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VII. La diócesis de Cuenca

Las grandes transformaciones políticas suelen producir, por la unidad fundamental de los fenómenos humanos, interdependientes y solidarios siempre, conmociones religiosas o eclesiásticas. El espíritu de rebelión, de indisciplina, trascendía de lo civil a lo espiritual. No en vano soplaban por todo el mundo vientos de liberalismo, que, sin que nadie lo advirtiese tal vez, penetraban en el Santuario y trastornaban el orden eclesiástico.

Una vez adherido el Azuay al régimen colombiano,   —220→   el nuevo gobierno procuró que la administración eclesiástica pasase de las manos del clérigo realista doctor Mariano Isidro Crespo, a las de un sacerdote que contribuyera al afianzamiento de la República.

Diole fácilmente gusto el cabildo; y, deponiendo a Crespo, nombró Provisor al doctor Juan Aguilar Cubillús, a cuya elección concedió inmediatamente el pase el Intendente del Sur. Mas, la Corte Superior de Cuenca, en virtud sin duda de recurso de fuerza, suspendió la ejecución de las órdenes del gobierno; y el doctor Crespo siguió algún tiempo más en el ejercicio de su cargo refrenando sus sentimientos para no patentizar su ninguna inclinación al nuevo sistema político, según aseveraba el general Torres.

Después de nueva insistencia del gobierno, entró al fin al ejercicio del Provisorato el doctor Aguilar Cubillús, sacerdote anciano, pero celoso en el servicio de la religión y de la patria. El mismo general Torres, en su informe de 27 de noviembre de 1824, dice que el doctor Aguilar, desde

«que fue elevado al sacerdocio ha empleado toda su vida en doctrinar las feligresías que se le han encargado, logrando rápidos progresos en la enseñanza de los indígenas y del culto divino. Nada tiene suyo, porque con mano liberal ha socorrido oportunamente las necesidades que afligían a sus parroquianos. Es muy conocida su vida penitente y virtuosa a la faz del público; ha servido de un modo interesante al Gobierno de Colombia, prestando con actividad, a pesar de su edad octogenaria, cuantos recursos han estado a su alcance».



El gobierno republicano empleó en Cuenca, cómo represalia, las mismas medidas que antes habían arbitrado los agentes de la monarquía.   —221→   Varios eclesiásticos españoles fueron echados del país; y los criollos que habían seguido el partido del Rey, experimentaron larga persecución o postergación. Entre los expulsados más respetables, así por sus dotes de inteligencia como por sus virtudes, estuvo el deán doctor Fausto de Sodupe, vizcaíno, que había sido cura de la parroquia de Nuestra Señora de las Nieves en Bogotá y Canónigo de Cuenca desde 1804. En esta diócesis ocupó lugar preeminente «por su doctrina y virtud», según escribe monseñor Pólit; y su «palabra y su voto eran de mucho peso en el cabildo»174. Trajo una imprenta para difundir la verdad, acto que demuestra su celo religioso, tan raro en aquella época.

A pesar de que Sodupe se mantuvo «con dignidad alejado del nuevo orden de cosas», el general Tomás de Heres ordenó su expulsión en noviembre de 1822; y el general Torres justificó la conducta de aquel, manifestando que la «detestable conducta» del deán, «enemigo acérrimo de nuestra causa, dio motivo para su destierro». Ejecutado éste, se confiscaron los bienes del sacerdote español y se adjudicaron al Estado. Igual suerte corrió el presbítero Núñez Gago.

En nota de 14 de febrero de 1823 mandó el Libertador tomar medidas contra los presbíteros Felipe Ordóñez, cura de Saraguro, José Andrés Gonzaga, etc.

Los cargos de los clérigos expulsados no fueron declarados vacantes por lo pronto; y sólo se proveyeron una vez que lo autorizó la Ley de Patronato.

  —222→  

Entre los frailes expatriados hay que mencionar a los dominicanos fray Mariano Rodas y Antonio Arteaga, al padre fray José María Molineros, franciscano, etc. Aquellos, del mismo modo que otros sacerdotes y las religiosas de la Concepción de Cuenca, trabajaban por la restauración de la monarquía. Algunos regulares y clérigos obtuvieron venia para permanecer en la diócesis, a cambio de gruesas contribuciones.

Pasados, empero, los primeros momentos en que, ora la necesidad de la represión, ora las pasiones naturales en toda guerra, hacían excusables las violentas medidas del gobierno republicano, volvió parte de los sacerdotes confinados o desterrados. Entre ellos merece especialísima cita el doctor Andrés Villamagán, que con tanta ciencia había regentado anteriormente el seminario de Cuenca (1819-1822).

Poco a poco casi todos los sacerdotes de la diócesis fueron adhiriéndose sinceramente a la República, ya por convencimiento de la conveniencia del cambio de régimen, ya por anhelo de prebendas y promociones, ya ganados por la sagacidad con que trataron las cosas eclesiásticas algunas autoridades, entre ellas el general Ignacio Torres. En 1825, éste pudo informar, por ejemplo, que el doctor Villamagán era «sincero amador de las instituciones de Colombia. Ha hecho todos los servicios que han estado a su alcance. Su moral es irreprensible, posee buenos conocimientos científicos y es útil en todo sentido a sus semejantes».

Empero, si desde ese punto de vista mejoraba la situación eclesiástica, las largas divergencias originadas por la separación del doctor Crespo del Provisorato, la privación de sus parroquias a   —223→   los legítimos propietarios y otros sucesos, trajeron a la diócesis días de incertidumbre y confusión espiritual, muy semejantes a los que había experimentado su hermana, la de Quito.

El clero conquense contribuyó también, generosamente, a las expensas de la guerra con el Perú o de la campaña de Pasto. El doctor Aguilar Cubillús se encargó de hacer efectivos, con enérgicas disposiciones, los cuantiosos empréstitos condenados por el Libertador para esos objetos. El clero, tanto por haber sido realista en esa diócesis, como por sus mejores recursos, era el más gravado de todos los elementos sociales. Así, de trece mil pesos asignados a los cuatro cantones de la provincia del Azuay y repartidos por el Ayuntamiento el 22 de marzo de 1823, tocaron a los eclesiásticos cuatro mil, es decir tanto como al cantón Cuenca íntegro.

En 1824, el general Salom pasó circular a todos los curas de la diócesis para que reanimasen el espíritu cívico de las masas. Aquellos se apresuraron a contestar en los más nobles términos, ofreciendo decidido apoyo; y se comprometieron gustosos a satisfacer los mil pesos mensuales que se les señalaron por el general Torres. El cabildo accedió complacido, a su vez, a la entrega ordenada por el propio general de todo el producto existente de algunos ramos eclesiásticos.

En medio de tan penosas dificultades, era imposible que la enseñanza eclesiástica y la labor de los seminarios fuesen intensas y eficaces. Desde 1822 se agravó la intervención del Estado en el plantel. Como a consecuencia de sus enfermedades, el doctor Villamagán no podía atender debidamente al rectorado, y como inspirara desconfianza su actitud política, el Gobierno se empeñó,   —224→   en removerle de su destino; y mientras el general Sucre recomendaba para reemplazarle al doctor Miguel Custodio Vintimilla, el Libertador nombraba al doctor Landa y Ramírez.

En 1824, el colegio pasó por época de terrible crisis. El Intendente del Sur escribió con fecha de 22 de julio al Vicerrector, manifestándole que había recibido orden de desarraigar los intolerables abusos introducidos en el plantel, abusos que habían sido denunciados al Vicepresidente de la República por algún genio turbulento y cizañero. Pidiole, en conclusión, que se contrajera con mayor eficacia a la mejora del instituto.

Sin embargo, en abril del siguiente año, el mismo intendente, en nota dirigida al Rector, le felicitó por los adelantos del colegio, con «que rivaliza, decía, en sus frutos con los que cuentan largos años de duración».

La labor del doctor Landa fue, en efecto, sumamente activa y enérgica. A su entusiasmo se debió la fundación de nuevas cátedras y la mejora de la enseñanza en otras. El general Torres aseveraba en su informe ya citado de 1824:

«su desprendimiento llega al extremo de no quedarse aun con lo preciso de sus rentas para distribuirlas en la dotación de las cátedras del Colegio Seminario, de que es Rector; en el pago de una maestra que enseña las primeras letras a las jóvenes pobres, y en subvenir a las necesidades del Estado y a la indigencia de sus semejantes; posee conocimientos literarios y por decirlo de una vez, es hombre útil y necesario a la República y a la Iglesia.



Los doctores Miguel Rodríguez y Manuel Arévalo habían sido nombrados para profesores de derecho canónico y civil respectivamente, en el mencionado colegio. Rodríguez, más tarde deán del coro conquense, era peruano de nacimiento   —225→   y había sido traído por el ilustrísimo señor Quintián para profesor de filosofía, y el ilustrísimo señor Cortázar le confió la Cátedra de cánones. Sus notables virtudes y talentos le hicieron merecedor posteriormente del Rectorado del colegio (1835-38) y de otros altos cargos eclesiásticos.

El Gobierno, emulando el celo del doctor Landa, buscó otros colaboradores para fomentar el progreso intelectual de Cuenca: en el mismo año de 1824 envió a esa ciudad al padre fray Sebastián Mora Berbeo, director general de escuelas normales del Sur, con el plausible fin de que se empeñase en la fundación de planteles primarios, tan escasos en todo el país.

La administración del seminario por parte del ilustre, aunque apasionado clérigo argentino, fue objeto a veces de críticas, no destituidas de fundamento. Culpósele de arbitrariedad en la enfiteusis de dos de los inmuebles del plantel, las haciendas de Léntag y Sulupalí, hecha durante el período, harto largo, de su rectorado (1822 a 1830)175. Su genio político, su amistad con el Libertador, su promoción al deanato a raíz de la visita de felicitación que hizo a aquel en Lima después de Ayacucho, su carácter amigó de sembrar disensiones, acarreáronle la enemistad de muchos elementos de Cuenca, incluyéndose entre ellos algunos sacerdotes.

Esa enemistad culminó, por decirlo así, en 1826. El 26 de mayo de ese año, en todo desgraciado para el Sur, ocurrió en Cuenca un motín. Reuniose la muchedumbre en el barrio   —226→   de la Merced, según relata Torres; y prorrumpió en mueras a la masonería176 y vivas a la religión. Acudieron el intendente y pocos hombres armados; y a los primeros disparos al aire, la multitud atemorizada se dispersó. Como se echara a mala parte esa manifestación, el general Torres trató de descubrir su origen y finalidad verdaderos; y hecha la indagación,

«nada resultó más que exceso de catolicismo que generalmente profesa este pueblo y que por este principio se había propuesto contener el progreso de la reunión masónica, que tal vez no existe, pero sin invadir a nadie como lo convence el hecho de que ninguno tuvo arma alguna ofensiva».



Culpose ese movimiento al doctor Landa; y aprovecharon tal coyuntura algunas autoridades y sus rivales para malquistarle con el Gobierno. Persuadieron, en efecto, al general Pérez que Landa era enemigo del Libertador, porque no había participado en la asamblea en que se proclamó la Dictadura del Genio. Pérez ordenó entonces la confinación del deán.

A poco trasladose a Cuenca el general Flores y efectuó detallada investigación de los acontecimientos, para procurar la paz de la ciudad, en la cual los asuntos eclesiásticos tomaban carácter de extremada acritud. Como resultado de ese examen detenido de antecedentes y responsabilidades, escribió al general Santander el 29 de octubre:

«Tanto el origen de las desavenencias, como los sucesos posteriores han provenido: 1.º de principios religiosos,   —227→   2.º del primer acto popular [...] Es un laberinto saber el grado de intervención que tuvieron en las desavenencias los señores Landa y Tamariz, porque ambos generales aseguran que todo lo obrado fue de ellos exclusivamente, no de segundas personas; pero no me ha sido fácil hallar en la opinión pública lo que debe hacerse. Aunque el general Torres discurre que ni Tamariz, ni Landa son perjudiciales yéndose Barreto, yo opino que ninguno de los dos debe volver aquí. Parece que la mayoría está por el doctor Landa y que sus amigos suspiran por su vuelta [...] Los amigos del doctor Landa aseguran que sin él, va a perderse el colegio y la educación pública porque es amante de la ilustración y porque la formará con sus rentas; pero a mi modo de ver esta consideración es muy pequeña respecto de los poderosos enemigos que se ha creado, y de los disturbios que va a padecer con su vuelta el orden público [...] Los enemigos de Landa no son solamente los masones como se ha dicho: hay hombres respetables que le hacen frente y que le están forjando acusaciones para su vuelta. En el clero son sus rivales Peñafiel, Crespo, Veintemilla, Beltrán, y en los particulares muchos, siendo Rada el que más lo detesta. La masonería ha dejado de propagarse en el país y toda ella le es contraria. El señor Veintemilla me ha dicho que si el doctor Landa vive en Cuenca, no faltarán puñales para rasgarle el corazón. Mi opinión definitiva es que sacando de Cuenca a Tamariz, Landa, Barreto y la tropa, ganará este país la tranquilidad que ha perdido»177.



El doctor Andrés Beltrán de los Ríos, uno de los eclesiásticos citados en la carta anterior de Flores, escribía por su parte al general Santander: «extraídos Tamariz y Landa, según las medidas de S. E. el Libertador, será (el pueblo) perpetuamente tranquilo y dócil». En 1831, dirigiéndose al Congreso ecuatoriano, volvía Beltrán a expresar la misma idea: «Mientras el señor Landa permanezca en Cuenca, no habrá tranquilidad jamás».

  —228→  

Hemos querido citar estos documentos para que se pueda apreciar, de manera cabal, el grado de virulencia a que habían llegado las ponzoñosas enemistades del clero de Cuenca, y la profunda inquietud que el establecimiento de la masonería había traído en la apacible ciudad azuaya.

Entre los méritos del doctor Landa ha de contarse también el haber comprendido, a pesar de la inseguridad de las ideas, propia del tiempo, que la masonería constituía peligro real e inmediato para la paz religiosa del país; y haber procurado detener la propagación de las sociedades secretas, fruto letal de la licencia de costumbres engendrada por la Guerra Magna. Aquella oposición a la masonería redime, en parte, al doctor Landa de su adhesión a las malhadadas fórmulas regalistas.

La supresión de los Conventos Menores en 1826 no pudo menos de traer, en pueblo tan hondamente adherido a los claustros, suma intranquilidad y disgusto contra el gobierno central178. Cumpliose esa orden en momentos de zozobra, cuando comenzaba la más grave, la final crisis de Colombia con la rebelión de Venezuela: los departamentos del Sur debían ser los que más   —229→   padeciesen a consecuencia de la política de Santander y sus secuaces, encaminada a disolver la unión de los tres países. El Azuay, objeto de la ambición peruana, fue el centro de todas las vicisitudes y tormentas que comienzan con la sublevación de la Tercera División y terminan en el Portete de Tarqui. La Iglesia, durante ese período, cooperó dócil y abnegadamente a la defensa nacional, suministrando cuantos recursos se le pidieron.

Casi todos los conventos cuencanos estaban desorganizados y lo mismo ocurría con los de Loja: dominicanos, agustinos y mercedarios residían en su mayor parte fuera de la ciudad o de su convento; y, según decía el general Torres en su informe del año 24, ningún individuo de las dos primeras órdenes nombradas había prestado servicios a la República. Los franciscanos, en cambio, patriotas convencidos y leales en su mayoría, cumplían mejor sus deberes conventuales. Entre los más adictos al nuevo orden, figuraban con honra los padres Vicente Solano, Narciso Segura y Manuel Pazmiño, residentes en Cuenca.

La supresión de los conventillos no podía causar, por la razón indicada, daños de grande trascendencia en el orden religioso: indudablemente, para la vida espiritual de Cuenca eran entonces más útiles algunos doctos sacerdotes seculares, que habían podido preservarse de la general disolución de costumbres y de la gangrena rigorista.

La elección del ilustrísimo doctor Calixto de Miranda pudo abrir para la diócesis de Cuenca un período de relativo sosiego; mas, como hemos referido anteriormente, el Obispo prefirió demorar en Quito, para desde allí servir a ambas diócesis.   —230→   Durante los cortos meses decurridos desde la consagración episcopal hasta la muerte, hizo sus veces en Cuenca, como gobernador eclesiástico, el doctor Landa y Ramírez, quien tomó posesión de la Silla, a nombre de su mandante, el 28 de julio de 1828. Para la visita de la parte del Obispado situada en la costa, comisionó el ilustrísimo señor Miranda al doctor José Antonio Marcos.

El breve gobierno del señor Miranda se señaló por un suceso triste, que vino sin embargo a redundar más tarde en honra de la Iglesia; nos referimos a la prohibición del libro de fray Vicente Solano: La predestinación y reprobación de los hombres, según el sentido genuino de las Escrituras y la razón, publicado precisamente en el año de 1828.

Seguía el eminente polígrafo en ese estudio las doctrinas de Escoto; y, exagerando los principios de San Agustín, restringía el papel de la libertad humana en la obra de la salvación. Su máxima fundamental era ésta: «los predestinados son los que Dios determinó criar en el estado de inocencia; y los réprobos los que no se incluyeron, en este decreto»; máxima que confundía la presciencia divina con la predeterminación fatalista de los actos humanos, y de la cual se deducían sombrías y desalentadoras consecuencias.

El doctor José Chica, promotor fiscal del Obispado de Quito, fue el primero en alarmarse con tan graves teorías que podían ahogar la esperanza en las almas y llevarlas a tétrico fatalismo, ruinoso para las costumbres. En virtud de su denuncia, el ilustrísimo señor Miranda diputó para la censura canónica al doctor Joaquín Miguel de Araujo, quien emitió su dictamen con ilustrada discreción, reconociendo el mérito del buen religioso, uno de los más sabios de sus compatriotas en ese periodo:

«No es el autor, decía Araujo, de aquellos hombres superficiales que desfloran algo los libros y se ponen a escribir inmaturamente: ha estudiado su asunto, lo ha estudiado fuertemente; ha leído con aplicación; presenta por lo común su modo de pensar con claridad y método; lo exorna con un estilo fácil, en no sé qué admirar más, o la habilidad y facundia del escritor, o las riquezas de nuestra lengua, que se presta con propiedad a las materias más abstractas. El talento vivo, perspicaz, brilla en todo el discurso de la obra»179.



El ilustrísimo señor Miranda, en fuerza del dictamen del teólogo quiteño, prohibió la obra y mandó recoger los ejemplares que se hallaban a la venta. El padre Solano se sometió con docilidad; mas, se creyó autorizado para contestar al informe del doctor Chica y poner reparos al dictamen del doctor Araujo en otro opúsculo que llamó El Baturrillo o Censura Crítico teológica por don Veremundo Farfulla, analizada y reducida a su verdadero punto por el fraile V. S. (1829). Estudio es éste de mucha erudición, pero en él faltó el padre Solano a las reglas de la disciplina y caridad cristianas, zahiriendo con su habitual acrimonia a sus impugnadores. «Tonta y pesada» y «miserable» le pareció la censura de Araujo; sin embargo, fue confirmada por el más alto tribunal de la tierra, el Soberano Pontificado. Aun contra el ilustrísimo señor Miranda disparó tardíamente los dardos de su enojo el renombrado escritor azuayo, imputándole haberse arrogado   —232→   prerrogativas inherentes a la Santa Sede y dejado sorprender «por personas poco versadas en materias teológicas, o que quisieron poner en acción mezquinas pasiones»180.

El ilustrísimo padre fray José Manuel Plaza, obispo de Cuenca, levantó a petición del padre Solano, por auto de 22 de julio de 1853, la prohibición diocesana, «tanto por la experiencia que tenemos de su celo y doctrina sana, como también por parecernos que el enunciado cuaderno nada tiene contrario a los dogmas católicos, ni a las buenas costumbres». Muy poco precio, en verdad, poseía la decisión del ejemplar y santo misionero, que careció de tiempo para ser profundo teólogo. La Santa Sede, cuatro años más tarde, o sea el 5 de marzo de 1857 puso en el Índice el libro del padre Solano; y éste se sometió rendidamente, como cumplía a su inteligencia y a su virtud. Aquella heroica conducta honra en alto grado su esclarecida memoria.

El preclaro fraile, achacó sus errores a obra de juventud: más acertadamente habría podido imputar al mal ambiente de la época, como tantas veces hemos advertido. De las Universidades y cátedras no se habían, podido desterrar aun, las doctrinas de Jansenio. La disolución de costumbres se pretendía corregir, no con el acceso a las fuentes de la santidad y de la Gracia, sino con frío y desecante rigorismo, que en vez de impulsar a las almas a la unión con Dios, las separaba de Él, enflaqueciéndolas espiritualmente. De la teología agustiniana se había sacado, deformándola arteramente, una doctrina fatalista que contribuía   —233→   asimismo a ahogar el vuelo de los corazones, a adormecerlos en torpe quietud o a sumirlos, lo que es peor, en tétrico pesimismo. De ese fondo teológico, oculto tal vez en la subconsciencia del alma, brotó la obra del padre Solano.

Retrato de fray Vicente Solano

Reverendo padre fray Vicente Solano, de la Orden Seráfica, integérrimo defensor de la Iglesia

No fueron Chica y Araujo los únicos que refutaron los juveniles errores doctrinarios del celebérrimo fraile cuencano, sino también otros personajes, entre los cuales debemos nombrar a su hermano de hábito, el padre fray Manuel Herrera, a la sazón provincial de su Orden y maestro años antes del mismo padre Solano. Contentose el padre Herrera con enviar su impugnación al autor en forma de carta, como aconsejaba la fraternidad monástica. El padre Herrera fue uno de los teólogos más notables de su generación; y en toda circunstancia se manifestó defensor enérgico de la ortodoxia.

El opúsculo discutido salió de las prensas que había confiado a Solano el general Torres, munífico promotor de la cultura cuencana. En esa misma imprenta apareció en 1828 El Eco del Azuay, primer periódico que, en esas hidalgas tierras, se daba a luz para honra de las letras nacionales:

«[...] el benemérito señor general Ignacio Torres, escribió el padre Solano, puso a mi disposición su imprenta para que sostuviese un periódico El Eco del Azuay, bajo la expresa condición de que algunas de sus columnas ocupasen puntos religiosos. Así se verificó, y he tenido el dulce placer de servir a la religión, a la patria y a los sentimientos piadosos de mi Mecenas»181.



En El Eco del Azuay, donde colaboró también el ilustre hacendista don Francisco Eugenio Tamariz,   —234→   brilló de manera extraordinaria la ciencia del infatigable y eruditísimo escritor franciscano. Allí discurrió con rara amenidad y certero juicio sobre las más variadas e interesantes materias; como religión, ciencias naturales, política y literatura. Sorprende, en verdad, que en época tan turbulenta y difícil, cuando el aislamiento de América obstaba a la adquisición de obras nuevas que mantuviesen al hombre de saber al corriente de los progresos de la cultura y del flujo y reflujo de las ideas, el padre Solano estuviese al día en cuanto a conocimientos científicos y literarios.

Sus ideas políticas, favorables a un Poder fuerte y aun a la constitución de una monarquía americana, presidida por el Libertador, fueron objeto de detenidos y divergentes comentarios en Colombia entera. Y si bien Bolívar no estuviese en todo de acuerdo con su manera de presentar y resolver el problema político, apreció en lo que valía la competencia del docto fraile:

«Le remito un papel, decía Bolívar a uno de sus amigos, que ha dado en Cuenca, según dicen, un fraile de talento, y que nos acaban de enviar de allí. Me parece bien exacto y juicioso, lo mismo que La Alforja, que le he enviado al Gral. Páez, solamente porque no han remitido sino dos números, el cual es también redactado por el mismo fraile»182.



Honra inmarcesible de la Iglesia de Cuenca y del padre Solano es, sin duda, que el periodismo naciese a su sombra; y no pobre de ciencia, ni mendigo de doctrina, sino rico en letras amenas y limpio de errores religiosos. El padre Solano, en quien tendremos que ocuparnos a menudo, fundó   —236→   en los dos últimos años del período colombiano, otros periódicos, como «La Alforja» y «El Telescopio», destinados a combatir la expedición del general Lamar contra el Sur de Colombia183.

La reacción del patriotismo exigió cuantioso empréstito interno y el clero contribuyó larga y generosamente. Hubo, sin duda, excepciones; mas, la mayoría de los sacerdotes y religiosos cumplió con solicitud su deber cívico.

El doctor Landa y Ramírez, que tenía el doble carácter de Rector del seminario y de gobernador de la diócesis por el ilustrísimo señor Miranda, ejercitó abnegadamente su misión de paz en aquellas circunstancias: cuando las tropas del coronel peruano Raulet entraron a la ciudad casi abandonada, Landa se interpuso entre ambos contendientes y consiguió que cesara el combate y se firmara honrosa capitulación para el atacante.

Con aquel acto puede decirse que se cerró el gobierno pastoral del doctor Landa: pocos días después moría el ilustrísimo señor Miranda y volvía la diócesis a esa larga vacancia, de la cual en realidad no había salido, ya que el Obispo la administró de lejos y por interpuesta persona. El cabildo eligió, si no estamos equivocados, Vicario capitular al doctor José María Riofrío y Valdivieso, virtuosísimo sacerdote lojano. Mas, este prelado pasó casi todo el año de 1830 en la ciudad de Loja; por lo cual el general Arturo Sandes, prefecto del Azuay, exigió el 16 de diciembre de aquel mismo año al Cabildo Eclesiástico, que pasara un oficio al Vicario, instándole   —236→   a trasladarse a Cuenca en el término de la distancia. Su presencia era absolutamente necesaria; porque en la ciudad, sede de la diócesis, continuaban las disensiones eclesiásticas y las rencillas entre algunos clérigos y las autoridades civiles. El 6 de mayo de aquel año escribía el general Flores a Bolívar:

«En el Azuay han continuado los disgustos entre González, Landa y Borrero; y según me escriben todos, el primero ha perdido su opinión. Por este correo, he recibido una representación de los cuencanos, pidiendo la remoción de González. Yo no he querido decretarla, y me he limitado a llamar a mi cuartel general los tres contendores, a fin de ver si puedo reconciliarlos y evitar de este modo los escándalos que se preparan»184.



El padre Solano dispersó su admirable actividad de intrépido defensor de la causa de la Ortodoxia en cien luchas, a veces agrias y desapiadadas, en que dio y recibió recios mandobles. Prefirió, por decirlo así, entre los métodos de la estrategia doctrinal, el sistema de guerrillas, demostrativo de la ductilidad de su entendimiento, pero inferior en eficacia a esos combates campales en que se reduce definitivamente a la impotencia al enemigo de la verdad. A la otra parte de la diócesis cuencana, a esa que besaba el mar, pertenecía por el nacimiento, según ya hemos indicado, aunque no por el ejercicio directo del apostolado, el mayor de los apologistas americanos de aquella época, el que libró esos combates campales para arrancar de las manos del adversario las armas conque en el campo de la legislación y de la política pretendía a cada paso,   —237→   con encubierta malicia, mutilar la acción de la Iglesia y desconocer su preeminencia espiritual. Hablamos del Arcediano de Lima, doctor José Ignacio Moreno, miembro esclarecido de una familia que se inmortalizó en el siglo XIX por su inquebrantable adhesión al Pontificado, como lo acreditan los insignes nombres de dos sobrinos de aquel: el doctor Gabriel García Moreno y el Arzobispo primado de España, Cardenal Juan Ignacio Moreno y Maisonnave, contemporáneo y admirador de nuestro Presidente, a quien estimuló en sus gloriosas empresas en pro de la emancipación de la Sociedad espiritual.

El doctor José Ignacio Moreno era ya conocido en América, antes de 1831, por sus célebres Cartas peruanas en que, con acopio de sana doctrina, volvió a enseñar a sus contemporáneos buena parte de la apologética y de la moral católicas, para preservarles de los peligros que amenazaban la fe y las costumbres en estos países niños. Empero, en ese año dio a luz otro libro de más momento y necesidad: el Ensayo sobre la Supremacía del Papa, especialmente con respecto a la Institución de los Obispos, obra en que trituró toda la sabia y pesada máquina del regalismo y episcopalismo, aun dueños del continente y enemigos de que Roma y los nuevos gobiernos se diesen abrazo de filial amor.

Urgentísima era aquella empresa de esclarecer los derechos supremos del Pontificado contra audaces sofistas que, sin dejar de apellidarse católicos y antes bien mostrando artificiosa reverencia por el dogma, reducían a irrisorios términos la extensión del primado. Su fin no era otro que «desorganizar la Iglesia haciéndola excéntrica, por la gran ley que ellos tanto ponderan de   —238→   la necesidad y que Mr. de Pradt halla también en la distancia de las iglesias de América»185. Aun el clero yacía en ignominiosa ignorancia. Pereira, Kaunitz, Choiseul, Tanucci, Urquijo, etc., y sobre todo De Pradt y Villanueva eran los maestros de América; y a su amparo, nuestros rezagados episcopalistas pretendían que, prescindiendo de Roma, los gobiernos compeliesen a los metropolitanos a instituir obispos propios, formando así minúsculas iglesias nacionales. Moreno, a la luz de la Historia y de la Teología, desvaneció todos los sofismas, penetrando hasta en los últimos reductos en que el error se parapetaba para pervertir el criterio americano.

Como el cáncer episcopalista era continental, continental fue también el beneficio de la obra del docto sacerdote guayaquileño. Varios países, entre ellos Chile y Argentina, se apresuraron a reproducirla y propagarla, a fin de poner coto a las pretensiones de los políticos y evitar que América se lanzase al cisma, seducida por el espejismo de la decantada restauración de la primitiva disciplina eclesiástica, duque tanto hablaban los pequeños Césares de esa época turbia.

Se ha dicho que Moreno tomó de Bergier los materiales para sus Cartas peruanas y de Bolgeni para el Ensayo186. En la segunda parte de éste, impresa en 1836, confiesa él mismo haber utilizado a menudo el Discurso sobre la confirmación de los Obispos del sabio cardenal Inguanzo. Empero, Moreno había escrito anticipadamente:

  —239→  

«No aspiramos al mérito de originalidad en este escrito. La instrucción y provecho de nuestros conciudadanos en un punto, en que el error los precipitaría en el mayor de todos los males, pesa infinitamente más en nuestro concepto, que la vana gloria de decirles cosas nuevas [...] Nos hemos aprovechado pues de lo mejor que hemos hallado escrito sobre la materia, tomando no sólo los pensamientos sino también las palabras y frases de otros, cuando nos han parecido inmejorables para instruir y convencer a nuestros lectores, sin perjuicio de añadir reflexiones, que son fruto de nuestro estudio y meditación»187.



Más que el mérito literario de su obra, debe apreciarse la oportunidad y trascendencia de su iniciativa y la repercusión de su enseñanza, verdadera revelación para América, adormecida aun en los brazos del intonso regalismo.

Moreno, Solano, Araujo: ¡tres nombres con los cuales el Ecuador comparecerá gloriosamente en la historia eclesiástica de la primera mitad del siglo pasado! Ningún país americano puede emularle en aquella época en el celo por la defensa de los derechos pontificios.




VIII. Los claustros de 1822 a 1830

Vimos ya cómo la disciplina monástica, harto débil durante la época colonial, se quebrantó más y más por la guerra de la emancipación ecuatoriana. Obtenida la victoria y establecido el régimen republicano, no sólo no mejoró el orden interior de los claustros, sino que se empobreció espiritualmente la vida religiosa.

El cambio de sistema político originó sólo la inversión de los papeles: la hegemonía pasó a los religiosos patriotas.

El general Sucre ordenó a todos los institutos   —240→   que proveyesen los cargos sólo con «religiosos americanos de notorio, decidido y anteriormente conocido patriotismo». Tal mandato, a la vez que rompía definitivamente con la alternativa, introducía profunda perturbación en las relaciones conventuales; y privaba a las órdenes del concurso de algunos frailes beneméritos, por el mero hecho de haber sido partidarios del Rey. La ya inveterada inopia de buenos prelados se agravó por esta causa. La enseñanza perdió asimismo muchos maestros renombrados.

Más rencorosos que la misma autoridad civil, los frailes encarecían el rigor de las medidas tomadas por ésta. El general Sucre, al dictar la disposición referida, aclaró que podían tener voto en los capítulos y definitorios todos los frailes que los componían según las Constituciones. Empero, en San Francisco fue excluido el padre Baydal, español de nacimiento y el más antiguo de los provinciales, quien por esta causa era, de jure, miembro de aquellos cuerpos, originándose así nulidades sin cuento, tardíamente saneadas por el Ordinario de Quito.

La mencionada orden de Sucre obligaba a los frailes a escudriñar la historia de sus cohermanos, estableciéndose de ese modo la más odiosa inquisición a nombre de la Patria. Obligaba, además, a repetir elecciones cuando las desaprobaban los intendentes, a pesar de que el mismo Ordinario eclesiástico velaba ya sobradamente para que no obtuvieran nombramiento alguno los religiosos realistas.

Cada elección era, pues, objeto de doble examen: el del Vicario Capitular de Quito y el del Intendente del Sur. Y el Vicario, en su afán de complacer al Poder Civil y de cooperar a la   —241→   defensa del flamante régimen democrático, subordinaba su juicio al del intendente. Electo el padre Murgueytio, provincial de la Orden de Menores en Setiembre de 1822, el buen señor Miranda, no obstante que en su concepto concurrían en aquel «cuantas cualidades pueden apetecerse», ordenó que se le diese posesión del cargo, «si el señor Intendente del Departamento no lo conceptuase perjudicial al sistema de nuestra independencia».

Sucre y sus sucesores usaron largamente del derecho de veto conferido por el usurpado patronato, disminuyendo sin embargo, a veces, por compromisos personales o por cambio de criterio, el rigor del primitivo mandato de exclusión. Satisfízose el glorioso vencedor de Pichincha en algunos casos con que el fraile nombrado manifestase su adhesión al nuevo orden de cosas, «porque la patria quiere hijos amantes y no enemigos ansiosos de su ruina».

A partir de 1820 cesa en el Ecuador la comunicación de las órdenes con los Superiores generales y, particularmente, con los comisarios españoles que representaban a aquellos. Dicha incomunicación, funestísima en todo sentido, puso al Vicario Capitular doctor Miranda, según indicamos oportunamente, en el caso de declarar que la potestad de los Superiores había recaído en el Ordinario. Esta doctrina, errónea en principio, salvaba en la práctica algunas dificultades y sobre todo daba a los institutos monásticos autoridad fiscalizadora, acaso más vigilante y severa que los propios y condescendientes provinciales, elegidos principalmente por su «afabilidad», como lo declararon de manera expresa   —242→   los capitulares dominicanos en repetidas ocasiones.

Los frailes no sólo toleraron tan anómala situación, de forzado y peligroso aislamiento, antes pretendieron hacer del rechazo de los mandatos impartidos por los prelados españoles punto de honra cívica. En el capítulo celebrado por la Orden Mercedaria en octubre de 1825, su Presidente fray Pedro Bou, tuvo la audacia de proclamar que, separada la República de la Península, ningún religioso podía faltar a sus deberes de buen patriota presentando breves de los prelados españoles; y que debían aceptarse únicamente los rescriptos pontificios, ¡y esto cuando tuvieran pase! La infracción de la disciplina religiosa se cohonestaba por móviles patrióticos en apariencia.

De tan larga incomunicación con los centros de la vida monástica, y de las violentas luchas originadas por el cambio de sistema político, no podían menos de derivarse nuevas menguas de la observancia. Las elecciones capitulares eran a menudo teatro de graves escándalos; por lo cual lo recordará el lector el Obispo de Mérida escribió justamente al Papa que las rencillas domésticas de los frailes tenían en el Ecuador mayor violencia que en las demás regiones de la Gran Colombia.

Asistía a las elecciones para evitar los «lances de disgusto» algún personaje de cuenta, como representante de la Intendencia Departamental; pero así y todo, ordinariamente ofrecían incidentes desagradables. Espectáculo raro era un capítulo tranquilo, como el mercedario de 1822, que aplaudió el general Sucre, cual muestra de unión y fraternidad, o el franciscano de 1828,   —243→   contrastante con el del siguiente año, en que varios capitulares ofendieron al Visitador, imputándole hechos deshonrosos.

La vida común estaba deshecha. En algunos conventos había desaparecido aun el rezo ritual colectivo. El capítulo mercedario de 1828 mandó que los Comendadores tratasen con paternal amor a sus conventuales, a fin de que tuviesen título para obligarles a la oración en común. La atracción personal pretendía sustituir a la disciplina alterada.

Noble tentativa de restaurar la vida común hizo el capítulo dominicano de dicho año, presidido por el provincial doctor fray José Mantilla. Al efecto, ordenó a los priores que en sus respectivos conventos restableciesen los refectorios colectivos; y les prohibió que diesen a ningún religioso semanas en dinero, so pena, de quedar suspensos de su oficio. Meses después el Consejo de la provincia rechazó la solicitud de varios regulares conducente a la derogación de aquella acertada providencia.

Vana era, sin embargo, dicha medida, mientras con quebranto del voto de pobreza y del espíritu de comunidad, se mantuviese en otras formas el peculio personal de los religiosos y éstos poseyeran plena libertad económica. Contrastaba, en ocasiones, el desahogo de algunos frailes con la estrechez pecuniaria de sus conventos, debida a las exacciones fiscales, al abandono de los fundos durante la guerra, y a la negligencia de los superiores en la vigilancia de los religiosos que administraban tales predios con harto desaliño y olvido del procomún.

Las adquisiciones recalan en la comunidad a la muerte de los frailes propietarios. Era, por lo   —244→   menos, el reconocimiento tardío, pero necesario, del vínculo indisoluble que liga al fraile con su Orden; vínculo que, mal comprendido, dio origen en nuestro Código, sustantivo a la institución desdichada de la muerte civil. Mas, la cuantía de algunos espolios excitó la codicia fiscal; y una ley colombiana de 1824 arrebató a las órdenes religiosas, en beneficio de la caja del Estado, la mitad de aquellos, privando así a éstas de buena parte de sus ingresos excepcionales, con que aminoraban de tiempo en tiempo su inopia habitual.

Gran número de religiosos ocupábase en servir coadjutorías o capellanías bien remuneradas; pero sin provecho para el instituto a que pertenecía. Por esto la Orden Franciscana viose en el caso de disponer que los padres Coadjutores o capellanes pagasen una pensión a sus conventos, ya que «no consultan servir a su madre la religión, sino a su propia comodidad».

La independencia económica de los frailes, que ejercían cargos fuera de sus conventos, no era lo más grave, sino la soledad moral en que vivían, génesis de frecuentes caídas. La relajación fue en gran parte fruto de esa libertad desenfrenada de que gozaban los religiosos en parroquias y coadjutorías, a donde no llegaba la inspección espiritual de sus superiores.

Análoga licencia caracterizaba la vida de los Conventillos; lo cual fue parte para que el legislador de 1821 y 1826 los suprimiera. Ya vimos cuánto hicieron la autoridad eclesiástica y los superiores de las órdenes para impedir la disolución de sus casas menores; y cómo sus esfuerzos escollaron en la terca inflexibilidad de los intendentes de Colombia.

  —245→  

Dos años incompletos duró la supresión de los Conventillos: el decreto de Bolívar de 10 de julio de 1828 los restableció, con excepción de aquellos cuyos bienes se habían aplicado a la instrucción pública. Como los del Convento Mercedario de Ibarra fueron destinados a la creación del colegio «San Basilio» de la misma ciudad, el Libertador adjudicó este instituto a la misma Orden. El padre fray Cecilio Cifuentes, ya rehabilitado de la tacha de realismo, fue benemérito rector del Plantel.

El recuerdo de la relativa abundancia de religiosos durante la época colonial; la excesiva prisa con que se ordenaban (hubo vez en que un fraile obtuvo el presbiterado antes de los 21 años); el escándalo, real o artificioso, que causaba en muchas almas el triste espectáculo de la relajación; la facilidad de las secularizaciones, aun de individuos que habían dado lustre a su Orden; y, seguramente, el jacobinismo antirreligioso que ya comenzaba a germinar en estos países, fueron otras tantas razones del decreto por el cual se prohibió la admisión al noviciado antes de los 25 años de edad.

En poco tiempo, aquella medida cesarista causó graves males en los institutos monásticos: los noviciados, harto disminuidos desde 1822 (en la célebre Recolección Mercedaria del Tejar no había siquiera maestros en dicho año), quedaron cerrados y desapareció en ellos la enseñanza. Muchos frailes proyectos, perdido el aliciente del magisterio, que les daba honras y recompensas, olvidaron, a su vez, la ciencia y la lectura.

Con razón en el definitorio de 28 de febrero de 1831 los frailes mercedarios expusieron que, a partir de la Independencia, los estudios habían   —246→   experimentado «alteración notabilísima». Esa Orden se preocupó desde 1828 del mejoramiento de la cultura de sus súbditos, especialmente en su aspecto espiritual; y al efecto ordenó que el maestro de novicios viviese con ellos en el noviciado y que el Regente de Estudios diera a todos semanalmente los puntos de Moral. Mas, nada de esto fue parte a remediar el mal.

A pesar de las recomendaciones que, para corregir el menoscabo de la regularidad y buen orden de la enseñanza, hizo el capítulo dominicano de 1824, cuatro años después estaban vacantes varias cátedras, antes siempre provistas y ambicionadas: las de Teología Moral y de Artes en el Convento Máximo, la de Vísperas de Teología en el «San Fernando» y la de Prima en el Convento de Nuestra Señora de la Peña de Francia. No se nombró tampoco Maestro de estudiantes del mismo Convento Máximo. El coristado estaba probablemente vacío.

La situación en las otras órdenes era igualmente desoladora. El definitorio franciscano de 19 de abril de 1824 quiso poner término al deplorable «atraso en que se halla la Religión proveniente de la ignorancia de la juventud del Noviciado», causada en parte por la ligereza con que se admitían novicios sin que precediese el examen de latinidad. Para ese fin dispuso aquel cuerpo que los provinciales se abstuviesen de dar, sin ese requisito previo, la patente de noviciado; y para prevenir que se eludiera esta disposición, a pretexto de que en la Orden aprenderían los jóvenes la gramática latina, el definitorio se vio en el duro caso de observar que «jamás ha habido uno que en ella hubiese aprovechado, sino la hubiere aprendido en el siglo».   —247→   Los guardianes que no recibiesen el examen a los postulantes, debían perder derecho a sufragar en los capítulos.

Como para acreditar la justicia de esta medida, al día siguiente fueron examinados varios coristas que pretendían obtener el presbiterado; y todos merecieron unánime rechazo, porque no conocían suficientemente la lengua latina, la lengua de la Iglesia.

En San Agustín las cosas andaban de peor manera. Allí escaseaba no sólo la suficiencia de los alumnos, sino aun su número y el de los maestros. Pero quien se escandalice de tal estado, debe recordar la total ruina de los estudios en los institutos seculares. El cáncer de la instrucción era general, como proveniente de causas asimismo generales.

Principio de reacción, si bien débil, fue en el campo de los estudios el decreto del Libertador por el cual se permitió de nuevo la recepción de novicios antes de la tardía edad, artera y arbitrariamente fijada por el Legislador de 1826. «Con esa acertada providencia, escribió el definitorio Mercedario de 29 de febrero de 1831, los estudios van tomando algún impulso en los claustros».

La supremacía intelectual de los institutos religiosos, aun así decaídos y desorganizados, la reconoció Bolívar al disponer en 1829 que en los Conventos Máximos pudieran los jóvenes seguir válidamente los cursos necesarios para optar grados.

Victoriosa la República en Pichincha, no cesaron los sacrificios económicos de los religiosos en pro de ella. Al contrario, para la continuación de la lucha en el Perú, se exigieron a los institutos   —248→   monásticos cuantiosos empréstitos, que les constreñían a enajenar por vil precio propiedades valiosas. Los inmuebles estaban ordinariamente mal administrados por frailes negligentes.

La devoción de la Madre de Dios continuaba lozana, como en la colonia, en las iglesias servidas por las órdenes: el culto externo era mantenido dignamente, no obstante los ahoguíos pecuniarios en que vivían los claustros: quizás se pretendía sustituir hasta cierto punto con la pompa de las ceremonias y con la brillantez de la plegaria colectiva, la deficiencia de la oración personal, en que, confiado y amante, habla el hombre con Dios. ¿Cómo había de florecer la oración personal, cuando la Eucaristía no iluminaba sino rara vez las almas? Todavía el rigorismo semijansenista hacía estragos en la espiritualidad ecuatoriana.

Una de las más hermosas disposiciones de las órdenes en este período, encaminadas a fortalecer la vida interior de sus súbditos, fue la expedida en 1822 por el Capítulo de la Merced, para que ningún fraile saliese del claustro en los días de exposición del Santísimo. La Recolección del Tejar era uno de los mejores focos de piedad, si no el más intenso, con que se honraba Quito.

La sed de apostolado no se había apagado en buen número de frailes. En 1829 concediose merecidamente al padre fray José Manuel Plaza, prefecto de la misión franciscana en el Ucayali, todas las exenciones y preeminencias correspondientes a los padres provinciales, por haberse consagrado con ejemplar tesón, durante más de 30 años, a la evangelización de los infieles. Entre los religiosos dominicanos merecen especial mención el padre fray Mariano Freire, apóstol de indios   —249→   y negros en los predios que la Orden tenía en el Chota188; el padre fray Antonio Granja, a quien el capítulo de 1824 presentó para el nombramiento de Predicador General, por su largo ministerio de misión en los obrajes de Riobamba, valiéndose del propio idioma de los indios; el padre fray Leandro Fierro, que entró al Oriente en época en que estaba fresco el recuerdo del asesinato perpetrado (1828) por los záparos de Sinchichicta en las personas del doctor José Gabriel Erazo, cura de Archidona, del Gobernador del Napo, etc. El apostolado urbano, la cuotidiana labor de evangelizar las almas, a quienes los cuidados de la civilización moderna hacen olvidar las verdades morales más necesarias para la vida humana, era también atendido por algunos buenos frailes en todas las órdenes.

El apostolado intelectual de la Iglesia no es menos necesario que las obras de celo en las sociedades contemporáneas. Secularizado el padre fray José de Jesús Clavijo, que por largos años había sido docto regente de estudios en la Orden Mercedaria y había mantenido en ella el afán por la cultura, recogió su herencia el doctor fray Manuel Pérez, irreemplazable profesor de filosofía en su Convento y en la Universidad de Quito. En derredor de aquel célebre fraile, otros compañeros suyos difundían el saber, con el esplendor permitido por las circunstancias. El padre Pedro Albán, Doctor en derecho canónico, miembro de la Academia de Emulación, era uno de los más reputados matemáticos y profesores de retórica. Su pasión por la lectura le llevó a aceptar el   —250→   cargo de bibliotecario público, para promover los estudios aun fuera de su Orden.

En San Agustín, uno de los varones más notables por su ciencia y virtud, era el padre fray Antonio Pastor, amigo y consejero del gran teólogo doctor Joaquín Miguel de Araujo. En la Universidad de Popayán, recientemente fundada, daba lustre a la Orden como profesor de teología el padre fray Manuel García de Granda, muy luego provincial.

Los franciscanos tenían, entre otros, dos nombres especialmente respetables: el del padre fray Vicente Solano, que en las diversas cátedras que había servido desde muy joven, en el colegio de San Buenaventura, dejó imborrables huellas de luz; y el padre fray Manuel Herrera, cuyo magisterio teológico y su regencia de estudios fueron sobre modo proficuos para la juventud franciscana. En 1829, el padre Herrera mereció ser exaltado al provincialato, cargo en que reveló delicadeza de conciencia muy rara en esa época de zozobra para los claustros.

La Orden docente por excelencia a la sazón, o sea la de Predicadores, contaba con numerosos individuos que la honraban con su saber. Enumeraremos sólo tres, que por entonces figuraban entre los primeros por su largo y acreditada magisterio: el padre maestro fray Francisco Martínez, por muchos años Rector del colegio San Fernando y Regente de Estudios del Convento Máximo en 1828; el padre fray José Falconí, profesor de filosofía y rector de la Universidad de Quito, uno de los más asiduos propagandistas del método de Lancaster; y el padre fray Antonio Ortiz, maestro de teología y rector del mismo instituto de San Fernando, muy considerado por   —251→   sus luces y, a la par, por su patriotismo, como ya hemos indicado. El padre fray Felipe Molina fue el creador de la enseñanza de filosofía en el colegio «San Bernardo» de Loja; y su brillante actuación mereció justo aplauso del Rector del plantel, el benemérito sacerdote doctor Joaquín Añasco189.

Las necesidades de la defensa de la Patria privaron a las órdenes del concurso de algunos religiosos útiles que, empecinados en sus sentimientos realistas, hubieron de padecer destierros o persecuciones. Algunos de esos frailes honraron a su país fuera de él: así, el padre maestro fray Manuel Rodríguez, mercedario, ejerció en este período el cargo de provincial en La Habana.

Mutatis mutandis, la situación de los claustros al terminar el período colombiano era casi idéntica a la que reseñamos en el anterior. Desapareció la alternativa, origen de rencillas y escándalos conventuales; apaciguáronse algún tanto las pasiones políticas encendidas por la Guerra Magna; pero quedaron subsistentes las demás causas que engendraban la relajación: la espiritualidad rigorista, la intromisión indebida del Poder Civil, la incomunicación con los superiores europeos, la falta de formación intelectual y moral profunda, la práctica abolición del voto de pobreza, el servicio de religiosos en Parroquias rurales y la estrechez económica. Algunas de estas causas se agravaron aun más: la ruina de los estudios ahogaba toda esperanza de pronta reacción.







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ArribaAbajoParte segunda

Periodo floreano



Introducción

La fundación de la República del Ecuador coincide con el gran movimiento de libertad que se desenvuelve en derredor de 1830; movimiento casi universal, aunque sus orígenes, tendencias y aspectos fundamentales sean harto diversos, y aun contrarios, en los países que lo experimentan.

1830 significa en la historia el ocaso de los regímenes absolutos, la iniciación de los gobiernos constitucionales, el apogeo del liberalismo.

«Desde el punto de vista estrictamente religioso, dice Mourret, es en Francia con la escuela Menesiana, el despertamiento del catolicismo liberal; en Alemania, con el problema de los matrimonios mixtos, el preludio del Kulturkampf; en Inglaterra, con el movimiento de Oxford, el principio, aun mal orientado, lleno de equívocos, del retorno de nobles almas al catolicismo; en Polonia, en Bélgica, en Irlanda, la ardiente campaña, aquí triunfante, allá brutalmente contrarrestada, de los católicos en pro de la libertad de su fe»190.



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En suma, aquella fecha en el aspecto religioso no tiene significación uniforme, caracteres semejantes. La proclamación de la libertad aprovecha unas veces directamente a la Iglesia, y aun se hace en nombre de ella, como en Bélgica y Polonia. En otras, es arma contra la sociedad espiritual, o, por lo menos, contra sus antiguas vinculaciones y posiciones políticas. Mas, en definitiva y a la larga, el movimiento, no obstante ambigüedades y peligros, viene a serle benéfico por algunos conceptos.

En efecto, la abolición del absolutismo político constituye la señal de agonía del regalismo. Lacordaire decía muy bien que no era la religión católica la que moría, como juzgaban espíritus escépticos o medrosos, sino «la religión galicana, nacida en París el 19 de marzo de 1682 en los brazos de Luis XIV y de Mme. de Maintenon, y muerta en su centésimo cuadragésimo octavo año de edad, el 28 de julio de 1830»191.

Es ley de los extravíos humanos que la aparición de uno sea el prenuncio del eclipse de otro: la filiación entre los errores no ha impedido el parricidio. El liberalismo, que no es sino la idolatría de la libertad, hija de Cristo, había de devorar los últimos restos del regalismo. Más tarde, el socialismo haría lo propio con su progenitor: la doctrina liberal.

Sin embargo, en América pretendiose durante mucho tiempo armonizar liberalismo y regalismo, autonomía política con cesarismo religioso, para mantener atadas las manos de la   —255→   Iglesia y obtener que ella, sin disfrutar de las garantías, experimentase sólo los riesgos de la libertad.

En estas páginas se verá cómo, mientras en todas partes estaba ya derruido el viejo edificio regalista, entre nosotros se industriaban los políticos para conservarlo cual cosa nueva y sagrada, contrariando todas las leyes de la gravedad, que rigen así en lo físico como en lo moral, y aun para darle el carácter de base esencial de la República, de inherencia de la soberanía civil.

La Iglesia ecuatoriana, promotora de la libertad política de la Patria, no recibía en recompensa del Poder Público sino la servidumbre, y esto a título de protección y patrocinio. ¡¡Oprobioso estado, que debía durar aun más de treinta años!!



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ArribaAbajoCapítulo I

Primera presidencia del general Flores



I. Primeros problemas. La Constituyente

Parecía sino de la Iglesia de Quito que cada período de su historia se abriese con un escándalo político religioso. El incidente de 1830 tuvo felizmente menor resonancia y repercusiones menos graves que el de ocho años antes.

Consumada la separación del Ecuador, entre cuyas concausas estuvo el problema religioso192, o sea la desconfianza que en el sur inspiraba la actitud de muchos estadistas del centro respecto de la Iglesia; el 28 de junio dispuso el Secretario General del general Flores que todas las autoridades y empleados dependientes del Prefecto del Ecuador prestasen juramento solemne de adhesión al pronunciamiento y de lealtad al Gobierno constituido.

Ya hemos dicho que el patronato, hijo de un criterio cesarista receloso de la libertad eclesiástica, había considerado al clero como cuerpo político, como mera pieza del rodaje administrativo. De acuerdo con este concepto, el Prefecto, general Sáenz193   —257→   no vaciló en ordenar el 6 de julio que el Obispo, el Cabildo Eclesiástico y el clero emitiesen el referido juramento. El ilustrísimo señor Lasso de la Vega, siempre atento a conciliar el respeto de la doctrina con la justa obediencia a la autoridad, no vaciló en concurrir el día 14 a la prestación de aquella promesa sagrada. Mas, dejó constancia en el acta de que lo hacía «para buen ejemplo» y sólo «en cuanto podía y debía».

Irritose el Prefecto con aquella discreta reserva; y en la misma fecha escribió al Obispo que había visto «con no poco dolor» las restricciones «nada conformes a la sinceridad con que debió prestarse a un acto tan serio y religioso», en circunstancias en que «todos los colombianos del Sur debemos propender a la unión y a la obediencia al Gobierno constituido». Pidiole, en conclusión, que reparase ese ejemplo «bastante desagradable» reiterando el juramento sin condiciones.

Contestó el Obispo con aquella noble inflexibilidad propia de su carácter y de su amor a la Iglesia, que era preciso «llevar la religión por delante»; frase con que quiso patentizar la preeminencia de lo espiritual sobre los intereses temporales. «Me hubiera excusado, añadía, porque sin grave error no se puede decir que mi autoridad depende de la suya; y así lo hice sólo por buen ejemplo. ¿Para qué entrar en tantas cuestiones?».

Únicamente el espíritu meticuloso del rancio regalismo colombiano podía dar importancia a asunto de tan poco momento. Pero el Prefecto no se dio a partido, y el 5 de agosto insistió el Secretario en que el Obispo prestase el juramento «lisa y llanamente». El Obispo respondió con entereza que las palabras «en cuanto podía y   —258→   debía» le eran «imprescindibles»; y en oficio del 19 justificó más extensamente su negativa, fundada en su independencia del Prefecto, en la aceptación de igual fórmula por el Gobierno Central y en el temor de que el juramento incondicional fuese motivo de desunión en la diócesis, ya que Pasto, parte de ella, se había incorporado al Centro.

«Mi amor a la sinceridad y la obligación de mi ministerio, decía en su estilo oscuro, me disculparán en todo, si es que alguna expresión se juzgue mal sonante; no siendo mi ánimo ofender a nadie; ni que se impute callar cuando debo hacerlo, y que también fuera de nosotros se me tilde de preocupación, adulación o ignorancia».



Al fin, ante tan gallarda fortaleza, unida a delicadísima cortesanía, optó el Prefecto por guardar silencio. El buen Obispo, aleccionado por esta nueva experiencia, decidió trabajar, ¡ay cuán en vano!, para que la Constituyente del Ecuador derogase la Ley de Patronato, génesis de tan odiosos episodios.

El 14 de agosto de 1830 se instaló en Riobamba la Asamblea, que debía elaborar la Carta Política del Ecuador en Colombia. Inaugurose cristianamente concurriendo los diputados presentes, con el general Juan José Flores, a la Iglesia Matriz, donde se cantó solemne misa para implorar la luz del Espíritu Santo.

De los 21 diputados electos -7 por cada Departamento- cinco eran sacerdotes: el doctor Nicolás Joaquín de Arteta, Deán y Vicario General de la diócesis de Quito, representaba a Imbabura, los doctores José María de Landa y Ramírez y Mariano Vintimilla a Cuenca; y los doctores Manuel García Moreno y Cayetano Ramírez Fita a   —259→   Manabí. El señor Arteta, uno de los eclesiásticos más notables con que se honraba el país, fue elegido Vicepresidente, en competencia con el insigne poeta doctor don José Joaquín Olmedo.

El doctor Ramírez pidió dos días después el nombramiento de una Comisión Eclesiástica, necesaria a su juicio para la defensa y arreglo de los intereses de la Iglesia. Mas, el Presidente doctor José Fernández Salvador manifestó que aquellos no peligraban, porque pueblo y magistrados «adoraban» la religión, «sin que se pretendiese alterar nada sobre ella». Olmedo zanjó el debate ofreciendo que se constituiría la comisión cuando ocurriera algún asunto eclesiástico.

El 25 leyose un oficio del ilustrísimo señor Lasso de la Vega en que felicitaba a la Asamblea por su instalación y pedía la derogatoria del patronato; solicitud que, a poco, fue corroborada por otra del cabildo Eclesiástico de Quito. Don Vicente Ramón Roca, terco regalista, manifestó que no tocaba al Congreso discutir sobre la materia; mas, el general Matheu con apoyo de Olmedo, propuso que se agradeciera al prelado y se le dijera que se tendría presente su reclamo cuando se estudiara la Carta Política.

Al discutir el artículo sobre la religión del Estado, surgió el problema del patronato, involucrándose así lastimosamente dos asuntos distintos. El doctor Mariano Vintimilla solicitó que la primera parte dijera: «La Religión Católica, apostólica, romana, es exclusivamente la del Estado», y así se aprobó. La segunda parte suscitó, agrega el acta, «detenida discusión acerca del Patronato que se atribuía el Gobierno». El deán de Cuenca, doctor Landa y Ramírez, tuvo entonces la audacia de proponer la siguiente fórmula:   —260→   «Es un deber del Gobierno, en ejercicio del Patronato, protegerla con exclusión de cualquier otra». El deber resultaba así condicional, subordinado al goce del patronato. Si éste desaparecía, la protección no se debía tampoco.

El doctor Ramírez Fita sostuvo la verdadera doctrina, o sea que el patronato no era derecho inmanente a la soberanía, sino concesión de la silla apostólica; y que, por lo mismo, no cabía convertirlo en imperativo constitucional. Mas, para escándalo del congreso y de la historia, lo que opinaba un clérigo, lo desvirtuaba frívolamente otro. Don Manuel García Moreno, hermano del excelso Magistrado que treinta años después libertaría a la Iglesia de la servidumbre patronal, sostuvo el traspaso a la soberanía popular del derecho conferido a la soberanía real; tanto más, añadió, que, el actual Gobierno instará para que se celebre un Concordato.

Rebatió el doctor Vintimilla la doctrina de la sucesión, por tratarse de privilegio especial otorgado a los Reyes de España; pero la totalidad de los diputados, salvo Arteta, Ramírez y Vintimilla, adoptó la fórmula semicismática y atentatoria de los derechos de la Iglesia presentada por el deán de Cuenca. Ningún diputado seglar, habló: el debate fue entre clérigos, más o menos imbuidos de regalismo.

La redacción definitiva del artículo 7.° modificó de manera sustancial acaso sin pretenderlo la fórmula propuesta por Vintimilla: Con el fin seguramente de evitar repetición de palabras, quedó concebido a la postre así: «La religión católica, apostólica; romana es la del Estado. El Gobierno, en ejercicio del Patronato, debe protegerla, con exclusión de cualquiera otra». Se   —261→   quitó, pues, la palabra «exclusivamente» del primer miembro del artículo, dándose a sospechar que la religión católica era la del Estado, aunque no la exclusiva en la República; y que la exclusión de que hablaba el segundo miembro, sólo se refería al deber del Gobierno de protegerla en ejercicio del patronato. Cabía, pues, entender que el Estado tenía religión oficial protegida, pero que admitía pluralidad de cultos sin asistencia gubernativa. La ambigüedad desaparece, sin embargo, examinando el contexto de otros artículos y recordando las discusiones que ellos originaron.

Al estudiar el derecho segundo concedido a los ecuatorianos, en el artículo 10, o sea la libertad de publicar sus opiniones, los doctores Vintimilla y Ramírez observaron que, de acuerdo con el 7.°, se debía no sólo castigar, sino prevenir, la publicación de escritos contra la religión del Estado. Olmedo quiso que este punto quedara para el título de garantías; mas, el Presidente de la Asamblea manifestó que, en su concepto, sí se debía atender a la prevención del mal y pidió que después de la palabra «opiniones» se añadiese «conforme a la ley», agregación que fue aprobada unánimemente.

Vintimilla propuso también la declaratoria expresa de que los no católicos serían incapaces para ejercer destinos públicos; empero, el doctor Fernández Salvador indicó que eso se desprendía del mismo artículo que consagraba la religión del Estado, y que no era menester adición explícita. La carta de 1830 aceptaba, pues, tácitamente el mismo principio del Pacto del Año Doce 3 de la Constitución de 1869; si bien él, en nuestro concepto, era excesiva, ampliación   —262→   del precepto de la religión oficial, que obligaba a todos los ciudadanos a respetarla, pero que no permitía la indagación del pensamiento individual para restringir derechos cívicos. Afortunadamente aquel principio era inofensivo dada la unanimidad de la creencia católica en el país; y los pocos espíritus que, si confesaban su fe, no concordaban en todos los puntos doctrinarios con sus conciudadanos, no tuvieron obstáculo alguno para ascender a los más altos puestos, y aun a la primera magistratura, como lo acreditan los nombres de Rocafuerte, de Olmedo, de los Miños, Saá, etc.

Declarado el patronato institución constitucional, derecho consustancial con la Soberanía, era ya intempestiva la discusión de las solicitudes del Obispo y Cabildo Eclesiástico de Quito, de que antes hicimos mención. Así, la Constituyente no se atrevió a tocar la ley de 1824; ley que, por otra parte pertenecía al Derecho Público de la Federación colombiana, y no podía modificarse por uno solo de los Estados que pretendían integrarla. Hízose, sin embargo, tal o cual variación de detalle en el texto de aquella ley.

El doctor Ramírez propuso que la elección de Obispos correspondiera a la legislatura y no al consejo de Estado a propuesta en terna del Ejecutivo, como se pretendió en el proyecto de Constitución, en pugna con la Ley de Patronato. Roca opinó, empero, que dicha ley debía ajustarse a la Carta política y no, ésta a aquélla. Y Ramírez, a quien hemos aplaudido por su sana doctrina respecto a la intransferencia del patronato real, sostuvo su fórmula con argumentos que mostraban cuán arraigado estaba en el elemento   —263→   eclesiástico el criterio episcopalista y febroniano. «Para conciliar mejor la doctrina de que al Clero y al pueblo correspondía el nombramiento de Obispos, dijo, debía hacerse su elección por el Congreso». Y el Presidente opinó que, al someter a la aprobación del Congreso el nombramiento hecho por el Consejo de Estado, no se desatendía la doctrina de Ramírez. Toda la Asamblea, con excepción de éste y de Vintimilla, estuvo por lo propuesto en el proyecto constitucional.

En otros puntos anduvo más afortunado el doctor Ramírez. Como al Consejo de Estado incumbía conocer de importantísimos asuntos religioso políticos, era natural que uno de sus miembros fuese eclesiástico y así lo pidió el referido Diputado por Manabí. Aprobada la Carta, fue elegido Consejero el mismo deán de Quito doctor Arteta, en competencia con su colega de coro doctor José Miguel de Carrión y Valdivieso.

Para hacer efectiva la protección de los intereses religiosos nacionales, presentó Vintimilla un proyecto prohibitivo de la introducción, de libros opuestos al dogma. El mismo autor y su colega por el Azuay, doctor Landa, lo sostuvieron ilustradamente y rebatieron las objeciones del doctor Francisco Marcos, quien creía que algunas disposiciones dejaban ancha puerta a la arbitrariedad de los Ordinarios. El proyecto no logró la conclusión de sus trámites y quedó diferido.

La Asamblea reconoció justicieramente el ministerio de caridad que los párrocos, con algunas excepciones, ejercían en favor de los olvidados indios; y les constituyó, por expresa disposición   —264→   constitucional, en tutores y padres de éstos194. Para hacer práctica la defensa de la envilecida raza, discutió una ley en que se dio al clero rural funciones correspondientes a ese ministerio; y a la vez, se puso dique a los abusos en que podían incurrir los propios curas. Tampoco llegó a pasar esa ley al Ejecutivo para su sanción constitucional.

En suma, la primera Asamblea del Ecuador nada innovó en la situación de la Iglesia; mas, al incluir el patronato en la categoría de institución constitucional, puso, obstáculo insuperable para la celebración de todo Concordato y colocó al Poder Espiritual, aparentemente honrado y protegido por el Gobierno, en situación política humillante. La Iglesia quedaba incorporada en el Estado: de soberana descendía a esclava, aunque con disfraz de libre y sui juris. ¡Escarnio doblemente doloroso!