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La Iglesia ecuatoriana en el siglo XIX

Tomo I

De 1809 a 1845

Julio Tobar Donoso



Portada



  —V→  

ArribaAbajoIntroducción

La Historia nacional se va escribiendo fragmentariamente, y por ello, sin la extensión que requiere una obra fundada en la documentación íntegra posiblemente, crítica por la apreciación serena de los hechos, y objetiva, por el método, que no puede ser otro que el de la narración sin prejuicio del historiador.

No por ello se ha de reducir el cuadro, de suerte que el autor, al diseñarlo, se muestre impasible. Aun en el paisaje, pone el artista su alma, bien que de manera tan sutil y con tal finura espiritual, que apenas se adivina, en la factura, el paso rápido de ese como aire impalpable que anima la obra de arte, procediendo del sujeto, para dar vida al objeto.

Un diligente e ilustrado escritor francés, el padre J. M. Le Gouhir y Rodas de la Compañía de Jesús, viene publicando un epítome apreciabilísimo de la historia ecuatoriana hasta nuestros días. Esos volúmenes los utilizarán los escritores del porvenir como punto de partida, aun para los que disienten del criterio del respetable religioso. De esta suerte, la Historia se depurará y completará con enmiendas y añadiduras que el desarrollo de los estudios y los nuevos documentos exijan. La Historia es tribunal, y el historiador juez que examina las pruebas y dicta sentencia, nunca en verdad definitiva, pues aquélla corresponde al juicio de Dios.

El sector Federico González Suárez intentó escribir los anales completos de la patria. Su empresa quedó trunca, en el punto de narrar la emancipación y la república. A concluir la obra, el eminente Arzobispo   —VI→   habría dado al país la historia más bellamente escrita, quizás en todo el mundo americano de habla castellana. Su historia colonial, aunque carecía del interés con que nos impresionan los acontecimientos cercanos y los en que somos actores o espectadores, no obstante, tuvo éxito magnífico, sobre todo por la artística y elegante sobriedad del literato y su imparcialidad, en veces casi bravía, en fuerza del espíritu de severidad indeclinable que distinguía al pensador y al sacerdote.

La polémica poco afortunada que produjo el tomo IV de la Historia de González Suárez acedó el genio irritable del egregio prelado y quebró la pluma en sus manos.

El doctor Pedro Fermín Cevallos narró la primera época republicana con exactitud, la que el estado de los estudios entonces permitía, y casi siempre con recto criterio. Su empresa no avanza a los sucesos más interesantes, ni siquiera al hombre representativo del país, García Moreno, acerca del que, amigos y adversarios, han fatigado las prensas sin llegar todavía al juicio cabal.

Don Pedro Moncayo escribió un breve opúsculo histórico con propósito más bien de acusador en servicio de un partido, como si la historia fuese proceso de ataque, en expectativa de defensa. El libro de Moncayo tuvo la suerte, si tal puede llamarse, de suscitar contradictores que diesen, en rectificación, la verdad de los sucesos y el retrato no desfigurado de muchos personajes actuantes en la política nacional. Así y todo, de aquel ensayo se han de aceptar apreciaciones procedentes del patriota, que lo fue Moncayo, tanto como eximio orador.

Los escritores nacionales de última data se han limitado a monografías sin procurar el conjunto y en dispersión de motivos, cuando se pide ya la empresa total. La obra metódica documentada y de una sola pieza, de escritor ecuatoriano, que sienta el alma de la   —VII→   patria y pulse su ritmo en el tiempo, no se ha escrito todavía1.

El benemérito académico y escritor católico doctor julio Tobar Donoso, a quien debe la literatura nacional trabajos notabilísimos sobre temas y personas culminantes en los anales patrios, emprende la historia eclesiástica, a partir de los albores de la que llamamos independencia, o sea nuestra separación de España.

Oportuno empeño que lo realiza el concienzudo investigador, con fidelidad escrupulosa y en forma netamente objetiva, sin reticencias de mal entendido pudor ni concesiones a la cobardía de los timoratos, que no aciertan a emplear la reserva en la debida ocasión. La verdad en la historia es el programa, siempre que la verdad no se aliñe con franca o mal disimulada complacencia del autor, en el relato de abusos y degeneraciones a cargo de la humana flaqueza.


Cuando mengua o escándalo resulta
honra más la verdad quien más la oculta.



El dístico, de procedencia clásica, de nuestro Olmedo resultaría aplicable, siempre que aquella ocultación fuese posible, a fin de que la historia, como querría hasta Voltaire, no contase sino hechos dignos de   —VIII→   ella. Pero la diligente investigación de los archivos que ha extremado la crítica moderna, no consiente echar tierra sobre sucesos que se creen olvidados, pues no se han olvidado, por existir ellos en los documentos, de los que no es dable prescindir, aunque se presten a veces a morbosa delectación de maliciosos lectores.

Y entonces, urge considerar aquellas piezas procesales, salvando eso sí las instituciones y el criterio moral, atentas además las circunstancias determinantes de la conveniencia y oportunidad de ciertas revelaciones, según la prudencia, que completa la justicia, hermana mayor de aquélla.

La Historia eclesiástica del señor Tobar no entra por la preterición de malos accidentes de frailes y otras personas eclesiásticas. El silencio casi siempre resulta cómplice del pecado. La Iglesia de Dios no ha necesidad de eufemismos ni ocultaciones. Antes bien, hay que saber que la delincuencia y el error que obran contra la Causa Divina, manifiestan su invulnerabilidad, aprueba de debilidades culpables de quienes forman la sociedad espiritual. Ni a ésta pueden imputarse y menos a su alta doctrina la caída de los fieles. Abusos y errores en daño de la Iglesia que ésta ha condenado con inexorable intolerancia, y que jamás se pueden poner a cargo de la autoridad que precisamente padece los desvíos y delitos de hijos corrompidos o rebeldes de la Iglesia. Vituperar a ésta por tales transgresiones valdría tanto como demostrar al juez por los atentados que él condena y castiga. A este tenor, podría hacerse responsable al Santo Jesús, de la misma traición de Judas, el codicioso tesorero de los hermanos de la compañía del Señor.

Conviene observar lo antecedente, por si los enemigos del Catolicismo intenten comprometerlo, a propósito de la degeneración, singularmente de algunas familias religiosas, la que nuestro historiador descubre con ingenuidad que le honra, como a fiel analista y comprobado creyente.

  —IX→  

Su intención además se endereza a la depuración en bien de las almas, demostrando la intangibilidad, de la moral católica triunfante de los mayores peligros. Los perversos ejemplos, debidamente manifestados para enmienda de las costumbres; contribuyen a su mejora y al prestigio de la Ciudad de Dios, de la que debe echarse afuera la basura que estorba y la plaga que contamina.

No de este modo han procedido los herejes, sobre todo los de la pseudo Reforma, que así como condenaban acerbamente las caídas de altos poderes eclesiásticos, practicaban con exceso tales escándalos. El fiscal convertido en juez implacable llevaba perdida la autoridad de su ministerio.

Hasta al mismo Prior de San Marcos, Savonarola, ha podido el historiador Pastor censurar su inmisericorde y fulmíneo anatema, que en realidad conducía imprudentemente al desprestigio del clero y de casi todos los funcionarios eclesiásticos del Renacimiento. Aquella hiperestesia mística y ardiente semeja la del no menos impulsivo padre Las Casas, que no encontró excusa ni justificación en sus compatriotas acusados que sujetó él a la condena de su prevención, dando alimento y estímulo a la procacidad injusta de protestantes enemigos de España.

La decadencia religiosa en Quito y en América, especialmente en los últimos años de la colonia, la explica el patronato, aquella sujeción al Soberano Protector, al Amo Lego que decía el mismo Pastor, el Amo, cuyo régimen indeclinable sobre las personas y cosas eclesiásticas de la América española constituía casi siempre, usurpación y yugo.

Cierto que los Reyes Católicos y la Casa de Austria al obtener franquicias y privilegios espirituales, los hicieron valer en obsequio de intensa labor evangélica, en la historia, para conquista de las alisas e incorporación de los indios a la civilización cristiana europea. En un bello libro de Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad, se afirma, sin   —X→   que nadie pueda contradecir, que «ningún otro pueblo civilizador ha conseguido lo que logró España, ni Inglaterra con sus hindús, ni Francia con sus árabes, sus negros o bereberes, ni Holanda con sus malayos [...] ni los Estados Unidos con sus negros e indios aborígenes: asimilarse a su propia civilización cuantas razas de color sometió. Y es que en ningún otro país ha vuelto a producirse una coordinación tan perfecta de los poderes Religioso y Temporal».

El padre Bayle, eximio vindicador de la patria española, tanto como el padre Cappa, acaba de dar su último libro sobre la empresa oficial de las misiones, en el que con la comprobación estadística, demuestra el imponderable esfuerzo de la monarquía sobre todo la no afrancesada en pro de la conversión, reparo y enseñanza de los indios, en lo que la Metrópoli empleó la flor de los caudales de Indias más de setenta millones de pesos de oro.

Ningún pueblo realizó empresa mayor que esta de cruzada, de civilización, de libertad. España que logró la unidad física del globo, descubriendo América y avanzando al Austro de Asia, sin dejar un momento quieta la diestra, en lucha contra el Islam y la Reforma, dispersó en el mundo misioneros y conquistadores, realizando la unidad católica de buena parte del Universo.

Lo comprueban las historias de los siglos XVI y XVII, los cronistas de Indias, el magno Código para ellas, la Política indiana de Solórzano, la piadosa campaña de Las Casas, el Gobierno eclesiástico pacífico de nuestro Villarroel, los imponderables estudios sobre lenguas americanas a cargo de doctos y abnegados frailes, la apología de excelsos historiadores y críticos de historia, desde Mariana y Feijóo hasta Balmes y Menéndez y Pelayo.

Pero la coordinación de que habla Maeztu, pacífica, y honorable, con episodios de intromisión laica en negocio de orden espiritual, hubo de transformarse cuando Versalles extendió el galicanismo, más o menos   —XI→   acentuado, de Luis XIV y Luis XV a la Corte de Madrid. Ello había de contribuir a la decadencia y, menos valer de la acción religiosa, que luego adelantarían los extranjerizantes filósofos y masones del tiempo y gobierno ilustrado de Ensenada, Aranda, Roda y Floridablanca. Carlos III dio el golpe de gracia a la Iglesia americana expulsando brutalmente a los jesuitas. El Paraguay floreciente volvería a los abrojos y espinas de la barbarie, para daño y pérdida definitiva de gran parte del territorio de Misiones Español; y la próspera, heroica evangelización jesuítica de Mainas, proscrita también, ocasionaría la desmembración, no muy tardía, de vastas extensiones amazónicas, que aprovecharían, en las reducciones abandonadas por el misionero, los Bandeirantes portugueses, para ruina del Imperio español en el gran río y trágica herencia que había de caber a muchas repúblicas del sur, en el centro mismo del continente.

Deshecha la vanguardia del ejército misional, los demás tercios de la armada católica padecerían natural quebranto, y vendría la tibieza de la evangelización y el desorden interno.

Los reyes filósofos Fernando VI, Carlos III y sus infelices sucesores ensayarían el reemplazo de los jesuitas con otros misioneros, buenos apóstoles sin duda pero incapaces de restituir a su antiguo esplendor las numerosas doctrinas y centros, principalmente de la hoya amazónica. Se acudió al recurso, final de establecer un obispado de montaña. Pero la mitra de Mainas resultó algo como una pieza de disfraz, y la Propaganda Fide de Ocopa se dedicaría al cabo por Bolívar, dictador del Perú, a más eficaces menesteres, extraños a la reducción de los salvajes. Mainas había casi desaparecido.

La España Borbónica de las postrimerías del siglo XVIII, atenta a perspectivas económicas y a la imitación de patrones extranjeros, inspirados por la filosofía perversa de allende los Pirineos, no podía ejercer el patronato, con la honorabilidad y sana intención   —XII→   que casi siempre distinguió a los Príncipes de la Casa de Austria, cuya grandeza culmina en Felipe II. Comenzó entonces la debilidad, para la insuficiencia de la acción, a lo que siguieron la descomposición de las Casas Religiosas y la incorporación malsana de clérigos y regulares, desde las antesalas de palacio, hasta la Cámara Real, en acecho de cargos y usufructos, que bien podían tacharse de simoníacos. Desde entonces arranca la degeneración de algunas órdenes religiosas, la que llegó a máximo límite durante las luchas de la emancipación.

Por otra parte, en el caos de una contienda feroz, en la tormenta de las pasiones, a los religiosos fue muy difícil la práctica conventual, y el aseglaramiento vino a ser corriente y aceptado. En los postreros tiempos de la monarquía, hubo ya cundido la cizaña que ahogaba la buena simiente en el campo de las Iglesias americanas.

Y por fin, éstas se encontraban huérfanas, en cierto modo; pues la diplomacia de los Reyes Patronos peninsulares influía poderosamente en Roma, a fin de que no se reconociesen por el Pontificado las organizaciones republicanas de Ultramar, no proveyéndose, en consecuencia, las vacantes episcopales. Las repúblicas creyéronse legítimas sucesoras del Patronato Real y Roma, tanto como España, afirmaban acertadamente que tal prerrogativa de índole personal no formaba parte de la soberanía política, que representaban los nuevos Estados americanos.

Tales controversias produjeron quiebras de la autoridad y la disciplina, la casi dispersión de muchas instituciones claustral es, la intromisión laica y militar contra conventos llamados menores y la consiguiente depresión de la moral pública y privada.

La intervención del celoso y benemérito señor Lasso de la Vega, al cabo obispo de Quito, cooperando a eficaces gestiones del Libertador ante Pío VII y León XII, dio comienzo a una como nueva constitución de la Iglesia en la América Española. Los pueblos   —XIII→   americanos fueron reconocidos en su personería y aptitud de organizar el personal eclesiástico, mediante la benevolencia de la Silla Apostólica, que declinó de sus condescendencias con el monarca español.

Mas, el fermento de la indisciplina quedó por mucho tiempo a invadir la masa social, en espera de la reforma que pacientes y buenos prelados, y por fin un brazo de hierro a servicio de una gran cabeza -García Moreno- lograsen en bien de la Iglesia y de la Patria, saneando el público ambiente y restituyendo a los monasterios de varones el antiguo prestigio, merced a la observancia de las reglas y a la práctica de heroicas virtudes, que habían constituido el decoro monástico y el respeto que por ello merecían las congregaciones.

Nuestra politiquilla desde la separación de 1830, cuando la disolución de Colombia, no se distingue ciertamente por el propósito de reforma eclesiástica en la que coadyuvase el Poder Civil, por lo menos sin proteger incorrecciones de clérigos y frailes levantiscos y politiqueros, amparados bajo la bandera de su adhesión a gobernantes poco escrupulosos.

Sabido es que el general Flores, no era quien pudiese secundar la labor prelaticia, para mejoramiento de las instituciones de carácter espiritual. En este punto, el fundador de la República no siguió el camino adoptado francamente por el Libertador. Antes bien; tuvo conexiones con el envidioso adversario del grande hombre fundador del liberalismo masónico, Santander. Desde entonces, por motivos político religiosos, asoma ya la curaduría granadina casi siempre sectaria, en el secundario Ecuador, en el que, más tarde, actuaría de árbitro de sus destinos, con el general Urvina, el famoso, versátil general don Tomás Cipriano Mosquera, aquel pequeño Juliano de la historia americana hispánica.

El ahínco de los primeros liberalizantes del país por encadenar la Iglesia a la coyunda patronal y al ejercicio ilegítimo del patronato republicano produjo no solamente la subversión del régimen eclesiástico,   —XIV→   sino la dañosa intervención de personas eclesiásticas en cosas y contiendas meramente políticas, no en defensa de la causa de Dios, sino muchas veces a servicio de banderías y caudillos que pudiesen otorgar a los ministros del santuario prebendas y posiciones, con expectativa en veces a canonicatos; mitras y comisiones de gobierno. En el Perú, se recuerda la influencia poderosa del clérigo inteligente y bullidor Luna Pizarro. Como él se cuentan otros en las diversas naciones indohispanas, con notas diferenciales más o menos pronunciadas.

Una gran parte de la narración del señor Tobar Donoso comprende la resistencia de la Iglesia Nacional al régimen de patronato, sin que precediese acuerdo alguno con Roma. El Concordato ni siquiera lo intentaban los regalistas desde Flores hasta Rocafuerte.

Éste, nuestro segundo presidente, patricio en verdad de altura, aunque conocía el terreno que pisaba y las modalidades de su gente, trajo al Ecuador, a título de tolerancia, un espíritu disociador de amenaza contra la unidad religiosa, inalterable hasta muchos años después de la presidencia del ilustre republicano. La tolerancia de credos exóticos se explica si estos se producen, resultando absurdo atraerlos, con señuelo de tolerancia prematura por lo menos y casi siempre perniciosa a la concordia ciudadana. La unidad, el pensar y sentir uniformes en punto a los altos destinos, importan grande y supremo bien, que no ha de intentar perderse, sino al contrario empeñarse en mantenerlos, para quietud de la ciudad y cohesión de la ciudadanía. Es lo elemental en ciencia de gobierno; si ésta ha de llamarse ciencia.

El Ecuador pudo, en aquellos años de contrasentido y confusión, presentar nobles adalides de la Iglesia: el Obispo de Botrén, el de Quito señor Arteta, el teólogo Araujo y uno que otro laico de recta e ilustrada conciencia, como el eminente doctor Benigno Malo. Sobre todos ellos, se destaca la figura de relieve   —XV→   firme y acerado, la de fray Vicente Solano. Nadie como él, ni llegando a los contemporáneos, ha guerreado en todo terreno, donde se atacara la pureza de la moral, la intangibilidad del dogma, la rigidez de la disciplina y la limpieza de la política. Hasta contra obispos y compañeros de uniforme, como contra escritores maleantes, jóvenes y viejos, se batió, desde una trinchera que no hubo de desplazar sino muerto. Sus polémicas, sobre todo la sustentada ardientemente con don Antonio José de Irisarri -uno de los precursores del libre pensamiento aquí- descartada la forma poco urbana que correspondía a la de su adversario dan la impresión de la ortodoxia más sincera, probada y fidelísima, que ni hasta hoy encuentra émulo ni rival. Él padre Solano combatió constantemente a Flores, no sólo por sus condescendencias y vacilaciones de orden religioso, sino por consideraciones de nacionalismo y alta política, y contra Rocafuerte, a propósito de su incredulidad elegante, sin callar tampoco acerca de las desigualdades y sorpresas de la política del célebre magistrado. El padre Solano fue algo como un Santo Padre de nuestra formación eclesiástica.

Los pocos defensores del santuario habían de preparar al fin la restauración de las virtudes cristianas en el pueblo, en la Iglesia, en las comunidades de regulares, en la vida social y en las relaciones políticas, empresa de aliento. Que completó el hombre público tal vez más notable que ha producido la raza, entre los reformadores y creadores, según el espíritu del Cristianismo: García Moreno. A cada paso habrá de salirnos al frente su figura de protagonista.

El señor Tobar Donoso complete su historia, o mejor escriba la historia total: la política, la religiosa, la de la cultura nuestras. El señor González Suárez, comenzó por los anales de la Iglesia ecuatoriana, y luego abriose camino hacia la historia civil y eclesiástica en conjunto.

La Historia de González Suárez debió concluirla su digno sucesor en el Arzobispado doctor don Manuel   —XVI→   María Pólit Laso, cuya preparación y talento ya se probaron en trabajos meritísimos de índole histórica. La muerte quizá nos privó del cumplimiento de una empresa encomendada por el mismo señor González Suárez al que debía recibir de su mano no sólo las ínfulas prelaticias, sino la pluma áurea y severa.

Tiempo es ya de que se nos dé la historia íntegra, documentada y crítica del Ecuador republicano. El doctor Tobar Donoso tiene la palabra y la pluma.

Mediante la historia y su estudio, se caracteriza la familia nacional, que por ello resulta homogénea, por el arranque tradicional que deriva hacia el futuro: ser para devenir. Pueblo que olvida el estudio del pasado carece de introspección y pierde su razón de ser: no sabiendo de donde viene, ignora a donde va.

Tantos investigadores nuestros de acontecimientos pretéritos, contemporáneos y actuales, tiempo es de que cristalicen la faena en obras perdurables, que determinen nuestra posición en la vida internacional, no en forma apologética o de diatriba; ni tampoco en manera polémica, sino con exposición documentada y críticamente valorada, todo ello con respeto a la nobleza de la obra y al culto de la verdad.

Cuenca, agosto 10 de 1934.

Remigio Crespo Toral



  —XVII→  

ArribaAbajoPreámbulo

La Historia religiosa del Ecuador divídese, a partir del movimiento inicial de la Emancipación (1809), en tres períodos sustancialmente diversos: el de la confusión de los dos Órdenes, espiritual y temporal, qué se caracteriza por el predominio del cesarismo político en la esfera eclesiástica y por el imperio irrestricto del patronato que se arroga el Estado; el de la armonía entre la Iglesia y el Poder Civil y el mutuo respeto (no sin algunas vicisitudes) de sus respectivas soberanías; y el de la separación entre las dos Potestades.

El primer período, mera continuación de la época colonial, va hasta 1862, año en que se celebró el Concordato entre Pío IX y la República, gracias a la enérgica y genial intervención del mayor de nuestros estadistas; don Gabriel García Moreno, quien con su incontrastable voluntad cambia y endereza todo el rumbo de nuestra patria. El segundo se extiende hasta 1895, en que triunfa el liberalismo, el cual si bien al principio aparece empeñado en mantener la unión y el Concordato, y luego, mudando de táctica para dominar a la Iglesia; en aferrarse al viejo absolutismo patronal, acaba por la separación y la proclamación de la igualdad ante la ley de los cultos, aun sin su cabal libertad.

Dentro del primer período, si se suceden unos a otros los hombres, se mantiene uniforme el criterio regulador de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Así, los llamados períodos de las luchas por la Libertad,   —XVIII→   colombiano, floreano o marcista, no son, en lo religioso, sino subdivisiones de aquel, que no traen ideal nuevo, signo distintivo alguno. Todos son hijos del regalismo. La República que, en lo político, había roto con la Metrópoli, no vacilaba en decirse su heredera en cuanto al ejercicio de la tutela patronal, tutela sin cargas y que cada día extendía en provecho del tutor, no de la humillada pupila, sus usurpadas ventajas. Por fortuna, el cesarismo no alcanzó a debilitar la fe del pueblo, a quitarle el mejor de sus tradicionales blasones.

Este volumen, por razón de la unidad de la materia, debería, pues, ir hasta 1862, o sea abrazar todo el primer período; mas, su ya considerable extensión y la dificultad con que, por nuestras actuales ocupaciones, tropezamos para redactar la parte que aun falta, nos obligan a detenernos en 1845. El segundo, Dios mediante, avanzará hasta 1875.

Nuestro anhelo fue entregar a la luz pública ambos volúmenes a la vez, a fin de que aquellos a quienes sorprendiere, y acaso escandalizare, la decadencia eclesiástica del primer período, pudieran seguidamente admirar la estupenda reforma intelectual y moral que, en pocos años (como en ningún país americano), realizó la Iglesia, urgida y estimulada por el fuerte brazo de García Moreno.

Y aun antes de esa ascensión gloriosa, en plena decadencia (proveniente de múltiples causas y, principalmente, de la ilegítima intervención del Estado en las cosas espirituales), la Iglesia del Ecuador estuvo entre las primeras de América. Un prelado, Cuero y Caicedo, fue el símbolo del sacrificio por la Patria, el organizador del civismo de nuestro pueblo. Otro, Arteta, el promotor infatigable de la educación pública, la cual sin el concurso abnegado de frailes y clérigos, habría desaparecido de raíz tanta era la inopia del Estado y la escasez de profesores seglares. Un sacerdote ecuatoriano, avecindado en Lima, el doctor José Ignacio Moreno, brilla con extraordinarios fulgores   —XIX→   como defensor invicto del Pontificado. La ortodoxia tiene campeones ilustres, como Araujo, Solano y Carrión. La caridad resplandece en los ilustrísimos señores Lasso de la Vega y Garaicoa. La evangelización cuenta con misioneros de la talla del padre Plaza Ordo Minimorum y de fray Santiago Riofrío Ordo Praedicatorum Decaída o no, la Iglesia ecuatoriana, posee títulos imperecederos a la alabanza y reconocimiento nacionales.

En esta obra, como en las anteriores nuestras, hemos procurado seguir las huellas de los grandes historiadores católicos. Decir la verdad, toda la verdad, con sinceridad y rectitud: tal ha sido nuestro lema. No hemos ocultado nada de cuanto podía contribuir al cabal esclarecimiento de la fisonomía de aquella época, de la acción de la Sociedad Espiritual y de sus relaciones con el Poder Público. Libres de todo designio apologético preconcebido, hemos procurado rendir homenaje de justicia a amigos y enemigos de la Iglesia, apreciando imparcialmente sus actos y aun excusando errores con cristiana indulgencia.

Mas, la veracidad e imparcialidad, no significan glacial indiferencia, ni exigen el abandono de las propias convicciones. Ningún historiador sensato debe, ni lo podrá tampoco jamás, ahogar las voces del alma, sofocar el grito de condenación y protesta que la injusticia arranca espontáneamente del pecho de todo hombre bien nacido. Una historia así, de la cual el espíritu del escritor estuviese ausente, sería buena para gente moralmente baldía. No, en nuestro a libro palpita el corazón de un católico, que pone el alcor filial a la Iglesia de Cristo sobre todos los amores, y para quien la fe es luz y norte de la pluma.

Al juzgar los acontecimientos, hemos procurado atender a las circunstancias en que se desarrollaron, a las ideas en boga por entonces y al criterio político-religioso de los personajes que en ellos intervinieron. Absurdo filosófico, alteración imprudente de las leyes de la historia, sería transplantar a épocas pretéritas el patrón con que, modificadas casi por completo las   —XX→   condiciones de la vida social y cívica, examinamos los sucesos de ogaño. Cada época tiene su filosofía de la vida, de la cual no debe prescindirse al historiarla, so pena de deformar su pensamiento, de afear su semblante, cubriéndolo de imaginarias manchas.

Fruto es éste de larga peregrinación a través de los Archivos del Estado (Presidencia de Quito, Ministerios de lo Interior y Relaciones Exteriores y Poder Legislativo), de la reverendísima Curia Arquidiocesana y de las grandes congregaciones religiosas. Sin embargo, estamos persuadidos de que, por la índole del trabajo, sobre el cual no se ha escrito hasta ahora monografía alguna, excepto en la parte relativa al período colombiano, habrá ingentes vacíos y errores, que se excusarán fácilmente si se atiende a lo arduo del empeño casi inicial en materia histórica. Deploramos no haber podido investigar en los archivos de Cuenca y Guayaquil, si bien muchos de los datos que ellos podían proporcionarnos, están asimismo en los de Quito.

Sea esta ocasión de manifestar nuestro profundo reconocimiento a las personas que nos abrieron con exquisita benevolencia los archivos consultados, o que nos han facilitado la búsqueda en los abiertos de antemano al estudio público. Respecto de la eximia Orden Dominicana, aunque no hemos podido examinar personalmente los libros de actas, como en las otras comunidades, hemos dispuesto de importantes apuntes escritos por el reverendo padre Alfonso M. Jerves Ordo Praedicatorum, uno de los más autorizados investigadores con que se honra actualmente el país.

Una palabra especial de gratitud para el sabio historiador reverendo padre José María Le Gouhir Societas Jesu (J. L. R.) y para el esclarecido Príncipe de nuestras letras, el doctor don Remigio Crespo Toral, que se han dignado de revisar los manuscritos de nuestro ensayo y de hacernos ilustradas y generosas observaciones que nos han servido en gran manera, en puntos difíciles, para formar nuestro juicio definitivo.





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ArribaAbajoParte primera

De 1809 a 1830



ArribaAbajoCapítulo I

La Iglesia a fines del siglo XVIII


El Renacimiento había echado sobre el mundo poderoso torrente de racionalismo naturalista que, corriendo al principio como bajo tierra, en la subconciencia de los pueblos, dio más tarde letales resultados en la herejía protestante. Ésta, rompiendo con la tradición, desconociendo los derechos de la autoridad en el orden religioso, introdujo el subjetivismo de la fe, la anarquía de las conciencias individuales que buscan la propia experiencia religiosa en las directas iluminaciones del Espíritu.

Mas, al proclamar el libre examen y al socavar las bases seculares de la autoridad de la Iglesia visible, el protestantismo se guardó de menoscabar la soberanía absoluta de la autoridad civil. Por el contrario, trató de robustecerla y consolidarla como medio de debilitar más y más el dominio eclesiástico, parte de cuyas atribuciones asignó al mismo Estado. «El Estado [...], dice Lutero, regla las manifestaciones exteriores   —2→   de la vida espiritual. Ésta no es independiente del Estado cuando se exterioriza». La soberanía civil, como guardián de la moral, a la que dio el luteranismo carácter excesivamente exterior y rigorista, se sustituye a la jurisdicción del Pontificado. De las entrañas de la doctrina protestante brotan, pues, dos tendencias antitéticas: el individualismo religioso y el absolutismo del Estado2.

Dentro de la esfera religiosa, el cesarismo se manifiesta en los siglos siguientes, principalmente en el XVIII, en el anhelo general de Cortes y Parlamentos de restringir cada vez más los derechos del Papado y constituir Iglesias nacionales. En Francia, el absolutismo adopta así nombre simpático al sentimiento patrio: el galicanismo. En Austria deriva su denominación de la de su Rey: el Josefismo. En Alemania, el regalismo eclesiástico toma la fisonomía de episcopalismo con Febronio, que atribuye a los obispos el uso de poderes extensos, transmitidos por el Divino Fundador de la Iglesia a la masa de fieles, masa que los delega a aquellos3. El Papa viene a ser simple Metropolitano con respecto a los demás obispos: no tiene primacía de jurisdicción. En España, el regalismo (alguna vez llamado hispanismo) no adopta generalmente apelativo especial, sin duda porque carecía de raíces en el sentimiento colectivo. Empero, poco a poco, los jurisconsultos-teólogos, para justificar abusos de los privilegios que el Pontificado concedió a los monarcas españoles, fundamentan una doctrina de creciente absorción de los fueros espirituales por el Poder Civil.

  —3→  

Los dos Órdenes, temporal y espiritual, cuya distinción asegura la libertad civil, se confundían y entremezclaban; mas, la falta de deslinde de sus respectivos ámbitos no provenía de que se diese a Dios lo que era del César, sino de que el César pretendía atribuirse lo que pertenecía a Dios, o sea lo atingente a la disciplina de la Iglesia. Ésta gozaba, sí, de protección del Estado; protección arteramente compensada con dorada esclavitud, mediante la incorporación en el engranaje político: el clero era cuerpo privilegiado; pero, como todos los demás organismos oficiales, servilmente adherido al Poder; clero por consiguiente político, mercenario y cortesano de la autoridad, listo a sacrificar los derechos espirituales a trueque de dignidades.

Aun los claustros eran rueda del Poder Público. El Rey (decía el célebre jurisconsulto francés Rousse), «protector, conservador y ejecutor de las leyes de la Iglesia», hace «de la vida monacal y de la sociedad conventual institución pública, cuya supervigilancia y guarda le pertenecen y que tiene, en el orden general del Estado, su lugar, su rango, su empleo, sus sujeciones y privilegios»4. Las sujeciones vergonzosas superaban, empero, en número y peso, a las preeminencias de que gozaba como simple dependencia pública.

El regalismo, en su enemiga contra el Pontificado, encontró aliado gigantesco en doctrina que, con máscara de austeridad ceñuda, estragó disimuladamente la espiritualidad de los fieles y la disciplina general de la Iglesia: el jansenismo,   —4→   cuyo parentesco con el Calvinismo, por sus temerosas enseñanzas sobre la salvación y la gracia, es incontrovertible. So color de reacción contra la moral elástica y acomodaticia y contra el abuso de las fuentes de la vida sobrenatural, aquella escuela enseñó y practicó el más sombrío fatalismo, ahogó la confianza en Dios, considerándole tétricamente inaccesible y alto, y alejó las almas de los canales por donde se comunica la Gracia. Fruto del jansenismo fue en todas partes la licencia de las costumbres y la ruina espiritual de las muchedumbres cristianas, ante la cual poco significaba el heroísmo de contados espíritus excepcionales, que buscaban a Cristo sin alimentarse de Cristo.

La extensión del jansenismo fue inmensa. Toda la burguesía intelectual de la época se saturó de esa mentalidad y aun parte del clero y de las órdenes religiosas se contagió del cáncer. Por más que grandes santos como Vicente de Paúl y Alfonso María de Ligorio, trataron de reanudar la comunión de confianza entre el Dios amante de la Eucaristía y los fieles, la mayoría de éstos siguió entregada a la agostadora herejía. La adusta y repelente fisonomía que dan a la religión el jansenismo y el protestantismo, contribuyó sobremanera a desacreditarla. Voltaire para su obra demoledora aprovechará eficazmente esa deformación caricaturesca de la doctrina católica.

Una orden había sido antemural de la Iglesia en el doble combate contra el cesarismo y el jansenismo, coligados para divorciar a los pueblos de la Silla Romana: la Compañía de Jesús, «falange macedónica» al decir de d'Alembert. La expulsión y luego la supresión de este instituto   —5→   gigantesco significan históricamente el apogeo del nacionalismo religioso, y sustituyeron la estratagema más eficaz para romper la unidad del Cristo Místico y organizar, sobre sus escombros, Estados-Iglesias. Aquel siglo individualista, que olvidó el sentido social del cristianismo, no dio otra manifestación de solidaridad entre los Príncipes, que el odio contra la Compañía que inició la estupenda reforma católica del siglo XVI y que formó a la juventud en el doble amor de las letras y de la fe. Muerto el hijo, no quedaba más que hacer otro tanto con la madre, «nuestra Santa Iglesia Romana», como escribía sarcásticamente el ministro español Roda al francés Choiseul después de la expulsión...5.

Entretanto, el individualismo, confinado hasta entonces en el dominio religioso, invadía triunfalmente dos Órdenes más: la política y la economía. La Filosofía tomista medieoval habla dado como fin a la sociedad civil el bien común, la prosperidad temporal pública. Con Locke el problema cambia radicalmente de faz. La libertad personal constituye a su juicio el bien fundamental del hombre, y la organización social debe converger exclusivamente hacia ella. El orden político exigía efectivamente libertades frente al cesarismo anticristiano; pero la filosofía de la época, imprecisa, sentimental y liviana, eleva la Libertad, vagamente definida, a la categoría de superstición, de intangible mito. Nace de este modo el liberalismo atómico, extensión del subjetivismo inorgánico; a la esfera política. El individualismo, exageración de la justa autonomía   —6→   individual consagrada por el cristianismo, culmina en la Declaración de los Derechos del Hombre6.

La doctrina del Cristo Místico, de la íntima comunión de caridad de los fieles entre sí y con su Cabeza invisible, representada por el Pontificado, había quedado harto contrahecha y olvidada a causa de la herejía protestante. En el siglo XVIII, experimentó nuevo menoscabo con el advenimiento de la escuela liberal económica, del individualismo materialista en el disfrute de las riquezas. La escuela Fisiocrática y la llamada de Manchester, rápidamente difundidas en todos los países europeos, trasplantaron al orden de los bienes económicos, la teoría liberal. Smith es por esto, para la economía, lo que Locke para la política, y Lutero para la vida espiritual. La dispersión de los individuos frente a la omnipotencia de la riqueza; abandonada al espontáneo y libre juego de las leyes económicas, fue a poco génesis del más tenebroso problema de todos los siglos, el social. Rousseau dio al liberalismo político y económico, frágil armadura filosófica con la enseñanza de la bondad nativa del hombre, que luego sirvió de fundamento a la pérfida doctrina de las armonías económicas naturales.

El racionalismo naturalista, oculto como áspid en el gran reverdecimiento de las letras antiguas que caracteriza a los siglos XV y XVI, cobra incremento, simultáneamente, con ciertas deducciones lógicas de la filosofía cartesiana. En el XVIII, el culto de la ciencia se contrapone a la religión. La Enciclopedia, obra heterogénea   —7→   en demasía, es el símbolo de una sociedad para la cual la Iglesia ha perdido su esplendor científico. En realidad, no faltan apologistas de la verdad católica, que la defiendan de los ataques de adversarios poderosos, que saben acrecentar el atractivo de las ideas con la fascinación de su estilo; mas, como observan Brou y Rousselot, el talento falta a los apologistas7. La ciencia eclesiástica se presenta con veste anticuada, raída por el uso. Las armas de que dispone están enmohecidas. Los que las manejan carecen de arte y autoridad, de audacia, de conocimiento del genio, recursos y arterías de su tiempo.

Las rencillas entre los representantes de la Iglesia, muchos de ellos entregados a la mundanería general; las agrias polémicas sobre la Gracia, que de los cenáculos eclesiásticos han trascendido al pueblo cristiano; los debates bizantinos de los casuistas en medio de ese siglo agitado por terribles problemas semiocultos al vulgo de las inteligencias, han enflaquecido el poderío de la Sociedad de las almas. Los mismos pastores, obligados en primer término a defender la pureza de la verdad, dan el dañino ejemplo de amalgamar doctrinas contrapuestas o discordantes. Jansenio ha sido aprobado y desechado sucesivamente por la Iglesia de Francia.

Con todo de que la mayoría de los países está desgarrada por la división religiosa, conserva en la ley la unidad de creencias. La Iglesia, pese a su mediocridad, mantiene en principio la supervigilancia oficial de la verdad; mejor dicho, es el mismo Estado el que, por medio de aquella, defiende la preeminencia política de la doctrina   —8→   revelada sobre el error. Ese autoritarismo doctrinal, circunscrito únicamente, empero, a aquello que place a la voluntad de los Príncipes, acaba por desconceptuar a la religión. El absolutismo religioso, ejercido por hombres sospechosos en cuanto a la integridad de la doctrina, no se concilia con la índole de ese siglo laberíntico, en que sobre la voz desfalleciente de la Iglesia se deja oír la carcajada epicureísta del naturalismo volteriano, boyante en todas partes8. La fuerza internacional del Pontificado trata de tomarla para sí la Masonería9.

Crisis religiosa, por la pérdida de la autoridad de la Iglesia y por el cismático regateo de las atribuciones pontificias; crisis política, nacida del advenimiento del liberalismo, que conmueve los tronos asentados, según las sofísticas doctrinas de algunos de sus defensores, sobre directo origen divino; crisis moral, que se manifiesta en desenfadado libertinaje de las clases altas; crisis social, porque la grande industria aparece cuando la humanidad se pulveriza en imperceptibles átomos a consecuencia de la extensión del individualismo protestante al orden de las riquezas; crisis humana y general, en suma, la del siglo XVIII, que da todos sus frutos y llega al ápice de su violencia en el movimiento de 1789, universal e inmenso como las causas que lo engendran, y seductor como la nación en que se inicia el incendio, que abre nueva era en la historia.

Buena parte del clero intervino en el desenvolvimiento del gran drama y trabajó por la reforma del Estado; empero, como la Religión aparecía   —9→   aliada del Trono, fue víctima de la Revolución. En la Asamblea se organiza el culto constitucional. El Comité eclesiástico elabora la Constitución civil del Clero (1790), en que se funden y sintetizan las aspiraciones del filosofismo, jansenismo y galicanismo, aliados para emanciparse de Roma. A pretexto de restaurar la Iglesia primitiva, se arregla la elección de párrocos y obispos por el pueblo; y a unos y otros se les ata al Poder por medio de insidioso juramento constitucional, que perfecciona la asimilación del Clero al cuerpo administrativo. «Entre todas las pretensiones de los Constituyentes, ha dicho con justicia y brillo Pierre de la Gorce, ninguna fue más impertinente que la de restaurar la Iglesia primitiva. La Iglesia primitiva, nacida de Jesucristo, se había desarrollado por sí misma, fuera del Poder, que durante tres siglos, no la conoció sino para perseguirla: la Iglesia nueva, nacida de un voto legislativo, sólo creaba una jerarquía de agentes oficiales consagrados al culto [...] La Iglesia primitiva se había alimentado de la oración en común, especie de diálogo ardiente y místico entre el oficiante, que llamaba a Dios al altar, y los asistentes que robustecían con sus respuestas la súplica del sacerdote; la Iglesia nueva se erguía sobre las ruinas de todos los asilos consagrados a la oración [...] La Iglesia primitiva, iluminada por claridades evangélicas, vivificada por su llama interior, se había lanzado a la conquista del mundo, con el gran movimiento de su espíritu matinal; los Constituyentes organizadores de la Iglesia nueva, veían en la religión no a poder victorioso, sino a fuerza declinante; juzgándola, por razones de buena policía, muy provechosa para el orden social, la querían   —10→   aprisionada en cuadro oficial en que se conservaría, sin renovarse ni extenderse. Mas, ¿se conservaría siempre? La mayor parte no lo creían y no pensaban sino; en abrigar algún tiempo más lo que el pueblo vulgar guardaba de fe»10.

En efecto, la organización constitucional del clero francés fue sólo el primer paso con que se preparó, en el alma del pueblo, el reemplazo de la religión divina por los cultos civiles: Voltaire había sido demasiado radical en la demolición: quería destruir a Dios mismo. Rousseau debía servir de modelo, con su vago deísmo, a los constructores de la religión laica, a los obreros de la deificación de la razón humana.

Mas, su triunfo no fue eterno. Cuando menos se preveía, el Primer Cónsul que, orgullosamente, había augurado que no tendría necesidad de Roma, acude a ella, celebra el concordato y reanuda el culto católico de modo oficial (1801). «Un precedente indestructible se había puesto», según Taine. Pensaron los hombres en suprimir al Vicario de Cristo, como rueda inútil de la Iglesia; y éste se presentaba nuevamente, ante los ojos del mundo deslumbrado, «como la piedra angular» del Catolicismo, en frase del mismo publicista francés11.

Y al exigir Pío VII la dimisión de los obispos del Antiguo Régimen, elegidos en virtud de los privilegios del Estado Galicano, proclamaba la bancarrota del galicanismo, «bancarrota; añade Pierre de la Gorce, conducida, y aplaudida por aquellos mismos que se habían dedicado antaño   —11→   a denunciar y prevenir las usurpaciones de la Santa Sede»12. Así, el siglo XIX se inicia con ese triunfo del Pontificado, triunfo entristecido muy luego por los Artículos Orgánicos y por tantas otras medidas napoleónicas dictadas contra la Sociedad Espiritual.

España, en el siglo XVIII, no era la potente monarquía del XVI. La de Cervantes, Teresa de Jesús, Cisneros e Isabel la Católica, había eclipsado su grandeza. Era la España de Carlos III, gobernada por dinastía extranjera, educada en el galicanismo. Las tendencias episcopalistas, que llevaban en sus entrañas la negación del primado de Pedro, penetraron también en nuestra Metrópoli. Y, ¿cómo no habían de extenderse en ella, si sus estadistas no eran sino cobardes y desmañados imitadores de la impiedad francesa? Los obispos españoles, con gloriosas excepciones, jansenizaban y patrocinaban todas las aspiraciones de Aranda, Campomanes, Roda y Floridablanca. La Inquisición, en su origen desinteresada salvaguardia de la fe, era apenas una sombra que a nadie atemorizaba, y que los Ministros del imbécil Rey antes mencionado, humillaban a su antojo. Urquijo pensó aun en abolirla poco después: tan inútil aparecía ya como baluarte de la descolorida ortodoxia de la época. Los breves y bulas de los Pontífices volvieron a someterse, con desprecio del Concordato, al pase regio, a partir del 18 de enero de 1768. Las Universidades difundían toda clase de doctrinas contrarias a las prerrogativas pontificias; y en 1799 un decreto de Carlos IV mandó que, durante la vacancia del Pontificado, los arzobispos y   —12→   obispos usasen «de toda la plenitud de sus facultades, conforme a la antigua disciplina de la iglesia»13. Muchos obispos aprobaron el decreto de Urquijo.

Todas las corrientes que hemos apuntado como caracterizadoras del siglo XVIII y que marcan aun con su perniciosa influencia los primeros decenios del inmediato: filosofismo, regalismo, episcopalismo, liberalismo, jansenismo rigorista... llegaban también a América, aunque tardíamente y como remansadas. El Real Patrono, por causas políticas guardaba más la ortodoxia en este continente, que en el mismo centro de la monarquía. Pero llegaban... y en las páginas que siguen hemos de encontrar, muy a menudo, hechos que no se explican sino por la seducción de corrientes de otros pueblos y otros tiempos. Ha sido mal de América el que las ondas intelectuales arribaran a ella cuando las fuerzas que las originaron en otros continentes habían desaparecido; y que viviéramos siempre bajo la tiranía de modas... ¡atrasadas!



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