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V. La diócesis de Guayaquil

El ilustrísimo señor Arteta, comisionado por la Santa Sede para la erección canónica de la diócesis de Guayaquil, diputó al Canónigo del Coro de Quito doctor José Guerrero a fin de que le representara en ese acto trascendental. Trató el Gobierno del general Flores -que sentía una especie de voluptuosidad al poner su mano en los asuntos eclesiásticos- de que, para economizar gastos, se diese la comisión a un sacerdote del nuevo obispado; pero monseñor Arteta manifestó que su deber era cumplir exactamente con lo dispuesta en la bula de erección. En abril del siguiente año evacuó Guerrero su encargo, a entera satisfacción del virtuosísimo prelado quiteño.

Graves incidencias esperaban al venerable señor Garaicoa. Uno de sus primeros actos fue convocar el concurso para proveer las canonjías y formar así el Senado episcopal. Practicadas las oposiciones, el Gobierno, empeñado en desempolvar las leyes españolas para atar con ellas las alas de la Iglesia, mandó que se repitiesen esos actos, por haberse cumplido sólo la bula respectiva de Benedicto XIII con menospreció de la ley 7.ª del Libro I.° Título 6.° de la Recopilación de Indias.

El Obispo alegó que la bula de erección le mandaba observar lo dispuesto por el Concilio de Trento y no las leyes españolas, ni las prescripciones del patronato, y se resistió a esa inútil dilatoria. Afortunadamente, el Gobierno acabó por condescender con el suave y benemérita Pastor de Guayaquil, fundándose en que, por ser la diócesis de reciente creación, podía estar dispensada de la regla. Acató, pues, los justos   —451→   escrúpulos del prelado y nombró canónigos a los doctores Manuel Aguirre y Manuel Ríos.

A poco, surgió nuevo y más grave conflicto. La vida de la Iglesia no parecía sino larga cadena de pleitos y escándalos promovidos por la terca imposición del Poder Civil. El 28 de marzo de 1842 nombró el general Flores Deán de Guayaquil al presbítero Cayetano Ramírez Fita, cura de Montecristi, por quien tuvo siempre predilección. Reclamó seguidamente el ilustrísimo señor Garaicoa porque, según la bula de erección del obispado, el deanato debía recaer ipso jure en el cura de la Iglesia Matriz, una vez nombrado por concurso.

Contestó el Gobierno que había pensado maduramente en el texto de la bula indicada, antes de proceder al nombramiento; y que se había decidido a otorgarlo recordando que el Senado de 1839 accedió a la designación del doctor Miguel Rodríguez, sin el requisito del concurso. El escaso clero de la diócesis, añadía, no puede proporcionar opositores para las sillas del Coro, pues prefiere las rentas de los curatos; y ningún coopositor habría aventajado a Ramírez Fita.

«V. S. I., decía pedantescamente al terminar, descanse en el celo cristiano y patriótico del Gobierno; y persuádase que todas las disposiciones concernientes a esa iglesia serán precedidas de un examen maduro, y se encaminarán al mejor fin».


(Nota de 13 de abril).                


Como consecuencia, la parroquia matriz quedo sin proveer largo tiempo, porque el Obispo no se avino a atropellar las disposiciones pontificias.

Dos días después, alegando la misma imposibilidad del concurso, acordó el Gobierno -supremo distribuidor de los cargos eclesiásticos- llenar   —452→   directamente las canonjías teologal y penitenciaria con los señores José Chica y Luis José González, quienes, sin duda par la ilegitimidad del nombramiento, se excusaron de aceptar el beneficio. Monseñor Garaicoa, para desmentir tácitamente al Gobierno promovió concurso, a fin de llenar la silla de penitenciario, y en él triunfó el doctor Mariano Viteri.

Sin coro completo y legítimamente ocupado sin sacerdotes suficientes para atender las necesidades de las almas, la situación de la diócesis naciente debía de lastimar el corazón paternal del prelado. Amargura espantosa vino muy luego a añadirse a esa desolación: la primera, y terrible aparición en setiembre de 1842 de la fiebre amarilla, importada del puerto de Veragua. No sabemos el número total de pérdidas que causó la epidemia en la diócesis; pero, según indicaciones del Gobernador, sólo en 26 días, a partir del 1.° de octubre, murieron 326 personas, ilustres muchas de ellas por diversos conceptos. En noviembre fallecieron 782 individuos. Guayaquil contaba entonares 18000 habitantes.

Dos, hombres sobresalieron en aquellas circunstancias: Rocafuerte y monseñor Garaicoa, genio de la organización y de la ubicuidad el primero278, genio de la caridad cristiana el segundo. Desplegó el Gobernador sus admirables dotes en el arreglo de la asistencia pública; el segundo, las suyas en remediar necesidades espirituales y materiales, en reemplazar a los sacerdotes que fallecían, en consolar dolores, hasta contagiarse él mismo -víctima de su celo- del   —453→   horrendo mal. Ambos se hicieran merecedores, por nuevo título, de la inmortalidad, en la mejor de sus formas: aquella que se conquista por el ejercicio heroico de la beneficencia cristiana279.

Veintidós sacerdotes perecieron con la peste280: la anemia espiritual de la diócesis volviese   —454→   profunda e irreparable. Si antes monseñor Garaicoa había sido harto más liberal que el Obispo de Quito en conceder secularizaciones281 y ordenaciones; las circunstancias debieron de ponerle en el caso de emplear mayor condescendencia. Y aun así, la situación eclesiástica fue ensombreciéndose de día en día.

La suma escasez de clero que en todo tiempo hubo en la diócesis, puede explicar como monseñor Garaicoa tuvo en calidad de secretario a su propio hermano político, el célebre doctor Luis Fernando Vivero, varón de altos merecimientos y saber canónico, ya que había hecho estudios teológicos, recibido tonsura clerical en su juventud y servido como Rector en el seminario «San Ignacio»; pero de ideas harto sospechosas en materia de religión. En 1827 había dado a luz sus Lecciones de Política, donde, como dice el sabio arzobispo de Quito monseñor Pólit, campean «los principios erróneos de Rousseau sobre la sociedad y la soberanía; no faltan resabios de protestantismo, y las máximas liberales de la filosofía irreligiosa, se invocan y exponen en todos los capítulos, de suerte que bien puede el doctor Vivero ser considerado como uno de los fundadores del liberalismo ecuatoriano»282. Teníasele por deísta, además, y por lo mismo, su cargo en la Curia guayaquileña debió de ser objeto de escándalo y de censura para el prelado. El doctor Vivero fue uno de los primeros atacados con la fiebre amarilla y la rapidez de su muerte le impidió reconciliarse con la Iglesia.

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Por falta de documentos, ignoramos la labor del ilustrísimo señor Garaicoa en orden a la defensa de los sanos principios, ya combatidos con arrogancia en Guayaquil. Las cartas del padre Solano sólo manifiestan que, según indicamos ya, el prelado reconvino particularmente a Rocafuerte, bajo cuyo patrocinio hacia Irisarri su maligna propaganda, por los temerarios desvíos doctrinales de éste. Mas, ¿bastaba la reconvención privada? ¿Habría tolerado, por otra, parte el iracundo Gobernador, que el Obispo desvaneciese los errores del escritor guatemalteco?

«Crea U., decía el P. Solano al Dr. Laso, que nada han de hacer en Guayaquil contra las blasfemias que él (Irisarri) profiere denigrando al Papa. Todos tiemblan, amigo mío, y sólo se contentan los Obispos con hablar como lo hacía Bossuet, de quien dice el Conde de Maistre que siempre esperaba una ocasión favorable para no comprometer su persona. ¡Qué tal debilidad de grande hombre!».


Vimos también cómo revistiéndose de energía, el Pastor había pedido una y otra vez al ex Presidente que prohibiese la circulación de los Evangelios sin notas. Rocafuerte, inclinado, al libre examen protestante, se denegó a esa medida fundada en la ley y en las necesidades nacionales. La carta a Flores de 18 de marzo de 1840, ya citada, demuestra la convicción de su subjetivismo religioso y el encono con que miraba la prohibición de la Iglesia.

En los últimos días de 1842, cuando terminaba aquella gobernación por otros aspectos tan admirable y fecunda, anduvo Rocafuerte ocupado en establecer un panteón protestante, idea prematura y que era ya, hasta cierto punto, un paso hacia la libertad de cultos, a pesar del número insignificante de disidentes. Díjose entonces   —456→   que el Gobernador tenía la extravagante idea de hacerlo bendecir por sacerdote católico, a falta sin duda de pastor de la otra religión. Con tal motivo, el padre Solano, apasionado adversario de aquel gran estadista, escribía:

«El proyecto de Rocafuerte acerca del panteón protestante bendito por un sacerdote católico, es una de las cosas propias de su cabeza. El sacerdote que bendijera quedaría excomulgado, porque nos está prohibido comunicar in sacris, como dicen, con los herejes. Yo creo que el Obispo de Guayaquil no consentirá, y si lo consiente, me río de él. Es razonable que haya un lugar destinado para sepultar los cadáveres de los herejes; y si quisiesen bendición que lo hagan sus ministros»283.


Asiento e instrumento de un alma inmortal, libre y responsable, el cuerpo de todo hombre merece sepultura decorosa en cualquier país culto. Por este aspecto, la iniciativa de Rocafuerte no podía reprocharse, ya que tampoco era conveniente que en un mismo cementerio -prolongación del templo- estuviesen reunidos católicos y protestantes. Cementerio común es lo mismo que iglesia común: absurdo inadmisible, incomprensible anomalía. Sólo el laicismo moderno ha pretendido la promiscuidad de los muertos en el informe hacinamiento del cementerio general.

En 1841 perdió la diócesis de Guayaquil al varón insigne que le había dado tanta gloria en país extraño: el doctor José Ignacio Moreno, Arcediano de Lima, cuyo intrépido y brillante apostolado e incontrastable defensa de los derechos de la Iglesia hemos admirado en otros capítulos de este ensayo. Olmedo, el padre Solano y otros rindieron a su memoria el pleitohomenaje que debía la patria a aquel sabio apologista, que contribuyó   —457→   en alto grado a restaurar en la América regalista la devoción al jefe visible de la Iglesia católica. ¡Cuánto debe lamentar la historia que el obispo Quintián Ponte, por favorecer a clérigo de otra nación, pospusiera a Moreno y le extrañase en cierto modo para siempre!

Retrato de José Miguel Carrión y Valdivieso

Ilustrísimo y reverendísimo señor doctor don José Miguel Carrión y Valdivieso, Obispo de Botrén y Auxiliar de Quito




VI. Diócesis de Quito

Como en otro capítulo referiremos la vasta labor episcopal del ilustrísimo prelado de Quito, doctor Nicolás de Arteta, en el actual nos limitaremos a presentar algunos datos sobre la acción externa e influencia de la Iglesia quiteña y sus relaciones con el Poder Civil.

Ábrese este período con un hecho que, a no impedirlo la Carta de 1843, habría producido opimos frutos: la elección para obispo auxiliar de Quito del intrépido adalid de la ortodoxia en aquella época, el doctor José Miguel de Carrión y Valdivieso. Según ya indicamos, el ilustrísimo señor Arteta, sobrecargado de años y de enfermedades, pidió al Gobierno que obtuviera de la Legislatura de 1839 el nombramiento de un coadjutor para que le ayudase a llevar el peso del episcopado.

Rocafuerte, posponiendo prejuicios, apoyó noblemente aquella solicitud; y el General Daste, en oficio de 23 de enero de dicho año, dijo:

«[...] es en extremo justa la solicitud del Reverendo Obispo, pues que a nadie se oculta que su estado sumamente valetudinario no le permite llenar, como lo desearía, los deberes que le impone su virtuoso corazón, y que no podía hacerse una elección más acertada para auxiliar [...] que en el respetable Arcediano de esta Iglesia Catedral, que tanto se distingue por sus luces y su acendrada probidad».



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Elegido unánimemente por sus colegas del Senado, el ilustrísimo señor Carrión presentó su excusa una y otra vez, ya ante el mismo Congreso, ya ante el Poder Ejecutivo. Mas, ambos se la rechazaron juzgando que, como expresó el segundo, harían «enorme perjuicio a la Iglesia» si accediesen a ella.

El general Flores, Petronio político, que gustó siempre del cristiano placer de perdonar a sus adversarios, y que a la sazón había hecho amistad con el doctor Carrión, burló todos los recursos que éste empleó a fin de evitar el obispado, gracia llena de ponderosas responsabilidades y trágicas amarguras para hombres de su conciencia y celo por la libertad del Cuerpo Místico de Cristo. Gran mérito fue el del Obispo titular de Quito y del general Flores, que elevaron a ese varón gustero y fuerte, agrio de genio, rígido en procedimientos, pero lleno de apostólica entereza en el servicio de la verdad.

Entre los ilustrísimos Arteta y Carrión había, en efecto, agudos contrastes. Tímido el primero, procuraba cuidadosamente que no se le presentase ocasión de discordar con los gobiernos cesaristas. Manso y apacible, enemigo de los ademanes solemnes, acostumbrado acaso a los métodos episcopales del coloniaje, no pudo ser baluarte de la ortodoxia frente al regalismo decadente y rancio. Fogoso y apasionado, aborrecedor de la blandura y maleabilidad, cáustico y acerado en ocasiones, estuvo preparado Carrión por algunas de las condiciones de su espíritu para la resistencia integérrima de la tesis católica, aunque le faltó el genio de la caridad y de la simpatía para cautivar en pro de la doctrina las almas de los adversarios. Unidos los dos prelados,   —459→   contrapesándose y completándose mutuamente, pudieron haber hecho gobierno provechosísimo a la Iglesia. Por desgracia, esa misma diversidad de caracteres y la diferencia de conceptos sobre la situación eclesiástica y sus deberes episcopales, hizo surgir pronto el conflicto que puso término a las risueñas esperanzas con que los creyentes saludaron la elección del arcediano de Quito.

Casi dos años después de la elección, llegaron a Quito las bulas de institución como obispo auxiliar de Quito y titular de Botrén para el doctor Carrión y Valdivieso, bulas fechadas el 27 de abril de 1840. El 3 de febrero de 1842, el general Flores subsanó noblemente las dificultades que, en su ausencia, el Gobierno había opuesto al otorgamiento del pase; y lo expidió, manifestando su deseo de que el electo se consagrase cuanto antes. El 8 de mayo de aquel año se efectuó solemnemente la consagración; y el mismo general se complació en rendir homenaje a su antiguo adversario, encomiando sus méritos y los servicios que había prestado a la República en su cargo de consejero de Estado.

«En el presente cuatrienio constitucional, dijo el Presidente, el señor Carrión ha sido uno de los más firmes apoyos de mi administración y una de las primeras columnas de mi Patria».



Carrión, en efecto, había servido con acrisolado patriotismo y desinterés, el cargo de Consejero de Estado, desde que a principios de la administración, se excusó de proseguir el doctor Pedro Antonio Torres, obispo electo de Cuenca, que lo había desempeñado igualmente con integridad y elevada inteligencia de las necesidades nacionales. El clero, por medio de tan claros   —460→   varones cooperaba a la dirección acertada de los negocios públicos.

El Gobierno, que sacaba partido de la influencia de la Iglesia para apaciguar las continuas excitaciones populares, correspondía a menudo este concurso, en forma digna de franco aplauso. En numerosas ocasiones, apoyó decididamente al Obispo de Quito para que pudiera exigir de clérigos rebeldes la discutida contribución llamada cuarta episcopal, y para que se cumpliesen sus mandatos.

Merece también encomio el fortalecimiento de la autoridad en lo referente a la visita de los regulares, ocasión de tantas divergencias entre los frailes y los dos prelados, según referiremos extensamente en otro capítulo. Por desgracia, no siempre fue uniforme esa actitud del Gobierno; y a veces, ya por compromisos personales, ya por excesiva prisa en sus resoluciones, puso obstáculo a la realización plena de los propósitos que se perseguían con la visita.

Honró el Ejecutivo el sentimiento religioso nacional, manteniendo el capellán de gobierno, cargo que tuvo el canónigo doctor Ramón España de Segovia, y confiriendo elevadas comisiones a miembros notables del clero, como la que dio en 1843 al doctor Torres, para representar al Ecuador en la exhumación y traslación de los restos del Libertador. Mas, en otras ocasiones, por no columbrar tal vez la elevadísima dignidad del cargo episcopal, se atrevió a mandar al prelado como a simple funcionario público, como ocurrió cuando el general Flores volvía, lleno de glorias y esperanzas, de la campaña de Pasto. El Gobierno ordenó al Obispo que saliese al encuentro del vencedor, para formar cortejo, cual si fuese   —461→   miembro de una oficina administrativa. Y así era en efectos: el patronato, permítasenos repetirlo una vez más, degradó al clero hasta considerarlo como piececilla del rodaje político.

La administración económica de los seminarios permaneció sujeta en este período, en virtud de inconvenientísima disposición de Rocafuerte, a la supervigilancia del Estado. Las rentas de esos planteles estaban confundidas con las demás del ramo de instrucción pública. El Obispo reclamó contra este funesto desvío de las disposiciones tridentinas; pero no se le atendió.

Introducíase el gobierno sin pudor ni reverencia en asuntos delicadísimos en que sólo la Iglesia debía entender, cómo la capacidad de acólitos y frailes para la recepción de órdenes sagradas. Frecuentemente iban en este sentido imprudentes recomendaciones gubernativas, en apoyo de pretensiones desmedidas de los aspirantes al sacerdocio. Y el prelado debía ceder en ocasiones, en fuerza de las circunstancias, fiado en promesas de las autoridades conventuales, que Dios sabe si se cumplirían. ¡Tan relajada estaba la disciplina!284

El Poder Público escuchó a veces, las justas reclamaciones de ilustres sacerdotes y prelados respecto a la situación de la enseñanza pública. Por la mísera condición del erario subsistían en   —462→   muchos lugares, como Ambato, escuelas mixtas, semillero de inmoralidad en países y razas donde los estímulos sexuales se presentan muy temprano. El insigne teólogo doctor Joaquín Miguel de Araujo censuró los desórdenes que ocasionaba la promiscuidad de niños y niñas, y el gobierno diole razón y aun ofreció poner remedio. Por desgracia, éste consistía en invertir, en la renovación del ramo escolar, los fondos de los conventillos, medida para la cual no tenía autoridad legítima.

Afanose la administración en que se cumplieran ciertas leyes, que a menudo resultaban nugatorias, porque faltaba audacia para penetrar en el campo eclesiástico. Nos referimos especialmente a la ley sobre aplicación de capellanías a la enseñanza, dictada por uno de los congresos colombianos285.

Asimismo, tomó a pechos conseguir que todos los conventos sostuviesen escuelas, conforme a antiguas disposiciones legislativas. Con todo, no siempre fueron prudentes ni legales los medios que al efecto emplearon las autoridades subalternas. Como las circunstancias de algunos conventos impedían el sostenimiento de sendas escuelas, el gobierno acordó benévolamente que en algunos lugares se uniesen todas las casas religiosas para costear el mantenimiento de un solo plantel. La instrucción pública florecía así, gracias al concurso, voluntario o forzado, de la Iglesia.

Ejerció el Ministerio severa vigilancia sobre el cobro de derechos parroquiales, fijados arbitrariamente   —463→   por la Legislatura de 1839, es decir sin anuencia de la autoridad eclesiástica. En junio del mismo año, el Obispo quejose al Delegado Apostólico del rigor con que se ejecutaba aquella ley que invadió el campo del legislador espiritual. Ciertos eran, empero, los excesos de algunos párrocos, cuidadosos más de sí mismos que del bien de las almas.

Tuvo la Iglesia quiteña el dolor de dos pérdidas. De índole material e histórica la una: la de la iglesia de Guápulo, incendiada el 6 de julio de 1839. Consumió el fuego la imagen celebérrima, gemela de la del Quinche, ante cuyas plantas se habían postrado tantas generaciones devotas, en unánime y ardiente comunión de fe; el suntuoso tabernáculo, los paramentos y riquísimas alhajas que la piedad de los siglos había ido acopiando para embellecer la sacra imagen y el templo. Imputó el gobierno responsabilidad al anciano cura, Olaíz de Quintana, quien después de haber autorizado una fiesta prohibida por la ley y convertida por los indios en verdadera bacanal, se negó a dar las llaves a los que acudieron a prestar oportuno socorro. El ilustrísimo señor Arteta tomó a pechos, con su acostumbrada magnificencia, la reposición de las alhajas, sirviéndose de artistas franceses, contratados por intermedio del general Andrés Santa Cruz. Trabajose el nuevo retablo bajo la dirección del deán doctor Pedro Antonio Torres; y a fines de 1841, el Obispo pudo ya bendecir el nuevo altar mayor286.

La otra pérdida -de índole intelectual- fue la del venerable y doctísimo teólogo doctor Joaquín   —464→   Miguel de Araujo, ocurrida en Ambato el 13 de febrero de 1841, en medio del sentimiento de todos sus amigos y admiradores y del pueblo cristiano, que rendía justo tributo de veneración a sus eminentes virtudes y servicios apostólicos. Ya hemos tenido ocasión de ensalzar la pureza de doctrina del piadoso sacerdote, luz y guía de numerosos eclesiásticos de dentro y fuera del país. Su rectorado en el seminario de San Luis fue especialmente fecundo y de indelebles recuerdos287. Teólogo sabio, no dejó pasar sin la refutación debida los errores de sus contemporáneos. Humilde y desprendido, murió en heroica pobreza después de haber servido altos cargos y merecido la honra de ser candidato al obispado de Quito, junto con varones, de la talla de Arteta y Carrión.