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La ideología acarreada por el «Martín Fierro» de José Hernández (1996)

Claude Cymerman





Durante mucho tiempo Martín Fierro ha sido el libro más leído por los argentinos y todavía es considerado por mucha gente como la obra que mejor expresa la identidad gaucha. Es también el libro argentino que más comentarios críticos supo producir hasta el punto de inspirar la mordaz ironía de Borges: «Sospecho -escribe sin ambages- que no hay otro libro argentino que haya sabido provocar de la crítica un dispendio igual de inutilidades»1. No creemos del todo desacertado proclamar que el Martín Fierro representa una especie de anti-Facundo y que de hecho, la obra ha sido pensada como una rehabilitación del gaucho asemejado por Sarmiento al «bárbaro». Es lo que vamos a tratar de demostrar.

Digamos de entrada que no compartimos el juicio de Lugones, quien ve en la obra de Hernández una forma de repentismo o de espontaneísmo o aún de creación inconsciente2. El poema no ha sido compuesto en un estado de enajenamiento inspirado y no se aparta para nada de la realidad sociopolítica argentina contemporánea. Bien puede escribir Antonio Pagés Larraya, a modo de refutación de las aserciones de Lugones: «Si alguna obra está lejos de la "creación inconsciente", ésa es el Martín Fierro y si algún pensamiento está lejos de ser "fábula baladí", ése es el de José Hernández, que se expresa en una prosa sin oropel y problematiza todos los sectores críticos de la existencia nacional»3. Queda demostrado que Hernández ha meditado largamente su creación y que no sólo ésta presenta varios puntos comunes con el contexto social del momento, sino que se ha desarrollado -a veces con un ligero desfase temporal- en forma paralela a los escritos políticos del periodista y a las intervenciones del legislador en la Cámara de Diputados. Los artículos publicados por Hernández en el diario que fundó, El Río de la Plata, son significativos a menudo en cuanto a las preocupaciones sociales del escritor. Cierto artículo del 3 de octubre de 1896, titulado «La ciudad y la campaña», denuncia, por ejemplo, los privilegios de los ricos puebleros con respecto a los miserables habitantes del campo. El mismo Pagés Larraya señala a este respecto las convergencias entre los escritos periodísticos de Hernández y su gran poema gaucho: «Una denuncia se escucha en los artículos de El Río de la Plata, y es la misma que surge de Martín Fierro: en el país existen privilegiados y desposeídos, ciudadanos e ilotas, hijos y entenados. Misionero, el poeta ha asumido el deber de conjurar esa injusticia. La redención del gaucho como persona humana es la idea de más empuje en el mundo de Hernández»4.

Por su parte, la lectura del Diario de Debates de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires no es menos reveladora. Fijémonos, por ejemplo, en la sesión de la Cámara de Diputados del 30 de mayo de 1879 en la que viene a hablarse de los jueces de paz, frecuentemente acusados en el Martín Fierro. Hernández toma la palabra:

Esta cuestión de los jueces de paz es la más grave que ha tenido el país desde 1820. Hace medio siglo que estamos en esto. [...] Los jueces vinieron a ser señores de horca y cuchillo, en cada departamento. [...] La reforma de la Constitución [de 1853] se hizo sentir. [...] Me acuerdo que yo ocupaba entonces un lugar en la prensa de Buenos Aires y fui uno de los apóstoles más fervorosos de esa reforma, porque creía que el vecindario de cada partido tenía el derecho de elegir su juez de paz, que dirimiera las cuestiones civiles; tenía el derecho de elegir el comandante militar que debía vigilar por la guardia nacional; que tenía el derecho de elegir el maestro de escuela que había de educar a sus hijos y que tenía el derecho de elegir hasta el cura que había de dirigir sus familias5.


«Esa lectura muestra -escribe José Isaacson a propósito de este texto6- lo entramado que está el hombre que fue José Hernández con el poeta que estructuró el Martín Fierro». Y Halperín Donghi bien puede decir por su parte: «[No podemos] postular que la grandeza poética de Martín Fierro exista separadamente de su inspiración ideológica y afectiva»7. Eso es lo que resulta, en efecto: las estrofas del poema hernandino de ninguna manera pueden separarse de su contexto. Política y poesía vienen, en él, inextricablemente mezcladas. Lo literario encuentra su fuente en lo extraliterario.

Los epígrafes confirmarían, si fuera necesario, las intenciones del poeta. El primer epígrafe, que corresponde a un discurso pronunciado en el Senado el 8 de octubre de 1869 por Nicasio Oroño, pone el acento en varios puntos que serán desarrollados en el Martín Fierro: el siniestro servicio de fronteras, los abusos cometidos contra los gauchos y, de modo general, el «cuadro de desolación y ruina» presentado por el campo argentino. El segundo, que transcribe un artículo de La Nación del 14 de noviembre de 1872, confirma lo que sabíamos ya de la situación de los soldados. Uno y otro llaman la atención del lector sobre la situación política, social, militar... de Argentina, o sea sobre el telón de fondo histórico del Martín Fierro. El tercer epígrafe -una larga composición en versos del poeta uruguayo Magariños Cervantes, consagrada al payador- sugiere la otra «cara» del poema que inserta en una corriente gauchesca el alcance, ya no político, sino poético del poema. Otra forma de hacernos sentir que política y poética vienen aquí íntima e inextricablemente mezcladas.

Por su parte, los prólogos de la obra son reveladores de las intenciones del escritor en el momento de publicar la Ida (1872) y la Vuelta (1879) del Martín Fierro. En el primer prólogo, que cobra la forma de una carta dirigida a D. José Zoilo Miguens, Hernández insiste de entrada en las injusticias que padece el gaucho: «No le niegue su protección, usted que conoce bien todos los abusos y todas las desgracias de que es víctima esa clase desheredada de nuestro país». Y a fin de que se le crea bajo palabra, para que nadie pueda poner en duda la veracidad de la pintura y la realidad de las exacciones, hace hincapié reiteradamente, de manera casi obsesiva, en la fidelidad del retrato del gaucho, el que aparecería tal cual es en la realidad, sin idealización ni depreciación ni deformación caricaturesca:

Me he esforzado, sin presumir haberlo conseguido, en presentar un tipo que personificara el carácter de nuestros gauchos, concentrando el modo de ser, de sentir, de pensar y de expresarse que les es peculiar, dotándolo con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y de colorido, con todos los arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado [...] Mi objeto ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes: ese conjunto que constituye el cuadro de su fisonomía moral, y los accidentes de su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de agitaciones constantes. [...] [Me he empeñado] en retratar, en fin, lo más fielmente que me fuera posible, con todas sus especialidades propias, ese tipo original de nuestras pampas, tan poco conocido por lo mismo que es difícil estudiarlo, tan erróneamente juzgado muchas veces, y que, al paso que avanzan las conquistas de la civilización va perdiendo casi por completo8.


El objetivo de Hernández es, obviamente, múltiple. Al lado de la preocupación, casi antropológica o etnológica, de estudiar a un tipo humano en vía de desaparición, perfílase entre líneas un objetivo político: el de defender al campesino criollo ignorado, incomprendido, despreciado o explotado y, al mismo tiempo, salvaguardar los valores que representa frente a los peligros que implican las pretendidas «conquistas de la civilización» y la realidad de la inmigración extranjera. En esto, Hernández se opone claramente a Sarmiento, apóstol del progreso y paladín de la civilización de las ciudades europeas, y anuncia los turiferarios del nacionalismo que verán en el gaucho la encarnación de la tradición.

En el prólogo de la Vuelta, titulado Cuatro palabras de conversación con los lectores, Hernández insiste de nuevo en la «fidelidad» de la pintura, atribuyendo a su voluntad de imitación del original, zafio e inculto, los defectos formales de la obra: «[...] diré que no se debe perder de vista al juzgar los defectos del libro que es copia fiel de un original que los tiene, y repetiré que muchos defectos están allí con el objeto de hacer más evidente y clara la imitación de los que lo son en realidad». Señala sobre todo su preocupación didáctica que alcanza todos los aspectos: moral, religioso, cívico, familiar, filial, etc.:

Enseñando que el trabajo honrado es la fuente principal de toda mejora y bienestar. Enalteciendo las virtudes morales que nacen de la ley natural y que sirven de base a todas las virtudes sociales. Inculcando en los hombres el sentimiento de veneración hacia su Creador, inclinándolos a obrar bien. [...] Recordando a los padres los deberes que la naturaleza les impone para con sus hijos... [y] enseñando a los hijos cómo deben respetar y honrar a los autores de sus días. Fomentando en el esposo el amor a su esposa, recordando a ésta los santos deberes de su estado... Afirmando en los ciudadanos el amor a la libertad, sin apartarse del respeto que es debido a los superiores y magistrados. Enseñando a hombres con escasas nociones morales que deben ser humanos y clementes, caritativos con el huérfano y con el desvalido, fieles a la amistad, gratos a los favores recibidos, enemigos de la holgazanería y del vicio, conformes con los cambios de fortuna, amantes de la libertad, tolerantes, justos y prudentes siempre.


Sería un error, sin embargo, confundir, en cuanto a la idea general, prólogo y contenido de la Vuelta. Se verá que ésta dista mucho de adherirse a todas las ideas expresadas en el prólogo, aunque una evolución se perciba entre las dos partes del Martín Fierro.

El poema, se sabe, es narrativo y autodiegético. La «Ida», que consta de trece cantos, cuenta esencialmente los tres años pasados por Martín Fierro en los fortines de la frontera, antes de que se convirtiera, al lado de Cruz, en un gaucho matrero. La «Vuelta», por su parte, se compone de treinta y tres cantos y relata, por un lado, la vida de Martín Fierro y de Cruz entre los indios, y, por otro lado, la vida igual de aventurada de los hijos de los mismos, a la vez que esboza el retrato singular del viejo Vizcacha.

Los exégetas de la obra han subrayado unánimemente el cambio de tono perceptible entre la Ida y la Vuelta. La primera se dirige, a la vez, al mismo gaucho, al que el escritor desea educar y sensibilizar a los problemas tocantes a su condición social, y a todas las personas cuyas funciones pueden contribuir a poner un término a los abusos que tiene que soportar este paria de la pampa; se nota en ella un espíritu de rebelión y la voluntad vehemente de denunciar los responsables de estos abusos. La segunda se presenta como una serie de consejos de moral dirigidos esencialmente al mismo gaucho. Ya no expresa cabalmente un sentimiento de rebelión sino más bien de fatalismo y de sumisión al orden establecido. «Esta segunda parte -escribe María Griselda Núñez9- deja de ser un poema de denuncia para convertirse en un programa orientador de conductas». ¿Qué es lo que pudo motivar esta evolución entre 1872 y 1879? Digamos, sin querer esquematizar excesivamente, que por lo menos tres elementos han actuado en esta evolución: el escritor se ha aburguesado, la situación político-económica del país ha evolucionado, su personaje ha envejecido. En el transcurso del período considerado, Hernández se ha convertido en un autor consagrado y ha decidido presentarse a la diputación. Sus principales adversarios políticos, Mitre y Sarmiento, encarnación de la política porteña y opuesta al gaucho, ya no ocupan el poder y él mantiene buenas relaciones con el sucesor, el tucumano Avellaneda. Ha tomado conciencia de que es irreversible el proceso que tiende a sustituir el gaucho por el peón y que conviene por lo tanto preparar el primero a este cambio. Además, Hernández ha adquirido una notoriedad y una respectabilidad que no eran evidentes en el momento en que, proscrito, escribía la Ida. Invertía entonces en su personaje de gaucho rebelde y matrero algo de su rebelión personal y de su espíritu independiente. En cuanto a Martín Fierro, ha envejecido cinco años entre el momento en que, con Cruz, decidió pasar la frontera y alcanzar las tolderías, y su regreso en tierra cristiana. Tan largo período no ha transcurrido en vano. Ha madurado al hombre, lo ha serenado y le ha hecho comprender lo inútil de una rebelión y una fuga que, al llevarlo de una civilización a otra, lo ha hecho salir de Málaga y entrar en Malagón. («Besé esta tierra bendita / que ya no pisa el salvaje [...] pues infierno por infierno, / prefiero el de la frontera» -II, 1537-1538 y 1549-1550-, exclamará al encontrarse de nuevo con la civilización cristiana y la tierra de sus antepasados). La evolución del protagonista no es sólo la resultante de una evolución paralela del autor o de la nación: es también la consecuencia de una necesidad interna del poema. Agreguemos a este cambio otro elemento: la Vuelta no ha sido concebido, como la Ida, en la urgencia y la precipitación. Hernández ha dispuesto de más tiempo para nutrir el relato, cultivar el estilo, cuidar los efectos. De ahí los cambios producidos de una parte a otra: el texto es el doble de largo, los episodios y los personajes son más numerosos, la composición es más estudiada y mejor estructurada, los refranes se hacen más presentes (un fenómeno semejante pudo observarse entre las dos partes del Quijote); en adelante la payada encuentra su lugar, el tono es más razonable que apasionado, el estilo más elaborado. Por vía de consecuencia, esta segunda parte ha perdido algo de la lozanía y la espontaneidad de la primera.

Hernández conocía perfectamente a los gauchos, con quienes se había codeado en sus años mozos y con los que había compartido trabajos y sinsabores10. Además, como lo subrayó Borges con la perspicacia que se le conoce: «En mil ochocientos sesenta y tantos, en Buenos Aires, lo difícil no era conocer el gaucho, sino ignorarlo. La campaña se confundía con la ciudad y su plebe era criolla»11. Si bien la reflexión se refiere al conocimiento que Estanislao del Campo tenía del gaucho, puede igualmente -y seguramente mejor- aplicarse al autor del Martín Fierro.

Habiendo aprendido a conocer a los gauchos, Hernández, simultáneamente aprendió a quererlos. Y conociendo sus dificultades, sus penas, su desamparo, ha sabido, mejor que nadie, interesarse por ellos y tomar su defensa. El poema es, sin lugar a dudas, una obra polémica. Es un alegato en favor de los gauchos explotados y perseguidos y una requisitoria contra todos los que los explotan y los persiguen:


El anda siempre juyendo.          Siempre pobre y perseguido;
no tiene ni cueva ni nido,          como si fuera maldito;
porque el ser gaucho...¡barajo!,          el ser gaucho es un delito.


(I, 1319-1324)                


De hecho, todo el capítulo VIII de la Ida merecería citarse, dado que aparece como una denuncia cuasi exhaustiva de las vejaciones e injusticias de las que es víctima el gaucho y como una carga más que fundamentada de las tropelías y los abusos cometidos por las autoridades. De estas exacciones, una viene puesta de realce porque humilla al gaucho, maltrata la familia y desorganiza la sociedad. Es el «contingente» de soldados gauchos enviados a la frontera para proteger el territorio de las incursiones de indios (y para castigar, si se presenta el caso, a los que se niegan a votar por el candidato oficial). Hernández se vale de las palabras más hirientes para denunciar la impericia y la arbitrariedad de los gobernantes.

De entrada, la leva del contingente aparece como un escándalo. Los gauchos caen en una redada organizada a traición por el juez de paz, que se aprovecha de la sorpresa de gente que se divierte inocentemente, en el mayor descuido:


Cantando estaba una vez          en una gran diversión,
y aprovechó la ocasión          como quiso el juez de paz:
se presentó y áhi no más          hizo una arriada en montón.


(I, 307-312)                


(El atropello sufrido por Martín Fierro se repetirá, lo sabemos, con Picardía: II, 3405-3409; y la conducta del alcalde no es diferente del comportamiento del juez: «Pues si usté pisa en su rancho / y el alcalde lo sabe, / lo caza lo mesmo que ave, / aunque su mujer aborte...»: I, 259-262). Ese mismo juez les miente impunemente a los pobres infelices que manda a los fortines. («Al mandarnos nos hicieron / más promesas que a un altar»: I, 355-356). Una vez que están en la frontera, los soldados padecen una situación indigna:


Y andábamos de mugrientos          que el mirarnos daba horror;
le juro que era un dolor          ver esos hombres ¡por Cristo!
En mi perra vida he visto          una miseria mayor.


(I, 631-636)                



Ya nos tenían medio loco          la pobreza y los ratones.


(I, 647-648)                



Siempre cubiertos de harapos,          siempre desnudos y pobres;
nunca le pagan un cobre          ni le dan jamás un trapo.


(II, 3609-3612)                


Tienen que sufrir las peores vejaciones, prestarse a las peores humillaciones: suplicio de la estaqueada (I, 386-387; 876-888), del látigo (I, 393-396; 271-272), del cepo (I, 275-276), etc. Nada extraño, en estas condiciones, si el gaucho, de por sí pacífico, se transforma en un gaucho malo: «Y después dicen que es malo / el gaucho si les pelea» (I, 269-270). La tentación de desertar, a pesar de los peligros mortales que acechan al desertor, permanece, omnipresente y obsesiva. Sabemos que el mismo Fierro desertará y terminará, como otros muchos, por reunirse con los indios a los que antes había combatido.

En su lucha contra los indios, los soldados se encuentran desarmados o despojados de sus municiones, que sus propios jefes venden para la caza del ñandú... (I, 461-468). Luego, su misión en la frontera se asemeja no tanto a una comedia como a un verdadero asesinato perpetrado por los oficiales contra sus tropas expuestas en adelante a los golpes del enemigo.

Para que se percibiera mejor el desamparo del gaucho mandado a la frontera para defender intereses ajenos, mientras los beneficiados permanecen a cubierto en sus enchufes ciudadanos, el poeta-panfletario (ya que el Martín Fierro es, a su manera, un panfleto) hizo preceder la escena desgarradora de la redada de la pintura idílica de la vida de los gauchos de antes, cuando vivían libres y felices, alejados de las humillaciones infligidas por los que lógicamente deberían defender sus intereses. Esta vida, descrita con una ternura nostálgica, es una vida bucólica, una vida de égloga, en la que la sencilla actividad familiar y unas diversiones inocentes templan la penosa existencia del resero:


Yo he conocido esta tierra          en que el paisano vivía
y su ranchito tenía          y sus hijos y mujer...
Era una delicia el ver          como pasaba sus días.


(I, 133-138)                



Y apenas la madrugada          empezaba a coloriar,
los pájaros a cantar          y las gallinas a apiarse,
era cosa de largarse          cada cual a trabajar.


(I, 151-156)                



Ricuerdo... ¡qué maravilla!          cómo andaba la gauchada,
siempre alegre y bien montada          y dispuesta pa el trabajo...
Pero hoy en día... ¡barajo!          no se le ve de aporriada.


(I, 205-210)                


Otra manera de hacer notar el contraste (y de denunciar de paso otra injusticia) consiste en personalizar el desamparo del gaucho, en hacer resaltar el vacío producido en Martín Fierro por el alejamiento forzado de la familia y en representar la miseria material y moral de la mujer y los hijos:


Sosegao vivía en mi rancho,          como el pájaro en su nido.
Allí mis hijos queridos          iban creciendo a mi lao...
Sólo queda al desgraciao          lamentar el bien perdido.


(I, 295-300)                



Los pobrecitos muchachos,          entre tantas afliciones
se conchabaron de piones;          mas ¡qué ivan a trabajar,
si eran como los pichones          sin acabar de emplumar!


(I, 1039-1044)                



¡Y la pobre mi mujer          Dios sabe cuánto sufrió!
Me dicen que se voló          con no sé qué gavilán:
Sin duda a buscar el pan          que no podía darle yo.


(I, 1051-1056)                


Este «perdón» de Fierro a su mujer, cuando ésta se va a vivir con otro, no es el menos conmovedor de los episodios del poema, capaz de hacerle tomar conciencia al lector del carácter inhumano del comportamiento del gobierno con los gauchos.

Al escándalo de las condiciones de vida en los fortines se añade otro, al que el gaucho no permanece insensible por simbolizar la injusticia cometida para con él. Al defender la línea fronteriza, el gaucho tiene la impresión, ya no de defender el suelo nacional -lo que sería un mal menor- sino, más bien, de servir los intereses de una casta de privilegiados y de aventureros sin escrúpulos que se enriquecen a sus expensas. Aquí Hernández se hace una vez más el portavoz de los desgraciados y denuncia implícitamente la política coherente del gobierno -y más precisamente de Sarmiento- que tiende a extender las fronteras para atraer la inmigración y los capitales extranjeros, a menudo en detrimento de los criollos y los gauchos:


Hablaban de hacerse ricos          con campos en la frontera;
de sacarla más ajuera          donde había campos baldidos
y llevar de los partidos          gente que la defendiera.


(I, 2107-2112)                



Todo se güelven proyetos          de colonias y carriles,
y tirar la plata a miles          en los gringos enganchaos,
mientras al pobre soldao          le pelan la chaucha ¡ah, viles!


(I, 2113-2118)                


Sigue, en esas páginas terminales del discurso de Cruz, una crítica en regia de los aprovechados, de los puebleros y de la política del gobierno. La conclusión de la Ida parece reveladora de las intenciones del escritor. Hace hincapié, a la vez, en la verdad del testimonio y en el mérito del cantor al haber sido este el primero en testimoniar:


Por ser ciertas las conté          todas las desgracias dichas:
es un telar de desdichas          cada gaucho que usté ve.


(I, 2307-2310)                



...y aquí me despido yo,          que he relatado a mi modo
males que conocen todos,          pero que naides contó.


(I, 2315-2316)                


Quedan sin embargo dos versos que bien pueden aparecer como una incitación a la resignación y que ponen sordina a lo que la denuncia tenía de vehemente:


Pero ponga [el gaucho] su esperanza          en el Dios que lo formó.


(I, 2315-2316)                


Más arriba, Martín Fierro parecía haber sacado ya las consecuencias de su situación de inferioridad con respecto a la «autoridá»:


Pero qué iba a hacerles yo,          charabón en el desierto;
más bien me daba por muerto          pa no verme más fundido;
y me les hacía el dormido          aunque soy medio despierto.


(I, 793-798)                


¿Hace falta recordar que Cruz había sacado las mismas consecuencias de su estado de inferioridad con respecto al viejo comandante que tomó su lugar cerca de su mujer? «Era el jefe -apunta- y, ya se ve, / no podía competir yo» (I, 1785-1786). Es, digamos, mostrar mucha comprensión... Él mismo demuestra más abajo su total sumisión al orden establecido:


Lo miran al pobre gaucho          como carne de cogote;
lo tratan al estricote;          y si ansí las cosas andan
porque quieren los que mandan,          aguantemos los azotes.


(I, 2095-2100)                


La rebelión, si de rebelión se trata en Fierro o en Cruz, se limita de hecho a asilarse entre los indios o a convertirse en un gaucho matrero. Cuando el primero decide huir, lo hace obligado a ello por las circunstancias o por el mismo exceso de su infortunio:


Nunca se achican los males,          van poco a poco creciendo,
y ansina me vide pronto          obligado a andar juyendo.


(I, 1127-1130)                


Cuando decida vengarse, no lo hará contra los fuertes justamente vilipendiados, sino contra otros tan infelices como él:


Mas también en este juego          voy a pedir mi volada;
a naides le debo nada,          ni pido cuartel ni doy,
y ninguno desde hoy          ha de llevarme en la armada.


(I, 1093-1098)                


El Negro será, lo sabemos, la primera y muy inocente víctima de una determinación digna de mejor causa.

La obra es, no cabe duda, una clara denuncia de un estado de hecho que sustituyó, con respecto al gaucho, a un estado de derecho. Pero si el mensaje implica una evidente defensa del gaucho y un ataque paralelo contra los poderosos, si demuestra un afán de rebelión contra los abusos y la arbitrariedad, no implica por eso una incitación a la lucha y a la resistencia sino, más bien, una lección de pragmatismo y un llamado a la resignación (ocultado a menudo tras una evocación del destino y de la fatalidad), en espera de días mejores.

La segunda parte acentuará esta tendencia a la resignación, sin que el escritor cese sin embargo, por más que se haya dicho, de denunciar la injusticia. Parece necesario establecer aquí un distingo entre, por un lado, el prólogo y los consejos de Fierro a los jóvenes y, por otro lado, el resto de la Vuelta. El prólogo se caracterizaba, se sabe, por su carácter didáctico y moralizador y por su aspecto de código cívico extrañamente parecido a una filosofía general de sumisión y de respeto al orden establecido. Se encuentran incluso algunos versos que expresan claramente una evolución en cuanto a los juicios emitidos sobre el gobierno: «Me dijo, a más, ese amigo / que andubiera sin recelo, / que todo estaba tranquilo, / que no perseguía el Gobierno» (II, 1593-1596). Los consejos de Fierro a los jóvenes van en la misma dirección: predica así, sucesivamente, al final de la segunda parte, la fe en Dios (II, 4621-4622), la desconfianza hacia los demás (II, 4623-4624), la tolerancia (II, 4629-4630), la buena conducta (II, 4635-4636), el respeto a los ricos como a los pobres (II, 4641-4642), el trabajo (II, 4649-4954), el amor fraterno (II, 4691-4692), el respeto a los ancianos (II, 4697-4698) y a las mujeres (II, 4757-4762). Condena con la misma seriedad el robo (II, 4729-4732), el homicidio (II, 4733-4738), el alcoholismo (II, 4745-4750), el orgullo (II, 4753-4754). Predica incluso -y esta novedad contrasta evidentemente con la rebelión y la insumisión precedentes- la obediencia y la sumisión a instancias superiores:


El que obedeciendo vive          nunca tiene suerte blanda;
mas con su soberbia agranda          el rigor en que padece.
Obedezca el que obedece          y será bueno el que manda.


(II, 4715-4720)                


Podría pensarse que, por un lado, llegado a cierto grado de popularidad y de respetabilidad y, por otro lado, favorablemente impresionado por los avances logrados por la política del presidente Avellaneda y la acción militar de Roca tendente a erradicar a los indios y, por consiguiente, a suprimir los fortines, Hernández se ha olvidado de los motivos de queja que tenía contra los gobiernos de Mitre y de Sarmiento.

Sin embargo, en lo que toca al resto de la Vuelta, la denuncia de los abusos y excesos, atribuibles al poder bajo todos sus aspectos, guarda todo su valor y rigor. Encontramos así una nueva condena de la tiranía y la arbitrariedad que tienen que soportar los débiles («el que manda siempre puede / hacerle al pobre un calvario», II, 1773-1774), del voto impuesto y de las elecciones fraudulentas (II, 3337-3390), de la tortura del cepo (II, 3383-3384) o aun de la trágica situación que padecen mujeres e hijos cuando el gaucho se ve obligado a servir a la patria en los fortines:


Nada importa que una madre          se desespere o se queje;
que un hombre a su mujer deje          en el mayor desamparo:
hay que callarse o es claro          que lo quiebran por el eje.


(II, 3487-3492)                


En la segunda parte de la obra encontraremos además una carga de una violencia probablemente inaudita hasta entonces sobre una justicia que no tiene de justicia más que el nombre y una ley del embudo indulgente con los poderosos y despiadada con los miserables:


¡Es señora la justicia...          y anda en ancas del más pillo!


(II, 3395-3396)                



La ley es tela de araña.          En mi inorancia lo explico:
no la tema el hombre rico,          no la tema el que mande,
pues la ruempe el bicho grande          y sólo enrieda a los chicos.


(II, 4235-4240)                



La ley es como el cuchillo:          no ofende a quien lo maneja


(II, 4245-4246)                



Estoy diariamente viendo          que aplican la del embudo.


(II, 4257-4258)                


Aparece además, como elemento nuevo, una crítica mordaz de las condiciones de vida inhumanas o infrahumanas que son la norma en las penitenciarías (II, 1707-2084). Comprobamos así, si analizamos a fondo las cosas, que la condena de los abusos no se ha aflojado entre la primera y la segunda parte de la obra. El gaucho sigue siendo descrito, en la Vuelta como en la Ida, bajo los rasgos de un paria, cuando no es de un judío errante:


Vive el águila en su nido,          el tigre vive en la selva,
el zorro en la cueva ajena,          y en su destino incostante,
sólo el gaucho vive errante          donde la suerte lo lleva.


(II, 4817-4822)                


Lo que ha cambiado es la actitud adoptada en adelante por el cantor-narrador: a la condena se añaden ahora unos consejos de prudencia (que pueden, a veces, parecerse a una moral de resignación y de sumisión a los valores burgueses) y unas proposiciones políticas claras como la supresión del contingente de fronteras (II, 3705-3706) y la concesión al gaucho de un mínimo de ventajas y de derechos («Debe el gaucho tener casa. / escuela, iglesia y derechos»; II, 4827-4828).

Lugones quiso ver en el Martín Fierro un poema épico12 porque necesitaba glorificar al gaucho para hacer de él la encarnación de la tradición y un escudo moral contra el aluvión inmigratorio y la «desnaturalización» de la identidad argentina (a la inversa de Unamuno, para quien el poema de Hernández «es de todo lo hispanoamericano que conozco lo más hondamente español»13). Borges, que condena sin apelación «la estrafalaria y cándida necedad de que el Martín Fierro sea épico», ve más bien ahí, fuera de toda verisimilitud, una novela14: conocemos, es cierto, la marcada afición del autor de Ficciones por la boutade y la paradoja... De hecho, el Martín Fierro aparece como el drama o la tragedia del gaucho. Ni epopeya, ni novela, es más bien la saga en verso de un criollo argentino de los años setenta que lleva en sus hombros toda la condición de los gauchos desheredados, desplazados por la llegada al suelo argentino de los inmigrantes y por los adelantos de la civilización. Ahora bien, ¿es el protagonista un héroe? Sí, en el primer sentido del término, porque triunfa de todos sus adversarios y arrostra valerosamente su condición. No, porque le vence, ya no la «adversidad» sino la «autoridad» y porque aparece, en definitiva, como el gran perdedor de la reestructuración del país. Acerca del hombre, como del poema, Lugones y Borges siguen oponiéndose. Ahí donde éste veía un «cuchillero individual de mil ochocientos setenta», aquél percibe un paladín y, al mismo tiempo. «[un] hombre tan generoso, tan bueno, tan valiente, tan justo que ni el máximo dolor altera su juicio, ni las peores miserias su buen humor»15. En realidad, ni bandido, ni héroe ejemplar, ni mito épico, Martín Fierro es simplemente un hombre, pero un hombre emblemático que resume en su persona todas las desgracias y todas las debilidades de los perseguidos y los desamparados.

Al final de los años setenta, cuando ultimaba la segunda parte del Martín Fierro, Hernández sin duda ya no esperaba salvar al gaucho, condenado por la civilizacion y la historia. Al menos le cabía la esperanza de darle una segunda vida, en el plano de la literatura. De hecho, con Martín Fierro, a la desaparición física y social del gaucho sucedió la reencarnación literaria y estética.





 
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