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La huella de «Tirant lo Blanc» en la «Celestina»

Rafael Beltran Llavador


Universitat de València


ArribaAbajoIntroducción

En la presente comunicación pretendo ofrecer un estado de cosas y, en parte, un adelanto sobre algunos aspectos de la investigación que desde hace algún tiempo me ocupa en torno a la relación entre dos textos cruciales en las literaturas medievales catalana y castellana: Tirant lo Blanc y la Celestina. Basándome en algunos de los puntos que juzgo más incontestables de anteriores trabajos míos, y en otros que aquí aporto, me atreveré a sostener por vez primera como una certeza y no como simple hipótesis una afirmación que siempre me había parecido sugerente pero difícilmente demostrable: que Tirant lo Blanc fue una obra que, en parte o en su totalidad, en su lengua original o en una traducción parcial, estuvo presente entre las lecturas del primitivo autor del auto I de la Comedia de Calisto y Melibea, y posiblemente también entre las de Fernando de Rojas, el estudiante en Salamanca que asegura haber encontrado «estos papeles» y proceder a su continuación1.

Lo que comenzó —y de hecho aún continúa— siendo un trabajo básicamente orientado hacia la literatura comparada, y hacia la demostración de la fácil permeabilidad entre géneros distintos, en este caso comedia y novela, ha ido poco a poco convirtiéndose en lo que tal vez podría considerarse una pequeña aportación al conocimiento actual de las fuentes literarias de la Celestina, aportación que a su vez redundaría en favor del mayor y mejor conocimiento de una obra tan presumiblemente alejada de la Tragicomedia como es Tirant lo Blanc2.






ArribaAbajoDatos externos

Solamente como introducción, haré mención de algunos datos externos, de muchos seguramente conocidos, que permitan recordar las fechas aproximadas de redacción de ambas obras, y así justificar la hipótesis sobre el plausible conocimiento de Tirant lo Blanc por parte del autor (o autores) de la Celestina. La dedicatoria del primer y principal autor de la novela catalana, Joanot Martorell, parece indicar, siguiendo a Martí de Riquer, que ésta había sido comenzada en 1460. Joanot Martorell muere en 1468 y Martí Joan de Galba da punto final al trabajo, aunque no sabemos a ciencia cierta en qué medida interviene en la modificación del legado de Martorell. La primera impresión de la obra, en su catalán original, es de 20 de noviembre de 1490, en Valencia. Dado el éxito de esta edición, la obra se volverá a imprimir en Barcelona, en 1497. Y esta nueva edición es terminada por el castellano Diego de Gumiel. El mismo Gumiel, trasladado a Valladolid, publicará allí, en 1511, una traducción castellana y anónima de la obra. Tengamos presente que 1511 era un año crucial dentro de la etapa de formación del género del libro de caballerías3. Recordemos tan sólo la publicación de los cuatro libros de Amadís (1508), seguidos de las Sergas de Esplandián (1510), Don Florisando (1510) y Palmerín de Oliva (1511), o la misma recuperación de El caballero Cifar, publicado en 15124.

Principalmente nos interesa el conocimiento de la obra, previo a la traducción de 1511, dentro del ámbito de las letras castellanas. La primera edición de la Tragicomedia data de 1499, si bien no se excluye la existencia de alguna edición anterior, hoy perdida. En todo caso, la búsqueda de un hipotético conocimiento por parte de Rojas de la novela caballeresca habría de partir del texto catalán (o bien de la ed. de Valencia, 1490, o bien de la de Barcelona, 1497), a no ser que encontrásemos pruebas de que la traducción castellana de 1511 había sido anterior a 1500, cosa ciertamente improbable, puesto que todo parece indicar que fue fruto de una urgente necesidad editorial de saciar, un tanto indiscriminadamente, los nuevos apetitos lectores despertados por la publicación de Amadís de Gaula. Pudiera darse, sin embargo, que sólo algunos pasajes, los que destacarían ya entonces (coincidentes seguramente con los que hoy día continúan llamando especialmente la atención al lector), fueran traducidos para lectura y esparcimiento de algunos círculos lectores castellanos. O pudiera darse el caso, todavía más probable, de que esos mismos pasajes fuesen leídos, entendidos y disfrutados sin mayor dificultad por lectores cultivados y abiertos a novedades, como aquellos que rodearían al joven Fernando de Rojas5.

Pero no vamos a basar nuestra hipótesis de vinculación de una obra con la otra en el hecho de sus cercanas fechas de publicación. Tampoco lo podemos hacer en la exposición de unas características generales, que todo buen lector capta, en lo que se refiere al tono realista, al humor y al desenfadado y procaz enfrentamiento con el mundo del erotismo en ambos libros. Hemos de intentar acercarnos al máximo a esa vinculación a través de una serie de paralelos textuales, escapando de la tentación de proponer relaciones vagas e impresionistas, que nos podrían fácilmente hacer caer en falsas trampas. Tratando de sistematizar esos paralelos textuales, los personajes, en su evolución, nos servirán de guía ordenada . Hablaremos de dos grupos de personajes, el primero formado por los protagonistas masculinos, y el segundo por algunos personajes femeninos6:


ArribaAbajoTirant y Calisto

Las similitudes en las trayectorias sentimentales de ambos personajes son notorias. Nos centraremos solamente en tres momentos, si bien cruciales: los inicios del enamoramiento, la consumación del amor, y la muerte.


ArribaAbajoEl enamoramiento

En otro lugar he examinado más detalladamente los paralelismos entre los enamoramientos de Tirant y Calisto7. Tras la visión de la dama, abiertamente sensual, se dan igualmente en las dos obras, con llamativas identidades, incluso léxicas, los siguientes pasos: el abatimiento (desahogo en la cámara y en la oscuridad, metonimias de cautividad y tristeza); las referencias comunes a Píramo y Tisbe; la presencia del interlocutor (Diafebus y Sempronio), como elemento de contraste que hace resaltar la locura del amante; la confesión del amor a este interlocutor («Que amas a Melibea...» / «Jo ame...»); la caída en la melancólica debilidad de las lágrimas y suspiros, mientras el interlocutor reflexiona sobre la extraña pasión del amo o amigo; el intento de consuelo, obligándose el interlocutor a mediar en la solución («vós d' una part e jo d' altra porem donar remei a la vostra dolor» / «Y porque no te desesperes, yo quiero tomar esta empresa de cumplir tu deseo»); e incluso el planteamiento del problema fundamental: la diferencia social entre los amantes y las damas ambicionadas, ponderadas en ambos casos como excelentes en nobleza, riqueza y soberanía. Todo ello, sin entrar, como hemos dicho, en relaciones de tipo más general, como es el hecho de que ambos, a causa de su irrefrenable pasión, sin saberlo están abandonando la realidad objetiva e ingresando en la imitación peligrosa de los ideales amorosos de la ficción sentimental, abandono que se aprecia en el uso de una jerga cultista y ridícula, incompresible para el interlocutor.

Pero estos elementos paralelos, se nos podrá decir, son asimismo comunes a gran parte de la tradición de la novela sentimental, que revela en semejantes términos la evolución de la enfermedad amorosa. En efecto. No lo es tanto, sin embargo, el que se combine la aparición de ellos con la utilización de otros dos recursos que a continuación comentamos, en absoluto tan comunes, sobre todo el segundo. Me refiero, en primer lugar, al aprovechamiento, dentro del episodio del enamoramiento, de la descriptio puellae, que sigue en ambos casos la tradición de las preceptivas poéticas, asumida en las leyendas troyanas y en la novela sentimental, pero que no suele insertarse en el capítulo del enamoramiento, como sucede en nuestras dos obras. Y, en segundo lugar, y más importante en cuanto que más insólito, me refiero al equívoco sobre el lugar del encuentro. Como he intentado demostrar con más datos que los que aquí me fuerza el espacio a resumir, las primeras palabras que salen de boca de los dos amantes, tras la contemplación del objeto amoroso (la conocida frase con la que se abre la Celestina: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios»), no pueden ser interpretadas, en ninguna de las dos obras, independientemente del ámbito físico circundante en que se produce el encuentro primero. Porque en ambos casos se hace uso literario de un mismo equívoco. «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios», dice Calisto, jugando sacrílegamente con la confusión entre el cuerpo de la amada y el lugar del encuentro con ella, seguramente la iglesia que proponía Martí de Riquer en su esclarecedor artículo (la iglesia, nada menos que Santa Sofía, donde tiene lugar también el segundo encuentro entre Tirant y Carmesina)8. Pues bien, ese equívoco lo encontramos igualmente en boca de Tirant —y fue destacado ya por Vargas Llosa en su ensayo sobre la obra9—, durante ese mismo primer encuentro, sólo que referido, en su caso, al espacio igualmente magnífico de una habitación grandiosa, tapizada con escenas de las más grandes parejas de amantes de la literatura: «No creguera jamés que en aquesta terra hagués tantes coses admirables com veig» [...]. «Veo... tantas cosas admirables», dice Tirant y «Veo... la grandeza de Dios», dice Calisto. «E deia-ho més —aclara Martorell, más explícito que Rojas, como con miedo de que su equívoco no sea entendido— per la gran bellea de la Infanta. Emperò aquell no ho entès». «Y lo decía —podríamos haber añadido en el caso de Calisto— por la gran belleza de Melibea; sin embargo, ella no le entendió». El espacio da pie al juego malicioso de la ironía, con un equívoco que no parece casual que los dos autores utilicen en la misma escena, o para el que no encuentro, al menos por el momento, precedente que les pudiera se común.

A estos paralelismos, habríamos de añadir una cita común —repito, en el mismo contexto— a Aristóteles. Pregunta Sempronio a Calisto: «¿No has leído el filósofo, do dice: "Así como la materia apetece la forma, así la mujer al varón"?». Alusión a la misma cita, en las palabras de Diafebus a Tirant: «Natural condició és a la natura humana amar, car diu Aristòtil que cascuna cosa apeteix son semblant».




ArribaAbajoLa consumación de las relaciones

En Tirant lo Blanc hay una serie de episodios especialmente procaces en cuanto a descripción de actos sexuales, episodios ciertamente insólitos en la literatura de caballerías, y que han abonado parte de la fama de la obra valenciana. Me refiero en concreto al conocido pasaje de las bodas sordas (caps. 162-63), al malogrado intento de Tirant por acostarse, sin ser visto, en la cama de la Infanta (caps. 229-33), pero también a la menos recordada escena del encuentro amoroso final entre Tirant y Carmesina (caps. 435-39). Estos episodios, aunque parezca insólito, tienen un correlato muy cercano en los encuentros amorosos entre Calisto y Melibea (autos XIV y XIX), y también en el encuentro de Elicia con Pármeno (auto VII). La semejanza no es vaga, sino literal. Lo cierto es que ambas obras siguen casi textualmente la lección de la más famosa comedia elegíaca, el Pamphilus, y repiten en los monólogos dramáticos de sus protagonistas femeninas los mismos grados que hallamos en el encuentro amoroso entre Pánfilo y Galatea. Basta leer los dos monólogos en los que Melibea y Carmesina se defienden de los ataques violentos de sus respectivos amantes. El de Melibea, primero:

«... no quieras perderme por tan breve deleite [...] Goza de lo que yo gozo [...]; no pidas ni tomes aquello que, tomado, no será en tu mano volver. Guárdate señor, de dañar lo que con todos estos tesoros del mundo no se restaura»


(auto XIV)                


«¿Cómo mandas a mi lengua hablar y no a tus manos que estén quedas? ¿Por qué no olvidas estas mañas? Mándalas estar sosegadas y dejar su enojoso uso y conversación incomportable. Cata, ángel mío, que así como me es agradable tu vista sosegada, me es enojoso tu riguroso trato; tus honestas burlas me dan placer, tus deshonestas manos me fatigan cuando pasan de la razón [...]; no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué provecho te trae dañar mis vestiduras?


(XIX)                


Y Carmesina:

«Mon senyor Tirant, no canvieu en treballosa pena l'esperança de tanta glòria com és atènyer la vostra desijada vista. Reposau-vos, senyor, e no vullau usar de vostra bel·licosa força, que les forces d'una delicada donzella no són per a resistir a tal cavaller. No em tracteu, per vostra gentilea, de tal manera [...] Ai, senyor! I com vos pot delitar cosa forçada? Ai! ¿E amor vos pot consentir que façau mal a la cosa amada? Senyor, deteniu-vos, per vostra virtut e acostumada noblea. ¡Guardau, mesquina! ¡Que no deuen tallar les armes d'amor, no han de rompre, no deu nafrar l'enamorada llança! Hajau pietat, hajau compassió d'aquesta sola donzella! ¡Ai cruel, fals cavaller! Cridaré! Guardau, que vull cridar! Senyor Tirant, no haureu mercè de mi? No sou Tirant! ¡Trista de mi! Açò és el que jo tant desijava? ¡Oh esperança de la mia vida, vet la teua Princesa morta!».


Todos son elementos paralelos: el inicio del acoso, renuncia de la dama, el empleo de la fuerza («No me trates de tal manera; ten mesura, por cortesía» (Ar., VII) / «No em tracteu, per vostra gentilea, de tal manera», «No seas descortés» / «No siau cruel»); la intensificación de esa fuerza hasta la violencia final... Los monólogos terminan igualmente con un lamento por parte de la doncella desflorada: «¡Oh, mi vida y mi señor! ¿Cómo has querido que pierda el nombre y corona de virgen por tan breve deleite», en boca de Melibea, frente a «la brevitat de tan poc delit ¿ha pogut empedir a la virtut consentint que hajau tan maltractada la vostra Princesa?», en boca de Carmesina. No sólo es literalmente idéntica la referencia al breve deleite, sino a la pérdida del «nombre y corona de virgen», que Carmesina eufemiza como «la pèrdua per escampament dels meus carmesins estrados».

A continuación de este lamento, y pese a los reproches, el rendimiento amoroso es el mismo. Melibea y Carmesina se despedirán de sus respectivos amantes pidiéndoles, primero, su salida en secreto, y después la promesa del retorno: «no me niegues tu vista» (XIV) / «no em sia tarda la vostra tornada»; basando esa claudicación en términos absolutos muerte/vida: «Faltándome Calisto, me falte la vida» / «viure sens vós m'és impossible».

Estamos ante un episodio con fuente común, originalmente aprovechado en cada una de las obras. ¿Justifica esa fuente común, el Pamphilus, la utilización idéntica del recurso del monólogo femenino? El Pamphilus no cuenta apenas con tradición conocida hasta el momento en la literatura catalana. Sí en la castellana, y ya fue propuesto por Castro Guisasola y Mª Rosa Lida como fuente original de la Celestina10. Pero, aun así, dentro de la tradición castellana o catalana medieval, ¿en qué otras obras, hallamos descritos los pasos de la seducción sexual con un recurso y términos semejantes?

La utilización común, en el monólogo de la doncella, de la fuente del Pamphilus se efectúa, además, en dos momentos estratégicos de ambas obras, sobre los que gravitan los ejes de las acciones. El primer «matrimonio secreto» tiene lugar hacia la mitad de la trama, entre la pareja de cómplices secundaria: Pármeno y Areúsa, en la Celestina; Diafebus y Estefanía, en Tirant lo Blanc. El segundo, entre las parejas principales, cerca del desenlace de las obras. Un solo encuentro definitivo —¿para qué más?— entre las parejas principales, primero y último explicitado en la novela catalana. Uno también, y trágico, el encuentro amoroso en la versión de la Comedia, aunque la Tragicomedia lo desdoblará, pretendiendo que entre el primero y el segundo ha pasado un mes, con citas repetidas. En medio de los encuentros entre parejas principales y secundarias, toda una trama de muy distinta índole. El propósito dramático y narrativo de este orden consistía en exponer cómo el ejemplo de las parejas secundarias, más desinhibidas por diferentes razones (en la celestinesca, donde la fórmula triunfó, por corresponder a un estrato social más bajo), arrastra fatalmente a la primera pareja. Después —y a causa de— este último encuentro, que resultará fatal en ambos casos, se efectúa un vertiginoso descenso hacia el desenlace en ambas obras.




ArribaAbajoLa muerte del caballero

Entramos en el tercer paralelo entre las trayectorias paródicas de los dos personajes. La controvertida caída y muerte de Calisto resultaría francamente cómica, ridícula, si no fuera porque la Tragicomedia ahonda en la relación de causalidad (amor-muerte) y carga esa relación de un profundo sentido religioso (muerte sin confesión), obligando a una lectura moralista y ejemplar. Pero ese sentido no tenía por qué existir en la Comedia primitiva. Y nos ayuda a sospecharlo el final en Tirant lo Blanc, donde ese mismo orden (amor seguido de muerte) existe, pero nunca infiriéndose del mismo una lección religiosa semejante. Tirant consuma hacia el final de la novela su relación con Carmesina en un capítulo que, con el mismo monólogo dramático usado en la Celestina, tal como hemos visto, muestra abiertamente la crudeza (lo mixto) de esa relación. A continuación, se celebran los esponsales (cap. 452), es proclamado César y heredero del Imperio (cap. 454) y, en la cumbre de su poder, enferma casual e inesperadamente —tan ridiculamente como muere Calisto— de «un mal de costado» que le causan unos aires al pasear a orillas de un río (cap. 467). Muere confeso y bien confeso, recitando completo el ritual de agonizantes (cap. 471).

Las muertes de uno y otro, abundando en el sentido de la parodia, son caídas simbólicas, relacionadas con el acto amoroso. Tirant tropieza y cae repetidamente, y siempre a renglón seguido de cada uno de sus avances sentimentales: cae del caballo (cap. 163); cae de una terraza, al verse obligado a huir precipitadamente de la habitación de la Infanta, donde se encontraba escondido, y se rompe una pierna (cap. 233); vuelve a romperse la misma pierna y está a punto de morir, cuando Carmesina se le otorga de palabra como mujer (cap. 290). Cada avance ha estado castigado en relación proporcional a sus logros. El logro final recibe la punición máxima: la muerte. La muerte ridícula de Calisto hace igualmente parodia de un elemento ritual del acceso amoroso, el simbolismo fatídico de la escalera, la scala amoris, escalera de acceso al huerto y al cuerpo de Melibea.

Con razón se asombraba el cura de Don Quijote de que en Tirant lo Blanc «comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros deste género carecen». La muerte de Tirant lo Blanc —tan ridícula, por lo realista, como la de Calisto— es la culminación de la parodia del acceso amoroso (también la muerte de Don Quijote, en la cama como Tirant, es la culminación de la parodia del comportamiento caballeresco). El amante cortés muere, en el código amoroso, si no recibe el galardón definitivo de su dama. Invirtiendo los términos, los amantes de las dos obras mueren a causa de y por abuso de ese galardón. Las dos obras llevan a su extremo más radical la muerte cortés, trasladando al terreno de lo real las exageraciones literarias de la cortesía.

Hay algunas semejanzas más posteriores, pero que guardan relación con las muertes de los dos caballeros. La reacción de las amantes es la misma. El ejemplo de Dido pesa sobre ambas, aunque sólo es Melibea quien lo seguirá literalmente. Sin embargo, también Carmesina se deja morir, con igual pretensión de unirse con el amado en la muerte. Las palabras que lo expresan son las mismas: «Contentarle he en la muerte, pues no tuve tiempo en la vida» (auto XX); «ab tu vull fer companyia en la mort, puix en la vida, que t'he tant amat, no t'he pogut servir» (c. 473). En la muerte de Melibea, como en la de Carmesina, la figura paterna es la que sufre directamente del suicidio, del abandono. Tanto es así que el padre de Carmesina muere de dolor instantes antes que ella misma. El cuerpo de Carmesina rinde su alma flanqueado por los cadáveres de Tirant y de su padre, y así yacerá en su sepultura. Melibea pide a su padre que su sepultura sea junto a Calisto, y el desconsolado llanto de Pleberio hace suponer un estado también cercano a la muerte.

Finalmente, dejemos constancia de que los paralelos entre las trayectorias de los amantes, que hemos tan sólo aplicado a tres momentos, no se agotan aquí. Baste un ejemplo significativo. Calisto tiene arrebatos respecto al cordón de Melibea («mensajero de mi gloria», lo llama), elemento en el que concentra su pasión por momentos, provocando la burla de Celestina cuando le pide permiso para «salir por las calles, con esta joya, porque los que me vieren sepan que no hay más bienandante honbre que yo» (auto VI, pág. 115). Esos excesos ridículos se dan igualmente en la entronización por parte de Tirant de otra prenda que actúa como fetiche de posesión de la dama. Se trata de un zapato, el zapato con el que Tirant logró, escondido, alcanzar «el lugar vedado» de Carmesina (cap. 189) (por cierto que «lugar secreto» y también «lugar vedado» son metáforas eufemísticas utilizadas también en la Celestina).






ArribaPlaerdemavida y Celestina

El personaje de Plaerdemavida es uno de los más complejos y sugestivos de la obra. Algunos aspectos de su personalidad fueron destacados admirativamente por Vargas Llosa, y se han venido repitiendo un tanto alegremente: impotencia, represión, voyeurismo y tendencia al lesbianismo. Adjetivos que conviene manejar con prevención para evitar rodear al personaje de un halo de excentricidad y heterodoxia que ciertamente no le corresponde. Lo curioso es que alguna de estas características, y especialmente la de la sexualidad reprimida y traslaticia, nos hace forzosamente volver la vista hacia un personaje como Celestina, que trata de excitar su marchita sexualidad mediante la contemplación de la lozanía de los cuerpos jóvenes. Pero Plaerdemavida desempeña no sólo el papel de mediadora e incitadora de Celestina (desprovisto, desde luego, de su amargo cinismo y acidez), sino el de otro personaje, Lucrecia, que se le asemeja en juventud y deseos de aprendizaje amoroso. La contemplación del amor tiene efectos contagiosos en Plaerdemavida, que decide buscar el suyo, tras haber espiado por una rendija los retozos de las parejas en las bodas sordas: «E la mia ànima com sentia aquell saborós plant, complanyia'm de ma desventura com jo no era la tercera ab lo meu Hipòlit [...] La mia ànima hagué alguns sentiments d'amor que ignorava, e dobla'm la passió del meu Hipòlit com no prenia part dels besars així com Tirant de la Princesa, e lo Conestable d'Estefania» (cap. 163). Tanto el acto de espionaje, como la reacción son los mismos que caracterizan a Lucrecia, cuyo arrebato repentino por Calisto, y posterior actitud hacia Tristán, ha sorprendido: «Mala landre me mate si más los escucho. ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo dehaciendo de dentera y ella esquivándose por que la rueguen! [...] Pero también me lo haría yo si estos necios de sus criados me hablasen entre día; pero esperan que los temo de ir a buscar» (XIX). De hecho, Lucrecia es un personaje poco esbozado en la Celestina, que sugiere más de lo que ofrece. Por eso, tanto su confrontación con Plaerdemavida, como con otro personaje secundario en Tirant lo Blanc, la doncella Eliseu, nos podrían aclarar algunos de esos presupuestos. Eliseu y Lucrecia comparten, como he explicado más detalladamente, el hecho de ser cómplices del amor secreto de sus señores, y el hecho de, siendo casi niñas, aprender a través de ellos los goces amorosos, pasando de enemigas a amigas, de acusadoras a protectoras, al tiempo que se transforman de niñas en mujeres, a través de ese aprendizaje somatizado11.

Pero insistimos en que el papel de Plaerdemavida se aproxima más al de Celestina, aunque si tratamos de relacionar a ambos personajes partiendo de características generales, saldremos malparados. Contra las varias que las emparentarían (humor, erotismo y realismo, a más de su condición de terceras en el amor), se levantan diferencias que parecen insoldables: la edad, la primera, pero también la malicia, el cinismo, la embriaguez, la codicia..., todos aquellos atributos que hacen de Celestina un ser realista y trágico, se trocan en simpleza, alegría, espontaneidad, infantilismo en Plaerdemavida, dificultando cualquier tipo de emparejamiento. Ahora bien, si consideramos a ambos personajes actantes, y los despojamos de sus atributos, entonces percibimos que «funcionan» a veces como uno mismo, obviamente porque derivan de un mismo prototipo. No podemos hablar, por tanto, de personajes iguales, sino de funciones o situaciones iguales, procedentes en último término de la comedia latina, a las que los personajes se acomodan.

Así, el papel de incitadora que desempeña Plaerdemavida con el amante: «Oh Déu, quina cosa és tenir la donzella tendra en sos braços, tota nua, d' edat de catorze anys! !Oh Déu, quina glòria és estar en lo seu llit e besar-la sovint!» (cap. 229), es el mismo que el de Celestina con Areúsa: «No parece que hayas quince años. ¡Oh quién fuera hombre y tanta parte alcanzara de ti para gozar tal vista!» (VII), y con el en un principio tímido Pármeno.

Sin entrar en polémicas sobre el género de la obra, lo cierto es que esas palabras están exigiendo a veces una escenificación o dramatización. En la misma escena citada, en la que Celestina trata de convencer a Areúsa, preparándola para Pármeno, sus palabras presuponen el acompañamiento de un juego manual: «CEL. —Pues dame lugar, tentaré [...]; / AR. —Mas arriba la siento, sobre el estómago / CEL. —[...] ¡Y qué gorda y fresca que estás! ¡Qué pechos y qué gentileza!» (VII). Pero si teatral es el texto celestinesco, no lo es menos el de otros capítulos de Tirant, a quien nadie, sin embargo, discute su esencia novelesca. Son parangonables al juego manual y palabras de la vieja, las palabras de Plaerdemavida a la Princesa, en el baño, con idéntico propósito de excitarla sensualmente para un encuentro con Tirant: «Eixiu ara del bany e teniu les carns llises e gentils: prenc gran delit en tocar-les. / Toca on te vulles —dix la Princesa—, e no poses la mà tan avall com fas» (cap. 233). El diálogo directo exige una lectura oral, enfatizada, como se ha apuntado para otros libros de caballerías. Y la posiblidad de la tercera persona del narrador, que «acota» las acciones, permite en Tirant un juego dramático incluso a veces más explícito y esclarecedor que en la Celestina. Por ejemplo, en este caso nos informa el narrador de que Tirant está espiando la escena, mientras que en la Celestina no sabemos exactamente si Pármeno espera abajo o ya detrás de la puerta, si escucha o no. De hecho, las patentes similitudes entre los dos episodios nos permiten de nuevo proponer los capítulos de Tirant como plausible fuente del auto VII de la Celestina.

De manera que, para recapitular, nos encontramos con una serie de paralelismos de acción, situación y retórica en al menos cuatro momentos cruciales de las obras: primero, el enamoramiento (auto I; caps. 117-20); segundo, la escena de encuentro de las parejas secundarias (auto VII, en Celestina; desdoblada en Tirant entre los caps. del castillo de Malveí, caps. 162-63, y los de la excitación visual, caps. 229-33); tercero, el encuentro, tras diversas peripecias y gracias a la insistente labor de la tercera, entre los amantes (auto XIV y XIX; caps. 435-39); cuarto, la muerte del amante a continuación y como consecuencia de la relación mixta con su dama (auto XX; caps. 467-71 ), al que se añadiría la muerte de la amante y el desconsuelo irreparable del padre, que muere también en Tirant lo Blanc (auto XXI, cap. 477).

Las implicaciones que tendría el reconocimiento de que Tirant lo Blanc debe ser reconocido como una de las fuentes de la Celestina son, a mi juicio, dobles. De un lado, saber que capítulos cruciales de Tirant lo Blanc nacen directa o indirectamente de una peculiar interpretación de la comedia elegíaca, puede hacer necesario volver a examinar algunas partes de la novela a la luz de este género, desde la perspectiva de la oralidad, de la lectura enfática, e incluso, por qué no, de la potencial escenificación o dramatización de ciertos pasajes. Pero seguramente interesa más aquí sugerir las implicaciones que la relación entre ambos textos puede tener para el estudio de la Celestina. Pienso que algunas lecciones nos podría dar la confrontación de Celestina con una obra esencialmente narrativa, como Tirant, que se permite esos esporádicos pero decisivos coqueteos con la comedia, aunque sólo el tiempo dirá si esa vinculación resulta fructífera para el mejor conocimiento del texto de Fernando de Rojas. Y esas lecciones pueden ser extraídas, aun en el caso de que nos neguemos a reconocer en la Celestina los ecos de la novela catalana. Sin embargo, confío en que la mención de una serie de paralelos, que difícilmente podrían ser juzgados todos ellos fortuitos —y que no son naturalmente todos los que tengo localizados, ni los que un rastreo más exhaustivo podría localizar—, habrá servido para abrir una senda que una ambas obras y permita avanzar caminos en el terreno de las vinculaciones entre las literaturas catalana y castellana de finales del XV.







 
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