virtudes. La misma perspicacia, la misma pasión, el mismo talento, quedaban en ella, pero encaminados á otros fines, no al vicio, sino a la virtud; no á la venganza, sino á la misericordia; no á perderse en el lodo, sino á levantarse en alas de su virtud al cielo. Así, todas las cualidades que para el mal tenía tan aguzadas se habían dormido, despertándose en ella la alta energía moral, que tan bella puede hacer la vida.

El ejemplo de Angela había sido un modelo de virtud práctica para Margarita; un ideal que había derramado en su corazón el amor al bien. Ya lo hemos dicho muchas, muchísimas veces. Debemos ser virtuosos, no sólo por nosotros, sino también por los que nos rodean. La virtud, como el sol, ilumina y fecundiza nuestra vida y la vida de nuestros semejantes. Cuando vemos seres que cumplen con sus obligaciones morales, que realizan su deber, que aman la virtud, prontos siempre al sacrificio, dispuestos á todo por sus hermanos; héroes que no se dan punto de reposo en llevar el pan del alma á los pervertidos, el pan del cuerpo á los desgraciados, involuntariamente sentimos que esa virtud, tan exaltada y tan grande, alumbra con sus rayos nuestros ojos, nuestra vida, y penetra con su dulce calor nuestro corazón y nuestra voluntad. Así, el alma de Margarita, entregada sin norte y sin rumbo fijo á todos los embates de sus pasiones, bajo el influjo del alma de Angela, á su dulce amor, había florecido como la tierra en primavera florece al ardiente beso de fuego que le imprime el sol.

Angela se había propuesto hacer la felicidad de Margarita. Por lo mismo que había sido su rival, deseaba su bien, su ventura; por lo mismo que la había redimido de la esclavitud del vicio, la amaba con entusiasmo. Veía Angela en Margarita una obra suya, y se gozaba en contemplarla, como el artista contempla la hermosa escultura que se levanta en el mármol á los golpes de su cincel.

Sí, era el alma de Margarita, hasta cierto punto, la creación de Angela. El soplo de la Hermana de la Caridad había penetrado en aquel corazón, tornándolo pacífico y sereno; su vida había sido el modelo de la vida de Margarita; sus acciones, la norma de aquella mujer, que, encenagada como el insecto en el lodo de la sociedad, tomaba alas como de mariposa para volar y cernerse en los infinitos espacios, merced al dulce aliento de Angela.

Así, ésta lo que deseaba era dar á Margarita todo el bien posible, devolverle la felicidad perdida, lograr que Eduardo tornase á caer en sus brazos, aunque los celos partieran en mil pedazos su amante corazón; que el sacrificio era como la gran necesidad del alma de Angela, centellante siempre de amor y de entusiasmo.




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- LI -

Mas ¿qué había sido de Eduardo? Huyendo de la sombra de Margarita, se había refugiado en un buque francés. Una vez disfrazado, y seguro de no ser conocido, había pretextado que causas políticas le movían á separarse de su patria. El buque francés le acogió bajo su pabellón, llevándoselo á Francia. Ya en París, Eduardo conoció que allí su vida había de ser muy precaria, muy triste. Además, la vida para él era una pesada carga; necesitaba olvidarse de sí mismo. En esta sazón ardía la guerra en Africa. Los franceses enviaban una de sus numerosas expediciones contra los bárbaros de aquella ardiente región, hermana nuestra en otro tiempo, hoy abandonada de nosotros.

Además, la guerra, el ruido de los combates, la vida en aquellos ardientes climas, los espectáculos á que no estaba acostumbrado, el hambre, la sed, la muerte misma, eran para Eduardo como una esperanza, porque necesitaba desasirse del recuerdo de borrar las dos imágenes que en su pensamiento le seguían, le acompañaban á todas, partes, sin dejarle nunca, Angela y Margarita, como dos palabras que resumían toda su vida, como los dos límites de su horizonte, como las dos pasiones de su corazón, como la luz y la sombra de su conciencia, como la lucha del bien y del mal, que extiende su dominio sobre todo el espíritu y sobre toda la naturaleza.

Eduardo logró su objeto: entró en el ejército de Africa á combatir, á, pelear, á olvidar.

Era una hermosa mañana de Mayo. El sol se levantaba por los límites del horizonte, resplandeciente de hermosura. El cielo estaba riente, azul, sereno, sin nubes. Las costas del Mediterráneo desplegaban un mar de verdura sembrado de flores; las aguas tranquilas reflejaban la luz límpida y grata del cielo. Varias naves francesas se dirigían á las costas de Africa, y levantaban sus anclas, y recogían en sus velas, blancas como la espuma, las amorosas brisas. Las naves llevaban nuevos refuerzos de gente para la guerra de Africa. Se componían estos refuerzos de gente joven, alegre, intrépida, que iba á la guerra como los caballeros de la Edad Media á, sus torneos.

Los labios todos elevaban una canción de despedida á la Francia, á la amada patria, á la nación que se perdía como una ilusión querida entre los velos del celeste horizonte y las aguas de los mares. El deseo de la gloria, el amor á la patria, la ambición, el anhelo de guerrear, todas esas pasiones que tanto engrandecen el corazón humano, pasiones madres de las portentosas hazañas, vibraban en aquel cántico sublime de tierna y dulce despedida á la patria. Con ese arte propio de los franceses, los cuales rara vez olvidan que el mundo es un gran escenario y el hombre un gran actor, los brazos de todos aquellos jóvenes se abalanzaban á la ribera con entusiasmo semejante al de un corazón joven que deja sus prendas, sus primeros amores. Entre esta explosión de entusiasmo, sólo había un joven que nada decía, que no hablaba, que no lloraba, que no cantaba, que se sonreía amargamente en medio de tan general entusiasmo.

Estaba sentado sobre cubierta, con la cabeza apoyada en la mano, viendo indiferente el espectáculo de tantas y tan entusiastas pasiones. Cuando la tierra se perdió entre los pliegues del horizonte; cuando sólo se veía el mar y el cielo, un silencio solemne siguió á la tempestuosa y exaltada alegría. La presencia de lo infinito que el hombre ve en el mar y en el cielo, le obliga á recogerse en sí mismo, á meditar como bajo las bóvedas elevadas. y sublimes de un majestuoso templo. Uno de los jóvenes que más entusiasmo habían mostrado se sentó junto al joven meditabundo, que era Eduardo, y le dijo:

-Vos no habéis cantado ni llorado.

-No dejaba nada ni nadie en Francia.

-¡Triste suerte!

-Muy triste.

-Pero al menos recordaréis alguna persona.

-Nada, nada me queda en el mundo.

-¡Parece imposible!

-Si como me separaba de las riberas me separara de la vida; si como me entrego á este mar tranquilo y azul me entregara al océano de la eternidad, sentiría la misma calma, la misma tranquilidad.

-¡Oh! Pues entonces...

-Sí, vais á preguntarme: Tu, que has muerto, ¿por qué usurpas el aire, el alimento, el espacio que pertenece á un vivo?

-No, ciertamente no.

-Lo confieso, no he tenido valor para morir.

-No desesperéis.

-Lo tendré para que me maten.

-Y ¿ni siquiera acariciáis una esperanza? -dijo su interlocutor á Eduardo.

-¡Una esperanza! -contestó éste-. Si hubiera una esperanza, ¿á qué me quejaría?

-Pues ¡qué! ¿tan solo creéis el mundo que no podáis encontrar en él ni un sér que os ame?

-No, nunca. No puede ser.

-¿Estáis loco?

-Tenéis demasiadas ilusiones, joven.

-¿Por qué?

-Porque os parece locura la desgracia.

-Sí, ciertamente. Me parece locura el haber renunciado hasta á la dulce esperanza de ser querido.

-Esa sería mi mayor desgracia.

-Explicaos.

-Lo sería inmensa.

-¿Tal vez vuestro amor mata?

-Lo habéis dicho en són de burla, y habéis dicho la verdad.

-¡Qué horror! Tenéis la imaginación poblada de espectros.

-Sí, mi amor mata.

-Quitaos esas aprensiones.

-He hecho infeliz á la mujer que ame, infeliz para siempre.

-¡Oh!

-He asesinado á mi esposa.

-¡Cielos!

-Queréis mayores desgracias? He arrancado la felicidad á un ángel, he arrancado la vida á una mujer.

-No me lo contéis.

-Es verdad. No deben saberse todos estos crímenes.

-Y ¿qué buscáis?

-Busco la muerte.

-La muerte, que tan fácilmente se encuentra.

-Ya os he dicho que no he tenido nunca valor para acabar mi vida.

-¡Desgraciado!

-¿Me compadecéis?

-Mucho, mucho.

-Soy, en verdad digno de compasión.

-Mas confiad en lo por venir.

-Para mí se han cerrado todos los horizontes.

-¿Quién sabe?

-No hay, no puede haber vida para mí.

-Sí, sí; Dios tiene en sus manos la misericordia.

-Pero Dios sólo puede descargar sobre mí su venganza.

El dolor que manifestaba Eduardo era tan grande, que el joven conoció que toda conversación le era importuna. Levantóse después de saludarle, y le dejó solo, abandonado á su silencio. Eduardo volvió á caer en sus profundas meditaciones.




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- LII -

Esta guerra de Africa tenía mucho de cruel. Dios ha querido que la civilización se riegue con mares de sangre y se fecunde con la vida del hombre. Como de la putrefacción de los cuerpos nacen nuevos átomos que llevan á otros cuerpos la vida, de estas continuas guerras y revoluciones nace indudablemente la sangre de toda nueva civilización. El hombre no ha dado un paso en la carrera del progreso sin estampar una huella de sangre, sin sentir un dolor, sin lanzar un quejido. Todo su camino triunfal por la tierra está sembrado de cadáveres, de ruinas, de espanto y desolación. Es su estrella, es su destino. No es posible creer, sin embargo, que la guerra sea eterna. Día llegará en que cese esta edad infeliz de la guerra. Entonces el hombre, lejos de convertir sus fuerzas contra el hombre, las convertirá a domeñar, y vencer, y sojuzgar más y más la Naturaleza. Mas hoy, para tratar con los pueblos que no quieren la civilización con los pueblos sumergidos en la abyección, en la esclavitud, en la barbarie, la Providencia no ha puesto en las manos del hombre más instrumento que la guerra, como un hierro candente con que se imprime en la conciencia y en la carne humana, sumida en las sombras de la esclavitud, la idea de su libre personalidad.

Pero estas guerras con pueblos bárbaros, con pueblos sumidos en odiosa esclavitud, son guerras bárbaras, son guerras crueles, son guerras sangrientas, de atroces venganzas. El infeliz que ve una raza superior ir, penetrar en sus chozas y arrancarlas de cuajo, penetrar en sus templos y herir sus dioses, cree que el enemigo sólo merece el exterminio. La carnicería que los bárbaros africanos hacían en aquellas gentes era terrible, era espantosa, era sangrienta. A su vez, el ejército europeo no daba un paso, no conseguía una victoria, no lograba una pequeña conquista, sin dejar por todas partes, en aquellos áridos arenales, sembrada la desolación y la muerte.

En tan tristes circunstancias, se pensó en llevar al Africa Hermanas de la Caridad, esos seres privilegiados que se ciernen, como los ángeles, sobre la desgracia y el dolor. Sólo sus almas de fuego podían sufrir los rigores de aquellos climas; solo su entereza podía andar entre aquellos campos sembrados de cadáveres; sólo su ardiente caridad podía servir para tantos y tan tristes hospitales. La Hermana de la Caridad corre al campo de batalla; recoge en sus brazos al herido; le detiene el alma cuando parece que se va á escapar del cuerpo; protege y salva muchas veces al infeliz soldado, y si acaso le ve morir, le auxilia en tan amargo trance, y derrama sus oraciones y sus lágrimas sobre los restos inanimados.

La necesidad que el ejercito sentía de estos ángeles de paz, era inmensa; necesidad siempre creciente. Así, las Hermanas de la Caridad, no sólo de Francia, sino de otros paires, llegaban al Africa á sostener aquel ejército, diezmado por la peste, el hambre y la guerra. Nada más tierno que ver, donde sólo se respira odio, el amor; donde sólo se ejerce la venganza, el espectáculo de la caridad y del amor.

Mas para ir al Africa se necesitaba una caridad inmensa. Un día se supo en Nápoles la aflicción en que estaba el ejército francés. Con tan tristes nuevas llegó una excitación para que las Hermanas de la Caridad que lo solicitaran fueran á esta guerra; pero sin que se las forzase a ello, dejándolo á su libre albedrío, á su voluntad, pues eran horribles las privaciones y los dolores que debían sufrir.

Angela se acercó á la Hermana mayor y la dijo:

-Yo quiero ir á Africa.

-¿Vos, Angela?

-Sí.

-¿Habéis meditado los peligros á que os exponéis?

-Los he meditado.

-¿Sabéis que allí es fácil que os sobrevenga la muerte?

-Lo sé.

-Y ¿sin embargo...

-Quiero ir, sí; quiero ir.

-¡Angela! Meditadlo bien.

-Me he decidido.

-¡Oh! Es demasiado vuestro celo.

-No lo creáis.

-Sí, demasiado.

-¿A qué he venido yo aquí?

-A socorrer á los necesitados, a los enfermos.

-Pues si he venido á eso, ¿cómo cumplo mejor mi destino?

-Socorriendolos.

-Y si cumplo mi destino socorriéndolos, ¿por qué no he de ir al Africa?

-¡Oh!

-Allí hay más desgraciados, pues allí es necesario mi auxilio.

-¡Abandonarnos!

-No hay remedio.

-¡Abandonar á tantos desgraciados!

-Por otros más desgraciados.

-¡A tantos pobres!

-Por otros más pobres.

-Pero vuestra naturaleza no puede sufrir esos rudos combates.

-Se quebrará y moriré.

-Eso es un suicidio.

-No, es cumplir mi deber hasta el fin.

-¡Vuestras Hermanas de Nápoles...

-Cuando yo dejé mi gloria por este trabajo, mi madre por este convento, no lo dejé para ceñirme con nuevos lazos, con nuevas ligaduras. Las rompí todas para ser el consuelo de los pobres y de los desgraciados,

-Angela, no nos abandonéis.

-¡Ah! Morir seres á millares y no poder yo socorrerlos, me parece imposible.

-Moderad ese ardor.

-Señora, deseo ir al Africa.

No hubo remedio. La Hermana mayor salió de la habitación donde Angela le pedía imperiosamente partir, y se encaminó á la enfermería del hospital. Pocos instantes después traía en pos de sí una gran turba de convalecientes, de enfermos de todas edades y sexos. Al entrar aquella muchedumbre y ver á Angela, comenzaron todos á llorar fuertemente y á decir estas palabras:

-¡No nos abandonéis -decía uno abrazando las rodillas de Angela.

-¡Por Dios!... -exclamaban otros.

-¿Qué va á ser de esta infeliz? -decían los más.

-¡Nuestro consuelo! -exclamaban varias voces en coro.

-¡Nuestro auxilio! -decían otros.

-¡Nuestro ángel! -exclamaban muchos.

-No, no os vayáis.

-Y ¿podréis dejarnos?

-Os seguiremos.

-Sí, sí, la seguiremos.

-¡Por Dios, Angela!

-¿No nos veis llorar?

Y todos la oprimían con sus ruegos, con sus gemidos, con su llorar.

-Ya lo veis -decía la Hermana mayor á Angela.

Ésta, de pie en medio de aquel grupo de desgraciados, con los ojos puestos en el cielo, trémulas las rodillas, sin poder apenas respirar, no fué dueña de sus emociones, y comenzó á llorar amargamente, lloro que fué acompañado por los sollozos y los gemidos de todos.

-Ya llora -decían unos.

-¡Ya no se irá! -exclamaban otros.

-¡Es imposible que nos deje!

-¿No es verdad que no te irás? -la decían los niños.

Angela movió la cabeza para hablar.

-No se irá, no se irá -decían todos gozosos, y los niños saltaban y se reían de contento.

-No, no os iréis. ¿No es verdad que no? -dijo la Hermana mayor.

-Esperad, esperad un instante. La emoción que siento no me deja hablar.

Y Angela continuó llorando amargamente,

-Os desafío á que os vayáis -la decía una pobre enferma que debía á los cuidados de Angela su existencia-. Sí, os desafío; mis hijitos se colgarán de vuestro cuello, y yo de vuestras rodillas, y no habéis de dar ni un paso.

-Dejadme hablar. La emoción que siento me ahoga. Si algún sacrificio hubiera hecho al abrazar esta vocación mía, el placer que siento en este instante lo hubiera ya compensado. No hay alegría comparable á, esta alegría; no hay placer como este placer. Yo, que he recibido helada las ovaciones de un público inmenso, no puedo ver vuestro cariño sin sentirme como transportada al cielo. Pero, hijos míos, el cumplimiento del deber es sagrado. Yo he hecho voto solemne de ir donde arrecie el mal, donde amenace el mayor peligro. ¿No son hermanos vuestros los soldados de Africa? ¿No son también infelices?

-Sí, sí.

-Y en este instante, en los desiertos de Africa, á los golpes de enemigas espadas, bajo los rayos de un sol abrasador, sin auxilio ninguno perecen; y ¿no he de poder yo ir á llevarles mis cuidados?

Todos callaron.

-Ya os veo vacilar. Ya veo pintada la compasión en vuestro rostro. Ya veo que vuestra misma conciencia os dice que debo ir á, proteger á vuestros hermanos. En los corazones de los infelices no cabe el egoísmo. Han sentido el dolor, y saben lo que es el dolor. ¿Consentiréis que en los arenales de Africa, sin recursos, perezcan muchos jóvenes que necesitarán sus madres, muchos padres que necesitarán sus hijos, muchos hombres que necesitará la humanidad?

-No, no -dijeron todos á una.

-¿Quién sabe las vendas que yo podré poner, la sangre que yo podré estancar, las heridas que yo podré cerrar?

-Muchas, muchas -dijeron todos.

-Además, hay otra razón, hijos míos, otra razón.

-Decidla.

-Se trata de civilizar pueblos bárbaros, enemigos de nuestra fe. Esos pueblos nos conocen tan sólo por la guerra, por la desolación que les llevamos, y nos aborrecerán. Es necesario que nos conozcan por el bien que hacemos, por los consuelos que derramamos en las almas. Así, viendo una Religión que inspira á las débiles mujeres valor bastante para atravesar el desierto y buscar la muerte sólo por socorrer á los infelices, á los desgraciados, sin mirar ni su religión, ni su patria, ni su culto, sino sólo que son sus hermanos, acaso sigan nuestras creencias y adoren nuestro Dios.

-Es verdad, es verdad.

-Y cuando yo, pobre de mí, trato de ir á salvar infelices, ¿vosotros, los infelices, os habéis de oponer? Cuando yo trato de socorrer la desgracia, ¿vosotros, desgraciados, vais á cerrarme el paso? No, no lo haréis; que en vuestros corazones hay amor á la humanidad, y en vuestra alma, hermanos míos, hay grandeza.

-¡No, no! -dijeron todos á una.

Angela les hizo una señal, y abandonaron la estancia.

-¿Lo veis, señora?

-Mucho siento que los hayáis persuadido.

-¡Por Dios! Dadme también vuestro consentimiento.

-Angela, mi razón os lo da, pero no mi corazón.

-¡Por Dios, señora!

-¡Abandonarnos!

-Mi alma no os abandona.

-¡Dejar á Nápoles!

-Aquí se queda mi corazón.

-¡Buscar una muerte segura!

-Habré cumplido mi destino.

-¡Angela!

-¡Hermana mía!

-Sois demasiado grande para la tierra.

-No hago más que cumplir con un gran deber.

-Deber penoso.

-Pero que es mi deber.

-¿Habéis pensado bien que el clima es mortal?

-Sí.

-¿Que las noches son frías y los días ardientes?

-Sí.

-¿Que el desierto puede ser vuestro sepulcro?

-Sí.

-¿Que un campo de batalla es terrible?

-Vos habéis estado en ellos muchas veces.

-Pero ¡cuánto he padecido!

-Egoísta.

-¿Me llamáis egoísta?

-Sí, pues queréis quitarme el lauro de esos padecimientos.

-No, nunca. Tomad mi bendición: que os proteja el cielo.




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- LIII -

Era el anochecer. El mar Mediterráneo rugía, como nunca, embravecido. Las olas, alteradas por el viento, se encrespaban y rugían, abriendo profundos abismos, pavorosos, tristes. El cielo cargado de nubes, aquel cielo tan hermoso, sólo inspiraba triste desconsuelo. Los marineros de un navío que se encontraba surto en el puerto de Nápoles se apercibían, sin embargo, á darse á la vela. En la orilla se ofrecía un espectáculo aún más triste. Una gran muchedumbre de gente, á juzgar por sus trajes pobre y desvalida, gritaba, llenaba con tristes lamentos el aire. En medio de aquella muchedumbre se veían varias Hermanas de la Caridad llorosas y tristes, y en el centro del semicírculo que estas Hermanas de la Caridad formaban, se veía á Angela, teniendo en sus brazos, medio desmayada, á una mujer vestida de negro, que era Margarita. Ésta había transformado completamente su vida, y hasta su naturaleza. A su antigua pasión había sucedido la calma; á sus vicios, la virtud. Su soberbia se había convertido en humildad, sus dudas en fe; sus celos y recelos por Angela, en una confianza completa. El bálsamo de compasión y caridad que Angela derramara en su corazón curó todas sus heridas, restañó su sangre.

Margarita, confiando en Dios, se entregó á una vida de privaciones, si triste, serena y tranquila. Recordó antiguas habilidades femeniles, ya casi olvidadas, y este recuerdo le valió para ganarse, aunque miserablemente, el sustento. Y en la práctica de la virtud y en el trabajo pasaba aquélla su pobre vida, antes entregada al vicio. Angela amaba en Margarita lo que el artista ama en su obra. Ella había sacado aquella alma obscurecida del seno de las tinieblas, y la había remontado al cielo. Ella había vertido el aroma de la virtud allí donde sólo existiera antes la ponzoña del vicio. Ella, en fin, había transfigurado con el rayo de luz de su conciencia el espíritu entristecido y obscuro de aquella infeliz mujer. Margarita sentía la partida de Angela como si se ocultara la única luz de su vida. Temía zozobrar abandonada á su corazón. Angela no la ocultaba que á su ardiente caridad unía el deseo de encontrar á Eduardo en los arenales de Africa, y de recordarle sus deberes domésticos.

-El cielo -decía Angela- me inspira este pensamiento; yo debo hacer tu felicidad. Sin embargo, Margarita lloraba, como lloraban todos cuantos rodeaban á aquel ángel de bendición. Lloraban por su próxima partida; lloraban por el aspecto que ofrecía el mar el día de esta partida. Todo era zozobra, todo espanto, todo terror. Los mugidos del viento, las embravecidas olas, el rugido de los elementos, parecían rechazar el sacrificio de Angela; parecían querer arrojarla lejos de su seno, para que no cumpliera este gran deseo de su corazón. Mas no arredraba nada á Angela. Tenía una idea tan grande, tan sublime, de la voluntad humana, que estaba convencida de que no puede ser ni obscurecida ni domada por la furia de los elementos. Aquel mar rugiendo, aquel cielo obscurecido, no la detenían, no la impresionaban. Sobre las ráfagas de aquella tempestad veía levantarse á Dios en toda su grandeza: Dios protegiendo á sus criaturas. Y bajo su amparo se entregaba á los furores del mar, como á los brazos de un amigo. Grande era el furor del mar; pero no era menos el eco de, los lamentos de tanta gente congregada para despedir á la pobre Angela.

Mas en esto se oyó una voz que dominaba todas las voces, un gemido que ahogaba todos los gemidos. Era la voz, era el gemido agudísimo de la madre de Angela. Esta pobre mujer, desolada, loca de dolor, de rodillas á los pies de su hija, quería detenerla para que no partiese en tan funesto día. Angela no podía contener su dolor, sus acerbas lágrimas, que le velaban los ojos. El corazón, herido, quería salirse del pecho. Sin embargo, dando un adiós profundamente dolorido, abrió los brazos, se dejó caer en la barquilla que le aguardaba y se entregó á la furia de los elementos.

Un clamor universal contestó á este arrojo de la heroica joven. Todos los labios prorrumpieron en oraciones, en gemidos. Angela llegó al navío que la aguardaba, tendió los brazos á la tierra querida, donde dejaba pedazos de su corazón, reflejos de su alma, y se perdió después en las brumas del horizonte. ¡Dios la bendiga! Va en pos de los desgraciados; va á derramar la fe en almas doloridas, oloroso bálsamo en cancerosas llagas morales, el bien y la salud en los pobres y en los enfermos. ¡Dios la protegerá!

El buque en que iba Angela se dió á toda vela al mar. Al principio, el viento que reinaba lo arrojó, con ímpetu y fuerza en su carrera; pero de tal suerte, que bien pronto se borró á, la vista de todos; la tierra se perdió entre las brumas del horizonte. El combatido leño prosiguió audaz su camino, desafiando el furor de los elementos, el embravecimiento de las ondas, el empuje del huracán. Al capitán habíale parecido una temeridad indisculpable lanzarse al mar, pero estimaba en más la honra que la vida; y por la honra, por su palabra, solemnemente empeñada, se había ido á luchar con las fuerzas ciegas de la Naturaleza. Nada más triste que luchar con un ser sin libertad, con un elemento que no conoce las consecuencias que pueden traer sus fuerzas. La lucha con el hombre es horrible, sangrienta, pavorosa; pero, al fin, un gemido del débil, una súplica, una lágrima, pueden mover á, lastima y caridad al corazón humano, que aun en sus más terribles raptos de odio siente y conoce, y puede arrepentirse; pero la lucha con un elemento implacable, que responde á un gemido con nuevos combates, á una lágrima con una ola, á un ruego con su silencio y la continuación incesante de su furia terrible y pavorosa; la lucha con un elemento furioso y ciego, es negra como la desesperación.

El capitán quería volverse á Nápoles cuando vió la temeridad cometida y la furia del mar; pero el empuje de los vientos había arrastrado muy lejos su barco, y no había ni posibilidad de volver, ni esperanza de encontrar un puerto. Acercarse á las riberas era terrible y difícil: terrible, porque aquellas ráfagas de viento podían estrellar el buque contra los peñascos, ó encallarlo en la arena; difícil, porque el viento en una sola dirección empujaba al buque, y ni los más grandes prácticos podían calcular en qué punto se podría hallar un buen seguro.

Aquella noche se pasó entre angustias. La esperanza del nuevo día se anidaba en todos los corazones. La esperanza es, en la vida moral como en la Naturaleza, el opaco reflejo del sol, que atraviesa y hiende las negras nubes. Pero el siguiente día vino, y más que día, asemejábase á la prolongación de la noche. El cielo, de color de pizarra, parecía la piedra inmensa de un gran sepulcro, que pesaba sobre la frente; el mar, alterado, embravecido, rabioso; las olas abriendo abismos y encrespándose en montañas; el viento desatando sus ráfagas en confusión horrible, y moviendo unas contra otras las ondas; restos de un naufragio flotando sobre las obscuras aguas, que parecían un líquido bituminoso; la blanca gaviota huyendo medrosa, y dando, al volar, espantosos graznidos, que parecían lamentos de moribundos recogidos por el aire; los marineros sin esperanza, los viajeros sin consuelo, la muerte dibujándose como un espectro en las aguas y en los vientos, pronta á lanzarse sobre su presa, á manera de los voraces tiburones que rodeaban el combatido barco; todo, sí, todo, en una palabra, era espantoso, tremendo, horrible. Parecía que Dios iba á, bajar á juzgar á sus criaturas, y que al tocar con el borde de su manto los mares y la tierra, los había desconcertado, precipitándolos en su total descomposición y ruina. Parecía que se habían apagado el sol y las estrellas, y que sólo sus pavesas alumbraban el mundo. Parecía que el mar, saliéndose de su centro, se despeñaba en la inmensidad de la tierra, como la catarata de caudaloso río. Parecía, en fin, que para todos los que en aquel barco iban se abrían de par en par las puertas de la eternidad.

El mismo horror que como negra sombra se extendía por los mares, se extendía también sobre el lívido rostro de los infelices destinados al largo suplicio de sufrir aquella tremenda tempestad. Unos temblaban de pavor, de miedo, delante de la muerte, y rechinaban de rabia los dientes, como disputándose á brazo partido su presa, á la eternidad. Otros lanzaban lamentos, súplicas á los aires, como si creyeran que el mar iba á oir sus quejas. Algunos, que acaso no habían orado nunca, de rodillas, con las manos plegadas y los ojos arrasados de lágrimas, pedían misericordia. Todos estaban igualmente doloridos e igualmente temerosos. Las madres cogían á sus hijos y se rodeaban de todos ellos para morir abrazados, de un solo golpe, y lograr ir todos juntos a la eternidad. Algún corazón amante se acordaba en aquel tremendo trance de su amor, y se indignaba contra la muerte, porque iba á robarle, tan sin razón, el logro de su deseo. Iba una joven desposada, que el ansia de ver á su esposo la había decidido á lanzarse al mar; una mujer que iba á encontrar á su marido, que había llorado muerto; unos pobres jóvenes que se amaban tiernamente, y parecían mas tranquilos que los demás porque el naufragio los había sorprendido juntos, y esperaban darse un beso de amor, aunque fuera bajo el sudario de las frías ondas; una madre, con un pequeñuelo al pecho y tres niñas á su alrededor, lanzaba miradas horribles al mar y á los vientos, como el águila que ve que le van á robar sus polluelos, y todo en el navío era consternación infinita, lamentos, dolores; lucha terrible del hombre con la Naturaleza, de la vida con la muerte; lucha, en que sólo se ven los encantos de la existencia y el negro terror de la negra muerte; lucha indescriptible, más atroz que la misma tempestad.

En medio de una universal desolación, sólo una persona se mostraba serena y resignada: Angela. El embate de las olas, como el embate de las pasiones, se estrellaba á sus pies. El temor á la muerte no se dibujaba en su rostro. De rodillas sobre cubierta, con los ojos puestos en el cielo y el pensamiento en Dios, veía serena acercarse el instante fatal de la muerte. Para ella, la muerte no era más que una transformación gloriosa de la vida. No se forjaba ilusiones, ni trataba de ocultar el mal á sus ojos. Convencida de que iba á caer la negra noche del sepulcro sobre su frente, doblaba resignada la cabeza. Volvía los ojos al mundo, á su vida asada, y encontraba que había hecho todo el bien posible, y, por consiguiente, se preparaba á sumergirse en el mar con la misma tranquilidad que el niño en el sueño.

La muerte puede ser terrible para el que no ha cumplido su destino en la tierra; para el que ha mirado con indiferencia la suerte, de sus hermanos; para el que no ha hecho bien, alguno, y encerrado en su duro egoísmo ha visto pasar, como fantasmas de una linterna mágica, los dolores humanos, sin consagrarles ni lágrimas ni consuelos.

Pero el que ha vivido, con la vida de todos, el que ha repartido su corazón y su inteligencia entre las gentes, el que nada, se ha reservado para sí, contribuyendo con su vida á la vida de todos, al morir sabe muy bien que los tesoros de su vida que ha derramado en la tierra no se evaporarán, sino que de la misma suerte que el resplandor del sol desde el frío ocaso tiñe los horizontes con sus resplandores, y dora con sus rayos la luna y las estrellas, esa vida prodigiosa, repartida en obras de caridad, en la predicación de grandes ideas, en el culto á las artes, dorará con sus rayos y vivificará con su esencia muchas generaciones, tal vez más numerosas que las estrellas del cielo.

La muerte no debe ofrecerse á nuestros ojos, ni como un amigo que acaba con toda nuestra existencia, ni como terrible enigma que devora nuestra vida. Ambas concepciones son falsas. El deseo de la muerte no puede existir en el corazón que se goza en vivir; pero el amor á la vida no debe llevarnos hasta desear la inmortalidad y la perpetuidad de nuestro sér en la tierra. Debemos mirar la muerte como una solución necesaria en el gran problema, de la vida, como un término forzoso del tiempo, como un tránsito necesario á otra vida, como un punto entre el tiempo y la eternidad, que separa dos mundos, y que á un tiempo vierte su luz en esta nuestra existencia y en las sombras espesas del sepulcro; porque al fin la muerte es tan natural como el mismo nacimiento.

Angela en estas circunstancias supremas, como en todas las de su vida, se olvidó de sí para acordarse de los seres que le rodeaban. A todos se dirigía y á todos hablaba. Su imaginación, sin curarse del estrépito de los elementos ni de los abismos que se abrían á sus plantas, pintaba con arrebolados colores la muerte. En aquellos instantes, el ruido de los elementos era como una gran sinfonía que acompañaba la voz de Angela, dulce, y consoladora como un cántico. «¡Morir! ¿Qué quiere decir morir? No moriremos, no, decía. Puede romperse en mil pedazos este barco, sepultarnos el oleaje que se embravece, devorar nuestro cuerpo esos monstruos que nos cercan; pero ni el mar con su inmenso furor, ni las tempestades, ni los terribles huracanes, pueden darnos la muerte.

»En este instante en que parece que se acerca el término de la vida, acordémonos de que la vida es inmortal; en este instante en que el dolor de la muerte se acerca, acordémonos de que ese dolor es transitorio; en este instante en que todo está sumergido en tinieblas, recordemos que Dios brilla, como el eterno sol del mundo moral, sobre las ráfagas de las tempestades. ¡Venga, venga la muerte! ¿Qué importa? Hemos hecho cuanto hemos podido por el hombre. Unos, con el trabajo y la industria os habéis perpetuado en la Naturaleza; otros, con el amor y la familia vivís presentes siempre entre los hombres; otros, por las grandes obras de caridad os perpetuáis en el bien que habéis hecho; todos, con la esperanza, podemos tocar el, cielo. No, desconfiemos, no desconfiemos. La muerte asusta más cuanto menos la miramos. Acostumbrados desde niños á ahuyentarla de nosotros como un fantasma, nos coge siempre de improviso. Debíamos, para ser perfectos y dignos, acordarnos que esta tempestad que ahora se desencadena la llevamos siempre en nosotros; que esta pálida muerte que ahora se dibuja ante nuestros ojos es como la dulce, aromosa esencia del cáliz de la vida.

»Preparémonos. La muerte es tan natural como la vida. Y todo lo que es natural no daña. En verdad, de esta muerte violenta podemos levantarnos al cielo. El insecto rompe el capullo el ave rompe el huevo, y sólo, así pueden tomar alas y, volar, y bañarse en el éter de la vida. Nosotros también somos esclavos; también nosotros estamos encerrados en una cárcel. Se acerca la hora de la libertad, el instante sublime de la emancipación. La cárcel se arruina, la cadena se quiebra, el prisionero alcanza la santa libertad. ¿No habéis querido alguna vez lanzaros en ese, inmenso, cielo? ¿No habéis, pensado en bañaros en la mustia luz de la luna, de los astros? ¿No habéis, en esos instantes de tristeza y de recogimiento del alma en sí misma, no habéis visto, al través de la Naturaleza, el resplandor de la esencia de Dios, el reflejo de la verdad divina? Y ¿no deseáis ver á Dios? Pues bien: la muerte tan temida, la muerte tan triste, la muerte tan terrible, puede verter en nuestra cabeza, como un bautismo, el consolador rocío de la eterna vida.»

Estas palabras de Angela calmaron el terrible anhelo de muchos infelices. Levantar el alma á Dios en el trance de una próxima muerte, es lo mismo que levantarla á la esperanza y borrar en ella la sombra del miedo. Todos los náufragos seguían el pensamiento de aquella mujer inspirada, que se cernía sobre la tempestad como la alondra en el cielo puro y sin nubes. Mas la tempestad no calmaba. El ruido de los vientos y el coraje de las olas eran cada vez mayores. Los esfuerzos de los marineros, las sabias disposiciones del capitán, la tremenda lucha que sostenía el timonero, iban tornándose inútiles. La desesperación, con todo su horror, comenzaba á pintarse en los rostros de los marineros, y sordas imprecaciones, como un eco maldito, acompañaban el gran estrépito de la Naturaleza.

En los viajeros, la palabra de esa palabra dulce, tierna, inspirada, había impreso un sello tal de grandeza, que la mayor parte miraban con resignación las asechanzas de la próxima muerte. Mas la tempestad crecía y crecía, y se perdía el rumbo y se agotaban las fuerzas, y grandes remolinos jugaban con el débil leño como con una leve paja. El cielo era de acero á los lamentos y á las súplicas de tantos infelices. La tempestad había envuelto en un sudario de sombras todo el mar, toda la tierra. La noche que vino encima de aquella noche, noche fría y terrible, aumentó sus angustias, sus dolores; ni un astro amigo se veía para consuelo entre las brumas del horizonte. El buque, perdió los palos, el timón fué inútil, los esfuerzos de los marineros impotentes, todos los recursos del arte ineficaces; no hubo más remedio que dejar abandonado el barco á merced de las olas y de los vientos. ¡Triste hora, espantoso instante! El capitán se cruzó de brazos, dejando caer la cabeza sobre el pecho, como quien ya ha agotado todo sufrimiento y aguarda tranquilamente, la muerte; los marineros se tendieron sobre cubierta agotadas sus fuerzas, perdidas sus esperanzas; el buque, sin palos, sin arboladura, sin timón, sin velas, parecía una inmensa mortaja que flotaba sobre las aguas; sordos lamentos, quejidos ahogados, llantos, imprecaciones, súplicas, plegarias religiosas, nombres invocados en el extremo de la agonía; todo, todo cuanto pasaba en la naturaleza y en el espíritu de las gentes que luchaban con la Naturaleza, todo era triste, sombrío, espantoso, negro, como uno de los círculos del infierno del Dante.

La calma que la palabra de Angela derramara en aquellos turbados espíritus se perdió por completo cuando vieron los infelices la victoria del mar sobre las fuerzas del hombre. Mientras el hombre lucha, la esperanza anida en su alma; pero cuando se agotan sus fuerzas, cuando cae rendido, cuando le falta espacio para mover su actividad, cuando se gastan todos los resortes de su genio, entonces el desconsuelo llega á su colmo. Cuando los pasajeros vieron que el marinero no luchaba, que, rendido y sin fuerzas, se entregaba á la muerte, comenzaron á lamentarse, á llorar, á herir el cielo con sus quejas. Todo fué confusión, todo fué espanto. Los padres llamaban á sus hijos, los hermanos á sus hermanos, los amigos á sus amigos, para morir todos reunidos, todos abrazados, como si tuvieran un solo cuerpo, una sola alma. El recuerdo de las personas queridas que dejaban en el mundo, la despedida de esta existencia que nos es tan cara, la lucha de la vida con la muerte; todo, sí, todo era triste, era aflictivo, era lastimoso. Los ojos de muchos de aquellos infelices se hablan cansado de llorar; secos, relucían con el fuego de la desesperación; desfallecidas las fuerzas, algunos pechos lanzaban ronquidos sordos, como el estertor de la agonía.

En estos instantes supremos, el capitán llegó á concebir alguna esperanza. El viento le traía el eco de voces humanas al oído, gritos confusos, que no podían distinguirse en el gran estruendo de la Naturaleza. Bien pronto se apagó aquella mustia esperanza, y tornóse en desesperación más honda y más terrible. Los gritos eran lamentos; las voces humanas, voces de agonía; el socorro, un naufragio: otro barco había sido devorado por la furia del mar, y muchos infelices perecían entre las olas. Cuando echaron de ver esto los infelices compañeros de Angela, se prepararon para morir.

Unos pedían con grandes gritos: «Confesión, confesión.» Otros oraban sobrecubierta, entregando á los elementos el nombre de Dios para aplacar los elementos. Muchos se retorcían en la desesperación, secos los ojos, cubiertos de hirviente espuma los labios. Angela, de pie sobre cubierta, acariciando á las Hermanas de la Caridad que la acompañaban, serena, silenciosa, triste, parecía, en medio de aquella universal desesperación, Un sér superior, en cuya frente centelleaba la virtud, aguardando serena el instante supremo en que la terrible ola vendría á devorarla y sumergirla en el océano de la eternidad.

La tempestad fué creciendo desoladamente. Ya no había ninguna esperanza. Sólo les restaba la protección del cielo, el auxilio de Dios. El buque hacía agua, como dicen los marineros, por todas partes. Contra el furioso elemento no había fuerzas posibles, no había luchas. El postrer fuego de la vida, la esperanza, se habla apagado en este último terrible trance. Todos sufrían ya una muerte anticipada y los tormentos de una eternidad. Los pobres náufragos se disputaban á la muerte con terror, pero con una fuerza indescriptible. Poco á, poco veían que el buque se llenaba de agua. Ya no les era posible estar en los camarotes. Salieron todos á cubierta. Aquellas tablas eran su único asidero á, la vida, su única esperanza en el mundo; tablas frágiles, que se sumergían en el profundo océano. Ya el delirio de los infelices náufragos rayaba en extremo. Casi todos se olvidaron del mundo para acordarse de Dios. Muchos de ellos, sinceramente católicos, se confesaban mutuamente sus faltas y pedían á Dios perdón de ellas con lastimero acento. Otros, que no creían en el catolicismo, se cruzaban de brazos, y esperaban con la fría impasibilidad de los estoicos la muerte. La confusión, los gritos, el delirio, se calmaron; ni siquiera se oía ni un quejido, ni un lamento, ni un ¡ay!; todo, todo estaba en calma dentro de aquel barco de tristísimos espectros.

Tal estado de calma, de tristeza, de fría impasibilidad, de silencio, se asemejaba á los instantes pavorosos y terribles que preceden á la última agonía, al postrer suspiro. La respiración de tantos pechos agitados por un mismo y continuo dolor, era como el estertor terrible del moribundo.

En aquella hora suprema sólo le asaltó un pensamiento á Angela. Toda una reconvención le hacía su conciencia. «¿Por qué vas, infeliz, al Africa, decía, por qué? ¿Vas por amor á la humanidad tan sólo?» Al dirigirse á sí misma esta pregunta, la joven palideció, y un remordimiento terrible se dibujó como un espectro en su conciencia. «¡Oh! se decía Angela á si misma: ¡oh! yo no voy á esta expedición terrible sólo por amor á los desgraciados. Necesito no ocultarme mis flaquezas, no ocultarlas á Dios, que me ve; á, Dios, que lee en el silencio de mi conciencia y cuenta los latidos de mi corazón. La verdad es, la verdad que yo no puedo ni debo ocultarme, es que yo sabía que Eduardo está en Africa, que sabía que allí buscaba la muerte, que sabía que acaso fuera necesaria á su vida, tal vez á, su felicidad, mi presencia, mi aparición á, su lado, y que esto, y solamente esto, me ha hecho abandonar mi hospital, mis Hermanas, mis enfermos, mi madre, mis amigas, para desafiar las borrascas del mar, las inclemencias del desierto. Mas ¿por qué he de amar yo tanto? ¿Por qué he de sentir siempre aquí, en el fondo de mi corazón, estos continuos lamentos, que me dicen que mi corazón no puede vivir sin amar? Amor, sí, amor delirante, amor eterno, fuego de mi vida, alma de mi alma, aliento de mi pecho; cuanto más te combato, más creces; cuanto más quiero ahogarte en el frío claustro, en la soledad, más poderoso te levantas; cuanto más fuertemente intento aprisionarte, más fuertemente me aprisionas, me vences, me dominas; porque al fin tuya soy, amor; tuya con toda mi alma; aunque desde que te sentí, sólo me has pagado este culto infinito con amarguísimos dolores, que aun hoy corroen mi corazón.

»Y soy infame, y soy perjura, y soy malvada, decía. Sí, mi corazón debía acallar estos sentimientos, debía encerrar dentro del pecho estas tristes aspiraciones. La pureza del cuerpo no importa cuando no está pura la voluntad, pura el alma. ¿Qué vale que mi frágil cuerpo brille con la transparencia del cristal, si la hermosa y suave luz de mi alma está moribunda bajo el peso de estos profanos pensamientos, que extinguen toda su hermosa y divina esencia? ¿Será cierto, ¡ay! será cierto que hayamos nacido sólo para amar? En este instante, cuando todos tiemblan y gimen, cuando todos se desesperan delante de la muerte, cuando todos se inclinan al abismo de la eternidad para sondearlo, yo, aquí, al mirar ese cielo despiadado, este mar turbadísimo, al oir el estrépito de las olas, al sentirme ya próxima á la muerte, y fría como un cadáver, solo me acuerdo ¡infeliz! de este amor, más presente siempre en mi memoria que mi propio espíritu, única idea de mi pensamiento, único latido de mi corazón. Este amor, que habla eternamente, que no se da punto de reposo, que no muere por más que intente ahogarle; este amor, ¿será mi corona de martirio ó mi cadena de condenación; el fuego del cielo que vivifica y exalta el espíritu, ó el fuego del infierno que consume mi carne y tuesta mis huesos?»

Estos pensamientos, por esas relaciones misteriosísimas que hay entre la naturaleza y el espíritu; estos pensamientos, que agitaban el alma de Angela, parecían recrudecer y exaltar la furia de los elementos. Por fin, un torbellino inmenso, inexplicable, desatándose furiosamente, recogió entre sus giros la nave como una arista, la arrastró largo tiempo, hasta que por fin la encalló en las arenas de la próxima ribera. Los pasajeros creían que era aquella la hora de su muerte, la señal de su perdición. Mas el capitán, viendo que la nave no se movía á pesar de la furia del viento y del gran oleaje, exclamó: «¡Nos hemos salvado; perdida la nave, pero ganada la vida!» Esta voz del capitán fué acogida con un grito inmenso de júbilo, con un llanto universal.

«Mas si queremos salvarnos, decía el capitán, es necesario abandonar el buque, saltar á la orilla; vengan, vengan botes.» Oir esto y querer todos saltar á tierra, fue lo mismo. Los más audaces se apoderaron del bote y se arrojaron en él. Mas eran tantos los que anhelaban acompañarlos, que el bote no podía resistir tanta gente, y se sumergía bajo la inmensa pesadumbre. El deseo inmoderado de vivir los había perdido. Las olas que á la orilla llegaban mas amansadas, se apoderaron de la pequeña embarcación, y la arrastraron consigo á alta mar. Muchos de los marineros, que vieron aquella terrible escena, se lanzaron al mar para detener la barca; pero fué imposible, y perecieron ahogados por su arrojo. Los desgraciados que se entregaron á las olas furiosas del mar, se perdieron. La pequeña llave no pudo resistir al mar y al peso de la muchedumbre que llevaba, y se sumergió en lo profundo. Los gritos, los lamentos, la desesperación de aquellos seres que morían cuando el cielo les había mostrado un rayo de su luz y les había infundido un aliento de esperanza; los gritos, la desesperación de los que habían permanecido en la encallada nave, y veían desaparecer entre las ondas prendas queridas del corazón sin poder salvarlas, ni aun socorrerlas; la inclemencia del cielo, que crecía, y el furor del encrespado mar, todo era horrible. La desesperación de algunos llegaba á tal punto, que se disponían para arrojarse al mar, y encontrar en sus amargas ondas muerte más dulce que sus dolores.

Angela, en esta ocasión, en este amargo trance, como en todos los trances de su vida, mostró los inagotables tesoros de su inagotable caridad. Sosteniendo á los débiles, predicando á los descreídos, fortaleciendo á los indecisos, multiplicándose para socorrer á los enfermos, para apartar del borde del suicidio á los desesperados, más que mujer parecía el ángel de la caridad y del amor. ¡A cuántos de aquellos infelices apartó de la muerte! ¡A cuántos descreídos inspiró la idea de Dios y el sentimiento religioso!¡A cuántos enfermos volvió la salud! ¡Oh! La caridad no conocía límites; cerraba las heridas del cuerpo, y cerraba también las heridas del alma. Aquella mujer era como el ideal de la virtud en la tierra.

Por fin pudieron, los que habían quedado de este naufragio, saltar en tierra. Angela y las Hermanas de la Caridad, algunos pasajeros débiles y enfermizos, se salvaron. Todos los que, llevados de un amor exaltadísimo á la vida, quisieron á toda costa conservarla, se ahogaron de una manera terrible cuando ya tocaban con sus manos la tierra, cuando habían visto lucir la dulce consoladora esperanza.

Cuando saltaron en tierra supieron que apenas se habían alejado de Nápoles y que habían encallado en las costas de Sicilia. Después de tres días de este horrible temporal, que tuvo incomunicada la isla con el continente, Angela tornóse á Nápoles.




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- LIV -

Una tarde estaba Margarita con las Hermanas de la Caridad en el convento de Nápoles, hablando de lo terrible y nunca visto del temporal que había azotado las costas del Mediterráneo, y de la seguridad que tenían de que el buque en que iba Angela había naufragado, y se había perdido el santo modelo de la inefable caridad, la hermosa Angela. Al hacer estas reflexiones, al recordar la posibilidad de este naufragio, las infelices mujeres lloraban amargamente. La pérdida de aquel ángel de paz y caridad era, en verdad, digna de todo el dolor que le consagraban aquellas infelices mujeres. Mientras el temporal duro, el hospital se había convertido en una casa de oración, en un templo. Los niños que aun no sabían balbucear el nombre de Dios, los ancianos encorvados ya hacia el sepulcro, el enfermo más azotado por el dolor, el moribundo que no podía retener el último suspiro que se le escapaba del pecho, todos, olvidados de sí y de sus dolores, se dieron á rogar á Dios por la salvación de todos los que navegaban en aquellos terribles momentos, y muy especialmente por la salvación de Angela.

Cuando la tempestad se calmó y fueron vomitados por el mar tantos despojos, tantos cadáveres, quillas rotas, despedazadas tablas, restos del gran naufragio, todos, absolutamente todos los que el hospital y el convento habitaban, y la mayor parte de los pobres de Nápoles, lloraron muerta á Angela, como se llora á una persona amada; y en verdad, aquella mujer era individuo de una gran familia, hermana de todos los pobres, de todos los desgraciados, de todos los que lloraban en la tierra.

Cuando más lloraban la para todos indudable muerte de Angela, viéronla aparecer á la puerta de la sala principal del convento. La joven estaba pálida y trémula; sus ojos apagados, su respiración era tardía y dificultosa. La huella de sus grandes dolores se veía profundamente grabada en su rostro; el acento de la pena que la afligía resonaba en su voz. Al verla entrar, las personas congregadas en aquella sala, que eran varias Hermanas de la Caridad, algunas enfermas convalecientes, unas pobres pequeñuelas niñas y Margarita, lanzaron un grito, primero de entusiasmo, de alegría, después de un general sollozo.

-¿Conque sois nuestra? -decían unos.

-¡Ya os vemos! -exclamaban otros.

-Sí, me veis, me encontráis por la misericordia de Dios.

-¡Gracias, gracias, Dios Señor nuestro! -dijeron todos.

-¡Margarita, hermana mía, hermana! -dijo Angela estrechando contra el pecho á su antigua rival.

-¡Angela! -exclamó Margarita; y no pudo continuar porque el llanto la ahogaba.

-Y ¿no nos abandonaréis? -dijo la priora.

-Sí, os abandonaré.

-¿No habéis desistido?

-No.

-¿Acaso no veis en estos dolores un aviso del cielo?

-Sí; el dolor no me arredra.

-Y ¿volveréis á embarcaros?

-Volveré.

-¡Cielos!

-¿Creéis que acaso los elementos pueden detenerme?

-Meditadlo bien.

-Lo he meditado.

-Aquí hacéis falta.

-Mas falta hago en Africa.

-No lo creáis.

-Mi corazón lo dice.

-Os engaña vuestro corazón.

-Aquí estáis vos... que podéis socorrer á los infelices.

-Pero, mirad, os echan todos, Angela, de menos.

-¿Quién sabe cuántos infelices cristianos perecerán a estas horas en los desiertos de Africa?

-En todas partes hay dolores.

-Pero hay ciertos dolores que reclaman toda nuestra caridad.

-¡Por Dios, Angela, quedaos!

-No puedo, no debo quedarme.

-¡Qué persistencia!

-Es un deber.

-Creo que os engaña vuestra generosidad.

-No, mi fe no puede engañarse.

-Es orgullo ya esa insistencia.

-No: es confianza en Dios.

-¡Angela mía, por Dios!

-Ya lo he dicho, señora: el primer buque, el primero que vaya á la Argelia, me recibirá en su seno.

Angela, tomando el brazo á Margarita y separándose de todos, le dijo estas palabras:

-¡Ah! Padezco, pero soy feliz.

-El cielo te premia.

-Sé dónde está Eduardo.

Margarita lanzó un grito de alegría.

-Voy á salvarle.

-¡Cielos!

-¿Qué, qué te pasa?

-Nada, nada.

-¿Tienes celos?

-Lo has adivinado.

-Y ¿dudas aun de mí?

-No.

-Yo le amo.

-Angela, me atormentas.

-Pero ese amor permanecerá aquí, siempre aquí encerrado.

-Tanta heroicidad...

-¿No la crees posible?

-Sólo en ti.

-Margarita, aun tienes resabios de tu mala educación -dijo Angela reconviniendo tiernamente á la joven.

-¿Por qué me dices eso?

-Porque aun crees al deber heroísmo.

-Es tan difícil vencer el amor...

-No, no lo creas.

-No te comprendo.

-Hay otra cosa más difícil, Margarita.

-¿Qué?

-Degradarse.

-¡Oh!

-La mujer tiene una repugnancia invencible al vicio.

-Es verdad.

-Le cuesta mucho perder su pudor.

-Sí.

-Mas cuando lo ha perdido, cae hasta el último de los abismos.

-Por eso...

-Por eso es necesario guardar siempre la pureza del alma.

-Angela, cuando te oigo me fortifico para luchar y me engrandezco para vencer.

-No hay más remedio que salir pronto, muy pronto, de Nápoles.

-¡Tan pronto!

-¡Quién sabe si mañana será tarde!

-¿Ni un día te detienes?

-Ni un solo día.

-Acuérdate de mí.

-Voy á hacer tu felicidad.

-¡Angela mía!

-Voy á devolverte tu esposo.

-No puedo creer tanta felicidad.

-El dolor ha regenerado á los dos.

-¡Dolor triste y amargo!

-Pero dolor que encontrará en el cielo y en la tierra un consuelo. Voy, pues, á partir.

En efecto: al día siguiente salía Angela de nuevo del puerto de Nápoles. Vé en paz, genio del bien; cada una de tus palabras será un consuelo, cada una de tus acciones un bien, cada uno de tus pasos dejará en pos de sí una larga huella resplandeciente y hermosa.




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- LV -

Era una tarde calurosísima de Julio. El sol encendía con su ardor la tierra, y un silencio horrible pesaba sobre la abrasada Naturaleza. Sus seres animados buscaban en vano algún consuelo, pues la tierra parecía inmenso, encendido horno. Todo era horrible, todo era triste; pero mucho más horrible, mucho más triste en el desierto. En efecto: el desierto de Africa, donde guerreaban las tropas francesas, ofrecía un aspecto horrible y desolador. Ni un árbol se veía en lontananza, ni una vivienda, ni un ave cruzaba los aires, ni un cuadrúpedo, ni un reptil, la tierra. La Naturaleza, árida, triste, uniforme, monótona, parecía un inmenso y terrible cementerio. El cielo, encendido por un sol sin reflejos, parecía negro enrojecido; la tristeza que derramaba en el alma, como una sombra, era inmensa, infinita; la muerte se dibujaba en la Naturaleza. Ni un árbol, ni una fuente, ni un arroyo, ni un pozo, nada que anime la Naturaleza. Tierra por todas partes, tierra sin fin, cenicienta, tierra árida, cuyo color era triste como el color del cielo; tierra que nada produce, sino algunos espinos despojados de hojas, como ramos secos que parecían próximos á encenderse por los rayos del sol.

Y en este inmenso arenal, a lo lejos, se veían grandes bandadas de. hombres que se asemejaban á aves del desierto. Eran los hijos de aquellas abrasadas arenas, que habiendo visto á los defensores de la Cruz penetrar en sus hogares, destruir sus templos, se apercibían á una desesperada defensa. Y ya se sabe que los hijos del desierto, con su sangre semítica y africana, cuando pelean, cuando defienden sus hogares, cuando pugnan por salvar sus dioses, tienen la fiera constancia del león y la sed de sangre del tigre.

El clima ardiente, el sol, la aridez del desierto, la inclemencia del cielo, el fuego que centellean las arenas, el aislamiento y la soledad de aquellas razas, su fiero fanatismo, su amor al suelo patrio, amor que Dios inspira á todos los pueblos, y muy especialmente á los pueblos nacidos en climas inclementes y en terrenos áridos; estas y otras mil particularidades, propias de la índole de estos pueblos, les obligaban á entrar con ferocidad en la guerra.

Estas feroces tribus, vencidas en sus correrías por el mar, desalojadas de las riberas, de los puertos, forzadas á guarecerse en lo interior de los desiertos, sin más propiedad que la movediza arena arrojada bajo sus plantas, sin más vivienda que sus cabañas, sin más alimento que los dátiles con que les brindan sus oasis, aman, sin embargo, su tierra de maldición, árida, arenosa, impía, como una madre tierna y hermosa; cariño muy propio, muy natural en el misterioso corazón del hombre.

Así, aquellos hombres rugían de rabia, de desesperación, como el león herido, como la pantera hambrienta. Aguzaban sus lanzas, sus espadas, como el ave de rapiña aguza sus cortantes uñas. Preparaban sus largos y pesados arcabuces, sus imperfectos cañones.

Pero más que en sus armas, su rabia, su furor, se veía en sus semblantes. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de furor. Sus ojos derramaban fuego, sus labios repetidas y continuadas imprecaciones. Unos iban á pie, otros en sus caballos en pelo, en esos caballos en pelo, ligeros, rápidos como la ráfaga del abrasado viento del desierto. La tez de aquellos hombres, tostada por el sol, revelaba nobleza; sus modales, ardor generoso; sus ojos, rabia; su frente relucía, no por el brillo de una idea, sino por el fuego de una gran pasión, de una pasión ardiente como los rayos del sol de sus desiertos. A ciertas horas, cuando sonaba el esperado instante de las oraciones, todos ponían la rodilla en tierra y elevaban á su Dios plegarias; pero no plegarias impregnadas de amor, de fe, de entusiasmo, sino de ardor guerrero, sañudo, de deseos de venganza; no invocaban al Dios de la justicia, sino al Dios cruel de la desolación y de la muerte.

En aquel inmenso desierto, por el lado opuesto al que ocupaban los africanos, se vio venir pronto un gran ejército cristiano. El orden que reinaba en estas huestes contrastaba con el desorden de sus contrarias; sus armas, con las armas de los moros; su traje obscuro, con aquellos largos albornoces blancos que cubrían á los adoradores del Profeta.

Inmediatamente que los africanos vieron destacarse en el horizonte aquellas sus enemigas huestes, comenzaron á hacer evoluciones rapidísimas, á reunirse en bandas y grupos, á montar sus largos arcabuces, á dar aullidos feroces, como suelen las aves de rapiña cuando un rayo de luz hiere sus ojos ó un peligro las amenaza.

El ejército europeo avanzaba en columna cerrada disciplinadamente, con actitud serena y mirando el inmenso territorio, descubriendo sus posiciones, estudiando la manera más plausible de envolver aquellas inmensas huestes que se movían á lo lejos como la humareda de un cañoneo ó como una grande y espesa nube de polvo. Se trataba de vencer con la inteligencia la fuerza, con la táctica el número, con la habilidad á la misma naturaleza. Por fin, las tropas europeas acamparon en aquel desierto frente á frente de sus enemigos, alzaron sus tiendas, se apercibieron para un combate sangriento y tremendo, porque la rabia de los africanos no conocía límites.

Por fin, la tarde vino; el sol se sumergió en su ocaso, las tinieblas se extendieron por todo el campamento, y un frío intenso sucedió al calor terrible del día, por uno de esos cambios tan bruscos y tan frecuentes en estos tristes abrasados climas.

A la puerta de una de aquellas tiendas se encontraba Eduardo. Su imaginación, exaltada por el desierto y la proximidad del combate, creía, transportándose á otros tiempos, hallarse en una de aquellas guerras tan frecuentes y tan gloriosas en los siglos medios.

Sin embargo, su corazón oprimido se espaciaba en estos recuerdos históricos, huyendo de esos otros recuerdos de su vida que habían hecho su desgracia. En los rayos de la luna, que extendía su plateada luz por el desierto, su imaginación fingía la imagen de Angela, que le martirizaba con horrible martirio, Cuando más embebido se encontraba en estos pensamientos, se acercó un compañero de armas y le dijo:

-¡Terrible va á ser la lucha!

-No importa.

-Todo, Eduardo, te es indiferente.

-Todo, todo, hasta la muerte.

-¿Y la gloria?

-Hasta la mentida gloria, que es un sueño que el hombre acaricia, como el niño en el campo la fugitiva pintada mariposa.

-¡Qué ideas!

-Sí, sí. La vida es como el espejismo que el desierto finge.

-¿Nada te encanta?

-Nada.

-¿Nada esperas?

-Nada.

-Parece imposible.

-Arrastro una triste vida.

-No desconfíes.

-¡Ah!

-No, no desconfíes.

-Dios me ha condenado á padecer.

-Dios te salvará.

-No es posible.

-Todo lo ves negro.

-Hay en mi alma una eterna espesa noche.

-El corazón puede disipar esas sombras.

-Te engaña tu generoso deseo.

-Te lo repito, ten confianza.

-¡Oh! Cuando veo á nuestros enemigos en lontananza, les pido la muerte. Cuando oigo silbar las balas á nuestro alrededor, presento el pecho para que me partan el corazón.

-¡Infeliz!

-¿Tú habrás visto cuán celebrado es mi valor?

-Pareces un león.

-Pues no hay en mi valor.

-¡Modestia!

-No, convicción.

-No te entiendo.

-Guerreo como ves porque yo anhelo la muerte y no tengo valor para suicidarme.

-¡Diantre!

-Sí. Fríamente no puedo matarme.

-Lo creo.

-Pero morir matando, morir venciendo, morir entre el fragor de los combates, morir con una herida gloriosa en el pecho; por la libertad, por la patria, por la humanidad, es una muerte dulce, una honrosa muerte.

-Sí, es verdad.

-Y he ahí lo que yo busco, porque yo soy desgraciadísimo.

-Algún día caerán esos velos de tus ojos.

-Nunca.

-Algún día serás feliz.

-No puede ser.

-Sí, sí.

-Es verdad, tienes razón; seré feliz el día en que reciba en mi frente el beso de la fría muerte.

-Hablemos de otra cosa.

-De lo que quieras.

-Sábete que va á ser horrible el combate.

-Lo celebro. Y ¿en qué te fundas para decir eso?

-En miles de conjeturas que fácilmente podrás alcanzar.

-Habla.

-Lo fundo en el espectáculo que presentan esos bárbaros.

-El mismo que han presentado siempre.

-Nunca los he visto más feroces.

-Mejor. Así será más gloriosa la victoria.

-Todo esta preparado.

-Lo se.

-Nada falta á nuestro ejercito.

-De otra manera sería imposible la guerra.

-Ciertamente.

-Mas nos faltaban Hermanas de la Caridad.

-¿Qué, qué?

-Hermanas de la Caridad.

-¡Ah!

-¿Por qué suspiras?

-No, no suspiraba.

-Te engañas y me engañas. Has suspirado.

-Pues bien, sí.

-¿Por qué?

-Me parten el corazón ciertos nombres.

-¿El de Hermana de la Caridad?

-Más que ninguno.

-¿El ángel de los hospitales y de los campos de batalla?

-Son misterios.

-Tu corazón es un inmenso misterio.

-Mejor dijeras un infinito dolor.

-Padeces demasiado.

-Muchísimo.

-Y ¿las Hermanas de la Caridad te traen a las mientes recuerdos tristes?

-Sí; porque mi amor, mi amor...

Y Eduardo se afectaba de pena.

-Confíame tus penas.

-Deseo desahogar mi corazón.

-Aquí tienes el pecho de un amigo.

-Yo amaba...

-¡Quién no ama en la tierra!

-¿He dicho que amaba?

-Sí.

-Pues he dicho mal.

-Cálmate.

-Yo estoy imposibilitado de amar.

-¿Por qué?

-Porque he abandonado el ángel de mi amor.

-¡Infeliz!

-Malvado, debías decir.

-Compadécete á ti mismo.

-No. Caiga sobre mi frente el castigo del cielo; caiga.

-¡Eduardo!...

-Sí, que me abrase el fuego celeste.

-No te desesperes.

-He sido muy criminal.

-Ella te habrá perdonado.

-Pero yo la he arrancado á la paz, á la vida, al amor.

-Y ¿no es fácil curar las heridas?

-Son eternas, son sangrientas.

-Calma ese ardor.

-Y ¿aun dudas de cuán justa es mi aspiración a la muerte?

-Nunca el hombre debe aspirar á la muerte.

-¿Por qué?

-Porque la vida es siempre necesaria, es siempre fructífera.

-Pero una vida que es ponzoñosa, corrosiva...

-¿Sabes lo que te destina la Providencia?

-Lo adivino.

-Arrogancia, y sólo arrogancia. Ese tu dolor puede ser un manantial fecundo de bienes, si no para ti, para tus hermanos. El hombre no debe considerar su vida como un bien privativo suyo, no; debe considerarla como savia que á otros vivifica, como espíritu que á otros anima.

-¡Delirio! Mi vida maldita, mi vida, que no me es dado sobrellevar, mi vida no puede ser alimento de otros seres.

-Sí, sí.

-Te engañas ó aparentas engañarte.

-Un ejemplo te moverá á creerme. Esa misma pasión que te anima y que es causa de tu dolor, puede engrandecerte. La desesperación se apodera de tu pecho, devora tus entrañas, consume tu existencia. Pues bien: esa desesperación te inspira un valor desmedido, un nunca visto arrojo, y te lanzas á la pelea y combates como un héroe, y ganas un reducto, y te llevas en pos de ti una compañía, en pos de esa compañía un ejercito, y ganas el campo enemigo, y plantas allí la bandera de la civilización, el lábaro de la libertad; dime, con todo esto, ¿no has hecho la felicidad de muchos? ¿No has servido á la justicia? Y, sin embargo, esa acción heroica te la ha inspirado tu desesperación, tu dolor, tu amargura; te la ha inspirado esa misma vida que maldices, y que bendecirán millares de generaciones.

-¡Millares de generaciones! Tal vez esa felicidad que millares de generaciones bendicen sea hija de la desgracia de otros millares de generaciones, que dejarán tal vez grabada en la historia una maldición más solemne y más duradera que todas las bendiciones que pueda ofrecer el interesado agradecimiento.

-¡Ay, Eduardo! El mal que sufres radica mucho más hondo de lo que tu mismo puedes imaginar.

-Mis males emanan de los tristes sucesos que te he contado.

-No, no. Tú has respirado por mucho tiempo una atmósfera saturada de veneno.

Eduardo se estremeció al oir la profunda verdad que decía su compañero.

-Tú has creído que sólo el vicio podía reinar en la tierra.

-¡Ah!

-Tú has visto burlados todos los días los principios más santos de justicia.

-¿Por qué, por qué me dices eso?

-Te lo digo, porque de otra suerte era imposible que se hubieran borrado en ti tan hondamente las nociones de la justicia.

Eduardo se cubrió el rostro con las manos.

-Ignorar lo que es justo, no sentir lo que es verdadero, no experimentar esa necesidad divina de conocer lo hermoso, lo verdadero, lo bueno, es imposible, imposible, á no ser que el alma se haya eclipsado en el hombre.

-¡Oh! Me insultas.

-¿Insulta el médico al enfermo cuando dice: «Ahí hay gangrena»?

-Tienes razón. Yo he perdido las nociones de lo justo y he caído en sus abismos.

-Mas de ese abismo puedes ahora, ahora levantarte.

-Me faltan fuerzas.

-Mentira. Tú no conoces lo que es la voluntad; tú no conoces que la voluntad humana puede obrar milagros maravillosos.

-Mi voluntad no tiene estímulo.

-Cuando tu conciencia se aclare, obrará la voluntad. La conciencia es como el piloto, la voluntad es la fuerza; con la conciencia limpia y la voluntad libre, el hombre va donde quiere ir: si á la felicidad, á la felicidad; si á la desgracia, á la desgracia.

-¡Oh! Señor -dijo Eduardo levantando los ojos al cielo-, dadme voluntad.

-La tendrás.




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- LVI -

Ya comenzaba dulcemente el alborear del nuevo día. El cielo sonreía como teñido por los primeros resplandores del lejano sol. Algunas estrellas se iban ocultando entre los celajes, á la manera que cae en su cuna un niño que se duerme. El ave nocturna, sacudiendo sus sedosas alas lanzando un agudo gemido, se perdía en su madriguera. Los primeros preludios del día eran los rumores de la Naturaleza. Poco á poco los bordes del horizonte se coloraban fuertemente, presagiando los ardores de un día estival. Sin embargo, el aura, dormida toda la noche, se desataba y gemía cual si fuera á recibir un beso del sol. Todo era paz en la Naturaleza, todo alegría en el cielo. El sol subía majestuosamente; el cielo se iluminaba como para una fiesta; las estrellas se perdían entre los arreboles del Oriente; las aves daban al viento sus primeros gorjeos, y el aura se convertía en la prolongación infinita de un suspiro de amor; y toda la Naturaleza se sonreía plácidamente, mientras el corazón del hombre, turbado por sus odios, ardía en sed de sangre, y la mano del hombre, trémula de rabia, aguzaba las homicidas armas y se aprestaba a una sangrienta y mortal pelea. En efecto: entre la amarilla tierra y las cenicientas matas del desierto se vejan brillar frente á frente dos ejércitos: el uno, como hemos dicho, de africanos; el otro de europeos. El africano rechinaba los dientes de rabia, gemía impaciente, se desesperaba al ver enfrente á su enemigo como si anhelase devorarlo. Los ojos de aquellos fieros hijos del desierto, como los ojos de sus tigres y leones, difundían reflejos sangrientos. Los caballos árabes, ligeros como el viento del desierto, del color pardo de la tierra o del negro color de la noche, saltaban caracoleando como si se impacientasen por la tardanza del combate. Una música destemplada, inarmónica, pero muy semejante á los misteriosos ruidos del desierto, difundía el ardor guerrero en el ánimo de aquellos hijos del sol. Con sus rostros atezados, sus blancos turbantes, sus jaiques de colores, la cimitarra en la mano, el arcabuz á la espalda, caballeros en rápidos alazanes, parecían la resurrección de aquellos antiguos profetas africanos que con su palabra de fuego habían formado numerosos ejércitos, y con aquellos ejércitos habían amedrentado á las naciones, y habían hecho temblar de espanto á la tierra. Pobres jirones de aquellas banderas ya olvidadas, pobres rebaños de aquella inmensa grey de pueblos bárbaros, pobres restos de aquellos gigantes ejércitos, corrompidos por el fatalismo, por la esclavitud, que es la más grande y dañina de todas las enfermedades de los pueblos; aquellas hordas, al pelear con un ejército de cristianos, con un ejército civilizado, se abrían su honda huesa y se sepultaban á sí mismas en las entrañas áridas y estériles del desierto.

Frente á frente la hueste civilizada del ejército cristiano se preparaba al combate. No se oía ni un grito, no se escuchaba ni una imprecación. Aquellos hombres iban al combate llevados, no por el instinto, sino por la reflexión; no por la idea ciega del cumplimiento de un mandato, sino por la idea sublime del cumplimiento de un deber. En la serenidad de sus rostros, en la altivez de sus frentes, en el arte de sus combinaciones militares, en la apostura, en todo, se veía que estos hombres eran hombres, porque eran libres. En efecto: la libertad es el hombre; la libertad es toda su naturaleza; la libertad es su vida. Quitadle al hombre la libertad, y lo reducís á la condición miserable de una bestia. Sus acciones no serán suyas, ni sus ideas, y, por consiguiente, ni de sus acciones ni de sus ideas será responsable. Como una paja arrastrada por el viento, como una piedra que cae á su centro, como un árbol que crece agarrado á la tierra, el hombre no sería ese poeta sublime que lee en el cielo, ese artista generoso que levanta sus obras al lado de las obras de Dios, ese filósofo que comenta la Naturaleza y la vivifica, no; sería un sér más arrojado en el inmenso torbellino de los seres; pero no ese gran sér, superior á todos, ministro de Dios en la Naturaleza, cuya idea no cabe en el espacio, cuyas obras se dilatan más allá de los tiempos.

La libertad es el gran atributo moral del hombre; la libertad es el alma de su alma, la vida de su vida. Hijo de la Naturaleza, por la libertad se emancipa de la Naturaleza; destinado á ser todo de Dios, por la libertad llegará hasta Dios. Por eso los pueblos esclavos son rémoras á la obra de la Providencia, y los pueblos libres son los obreros de la Providencia.

Los obreros de la Providencia iban a cumplir su destino, iban á grabar con un hierro, candente la idea de la civilización en pueblos bárbaros. Querían el bien de los mismos que les iban á sacrificar. Los soldados europeos, bien al revés de los soldados africanos, fiaban más á la inteligencia que á la fuerza, más á la táctica que al número. Cuando amaneció, se encontraron inferiores en número, muy inferiores, mas no por eso escasos en valor. Sus enemigos tenían tierras de donde sacar nuevos soldados; ellos, ó tenían la victoria á su frente ó la muerte á sus espaldas. Los mismos pueblos que habían sometido, alentados por una derrota, se levantarían contra sus señores, exterminándolos Y satisfaciendo su hidropica sed de venganza. Pero, á pesar de estos peligros inmensos, de estas luchas, de esta incertidumbre, serenos los ánimos de aquellos soldados, esperaban la serial convenida del combate. El sol fué levantándose en el horizonte. Parecía un inmenso disco de fuego. Desde el punto en que se alzó, comenzó á encender la tierra como un horno y á apagar toda vida. Callaron algunas que otras aves por allí escondidas, que antes piaban; callaron las frescas auras de la mañana; callaron los rumores de la Naturaleza sólo se oía el respirar de los dos enemigos ejércitos, que parecía el hervidero de dos inmensos volcanes. La Naturaleza peleaba por sus esclavos, por los africanos; la inteligencia peleaba por sus hijos, por los europeos.

El sol, el ardiente sol lanzaba flechas contra el ejército cristiano, al paso que con su fuego alimentaba el fuego del enemigo. Aquella tierra árida y abrasada, aquel cielo metálico, más duro que el acero; aquella Naturaleza muda, postrada; aquellas lejanas refracciones del sol, que parecían un mar que avanzaba contra los dos ejércitos; aquel calor sofocante, pavoroso, eran bastante á llevar el decaimiento á los ánimos, la incertidumbre al corazón, la duda á la inteligencia. Mas la voluntad, que todo lo domina; el alma, que sobrepuja á la misma Naturaleza, podían en aquellos soldados más que el sol con sus rayos y el clima con sus rigores. En su interior tenían aquellos hombres un sol que templaba los ardores de aquel sol: la conciencia; un aura que templaba los rigores de aquel clima: la libertad. Sabían que iban á morir voluntariamente, y sabían que su causa era santa. Nada les faltaba.

Sin embargo, ¡cuán horribles eran los rigores del clima! El suelo ardía como un horno, el cielo como una inmensa devoradora hoguera. El aire parecía como que se evaporaba. Los pulmones no podían respirar aquella atmósfera enrarecida por el sol. Ni una gota de agua, ni el eco del canto de un ave, ni la hoja de un árbol. Todo era cruel. Parecía aquel desierto un inmenso cementerio, sí, un cementerio terrible, donde iban á enterrarse enormes y poderosos ejércitos.

Amaneció por fin el día tremendo del combate. El sol se levantó en el horizonte enrojecido, anunciando con sus rayos un calor sofocante y horrible. Por los límites del horizonte se descubría una caravana. Pero aquella caravana no llevaba la guerra, sino la paz; no el dolor, sino la esperanza y el consuelo. Eran las Hermanas de la Caridad, que se habían quedado rezagadas y que iban contentas al campamento á verter á manos llenas los dones y los tesoros del cielo. A su cabeza figuraba, como el ángel de paz de todas ellas Angela, alentándolas con su palabra e instruyéndolas con su ejemplo. Muchos días de terrible calor habían pasado; las arenas del desierto, levantadas por el viento, habían herido sus rostros; la tempestad había desgarrado sus vestiduras; el ardiente sol había quemado sus carnes, y aquellas mujeres nada sentían más que su caridad, desdeñando contentas todas las inclemencias de la Naturaleza.

Cuando consideramos de que suerte el dolor engrandece nuestra alma, no podemos dejar de bendecir el dolor. Por un misterio de nuestra naturaleza, aquello que más á primera vista nos rebaja, más en realidad nos engrandece. El dolor que huimos es en la ley misteriosa de nuestra existencia como un bálsamo que conserva puras todas nuestras virtudes. Desconfiemos mucho de los que se sienten felices y tranquilos en la tierra; esos infelices no han sentido la aspiración divina á otra vida mejor; no han soñado con lo celeste y lo infinito; no guardan un ideal en su conciencia, y no ven cómo de ese ideal se aparta la fría y tosca realidad. En la contradicción, en la lucha constante entre este mundo real y el mundo que fingimos; entre esta vida transitoria y esa otra vida cuyas riberas son la eternidad; entre la idea pura de la conciencia y el hecho impuro grabado fugazmente en el espacio; entre la imperfección que vemos y la perfección con que soñamos, en esa contradicción, en esa lucha constante está encerrado el enigma de nuestra grandeza, el genio de nuestras artes, el numen divino de la ciencia. Anda, hombre; anda, pobre peregrino: la Naturaleza no se somete á tu voz sino protestando contra tu dominio en sus mil embravecidos elementos; la ciencia no desciende á tu frente sino después de haberse ocultado en impenetrable nube; la misma virtud no te sonríe si no combates por ella; cada hoja de tu corona cuesta un sacrificio; cada resplandor de ciencia que ves, días muy amargos de tu vida; cada suspiro de la libertad que alcanzas, millares y millares de generaciones; y, sin embargo, ese dolor que te precede y te sigue, y que agita sus alas sobre tu cuna y tu sepultura, que está mezclado como aligación necesaria á todas tus grandes obras; ese dolor que gime en tus arpas, en tus cinceles, en tus plumas, en todos los instrumentos de tu grandeza; ese dolor que se exhala de tus cánticos, de tus poemas, de tus estatuas; ese dolor infinito es el ángel de Dios que siembra de flores el camino de tu vida y que te muestra sonriendo la mansión divina de los cielos.

¿Quién podrá saber, pues, de los dolores que amenazaban en el día funesto que vamos á describir, el bien que podía resultar á la humanidad? Nada, más horrible que la guerra, nada que más desconsuele y acongoje. Sin embargo, la guerra ha sido el camino de la humanidad; su desierto, sí, pero el desierto por donde ha llegado á la tierra prometida. Dejando sumergidas aquí civilizaciones orgullosas, enterradas allá millares de millares de criaturas, dispersos en otro punto pueblos constituidos á grande costa, levantando mañana lo que ayer destruía, la humanidad ha caminado siempre vertiendo lágrimas, siempre destilando sangre, á su libertad y á su perfeccionamiento. ¡Terrible día, en verdad, día horroroso! Los árabes del desierto apercibían sus aceradas lanzas al combate; montados en sus caballos, ligeros como el viento, recorrían toda la línea de sus informes pelotones exhalando gritos de muerte y produciendo rugidos de espantosa, rabia; sus ojos relucían animados por la venganza; sus pechos respiraban odio; sus narices se abrían como para recoger bien el olor de sangre que pronto había de inundar los aires. Hijos del desierto, ardorosos como el desierto, inclementes como aquel cielo, áridos de compasión como aquel suelo, sedientos de sangre como el tigre que oyen maullar desde la sierra, esos pueblos han nacido para la guerra. Pero su guerra con los pueblos europeos es la guerra de la fuerza con la inteligencia, del brazo con la idea, del instinto ciego con la razón iluminada y libre; guerra sangrienta y tremenda, pero en que el triunfo pertenece, como siempre, de derecho, al espíritu, que todo lo domina con su fuerza invisible y maravillosa.

Mas en el día que venimos historiando era indeciso el triunfo, era inseguro el éxito. Los ejércitos europeos tenían más disciplina, pero los ejércitos africanos más número. Los ejércitos europeos más inteligencia, y los ejércitos africanos más fuerza. Los ejércitos europeos tenían un enemigo en el suelo que pisaban, en el impío cielo que los cubría, en el ardoroso y encendido sol que los asaeteaba; el ejército africano tenía un amigo, un defensor, en la Naturaleza, en la tierra, en el cielo, en el sol. Los elementos debilitaban á los europeos y encendían á los africanos. La vista del desierto era para los unos como un inmenso cementerio, y era para los otros como la cuna, como el hogar sagrado, como el templo de su dios. Por eso la batalla debía ser más tremenda, más porfiada, más sangrienta, porque la materia luchaba con todas sus fuerzas, con todos sus recursos, con todos sus elementos, con todo su poder, contra el espíritu. Por fin las avanzadas del ejército cristiano se encontraron frente á frente con los pelotones de los infieles. Los primeros tiros de los soldados cristianos produjeron horror en el ánimo de sus enemigos, que se desbandaron como los cuervos al oir la primera descarga del cazador. Sin embargo, pronto se repusieron y cargaron con ímpetu extraño á nuestras tropas. Los soldados europeos resistieron aquel empuje retrocediendo para tantear la táctica de sus enemigos. Esta táctica es sencilla y conocida. Consiste en cerrar los ojos y lanzarse á la muerte sin conciencia, como á un hondo abismo, y herir con todas sus fuerzas, sin curarse del punto donde va á dar el golpe. Esta manera singular de pelear es muy horrible. El hombre combate con todo su cuerpo al enemigo, con las manos, con los pies, con los dientes. Agudos gritos, imprecaciones horribles, insultos groseros, maldiciones, evocación continua del genio y del auxilio de Dios, todo esto acompaña al árabe en la guerra; todo esto alienta como otros tantos genios enviados á su alrededor por el Dios de los combates para sostenerlo en el tremendo trance de la atroz y sangrienta pelea. Es de ver el hijo del desierto, envuelto en su albornoz blanco cual una nube; caballero en su corcel, negro como la noche, blandiendo su aguda temblorosa lanza, que vibra herida por los rayos del sol como una serpiente de fuego; encendidos los ojos, transfigurado el semblante por el odio, espumosa la boca, imprecando y maldiciendo; más valiente cuanto más acosado, más cruel cuanto más herido, respirando el hedor de la sangre como un aroma celeste, oyendo los quejidos de los moribundos como un concierto, rodeado de cadáveres y buscando nuevas víctimas, como si fuera la encarnación del horrible genio de la guerra. Pues apenas comenzado el combate entre las primeras avanzadas, una nube de estos hombres horribles, de estos rayos de la guerra, de estos hijos de la destrucción, de la muerte; una nube, decíamos, inmensa cual una nube de langosta, profiriendo voces de muerte, haciendo gestos espantosos y horribles, clamando al cielo como energúmenos, se lanzaron á desorientar y arrollar el ejército de los cristianos con el mismo feroz empuje con que un río, salido de madre, inunda el campo, y arrancando los árboles, los lleva en pos de sí, los arrastra en sus tumultuosas y negras ondas, á cuyo impulso nada puede resistir, cuya fuerza nada puede contrastar ni vencer. El ruido que producían tantas voces iracundas, tantas lanzas agitadas, tantos arcabuces vomitando fuego los cascos de los caballos y las descargas de artillería, era tremendo y horrible; parecía que se desquiciaba la tierra. Las tropas europeas no acometían, resistían; no empujaban, cortaban con el filo de sus espadas y con el fuego de su artillería aquella inundación de barbaros, y los dejaban que ellos mismos se cansaran de su misma rabia, de su mismo furor, y que, en agitaciones febriles, pero inútiles, devoraran, consumieran sus fuerzas, fáciles de mover, pero más fáciles aun para decaer y morir á su propio impulso.

El numero de enemigos era tal, que ya no podían resignarse á resistir, y tuvieron que acometer con aran fuerza é ímpetu. En este momento el sol ascendía á su cenit, derramando ríos de fuego, de calor, de lumbre; el aire quemaba como el aire encendido de un horno. Las armas de fuego ardían casi á los rayos del sol. La tierra parecía como lava ó como cenizas ardientes. El calor que encendía la sangre daba más rabia y más furor al feroz combate. Todo era horrible en aquel horrible día.

No; todo no. Nunca deja Dios de hacer flotar su misericordia sobre el gran océano de nuestros dolores y nuestras desgracias. En una tienda, con los ojos puestos en el cielo y las rodillas en tierra, las Hermanas de la Caridad oraban por el triunfo de la justicia y de la verdad; la salvación de todos. Habían preparado ya sus hilas, sus aromas para embalsamar las heridas, sus cendales y sudarios para envolver los muertos. Mientras todos apercibían instrumentos de muerte, ellas medios de vida; mientras todos pensaban en la destrucción, ellas en la salud; mientras todos maldecían y odiaban, ellas oraban amorosas á Dios: contraste que es la ley de toda nuestra existencia. Angela, concluida la oración, salió á, la puerta de la tienda á mirar la disposición del combate. En una colina que insensiblemente formaba el terreno, estaba colocada la tienda. Desde allí se divisaba, se veía todo el campo. Las maniobras del ejército, la lucha, hasta los semblantes de los soldados cristianos, se veían clara y distintamente. Un sacerdote acompañaba á Angela y la consolaba, haciéndola ver y notar las ventajas de los cristianos.

-¡Dios mío! -decía Angela-: mirad, mirad, padre; aquel pelotón de árabes ha destrozado toda una compañía de los nuestros.

-En cambio, notad en el ala izquierda la ventaja que llevan los nuestros.

-¡Ay! Parecen leones.

-No temáis. Su empuje violento se estrella en la inteligencia de nuestros soldados, como las olas del mar en la arena.

-Pero ¿no veis que aquel desierto de enfrente vomita tropas sin cesar?

-Todas ellas vendrán á, morir á, nuestras plantas, como la víctima á los pies del sacrificador.

-Mucho confiáis, muchísimo. No tengo, yo vuestra confianza. ¡Infelices! Cómo mueren, cómo exhalan sus almas! ¡Cuántas personas queridas dejaréis en el mundo! ¡Cuántos corazones se partirán al mismo tiempo, que los vuestros!

-Morir en este instante, morir por la causa de Dios, por la causa de la civilización, es volver á nacer en el cielo.

-Mirad, padre, mirad aquellos infelices de la derecha. Todos yacen tendidos; oid sus lamentos, escuchad las carcajadas de los bárbaros. ¡Oh! Yo no tengo corazón para sufrir este horrible espectáculo.

El padre murmuraba algunas oraciones en voz baja.

-El centro acomete -decía Angela.

-El empuje es inmenso, y ahora mismo veréis desbandados los bárbaros.

-No, no; nuevas nubes de ellos se levantan y vienen. Son innumerables.

-Mirad qué bravos nuestros soldados. Mirad cómo se baten. Parece que no hagan nada: tal es su valor. Avanzan como si no tuvieran delante tina muralla de espadas.

-No veo nada; el cañoneo me quita el oído, el humo la vista; sólo veo una confusión inmensa.

-¡Oh! ¡Que gritos se oyen!

-¡Qué algazara!

-Son carcajadas.

-Son aullidos.

-Habrán triunfado del centro; habrán triunfado -decía Angela.

-¡No han triunfado! -exclamó una voz ronca de un soldado; pero nos han arrancado una bandera.

-Eso prueba que llevan ventaja -dijo Angela.

-Dios les proteja -dijo el sacerdote.

-Mirad, mirad -dijo el centinela, que tenía un anteojo.

-¿Qué sucede, qué sucede?

-Es el valiente italiano Eduardo.

Angela dió un grito y se cubrió el rostro con las manos; y como temiese caer, apoyóse en la puerta de la tienda.

-¿Qué hace, qué hace? -preguntó Angela con indescriptible ansiedad.

-Se sale de las filas.

-¡Dios mío! -dijo el sacerdote.

-Corre tras el soldado que se ha llevado la bandera.

-¡Dios mío, protégele! -dijo Angela levantando los brazos al cielo.

-¿Conocéis á ese joven?

-Sí.

-¿Le habéis visto aquí en el ejército? dijo el sacerdote á Angela.

-No, señor.

-Parece una fiera.

-Eso es temerario -dijo Angela con zozobra.

-No, eso es heroico -exclamó el militar con entusiasmo.

-Ya llega, ya llega.

-¡Dios mío, Dios mío! -exclamaba Angela fuera de sí.

-¡Doce, doce contra él; cobardes, cobardes! -decía el centinela.

Angela se retorcía de dolor los brazos.

-Pero pelea, pelea contra todos como un héroe.

-Va á morir -dijo Angela con una expresión de dolor inexplicable.

-Ya se abalanza al que tiene la bandera; ya lo ha muerto; ya ha recogido la bandera; ya la agita en sus manos.

-¡Gloria á nuestra bandera! ¡Gloria al valiente italiano!

El sacerdote murmuraba un Tedéum.

-¡Oh! Le han herido el caballo.

-¡Santo cielo! -dijo Angela.

-Se desatan contra él más de trescientos.

-¡Ay! -exclamó Angela exhalando un agudísimo suspiro.

-Sin embargo, corre, corre, dejando el caballo un reguero de sangre en la arena.

-¡Sálvalo, Señor, sálvalo! -decía fuera de si Angela.

-Ya le cercan.

-¡Ah! A morir, á morir -decía Angela.

-Se defiende como un león.

-¡Inútilmente! ¡Oh! ¡Eduardo, Eduardo!

-Rompe el cerco.

-¡Cielos! decía Angela.

-Huye, huye salvo.

-¡Oh Dios, protégelo!

-Pero dos moros le cercan de nuevo, le alcanzan.

-¡Ah! Le han herido.

Angela lanzó un grito desesperante, horrible, agudísimo.

-Se defiende el valiente.

-Valor heroico que le arranca la vida -dijo Angela.

-Un chorro de sangre inunda su rostro.

Angela ya no podía sostenerse, y se agarraba al lienzo de la tienda.

-Pero lleva la bandera en sus manos. Salen á defenderle. Entrega la bandera.

-¡Ah! -dijo Angela, como si estuviese también herida.

-Vacila, y cae desmayado en brazos de sus compañeros de armas.

Al oir esto, Angela cayó también sin sentido en la abrasada arena.

-¡Buena la hemos hecho! -dijo el centinela, arrojando el fusil y corriendo á todo correr en socorro de Angela.

-Señora, señora, ¿qué tenéis? -preguntó con ansiedad viva el sacerdote, inclinándose sobre el cuerpo inanimado de Angela.

-¡Nuestra hermana, nuestra hermana querida! -dijeron varias de las mujeres que estaban en la tienda, saliendo presurosas en auxilio de la infeliz enferma.

-Miren -dijo el soldado- qué valor para los combates; miren qué Hermana de la Caridad, que se marea al olor de la pólvora. ¡Medrados andamos! Cuando esperábamos sus socorros, tenemos que socorrerlas.

-Soldado -dijo el sacerdote-, la debilidad humana tiene sus límites, que no puede traspasar.

-¿Por qué habrá venido, si de esta suerte nos ha de acongojar?

Angela abrió sus grandes ojos en este instante, mirando con estupor á todos lados.

-¿Qué me pasa, Dios mío, qué me pasa? -dijo después de algunos minutos de silencio.

-Nada: volved en vos -dijo el sacerdote-; las grandes impresiones del combate, el calor sofocante de este día tan terrible, las mil ideas que se agolpan á la intranquila mente, todo eso es superior á la frágil naturaleza nuestra.

-¡Oh! -dijo Angela con amargura-. Y yo habla venido á socorrer á estos pobres soldados, yo tan débil, yo tan miserable!

-Alentaos, señora -dijo el militar-, que ya cobraréis fuerzas.

-Harto las necesito si he de estar al nivel de mi deber.

-Ya os vuelve el color al rostro -dijo el sacerdote.

-Y ¡cuidado que es hermosa! -decía para sus adentros el militar.

Angela se levantó, y dió dos ó tres paseos por la tienda. Después, sentándose en el suelo, comenzó á llorar amargamente.

-Hermana, hermana -decían las Hermanas de la Caridad-. Nos, quitáis ánimo.

-Tenéis razón, hermanas mías.

-¡Vos tan fuerte en nuestra larga peregrinación, que nos dabais aliento en el naufragio, que nos refrigerabais con vuestras palabras, en el desierto, vos tan abatida y llorosa!

-Me estoy faltando á mi misma; estoy faltando, á Dios. Vamos -dijo-, vamos á cumplir nuestro destino. Cubierto está de heridos el campo; vamos á recogerlos, á estancar su sangre, á curar sus heridas.

-No -dijo el sacerdote-; no es hora todavía. Están en lo más recio del combate, y no debéis salir de aquí.

-En lo más recio del combate se necesita, nuestro auxilio.

Y Angela recogió bálsamos, palios, hilas, y fuera de sí, con arrojo sobrehumano, seguidas de las Hermanas de la Caridad que la acompañaban, se lanzó al campo de batalla.

Aquellas débiles mujeres, en medio del horror del combate, parecían como ángeles de salvación, como la palabra divina deslizándose majestuosa y serena sobre el caos. El rumor de la guerra y los gritos de los moribundos, el humo de la pólvora, el hedor de la sangre vertida, no eran parte á detenerlas en su audaz carrera, en su gigante empresa. Parecía que, confiadas en lo divino del ministerio de paz y amor que ejercían, allí donde sólo reinaban el odio y la guerra, tenían conciencia de que Dios las amparaba á todas bajo su manto protector, y las libertaba del odio de los hombres, como las había libertado del odio de los elementos. Doquier hallaban un herido, ora fuese moro, ora cristiano sin preguntarle por su religión ni por su bandera, se detenían, derramaban bálsamo en aquella herida, y ofrecían consuelos á su alma, alivios á su cuerpo. ¡Cuántos infelices, al ver en medio del combate aproximarse aquellas mujeres desafiando la muerte, al verlas inclinarse sobre su pecho, estancar la sangre cerrar la herida, refrescarla, y después bendecirlos, como si fueran hermanos, sus ojos, en sus dulces labios, la primera luz de la fe cristiana, que nunca hubieran visto sin el fuego asolador de las guerras!

-El bien, la virtud, se reproducen con gran fuerza como llenos siempre de generosa vida. El bien que se derrama en la tierra es á un tiempo mismo un bálsamo, un ejemplo, una semilla, que, como el grano arrojado en la tierra, da ciento por uno. La misma fecundidad que tiene la naturaleza física, tiene la naturaleza moral. De una semilla nace un árbol que da millares de flores, millares de sabrosos frutos, pureza al aire, grata sombra al cansado. viajero, y que, levantando su copa á, las alturas, resiste y vence al torbellino de los siglos, viviendo largo tiempo fuertemente arraigado en la tierra. Y de una virtud sencilla, pobre, que se deposita en el corazón humano, y por la cual se logra que el hombre ame al hombre y confíe en Dios; de una virtud nacen millares de virtudes que hermosean y fortifican nuestra naturaleza.

En el instante (volviendo á nuestra interrumpida narración), en el instante en que las Hermanas de la Caridad entraban en el campo de batalla, el combate se había recrudecido de una manera horrible. Era ya el mediodía; el sol con toda su fuerza: caía sobre los combatientes. Ocho horas de continuo batallar hablan sido inútiles. Ciertamente habían perecido en ellas muchos infieles, pero no habían perecido pocos, cristianos. Además, los cristianos ni siquiera habían adelantado un paso, contentándose con romper, destrozar y desbandar, no siempre con buena fortuna, al enemigo.

En este instante, viendo que se dilataba más de lo que se creía el resultado del combate; viendo perecer inútilmente tanto bravo soldado viendo que era necesario escarmentar ejemplarmente al enemigo, se dió orden de acometer á toda prisa; pero de acometer terriblemente, sin dar cuartel, hasta exterminar á los hijos del desierto. Los soldados se apercibieron á esta nueva lucha, y á pesar del terrible calor que hacía, avanzaron con gran rapidez, contentos con cambiar de posición, y acometer en vez de resistir. Todo el ejército cristiano, exceptuando la retaguardia, se movía como un solo hombre. Sus tres alas caían como un torrente devastador, sobre los árabes. Parecía aquel ejército tan disciplinado, moviéndose á un mismo compás, como un muro andando en virtud de su propio movimiento.

Aquel primer impulso de la gente cristiana espantó á la gente mora, que creía á sus enemigos sin fuerza y sin valor para acometer en el combate.

Su primer impulso, vista la actitud terrible del enemigo, fué correr presurosamente, sí, correr á la desbandada; pero pronto, avergonzados de si mismos, se rehicieron, decidiéndose á morir antes que dejar ó ceder el campo.

Entonces se vió lo más terrible que guardaba en sus entrañas aquel terrible día: lanzas rotas, cascos abollados, un fuego horrible, muertos innumerables, heridos lamentándose aquí y allá; los dos ejércitos peleando casi cuerpo á cuerpo; la artillería de uno y otro lado barriendo á los hombres; el furor aumentando á medida que aumentaba el combate; la muerte cebándose en millares de seres humanos; la desesperación haciendo esos prodigios de valor que ya traspasan las fuerzas humanas; y á pesar de todo, la victoria indecisa, insegura, y el empuje igual por ambas partes, como si aquellos ejércitos no agotaran nunca sus hercúleas fuerzas.

Pero conforme declinaba el sol, declinaba también el valor de los africanos y crecía el valor de los europeos. Entonces, al acercarse el fin de la tarde, las dos alas, derecha e izquierda, del ejército cristiano, que dos veces habían sido arrolladas y dos veces habían vuelto á reconquistar el terreno perdido y rehacerse, volviendo sobre sí mismas con extraordinario esfuerzo, cercaron casi á los africanos, los acuchillaron, los vencieron, y cuando el sol llegaba á su ocaso, viendo correr desbandados y presurosos los últimos restos de sus enemigos, entonaron á una, el cántico de victoria. La inteligencia había vencido á la fuerza; la razón al instinto.

Cuando vino la noche, la luna alumbró un cuadro desolador; la luna, que con su luz amarillenta como el reflejo de una antorcha, da á los objetos un tinte pálido, melancólico, fantástico, tristísimo. El cielo estaba sereno, sin una nube; la luna era la envidia del día; su luz vivísima había borrado las estrellas, y sus rayos dulcísimos, esos rayos que parecen destinados á iluminar con su luz suave y melancólica sólo escenas de amor sus rayos se reflejan en las lanzas despedazadas, en los pálidos ojos de millares de moribundos, esparcidos por aquella tierra de maldición, cubierta de horrores, empapada en sangre. Por los últimos límites del horizonte, ó por donde alcanzaba humanamente la vista, aparecían grandes sombras, que, ora se agrandaban, ora se desvanecían, como las ilusiones de un sueño. Eran los hijos del desierto, que huían de sus chozas, de sus aduares queridos, como perseguidos por una maldición, poblando de lamentos los solitarios desiertos. Al verlos desaparecer semejaban ora fantasmas de una imaginación calenturienta, ora sombras evocadas en un gran osario, ora pájaros enormes del desierto, que se quejaban en són doliente, ora el genio de aquellas comarcas, que huía despavorido de aquellos lugares, donde entraba el genio de la civilización y del cristianismo.




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- LVII -

El gran triunfo había costado un gran sacrificio. Millares de soldados yacían en el campo heridos. La desolación se había extendido por el mismo campo de los vencedores. Por todas partes se oían lamentos, gemidos, ayes que se escapaban al dolor. Doquier se volvían los ojos, encontraban heridos, marcando la pura sangre de sus venas, ó muertos que estaban aun calientes, como si conservaran un resto de vida. Había concluido por aquel instante el oficio del guerrero, y comenzaba en verdad el oficio de la Hermana de la Caridad. Angela, que tan afligida y angustiada se mostrara durante el rudo combate, desde el punto en que sólo se trata de reparar males cerrar heridas, enjugar lágrimas, irradia de su semblante y de sus ojos dulcísima aunque triste serenidad: que la mujer, si no tiene valor para combatir, lo tiene muy grande para consolar: fin más en armonía con los grandes y preclaros destinos á que la llamara el Eterno. Así es que á la luz de la luna, que baña con su dulce resplandor todo el campo, va curando los heridos, recogiendo á los muertos, rehaciendo la fuerza de los débiles, como un ángel enviado del cielo para verter la vida allí donde se había cebado con tanto horror la muerte.

Angela, secundada por sus Hermanas, obraba maravillas. Mas era tal el número de heridos, que no bastaban sus fuerzas á remediar tantos males, ni á correr el espacio por donde se encontraban diseminados los restos de este ejército de heridos. Angela recorría con una ansiedad infinita él campo. Nada sabía de Eduardo; no sabía si era vivo, muerto ó herido. Según noticias llegadas á sus oídos, el bravo oficial que había arrancado la bandera al africano enemigo, el valiente Eduardo, desmayado algunos instantes, más por la fuerza de sus emociones, que por el dolor de sus heridas, había vuelto al combate, haciendo inauditos prodigios de valor. Después había vuelto á preguntar por él, mas nadie le daba razón. Cuando más preocupada estaba con tal idea, vió un montón de cadáveres y oyó como un gemido. Aproximóse Angela al sitio de donde había procedido aquel clamor, y se quedó como embebida en contemplar aquellos troncos, al parecer inanimados. Mas pronto un nuevo gemido, más profundo y más amargo que el anterior, hirió sus oídos. Entonces dió un grito Angela, y volviéndose á un hombre que estaba tendido á algunos pasos de distancia, y que ella habla dejado creyendole muerto, exclamó:

-¡Ah! Este aun vive, aun vive, aun...

Inclinóse prontamente sobre el cuerpo que había exhalado aquel gemido, y puso la mano sobre su corazón, exclamando:

-¡Este aun vive aun vive sí sí!

De pronto sus ojos se fijaron en el rostro del moribundo, que un rayo de luna iluminaba el rostro y retroceder horrorizada, fué en Angela instantáneo. En efecto: era Eduardo, sí, Eduardo, herido, abandonado en aquella soledad, casi exánime, sin vida; Eduardo, el amor, sí, el eterno amor de Angela. En aquel instante triunfó de la Hermana de la Caridad la mujer, de la compasión el amor. Angela, al ver aquel rostro pálido, aquel cuerpo casi helado, aquellos ojos extraviados, sintió otra vez en su pecho el amor infinito que nunca la abandonó, como si hubiera sido el alma de su alma, aquel amor que de campesina la hizo artista, y de artista Hermana de la Caridad.

Angela, en los instantes en que veía feliz á Eduardo, casi se olvidaba de su amor. Aquella pasión, que era infinita, caía sobre la frente de sus hermanos. Mas cuando veía desgraciado á Eduardo, se acordaba de que él había inspirado la primer pasión á su alma, el primer amor á su corazón. Entonces aquel su pensamiento que se dilataba por los inmensos espacios, se detenía en un punto, el recuerdo de su amor, y aquel corazón que tanto amaba, se convertía en un solo objeto, á Eduardo. En su estado, en sus votos, en su santo ministerio, podía sentir aquel amor inmenso, infinito, porque no había en él nada que no fuese espiritual, que no fuese divino.

El fuego del dolor había purificado su alma. Todas las manchas de la materia se habían perdido en el crisol de sus desgracias. El cuerpo era en aquel sér, casi divino como la ligera gasa que cubría su alma para hacerla visible á los ojos de los mortales. Parecía la encarnación maravillosa de ese ideal con que todos soñamos y que nunca vemos realizado en la tierra, de ese ideal de amor y de ventura que seguimos anhelantes, como el niño la mariposa del campo, hasta el fondo mismo del sepulcro. Y su amor, ¡oh! su amor era como la atracción que sostiene á la estrella en los cielos, como el canto en el ave, como la inocencia en, el niño, como la oración en el alma; era el mensajero entre Dios y ella, entre su corazón y lo infinito. ¡Oh! Los que, postrados en el seno de la materia, sin más Dios que el oro, sin más pasión que el brutal instinto del sentido, hombres miserables, no creéis que hay aquí, en el cerebro, un cielo más inmenso que ese cielo que rueda sobre nuestras cabezas, y apagáis el espíritu, el soplo de Dios, la luz de la vida, sois, en verdad, dignos de compasión porque hay muchos más goces en el dolor que se siente en las pasiones puras, divinas, del alma, que en todos, los brutales placeres del sentido, pasajeros, fugaces, que sólo dejan nubes en la inteligencia y hastío en el corazón.

Mas prosigamos en nuestra narración. Angela se detuvo un instante turbada, como si la hubiera abandonado el sentido. Sus ojos se llenaron de lágrimas, su corazón latió fuertemente. Dudó algunos instantes si sería Eduardo; porque hay verdades, ó tan tristes ó tan plácidas, que no puede acostumbrarse á ellas ni la inteligencia ni el corazón. Mas por fin salió de su estupor, y con la celeridad del rayo se lanzó á prestar auxilios á Eduardo. Estaba herido en el pecho gravemente, herido en el brazo. Sus dos heridas chorreaban sangre, sí, sangre preciosa que Angela quería contener á toda costa. Este fué su primer pensamiento. Conforme Angela iba curando á Eduardo, sentíase renacer en éste la vida. Su respiración era menos fatigosa, su corazón latía con más libertad. El infeliz debía la vida á Angela. Contado ya entre los cadáveres, porque no había dado señal ninguna de existencia, si aquella noche la hubiera pasado en el campo, á la intemperie, acaso hubiera muerto. Como en el calabozo, en el campo de batalla le salvaba Angela, sí, la mujer que había desdeñado, el ideal que había desvanecido de su conciencia, el puro amor que había tan impíamente desterrado de su corazón.

¡Qué imagen tan verdadera de nuestra vida! Abandonamos la virtud, solemos desdeñarla, parécenos ingrata, y cuando en un amargo trance de la vida nos vemos, la virtud desdeñada nos salva, la virtud herida, nos consuela, y sólo la virtud nos hace venturosos. Porque, al fin, el mal engendra el mal, y el bien engendra el bien; que en él

Espíritu, en la Naturaleza, cada cosa engendra su semejante; y el mal nos parece hermoso cuando no es sino extremo de fealdad, y el bien feo cuando compendia toda hermosura. Por el amor de un instante solemos perder el eterno amor; por nuestro individuo de hoy, la eterna individualidad del alma, su eterna virtud. ¡Oh! Esto le había sucedido á Eduardo. Desdeñó en Angela toda la virtud, toda la hermosura, toda la gloria de su vida; y aquella virtud, aquella hermosura, aquella gloria que había desdeñado, en la hora suprema de morir, cuando no le quedaba ninguna esperanza, cuando la eternidad se abría como un abismo á sus plantas, aquella virtud le sonreía amorosa, derramaba su puro bálsamo en las heridas, su esencia divina en el sér ingrato que la había desconocido, que la había menospreciado.

Y, en efecto, los esfuerzos heroicos de Angela no fueron perdidos.

Al poco tiempo Eduardo abría los ojos y exclamaba:

-¿Dónde estoy?

-Salvo -contestaba Angela.

-¿Qué voz celeste hiere mis oídos?

Angela lloraba.

-¡Ah! Es una ilusión de mi agonía. Celeste ilusión, yo te saludo.

-Soy yo, yo, Eduardo.

-Sí, tú, tú; mi idea, mi idea perpetua, que ha tomado cuerpo para consolarme.

-¿No me conoces?

-¡Oh! Sí, sí; primero me olvidaría de mí mismo.

-Soy Angela.

-Eres el sentimiento que está aquí, en mi corazón, y en mi locura me pareces un sér real, verdadero.

-Y lo soy.

-No, no; tú no eres. Tú eres una ilusión bendita de mi alma.

-No soy sino realidad.

-La realidad es el combate, la sangre, las heridas.

-Todo ha pasado ya.

-Sí, como un sueño.

-Ahora ya estás mejor.

-No...; me muero... Quiero estarme muriendo.

-¿Por qué?

-Porque mi debilidad, mi dolor, mi agonía, finge en los espacios la imagen idolatrada de Angela, imagen de mi corazón, sueño de mi alma, idea que acaricio, pero idea bendita, salvadora, divina; que es mentira, porque no es, porque ya no existe,pero que me parece verdad y la estoy viendo.

-¡Ay! Delira.

-Delirio sublime, delirio divino; tú eres la vida, tú eres el amor. ¡Agonía, agonía, prolóngate hasta la eternidad!

-Mira, vamos á curarte.

-¡Curarme! No, no.

-¿Por qué?

-Porque si me curan no veré á Angela, no la veré. Si me curan se acabará esta fiebre que me hace soñar con ella, esta fiebre que le da cuerpo, que le da realidad; dura, dulce agonía, dura mucho tiempo.

Y Eduardo no apartaba los ojos de Angela.

-¿Tanto la amabas? -dijo Angela con dolor.

-¡Oh!

-¿Tanto la amabas?

-Mira, por ella amo esta agonía, por ella he buscado la muerte.

-¡La muerte!

-Sí, porque la he asesinado. ¿No es verdad, dulce ilusión mía, que la he asesinado? ¡Ah! El aire que baja de tus labios me vuelve la respiración. La luz de la luna que se refleja en tus lágrimas, te hace más hermosa, más divina. ¡Dura, mi agonía, dura por mi bien! ¡Que no se vaya esta ilusión, esta mentida, engañosa imagen!

-¡Eduardo!

-¿Me llamas?

-Sí.

-¡Cuántas veces ¡oh ilusión querida! el sér que representas, la verdadera Angela, me habrá llamado doliente por las riberas del mar, cuántas veces!

-Muchas.

-Y yo, en mi insensatez, la he asesinado.

-No, aun vive.

-Pero vive sin felicidad.

-No, es feliz porque puede salvarte de la muerte.

-Es verdad, ahora me acuerdo.

-¿De qué?

-De una noche.

-Habla.

-¡Noche terrible!

-¡Cielos!

-¡Noche angustiosa!

-¡Delira!

-El calabozo estaba frío como una tumba.

-¡Eduardo!

-El aire impregnado de miasmas...

-¡Calla!

-El verdugo se aparecía entre las tinieblas.

-¡Qué horror!

-Yo iba á morir.

-¡Eduardo!

-Porque yo, yo había matado á un hombre.

-No, no le mataste.

-Le quise matar. El delito está en la intención; yo debí morir. Y, en efecto, el verdugo estaba á la puerta.

-¿Por qué esos recuerdos?

-Ya caía sobre mi la noche de la eternidad.

-¡Eduardo!

-Ya iba á morir, cuando se apareció ella, tan hermosa como la luz del alba; ella, mi ilusión de hoy, mi amada de ayer, mi providencia de siempre.

-¡Abandona esos pensamientos, infeliz!

-Estos pensamientos, á la hora de morir, son toda mi vida. Dios me va á pedir cuenta de ellos. Me dirá: «Te mandé un ángel de mi cielo; ¿qué has hecho, infeliz, de ese ángel? ¿Dónde está, dónde?»

-Calma tus pasiones. Dios, en su misericordia, comprende y excusa las debilidades humanas.

-¡Oh! Mi debilidad fue tan grande que no puede tener excusa.

-Dios perdona hasta los crímenes.

-Pero no el nefando crimen de arrancar á un ángel su corona, cortarle las alas, ofrecerle acíbar y hiel, sepultarlo en una eterna desgracia, en cambio de la felicidad recibida.

-Pero en el corazón no manda la voluntad.

-Mi crimen fue mayor. Yo la amaba con todo mi corazón. En mi vida había sido como una estrella.

-¿La amabas, Eduardo, y la olvidaste?

-Sí. Un vértigo me arrastró, y fuí esclavo del vértigo. El sentido mató á la razón, el cuerpo encubrió completamente el espíritu. Yo fuí esclavo del sentido.

-¡Eduardo! Es necesario curarte.

-Déjame, dejame morir. Yo he buscado la muerte, y ya la tengo. Ven, muerte, ven á mis brazos. En medio del combate he invocado tu auxilio. Cuando he sentido mi primer herida, me he transportado de gozo, como el amante al recibir el primer beso de su amada.

-¡Qué horror!

-Porque yo no puedo, porque yo no debo vivir. Mi alma, como una planta maldita, ha dado muerte á cuantos han ido á guarecerse á su sombra. Muera yo ahora.

-¡No, vive, vive!

-¿Para quién?

-Vive para ti.

-El sér que sólo es necesario para sí mismo, es un sér inútil.

-Vive para Dios.

-Para Dios se vive mejor en la muerte, allí, desligados de esta cárcel, de estos hierros.

-Vive para tu esposa, para Margarita.

-¿Qué has dicho? ¿Qué palabra has pronunciado? ¿Quieres matarme? ¿Te complaces, sombra querida, en evocar el genio de mi mal? Mi esposa herida... La deshonra... La muerte... Infame... Por ti, por ti...

Y Eduardo, que en medio de su delirio conservaba una intuición y una claridad de inteligencia admirables, perdió completamente la razón.

-Veo un monte erizado de espinas. Un ángel que baja del cielo, me trae una flor celeste y una estrella en la mano. Sus labios entreabiertos se sonríen con la felicidad de la bienaventuranza. Ven, sigueme; te llevaré á la gloria, á Dios. Y yo le abandono, y por un beso, por un instante de placer que me ofrece un asqueroso esqueleto cubierto de carne, me hundo en una cueva negra, espantosa, terrible, que me hiela de espanto, que me mata: ¡infeliz, infeliz! Más me valiera no haber nacido. Adiós, vida. Adiós, mundo. ¡Oh! ¡Me llenáis de horror! ¡El universo hiede como cadáver descompuesto y podrido!

-¡Infeliz Eduardo!

-Yo allí, en la honda cueva, voy á buscar el esqueleto que me ha seducido, que me ha alejado del cielo, creyéndolo encontrar hermoso. ¡Infeliz! ¿Qué hice? Era un montón de negros y carcomidos huesos. ¡Ja, ja, ja!

Y una risa horrible, sardónica, sacudía todo su cuerpo.

-Quise pedir, sacar vida de aquellos huesos. ¡Ay! Sólo me daban una descomposición fosfórica, fantástica, pálida, terrible, que me ensuciaba las manos, que teñía de un resplandor lívido mis ojos; y cuando ponía las manos en las paredes para libertarme de aquella luz, sólo escribía horrorizado esta palabra: ¡Maldición, maldición!

Angela se cubría el rostro con las manos y lloraba amargamente.

-Los huesos del esqueleto, cuando yo quería huir, corrían en pos de mí como los buitres sobre un cadáver. Yo huía y huía; pero el ruido de aquellos huesos en la tierra me helaba de frío, de terror, de espanto. Era como una cadena, como un fantasma, como la imagen viva de mis remordimientos.

-Vuelve, vuelve en ti.

-El remordimiento. Tu no sabes, ¡oh imagen de mi adorada! no sabes lo que es un remordimiento. Quiera el cielo que no lo sepas nunca. Es una víbora que se a garra á las entrañas, y da picaduras terribles y no mata.

-¡Desecha esas ideas!

-Si el remordimiento matara, yo no hubiera necesitado ir á un campo de batalla á buscar la muerte.

-No, la muerte no; aun eres muy joven.

-Pues un día vi al esqueleto envuelto en una gasa celeste, coronado de flores, teñido de color el rostro, vivos los ojos, cubierto de carnes, y me dijo: «Has de ser mi esposo.»

-Y yo le obedecí, porque yo era su esclavo, y le seguí á todas partes, y le rendí mi alma, y el esqueleto quiso devorarme, y me robó el cielo, la luz, el aire, la vida, haciéndome de su misma naturaleza, un cadaver ambulante, una hoja seca, una sombra ponzoñosa, nada, sí y nada; la muerte con todos sus horrores, el vicio en toda su fealdad.

-¡Suerte infeliz! -exclamó Angela.

-Sí, infeliz. El viento me arrebató la corona de mis ilusiones, apagó el fuego de mi corazón, ahogó el cántico del cielo en mi garganta, la esperanza de otra vida mejor; me arrastró como una rama seca por el suelo, me llevó á un abismo, y en el abismo estoy suspendido como una fría y asquerosa telaraña, ensuciando la tierra de donde Dios debe sacarme, para limpiar al menos de inmundicia su preciosa obra.

-¡Y el arrepentimiento, y el dolor!...

-¡Ah! Yo no creía en nada, en nada, después de esta vida tan triste; ¡yo, que antes había sido tan creyente! Mi amor á Dios se apagó como un carbón encendido que cae en el agua. Mi amor al hombre se desvaneció como una ligera sombra. Mi deseo por la libertad de los pueblos, por la santa causa de las nacionalidades, se desvaneció también por completo. Yo no amé ni á la humanidad, ni á la patria. Yo fuí como una máquina. Yo, yo, por todo esto, seré ahora, ahora, maldito. ¡Maldecidme, Dios mío, y que pague con una pena eterna, infinita, la enormidad de mi negro crimen; sí, Dios justiciero, sí!

El gran esfuerzo hecho por Eduardo para decir, en medio de su debilidad, todo lo que decía, tan sin conciencia, le postró de suerte, que después de estas palabras quedó como aletargado, ó, mejor dicho, como muerto. Angela, con la resignación heroica, principal mérito entre todos sus méritos, volvió á ver de volverle las desmayadas fuerzas. Angela no quería que en semejante estado de atroz delirio fuese transportado á su tienda, temerosa de que revelara que él había sido su amante, y la malicia pública interpretara mal su abnegación y su heroísmo. Mas al verse sola con un herido tan en peligro como Eduardo, dió de mano á todas estas aprensiones y se decidió á pedir socorro.

En efecto: vió á lo lejos una como procesión iluminada por antorchas. Más de cincuenta de estas luminarias arrojaban una luz tal, que competían, aun desde lejos, con la luz brillante de la luna llena. Entre las gentes que componían aquella procesión, no había quien no estuviese triste. No parecía sino que la victoria había sido de los enemigos. Aquella procesión, en que se veía todo lo más granado del ejército cristiano, iba en pos del cuerpo de Eduardo, el valiente oficial que había rescatado del enemigo la bandera cristiana rescatando al mismo tiempo la honra de aquel sin par ejército. El bravo oficial era muerto, según voz que corría muy acreditada en el campamento; era muerto, buscando la gloria y el triunfo de sus tropas. En todos había producido triste impresión aquella temprana muerte, é iban á buscar los restos del valiente para darle la debida sepultura y rendirle los honores correspondientes á su decidido heroísmo. Sus hermanos de armas sentían doblemente esta muerte, que arrebataba un tierno amigo á su corazón, un gran soldado á su ejército. Cuando andaban casi á la ventura, oyeron los lamentos de Angela que los llamaba, y encaminándose hacía allí, encontraron á Eduardo exánime, y á Angela de rodillas, con una mano puesta sobre el pecho de aquel que parecía cadáver, y los ojos en el cielo, como si buscaran el vuelo de aquella alma.

-Caballeros, caballeros -dijo Angela cuando los vió acercarse-, auxiliadme á llevar este herido á una tienda.

-Buscamos -dijeron algunos- el cadáver de Eduardo, el capitán que arrebató nuestra bandera al enemigo.

-Aquí le tenéis, aunque no es cadáver aún.

-¿No? -preguntaron todos maravillados.

-No. Yo he curado sus heridas, y, aunque son profundas y peligrosas, no renuncio á la esperanza de volverle la vida.

-¡Oh! ¡Gracias á Dios! -gritaron todos á una-: acaso podamos aún salvarle.

-Yo -dijo Angela- lloro su desgracia, pero no la creo irremediable.

Un médico que había entre los que iban á recoger el cuerpo de Eduardo, tomó el pulso del joven y dijo:

-Aun vive; tenéis razón, hermana, aun vive.

-Y acaso vivirá, acaso se salvará.

-No conozco las heridas.

-Por lo que yo alcanzo, sólo una muy profunda, que tiene en el pecho, puede ofrecer algún cuidado.

-¡Cielos! Si fuera posible salvarle, ¡cuánto nos alegraríamos -dijo un militar amigo de Eduardo.

-Ha militado como un valiente bajo nuestras banderas -dijeron otros.

El médico se inclinó á registrar la herida abierta en el pecho; pero Angela le detuvo, diciendo:

-Notad, doctor, que es muy tarde. La noche comienza á tornarse fría, á pesar del gran calor que hemos sufrido. Y esto puede dañar mucho á sus heridas.

-En efecto: recojámosle.

Y varios soldados le recogieron y colocaron en una camilla.

-Puesto que vos habéis sido la que felizmente habéis encontrado á Eduardo, y necesitando de un particular esmero su curación, quedaréis exclusivamente á su cuidado.

-Como queráis -dijo Angela-. Pero el cuidarle á él no me priva de cuidar á todos los que como él me necesiten; que la vida de todos los hombres nos debe ser igualmente preciosa.

-Como queráis -dijo el médico.

-Pues bien: llevémosle ahora á la tienda, y hacedle prontamente la primera cura.

-¿Qué habéis notado en él?

-Un lamento me avisó dónde estaba.

-¿Se encontraba en su cabal juicio?

-No.

-¡Malo!

-Se conoce que le poseía una idea, y todo cuanto decía estaba rigurosamente acorde con aquella idea -dijo Angela-. Mas en su mirada errante y en su indecisa palabra se veía que deliraba.

-Y ¿qué idea fija tenía en su memoria?

-Una gran pasión.

-¿La gloria?

-No.

-¿La ambición?

-No.

-¿El amor?

-Sí.

-¡Malo! -dijo el médico.

-¿Hasta eso puede influir en su curación?

-¡Hasta eso, y mucho!

-Mas su naturaleza robusta

-Sin embargo, se conocía que estaba muy triste, muy debilitado.

-Sí, yo fío en Dios que habéis de salvarle.

-Yo también.

-Siquiera por su pobre mujer -dijo Angela con amargura.

-¿Tiene mujer?

-Sí.

-¿Hijos?

-No.

-¿Vos le conocéis?

-Es, como yo, de Italia.

-Es verdad.

-En efecto: debemos salvarle, y muy especialmente por ser un tan buen soldado.

-La herida del pecho...

-¿Es profunda?

-Mucho.

-¿Es de bala?

-Lo ignoro.

-¿Arrojaba mucha sangre?

-Poca.

-¿Qué tal respiraba?

-Bien. Su delirio tenía algo de elocuente.

-Y ¿hablaba con voz entera?

-Mucho.

-Hay esperanza.

-¡Quiéralo el cielo!.

-Sí, Dios lo querrá por nuestro bien

-Tal creo.

Y en esto llegaron á la puerta de la tienda donde Eduardo debía quedar para ser curado.




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- LVIII -

Procedióse á la inmediata y pronta curación de Eduardo. Sus heridas eran profundas, y los médicos daban pocas esperanzas de conservar la vida del enfermo. Una respiración fatigosa y anhelante, una fiebre exaltada y nerviosa, vaguedad en el mirar, pulsaciones violentas en el corazón, delirio continuo, incesante, este era el estado de aquel guerrero, que buscaba en los campos de batalla, no la victoria, sino la muerte. Decidieron los médicos que Angela no se apartase un momento de la cabecera de su lecho, que le acorriese en aquel trance amarguísimo de la vida de Eduardo. La pobre joven sentía infinito el estado del único hombre que había amado en la tierra; pero disimulaba cuanto podía su sentimiento. Trataba, y casi lo conseguía, de ocultar que allí, en aquel lecho, padecía, no solamente un hermano, sino el amor de su corazón. El amor de Angela, que se había eclipsado cuando Eduardo era feliz, crecía ahora con desmedida violencia. Verle herido, postrado en un lecho próximo á la muerte, y desgraciado, y no amarle, era imposible para aquel corazón nacido con todas las virtudes celestes.

Mas por lo mismo que aquel amor no podía tener esperanza alguna en la tierra, se refugiaba Como en su natural vivienda en el cielo. Lejos de ser una de esas pasiones que turban el sentido y emponzoñan el corazón, era una pasión purísima, divina; era como el alma del alma, como la esencia misteriosa de su vida. Cuando Angela se vió sola en la tienda de campaña con el enfermo, cogió una luz y se acercó á su lecho. Estaba como dormido. La horrible calentura coloreaba ligeramente sus mejillas. Su frente mostraba una gran serenidad, como si descansara su pensamiento tranquilo, después de haber trabajado por largo espacio de tiempo. Respiraba mal, muy mal. pero sentíase que aquella respiración, si era un gran dolor físico, no afectaba en nada su corazón, que parecía tranquilo, ó, cuando más, agitado por el padecer material, que no llega nunca hasta el espíritu. Angela, al acercarse al lecho de Eduardo comprendió lo que significaba aquella contradicción entre el dolor del cuerpo y la serenidad del alma de Eduardo, y dijo para sí con amargura:

-Has encontrado lo que buscabas: la muerte. No podías sufrir el combate de tu corazón, y has ido en pos del otro combate más terrible y más grande. ¡Infeliz! Las heridas del alma las has recrudecido con las heridas del cuerpo. Pero este bautismo de dolor te regenera, te salva. El remordimiento te ha hecho mártir. Faltaste á lo que te debías á ti mismo; faltaste á lo que me debías; la pasión te ha despeñado; pero tú pedías áDios un gran dolor y un gran castigo, y lo has conseguido. Me parece que de esas terribles, entreabiertas heridas, veo levantarse como un aroma inmortal, tu alma, digna ya, sí, digna de todo mi amor. ¡Amor! ¿Qué idea ha venido á mi acalorada mente? Yo no puedo amar á un hombre, yo debo amar á la humanidad. El sentimiento no ha nacido para mi corazón, el sentimiento regalado y dulce que une á un sér toda una vida. Ese sentimiento debe morir aquí, en este alma lacerada y triste. No, no os levantéis á mis ojos, días tranquilos en que mi mundo se concluía donde se concluía mi horizonte; en que mi idea y mis recuerdos volaban siempre en pos de mi Eduardo. Esos días deben desaparecer, como una maldición, de mi memoria. Sí; huid, huid, recuerdos placenteros; callad, callad, sentimientos del corazón. Ahora sólo debo pensar en salvarle, en arrancar esta presa á la muerte. Pero al salvarle, no debe acordarse de mí, no; debe acordarse de que tiene una esposa en la tierra, debo salvarle para su familia, para su patria. ¡Una esposa! Los celos me matan, me despedazan el corazón. Conozco que no tengo virtud bastante para tan ruda prueba. Yo, yo que le amaba tanto; yo que no sabía vivir sin él; yo que no tenía más pensamiento que Eduardo, ni quería sin Eduardo la vida; ¡yo debo entregarlo á otra mujer! No, no. Me voy á morir. Pero ¿quién soy yo? ¿Me he olvidado, por ventura, de quién soy? Yo soy Hermana de la Caridad, desposada con Dios. Yo no me pertenezco á mi misma; yo pertenezco á los desgraciados, á los enfermos. Mas, por muy grande que, sea mi corazón, ¿puedo mandar á este amor que se levanta de su fondo como una gran tempestad? Señor, necesito de tu auxilio. Dios mío, necesito de tu poder. Voy á, abandonarle. Lo mejor es huir, sí, huir de aquí. Yo no tengo confianza bastante en mí misma. Yo no podré ocultarle que le amo; que vive aun aquí, en mi corazón, como el día primero de nuestro amor; que en este corazón vivirá siempre, y que conmigo irá á la eternidad. Pues ¡qué! ¿ha de ser el amor un crimen? Esa pasión que Dios ha inspirado á todos los seres de la Naturaleza; esa pasión que anima desde la flor hasta el astro, ¿sólo en mi corazón, sólo en este corazón ha de tornarse ponzoña y mal? ¿Por qué cuando venía á orillas de la fuente este amor era una virtud, y hoy, ¡ah! hoy es un crimen? ¡Cielos! Sí, es un crimen; es una pasión que debe ser ahogada allá en el fondo del pensamiento; es una serpiente que se esconde en el cáliz de mi alma; es un veneno que destila gota á gota de la sangre de mi corazón. Entre ese hombre y yo media un juramento de amor que él ha prestado á otra mujer, y un juramento de amor que he prestado yo á Dios y á la humanidad. Ese hombre debe seguir á su esposa en la tierra, á su esposa en el cielo. El lazo que los une ya no puede ser cortado ni aun por la muerte. Deben ser el uno para el otro. Yo, levantándome en su camino; yo, amándole insensatamente, soy como la sombra en el cielo, como el genio del mal entre un coro de ángeles. No, no; yo venceré a mi corazón en esta nueva prueba; sí y lo venceré. ¡Desgraciada mujer! Amaste como no se ama en el mundo; tus ilusiones, tus esperanzas, tus sentimientos, los consagraste á un solo sér en la tierra; vivías de su vida; sentías con su corazón; pensabas con su pensamiento, y cuando parecía que ibas á tocar la felicidad; cuando más amada te creías, aquel sér huyó, desapareció de tus ojos, dejándote un amor horrible, un amor desgraciado, un amor infeliz, sin esperanza. Este amor, este amor debe ser ahogado, debe ser vencido, aunque me cueste la vida. Tú, tú, Eduardo, vivirás con tu esposa. Yo te arrancaré del lecho de la muerte para volverte al hogar de tu familia. Yo te arrancaré del sepulcro para entregarte á los brazos de tu esposa, de la única mujer que debes amar en el mundo. ¡Calla, calla, corazón mío! Hable sólo el deber. Y si para cumplir el deber es necesario morir, muera en buena hora; que Dios, que juzga las conciencias, verá la pureza inmaculada de mi alma.

Angela, después de esta gran lucha, como hubiera llorado muchísimo, se enjugó las lágrimas. Un rayo de serena luz cruzó por su frente, una dulce sonrisa por sus labios. En aquella alma tan pura, esta lucha había producido como una tremenda y obscura noche. Angela, que conservaba toda la tristeza propia de una pasión sin esperanza, no podía imaginar que aquella pasión, en momentos dados, había de tener una intensidad tan grande, tan extrema. Era un obstáculo que encontraba en su camino; pero un obstáculo, que se proponía vencer con el santo auxilio, del cielo.

Lo primero que hizo fué arreglar todos los medicamentos, disponer las tisanas, apercibir todo cuanto había menester el enfermo. En seguida se sentó á la cabecera del lecho del moribundo. Con los ojos puestos en su frente pasó gran parte de la noche. Parecíale que sus labios, contraídos por el dolor, pronunciaban con frecuencia un nombre, y que ese nombre era «Angela, Angela». Esto aumentaba su pasión por el desgraciado joven, y la excitaba á proseguir con más empeño la lucha tremenda entre su amor y su deber.

Conforme iba viniendo el día, iba aumentando la fiebre de Eduardo. Sus ojos errantes parecían querer romper sus órbitas. Sus labios temblaban agitados, y su frente ardía como si ocultara en el cerebro un incendio. El delirio, que no le abandonaba un punto, crecía de suerte, que mil palabras incoherentes caían á borbotones de sus labios. A pesar de que nada decía en concierto; a pesar de que no se podían concertar y concordar dos ideas, veíase que el pensamiento fijo en su mente, el sentimiento de su corazón, la idea que le atormentaba, idea única, era Angela.

Cuando más deliraba, entró uno de los médicos y preguntó á Angela:

-¿Cómo sigue el enfermo?

-Lo mismo.

-¿La calentura no disminuye?

-Antes parece que aumenta.

-Este joven -dijo el médico- tiene una enfermedad que nosotros no alcanzamos á curar.

-¿Sí? -dijo Angela, con aparente indiferencia, pero temblando en realidad.

-Las heridas del cuerpo no le matan, no; le matan las hondas heridas que tiene en el alma.

-¿Tal creéis?

-Sí lo creo; lo creo firmemente.

-Y ¿de dónde habéis podido deducir eso?

-Lo he deducido de todas sus acciones.

-¡Ah!

-Le he observado mucho. Antes de ser herido, sus palabras tenían algo de delirio, y el valor que ayer mostró, era el valor que inspira la locura.

-¡Cielos!

-Sí, ese joven debe sentir una pasión inmensa, un amor sin esperanza.

-¡Ah!

-Y si no, oid, oid.

En efecto: Eduardo decía: «Yo te amaba. Me acuerdo que me parecías una flor. Eres un ángel. ¡Ay! Y te abandoné por otra mujer, sí; por otra mujer, sí: ¡infeliz de mí!»

-¿Oís, oís?

Angela lloraba.

-¿Lloráis? -dijo el médico.

-Sí; compadezco tanta desgracia.

-En verdad, es digno de compasión.

-Y ¿no hay esperanza de salvar esa vida?

-La hay, la hay.

-La juventud...

-Todo puede esperarse de la juventud.

-¡Dios lo haga!

El médico observó largamente á Eduardo, examinó el grado de calor que tenía, la violencia de su pulso, la dificultad de su respiración, la contracción de su rostro, y después de algunos instantes de meditar, dijo:

-¡Ah! Es muy fácil que muera, muy fácil.

Al oir estas palabras se estremeció Angela, como si hubiera un rayo caído á, sus plantas.

-¡Ese delirio le va á perder! -exclamó el médico, acentuando con desesperación estas palabras.

A pesar de este continuo delirio, la calentura cedía, y la enfermedad de Eduardo se aliviaba visiblemente. No contribuía poco a tan feliz resultado aquella incomparable caridad de Angela, siempre dispuesta al sacrificio. Su corazón no se contentaba con sacar á, Eduardo de las garras de la muerte; quería devolverle todas las condiciones de una verdadera vida, salvarlo para la virtud, para el cielo. Así que el delirio fue disipándose, Angela se apartó de la cabecera del enfermo para no ser de el conocida, y se resignó con tranquilidad a este gran dolor que hería su alma. Temía mucho que su presencia levantara en el corazón de Eduardo el oleaje de sus antiguas pasiones y de sus recuerdos. Pero, no obstante esto, su único pensamiento era la felicidad del hombre que había amado con el amor puro, divino, de un ángel. Para contribuir á esta felicidad pensó en Margarita, ya regenerada por el arrepentimiento y el dolor. La vida sin la virtud es como una continua muerte. Por eso Angela buscaba en el corazón de Margarita una nueva fuente de vida para Eduardo, nueva felicidad para su corazón. Con esa perspicacia propia de su sexo, Angela lo arregló todo de suerte que para el tiempo en que las grandes emociones no, podían hacer ya mella en el corazón de Eduardo, se presentara Margarita en su tienda. En efecto: la joven, merced al celo de Angela, había llegado desde Nápoles, ocultamente, al sitio donde se encontraba herido su esposo. El corazón de Margarita, vacío ya de aquellas grandes y ponzoñosas pasiones que lo habían viciado y corrompido, se purificaba con el dolor, se purificaba también con la esperanza. Al ver que Dios no la había abandonado; que del seno de inmundo lodazal había querido remontarla al cielo; que le había enviado la mujer que ella misma odiara para iniciarla en los secretos de la virtud, Margarita, reconociendo en todo esto la Providencia, amando la hermosa virtud, había dejado la tosca larva de su antigua vida, de su antiguo existir, y ascendia purificada á otra vida más alta, luciendo en su frente los resplandores de la virtud.

Mas para unir a Margarita con su esposo era necesario preparar aquel corazón de Eduardo, tan impresionable como la cera, y dirigir á un fin aquellos sus sentimientos, tan ligeros como las auras, como las brisas. Un día, convaleciente ya Eduardo, entró Angela de súbito en su tienda. El joven, al verla, se quedó como extasiado, como arrobado de alegría. Lejos de extrañar aquella aparición, la miraba como la realidad de un ensueño por largo tiempo acariciado. Angela se mostró, como siempre, severa; Eduardo, como siempre, idólatra de aquella mujer que había abandonado; ansioso de aquella misma felicidad que había rehusado. Quiso Eduardo pronunciar algunas balbucientes palabras de amor; pero la actitud severa y el continente majestuoso de Angela, y la virtud que centelleaba en su frente, le impusieron silencio. Angela le dijo que ya no se trataba de la vida pasada, sino de su vida futura, y le recordó que existía una mujer á la cual estaba unido por un juramento ante Dios y ante los hombres. Eduardo se indignó al oir tal recuerdo, y dijo que aquella mujer no era digna de su corazón, como sentido de que Angela pronunciase sin celos el nombre de su rival. Cuando oyó Angela que aquella mujer, que su amiga, era así calificada por su mismo esposo, le preguntó si creía él ser el mismo Eduardo de siempre, aquel joven olvidadizo y frívolo de los salones de Nápoles. Eduardo protestó que no; que sus dolores, su ardor en los combates, la sangre vertida, decían que se había transformado su antes débil naturaleza; que se había convertido al bien su viciado corazón. «Pues bien, le dijo Angela: Margarita ha sostenido otra lucha más cruel, si menos estruendosa: la lucha con su corazón, con sus pasiones, con sus ideas, con los hábitos de su vida pasada, y heroicamente ha logrado vencer y domeñar á, tantos enemigos congregados en su daño.» Eduardo se resistía; pero Angela, con su calurosa elocuencia, le mostró su deber; la necesidad en que estaba de perdonar para que Dios le perdonara; los bienes que podía prometerse de una vida pacífica cuando tantos laureles rodeaban su frente, y, sobre todo, el culto que debía prestar á la virtud, culto digno del hombre, y digno al mismo tiempo de Dios. Eduardo se dejó arrastrar por aquella elocuencia, por aquella palabra fácil, pura, ingenua, y cuando más arrebatado estaba, Angela levantó la cortina que cubría la puerta de la tienda y apareció Margarita. La joven dio algunos pasos hacia adelante; pero flaquearon sus rodillas, y cayó, como herida de un rayo, en medio de la tienda. Entonces Eduardo se conmovió profundamente, y dulces lágrimas asomaron á sus antes áridos ojos. El joven se levantó, se inclinó al suelo, donde estaba de hinojos su mujer, y la estrechó contra su corazón. Un sollozo agudo, indefinible, vino á interrumpir esta escena. Era la voz de Angela, que decia: «Sed felices, como lo anhela mi corazón.» Y la joven, que veía en brazos de otra mujer al hombre que amaba, al hombre que había amado siempre, partido de dolor e1 pecho, lleno de angustia el corazón, salía de la tienda, y exclamaba: «Pronto, pronto un camello que me lleve á orillas del mar, y en el mar ya encontraré un barco que me lleve al Asia á difundir allí la caridad y este amor que no cabe en mi alma.»






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Epílogo

Margarita y Eduardo fueron virtuosos y felices merced al ejemplo de Angela. Su nombre era, después del nombre de Dios, el más venerado por los dos esposos. Lector: la virtud debe amarse, no sólo porque es virtud, sino porque, como el sol, con su ejemplo ilumina las conciencias, con su calor vivifica los corazones. El sér virtuoso consigue llevar á la virtud á los seres que le rodean, aunque hayan caído en lo más profundo del vicio. Ejemplo: Angela, Margarita y Eduardo.




 
 
FIN
 
 



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