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La huella de Rafael Altamira en América1

Eva M.ª Valero Juan



La Universidad debe continuar la obra de paz, templando las pasiones de venganza en los suyos, llamándolos a la obra interior, más fructífera, sólida y humana que las caras ilusiones de engrandecimientos exteriores, y estableciendo el acuerdo internacional con las instituciones hermanas de todos los países, para oponer en su día a la crueldad de los ambiciosos el dique enorme de la opinión intelectual, enemiga, no sólo de la guerra, sino de las grandes injusticias que también la diplomacia sanciona a menudo.



Rafael Altamira                






El 20 de mayo de 1898 Rubén Darío publicó en El Tiempo (Buenos Aires) un artículo con el título «El triunfo de Calibán», donde el vate nicaragüense planteaba la necesidad de unión de la raza latina frente a la prepotencia imperialista del enemigo común, encarnado en Calibán-EE.UU.; una más de las múltiples manifestaciones del conflicto finisecular entre el panamericanismo desplegado por EE.UU. tras la guerra de Cuba -a través de la Unión Panamericana y la doctrina «Monroe»-, y el iberoamericanismo meridional: «No, no puedo, no quiero estar de parte de esos búfalos de dientes de plata. Son enemigos míos, son los aborrecedores de la sangre latina, son los Bárbaros. Así se estremece hoy todo noble corazón, así protesta todo digno hombre que algo conserve de la leche de la loba»2. En el ámbito de esta polémica, y en el resurgimiento de ese hervor de lo hispano-latino, la acción americanista desarrollada desde principios de siglo por Rafael Altamira y su plasmación en una amplia bibliografía sobre las relaciones entre España y América desde los tiempos de la conquista, plantea la necesidad de una reflexión sobre la recepción de su discurso en distintos países de América Latina, imprescindible para un acercamiento a su faceta americanista. Como veremos, esta recepción generó posicionamientos contrapuestos y polémicos que se vinculaban, directamente, con la gestación de la identidad latinoamericana, es decir, con la definición del concepto de América Latina desde finales del siglo XIX. Para abordar los encuentros y desencuentros de Altamira con los intelectuales latinoamericanos del momento, enraizados en los debates sobre la identidad, así como en la reivindicación de una nueva «españolidad» regeneradora del maltrecho espíritu nacional, ciertas claves del contexto histórico son, por supuesto, absolutamente imprescindibles.

Parece redundante insistir en la relevancia de 1898 como fecha emblemática que genera la paradoja del resurgimiento de América en el imaginario español, precisamente cuando se extinguen los últimos vestigios del imperio americano de España. Y parece redundante también abundar en la coyuntura que marca el año 1898 como momento que propicia el restablecimiento de un diálogo cultural entre intelectuales de España y América Latina3, respuesta a la manida polémica entre la cultura expansiva anglosajona y la tradición humanista de la cultura latina4. Sin embargo, es imprescindible acudir a estas paradojas de la historia para poder entender el sesgo que tomaron las relaciones intelectuales entre España y América Latina desde la pérdida de las últimas colonias. Frente al materialismo, el utilitarismo, el culto a la riqueza, a la fuerza y a la competitividad del modelo anglosajón, emergió, en los decaídos países latinos de Europa5, el panlatinismo, como afirmación rotunda y exaltación de los valores culturales comunes -el espiritualismo, el idealismo, y la reivindicación de la cultura6-, pero también como corriente que propició, en el ambiente cultural del regeneracionismo, el imprescindible autoanálisis para diagnosticar las causas del atraso y hacer frente a la superioridad que se atribuía a los países del norte. La decadencia de los países latinos tuvo como respuesta inmediata, en el ámbito de dicha querella, una reivindicación y reactivación de lo latino, cuya única posibilidad de empuje se veía en la necesaria unión cultural y técnica y en el acercamiento político entre estos países.

En el continente americano, la amenaza creciente de los EE.UU. tras la guerra por la emancipación de Cuba alentó el rechazo ante el talante materialista y utilitario de los angloamericanos Y, por otro lado, tal y como ha señalado Teodosio Fernández en su artículo «España y la cultura hispanoamericana tras el 98», «la derrota española llegaba, por tanto, cuando se agudizaba la necesidad de analizar los factores que habían limitado o impedido el éxito de las nuevas repúblicas en sus esfuerzos para pasar de la barbarie a la civilización»7; es decir, en el momento en que comenzaba a gestarse el nacimiento del debate contemporáneo sobre la identidad americana. En este contexto, se crea el clima propicio para la formulación de un urgente intercambio cultural entre los países latinos de América y Europa. Desde el Viejo Continente, y en concreto desde España, las acciones emprendidas para construir puentes de comunicación con las naciones hispanoamericanas fueron esenciales para el pensamiento regeneracionista propio de la época, cuyos máximos representantes -entre ellos Altamira como una de las figuras principales- se esforzaron por combatir la ausencia de una opinión pública favorable al americanismo. Y en este ámbito, la proyección americana adquirió una profunda significación para la necesaria redefinición de la identidad nacional española. Todo ello convierte el período de entresiglos en uno de los momentos más relevantes de la historia del intercambio cultural e intelectual entre España y América Latina. Teodosio Fernández, en su artículo «España y la cultura hispanoamericana tras el 98», profundiza en esa complicidad intelectual cuando plantea que

el papel de España no se limitó a representar la pervivencia de las tradiciones religiosas y caballerescas que Rubén identificó tempranamente con don Quijote, o la esperanza en un futuro basado precisamente en la recuperación de ideales de hidalguía y generosidad. Los escritores de Hispanoamérica buscaron la complicidad de los regeneracionistas españoles sobre todo a la hora de precisar las características psicológicas del conquistador y sus consecuencias, pero su relación con la generación del 98 fue más profunda: con ella compartieron la necesidad de una nueva vida espiritual, la convicción de que la vida es irreductible a la razón, la preferencia del sentimiento frente a la lógica. En esa orientación irracionalista también hay que resaltar la influencia de Unamuno más que de ningún otro, quizá porque (positivista spenceriano en los ochenta, socialista en los noventa) había sido de los primeros en recorrer el camino que conducía a la nueva fe. Esa fe jugaría un papel determinante a la hora de definir la identidad iberoamericana o nacional, esa tarea que ahora se descubrió necesaria y que obligó a revisar la imagen de España en busca de las raíces propias, de la patria perdida que había que recuperar con el pasado y las tradiciones, con el paisaje y las costumbres locales8.



A través de la reivindicación de esa «nueva vida espiritual», los tradicionales valores hispánicos adquieren una decisiva carga en el discurso sobre la identidad de intelectuales de ambos lados del océano, que formulan dicha vindicación partiendo del concepto de raza. Desde esta perspectiva, Rubén Darío continúa su discurso en «El triunfo de Calibán»: «De tal manera la raza nuestra debiera unirse, como se une en alma y corazón, en instantes atribulados; somos la raza sentimental, pero hemos sido también dueños de la fuerza; el sol no nos ha abandonado y el renacimiento es propio de nuestro árbol secular». Para terminar con una defensa de España, de sus valores morales, de su tradición literaria, que no implica una opinión contraria a la emancipación de Cuba sino a los peligros que entraña «el enemigo brutal»:

Y yo que he sido partidario de Cuba libre, siquier fuese por acompañar en su sueño a tanto soñador y en su heroísmo a tanto mártir, soy amigo de España en el instante en que la miro agredida por un enemigo brutal que lleva como enseña la violencia, la fuerza y la injusticia.

«¿Y usted no ha atacado siempre a España?» Jamás. España no es el fanático curial, ni el pedantón, ni el dómine infeliz, desdeñoso de la América que no conoce; la España que yo defiendo se llama Hidalguía, Ideal, Nobleza; se llama Cervantes, Quevedo, Góngora, Gracián, Velázquez; se llama el Cid, Loyola, Isabel; se llama la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América.

¡Miranda preferirá siempre a Ariel; Miranda es la gracia del espíritu; y todas las montañas de piedras, de hierros, de oros y de tocinos, no bastarán para que mi alma latina se prostituya a Calibán!9



Esta formulación del «antiimperialismo» había comenzado años antes en Cuba con José Martí, continuando en Rubén Darío, con la oda «A Roosevelt» -que se recogería en sus Cantos de vida y esperanza (1905)-, y, con diferente matiz, en el Ariel (1900) del uruguayo José Enrique Rodó, obra que «inaugura los planteamientos contemporáneos sobre América Latina y su futuro»10, coincidiendo con la crisis de la España del fin de siglo. Fruto de esa coincidencia fueron algunos desarrollos de este debate sobre la base común de una marginalidad compartida ante el imperialismo moderno, que cimenta la pretendida afinidad de los países hispano-americanos tal y como ha consignado José Gaos:

Pensamiento de la decadencia [en España] y pensamiento de la Independencia [en Hispanoamérica] presentan notorias afinidades de fondo y forma. Buscar las causas y encontrar los remedios de la decadencia nacional, resolver los problemas de la constitución y reconstitución de la patria son operaciones del mismo sentido... 11



En definitiva, la derrota del 98 generó el acercamiento entre los reformadores españoles e hispanoamericanos que trabajaron por superar los errores de un pasado compartido y por el progreso de sus respectivos pueblos. Pero este acercamiento se vería profundamente condicionado por la formulación de las inevitables interrogantes del fin de siglo español tras la pérdida de las últimas colonias de América: ¿qué es España?, íntimamente ligada a la que más nos interesa; ¿qué queda de la huella de España en América, y cuál es la fórmula para restablecerla?; que derivan en una de las cuestiones más problemáticas del americanismo regeneracionista de principios del siglo XX: ¿cuál es el mejor camino para la reconquista espiritual de América? Preguntas que se planteaban, significativamente, no sólo tras la pérdida de las últimas colonias, sino además en el momento en que eclosionaron en España los nacionalismos vasco y catalán, haciendo tambalear, entre unos y otros, los cimientos derruidos de la «españolidad».

Para responder a estas cuestiones, Rafael Altamira ofreció en sus libros planteamientos enraizados en una vindicación de los valores hispánicos para el restablecimiento de la influencia de España en América, con especial insistencia en volúmenes como España en América (1908) o La huella de España en América (1924). Pero, como ya he adelantado, la acción desarrollada por Rafael Altamira en su viaje a América entre 1909 y 191012, como delegado cultural de la Universidad de Oviedo13, generó diferentes respuestas sobre esa ansiada huella española que no siempre sería bien recibida en tierras americanas. Inevitablemente debía ser en Cuba, el último país emancipado, donde la animadversión hacia la hispanofilia generara un rotundo discurso de reivindicación nacional y de rechazo ante cualquier vestigio de paternalismo intelectual. Ahora bien, para entender las relaciones concretas entre Altamira y la intelectualidad hispanoamericana es preciso reparar en ciertos aspectos cardinales de su pensamiento con respecto a las antiguas colonias de América y a la acción protagonizada por España a lo largo de la historia.

Para desarrollar la empresa hispanoamericanista en España, Altamira consideró preceptiva la labor de deshacer los prejuicios arraigados en la sociedad latinoamericana que alimentaban la leyenda hispanófoba, labor que, desde su punto de vista -imbuido de las ideas educativas del regeneracionismo-, tan sólo se podía acometer a través de la acción de los profesionales de la enseñanza14. Por ello, la política pedagógica fue uno de los proyectos primordiales de la acción americanista del incansable maestro, quien dedicó todos sus esfuerzos a combatir la corriente hispanófoba, pero nunca movido por un patriotismo autocomplaciente e inmovilista, sino todo lo contrario: desde la perspectiva de un idealismo progresivo y de un pesimismo activo. Es decir, un idealismo, o utopismo que, partiendo del reconocimiento de una decadencia indiscutible, del autoanálisis y del diagnóstico de «los males de la patria», pretendía «infundir creencia en la posibilidad de la regeneración»15 y, al mismo tiempo, transmitirla a las naciones latinoamericanas para restablecer y normalizar la cooperación con España.

El americanismo de Altamira se fundamenta por tanto en la ideología regeneracionista de base krauso-positivista, que formuló en el discurso inaugural del curso 1898-1899 de la Universidad de Oviedo, titulado Universidad y Patriotismo16, y en su Psicología del pueblo español; etapa inicial de su pensamiento americanista, desarrollada posteriormente en una amplia bibliografía. Altamira consideraba la necesaria vinculación entre regeneracionismo y americanismo dado que atribuía a ese americanismo la virtualidad de ser condición ineludible para la «modernización» nacional. Este discurso se expone desde una perspectiva teórica basada en la necesidad de una regeneración que pasa por la reivindicación y restauración de la influencia española en las repúblicas hispanoamericanas. Para fundamentar este objetivo, Altamira dedicó una parte importantísima de su labor historiográfica a la vindicación de la acción de España en América, defendiendo -en sus palabras- «la obra útil, civilizadora, tanto en el orden material como en el espiritual, que realizaron los españoles en su contacto con las nuevas tierras descubiertas del lado del Atlántico y del Pacífico»17. Y, si bien admitió la existencia de errores en el pasado colonial, convirtió su visión de la Historia en instrumento ideal para realizar un alegato defensivo que, en última instancia, tenía como finalidad la recuperación de la confianza en el espíritu nacional y, a su vez, el restablecimiento de las relaciones con los países hispanoamericanos. Su misión fue la de ensalzar los aspectos positivos de la conquista para la civilización y, de algún modo, empequeñecer las violaciones de las leyes protectoras, que, desde su punto de vista, se debieron sobre todo a la codicia de algunos colonos y no a la acción del gobierno.

Esta rectificación de la historia colonial que, al tiempo que asumía ciertos errores celebraba la obra de España en América, pretendía, en definitiva, conseguir dos objetivos: por una parte, atenuar la animadversión de los hispanoamericanos hacia los españoles infundiendo confianza en una nueva España joven y ávida de reformas; y, por otra, lograr un reencuentro de los españoles con su glorioso pasado civilizador para, a través de la recuperación de la historia, redefinir y consolidar la identidad nacional. En La huella de España en América, Altamira reconoce su «deseo de hallar en la historia de nuestra colonización cosas que alabar y errores de conocimiento que desvanecer»18. Para ello, utilizó argumentos justificativos que, en su intento de acabar con los prejuicios de la leyenda negra, caen en la atenuación de los aspectos negativos relacionados con la barbarie de la conquista por comparación con la acción llevada a cabo por otros pueblos colonizadores:

La manera de juzgar el sistema colonial de España en América ha experimentado notable reacción. Los historiadores ya no condenan ese sistema de una manera absoluta. Por el contrario, empiezan a reconocer que la labor social y política de nuestra Madre Patria en el Nuevo Mundo merece ser aplaudida y puede compararse ventajosamente con el régimen de las colonias inglesas en Norte América. [...] la conquista y colonización españolas ya no se reputan como las peores de las conquistas y colonizaciones europeas, monstruosa excepción de crueldad, inhumanidad e ineptitud, sino como una de las que (con todos los defectos inherentes a esas empresas, no sólo en los siglos XV y XVI, sino en nuestro mismo siglo XX), más alto han tenido el derecho de los pueblos inferiores y más servicios han prestado a la obra universal de la ciencia y de la civilización19.



El posicionamiento ideológico de Altamira en su tratamiento reivindicativo de la historia de la colonia ha sido ampliamente desarrollado por los principales investigadores de su obra. Entre ellos, Rafael Asín plantea que

una de las reivindicaciones de las que más orgulloso se sentía Altamira era del reconocimiento y respeto de los derechos humanos de los pueblos colonizados. Las Leyes de Indias -era el máximo especialista en Derecho Indiano- constituían para él «el más alto ejemplo de legislación amparadora y tutelar de los humildes e incultos». [...] Este aspecto de los derechos humanos unido a la forma en la que la corona aborda la conquista y la colonización interesaba vivamente a Altamira porque lo consideraba un ejemplo pionero y singular de colonización, más avanzada y metódica que ninguna precedente y capaz de resistir la comparación con cualquiera de los modelos de las potencias coloniales y de salir vencedor de la misma20.



Desde estas premisas, Asín llama la atención sobre esa visión de la colonia que «le permite obviar de forma concienzuda ¿y objetiva? los aspectos del gris al negro de nuestra Historia»:

El Altamira defensor del papel histórico de España tiene que utilizar argumentos similares a los de historiadores tradicionales. Las glorias del imperio. Para salvar su posición [...] necesita combatir, por medio de esos argumentos, las acusaciones de la leyenda negra. Su posición no es firme del todo y, junto a muchos argumentos sólidos y favorables, aparecen la justificación de que otras potencias hicieron lo mismo y hay que analizar los hechos en su contexto temporal y el de su sociedad21.



Esta utilización de la Historia, mediatizada para «sanear» la mancillada imagen nacional, implicaba una selección e instrumentalización que chocaba de frente con sus propios postulados teóricos de objetividad histórica, basada en la necesaria investigación de los datos que los documentos aportan. Indudablemente, esa imparcialidad se refería a la necesidad de anular los efectos de los nocivos prejuicios que habían alimentado una visión degradada de España, es decir, afectaba sólo a los contrincantes, de manera que la pretendida objetividad perdía legitimidad en su mismo enunciado: «La Historia de España comienza ya a estudiarse de manera objetiva, imparcial, limpia de rencores o prejuicios; y hasta cabe decir que de autores extraños parte la rectificación de la censura, antes unánime, que entenebrecía el cuadro de nuestra colonización americana»22. Incluso la visión de Altamira respecto a la emancipación americana está teñida por la apología de las cualidades positivas de los descendientes de la civilización española que protagonizaron el proceso de la independencia, cuyos deseos de libertad y soberanía constituían otro voto a favor del espíritu nacional.

En el marco de esa acción vindicativa se encuentra, en definitiva, el hilo conductor de toda la acción americanista de Altamira, que llevó a la práctica mediante la creación de instituciones, impulsando intercambios de profesores españoles e hispanoamericanos, o en las propias clases que impartió desde 1897 cuando ganó la Cátedra de Historia del Derecho Español en la Universidad de Oviedo; pero sobre todo desde 1914, en su Cátedra de Historia de las Instituciones Civiles y Políticas de América en Madrid23. Este hilo conductor puede rastrearse en todos sus libros y conferencias, con mayor insistencia en los de tema americano: Cuestiones hispanoamericanas (1900), España en América (1908), Mi viaje a América (1911), España y el programa americanista (1917), Trece años de labor americanista docente (1920), La huella de España en América (1924), Cómo concibo yo la finalidad del hispanoamericanismo (1927), Últimos escritos americanistas (1929), La enseñanza de las instituciones de América (1933), etc.; pero también con especial relevancia en su Historia de España y de la civilización española (1900-1911, 4 vols.) y en Psicología del pueblo español (1902). En el prólogo de este último libro, Altamira declaraba el objetivo principal de toda su trayectoria: «a partir de 1898, puede decirse que la mayoría de mis escritos y de mis conferencias en el extranjero han versado sobre ese tema, es decir, sobre la rectificación de las leyendas, de los desconocimientos y de las calumnias que acerca de nuestra historia y de nuestra vida actual han circulado continuamente». En suma, formulaba la necesidad de «vindicación patriótica»24 a través de la historia para la regeneración del espíritu nacional.

Desde estos postulados ideológicos, Altamira apeló a los ideales colectivos y comunes entre España y los países de América Latina, es decir, a la identidad supranacional de la «modalidad hispana», para restaurar esa ansiada huella o influencia que, «por derecho», debía ejercer la primera sobre los segundos, y en este sentido planteó en su conferencia titulada «Cómo concibo yo la finalidad del hispanoamericanismo» que

nuestro americanismo tiene que ser radicalmente distinto de los demás. [...] todas las finalidades que principalmente busca, con toda razón y con todo derecho, el resto de los pueblos europeos y asiáticos en la América que habla nuestro idioma y procede de nuestra historia peninsular, son para nosotros finalidades secundarias, no principales. La nuestra, la fundamental, la básica, es la de cultivar, defender y perfeccionar dentro de su molde nuestra modalidad hispana, que es modalidad común a aquellos pueblos y a nosotros25.



Sobre esta identidad hispana supranacional, destinada a restablecer en América Latina el influjo intelectual español, insistió Altamira en muchos de sus libros y conferencias, por ejemplo cuando en sus Cuestiones hispanoamericanas perseveraba en «el reconocimiento de esa solidaridad ideal que nos une por encima de las pasadas luchas, convirtiéndonos en colaboradores de una misma obra superior a todas las diferenciaciones nacionales»; una voluntad de unión que también sintió amenazada cuando inmediatamente advierte que «el ejemplo de los Estados Unidos es, hoy por hoy, un obstáculo temible para la solidaridad que pretendemos establecer»26. Y para dar una base más sólida a estas formulaciones acude a declaraciones afines de intelectuales hispanoamericanos que corroboren sus tesis, por ejemplo, a las del chileno Valentín Letelier:

América quiere estar con España, desea constituir con ella, «en un porvenir no lejano -como ha escrito Letelier- una fuerza semietnológica que contrapese el influjo de las razas sajona y eslava y haga sentir su acción decisiva en los destinos del género humano»; verá con gusto virtualmente establecida en sus tierras jóvenes, «una hegemonía intelectual de España, que será, por cierto, más provechosa para el mundo que la simple dominación política»; mas para todo esto impone condiciones, y tiene perfecto derecho a imponerlas. El poseer esas condiciones es obra nuestra puramente. Si queremos ir allá y ser para ellos lo que naturalmente debemos ser, no podemos presentarnos con las manos vacías27.



Se trataba, en definitiva, de fortalecer la idea de una identidad común hispanoamericana en la que España debía ejercer, desde su punto de vista, «lo que naturalmente debía ser»: guía espiritual de aquellas jóvenes repúblicas a las que, por otro lado, les concedía el beneplácito de la originalidad y la diversidad cultural. Se trataba, por tanto, de una reconquista del prestigio de España en América que debía repercutir de manera recíproca en el rejuvenecimiento y modernización nacional de España, para lo cual era necesario desplegar un «americanismo práctico» regeneracionista. Y para hacer realidad este objetivo era indispensable el encomio de las cualidades positivas de la raza -las proverbiales generosidad, altruismo, caballerosidad, humanidad, etc.-, que se vería profundamente reforzado por su oposición al modelo norteamericano. Lo cual nos remite, de nuevo, a la mentada polémica entre latinos y anglosajones que había considerado imprescindible aludir en la primera parte de este artículo, para entender los encuentros y desencuentros de Altamira con los intelectuales hispanoamericanos, polarizados no tanto entre hispanófilos e hispanófobos, como en defensores y detractores de «la huella de España en América».

La tendencia hispanizante de Altamira en la recuperación del pasado y en la reivindicación de los valores hispánicos en el presente, lejos de ser una corriente homogénea en los diferentes países de América Latina, adquirió una pujanza bien distinta en cada uno de ellos e incluso encontró fervientes detractores, como veremos. Ello dependió fundamentalmente del proceso histórico con que cada país desarrolló el proyecto de su independencia, de las relaciones mantenidas durante el siglo XIX con la exmetrópoli y de la manera como se manifestó el «peligro» de EE.UU. en cada país. Y de ello dependió también la respuesta que recibió Rafael Altamira por parte de los diferentes grupos de intelectuales con los que se encontró en su viaje por diversos países de América Latina entre los años 1909 y 1910.




ArribaAbajoAltamira y la «confederación intelectual» hispano-americana

La complicidad espiritual entre intelectuales de ambos lados del Atlántico a partir del 98 tuvo como precedente inmediato el IV Centenario del Descubrimiento en 1892, origen de la emergencia de un nuevo horizonte americano para la identidad cultural española. Entre la nómina de autores del fin de siglo español fue Ángel Ganivet el precursor de esa mirada americana que, en palabras de Julio César Chaves, desde el Idearium español (1897) abre «una nueva etapa en las relaciones hispánicas»28. Esta etapa, desde la perspectiva de Ganivet, no debía orientarse hacia la «confederación política de todos los Estados hispanoamericanos», sino hacia una «confederación intelectual o espiritual»29. El objetivo común de los intelectuales del 98 español quedaba muy claro en todas sus declaraciones al respecto: la necesidad de alentar y extender, tras el divorcio político, la consabida comunión espiritual entre los hispanoamericanos sobre la base de la defensa del sustrato hispánico común. Tal es el sentido defendido por Altamira en su libro España en América: por ejemplo, tras analizar la influencia norteamericana, francesa, alemana e italiana en América Latina, dedica un capítulo a «Lo que debe hacer y lo que ha hecho España», donde expone las razones que habrían de conducir al restablecimiento de la hermandad. Entre otros aspectos, Altamira se apoya en el lazo literario promovido por Rubén Darío para la gestación de una relación que pretende recíproca pero que, en última instancia, repite el objetivo de la necesaria penetración de España en América:

La boga alcanzada en nuestra juventud por Rubén Darío y por otros escritores de América, ha creado lazos nuevos entre ambas literaturas, interpolando elementos de una y otra, creando corrientes de recíproca influencia, y a la postre uniéndolas más y más y asegurando la penetración de la nuestra30.



Como es sabido, la «generación del 98» desarrolló un papel decisivo en la restauración de la confraternidad espiritual con América Latina. En su libro Unamuno y América, Julio César Chaves apunta en este sentido que

la mayoría de los noventayochistas miró con interés y cariño a América, reaccionando contra la tendencia de sus antecesores [...] Varios de ellos trataron en sus libros temas americanos; Ramón del Valle Inclán lo hizo en La niña Chole, en su Femeninas y en su Sonata de estío. Ramiro de Maeztu tomó también los caminos americanos para convertirse años después en un gran doctrinario del movimiento hispanista31.



Desde América, una de las obras más emblemáticas en lo tocante a la relación del 98 español y el pensamiento latinoamericano es, sin duda, Ariel (1900) de José Enrique Rodó, obra que, como ya hemos anunciado, se sitúa en el origen contemporáneo sobre la identidad cultural latinoamericana. Tal y como analiza Herbert Ramsdem en su artículo «Ariel, ¿libro del 98?»32, esta obra está impregnada de las ideas regeneracionistas del 98 español, planteadas y reelaboradas desde América Latina en el controvertido momento histórico en el que aquella «madre patria» que durante siglos simbolizó la opresión, perdida ahora en la depresión de sus males endémicos, comenzaba a convertirse en el símbolo de valores fundamentales opuestos al materialismo de la América sajona. Desde este punto de vista, Ariel se presenta como discurso dirigido «a la juventud de América», en el que el maestro Próspero expone la causa regeneracionista, que ha de lidiar con la «barbarie» externa -pero también con la interna del propio país- para poder desarrollar un proyecto cultural latinoamericanista de índole supranacional.

Sobre la ideología que mueve las raíces de este proyecto germina la inevitable afinidad intelectual entre Rodó y Altamira, planteada siempre en los términos defendidos por ambos americanistas: el diálogo cultural entre los países de lengua española, la regeneración de los valores del espíritu y del idealismo, la necesidad de una política pedagógica orientada a la reivindicación de la cultura, la defensa de los valores de la democracia, el antimilitarismo y el pacifismo, así como el rechazo a las dictaduras33. Rodó consolidaba de este modo la esperanza en la raza latina, «asociada -como apunta Teodosio Fernández- al idealismo, al culto de la belleza y la inteligencia, a la aristocracia del espíritu, frente al mercantilismo utilitario que se extendía con el poder de Estados Unidos y frente a la "nordomanía" que afectaba a muchos intelectuales hispanoamericanos»34.

El nexo espiritual que reflejan estas coincidencias de carácter y pensamiento se ve refrendado por la correspondencia que ambos mantuvieron35, así como por la opinión que Altamira plasmó sobre Ariel en varios trabajos críticos: «Latinos y Anglosajones», en El Liberal de Madrid (4 de julio de 1900), y una reseña en la Revista Crítica36 -dirigida por el propio Altamira- que incluirá en su libro Cuestiones hispanoamericanas (1900), y que reproducirá también como parte de su prólogo a la edición de Ariel realizada en Barcelona por la Editorial Cervantes en 1926. En este último, Altamira hace hincapié en el valor educativo del libro de Rodó, como «discurso de pedagogía» fundamental para dar luz no sólo a la realidad americana sino también a la decaída moral española:

Ese Ariel que Rodó señala como tutor y guía de la juventud de su patria, oponiéndolo al utilitarismo sajón, es el nuestro. [...] A la juventud española importa, pues, tanto como a la de América, leer y meditar el libro de Rodó37 .



La relación epistolar entre ambos autores refleja los sentimientos de admiración mutua y el agradecimiento de Rodó a Altamira por haber sido, con Leopoldo Alas38, uno de los principales difusores de Ariel en España. Las palabras de Rodó dan una idea de la importancia de la figura de Altamira en América, incluso con una década de antelación al famoso viaje que le llevó a la otra orilla del Atlántico. Así, en 1900, Rodó escribía a Altamira:

Las polémicas [con respecto a Ariel] duran todavía, y usted no puede imaginarse lo valiosa y eficaz que es cualquier palabra de adhesión que venga de quien, como usted, tiene merecidamente conquistado un alto prestigio en nuestro mundo intelectual. Esto duplica mi agradecimiento...39



Esta afinidad intelectual se ensanchaba a un amplio grupo de pensadores de diferentes países: Altamira, Unamuno, Clarín, Ricardo Palma, y tantos otros intelectuales españoles e hispanoamericanos del fin de siglo, forman así esa «patria intelectual» que Rodó concibió como lugar ideal, pues «las fronteras del mapa no son las de la geografía del espíritu» 40. Una «patria intelectual» sustentada en la identidad común de la «modalidad hispana» que Altamira pretendía consolidar sobre la base de un modelo troncal de identidad cultural hispanoamericana41. Obviamente, la tendencia hispanizante de esta propuesta, abanderada por Altamira y otros compañeros de generación, encontraría un amplio espacio de aceptación entre los apologistas americanos de los valores de la hispanidad, pero también se topó con implacables contendientes que abogarían por la defensa de la identidad propia de la América mestiza, libre de todo imperialismo, tanto español como anglosajón.

Para la restauración de los valores hispánicos desde el fin de siglo, la recuperación del pasado tuvo, sin duda, una relevancia decisiva. Como ha visto Teodosio Fernández, «el papel de España fue objeto de apreciaciones dispares -el propio [Rufino Blanco] Fombona ofreció un ejemplo notable en El conquistador español del siglo XVI (1921), donde, sin renunciar a una actitud crítica, supo integrar la conquista y la emancipación de Hispanoamérica en un mismo pasado-, que propendieron paulatinamente a resultar positivas, y con frecuencia se vieron respaldadas por el orgullo con que algunos escritores exhibieron su abolengo español»42. Esta tendencia hispanófila se extendió por los más diversos países de América Latina, incluso por algunos de fuerte raíz indígena como el Perú, donde el primer pensamiento indigenista formulado por Manuel González Prada a fines del siglo XIX no consiguió minar la tradicional coyuntura de la Lima letrada con el rancio abolengo español; enseña que volvió a exhibir la generación del novecientos o arielista43 en las obras de Francisco García Calderón44, José de la Riva Agüero45 o Víctor Andrés Belaúnde46, por citar los nombres más destacados.

En el Río de la Plata la hispanofilia tras el 98 recobró una nueva significación a través del pensamiento de Darío y de Rodó, quienes conferían a la antigua metrópoli un papel de renovación espiritual en aquella concepción del mundo contemporáneo que enfrentaba lo latino y lo anglosajón, como oposición entre el espíritu y la materia. Siguiendo nuevamente a Teodosio Fernández, los representantes de la generación argentina del 900 -entre los más destacados Manuel Gálvez47 y Ricardo Rojas48- abogaban porque «los valores trascendentes (ahí entraban en juego la honradez, la hidalguía y la generosidad propias de la raza) aflorasen para construir la futura grandeza de la patria. La herencia española asumía una significación nacionalista al integrarse en la búsqueda de la identidad propia, perdida en el pasado indígena y colonial, pero aún viva en la atmósfera tradicional de las provincias»49.

En México, los miembros del Ateneo de la Juventud, entre ellos, Alfonso Reyes -con quien Altamira mantuvo una estrecha relación desde que se conocieron en México durante su viaje hispanoamericano50-, Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos, potenciaron un reencuentro con la tradición propia, formada sustancialmente por la tradición hispánica y por la asunción de los valores positivos de la cultura universal51. Tal vez sean las siguientes palabras de Alfonso Reyes, en el artículo titulado «España y América», las que aportan la clave para entender la afinidad que unió a intelectuales españoles e hispanoamericanos en esa «confederación intelectual», o «patria espiritual», que condicionó la buena recepción y amplia aceptación de los discursos de Altamira en los países que se emanciparon durante las primeras décadas del siglo XIX:

... tras un siglo de soberbia y mutua ignorancia -un siglo de independencia política en que se ha ido cumpliendo, laboriosamente, la independencia del espíritu, sin la cual no hay amistad posible-, los españoles pueden ya mirar sin resquemores las cosas de América, y los americanos considerar con serenidad las cosas de España52.



En esta reflexión de Alfonso Reyes podemos comprender el cariz global de las relaciones entre España y América a principios del siglo XX, pero al generalizar su reflexión a toda América Latina, omite la emancipación de las últimas colonias: se había necesitado «un siglo de independencia» para «la independencia del espíritu», como única vía posible para intentar restablecer el acercamiento con la exmetrópoli, pero no todos los países habían seguido el mismo proceso. En 1910, cuando Altamira llega a Cuba, los años transcurridos desde el 98 eran tan escasos que los resquemores ardían en los ánimos, y «la serenidad para mirar las cosas de España» no era precisamente uno de los objetivos de un importante sector de la intelectualidad cubana, preocupada ante todo por comenzar a definir los rasgos de una identidad propia.




ArribaRafael Altamira y Fernando Ortiz: una polémica por la reconquista de América

En el año 1910, justo después de la estancia de Altamira en La Habana, el ensayista cubano Fernando Ortiz53 recopila sus artículos publicados en el diario El tiempo y en la Revista bimestre cubana -ambos de La Habana- en el libro titulado significativamente La reconquista de América. El subtítulo no es menos elocuente: Reflexiones sobre el panhispanismo. Y la acusación explícita a la que se refiere va dirigida desde las primeras líneas al movimiento americanista español liderado por la Universidad de Oviedo y formulado, en tierras americanas, por «el heraldo de esta empresa nacional»54: Rafael Altamira.

Obviamente, la ferviente reivindicación del papel de España en América realizada por Altamira -unida indisolublemente al alegato defensivo del pasado colonial- y su viaje a América con discursos en los que la insistencia en el hermanamiento va unida a la argumentación españolista, debía generar alguna polémica en América sobre ese panhispanismo que subyace en sus discursos americanos y es explícito en muchos de sus libros y artículos. Sobre las contradicciones o paradojas a las que da lugar esta fluctuación Ortiz desarrolla ampliamente la polémica en La reconquista de América, cuya relevancia estriba, entre otras cosas, en la aportación de una visión muy diferente sobre el concepto de lo latino, planteado por algunos escritores de España e Hispanoamérica como sustrato común para unir los lazos de la comunidad hispana55.

En su libro, Ortiz realiza una crítica decidida a estos planteamientos hispanizantes, expresando la opinión de un grupo de intelectuales cubanos del momento que no veían la necesidad de optar entre dos imperialismos -español o norteamericano-, es más, que rechazaban cualquiera de estas opciones para la necesaria introspección en las propias raíces de lo cubano. Y precisamente para abordar la crítica al panhispanismo, Ortiz se centra en las causas y las consecuencias del viaje de Altamira a Cuba, entendidas desde el punto de vista de esa reconquista espiritual de América que, encabezada por Altamira, vio como objetivo de los principales americanistas españoles de principios de siglo. En este sentido, la acusación sobre el neoimperialismo español de estos intelectuales realizada por Ortiz -quien no por ello deja de ensalzar ciertos méritos de la campaña americanista de Altamira-, como ideología que pretendía restablecer la influencia de España sobre los países latinoamericanos, plantea una discusión que debe encauzarse mediante el contraste de opiniones sobre asuntos que, como se comprueba en este libro, no tuvieron una única formulación, basada en la reivindicación de lo latino y en la pretendida unidad hispano-americana, sino que, muy al contrario, se abordaron desde otras perspectivas.

En La reconquista de América, Ortiz formula la necesidad de definir una personalidad propia que no debía admitir, para su regeneración, la enconada influencia de imperialismos espirituales ni económicos -de España o EE.UU.-, sino que debía plantearse desde el autoexamen y la búsqueda de las raíces cubanas, así como desde la asimilación plural de los valores positivos desarrollados por las culturas más avanzadas del mundo. La crítica de Ortiz, en primer lugar, se refiere a la utilización de la noción de raza para el restablecimiento de la influencia espiritual de España; premisa que descubre inmediatamente como máscara para encubrir el verdadero propósito de la empresa americanista española:

... existe esa ilusión de raza [...] porque se quiere que exista, porque los sentimientos agresivos sienten la necesidad de una máscara, de un estimulante, de un sueño, de una disculpa, que todo eso es la raza al sentimiento imperialista. Es máscara porque la lucha por la supremacía de la raza, aun siendo ilusión, parece grandiosa, más noble y altruista y encubre la finalidad de egoísmo personal [...] en fin, la adhesión de la idea de raza al sentimiento imperialista tiende a su mayor vigor y fortaleza. [...] hoy el principio antropológico de raza, aun siendo socialmente ilusión, como lo fue el principio religioso ayer, sea un vigorizante y sustituto ideológico del imperialismo, que siempre las ideas aun siendo falsas y malas o buenas, han robustecido sentimientos y han disfrazado egoísmos, fuesen éstos santos o perversos56.

Así vemos a Altamira y a Labra, por no salirnos de los principales americanistas españoles, luchando contra el presente atraso mental de España, pintado por ambos y especialmente por el primero con los más negros colores y promoviendo una corriente de opinión en pro de lo que sin peligro de impropiedad pudiera llamarse el «panhispanismo», llamado a luchar contra el «panamericanismo» [...] El «panhispanismo», en este sentido, significa la unión de todos los países de habla cervantina no sólo para lograr una íntima compenetración intelectual sino para, también, conseguir una fuerte alianza económica [...] aunque el panhispanismo sea por ahora intelectual y económico, no deja de ser un imperialismo.

[...] cierto es que el imperialismo adopta diversas formas, y que el nuevo sentimiento expansivo español, sin poder soñar hoy con dominaciones militares, se polariza por ahora hacia la afirmación o permanencia de la influencia hispana en este continente o sea, hacia una «rehispanización tranquila» o un «neoimperialismo manso»57.



Y aunque Altamira puso especial cuidado en reiterar el propósito de hermandad espiritual, enriquecimiento mutuo y comunicación recíproca entre España y América Latina, Ortiz insistió en descubrir en las propuestas de Altamira «lo que está debajo», título de uno de los artículos más directos y elocuentes del sentido que estamos planteando. En palabras de Ortiz, «lo que estaba debajo» del discurso de Altamira era, en definitiva, «el sentimiento expansivo de un pueblo que quiere imponer a los demás, especialmente a sus afines, su modo de ser y de vivir, todo el sentido de su civilización»58. Ante manifestaciones de Altamira como la que sigue -perteneciente a la conferencia pronunciada en la Universidad de la Habana- Ortiz denuncia el discurso de lo que puede leerse entre líneas:

La Universidad de Oviedo no quiere, no pretende enseñar nada; no viene a oficiar de maestro, no viene a mostrarse para que la admiren, ni ha enviado para realizar su obra americanista un hombre que busque lucir cualidades personales [...] nosotros no venimos sólo a dar y a reflejar sobre vosotros nuestras ideas, sino que venimos también a pediros que vengáis a España para reflejar sobre nosotros vuestro espíritu y vuestra obra científica59.



Ortiz lamentó que Altamira «rematara su discurso con una expresión que ciertamente chocó con el resto de su conferencia de altruismo, de amor y de pura y estricta intelectualidad»60. Y es que Altamira terminó su conferencia apuntando que tras sus palabras había mucho más: «lo que está debajo»; sin percatarse tal vez de que entre quienes le escuchaban había más de una mente audaz que pretendería descubrir un mensaje implícito. Una interpretación, la de Ortiz, que, como queda claro en su capítulo «La reespañolización de América. Réplica abierta al profesor señor Dr. R. Altamira»- no podía ser aceptada por Altamira, quien justificaba la expresión «debajo del signo» como referencia a lo que humildemente no hubiera quedado claro en su discurso. Sin embargo Ortiz, en esta réplica, insiste en su interpretación, ya no refiriéndose únicamente al citado discurso en la Universidad de La Habana, sino a la obra completa de Altamira y a su reivindicación de «la huella de España en América»:

... creemos aún no sólo que nuestra interpretación estaba y está justificada, sino que -aun cuando ella después de la aludida carta [de Altamira] no puede ceñirse a dicho párrafo concreto- está en consonancia con el espíritu que os anima, ilustre profesor ovetense, y con vuestro idealismo integral, fruto bello del patriotismo español, bello aun cuando morderlo significaría para nosotros la maldición de Jehová y la expulsión del paraíso americano.

No sois nuevo, a fe mía, en el palenque hispanista; siempre habéis mirado por encima del raquitismo gubernamental español en estas cuestiones, y os disteis pronta conciencia de la fuerza inmensa que España olvida en las que fueron sus Indias. [...] buscasteis antes que otros, para España, nuevo porvenir; la vuelta a América [...] para asentar de nuevo una acción de intensa y extensa influencia española, en este nuevo mundo. Y que le dais importancia al problema, lo dice este vuestro párrafo: «Nuestra influencia en América es la última carta que nos queda por jugar en la dudosa partida de nuestro porvenir como grupo humano; y ese juego no admite espera» (España en América, pág. 39) [...]

Y si todo esto lo dicen vuestros libros ¿no era natural [...] que todos creyeran que lo que estaba debajo de vuestras palabras, era precisamente lo que está en vuestros escritos? [...]

... ¿por qué no podíamos ver en vuestras frases una reticencia patriótica hacia el viejo y resquebrajado solar ibero, una proclama a la alianza espiritual, una nueva cruzada española, santa para España pero nefasta para nosotros? [...] ¿por qué no hemos de prevenirnos contra esa campaña que ahonda nuestra fatídica desintegración social? [...]

La obra de reespañolización de América así acometida será obra patriótica para España, pero no será nada útil a estos pueblos que necesitan para salvarse de una fuerte integración de fuerzas y absorción de las más diversas energías en una dirección común. Pensad, pues, si no era justo nuestro consejo, y si no es humano, lógico y patriótico que mentes y corazones cubanos reaccionen contra la pretendida reespañolización...61



Ante esta denuncia de los afanes soterrados del «neoimperialismo español», Ortiz se pregunta: «¿debemos los cubanos mantenernos en el cuadro de la civilización española [...]? ¿debemos seguir, paso a paso, como lazarillos de la adormilada España que arrastra sus achaques, o debemos subir corriendo, si nos es posible recuperando, jóvenes y ágiles, el tiempo pasado allá abajo en la cuna y en el regazo?»62. Su respuesta a lo largo de La reconquista de América es rotunda y clara, cuando de lo que se trata es de plantear una urgente y necesaria reivindicación de la identidad propia, por ejemplo en este fragmento dirigido a Altamira:

Y cuando habléis de Cuba a vuestros compañeros de cátedra y a nuestros hermanos de la España nueva, decidles [...] que aún no ha muerto el nacionalismo cubano; que aún se agita el separatismo en los maniguales de la idea para libertar al alma cubana de las zarzas del coloniaje espiritual que la aprisiona; que en Cuba no soñamos con iberismos quijotescos aun cuando estos, y precisamente por ser tales, fueran desinteresados; que si no queremos ver absorbida nuestra personalidad por los norteamericanos tampoco queremos ser mental ni políticamente españoles; que como Lanuza dijo, queremos ser modernos y americanos o, como decimos todos, queremos ser cubanos, totalmente cubanos63.



Tal vez un cierto desconocimiento de la realidad mestiza americana y de su imperiosa necesidad de definirse con identidad propia condicionó que muchos españoles del momento no vieron, o no quisieran ver, la transformación de la América española en la América Latina. Un desconocimiento secular que Ganivet, aunque desde una perspectiva hispanizante afín a los postulados de Altamira, embelleció en la analogía con aquella isla-utopía, llamada ínsula Barataria, tan desconocida, real e imaginaria como la que se atisbaba en el enigmático y difuso horizonte americano: «La mayoría de la nación ha ignorado siempre la situación geográfica de sus dominios: le ha ocurrido como a Sancho Panza, que nunca supo dónde estaba la ínsula Barataria, ni por donde se iba a ella, ni por dónde se venía»64. La aventura americana de Altamira pretendió combatir esa ignorancia y restablecer los caminos para emprender una acción cuando menos paradójica: americanizar España y reespañolizar América65. Y a través de aquella arriesgada aventura consiguió dinamizar un intercambio cultural decisivo para el renacimiento del horizonte americano en España. Sin embargo, «lo que estaba debajo» de su discurso fructificó tanto en encuentros como en desencuentros, fundamentales estos últimos para el enriquecimiento de la reflexión sobre su faceta americanista, así como para abordar los diversos puntos de vista que componen el complejo panorama del 98 en España e Hispanoamérica. En esos desencuentros, otra bella e irónica analogía quijotesca resume, en el discurso de Fernando Ortiz, la aventura de aquel hidalgo andante que desembarcó, con el mismo equipaje de libros y conferencias que había paseado por buena parte de la América del Sur, en la última ínsula del desvanecido imperio español: «De cómo el noble don Quijote fue a una ínsula fermosa de las Indias, que dicen de Occidente y de cómo no consiguió que sus naturales cabalgasen en Rocinante y menos en Clavileño»66.





 
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