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Puede comprenderse, por todo lo que dejamos dicho, la situación destacada que adquirieron los jesuitas desde los primeros días de su actividad en Quito y la altísima a que llegaron cuando alboreaba el siglo XVII. Ricos de fortuna, como lo demostramos más arriba, formidables por su ciencia, intachables por su conducta moral y admirables como misioneros, eran los verdaderos dueños de la voluntad ciudadana. Su palabra era acatada sin réplica, sus deseos satisfechos al instante, y los pleitos contra ellos eran siempre perdidos, por alta que fuere la persona que los instaurase.

Figura 11.- Un rincón del claustro bajo del convento

Figura 11.- Un rincón del claustro bajo del convento

(Foto Laso)

A tal aureola de poder material y moral debían necesariamente corresponder las obras que levantasen, ya para vivienda de ellos, ya para habitación de Dios. Y así fue en efecto. Recórranse en el Ecuador las posesiones todas que son o fueron de los jesuitas, así en las ciudades como en las aldeas que adoctrinaron y en las haciendas que formaron, y se apreciará las maravillas de todas esas construcciones religiosas y civiles por ellos levantadas.

En Ibarra, la capital de la provincia de Imbabura, aún se admiran los ingentes restos de la iglesia jesuítica destruida por un terremoto, y de la cual se conserva una preciosa puerta de piedra finamente decorada; en Latacunga, otro terremoto arruinó completamente la primorosa iglesia de tres naves que allí habían igualmente construido; y en la abrupta cordillera andina, que hacia el Oriente de la ciudad de Quito detalla su crestería con la nieve del Antisana, al pie de este nevado se mostraba hasta hace poco tiempo un templo parroquial de la hasta hoy humilde aldea de Píntag, que era toda una maravilla arquitectónica, llena de preciosas capillas con retablos primorosos y cubiertas sus paredes con riquísimas telas. La codicia y la incomprensión   —31→   de los mismos encargados de conservarla, la destruyeron completamente y diseminaron sus artísticos tesoros. A cierto párroco se le ocurrió, en mala hora, buscar en sus cimientos las pretendidas riquezas que los jesuitas debieron haber escondido cuando su expulsión por Carlos III de los dominios españoles, y la piqueta demolió el monumento y esparció las reliquias artísticas que contenía, con el pretexto de hacer obra mejor... Con más respeto han conservado casas e iglesias los particulares que han sucedido a los jesuitas en el dominio de sus haciendas, y así, en las cercanías de Latacunga, la capital de la provincia de León, lucen aún intactos sus maravillosas piedras los edificios que aquéllos levantaron, si bien, desgraciadamente, están ahora vacías de los tesoros de arte que entonces las cubrían. Pero de todo ello, Quito guarda la mejor parte; pues, además del espléndido edificio que los jesuitas edificaron al pie del Panecillo11, para su Noviciado, y que hoy está destinado a manicomio, podemos contemplar casi íntegra la que fue casa madre de los jesuitas en el Ecuador, sólo eso sí despojada de muchas riquezas que allí dejaron cuando su expulsión, y que, por orden Real, fueron incautadas y distribuidas entre otros conventos de religiosos en el país, o conducidas a España.

Figura 12.- La monumental cruz del atrio, destacándose sobre la fachada

Figura 12.- La monumental cruz del atrio, destacándose sobre la fachada

(Foto Laso)

Mas como la más preciada joya de ese tesoro y el solo objeto del presente estudio es la iglesia, vamos a circunscribirnos a ella.



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ArribaAbajoCapítulo II

Descripción del templo de la Compañía


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 Las elegantes líneas de la fachada

Lámina II.- Las elegantes líneas de la fachada

(Foto Noroña)

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AL hablar de nuestra escultura colonial durante los siglos XVI, XVII y XVIII, y considerando que la iglesia de la Compañía es, en verdad, un relicario de la escultura quiteña, no sólo por las magníficas tallas de sus retablos y revestimientos y por la bella estatuaria que posee, sino también por su riquísima decoración en estuco y su admirable fachada de piedra labrada, hicimos una ligera descripción del templo, que debe ser ampliada ahora que nos ocupamos de esa obra con la extensión digna de ella. Vamos, pues, a detallar esa descripción, ya para dar una idea más completa del edificio, ya para perpetuar su recuerdo, si acaso las vicisitudes del tiempo o la injuria de los hombres mermaran o destruyeran algún día su grandeza.

La planta de la iglesia jesuítica de Quito, derivada de la del «Gesú» de Roma como todas las demás iglesias jesuíticas del mundo, y copia de la de San Ignacio, de la misma ciudad, es la de cruz latina inscrita en un rectángulo. Es de tres naves y crucero: alta, la central; bajas, las laterales; aquélla, cubierta con bóveda de cañón; éstas, con cupulines. Tiene dos cúpulas: la del crucero, alta y con tambor apeado sobre pechinas; la del presbiterio, rebajada. La bóveda central se eleva sobre arcos de medio punto, inscritos sobre pilastras de planta cuadrada, en las cuales descargan su fuerza los arcos fajones. Espaciosos lunetos dan luz a la nave. Las capillas laterales, cubiertas con cupulines, se hallan alumbradas con pequeñas linternas caladas, por las cuales cuela, débil y misteriosa, la luz del sol ecuatorial. Grandes arbotantes descargan el empuje de la bóveda central sobre los fuertes muros exteriores de cal y piedra que delimitan el templo. El material empleado es la piedra para los muros y pilastras, y el ladrillo para la arquería y el abovedamiento.

El tipo de la iglesia es el de salón, usado mucho en Cataluña y en el norte de España y llevado a Roma por San Francisco de Borja, General de la Orden desde 1565 hasta 1572, para imponerlo allí con la iglesia de San Ignacio, cuya copia viene a ser el templo jesuítico de Quito. Es curioso que San Francisco de Borja   —36→   hubiera logrado imponer en Italia el tipo español en las iglesias jesuíticas, mientras el «Gesú» era el modelo de ellas en suelo de España, y tanto, que los catalanes no sólo construyeron según él sus nuevas iglesias, sino hasta transformaron las existentes, modificando el altar de acuerdo con las exigencias del rito.

Figura 13.- Fachada de la iglesia. Ornamentación simbólica en la parte inferior del nicho de San Pedro

Figura 13.- Fachada de la iglesia. Ornamentación simbólica en la parte inferior del nicho de San Pedro

(Foto Mena)

Para explicarnos bien el modelo jesuítico del templo católico, tengamos en cuenta las innovaciones que introdujeron los jesuitas en la organización de las iglesias.

Fiel al espíritu del Concilio de Trento, la Regla que dio a la Compañía San Ignacio de Loyola, aprecia y aplaude el arte como un tributo de los pueblos a la   —37→   iglesia, y nada más. Por tal razón, el Capítulo General de la Orden, celebrado en 1573, prescribió sólo el canto llano, y eso, cuando buena y cómodamente lo pudieran ejecutar las Comunidades sin recurrir a extraño auxilio. Esta consideración por una parte, y por otra la de que el objeto y fin de la Orden era conducir a los fíeles a Dios, antes que por la sola mortificación, por los sacramentos, por la misa diaria, por el culto y, sobre todo, por la predicación y el libro, hicieron que los jesuitas eliminaran el coro con sus órganos, usado en el centro de la iglesia, y conservado aún en todas las antiguas iglesias catedrales y de Corte en España como sitio reservado exclusivamente para el clero ¿Para qué debía subsistir el coro, si San Ignacio quitó a sus afiliados el rezo en común de las horas canónicas, porque ello les restaba tiempo para sus principales ocupaciones?

Figura 14.- El cuerpo superior de la fachada

Figura 14.- El cuerpo superior de la fachada

(Foto Noroña)