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ArribaAbajoCapítulo II

La Iglesia del Ecuador durante la guerra de la Independencia



I. La Iglesia de Quito

América estuvo vinculada en lo religioso más a España que a Roma; porque el monarca era para estos países, en virtud del patronato, órgano ineludible de comunicación, forzoso medianero y nuncio (a menudo espurio) del Jefe de la Iglesia. Por esto, América tuvo que ir bebiendo poco a poco el mismo espíritu que presidía las relaciones directas entre la Madre Patria y la Santa Sede; y si la guerra de la Independencia no corta a tiempo los lazos políticos con la Península, nuestra situación religiosa habría sido en la primera mitad del siglo XIX más grave y desafortunada.

¿Qué importa que se reconociera en abstracto la independencia de la Iglesia, si ésta en el hecho carecía de libertad para comunicarse con el Vicario de Cristo14; si todas las iniciativas episcopales   —14→   las fiscalizaban con celo suspicaz y medroso el Rey o sus lugartenientes; si los prelados no podían concertar entre sí, sin previa anuencia civil, los medios conducentes a la santificación de las almas; si el patrono nombraba párrocos y prebendados y proveía las mitras a su antojo, por móviles casi siempre atingentes sólo al real servicio; y si los obispos, aun antes de que recibieran de Roma la preconización, entraban ya por mandato regio, a la administración de las diócesis, fomentando de este modo ellos mismos la intranquilidad de las conciencias? ¿Qué significaba, en fin, la protección del patrono, cuando los recursos de fuerza hacían nugatorias las providencias y sanciones de la jerarquía, y cuando todas las enemistades y rencillas de los súbditos contra los prelados eran cohonestadas por aquel? Si durante el gobierno de Felipe II, el gran Rey católico, la Iglesia de América fue esclava benéfica de la Corona según dice Pastor, ¿cómo no lo sería el día en que, a una dinastía de robustísima fe, sucedió otra de escaso valor moral, sin raíces históricas y que se echó en brazos de la incredulidad francesa?

Aquí, a par de España, en los últimos años del siglo XVIII y en los primeros decenios del siguiente, la Iglesia estuvo en profunda decadencia, como en especie de anquilosis de orden moral, por las causas que acabamos de enunciar. Su acción era rutinaria y superficial: se limitaba casi siempre al culto externo, suntuoso y bello, pero desprovisto de suficiente eficacia en las intimidades del alma.

Para conocer el espíritu de una época es preciso estudiar el carácter de la educación que se da a la juventud. La enseñanza en el Ecuador,   —15→   después de la expulsión de los jesuitas, fue completamente heterogénea y, en buena parte, contraria a los ideales e intereses de la Iglesia. Baste recordar el Plan de Estudios propuesto, no por reformador laico, sino por un obispo, el señor Pérez Calama. Parangónese el famoso Edicto exhortatorio del prelado sobre el Auto de Buen Gobierno que el 9 de agosto de 1791 mandó publicar el Presidente de la Real Audiencia don Luis Muñoz de Guzmán, con los planes de estudio que andaban en lenguas por España; y se verá que el buen prelado, tan celoso de la educación popular, como frívolo y ligero en sus ideas, no hizo sino transplantar a nuestra patria lo que en España venía causando la confusión y el desorden de los espíritus.

En el Plan del señor Calama están recomendados canonistas célebres por su oposición a los derechos pontificios, y por haber quemado incienso al Poder Civil, como Van Espen, Boujat y Selvaggio. Allí se honra a Barbadiño, vademecum de la reforma literaria de la época, pero cuyas doctrinas sensualistas y sincretistas constituían letal veneno para la juventud. Allí se propone para la enseñanza de Legislación a Filangieri, «antorcha de políticos y jurisconsultos»; y con el deseo de fomentar los estudios de Economía política, que despuntaban en España, se patrocina la introducción de las publicaciones de las Sociedades Económicas, y especialmente de la Vascongada y Matritense, focos de corrupción de las sanas ideas. Allí, en fin, se enaltece a Campomanes y a sus libros, con todo de haber sido ese desapoderado publicista el exponente del regalismo y el principal promotor de la expulsión de los jesuitas.

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La misma Sociedad de Amigos del País, en que Espejo dio tantas y tan fecundas muestras de su ingenio y copiosa erudición, no era sino trasunto de las que en España se formaban en aquella época para propaganda de la Economía fisiocrática y de muchas iniciativas, útiles en parte, pero deslustradas por la incoherencia doctrinal y por las tendencias individualistas que la Escuela de Quesnay y Mercier de la Rivière llevaba en su seno.

Espejo, a pesar del vigor de su fe15, no dejó de contagiarse con aquella flamante difusión de contrapuestas ideas que se hacía en España, a causa de la falta de ilustrados defensores de la verdad y de la filosofía perenne, que la expusiesen en forma más ajustada a los progresos de la ciencia universal.

Como observa González Suárez, Espejo, discípulo en las ideas literarias del arcediano de Evora, Verney (más conocido con el nombre de Barbadiño) no vaciló en denigrar a los jesuitas, siguiendo las corrientes ideológicas de su tiempo y en denostar el criterio de moral, el seudo «probabilismo», los métodos y estudios de aquéllos. ¿Y cómo no había de hacerlo, si El Nuevo Luciano, según decía en una de sus representaciones, debía ser dedicado al «Ilmo. sr. Conde de Campomanes, primer sabio de la Nación, y quizá el único juez en punto de universal literatura»16?

Por los escritos de Espejo conocemos que la   —17→   colonia iba a tono con la Metrópoli en el amor a todas las novedades: los libros de los filósofos contemporáneos enemigos de la Iglesia eran leídos con avidez en la tranquila ciudad de Quito. No sólo conoció Espejo a Grocio, Hobbes, Locke, Puffendorff, sino a los mismos Enciclopedistas, que se habían difundido por doquiera. El propio precursor dice, por boca del doctor Mera, en El Nuevo Luciano: «Poseamos la verdadera Teología, porque en Quito, ciudad exenta de toda novedad peligrosa, en una palabra, ciudad piísima por misericordia divina, hay ya cierto lenguaje libertino sobre ciertos asuntos [...] Hay ciertos libritos de Voltaire y otros impíos, que genios indiscretos o poco religiosos, los han traído de España»17.

Aun en los planteles regidos por frailes, como el San Fernando, el oro de la buena doctrina iba mezclado con la escoria del error. En el plan acordado, a petición del Barón de Carondelet, por el doctor Luis Quijano y Carvajal, para la enseñanza de filosofía en el referido colegio, se advierte el sano deseo de «quitar todo lo disonante a la Religión Católica»; pero al mismo tiempo se recomiendan obras y autores sospechosos, como Genovesi y perversos como Condillac18. La filosofía seguía, pues, como en tiempo del ilustrísimo señor Pérez Calama, de amalgama de todas las tendencias.

El jansenismo, más que como doctrina, como hecho, había penetrado en casi todas las almas. Port Royal y su escuela tenían lectores y discípulos,   —18→   según lo demuestra El Nuevo Luciano19. Al amparo de esos desoladores principios, que entenebrecían y aridecían los espíritus, el clero ecuatoriano, en vez de fomentar el uso frecuente de los Sacramentos, alejaba a muchos fieles de esos veneros inagotables de la Gracia. «Son de bronce las puertas de los regulares y de los eclesiásticos seculares, digo, aun de los mismos Curas, para abrirlas a los que piden el Santo Sacramento de la Penitencia, y en las noches lo desean y solicitan para enfermos insultados repentinamente de algún mal ejecutivo. Mueren muchos con la desgracia de no confesarse. Los Curas y los regulares despachan a San Francisco a todos los que piden la administración de Sacramentos; y es verdad que en San Francisco hallan su alivio espiritual los moribundos»20.

¿Fue esta desidia infamante de los religiosos mero fruto de su relajación, o consecuencia de la doctrina rigorista de moral? Sin duda obraron ambas causas; pero al jansenismo debe atribuirse, en larga parte, la descomposición de las costumbres sociales, que observaron ya de tiempo atrás Juan y Ulloa, y que confirmó Caldas. El austero granadino pudo escribir: «El aire de Quito está envenenado, no se respiran sino placeres; los precipicios, los escollos de la virtud se multiplican, y se puede creer que el templo de Venus se ha trasladado de Chipre a esta ciudad»21. Hay notoria exageración en las aseveraciones de aquellos ilustres viajeros, no del todo despreocupados en sus informes y juicios sobre Quito; mas, ¿quién negará que tienen   —19→   fondo indiscutible de verdad? La consecuencia del rigorismo jansenista fue, en todas partes, el desenfreno y la licencia. La vida en Cristo es imposible sin la presencia sacramental de Cristo en las almas.

En ningún personaje se reflejan mejor las deshilvanadas doctrinas de la época como en don José Mejía, el célebre profesor de filosofía que alcanzó en las Cortes de Cádiz, como representante de Quito, justa fama de magnífico tribuno. Mejía no vaciló nunca en confesar paladinamente su fe católica y en afirmar el deber de protección que el Estado tiene para con la Iglesia; pero mostró, a la vez, que ignoraba por completo la doctrina de la jurisdicción indirecta de ella sobre las cosas temporales qué afectan a lo espiritual. Regalista empedernido, aunque embozado a veces, sostuvo tesoneramente los privilegios que se atribuían los reyes con menoscabo de la disciplina eclesiástica y de la influencia religiosa. En ocasiones, la libertad excesiva de sus expresiones dio margen para que sus contemporáneos le juzgasen imbuido de volterianismo22. Sus   —20→   ideas políticas, teñidas de matiz liberal, si descienden de Rousseau, se vinculan también en buena parte con las antiguas y nobilísimas tradiciones constitucionales de España.

Fue Mejía alma de los debates en pro de la abolición del Santo Oficio, institución más política que religiosa, que ciertamente había deslustrado su finalidad inicial con abusos y errores, y cuya acción tardía se encargó de baldonar nuestro compatriota. ¡Míseros tiempos aquellos en que los mismos prelados no estaban inmunes de lamentables incoherencias doctrinales; y en que obras claramente heterodoxas, como las ya mencionadas de Filangieri, salían a luz, vertidas a nuestra lengua; previa la licencia de ligeras o ignorantes autoridades eclesiásticas!

A la introducción inconsciente de libros venenosos, a la falta de libertad de la Iglesia, a la caprichosa irregularidad con que el absolutismo real hacía y deshacía de los asuntos eclesiásticos, y al letal influjo de las doctrinas de Jansenio, vino a añadirse, como concausa de anarquía moral, el propio movimiento de la independencia. No se entienda mal nuestro pensamiento: ultraje a la verdad sería sostener que la Emancipación, como tal, trajo esas deplorables consecuencias.   —21→   Hablamos sólo de los efectos naturales que toda guerra y, en particular, las de separación, causan en el orden religioso, al debilitar el principio de autoridad, al menoscabar los vínculos entre pastores y súbditos y al dificultar la acción de la Iglesia.

Desde que la idea de la libertad comenzó a germinar en el alma ecuatoriana, el pensamiento de patria se unió firme e indisolublemente con el de la preservación de la fe. Así, cuando en octubre de 1794, se pusieron en todas las cruces de la ciudad las célebres banderas anunciadoras de los ensueños de emancipación, el sentimiento religioso surge instintivamente a par del cívico: Liber esto. Felicitatem et gloriam consequto. Salva cruce. Ya fuesen de Espejo estas inscripciones simbólicas, ya de don Vicente Peñaherrera, como pretende uno de nuestros mejores eruditos23, compendian y cifran, de manera exacta, los anhelos del pueblo ecuatoriano, tradicional y hondamente cristiano.

No debe maravillar, por tanto, que la Iglesia se apresurara a bendecir el movimiento del año de 1809; y que en su ardua gestación interviniesen clérigos y frailes24. Los religiosos de la Recoleta Mercedaria del Tejar participaron, activa   —22→   y eficazmente, en la preparación del Primer Grito. Gobernaba ese convento un fraile pastuso, dotado de virtud de atracción y conquista, el padre fray Andrés Torresano. Sus confidencias patrióticas con el clérigo don Juan Pablo Espejo, hermano del ilustre prócer don Francisco Eugenio, y las indiscretas revelaciones que el confidente hizo a su vez a una mujerzuela, fueron parte para que se descubriesen aquellos preparativos y abortara la conjuración en marzo de ese año. Denunciola el terrible fraile mercedario realista padre Andrés Nieto Polo. Los claustros comenzaron desde aquel día a dividirse en bandos enconados.

La Salve fue, a falta de himno guerrero y de canto de victoria, la oración del civismo ecuatoriano en la junta en que los próceres, reunidos en casa de doña Manuela Cañizares, decidieron lanzar el Primer Grito.

Presidía la diócesis un varón de admirable fortaleza: el ilustrísimo señor doctor don José de Cuero y Caicedo, caleño de nacimiento, pero quiteño de corazón. Había hecho los estudios de segunda enseñanza en el seminario de Popayán y en el de «San Luis», cuando aun lo regían los jesuitas, y los cursos de teología y de derecho civil en la Universidad de Santo Tomás, hasta coronarlos con el título de abogado en 1768. Aquí ocupó los más altos cargos en el orden eclesiástico. Y presidió (1789) la misma Universidad de que había sido brillante alumno; y acá volvió, tras algunos años: de haber ocupado las sillas de tesorero, maestrescuela y deán de la diócesis de Popayán, para gobernar la de Cuenca, de la cual tomó posesión por apoderado el 13 de agosto   —23→   de 1799. Sin haber pasado aun a esa ciudad, recibió en 1802 la nueva de su traslación a Quito. Desde entonces decidió vincularse a su pueblo, así en los triunfos como en los infortunios.

Proclamada la libertad el 10 de agosto de 1809, el buen Obispo se adhirió inmediatamente al movimiento «como que se dirigía a unos fines santos de conservar intacta la religión cristiana, la obediencia al señor don Fernando VII, y el bien y felicidad de la Patria». El 16 del propio mes, concurrió a la Sala Capitular del Convento Máximo de San Agustín, acompañado de gloriosa corona de sacerdotes y religiosos, para ratificar la constitución de la Junta Suprema. El Obispo fue nombrado para Vicepresidente de ella.

En la proclama del Ministro de Gracia y justicia de la junta, doctor Manuel Rodríguez de Quiroga, se precisó, de manera inconfundible, el espíritu que animaba al cuerpo:

«Pueblos de América, dijo: la sacrosanta ley de Jesucristo y el imperio de Fernando VII perseguido y desterrado de la Península han fijado su augusta mansión en Quito. Bajo el ecuador han erigido un baluarte inexpugnable contra las infernales empresas de la opresión y la herejía. En este dichoso suelo, donde en dulce unión hay confraternidad, tienen ya su trono la paz y la justicia: no resuenan más que los tiernos y sagrados nombres de Dios, el rey y la Patria. ¿Quién será tan vil y tan infame que no exhale el último aliento de la vida, derrame toda la sangre que corre en sus venas, y muera cubierto de gloria por tan preciosos e inexplicables objetos...?»25.



Estas palabras comprueban una vez más la   —24→   verdad de la tesis del insigne escritor francés, Marius André, según el cual el movimiento de la independencia americana fue auténtica reacción religiosa contra la Francia Revolucionaria que, al enviar a España las huestes napoleónicas, ponía en peligro juntamente la patria y la fe26. No se trataba, pues, de simple arbitrio agitador, como opina nuestro ilustrado historiador don Pedro Fermín Cevallos27, sino de firme y generalizada decisión de gran parte de América, nacida de la dura enseñanza de las orgías antirreligiosas con que había bastardeado su finalidad la Revolución Francesa.

Conocidas son las vicisitudes de la junta y la primera expiación, del patriotismo quiteño en el memorable dos de agosto de 1810. Allí pereció entre los presos el presbítero don José Riofrío; quiteño de nacimiento, que había sido uno de los conjurados del obraje de Chillo para el establecimiento de la primera junta. Otro sacerdote, Castelo, pudo salvar milagrosamente. La de Riofrío fue la primera sangre eclesiástica derramada por la emancipación ecuatoriana, semilla de mártires, eminentemente fecunda, que había de glorificar de consuno a la Religión y a la Patria.

A la hecatombe sucedió la excitación de los pueblos heridos en la flor de su aristocracia. El Obispo asumió el papel de mediador, dolido del infortunio de sus hijos. En compañía de su propio sobrino y provisor, el doctor Caicedo, y del doctor Miguel Antonio Rodríguez visitó a Ruiz de Castilla para pedirle que adoptase actitud conciliadora,   —25→   a fin de precaver nuevas luchas, ofreciéndole en reciprocidad calmar a su pueblo, abnegado y dócil a la influencia persuasiva de sus pastores, como resultado de esta iniciativa, el 4 de agosto se reunieron, previa convocatoria del Conde y en su palacio, el Real Acuerdo, el Obispo, los prelados regulares, el Ayuntamiento, etc.; y determinaron que se sobreseyera en el proceso relativo a la revolución del 10 de agosto.

Retrato de José de Cuero y Caicedo

Ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don José de Cuero y Caicedo, obispo de Quito

Con la llegada del comisionado regio don Carlos Montúfar, cambió otra vez la faz de la situación. El 19 de setiembre de 1810 se efectuó en el Palacio nueva asamblea presidida por el mismo Conde Ruiz de Castilla, a fin de excogitar los arbitrios para el retorno de la paz; y se decidió que, a ejemplo de las demás provincias y reinos de España, se constituyese una junta sujeta al Consejo de la Regencia, representante de la autoridad de Fernando VII. Se dispuso, además, que esta Junta Superior de Gobierno se compusiese del presidente Ruiz de Castilla, del Obispo, del Comisionado Regio y de varios vocales por las diferentes corporaciones y categorías sociales. Tres días después procediose en la Sala Capitular de Quito a las elecciones de miembros de la junta; y fueron nombrados el magistral don Francisco Rodríguez Soto por el Cabildo Eclesiástico; y los doctores don José Manuel Caicedo y don Prudencio Báscones, por el clero.

Al día siguiente, después de la misa de hacimiento de gracias en la Iglesia Catedral, a la cual concurrieron los cuerpos seculares y regulares, jurose públicamente que «los objetos de esta Junta Superior son los de la defensa de la Santa Religión Católica, Apostólica, Romana, que profesamos, la conservación de estos dominios   —26→   a nuestro legítimo soberano el señor don Fernando VII y procurar todo el bien posible, por la nación y la patria...».

«Aquello de Fernando VII no era sino artimaña para encauzar las cosas hacia la nueva proclamación de la independencia; y, en efecto, el 11 del inmediato octubre, la junta volvió a apellidar autonomía. El presidente Ruiz de Castilla, desabrido de su situación sobremodo equívoca, dejaba hacer en espera de que viniese la reacción con los auxilios prometidos; hasta que, al fin, el 11 de octubre de 1811 resignó la presidencia de la junta. Reunido el pueblo en cabildo abierto, aceptó la dimisión del anciano magistrado y nombró en su lugar al esclarecido Obispo. Denegose éste a aceptar la dirección, cargo peligroso y en pugna con su carácter episcopal, que le obligaba a ejercer con todos, realistas y patriotas, los deberes de abnegada paternidad; mas, se le ponderaron los riesgos que corría la patria y la necesidad de la concordia de sus mismos súbditos, y acabó por decidirse a servir ad honorem la Presidencia28.

A poco, para organizar de mejor manera la forma de gobierno, convocose a elecciones y a Congreso. Iniciose éste el 11 de diciembre siguiente con asistencia de buen número de sacerdotes y religiosos. Presidíalo el mismo Obispo, quien tenía a su lado al doctor Calixto de Miranda, diputado por Ibarra; a don Francisco Rodríguez Soto, representante del Cabildo Eclesiástico (aunque en pugna con él, pues este cuerpo se negó a reconocer la autoridad de la junta); al   —27→   doctor Prudencio Báscones, diputado del clero secular; a fray Álvaro Guerrero, del regular; y a los doctores Miguel Antonio Rodríguez y José Manuel Flórez, representantes del barrio de San Roque y de la villa de Latacunga, respectivamente.

Tres clérigos, en competencia de civismo, presentaron al Congreso sendos proyectos de constitución: el maestrescuela doctor Miranda, el doctor Miguel Antonio Rodríguez y el canónigo penitenciario don Manuel Guisado, sacerdote limeño29. Mas, prevaleció el de Rodríguez y el 15 de febrero de 1812 se expidió el admirable «Pacto solemne de sociedad y unión entre las provincias que forman el Estado de Quito». El clero fue, pues, el primer legislador nacional, el organizador de la primera forma del civismo ecuatoriano.

En aquel esbozo de constitución fúndense dos tendencias al parecer contrapuestas: el espíritu cristiano, tan hondamente arraigado, del pueblo de Quito y el nuevo ideal de Derecho público, hijo de la Revolución Francesa, que andaba seduciendo las almas e infundiéndoles la pasión de la libertad, a menudo mal entendida y desviada de sus sanas fuentes y auténticos orígenes.

Comienzan los artículos del Pacto Solemne con el nombre de Dios Todopoderoso Trino y Uno; y luego indican que el pueblo soberano de Quito, persuadido de que el fin de toda asociación política   —28→   es la conservación de los derechos del hombre por medio del establecimiento de una autoridad política que los dirija, sancionaba el Estatuto para gloria del mismo Dios, defensa y preservación de la Religión católica y felicidad de estas provincias. Allí está palpitando el genio cristiano de Espejo, que juntó en su doctrina política la tradición cristiana y el espíritu francés. La fe religiosa aparecía como paladión de la libertad cívica, dando así a la Constitución, sello inconfundible, propio del alma quiteña, incomprensible sin el ideal católico.

El artículo 4.° del Pacto precisa ese ideal, según lo entendían los fundadores de la naciente patria: «La Religión católica, como la han profesado nuestros padres, y como la profesa y enseña la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, será la única Religión del Estado de Quito, y de cada uno de sus habitantes, sin tolerarse otra ni permitirse la vecindad del que no profese la Católica Romana». El artículo 16 determinó consiguientemente que los sospechosos en materia de religión quedarían excluidos de participar en todos los cuerpos de la representación nacional. La Constitución de 1869 aparece históricamente como hija legítima del Pacto de 1812.

La libertad de opinión y de prensa no tenía otro límite que el de la religión y de las buenas costumbres (artículo 20). En el artículo 53 se dispuso que se guardasen las fiestas de tabla y que en determinados días concurriese a ellas toda la representación nacional. Para componer el tribunal ejecutivo y el legislativo que constituyó la asamblea fueron nombrados varios sacerdotes: el doctor Miranda, para el primero; y el provisor   —29→   Caicedo y el doctor Báscones para el segundo.

En junio del mismo año 12 llegó a Guayaquil el general don Toribio Montes, nombrado Presidente y comisionado para restablecer la autoridad del Rey. Inmediatamente abrió operaciones contra las fuerzas de Quito, dirigidas con arrojo singular por improvisados caudillos. La Iglesia contribuyó por cuantos medios estuvieron en sus manos a la defensa de la Patria. Los ramos de bulas de cruzada y diezmos se aplicaron a ella; y el Cabildo Eclesiástico y los dos cleros dieron pingües donativos para sostener la lucha que se avecinaba.

El Obispo, en su doble calidad de prelado y Vicepatrono Real, no vaciló en usar de eficaces recursos espirituales y temporales, a fin de avivar la llama del patriotismo e impedir que parte del clero se pusiese de lado de las fuerzas invasoras. Ni vaciló tampoco30en separar, de sus curatos a algunos párrocos realistas conocidos por su apasionamiento, entre ellos al de Asancoto, doctor Francisco Javier Benavides, y al de Guaranda, fray Antonio Sáenz, franciscano español. Y si hemos de creer a Núñez del Arco, llegó el Obispo a fulminar excomunión (medida que, por frecuente, no tenía la gravedad de hoy) contra varios de esos clérigos que no se adherían a la noble causa sostenida heroicamente por el prelado. El canónigo Mariano Batallas, el notable teólogo doctor Andrés Villamagán, el sacristán mayor don Tiburcio Peñafiel, el padre fray Tomás Lozada mercedario, y otros, fueron perseguidos y se mantuvieron ocultos, pero en constante comunicación con el ardiente obispo de Cuenca, señor Quintián Ponte y Andrade. Por su parte, el clero,   —30→   en más de su mitad patriota, levantó y estimuló el entusiasmo de los republicanos y los preparó a la gloriosa lid. Numerosos clérigos y frailes, no contentos con servir al ejército en calidad de capellanes, llegaron a tomar las armas. En la representación de Núñez del Arco aparecen como comandantes de batallones los clérigos Antonio Román, José Pérez, Tadeo Romo, Ramón Alzamora, Manuel Arias y los padres fray Francisco Saá y fray José Correa mercedarios, fray Ignacio Bossano y fray Luis Cevallos, franciscanos, y fray Antonio Bahamonde, agustino. Clérigos y frailes hubo, en fin, que figuraron en primera línea como estratégicos: el penitenciario del cabildo de Quito doctor Manuel Guisado y el fraile franciscano Esteban Riera, fueron a dirigir la construcción de una fortaleza en Mocha. En suma, el sacerdocio quiteño prestó a la República, el aporte que era de esperarse de su celo religioso y de su heroico amor patrio.

El 6 de noviembre de 1812 estuvo ya el pacificador a las puertas de la ciudad atemorizada por los penosos incidentes de la campaña. Desde el Calzado31 intimole rendición; y amenazó a los párrocos y prelados de las religiones con hacerles responsables de las consecuencias si no diesen a conocer su peligro a «ese pueblo preocupado».   —31→   La contestación de Quito, escrita por el doctor Miguel Rodríguez, acerba en sus términos, agravó el encono de Montes32.

El 7 se libró el combate y se rindió nuestra fortaleza del Panecillo. El ejército patriota, comandado por el ínclito don Carlos Montúfar, replegó a la plaza mayor de la ciudad y luego retirose al norte. El pueblo, presa de pavor, ocurrió a la oración en templos y procesiones. El dolor del desastre nacional causó la muerte, según cuenta Salazar y Lozano, del religioso franciscano fray José Inostroza.

Con el ejército salieron también de Quito, en dirección a Ibarra los miembros de la junta, el Obispo Presidente, numerosos sacerdotes y religiosos, y hasta las monjas de los Cármenes y Santa Clara, a quienes el temor les impelió a romper la frágil clausura de la época. Solamente los religiosos dominicanos permanecieron en sus conventos. El 8 entró Montes en la ciudad desamparada.

En Ibarra, después de la batalla desgraciada de San Antonio33, se inició el desbande de los   —32→   patriotas hasta más propicia ocasión. Comenzó también la pasión de la Iglesia republicana, con su jerarca a la cabeza, el mártir de la patria, ilustrísimo señor Cuero y Caicedo. Al alejarse del centro de su diócesis, dejó el insigne prelado como gobernador al clérigo popayanejo y senador de la primera junta, doctor don Antonio Texada34, a fin de que no padeciese espiritualmente su grey. Consumado el desastre, tomó el Obispo la fuga por la región occidental y se guareció en hacienda cercana a Malbucho. Allí recibió, por manos del presbítero don Antonio de Erazo y Rosero, comisionado del juez eclesiástico de Ibarra don Salvador López de la Flor, la nota en que Montes le conminaba para que se presentara a contestar los cargos formulados contra él, y le apercibía con la prosecución del juicio en rebeldía. Limitose el ilustrísimo señor Cuero a manifestar que nada podía responder por estar transeúnte y enfermo. Sin más, el 18 de diciembre previno Montes al Cabildo Eclesiástico, en avinagrados términos contra el prelado, que tocara a sede vacante35. El pacificador, acostumbrado como buen militar a resolver con la fuerza problemas de derecho, y desconocedor del precio de las cosas sagradas, creía sin duda que los   —33→   obispos se quitan y ponen con la misma facilidad con que se ordenan las alzas y bajas en los batallones.

El cabildo, cuya mayoría estaba en desacuerdo con el Obispo, y que se había negado a reconocer al Congreso de Quito, no vaciló en acoger la anticanónica solicitud del Vicepatrono real y en declarar en junta celebrada el 19, la sede vacante, a título de que el prelado «había desamparado a su grey, saliendo con precipitación ocultamente de esta Capital [...] y que habiendo sido llamado por el mismo señor Presidente, no venía, ni se sabía en qué paraje o lugar se hallaba [...]». El sacristán mayor, Manuel Dávila, cumplió seguidamente la orden de aquel cuerpo, dando las lúgubres campanadas anunciadoras de la vacancia: ¡el odio político hacía morir al prelado antes de tiempo...! El 22 nombró el cabildo para Provisor Capitular al mismo deán don Joaquín Sotomayor y Unda, que tan dócilmente se había prestado a secundar las sañudas aspiraciones del pacificador, que se apellidarían cismáticas, si en ellas no hubiese sido parte la ignorancia.

Tuvo la diócesis de Quito, a partir de aquel día, dos autoridades eclesiásticas, que presumían igualmente de legitimidad: el doctor Tejada, como genuino personero del Obispo, y el doctor Sotomayor, en calidad de representante del cabildo, corporación que, por la supuesta vacancia, había asumido la jurisdicción. Comenzaron así aquellos frecuentes y abominables conflictos de competencia en que, para escándalo de los fieles y desasosiego de las conciencias, iba a ser fecunda la época de la lucha por la emancipación americana.

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El espurio Provisor no logró que le obedeciera gran parte del clero; y aun fogosos realistas le rechazaron paladinamente, a causa de su conducta ambigua durante los recientes sucesos; pues, si bien había suscrito el oficio en que se desconoció la autoridad del Congreso, dio donativos para la tropa republicana y ejecutó otros actos sospechosos a los ojos de los realistas. Los doctores Francisco Javier Benavides36, Joaquín Miguel de Araujo y Andrés Villamagán, tan ardorosos partidarios del Rey como excelentes canonistas (especialmente los dos últimos) interpusieron recurso de nulidad de la sede vacante e hicieron expiar al Provisor sus humillantes condescendencias con el Poder Civil.

Tan graves se volvieron las consecuencias de la declaración de vacancia, tan claramente frágiles fueron las razones con que la cohonestó y excusó el cabildo, que a poco la diócesis era laberinto inextricable de dificultades: los párrocos no querían recibir cargos del intruso Vicario, ni nadie se aventuraba, por temor a nulidades, a contraer matrimonio. En tal virtud, el mismo Montes se vio obligado a mandar el 6 de marzo siguiente que el cabildo cesase de ejercer la usurpada jurisdicción y que la asumiese, como representante del Obispo, el doctor Tejada. El 21 aquella ligera corporación disponía que se remitieran los óleos al ilustrísimo señor Cuero, para que los consagrase de manera canónica; empero, Montes, contradiciéndose abiertamente, mandó   —35→   que se ocurriera al Obispo de Cuenca. En esta vez ya el cabildo no quiso complacerle.

A la postre, a fines de julio, salió de su retiro el noble Obispo, enfermo y abatido, y vino a un pueblo vecino a Quito37. Ya para entonces comenzaba Montes a aplacar su encono contra los patriotas y a buscar la pacificación real de la provincia38. Influyó en que se modificasen sus sentimientos un clérigo español muy notable, don Francisco Rodríguez Soto, magistral del coro de Quito. Enemigo de la Casa de Borbón, mostró -si bien tímidamente- sus simpatías al país en que vivía y aun, como colector de diezmos, suministró los dineros necesarios para la defensa. En virtud del ascendiente que ejercía sobre Montes, logró en enero de 1813 que la perla de destierro decretada contra muchos curas propietarios se conmutase con el mero cambio de beneficios; y se sobreseyó en la persecución contra otros, o se les levantó el confinamiento. Tan prudente y atinada fue la labor del Magistral que el Obispo le nombró para gobernador de la diócesis el 20 de enero de 1814; cargo que ejerció hasta la salida de Quito del ilustrísimo señor Cuero, en calidad de desterrado, el 19 de abril del siguiente año. En Lima pasó el ilustre y piadoso proscrito sus últimos días, «sumido en la más terrible miseria y sin un recurso para lo más preciso de su subsistencia y curación», según dice el continuador de Ascaray. Sus bienes habían sido secuestrados y el mismo Cabildo Eclesiástico   —36→   conminó con censuras, por intimación de Montes, a los que retuvieran u ocultaran dineros o alhajas del prelado.

Durante la ausencia del ilustrísimo señor Cuero gobernó la diócesis el canónigo doctoral don Nicolás Joaquín de Arteta39, varón virtuosísimo, pero empecinado realista, con quien cultivó Montes excelentes relaciones. Diole, entre otras muestras de estima, el nombramiento para Visitador de la Universidad, cargo muy conforme con las altas dotes del agraciado.

El 22 de enero de 1816 comunicó Montes al cabildo la muerte del venerando Pastor. ¡Por fin, los duros y tozudos canónigos, podían tocar realmente vacancia! La elección del Provisor y Vicario Capitular fue parte para nuevas disidencias en el cabildo, dividido en bandos irreconciliables40. El desacuerdo subió en consulta al Metropolitano de Lima, quien el 21 de marzo inmediato, anuló las elecciones y mandó que el doctor José Isidoro Camacho, elegido sin duda por uno de los bandos, continuase ejerciendo el cargo hasta la decisión regia41. El doctor Camacho, hombre moderado y patriota, era canónigo racionero y sirvió lealmente a la Iglesia y al país.

Muchos sacerdotes de la diócesis compartieron   —37→   con su pastor las amarguras y azares de la persecución. Ya en su contestación al Marqués de Villaorellana, a don Manuel Matheu y a don Carlos Montúfar, que desde Ibarra se dirigieron al pacificador a raíz del combate de San Antonio, dijo éste que quedarían indultados de la pena de muerte los miembros de la Junta Superior, los comandantes, oficiales y tropa, a excepción, entre otros, de los doctores Miguel Rodríguez y Prudencio Báscones, del provisor Caicedo y del doctor José Correa, cura de San Roque. A partir de ese día, todos ellos fueron víctimas de atroz persecución.

El doctor Miguel Antonio Rodríguez, «clérigo ilustrado y virtuoso» a juicio del severo padre Solano, fue quien redactó (según dijimos ya) la violenta nota que a nombre del pueblo de Quito se envió a Montes, cuando se avecinaba a esta ciudad. Orador notable, docto en ciencias sagradas, capellán propietario del Carmen Moderno, había pronunciado con valor la oración fúnebre de los patriotas sacrificados el 2 de agosto de 1810, haciendo la más noble apología del sacrificio de la vida en el altar de la Patria. Conocedor de la ideología francesa, tradujo y propagó los Derechos del hombre y mereció que su proyecto de Pacto fuese aceptado y jurado en 1812.

Rodríguez, según la nota referida, debía ser pasado por las armas. Mas, se le conmutó esa pena con la de destierro por diez años; y en unión del doctor Caicedo salió de Quito en abril de 1813 con rumbo a Manila. En julio de 1820 se le permitió regresar, si bien sólo logró esa dulce aspiración dos años más tarde. Y no cesaron entonces sus amarguras, porque también   —38→   aquí volvió a encontrar otras espinas: las de la calumnia y de la envidia.

El provisor Caicedo, doctor en ambos derechos como Rodríguez, sobrino del Obispo y hermano de don Joaquín, presidente de la Junta Revolucionaria de Popayán, cooperó con fervoroso entusiasmo a la defensa de la Patria y fue el brazo derecho de su tío en las medidas de represión contra la parte realista del clero. Su labor como miembro del Consejo de Vigilancia le concitó enemistades; condenado a muerte, obtuvo igualmente que se le cambiase esta sanción con la de destierro en Filipinas. Allá, lejos de la patria, no podía gozar siquiera del consuelo de verse con su amigo el doctor Rodríguez, pues guardaba prisión en convento diferente.

El doctor José Eugenio Correa, cura de la más rebelde y patriota de las parroquias de Quito, la de San Roque, fue perseguido y aprehendido repetidas veces. Según Núñez del Arco, Correa asistió al asalto del cuartel en la noche del 9 de agosto. Culpábasele de complicidad en la muerte de Ruiz de Castilla, bien que sin prueba alguna. Como capellán de las tropas quiteñas intervino en las acciones de San Miguel, Mocha, Panecillo y San Antonio de Ibarra, después de la cual huyó a Barbacoas. Capturado en este lugar, se le envió a Tumaco en unión de otros sacerdotes -Paredes y Peña- y de allí a Panamá, donde estuvo preso. Tras largas vicisitudes, entró a servir de capellán del Numancia, cuerpo del ejército del general don Pablo Morillo; mas también allá le alcanzó la furia de su implacable perseguidor Sámano; y en 1818, mandó apresarle en Bogotá y conducirle a Quito, dónde guardó prisión más de dos años, hasta que pudo evadirse   —39→   una vez más. Triunfante la independencia, Correa fue uno de los mejores curas de la Arquidiócesis42.

El doctor Calixto de Miranda, diligentísimo y fervoroso patriota, tuvo que mantenerse oculto largos años, a causa de la desapiadada persecución de sus adversarios. Su compañero de coro, el doctor Guisado, pagó su patriotismo con la confiscación de bienes.

Otros clérigos padecieron igualmente sanciones gravísimas: el doctor Joaquín Paredes, cura de Huaca, fue condenado a ocho años de presidio en una recolección de Guatemala; el doctor Tadeo Romo, cura de Machachi, a diez, en la recolección de Piura; el doctor Juan Pablo Espejo, hermano del insigne precursor, a igual pena en el Cuzco; el doctor Manuel Quiñones, barbacoano, a diez años en Canarias, etc.43 Muchos curas fueron separados de sus beneficios y las parroquias quedaron en poder de excusadores realistas. De los cargos civiles fueron asimismo excluidos algunos sacerdotes: a los doctores José Manuel Flórez y Calixto Miranda, rector y canciller de la Universidad, se les reemplazó con frailes dominicanos. Al notable profesor de filosofía de San Fernando, fray José de Jesús Clavijo, mercedario, se le sustituyó con el doctor Luis Vivero. Igual pena mereció el padre fray Antonio Ortiz, benemérito dominicano que enseñaba teología en el mismo instituto y que había sido confidente de Nicolás de la Peña. Los sacerdotes   —40→   que buscaron su salvación en la fuga y en largo ocultamiento fueron innumerables44.

Los eclesiásticos que no merecieron persecución, quedaron a lo menos postergados: el realismo era, en cambio, para muchos título de prebendas y ascensos, con notorio menoscabo de la eficacia de la acción religiosa. Desde entonces en el Ecuador, como en todos los demás pueblos de América, hubo dos cleros: el que gozaba de los favores del patrono y el que estaba humillado, vejado y pospuesto por sus simpatías en pro de la emancipación. Ésta fue, pues, ocasión para el relajamiento completo de la disciplina eclesiástica, harto quebrantada de suyo por el patronato Real.

Clérigos y frailes, muy pocos afortunadamente, aprovecharon esas circunstancias para alcanzar favores que de ningún modo merecían. El continuador de Ascaray don Bartolomé Donosso, relata uno de esos casos de corrupción moral: estaba ya al terminar el período de la guerra de la independencia ecuatoriana. Pronunciada Cuenca, se había constituido allí cuerpo numeroso, que salió a batir a González acantonado en Riobamba. González decidió entonces enviar un comisionado que persuadiese a los rebeldes a deponer las armas; mas no encontró quien se le prestara. El fraile menor Domingo Segura, conocido   —41→   hasta esa época como patriota, cambió fácilmente de bandera con la promesa de beneficio curado y sirvió esa comisión tan a maravilla, valiéndose del ascendiente que tenía por sus mentidas convicciones patrióticas, que logró disolver el batallón cuencano, informándole engañosamente acerca de la fuerza de González. Por fortuna, las recomendaciones que éste dio a Segura para que se le concediera el beneficio, resultaron providencialmente infructuosas, porque el fraile fue desechado por su ignorancia en el examen sinodal45.

Empero, estos casos sorprendían más aun por la entereza con que la mayoría de los clérigos patriotas sostuvo sus convicciones, a trueque de la proscripción, del ocultamiento o de la posposición en los cargos eclesiásticos. ¡Gloria merecida para esos varones heroicos que crearon la libertad ecuatoriana en el seno maternal de la Iglesia de Cristo!

La conjuración de Fromista46 arrojó de la diócesis a uno de los eclesiásticos que más habían trabajado por la unión del clero y por el apaciguamiento de los ánimos: el magistral doctor don Francisco Rodríguez Soto, a quien ya mencionamos. Muy adherido al partido de los Montúfares, hízose odioso a otros de los enconados bandos en que se dividía la presidencia y, sobre todo, a los enemigos de Montes. Éste, para librar a su amigo y consejero de la malevolencia, favoreció el viaje a España del magistral, a quien   —42→   más tarde había de ser harto ingrata la patria naciente.

En julio de 1816 llegó a Quito la noticia de que fray Miguel Fernández, franciscano español, había sido designado por el Rey gobernador eclesiástico de esta diócesis; y el 18 del propio mes, el cabildo tomó posesión de ella a nombre del obispo electo y nombró para Vicario al mismo doctor Camacho, en virtud de las facultades comunicadas. Más tarde se supo que Fernández había sido nombrado Obispo titular; pero no llegó a venir, por habérsele transferido seguidamente a otra diócesis. En setiembre de 1817, el Rey nombró a don Leonardo Santander y Villavicencio, Obispo propietario de Quito, quien tardó en trasladarse hasta 1819.

Había nacido el nuevo prelado en Sevilla, y allí mismo se había ordenado y comenzado su ministerio47. En 1816 fue promovido a una prebenda de racionero en la catedral de Yucatán y muy luego a Puebla de los Ángeles, como magistral por oposición. En virtud de rápidos ascensos llegó, pues, a la diócesis de Quito, a la que gobernaría apenas tres años, en medio de profunda desconfianza del pueblo. Como todos los obispos nombrados por el Rey después de la reacción absolutista, el señor Santander unía en estrecho vínculo de amor, la Iglesia y el trono48; y con toda la pasión y energía de su ánimo se dedicó a servir ambas causas, que a su juicio formaban una sola. Los obispos de ese período eran baluartes de la monarquía. Bien lo decía el Ministro de Gracia y Justicia don Antonio Gómez Calderón al Embajador en Roma, Vargas Laguna, en 1819:

«La corrupción general de las costumbres, la inmoralidad de los pueblos, la disipación del clero secular, la distracción del regular y la casi universal relajación en que ha caído por desgracia la disciplina eclesiástica en aquellos dominios de resultas de la insurrección en que todavía se halla la mayor parte de aquellos habitantes, exigen de necesidad que se busquen para el gobierno espiritual de sus iglesias, personas eclesiásticas, que a la santidad de sus virtudes [...] a la eminencia de sus luces; reúnan por lo menos una salud y robustez completas, una fidelidad y lealtad a prueba y una fortaleza y celo verdaderamente apostólico, para que [...] puedan [...] sostener los derechos de la Iglesia, y cooperar con su ejemplo y doctrina a conservar los de la soberanía legítima, que reside en el Rey nuestro Señor»49.

¿Qué influjo espiritual podía tener el prelado en diócesis como la de Quito? La maledicencia clavó en él sus garras; clérigos y seculares se dedicaron a censurar sus actos con profundo encono; el patriota maestrescuela doctor Calixto de Miranda y otros hicieron, después de la declaratoria de vacancia, irreverente cuenta de sus   —44→   proventos, al decir de ellos simoníacos. La exacción de derechos de Secretaría, añadía el referido Gobernador eclesiástico en nota de 14 de diciembre de 1822 dirigida al intendente Aguirre, debió subir a seis mil pesos anuales en tiempo del obispo Santander, mientras alcanzaba apenas a dos mil en el período del ilustrísimo señor Cuero, además de otros impuestos y derechos; por lo cual «resulta un negocio enorme que hacía por él ejercicio de su jurisdicción». ¿Fue prevenida tan grave afirmación? No podemos aseverarlo terminantemente; pero de las reclamaciones presentadas al Rey por el ilustrísimo señor Santander, después de su salida de Quito, se colige tristemente que atendía sobremanera a la renta de sus prelacías...

En suma, al concluir las guerras de la independencia, la Iglesia de Quito estaba profundamente quebrantada por los largos conflictos de jurisdicción, por las rencillas de los dos cleros, por la falta de ascendiente episcopal sobre, las almas de los súbditos, por las tendencias anticanónicas de jurisconsultos y clérigos, por la lenta infiltración de doctrinas, si no francamente heterodoxas, muy entremezcladas con elementos impuros50.

En medio de la lucha era imposible atender de manera debida a los asuntos puramente eclesiásticos. La formación de la juventud que se dedicaba al sacerdocio continuaba casi desatendida: en 1811 se suspendió aun la Cátedra de Teología Moral que desde 1788 quedaba en el moribundo   —45→   seminario de San Luis, a causa de falta de fondos, y sólo se mantuvo la escuela de primeras letras, en que se enseñaba a doce niños pobres. Dos años después, Montes reabrió el instituto, pero sólo con externos, por el mal estado de los fondos. Los rectores cambiaban a menudo, y con tales cambios se acrecentaba el desorden51.

La Universidad de Santo Tomás, ordinariamente en manos de religiosos dominicanos y de clérigos, languidecía por falta de la antigua emulación52. Aun en sociedades dotadas del bien de la unidad religiosa, la competencia escolar es fuente de robusta y fecunda vida intelectual.

No es extraño que, a par del desconcierto en los estudios, fuese la rapidez en la promoción al sacerdocio juventud mal preparada intelectual y espiritualmente, he aquí una de las causas de la descomposición de las costumbres clericales. No es maravilla tampoco que ante el espectáculo de la ruina de la cultura y de la moral; causadas por la expulsión de los jesuitas, el pueblo todo volviese hacia ellos los ojos de la esperanza. El 4 de enero de 1816, el Ayuntamiento de Quito, presidido por don Francisco Aguirre de Mendoza, encargó a su procurador que promoviese el restablecimiento de la esclarecida Compañía de Jesús; y el procurador, cumpliendo con aquella orden, después de ponderar los   —46→   quebrantos que, había padecido la instrucción pública y el manifiesto atraso «en la frecuencia de los santos sacramentos, en la regularidad de la moral y en la propagación de la fe», pidió en efecto al Rey, en ardientes términos que pusiese término a estos males. El Presidente de la Audiencia corroboró la petición; y la sociedad quiteña acopió y remitió fondos para la anhelada venida.

El doctor José Veloz y Suárez, vicario de Riobamba, solicitó por su parte la restauración de la compañía en esa ciudad y ofreció entregar a sus religiosos las casas e iglesia que él había construido53.