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Varias veces hemos hablado de las grandes dificultades con que aún tropezamos para ordenar convenientemente la historia del arte quiteño, que, alimentada hasta ahora de tradiciones de dudosa veracidad, transmitidas verbalmente algunas de ellas, o escritas otras por nuestros literatos para sabroso encanto de los amantes y admiradores del arte ecuatoriano, ha venido a ser hasta hoy un conjunto desgajado de nombres sin filiación alguna, un conglomerado de obras sin fecha ni distribución periódica, una amalgama de hechos fantásticos sin concatenación aparente, un enorme lío, en fin, en el cual el documento probatorio luce por su ausencia para desesperación del estudioso.

Para darnos, pues, cuenta cabal de la historia artística de nuestro país, hemos tenido que comenzar con la labor primera de seria investigación, dejando por el momento a un lado cuanto hemos oído o leído acerca de ella, a fin de siquiera concatenar hechos, nombres y fechas con cierto orden, sin despreciar la tradición en cuanto viniese a confirmar el documento o a llenar un vacío a tiempo y lógicamente. Por felicidad, la investigación histórica va con viento favorable en nuestro país y, gracias a ella, esperamos que en día no lejano quedará formada la completa historia del arte quiteño, tan rico e interesante desde muchos puntos de vista. Y, precisamente para contribuir a esa obra, creemos un deber la publicación de los resultados que vamos obteniendo en nuestros estudios, a fin de que con esos granos de arena, los historiadores de mañana tengan al menos puntos de referencia para una concienzuda clasificación de las obras y una verdadera colocación de nombres y de fechas en los capítulos de nuestra historia del arte.

A ello obedece la publicación de este libro. En él damos a conocer cuanto hasta hoy hemos llegado a saber acerca de la iglesia de la Compañía de Jesús y las preciosidades que contiene, dando cabida a la tradición en cuanto nada tiene de rechazable, pero aclarando, eso sí, que no respondemos de su veracidad y que la consignamos sólo para llenar una laguna, mientras documentos fidedignos vengan a satisfacer por completo a la verdad histórica. Naturalmente, siempre que nos apoyemos en la tradición lo diremos expresamente, para que el lector la distinga de la narración documentada.

Y con esta advertencia, entremos en materia.

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La última de las comunidades religiosas que ingresaron en el Ecuador después de la conquista española, y llegaron a Quito a raíz de su fundación, fue la de los jesuitas (1586). Antes ya habían llegado franciscanos (1534), mercedarios (1535), dominicanos (1541) y agustinos (1573)1.

Desde 1578, la Real Audiencia de Quito se había manifestado deseosa de la colaboración de la recién fundada Compañía de Jesús, y parece que sus solicitudes a este respecto fueron escuchadas por Felipe II, pues sólo así se explica que en ese año se hubiere pedido al obispo don fray Pedro de la Peña, la cesión de la iglesia y casa parroquial de Santa Bárbara y sus solares contiguos, para que se estableciesen allí los padres jesuitas. La venida, sin embargo, tuvo que retardarse mientras el Consejo de Indias resolviere la consulta que se le había hecho acerca de la facultad del Prelado para disponer de uno de esos solares, que su dueño había legado para objeto distinto, determinándolo. Once largos años transcurrieron desde entonces, y como el Consejo de Indias retardara su resolución, mientras crecían los deseos del pueblo quiteño de tener a los jesuitas cuanto antes en la naciente población, la Real Audiencia pidió al Cabildo eclesiástico en sede vacante, diese la iglesia, la casa y los solares antedichos, para que los ocuparan   —21→   los jesuitas, y el Cabildo accedió a lo pedido con la condición de que si algún día los Padres abandonaren esos sitios para establecerse en algún otro, volverían al dominio del Poder eclesiástico. Esto sucedía comenzada la segunda mitad del año 1586, verdadera fecha de la venida del padre Baltasar de Piñas, acompañado de otros dos sacerdotes y de un lego coadjutor, a Quito. La cesión del Cabildo a los Jesuitas, de la parroquia de Santa Bárbara, tuvo lugar el 31 de julio de 1586.

Figura 1.- La parte antigua de la ciudad de Quito

Figura 1.- La parte antigua de la ciudad de Quito

(Foto Laso)

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El padre Piñas dice nuestro historiador González Suárez fue español de nación y oriundo de un pueblo de Cataluña: entró muy joven en la Compañía de Jesús, y antes de ser sacerdote, enseñó Humanidades y Gramática latina en el Colegio de Gandía; después fue uno de los primeros padres que pasaron a Cerdeña, de donde regresó a España para fundar el Colegio de Zaragoza; enviado al Perú, ejerció el cargo de Provincial y fue fundador de la Compañía, primero en el Ecuador y después en Chile. La fundación del Colegio de Quito se verificó durante el provincialato del célebre padre Juan Sebastián; a los cuatro años de fundada la casa de Quito volvió el padre Piñas a Lima, donde fue nombrado Procurador de la Provincia del Perú para la congregación general que debía celebrarse en Roma; terminada la congregación, vino nuevamente al Perú, pasó a la fundación del colegio de Santiago de Chile, tornó otra vez a Lima, y acabó su vida en la misma ciudad, a la avanzada edad de ochenta y cuatro años. Pertenece el padre Piñas a esa generación gloriosa de varones santos, que florecieron en tanto número durante el primer siglo de la Compañía de Jesús; y basta para su más cumplido elogio decir, que San Ignacio hacía grande estimación de sus talentos y virtudes2.



Figura 2.- La calle García Moreno, a la cual da la fachada de la iglesia

Figura 2.- La calle García Moreno, a la cual da la fachada de la iglesia

(Foto Noroña)

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Don Fernando de Torres y Portugal, conde del Villardompardo, virrey entonces del Perú, había recomendado a la Real Audiencia, al Cabildo civil y al eclesiástico de Quito, recibir a los religiosos del mejor modo posible, acomodándolos y regalándolos como ellos se merecían. Otro tanto hizo Felipe II al contestar a la Audiencia su comunicación en que le dio cuenta de la venida de los jesuitas: «Pues de tan buena y santa Compañía dice en su Real Cédula de 5 de julio de 1589, se le ha de seguir (a Quito) tan buen ejemplo y bien espiritual, por cuya causa es muy justo ayudar a esta obra, os mando tengáis mucho cuidado de ella y de favorecer a los religiosos, para que en su pobreza se conserven, haciendo el mucho fruto que se espera»3.

Figura 3.- El escueto y macizo muro que mira al suroeste

(Foto Noroña)

Sin embargo de la buena acogida dispensada a tan eminentes religiosos, no se pudieron éstos librar desde el primer momento de la pobreza, que en la recién fundada colonia tenía que ser indefectible compañera. Muchas necesidades y privaciones tuvieron que sufrir aquellos religiosos, hasta que los Oidores, deseosos de socorrerlos en alguna forma, les dieron quince caballerías de tierra de pan sembrar en el rico y precioso valle de Chillo, cercano a Quito, y, además, la cantidad de cuatro mil cuarenta y siete pesos, provenientes del tributo cobrado a los indios por el año de 1582, en que se puso en práctica el calendario gregoriano4.

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La generosidad de los Oidores, sin embargo, no recibió la entusiasta aprobación del Rey. Felipe II había dispuesto que esa diferencia se devolviese a los indios, y sólo con repugnancia aceptó, más que aprobó, los hechos realizados y cumplidos.

Figura 4.- El domo de la Compañía.- En segundo término, la iglesia y el convento de San Francisco

Figura 4.- El domo de la Compañía.- En segundo término, la iglesia y el convento de San Francisco

(Foto Noroña)

Nadie hubiera creído entonces que quienes comenzaban su vida entre miserias serían, algún tiempo después, los vecinos más ricos de toda la colonia, árbitros de su comercio, dueños de ochenta haciendas de toda clase y de todo clima en aquel riquísimo Reino, de tres molinos en Cuenca, Riobamba y Ambato, y de un tejar y un obraje en Riobamba; sin enumerar las extensas propiedades del colegio seminario de San Luis y de la casa de Ejercicios de Quito, ni los censos que tenían a su favor y que ascendían a una cantidad envidiable, ni los productos de los préstamos en dinero que solían hacer a particulares, algunas veces con garantías prendarias, ni los buenos ingresos de la Botica de Quito. Toda esta inmensa fortuna les llegó a producir una renta formidable que, a deducir de los datos suministrados por el presidente Diguja en 1770, ascendía, al menos, a 400000 pesos   —24→   anuales poco más o menos en 1767, es decir, al tiempo de la expulsión de los jesuitas de los dominios españoles; cantidad que hoy equivaldría a dos millones de dólares. En ese mismo año, de 1767, se avaluaron los bienes de los jesuitas en cuatro millones de pesos, sin contar las haciendas del Colegio de San Luis que, según los documentos conservados en el Archivo del Cabildo Eclesiástico de Quito, correspondientes a 1767, se tasaron en 2394000 pesos, y las pertenecientes al Colegio de Cuenca, que producían la renta de 2632 pesos.

Figura 5.- La puerta del convento de los jesuitas

Figura 5.- La puerta del convento de los jesuitas

(Foto Laso)

Llegaron, pues, a ser los jesuitas de Quito verdaderos Cresos: sus haciendas cubrían ochenta leguas cuadradas del territorio ecuatoriano y producían toda clase de artículos de buen consumo en cantidades enormes, con lo cual imponían en el mercado el precio, algunas veces subido y algo exagerado, no obstante las súplicas del pueblo y las protestas del Cabildo. Los privilegios que consiguieron arrancar a la Corona les hacía más potentados todavía. Merced a ellos lograron conservar sus obrajes cuando fueron suprimidos, manteniendo el comercio de paños con el Perú, comercio que, según el virrey Amat, desedificaba hasta a los más amigos de los jesuitas; y obtuvieron, establecido el estanco de aguardiente, ser los únicos a quienes se concediera destilar y vender por propia cuenta. Pero dejemos esta digresión y volvamos a tomar el hilo de nuestra historia.