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IV. Tentativas de reforma

Estado, claustros y obispos hicieron esfuerzos -si bien débiles y sin plan preciso- en pro de la reforma monástica.

¿Qué fin tenía el Poder Civil al exigirla, cuando de su intervención, en fuerza de la Ley de Patronato, nacían insuperables obstáculos para la restauración de las Instituciones religiosas? El ilustrísimo señor Arteta, en carta al Delegado Apostólico, fechada el 2 de abril de 1839, decía que ante todo se buscaban «arbitrios para apoderarse de las propiedades de los regulares a pretexto de aplicarlas a la educación». Y el 29 de octubre del mismo año, ratificó ese concepto sereno y justiciero, aseverando que la tendencia era suprimir las familias religiosas para disponer de sus temporalidades contra la voluntad de los pueblos. Una nota de 17 de julio de 1839, dirigida por el doctor Saá a don Pedro Gual, confirma plenamente el juicio del ilustrísimo señor Arteta. Esa torcida intención obligaba a muchos a oponerse a las medidas legales de reforma, aunque la estimasen, en principio, necesaria para la moralidad social y la honra de la Iglesia.

Estaba el Gobierno, por su parte, persuadido de su impotencia para alcanzarla, como se desprende de la propia carta de Saá y de la de Flores a Santander, datada el 7 de marzo de aquel año, célebre en la historia de las Comunidades religiosas ecuatorianas. Sin embargo, no vacilaba en poner su mano en asuntos para cuyo arreglo no tenía jurisdicción. ¡Impotente e inepto, hacía risible alarde de su poder!

La ley de 1839 fue, pues, estéril, como toda   —543→   providencia en ámbito extraño. Al alma de los frailes descarriados no se llegaba con leyes.

Ni siquiera se cumplieron las disposiciones del referido decreto que podían ejecutarse por medio de la fuerza, como la supresión de conventos pequeños; de esos conventos provincianos, donde hormigueaban los vicios. El general Flores, tan amigo de bienquistarse con los regulares y de usar medidas de conciliación, apeló a los provinciales para que le entregasen espontáneamente sendos conventillos de Quito, a trueque de conservar los demás. Convinieron (aunque sin autoridad canónica) los prelados de Santo Domingo y San Agustín en ceder las Recolecciones y el de San Francisco el Colegio de San Buenaventura; casas que, según se dijo, debían destinarse a la educación. Mas, el Gobierno dedicó aquellos a cuarteles y éste a colegio militar. También el provincial de la Merced ofreció uno de los conventillos, previo igual compromiso de respetar el dominio de los restantes314.

Aquel compromiso del general Flores con los provinciales volvió, pues, nugatoria la ley de 1839 en la parte referente a los conventos menores. Las otras disposiciones cayeron asimismo paulatinamente en desuso, ahora por inercia general para emprender la temida reforma, ahora por la resistencia tenaz de los religiosos; ahora, en fin, a causa de la oposición popular.

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A falta de reforma directa, o mejor dicho en virtud de la incompetencia del Poder Civil para cortar las ramas secas del árbol secular de las instituciones monásticas, acudió el Estado a medios tortuosos e hipócritas, como el fomento irrestricto de las secularizaciones, llaga infecta de la vida monástica de aquella época.

No dejaron las comunidades religiosas de tomar por sí mismas algunas providencias conducentes a la restauración, siquiera fuese parcial, de su disciplina y moralidad.

El Capítulo franciscano de 1832 hizo dos prohibiciones igualmente necesarias: la de admitir no sólo hijos de dañado ayuntamiento, sino aun simplemente ilegítimos, a menos que éstos últimos estuviesen adornados de letras y vida ejemplar, y la de que fuesen maestros de novicios los religiosos de poca ciencia o de conducta reprensible. Dictó también disposiciones terminantes para que se comprobara si todos los predicadores generales tenían las condiciones requeridas por el Estatuto de la Orden.

En 1838 mandó que los guardianes presentasen mensualmente su cuenta de ingresos y egresos; que todas las alhajas estuviesen bajo la inspección del provincial y su definitorio y que se guardase estricta clausura en los conventos pequeños. En 1841 prohibió, en fin, las salidas del noviciado y las transgresiones escandalosas en vestuario y modales.

En la Orden Agustiniana, el Capítulo intermedio de 1835 determinó, además de los puntos ya señalados, que los priores recogiesen a los conventuales dispersos; y que presentasen cuentas a la expiración de sus respectivos períodos. El padre Carlos Mexía contribuyó poderosamente a la reforma,   —545→   a lo menos precaria, del noviciado con el nombramiento del padre Rafael Correa, venerable religioso en quien se ponían siempre los ojos cuando se trataba de obtener la enmienda de la juventud agustiniana.

En 1836 la Orden renunció a la Viceparroquia de Zapotal, por no convenir su conservación al bien espiritual del religioso destinado a servirla. El Capítulo del siguiente año dispuso que se sellaran las patentes de traslación de los frailes de un convento a otro; y que, si no las presentaban, fuesen reducidos a prisión y se diera parte al provincial. Mandó, en fin, que no entrasen mujeres en los Conventos, a no ser por enfermedad de algún religioso; caso en el cual se debía cuidar que fuesen de edad madura y conducta notoriamente arreglada.

En 1841 se reiteraron estas providencias y se acordó formar un solo cuerpo de las entradas de la provincia y del Convento Máximo; caudal del que serían depositarios el Provincial, el Prior y otro religioso nombrado por el primero.

La Orden Mercedaria tomó medidas, en el Capítulo de 1837, para evitar que continuaran escandalosos abusos en las jubilaciones de púlpito. En la asamblea de tres años después, decidiose que los frailes no abandonaran sus hábitos en ninguna circunstancia.

Pocos datos tenemos de la Orden Dominicana. Los provinciales, al principiar su gobierno, dirigían epístolas exhortatorias a la observancia regular. Hacíanlo a veces, sin embargo, por mera costumbre, reproduciendo las circulares de alguno de sus predecesores. ¡A tanto llegaba la negligencia de los que debían servir como modelo de sus súbditos!

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Merecen honrosa mención los acuerdos dictados en 1834 por el definitorio mercedario y en 1840 por el Capítulo dominicano, para que los religiosos no interviniesen en negocios políticos y menos aun en proyectos de sedición. Las instituciones monásticas, a pesar de sus desvíos, procuraban mantenerse fuera de las facciones que desgarraban a la patria.

Más eficaces fueron, sin duda, los esfuerzos de los Obispos en pro de la corrección de los regulares y del reflorecimiento de la disciplina.

La Santa Sede, por bulas de 26 de abril y 27 de setiembre de 1830, instituyó al ilustrísimo señor Lasso de la Vega delegado especial para aquellos fines, según hemos visto en el parágrafo 2.º del capítulo I de esta segunda parte de nuestro árido ensayo. En pocos meses, el santo Obispo multiplicó su celo para pacificar los claustros, sanear viejas nulidades que atormentaban la conciencia de los religiosos y obtener de éstos que dejasen el pernicioso aislamiento en que vivían.

Muerto el ilustrísimo señor Lasso, los frailes negaron que al Obispo electo y Vicario capitular se hubieran transmitido los extensos poderes de aquel. El Gobierno convocó asamblea de teólogos para que resolviera sobre la sucesión; y ella dictaminó que las facultades pontificias habían sido personales. Mas, a poco el Papa honró al venerable señor Arteta con iguales atribuciones (24 de enero de 1832); y los religiosos no pudieron ya apelar a tales procedimientos.

El ilustrísimo señor Arteta procuró que en la soñolienta conciencia de los frailes se despertase alguna inquietud por los peligros que su conducta hacía correr a las Instituciones monásticas. En   —547→   nota de 18 de octubre de 1837, decía al provincial de la Merced:

«Nada perjudica más a la observancia regular que la exclaustración de los religiosos y que es consiguiente a la inmoralidad, de que toman margen los seculares para infamar a las Órdenes religiosas y conspirar a su extinción para aprovecharse de sus temporalidades».



Por esto, pidiole que llamara a todos los miembros de la Orden errantes en los pueblos. El 8 de noviembre del mismo año, escribió asimismo al Superior de la comunidad dominicana:

«En ningún tiempo deben vigilar más los Prelados la observancia regular que en éste, por la conspiración casi general contra las Órdenes religiosas [...]»; y le suplicó que contribuyese a la reforma, «recogiendo a los que se mantienen fuera del claustro y evitando los escándalos».

Mostrose infatigable el Obispo en amonestar a los prelados a que recogieran a los religiosos dispersos; pero su ahínco fue casi siempre inútil. La inmoralidad era más poderosa que la perseverancia del noble prelado quitense.

Cuando en 1842 iba a comenzar la visita de las órdenes el ilustrísimo señor Carrión y Valdivieso, monseñor Arteta le señaló como principal fin el remedio de la dispersión de los religiosos:

«Uno de los puntos esenciales para la reforma de los regulares es que estos no habiten fuera de los claustros a menos que estén sirviendo en las parroquias en calidad de Curas o de coadjutores; porque se relajan y faltan a los deberes de su profesión. Por esta causa, se previene en el artículo 94 de la ley de 17 de abril de 1839, que se recojan a sus conventos, en el término de la distancia. Sin embargo, continúa este abuso que debe tenerse en consideración en la visita que está V. S. I. desempeñando...».



Monseñor Arteta, débil y pobre de ánimo para algunas cosas, mostrose lleno de admirable entereza   —548→   para contener las demasías de los religiosos y rechazar a quienes pretendían órdenes, sin haber concluido sus estudios teológicos, ni sostenido el examen en la Universidad, conforme a la ley de 1839.

Pero, sobre todo, merece encomio su tenaz resistencia a las secularizaciones fáciles315. Los exclaustrados eran a su juicio una «plaga de langostas, a quienes nada satisface». Oponíase también a aquéllas porque, según expresó al Obispo de Guayaquil en carta de 29 de marzo de 1839, «con este pábulo crece su inmoralidad, como lo he experimentado y lo acredita el que vino de allá con la compañía que indiqué a usted y que escandaliza con sus intrigas congresales y sus visitas a casas de prostitución».

La nota de 10 de abril siguiente añade otras razones, ya conocidas en parte por el lector:

«Como el Presidente anima a todos los frailes para que ocurran por la secularización y el Congreso dispone que no se impidan, a fin de extinguir estas familias regulares, esperó que V. E. no las conceda, porque es apoyar sus designios y ponerme en el caso de discordar con el Gobierno los beneficios no alcanzan para los individuos del Clero secular...».



La ley de 1837, que impedía la profesión postergándola hasta los 25 años, y la del 39, que estimulaba y hacía expeditivas las secularizaciones, eran, en concepto del Obispo, dos medidas complementarias, dos anillos de la cadena con que se estrangulaba lentamente a las órdenes, para obtener su extinción, sin alarma popular.

El escandaloso libelo que algunos religiosos   —549→   mercedarios presentaron al Congreso de 1839 y que sirvió de asidero para el decreto que facilitó y festinó las secularizaciones, reafirmó la oposición del Obispo. El 21 de enero de 1840, decía a monseñor Baluffi:

«De los que pretenden secularizaciones son muy pocos los que no están notados de inmoralidad y algunos levantaron el estandarte de la rebelión con especies muy denigrantes contra el estado de sus comunidades, de que se valió la Legislatura pasada para dictar las providencias que habrá visto. V. E. [...] En cuyo supuesto convendría que V. E. me indique las personas a quienes quiera dispensar esta gracia, para que no sean de los que cometieron esta culpa y se evite que reporten premio de ella. El P. España tiene conducta moral; pero haría mucha falta en su religión y actualmente sirve de Secretario del Visitador de la Merced, quien me ha informado que sólo él y el P. Cifuentes son de su confianza, y los demás son inertes o están unidos con los que protegen la relajación y tienen el manejo de las temporalidades; por cuyo medio han adquirido un predominio imponente con que subyugar a sus cohermanos y se ganan el favor de los prepotentes del siglo, que con su espíritu filosófico aspiran a la extinción de los cuerpos monásticos».



La medida más acertada de reforma en este período fue la visita de 1838, solicitada de consuno por Rocafuerte y el ilustrísimo señor Arteta. Era el verdadero método: el acuerdo entre la Iglesia y el Estado para alcanzar el mejoramiento de la disciplina monástica, mediante la acción directa de la primera, debidamente apoyada por el segundo.

En la nota de 1.° de mayo de aquel año dijo González al Delegado Apostólico:

«El deseo de que se reformen las familias regulares que han decaído demasiado de su primera observancia, obliga al Gobierno del que suscribe a informar al I. S. Internuncio de S. S. que convendría que a las facultades de que está investido el R. Obispo de esta Diócesis para   —550→   nombrar Vicarios provinciales y conferir grados, se añadiese la de nombrar Visitadores de todas las religiones y aun del Monasterio de Santa Catalina que ha estado sujeto a los PP. Dominicos [...] Sobre todo importa autorizar plenamente a estos Visitadores particulares para que sofoquen los partidos que se han formado en cada Orden regular y que son la causa de que los empleos se confíen a los de la facción aunque sean los menos dignos. Para esto es necesario que la duración de los Visitadores sea por un período dilatado; de lo contrario miran esa autoridad como efímera y prevalecen las intrigas de la cábala predominante. Es lo que acredita la experiencia de lo acaecido cuando fue Visitador de San Francisco el P. fray Juan José Vivero, cuyas providencias reformatorias se eludieron luego que cesó su comisión, y aun al mismo tiempo de ella, eligiendo al provincial, Definidores propios para continuar los abusos...».



El 7 de agosto de 1838 monseñor Baluffi expidió un Rescripto designando Visitadores a las personas propuestas por el ilustrísimo señor Arteta, cuyos nombres indicamos en la página 362.

Como expresó el mismo señor Arteta al padre fray Andrés Polo, la comisión era «importantísima para impedir los proyectos de los enemigos de las Órdenes regulares a pretexto de su relajación». Quitar este pretexto fue el propósito sano y leal de aquel varón; no obstante, se le presentó como enemigo de las órdenes, que trabajaba por su abolición. El 4 de noviembre de 1839, escribía al cardenal Sala, prefecto de la Congregación de regulares, después de defenderse de la queja presentada a la Santa Sede por los padres dominicos acerca de la creación de la parroquia de Piquer:

«Por lo que respecta a la supresión de conventos, he sido siempre opuesto; sin embargo no depende de mi arbitrio el impedirlo, por la tendencia de los gobiernos contra los Institutos monásticos a pretexto de la relajación de los que hacen profesión de observarlos. Para remediar   —551→   ese mal pedí al Excmo. y Rmo. señor Delegado doctor D. Cayetano Baluffi, que nombrase Visitadores encargados de la reforma como ha realizado...».



Veamos ahora algunos incidentes y resultados de la visita.

Excusose el padre Narciso Segura de practicar la de la Orden Franciscana, a causa de sus enfermedades; y el ilustrísimo señor Arteta propuso, para sustituirle al padre fray Manuel Martínez, ex custodio, que tampoco aceptó la honrosa a la par que grave comisión, perdiéndose así lastimosamente un año y medio. Luego fue designado el padre definidor fray Mariano Carvajal, que comenzó por ordenar la suspensión del Capítulo. Mas, el provincial y uno de los definidores reclamaron al Presidente de la República, quien, consultado el parecer del Obispo, ratificó discretamente la medida del Visitador. El Gobierno reprochó en debida forma los términos ofensivos para monseñor Arteta que el provincial empleó en su nota. Desanimado el Visitador por aquella primera con tradición y porque el Delegado Apostólico no aprobó algunas de sus medidas, contrarias a las Constituciones de la Orden, renunció seguidamente el cargo; y el Obispo nombró en reemplazo al ex provincial padre fray Manuel Herrera.

No conocemos en detalle la labor de este docto religioso. Los documentos que hemos consultado sólo nos hablan de su empeño en favor del establecimiento del colegio de misiones en el convento de Pomasqui, empeño que encomió con entusiasmo el gobierno civil. A fin de preparar un Capítulo tranquilo, pidió al Obispo que subsanara cualquier defecto que tuviesen sus miembros para el ejercicio del sufragio, de acuerdo con las Constituciones de la Orden. Y así la   —552→   asamblea de enero de 1840 fue fácil y pacífica; pero eligió como provincial a un fraile que luego había de entrar en graves conflictos con la mitra: el padre Francisco Ribadeneira.

Mucho más eficaz fue la actuación del reverendo padre fray Antonio Pastor, a quien se nombró para Visitador de la Orden Agustiniana. Era el padre Pastor hombre de doctrina y prudencia, tanto que el doctor Joaquín Miguel de Araujo, como indicamos en anterior capítulo, no había vacilado en ocasiones difíciles, someter a su autorizado consejo consultas de trascendencia. Sin arredrarse por las dificultades de su encargo, abrió la visita el 27 de abril de 1839, tomando importantísimas providencias de reforma, algunas de las cuales hemos señalado al discurrir sobre la postración de los estudios en esa Orden antaño sabia, y que ogaño se hallaba en verdadera mendicidad intelectual.

Dispuso el padre Pastor que el prior convocara inmediatamente a todos los conventuales para examinar si eran justos los motivos por los cuales algunos se hallaban fuera del claustro; que ningún religioso permaneciese en la calle después de las seis de la noche o en la tarde de los días domingos; que cuando estuviesen enfermos acudieran a sus prelados, a fin de que éstos les hicieran atender por el médico del convento y sólo en caso absolutamente necesario les buscaran alojamiento en casa honesta; que no se detuvieran en el atrio, ni en la portería, a hablar con mujeres; y que no se dejaran sin castigo las faltas graves y públicas. No olvidó tampoco el buen fraile remediar la situación económica, causa del envilecimiento moral de muchos religiosos.

El vestuario monástico era en aquella época   —553→   extravagante y caprichoso. El padre Pastor mandó que sus religiosos usasen vestidos y cuellos modestos; porque -decía pintorescamente- en «el hábito negro esas alitas blancas se asemejan a las golillas de los Escribanos y Procuradores».

Nada más necesario en los claustros que la plegaria común, lazo de oro que fomenta la solidaridad fraterna. Comprendiéndolo así el Visitador prescribió que todos los religiosos asistiesen a las horas canónicas, ya que sólo concurría uno, designado alternativamente por semanas.

El Capítulo de 1841, que presidió el mismo padre, tomó magníficas disposiciones para la restauración de la disciplina, entre ellas la de prohibir que ningún prior viviese fuera del claustro, ni pudiese dar para ello licencia a sus súbditos, a menos de obtener patente del provincial.

Por desgracia, apenas dejó el padre Pastor de ejercer el cargo de Visitador, no sólo se olvidaron las providencias de reforma, sino que se dictaron contraórdenes terminantes, como la ya indicada en lo relativo a coadjutorías.

La labor del padre Mariano Bravo de Borja, antiguo catedrático en la Universidad, Visitador nombrado para la Orden Mercedaria, nos es más desconocida aun que la del padre Herrera; pero debió de satisfacer plenamente al ilustrísimo señor Arteta cuando pidió a la Santa Sede que le honrase con el título y los privilegios de padre de provincia, título que llegó a fines de 1845. Sabemos sólo que presidió el Capítulo celebrado el 30 de octubre de 1840, capítulo que, seguramente por la intervención de aquel íntegro religioso, fue modelo de severa tranquilidad.

Infructuosa resultó la comisión dada al padre maestro fray José Joaquín Becerra, religioso   —554→   docto y virtuoso, para la visita de la Orden Dominicana. Ya en octubre de 1839, pudo escribir el Obispo al Delegado Apostólico que el provincial fray Nicolás Jaramillo había impedido secretamente el ejercicio del cargo del Visitador, a quien ni siquiera había dado asiento preferente, no obstante ser subdelegado de la Silla Apostólica (nota de octubre 29). Y un año después, el 6 de octubre de 1840, monseñor Arteta volvió a informar al representante pontificio, que los padres dominicanos habían cometido el escándalo de declarar sin jurisdicción al padre Becerra316 y elegido Presidente del Capítulo al prior del Convento Máximo fray José Antonio Vizcaíno, a quien luego nombraron provincial. Monseñor Arteta no quiso declarar la nulidad de las elecciones, por no reñir con el Gobierno, el cual, con excesiva prisa, concedió el pase; mas, resolvió admitir la renuncia del Visitador, cuya apatía había estimulado tan deshonrosos procedimientos.

Pequeño fue, en suma, el resultado de la Visita realizada en el bienio de 1839 y 40. La pluralidad de visitadores y su discrepancia de criterio, la circunstancia de ser ellos miembros de las respectivas órdenes y otras razones que no se ocultan a la perspicacia del lector, privaron a esa medida de la influencia necesaria para la enmienda de los claustros. Las mismas razones movieron a monseñor Arteta a nombrar en 1842 Visitador General de las Instituciones religiosas al ilustrísimo señor Carrión y Valdivieso, llamado por muchos títulos al ejercicio de ese cargo, que requería varón de su temple y fortaleza.

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Mas, la energía del Visitador no era el único requisito para la fructuosa realización de tal medida. Ella exigía al mismo tiempo el apoyo decisivo del Poder Civil, quien no se resolvía jamás a prestarlo en forma que hiciese nugatorios los esfuerzos de los frailes para detener la mano del Visitador y reducirle a impotencia.

Por falta de ese apoyo, aun la visita del ilustrísimo Obispo de Botrén no dio frutos de importancia. El padre Vizcaíno, provincial de Santo Domingo, se rebeló contra sus providencias; y en San Francisco, el padre fray Francisco Ribadeneira; alma gemela de la de Vizcaíno en rebeldías y quisquillas, puso también toda clase de trabas a las órdenes del Visitador.

Dispuso éste, que el Capítulo próximo a reunirse, se celebrase bajo su presidencia. Mas, el padre Ribadeneira alegó que, conforme a los Estatutos de la Orden, era atribución suya, no alterada por los rescriptos pontificios referentes a la visita, nombrar con el definitorio el Visitador, para que éste presidiese la asamblea. El Obispo de Botrén manifestole en vano que dichos rescriptos dejaban al arbitrio y prudencia del diocesano, la elección de los medios conducentes al restablecimiento de la disciplina monástica, y le investían consecuentemente de las más amplias facultades. El provincial no dio su brazo a torcer; y, en cambio, el ilustrísimo señor Carrión tuvo la debilidad de consentir en que el asunto se sometiese a la decisión arbitral de los doctores Ignacio Ochoa y Mariano Miño, nombrados respectivamente por el Obispo y el padre Ribadeneira. Esos abogados resolvieron el 11 de noviembre de 1842 que los rescriptos no comprendían la facultad de presidir el Capítulo provincial, facultad   —556→   que, en su concepto, debía expresarse terminantemente, porque alteraba la organización monástica.

Un grupo de religiosos apeló del laudo ante el ilustrísimo señor Arteta, quien, previa audiencia del Promotor del Obispado, resolvió que su Auxiliar no había podido llevar el asunto a arbitramento, sin contar con la autoridad episcopal; y que, en consecuencia, continuase la visita prescindiendo de tal decisión. El padre Ribadeneira acudió entonces a la artillería pesada del recurso de fuerza; y el Obispo de Botrén, para contrarrestarla, imploró la protección del Gobierno, protección que le fue negada, a pretexto de que el asunto no era de la incumbencia del Poder Civil. En abono de la conducta del provincial, es preciso decir que aun canonistas defensores de la Silla Apostólica como el padre Solano opinaron, aunque a nuestro juicio erróneamente, que era menester cláusula especial en los rescriptos para suspender el régimen establecido en las Constituciones monásticas.

Al fin, en junio del siguiente año, la Corte Superior dictó fallo enteramente conforme con la opinión de los Obispos principal y auxiliar de Quito; y el primero nombró, con anuencia del Gobierno, para Vicario provincial al padre fray José Manuel Vivero, uno de los religiosos más severos e ilustrados que la Orden tenía, y para Presidente del Capítulo al padre fray Mariano Carvajal.

No se dio a partido el desenfadado y rebelde fraile Ribadeneira; y sin perjuicio de dirigir a la Constituyente entonces reunida, junto con otros religiosos, insolente memorial para que hiciese observar las exenciones monásticas contra la Silla Apostólica, presentose en el Capítulo a afirmar   —557→   que, si no se respetaban sus derechos, serían nulos todos los actos de la asamblea; y luego saliose de ella, dando a entender así que efectivamente era írrita. Con todo, los demás capitulares, sometiéndose a la decisión episcopal, ordenaron que continuara el Capítulo, del cual salió electo provincial el mismo padre Vivero. Desafortunadamente meses después falleció este benemérito religioso. El Obispo nombró para Vicario provincial al padre fray Mariano Carvajal.

La visita encomendada al Obispo de Botrén se truncó, cuando mayores esperanzas se ponían en ella, a consecuencia de los penosos episodios a que dio origen la Constituyente de 1843. Los claustros retrocedieron una vez más en el camino de la observancia religiosa. La reforma exigía otros hombres, espíritu y métodos diferentes.

La supervigilancia que los Obispos ejercieron sobre los claustros fue correspondida a veces por éstos con sañudas quejas ante la Santa Sede.

El despojo del colegio San Fernando a la Orden de Predicadores por el arbitrario Rocafuerte motivó, especialmente, agria representación contra el ilustrísimo señor Arteta, a «cuya debilidad, inacción, falta de vigilancia y abandono de sus propios deberes», imputó el provincial fray Mariano Benítez la pérdida del instituto y los proyectos de expropiación de los bienes de las demás congregaciones monásticas. Pidiose en aquel exagerado documento, fechado el 8 de marzo de 1836, que la Santa Sede nombrase un Vicario Apostólico para que, en vez de los Obispos, tómase a su cuidado el mantenimiento y defensa de los derechos de la Iglesia frente a las pretensiones del Poder Civil, ya que monseñor   —558→   Arteta callaba y a nada se oponía, por lo cual «era odiado de todos los buenos».

Monseñor Francisco Pomares, empleado en el Vaticano, consideró inasequible el nombramiento de dicho vicario y más bien sugirió al General de la Orden insinuase a la Santa Sede que escribiera al ilustrísimo señor Arteta una carta de reprensión por aquel abandono. Esperábase que por ese medio, se podría evitar la proyectada secularización de las parroquias de Pelileo y Patate.

La Santa Sede, según columbramos, pidió informe al ilustrísimo señor Arteta, quien, en la nota de 4 de noviembre de 1839 dirigida al cardenal Sala y ya conocida por el lector, desvaneció los malhadados cargos. ¿Hubo, empero, verdadera reprensión? Lo da a entender que sí una carta de 10 de abril de 1838, dirigida por el Superior General de la Orden al provincial ecuatoriano, carta cuyos términos revelan, a nuestro juicio, ahora el poco valor que los prelados europeos daban a aquellas representaciones, ahora la duda de que se pudiesen impedir los proyectos contra los regulares, a causa de las sombrías circunstancias del tiempo.

No es posible negar la debilidad de monseñor Arteta ante las ilegítimas intervenciones del Estado en el orden espiritual; debilidad que, con todo, abultaba en demasía la queja del padre Benítez, y que tenía excusa poderosísima en esa misma amarga condición de las cosas eclesiástico-civiles, dentro del regalismo. Además, en el caso del colegio San Fernando, la reclamación del Obispo de Quito habría sido tan estéril como lo fue la que dirigió el Prior dominicano, cuya solicitud dio más bien pie a Rocafuerte para abreviar los trámites de la expoliación.

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En carta de II de febrero de 1840, enviada al General de la congregación, el provincial Jaramillo imitó la conducta de su predecesor; y presentó al ilustrísimo señor Arteta, espíritu leal y noble, como aliado de los presidentes Flores y Rocafuerte para la destrucción de los institutos monásticos. ¡A qué extremos llegaban las pasiones de los religiosos! La comunicación del padre Jaramillo tuvo origen en la escandalosísima nota de Rocafuerte a Flores, datada el 8 de enero de aquel año, carta que hemos reproducido en el capítulo III, parágrafo 3.° de esta 2.ª parte.

También el padre fray Pedro Albán, en informe dirigido al General de la Orden Mercedaria en 1843, quejose de que el Obispo abusaba de las facultades pontificias conferidas para la reforma de las órdenes. Referíase sin duda a la intervención de monseñor Arteta en los sucesos del Capítulo de 1834.




V. Los institutos femeninos

Tampoco mejoró en este período la disciplina de las congregaciones de mujeres. La influencia de los religiosos, el espíritu de vanidad, el olvido del voto de pobreza, las quijotescas tendencias aristocráticas de la época, habían introducido en los claustros tan profunda alteración, que hacía difícil su reforma.

En la célebre nota que el 1.° de mayo de 1838 dirigió, según hemos dicho tantas veces, el presidente Rocafuerte al Delegado Apostólico, opinó por la secularización del monasterio de Santa Catalina317. Añadió el insigne Magistrado que   —560→   las temporalidades eran administradas desacertadamente y que las religiosas subalternas carecían de la asistencia necesaria.

Contestó monseñor Baluffi que el Obispo de Quito podía presentar a un sacerdote digno para conferirle el nombramiento de Visitador de aquel monasterio; y que, si sus investigaciones acreditaran la necesidad de excluirlo de la jurisdicción de los regulares y entregarlo a la del Obispo, podría ejecutarse lo pedido en la forma prescrita por los cánones.

Nombró, en efecto, el Delegado Apostólico, a propuesta del ilustrísimo señor Arteta, al doctor Manuel Orejuela, Canónigo de la catedral de Quito, para la indicada visita; mas, éste tropezó con graves dificultades y experimentó amargos sinsabores.

Mandó el comisionado pontificio a unas religiosas que repusieran la custodia vendida sin derecho y que cerraran las ventanas inconvenientes. Disgustose el provincial dominicano fray Nicolás Jaramillo y nada hizo para que se cumplieran tan justas medidas.

«Se han conculcado las providencias del Visitador con la mayor audacia, decía el Obispo al Delegado Apostólico el 31 de noviembre de 1840. La tolerancia reagravaría su desobediencia y pondría en ridículo la visita».

«Sin embargo, he prevenido al Visitador Subdelegado que prefiera los medios de dulzura siempre que basten para la corrección».



El desventurado del Visitador incurrió en el enojo de los religiosos dominicanos, que en las Denunciaciones del Capítulo de 1840 le calificaron de legum ignarus, juicio prevenido e injustificable.

El doctor Matías Paz, canónigo asimismo de   —561→   Quito, fue nombrado en 1840 para Visitador del monasterio de Santa Clara. Dedicose, en primer término, aquel benemérito eclesiástico al arreglo de las temporalidades, «considerando que si no se proporcionase la renta alimenticia, era imposible que se contrajesen a las distribuciones espirituales y observancia de la regla». Por desgracia, tropezó también con la resistencia tenaz de los aprovechadores de los bienes conventuales, en perjuicio, según dijo el Obispo al Gobierno, de las religiosas débiles que reclaman secretamente contra las desigualdades económicas introducidas. En consecuencia, el prelado solicitó auxilio del Poder Civil para ejecutar las providencias expedidas, separar a los sirvientes estimuladores de la insubordinación y obtener la obediencia de la Abadesa, madre Francisca de Santa Margarita.

Exigió a ésta el Obispo la renuncia y nombró en su lugar a Sor Juana de San Joaquín; mas, en vez de acatar aquella las resoluciones de ambos poderes, continuó haciendo de prelada y aun dirigió queja a la Delegación Apostólica. El Gobierno, afortunadamente, se negó a amparar las rebeldías de la antigua Superiora y la visita pudo continuar con provecho espiritual y material de las demás religiosas.

Los cármenes y el monasterio de la Concepción de Quito fueron visitados en 1838 por el ilustrísimo señor Arteta en persona. Descubrió el Obispo que las temporalidades del Carmen Antiguo estaban bien administradas; pero que no había verdadera vida común, por lo cual instó a las religiosas a que la perfeccionaran, entregando a su prelada los socorros que recibían de fuera y absteniéndose del manejo de los bienes renunciados   —562→   antes de profesar. Exhortoles también a que las fiestas no se efectuasen por una o más religiosas aisladamente, porque servía de estímulo a las rivalidades y pujas de vanidad.

En el Carmen Moderno mandó que se redujera el número de criadas y se despidiera a las que no practicaban los sacramentos o eran insubordinadas. Además, aplaudió y ordenó el mantenimiento de la laudable reforma ya introducida de hacer los gastos de las rentas comunes, reforma para cuya cabal aplicación las religiosas debían confiar a la prelada cuanto poseyeran. Más o menos iguales fueron las disposiciones tomadas en la visita del monasterio de la Concepción.

En la del convento de carmelitas de Ibarra, hecha el 2 de agosto del año anterior, el Obispo había ordenado asimismo la restricción del número de criadas, causa de «aumento de gastos que exceden a los socorros que se ministran a las religiosas para su mantención». Faltaba, pues, a no dudarlo, el refectorio común. Dispuso también que se eligiera un administrador, sin atender al parentesco con las religiosas, que preferían a menudo a sus allegados. Por último, estimuloles para que con renovado ahínco se congregasen a la oración mental y frecuencia de sacramentos; recomendación hecha asimismo instantemente a las monjas de los cármenes y a las concepcionistas de Quito. La espiritualidad rigorista era una de las causas más graves, lo repetiremos nuevamente, de la anemia religiosa en todos los institutos monásticos, incluso de los de mujeres. Las almas, que no podían fortalecerse en la Eucaristía, se distraían de su primitivo fervor y padecían lamentables caídas.

El movimiento en pro de las secularizaciones   —563→   llegó también a los conventos de religiosas. En 1839 una monja de Santa Catalina, ya conocida por el lector, María de San Antonio Enríquez, abandonó por su propia autoridad hábito y convento y acogiose a la protección del Presidente de la República. El Obispo Arteta no quiso tramitar la causa de la relajación de los votos, mientras no se restituyera al claustro, lo cual se verificó a la postre, en fuerza de porfiadas insistencias del prelado ante el Gobierno. Con tal motivo, escribió aquél al Delegado Apostólico: «Este ejemplo seguirán otras; porque se les induce a tomar esta medida para facilitar la extinción de las órdenes monásticas».

Muchos de los conventos de mujeres sostenían renombrados planteles de educación, pese a la penuria en que ordinariamente estaban, a consecuencia del desacierto y negligencia en la administración de sus predios. No era ese el menor de los servicios que prestaban a la sociedad en aquella época oscura y triste para la Iglesia ecuatoriana.

Fue célebre entre todas la escuela de la Concepción, objeto de especial apoyo de parte del ilustrísimo señor Arteta. Las religiosas Catalinas mantuvieron también por largos años, muy afamado, su plantel de primeras letras.




VI. Servicios y labores de las órdenes. Figuras notables de ese período

Proseguían los institutos monásticos prestando importantes servicios a la enseñanza en todas las regiones del país. Pero aun en este campo, la secularización del colegio San Fernando fue signo indiscutible del menoscabo del poderosísimo   —564→   ascendiente, del glorioso monopolio mejor dicho que, de hecho, por la excelencia de su saber, habían ejercido los religiosos en la época más necesaria, cuando la iniciativa del Estado fiada podía en orden al mantenimiento de la cultura nacional.

Frailes notables enseñaban en diversos institutos. En la Universidad de Quito, tenía en 1835 la Cátedra de fundamentos de religión y moral el padre maestro fray Mariano Bravo de Borja, de la Orden Mercedaria; en el «San Fernando», dos años más tarde, comenzó a reflorecer el estudio de la filosofía, gracias a la labor docente del padre fray Manuel Pérez, de la misma Orden, quien había enseñado ya largos años en el primer plantel de instrucción superior y en el seminario.

La escuela de la Merced era la más ordenada y regular con que contaba Quito. En ella se hizo celebérrimo, por su competencia didáctica318 el padre presentado fray Mariano Auz, cuyo auxiliar era el padre fray Ramón Hernández. No le iba en zaga la escuela del Portal de San Fernando, donde enseñaron sacerdotes dominicanos, hermanos legos como fray Manuel Montonero y Acevedo y aun seglares notables, como don Teodoro Maldonado; pero en 1842 el provincial Vizcaíno se opuso a que hubiese profesores de esta última clase. Tuvo asimismo en varios períodos merecida fama el plantel de San Agustín.

Los padres de la Merced sostuvieron hasta 1833   —565→   el colegio de San Basilio de Ibarra319; pero en ese año el Concejo de la ciudad y aun los padres de familia se mostraron adversos a la continuación de dichos religiosos en la enseñanza. Establecido el colegio San Vicente de Latacunga, otro mercedario, el padre fray Vicente Ruiz, fue nombrado para Vicerrector y profesor de teología; y no vaciló en encargarse también de la Cátedra de gramática. En el colegio de Riobamba enseñó latinidad el padre fray José Valencia.

Los padres de San Agustín costeaban el sostenimiento de la clase de filosofía en el colegio de Riobamba. Las escuelas de Cuenca corrían a expensas del convento pequeño de esa Orden, del de Santo Domingo y de los monasterios del Carmen y la Concepción.

En Loja sostenían también escuelas los conventos menores. La de Santo Domingo estuvo dirigida por un fraile meritísimo, el padre José María Espinosa, justamente encomiado por el Capítulo de su Orden en 1840, y más tarde provincial y reformador de ella.

Muchos religiosos preocupábanse intensamente de la salud de las almas. La Recolección del Tejar era el más poderoso foco de vida espiritual en Quito. En la casa de ejercicios contigua no faltaban anualmente esas fecundas prácticas de penitencia.

Algunos frailes contraíanse con afán al fomento de las construcciones religiosas y a la mejora de las poblaciones en donde ejercían su actividad. El padre fray Mariano Benítez Ordo Praedicatorum fue «beneficentísimo»320   —566→   en su parroquia de Pelileo, cuyo progreso material impulsó con noble perseverancia. El padre fray Pablo Sevilla levantó el templo dominicano de Ambato.

No faltaba la predicación sagrada; y si hemos de atenernos al indicio de las numerosas postulaciones a grados por ejercicio del púlpito, debía de ser éste ocupación favorita y constante de los religiosos. Por desgracia, el contraste entre el pensamiento y la vida de los regulares, era parte a no dudarlo para que se malograra el efecto de su palabra. Sólo en 1844 fueron propuestos para diversos ascensos 19 religiosos, a título de predicadores, en la Orden Dominicana.

Pocas figuras de veras ilustres aparecen en este período. En la Orden Dominicana desaparecieron algunos frailes beneméritos, como los padres Antonio Ortiz, José Falconí, Manuel Cisneros, Francisco Martínez, etc. En cambio, ¡¡cuán pocos comenzaban a sobresalir por su ciencia y virtud, en sustitución de aquellos!! Como maestros por cátedra, aunque con gran diversidad de merecimientos, figuraban en 1844 los padres Mariano Paredes, Nicolás Jaramillo, Felipe Molina, Joaquín López, Domingo Aguirre, José María Gil de Tejada, José Antonio Vizcaíno y Julián María Fajardo. Los padres Fajardo y Gil de Tejada fueron, en realidad, de los que enseñaron más largo tiempo y con mayor fruto las Ciencias Sagradas en el Convento Máximo de Quito. El padre José Rodríguez principiaba a adquirir celebridad como maestro de gramática; y como profesor de filosofía y teología el padre lector fray Mariano Rodríguez.

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En San Francisco continúan su labor Solano, Herrera, Segura, Carvajal, etc. Hacia el fin del período, desaparece el padre Vivero, uno de los más descollantes de aquel tiempo. Fue hermano del ilustrado, aunque no del todo ortodoxo, publicista doctor Luis Fernando. Una gran figura va surgiendo lentamente en el borroso cuadro de la época: el padre fray Enrique Mera, quien ganó por oposición el título de predicador en 1831 y a poco fue aplaudido profesor de Artes y de Teología. En la Definitura y en la Guardianía de San Diego reveló ejemplar celo en pro de la reforma; por lo cual desde 1845 apareció ya como el religioso más preparado para realizarla.

Ninguna Orden perdió más notables religiosos que la de la Merced, y no sólo por la muerte, sino por las secularizaciones, como la de los padres Pedro y José Bou y Sánchez, antes provinciales. Ni el hecho de haber recibido honras singulares retenía a los frailes en sus comunidades. Murieron por esa época los padres Pedro Albán y Manuel Pérez, que tanto habían enaltecido a su instituto en varios aspectos de la actividad monástica. Al padre Albán sustituyó como maestro el padre Tomás González, uno de los religiosos que mantuvieron el antiguo crédito de la Recolección del Tejar. El padre fray Mariano Bravo de Borja mereció por su saber y la autoridad de su vida tal nombramiento de Visitador de su Orden. El padre José Bravo se distinguió en 1843 como intrépido defensor de la ortodoxia. El padre Tomás Lozada, antiguo Vicerrector y profesor del seminario de Loja, aparecía ya por su virtud y letras como verdadera esperanza de su religión.

San Agustín fue perdiendo asimismo sus mejores miembros, como los padres provinciales García   —568→   de Granda y Mexía. Los padres Antonio Pastor y Rafael Correa tenían fama de verdadera virtud y se hicieron por eso acreedores a cargos de grave responsabilidad. Los padres Manuel Carrera y José Ledesma fueron beneméritos profesores de teología y filosofía, en tiempo en que sus cohermanos habían abandonado la enseñanza. El segundo mereció que en 1845 le confiara el Obispo la visita de la Orden, según veremos oportunamente.

En suma, si no faltaban varones doctos y respetables, el número de éstos disminuía de día en día; y con ello menguaban el brillo y la influencia de las antiguas comunidades.

Y habrían desaparecido casi de raíz, si la robusta e inquebrantable fe del pueblo, no hubiese acertado siempre a hacer el discrimen debido entre el hombre y la institución, entre las flaquezas y desvíos de los religiosos y la santidad y utilidad de las congregaciones monásticas. Por eso no flaqueó jamás en el corazón de nuestra sociedad la firme esperanza de que un día, quizás próximo, volvería a brillar la institución con renovado esplendor: en el crisol de la reforma se separaría la escoria terrena y luciría el oro puro, la parte divina de esos organismos, eminentemente prolíficos y gloriosos en la Iglesia de Cristo. A pesar de que algunos prohombres, como Saá, los creían vecinos a la muerte, en siglo de tan grosero escepticismo, muy pronto -¿qué son veinte años en la vida de las naciones?- probarían su admirable insenescencia, mediante cabal y grandiosa transformación.





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ArribaAbajoCapítulo VII

El clero secular


No obstante que en varias partes de esta obra hemos apuntado algunos datos acerca del estado del clero secular, conviene, a riesgo de repetir lo ya dicho, echar aquí una mirada de conjunto sobre él, para que puedan apreciarse, a plena luz, sus méritos y defectos.

Aunque ciertos indicios autorizarían a creer lo contrario, el clero de esa época no era muy abundante. Según el informe del Ministerio de lo Interior presentado en 1843, había en la República 198 curas beneficiados distribuidos así: 142 en la diócesis de Quito, 36 en la de Cuenca y 20 en la de Guayaquil. Los clérigos con beneficio simple ascendían a 26, 7 y 9 y los sueltos a 58, 39 y 14, respectivamente. En total 351 sacerdotes.

A pesar de su distribución desigual, ese número habría sido tal vez suficiente para satisfacer las necesidades espirituales de un país, cuya población no excedía probablemente de un millón de habitantes, si todo el clero hubiese correspondido, por su ciencia y moralidad, a su augusto ministerio.

Formado en planteles que sólo por escarnio se   —570→   denominaban seminarios, donde el Poder Civil ponía a menudo su basta mano, ahora con sanas intenciones, ahora por intonso espíritu regalista, y siempre arbitrariamente, el sacerdocio no tenía la debida preparación intelectual ni moral.

La lengua de la Iglesia se la cultivaba apresuradamente. En 1839 la Dirección de Estudios ordenó que se matriculasen en filosofía algunos estudiantes que no habían cursado latín. El Obispo manifestó que, destinados los seminarios a educar jóvenes para el estado eclesiástico, el estudio de dicho idioma era de primera necesidad; pero toleró que se ejecutara la orden indicada, a condición de que se llenase el vacío con el aprendizaje nocturno del latín. ¡Medrada preparación sacerdotal, que se sustentaba sobre base tan insegura!

Y la preparación teológica no era mejor. Como expresó el Obispo el 9 de enero de 1841 -en nota de queja al Ministerio de lo Interior por las trabas que ponía la Dirección general del ramo al establecimiento de la Cátedra de Teología Dogmática en Riobamba, promovido por el benemérito vicario doctor José Veloz, y a la de otra en Ibarra, con los fondos legados por dos cristianos caballeros, Sánchez y Cifuentes-, el clero secular y regular se limitaba al estudio de la Suma de Moral del padre Larraga, insuficiente por todos conceptos.

«Y aun así, añadía, no se atreven a presentarse a examen para obtener licencias de confesar, y en todas las cuaresmas es necesario franqueárselas por la absoluta falta de ministros habilitados».



La diseminación y multiplicación de las cátedras teológicas no era ciertamente conveniente; y por esto se oponía la Dirección general de estudios,   —571→   confiada a personaje de tanta valía cómo el doctor José Fernández Salvador. En vez de aumentar el número de esos esbozos de Seminarios Mayores, debía procurarse la concentración y fusión de todos ellos. Pero el Obispo, que conocía las dificultades y que no era dueño de cambiar el destino de los bienes legados para la creación de cátedras, procuraba mantenerlas, no como bien absoluto, sino relativo, con el objeto de impedir la extinción de los estudios teológicos.

Quisieron los legisladores remediar la decadencia de los estudios clericales; y conforme a costumbre derivada de nuestro carácter, amigo de utopías y violencias, fuéronse al extremo contrario, o sea a exigir de todos los pretendientes a órdenes, un trienio de estudios universitarios. Mas, como el mismo monseñor Arteta escribía en 1845, la ley de 1839321 causó efecto contraproducente, porque

«los aspirantes a ellas han emigrado a otras diócesis para obtenerlas sin mis letras comendaticias y son muy pocos los que han cumplido con aquel requisito. De aquí ha provenido que ha disminuido notablemente el número de sacerdotes; en tanto grado que no alcanzan a confesar en el tiempo cuadragesimal y para proveer a las parroquias de coadjutores».



A causa de esta deficiencia, el Obispo disintió con el doctor Fernández Salvador en cuanto a la prolongación a tres años de los estudios teológicos; y quiso que fuesen sólo dos. En cambio propuso que en los exámenes se procediese con severidad   —572→   y que el último se lo diera en la Universidad:

«La experiencia acredita, afirmó, que los dominicos no han adelantado más con la prorrogación de los estudios de su tirocinio o cursos teológicos, que los mercedarios que sólo atienden al progreso de los discípulos».



El asiduo contacto de los seminaristas con los demás jóvenes cursantes en la Universidad era, por otra parte, origen de frecuentes caídas morales y de desviación de ideas, desviación a que contribuía el profesorado, que tenía torcido su criterio respecto de la disciplina eclesiástica. De la Universidad salían los clérigos aptos para inclinar dócilmente la cerviz ante el Estado Sacristán, a trueque de ascensos y dignidades.

La escasez de profesores eclesiásticos llegó a ser tal, que el Obispo se vio en la necesidad de acudir para la enseñanza de cánones a seglares, si competentes, no exentos de tacha desde el punto de vista doctrinal. El doctor Agustín Salazar, jurisconsulto de notable inteligencia y probidad de vida, fue elegido en 1839 catedrático de derecho canónico; pero como la mayoría de los jurisconsultos, estaba imbuido de ideas regalistas322.

No es, pues, maravilla que el clero diese frecuentes escándalos, que muchos de sus miembros se entregaran al vicio en forma inverecunda; y que abandonasen fácil y frecuentemente sus parroquias, dejando solo el Tabernáculo o privando a los feligreses de la Presencia Real en el Sacramento del Amor. Rocafuerte hubo de preocuparse especialmente de corregir el gravísimo   —573→   desorden de la falta de residencia, según advertimos en el capítulo II, parágrafo IV. El ilustrísimo señor Arteta, en la visita comenzada en 1836, dictó, asimismo, y muy a menudo, severas providencias con igual fin.

No fueron raras en ese período las acusaciones contra el clero, promovidas por sus súbditos; y habrían sido más numerosas, si no hubiese existido en el Código procesal el temeroso requisito de la fianza de calumnia. Arbitrio para la impunidad era siempre el recurso de fuerza: ¡a la par de los frailes, los miembros corrompidos del clero secular, ocurrían a ese expediente y detenían con él la mano del prelado, que pretendía ejercer la sanción purificadora! La Ley de Enjuiciamientos Civiles fue el sepulcro de la autoridad prelaticia. El Obispo no era el sacristán honrado, que dijo el gran fray Luis López de Solís; era el sacristán humillado y vejado por los subalternos y por el patrono, cómplice y amparador de toda suerte de extravíos clericales.

Las actas de la visita del ilustrísimo señor Arteta nos presentan un cuadro completo de la situación de la Iglesia en aquella sazón. Junto a grandes faltas, edificantes ejemplos, para consuelo del alma creyente. Prescindiendo de todos aquellos curas contra quienes no hubo acusación, acaso por simple temor de sus feligreses, hallamos a menudo nombres y hechos dignos de recuerdo y gloria323.

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Clero cuya preparación se improvisaba, clero que no se fortificaba a menudo con la Eucaristía, no podía ser desinteresado. Las mismas actas de visita manifiestan que algunos párrocos; no sólo percibían excesivos derechos, por los ministerios en que estaban autorizados a reclamarlos, sino aun por actos que deben ser de todo en todo gratuitos, como el Sacramento de la penitencia. El Poder Civil viose también impulsado a tomar providencias para contener la avaricia de malos Ministros del Señor y a fijar aranceles; medidas exorbitantes e ilegítimas, pero exigidas a veces por las circunstancias.

Triste es confesar la negligencia con que se atendieron en este período dos grandes santuarios, alcázares de la fe marial, venerados con singular predilección en la colonia: Guápulo y El Quinche En 1839, como recordará el lector, sobrevino el gran incendio de Guápulo, en cuyas   —575→   llamas pereció la misma imagen colonial, que había recibido pleito homenaje de tres centurias.

Generosísima y admirable fue la labor del clero parroquial en pro de la instrucción pública. Las actas de la visita del ilustrísimo señor Arteta parecen las de un ministro del ramo, en gira de promoción de la cultura nacional. Por doquiera que pasa manda establecer escuelas, mejorar las existentes, corregir su carácter mixto. Gracias a esa labor, el número de escuelas particulares creció considerablemente. En 1841, sobre 170 planteles primarios que tenía la República, 126 eran privados; y casi todos habían surgido junto al templo, como extensión y complemento suyos. La cultura elemental y popular nació a la sombra maternal de la Iglesia. Quien lo niegue, no sabe historia.

Muchas de esas escuelas se sostenían con dineros de Iglesia, con el arrendamiento de los bienes de las cofradías. Otras eran costeadas por el propio párroco: el doctor Ramón de Andrade y Villavicencio dedicaba a la escuela de Calacalí las primicias de dos haciendas.

Y no eran únicamente los niños de raza blanca los beneficiados con la creación de los planteles elementales, sino también los indios. El doctor Joaquín Ariza fundó para éstos escuela especial en su parroquia de Alangasí, en 1843. Como en la diócesis de Quito, en las demás estaba, asimismo la educación primaria en manos del clero. Aun ciudades, entonces descuidadas, como Portoviejo, tenían en calidad de únicos institutores a sacerdotes, cual el presbítero Manuel Saona.

Si de la instrucción primaria, ascendemos a la segunda y superior, admiraremos asimismo la vasta y multiforme labor del clero ecuatoriano.

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El seminario de San Diego era él único plantel de segunda enseñanza en la provincia de Imbabura. «Su dirección, lustre y adelantamiento», se debían -dice el acta de visita de 1837- «al celoso y dedicado Vicario Juez Eclesiástico Dr. Pablo Guevara».

El seminario de San Luis tuvo largo tiempo carácter mixto, o sea, era a la vez colegio de segunda enseñanza. Reconocida su finalidad eclesiástica, el Obispo de Quito confió el rectorado sucesivamente a varones doctos como los canónigos doctores José Barba, Manuel Orejuela (1838) y Francisco Landázuri (1843). En 1836 enseñaban en él hombres de alto saber como el doctor José Parreño, profesor de dogma; el doctor Matías Paz, de Sagrada Escritura, el doctor Joaquín Tobar, de filosofía y el presbítero Antonio Erazo, de gramática. Un año después, el plantel atravesó largo período de crisis, a causa de la renuncia de los profesores insolutos de sus rentas y de la intervención nociva del Poder Civil.

Llegaba a tal extremo la pobreza del plantel que en 1841 el prelado cedió de sus rentas 3000 pesos para costear el sostenimiento de la clase de Sagrada Escritura.

En 1843 el Ministro de lo Interior informó a la Constituyente del estado del seminario en los siguientes términos:

«Estos seminaristas observan estrictamente los estatutos de la casa, en fuerza del celo y loables ejemplos de los superiores y catedráticos: ellos muestran aprovechamiento en las ciencias eclesiásticas, en los estudios filosóficos, en la retórica y en la lengua castellana [...] con respecto a la latinidad se nota el mismo atraso que en las escuelas de la Universidad».



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Clérigos ilustres, como el deán Torres, eran patronos de las diversas instituciones que se creaban. Hombres y jóvenes que ya se preciaban de liberales como Francisco Montalvo, Javier Endara, etc. eligieron a aquel, protector de la Sociedad Politécnica en 1839; y tres años más tarde el Director General de Estudios, doctor Fernández Salvador puso bajo la dirección de Torres y del notable artista Antonio Salas un esbozo de escuela de Bellas Artes. Las inspecciones de estudios se confiaban a sacerdotes beneméritos: el doctor José Bou, catedrático de Teología moral en el seminario de Cuenca, fue inspector en el Azuay, etc.

El colegio San Vicente de Latacunga se estableció en 1840; y ocupó el rectorado un clérigo de elevadas dotes intelectuales, a quien las tormentas políticas de Nueva Granada arrojaron a este hospitalario país: el doctor Rafael María Vázquez.

«Nombrado rector, decía la Comisión de Instrucción Pública en la Constituyente de 1843, el doctor Rafael María Vázquez se ha encargado de enseñar al mismo tiempo la filosofía, y desempeña ambos destinos con el esmero propio de un eclesiástico tan virtuoso como docto, que sabe inspirar a sus alumnos el amor a la virtud y al saber».



El seminario San Felipe Neri de Riobamba, fundado por el piadoso sacerdote doctor Veloz, tuvo a honra ser presidido, en calidad de Rector-profesor de teología moral, por el doctor José María Freile, personaje de altos merecimientos. El doctor Fermín Orejuela y otros sacerdotes le ayudaron en la abnegada labor del magisterio.

El colegio seminario de Cuenca contó en este período con rectores de la talla de José Antonio Marcos y Andrés Villamagán; y con vicerrectores   —578→   como Remigio Esteves de Toral y Francisco Javier Arévalo. Por desgracia, aquel carácter mixto era rémora de toda iniciativa de mejoramiento y ocasión de extravío para muchos jóvenes que se consagraban al sacerdocio. El humanismo azuayo tenía magnífico representante en el presbítero don Juan Sánchez y Aguilera324.

El seminario de Guayaquil, diminuto en el número de profesores y de alumnos, fue dirigido por respetabilísimo sacerdote a quien unánimemente se juzgaba merecedor de la mitra: el doctor José Tomás de Aguirre.

El colegio de Loja tuvo también como rectores a clérigos de notables partes, como el doctor José María Riofrío y Valdivieso, futuro Arzobispo de Quito, que heredó de Arteta el anhelo por el incremento de la cultura pública.

En suma, aunque desde 1835 se advierte secreta tendencia a emancipar la enseñanza de la tutela benéfica de la Iglesia, que a ella aportaba toda clase de elementos personales y pecuniarios la cultura nacional, aun decaída, vivía sólo por los esfuerzos y sacrificios del clero. ¡La inopia del fisco era tan grave, que apenas podía destinar al fomento de la instrucción pública 15000 pesos anuales! Sin el concurso eclesiástico, habría desaparecido toda la segunda enseñanza y buena parte de la primaria.

Nos son desconocidos los otros aspectos del apostolado del clero, especialmente en lo que se relaciona con el fomento de la vida espiritual de los fieles. Barruntamos que la formación rigorista y semijansenista que recibía en la Universidad,   —579→   coartaba el vuelo de su espíritu y, por consiguiente, el del pueblo cristiano. Sin embargo, por lo menos anualmente acudían los fieles, en inmenso número, a purificar el alma en el gran crisol de la Penitencia, a tal punto que no bastaban los sacerdotes hábiles. La fe no estaba, pues, dormida: mérito tanto mayor cuanto que no se vigorizaba y enardecía en las inefables delicias de la Hostia Santa.

Creáronse en esta época numerosas cofradías, cuya erección hizo, en virtud de facultad pontificia, el ilustrísimo señor Arteta. Por medio de ellas, cultivábase en los creyentes el espíritu de solidaridad, de oración y de amor325. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, harto olvidada, comenzaba a renacer. Era grato prenuncio de mejores días para la piedad ecuatoriana.



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ArribaAbajoCapítulo VIII

Las misiones



I. De la expulsión de los jesuitas a la independencia

Los misioneros no fueron sólo heraldos de la civilización cristiana, que iluminaron con los fulgores del Evangelio el espíritu de innumerables habitantes de las inmensas selvas orientales, sino los creadores de nuestros derechos, los arquitectos de los cimientos jurídicos de la nacionalidad. Con su apostolado y su martirio señalaron la extensión del hogar patrio y le pusieron lindes inconcusos.

Par eso, los vaivenes de nuestro dominio territorial coincidieron, o, mejor dicho, provinieron de las menguas de las misiones. La expulsión de la Compañía de Jesús fue inmenso crimen contra la cultura cristiana326; y, a la par, el principio del calvario de la posesión ecuatoriana.

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Hacia octubre de 1768 (permítasenos recordar antecedentes indispensables) salieron de las misiones los 19 sacerdotes de la Compañía de Jesús que permanecían allí327. El presidente Diguja, de acuerdo con el ilustrísimo señor Ponce y Carrasco, obispo de Quito, acatando órdenes venidas de Madrid, había organizado con admirable celeridad en los primeros meses del mismo año, numerosa legión de clérigos seculares -veinticinco- bajo la dirección del doctor Manuel Mariano Echeverría, a fin de que ninguno de los pueblos formados por los jesuitas expulsados quedase un solo momento sin pastor. El doctor Echeverría, varón apostólico y austero, fijó su residencia en Jeveros, para servir desde allí como centro de las misiones. Mas, muy pronto comenzaron a disgregarse. Las enfermedades de los clérigos, su falta de vocación y preparación para tan arduo y abnegado ministerio, fueron parte para que aquel laudable esfuerzo no diese los frutos anhelados328.

En diciembre del mismo año, el definitorio franciscano, presidido por el provincial fray Eugenio Díaz Carretero, ofreció espontáneamente al Presidente de la Audiencia el concurso de su Orden para reorganizar las misiones de Mainas; y Diguja, que aceptó en principio aquella noble decisión, difirió su ejecución hasta 1770. Entre   —582→   tanto, varió el personal de la provincia seráfica; y el nuevo prelado de ella vengose de los cohermanos que le habían negado su voto en el Capítulo enviándolos al Oriente. Muchos de los 37 individuos que allá fueron en ese año y en el siguiente, bajo la dirección del padre comisario fray José Joaquín Barrutieta, se consideraron consiguientemente como desterrados y fueron nuevo factor de descomposición de las misiones.

El Gobierno de Madrid desaprobó el encargo de aquellas a la Orden Seráfica; y en 1774 la Audiencia volvió a sustituir a los religiosos con clérigos seculares.

«Mejoró de pastores la Misión, a juicio de Requena, pues entraron en aquella primera remesa idóneos sacerdotes para servirla; continuáronse sucesivamente las remisiones, conforme había necesidad de mandarlos, pero no todos fueron después de las calidades que convenía tuviesen para este apostólico ministerio...».



Seis años después, la cédula real de 12 de julio de 1790 encomendaba otra vez las misiones a los mismos religiosos de la Orden Seráfica de Quito, previniéndose que de todas las provincias franciscanas se enviasen los operarios indispensables. Esos sucesivos y destructores cambios329 no indicaban otra cosa que la falta de plan para la   —583→   organización del servicio misional, las inmensas dificultades del problema, la imposibilidad, en fin, de dar con un personal que pudiese reemplazar con eficacia a los esclarecidos misioneros de la excelsa Compañía de Jesús. Con razón veinte años después de la expulsión, era ya tan grave la postración de las misiones que un historiador pudo escribir con justicia:

«Comparadas las dos situaciones, esto es la que tenían antes de 1748 y la que en que se encontraban en 1788, puede decirse que actualmente no es otra cosa sino un esqueleto gigante, al cual no le quedaron sino 41 huesos descarnados, quiero decir 41 pueblos, compuestos de las últimas reliquias de diversas naciones, tan pequeños los más, que, todos juntos, podían componer uno de aquellos que antiguamente llamaban principales»330.



Ya lo habían dicho los jesuitas en sus respuestas a los interrogatorios a que les sujetó la Corte de Madrid, por medio del Marqués de la Cañada: el mejor medio para la conservación y aumento del apostolado en el Marañón, era enviar «misioneros celosos de la gloria de Dios y servicio real, y tan desinteresados que en vez de pretender sacar de los indios alguna cosa temporal, ellos les diesen de lo suyo cuanto pudiesen»331. ¿Mientras persistiera la descomposición de las costumbres eclesiásticas, era posible conseguir tan elevado desiderátum?

Espíritu sobrenatural, desinterés heroico: he aquí lo que sobró a los jesuitas y lo que faltó después a la mayoría de los que se encargaron   —584→   de las misiones. «Todos se han buscado a sí mismos», decía muy bien el ilustrísimo señor Sánchez Rangel el 26 de setiembre de 1813. La Compañía de Jesús enviaba al Oriente a sus mejores miembros, después de acrisolar su virtud y de darles larga y concienzuda preparación. Los que les siguieron, se ordenaban a título de misión, lo cual equivalía a decir a prisa, casi sin estudios. En la dura prueba del aislamiento misional, quedaba deshecha la virtud de esos clérigos de misa y olla.

Los religiosos mercedarios tuvieron a su cargo, de 1784 a 1789, la evangelización del Putumayo. Esa misión diminuta, careció de verdadera importancia, por el escaso personal de que dispuso, a pesar de que la Recolección del Tejar había sido erigida al efecto en colegio de misiones. Los religiosos que más largo tiempo permanecieron, fueron los padres Francisco Delgado e Ignacio Soto332.

La misión de Canelos confiada a los padres dominicanos floreció en esa época, gracias a la actividad apostólica, al extraordinario celo de un varón digno de la inmortalidad: el reverendo padre fray Santiago de San Jacinto Riofrío, que entró al Oriente hacia 1783 y durante tres lustros, con breves interrupciones, atendió solícitamente la evangelización en el Copataza. Además de él, merecen honrosa mención los padres Mariano de   —585→   los Reyes, Manuel Gutiérrez, Sebastián Godoy, Manuel Bermeo, Mariano Villacreses, José de Noroña, etc., que secundaron los ideales patrióticos del presidente Diguja y de los provinciales de la Orden, Pazos, Ramírez y Carrasco333.

A las misiones de Mocoa y Sucumbíos fueron enviados en 1798 algunos sacerdotes seculares, por esfuerzos del ilustrísimo señor Álvarez Cortés, que rivalizó en celo con el ilustrísimo señor Ponce Carrasco; pero la mayoría de los misioneros no cumplió con el deber de residencia y el resto abandonó el trabajo apostólico tan pronto como supo la muerte del benemérito prelado.

Gracias a la actividad y munificencia del Obispo de Cuenca, ilustrísimo señor Carrión y Marfil, se formó una expedición en 1788, presidida por los curas de Azogues y San Bartolomé, doctores Antonio Pérez Carrasco y Antonio Rodríguez, para misionar y descubrir la parte del Oriente contigua a la actual provincia del Azuay. Más tardé, el presbítero don José Antonio de la Cuadra siguió las huellas de esos valerosos soldados de la civilización cristiana (1804 a 1808)334.

De la agonía de las misiones a fines del siglo XVIII tomó pie don Francisco de Requena, comandante general de Mainas, para proponer al Rey en informe de 29 de marzo de 1799, diversas, aunque mal consideradas y engañosas medidas, conducentes al reflorecimiento de aquellas.   —586→   A pretexto de dificultades de comunicación con Quito, pidió que se agregara el territorio de la provincia de Mainas al Virreinato del Perú, que se creara una diócesis335 con las misiones de dicha provincia y las del Putumayo, Yapurá, Huallaga, Ucayali y otros ríos colaterales, y que se las confiase a un solo instituto religioso de una misma circunscripción territorial.

De acuerdo -si bien en parte únicamente- con las insinuaciones de Requena, dictose la infortunada cédula de 15 de julio de 1802, en la que, si no se segregó definitivamente del Virreinato de Santa Fe el territorio de Mainas, se verificó la disyunción de los servicios militar y eclesiástico de la provincia y la incorporación de ellos al Virreinato de Lima, se estableció la proyectada diócesis y se encomendó exclusivamente al colegio franciscano de Ocopa todas las misiones referidas. Quedaron, pues, comprendidos dentro del nuevo obispado los curatos de la provincia de Quijos -excepto Papallacta-, la doctrina de Canelos, las misiones de Mainas y las del Putumayo.

Erróneos y antojadizos fueron a todas luces los fundamentos del informe y de la cédula, especialmente la imposibilidad de atender las misiones desde Quito y la ventaja de confiarlas a los infatigables religiosos de Ocopa. Aunque la amistad para con ellos -especialmente con los   —587→   padres Sobreviela y Girbal336- hiciese creer a Requena que podían extender el radio de su apostólica acción, harto sobrecargados estaban ya de labor337 para asumir otras operosas tareas. Las rivalidades entre la provincia franciscana de Quito y el referido colegio de Ocopa y los anhelos de obispar de algún fraile influyente ligado con ese instituto fueron parte, además de los informes de Requena, para que el Rey desoyese los reclamos del padre Comisario de dicha provincia y llevase a cabo la erección de la diócesis338. ¡Y de qué diócesis! Sin recursos, sin sacerdotes, sin extensión precisa y determinada339, era un organismo monstruoso, que tenía cabeza, pero no los demás miembros indispensables.

Así, esa cédula que el primer Obispo de Mainas calificó justamente como obra de pasión o grosera ignorancia de la geografía americana340, en vez de contribuir a la restauración de las misiones, sirvió poderosamente para destruirlas   —588→   radicalmente, arrasando los últimos vestigios de la obra secular de la Compañía de Jesús.

De acuerdo con las disposiciones regias, verificose la erección canónica de la diócesis el 28 de mayo del año 1803. En la bula mandó el Papa Pío VI hacer la demarcación, previo el consentimiento de los obispos de cuya jurisdicción se separaban los territorios adscritos al nuevo obispado, demarcación que nunca se verificó. El Rey nombró luego para obispo a don Juan Antonio Montilla, clérigo secular; y, por su renuncia, al padre fray Hipólito Sánchez Rangel, franciscano español residente en La Habana, donde había enseñado teología (17 de mayo de 1804). No se consiguió, pues, uno de los fines de la cédula: el de robustecer, con la dignidad episcopal de alguno de sus miembros, el apostolado del colegio de Ocopa...

Preconizado Sánchez Rangel el 26 de mayo de 1805, consagrose en Quito, después de larga espera de las bulas, el 20 de diciembre de 1807, de manos del ilustrísimo señor Cuero y Caicedo. Se comenzaba a comprobar el error de la base cimental de la cédula, o sea la mayor facilidad de comunicación de Mainas con Lima. El Obispo entró en su diócesis, por los tradicionales caminos de los misioneros de Quito...341

El ilustrísimo señor Sánchez Rangel llegó a Quijos en febrero de 1808; y fue recorriendo lenta y penosamente su inmensa y desolada diócesis, carente de todo elemento de progreso, hasta llegar   —589→   al lugar de su destierro, a Jeveros, el 22 de abril siguiente342.

Iniciaba apenas el prelado su ministerio, en medio de imponderables amarguras y dificultades opuestas por la naturaleza y los hombres, dificultades referidas por él mismo con linderos y arrabales al Rey, cuando se suscitaron largos conflictos provenientes de los propios erróneos fundamentos de la cédula de 1802 ora con la autoridad civil, ora con los misioneros de Ocopa, llevados de excesivo celo corporativo en todos sus actos.

Comenzaron las colisiones con el Gobernador de Mainas, porque el Obispo no recurrió a él para que le diese, conforme al ritualismo del patronato, posesión de su sede episcopal. Otros hechos posteriores fomentaron aquel desacuerdo   —590→   inicial, que llegó a términos de verdadera enemistad.

«Este Prelado (informó Calvo) está visto que no ha venido a pacificar sino a alborotarlo todo y atropellarnos con sus terribles amenazas de excomuniones».



Sin embargo, el Obispo fue el que salvó la vida del atrabiliario gobernador en el famoso alzamiento de 2 de enero de 1809, en que el pueblo de Jeveros quiso sacudir la dura coyunda que la autoridad civil le había impuesto343. A poco, ocurrió otro motín en La Laguna, donde fueron mayores los riesgos que corrió ese «linchado portugués», como le apellidó con razón un elegantísimo escritor ecuatoriano344. Con aquellas inútiles contiendas entre Obispo y Gobernador, quedaba frustrado el argumento capital de la Cédula de 1802: la coordinación de los servicios militar y eclesiástico, para mayor eficacia de ambos345.

Otra de las finalidades, o sea, la de conseguir la prosperidad de las misiones con la desaparición radical de las rivalidades entre las órdenes misioneras, quedó asimismo desvanecida. Los ciertamente beneméritos padres de Ocopa, a quienes con Requena incumbía la paternidad de la erección del obispado y afrontar las responsabilidades consecuenciales, no correspondieron a la confianza que el Rey les había dispensado al entregarles el cuidado de todas las misiones dependientes   —591→   de la nueva mitra. Apenas si en la jurisdicción de la Audiencia de Quito entraron, si no nos equivocamos346, dos o tres religiosos de aquel colegio, de los cuales fue el principal el padre Antonio José Prieto, que sustituyó en Canelos al padre fray Santiago Riofrío. Prieto conservó la misión del Copataza, redujo a poblado a los infieles de Pindoyacu y formó allí dos iglesias, según informe del Gobernador interino de Quijos, don Manuel Fernández Álvarez.

Ni la cédula, ni la bula de erección del obispado, determinaron de manera cabal la índole de las relaciones que debía haber entre el prelado y los padres de Ocopa y de aquel vacío nacieron escandalosas disidencias. Dichos padres atribuyeron siempre a los prefectos de misión, autonomía completa en el gobierno de ella; y, por tanto, no se avinieron a obedecer al desventurado Obispo, también celoso de su decoro y avinagrado por las fatigas y azares de ingrata labor. Ya en 1813 pudo éste aseverar: «La traba de los servicios de los PP. de Ocopa exclusivamente tiene perdida toda la diócesis». Y en 1815 añadía: «No he recibido de dichos Padres más que desaires, insultos y un absoluto desprecio de mi dignidad y de mi autoridad». Al fin, en 1814, los religiosos, invocando la Real Cédula de 13 de setiembre de 1813 que confiaba las misiones a los diocesanos, abandonaron sus ya desmedradas labores apostólicas. Mainas quedó espiritualmente desierto; y el Obispo solitario en una   —592→   diócesis que de tal tenía sólo el nombre. Se había cumplido lo que, en oficio de 8 de junio de 1809, auguró el ilustrísimo señor Cuero y Caicedo al señor Sánchez Rangel: «El Obispado de Mainas no puede proveer ni sostenerse en una extensión indefinida de terreno sin los auxilios del de Quito...».

El patriotismo quiteño no podía mirar con indiferencia la total destrucción de las misiones; y el presidente de la Audiencia don Toribio Montes, haciéndose eco del sentimiento general por el retorno a la barbarie de numerosas poblaciones, representó al Rey el 22 de diciembre de 1814, la conveniencia de reincorporar la comandancia militar de Mainas a Quito. El 7 de febrero de 1816 pidió, además, la restauración de la Compañía de Jesús. En todo el inmenso territorio de Mainas no había en 1814, según informe del ya mencionado gobernador interino de Quijos, sino cinco parroquias, servidas todas con misioneros de Quito. Esas parroquias eran: La Laguna, en la orilla derecha del Amazonas, Jeveros, Chayabitas, San Regís y Yurimaguas en el Huallaga, atendidas respectivamente por los religiosos franciscanos, fray Pedro Ampudia, fray Juan Pabón, fray Andrés Moreno, fray Pablo Mariño y fray Eusebio Arias347. Erigida la diócesis de Mainas contra los intereses de Quito, era Quito, por medio de regulares, buenos o malos, quien mantenía la diócesis348. ¡Sacrificio admirable, honra inmarcesible!...

  —593→  

Ese mismo patriotismo quiteño se manifestó en el informe que el célebre canónigo magistral don Francisco Rodríguez Soto y don Mariano Guillermo Valdivieso presentaron al Rey, en Madrid, el 7 de octubre de 1820. En él pidieron que se reparara el golpe mortal para la Religión, el Estado y los pueblos, inferido con la erección desafortunada e írrita de la diócesis de Mainas. Indicaron, además, que debía crearse en Quito un colegio de misiones, aplicándole los legados de don Antonio Barba y don Martín Sánchez, dejados respectivamente pata la fundación de una casa de padres Camilos y del Oratorio de San Felipe.

El Rey, como resultado único de aquella insinuación, encargó al Jefe Político de Quito, que dedicase su atención al arreglo de las misiones comprendidas en la jurisdicción de la Presidencia; y, como por decreto de las Cortes no sé podían hacer nuevas fundaciones religiosas, recomendó que las órdenes arbitrasen otros recursos para ese objeto.

No sólo sostuvieron los regulares ecuatorianos las pocas misiones que aun subsistían en el Oriente, sino que el Ecuador dio entonces al Colegio de Ocopa el más ilustre y evangélico de sus obreros: el famoso padre fray José Manuel Plaza, prefecto del colegio y de la misión del Ucayale. Las contiendas que sostuvo con el señor Sánchez Rangel349, si bien deslustran algún tanto la obra benéfica y civilizadora de aquel apóstol, uno de los mejores testigos de nuestros derechos en el Oriente amazónico350, no bastan   —594→   para quitarle la merecida gloria que conquistó durante cincuenta años de fecundo apostolado. Nacido en Riobamba en 1772, entró en la Religión Seráfica el 22 de junio de 1789 y fue, cosa rara entonces, religioso «devoto, honesto, urbano y diligente en el cumplimiento de sus deberes», según afirma el padre Solano, su hermano de hábito. Ordenado sacerdote en 1795, partió a las misiones amazónicas; y penetró en el pueblo de Sarayacu, cuando desalentados y medrosos se aprestaban a dejarlo dos de los religiosos de Ocopa, por la inminencia de gravísimos peligros para su vida. Captose el padre Plaza el amor de los salvajes y derramó a manos llenas entre ellos la semilla evangélica de la civilización. Pocos hombres, dice don Antonio Raimondi, «han poseído como el padre Plaza cualidades personales tan favorables para su ministerio entre los infieles: inteligencia, abnegación, afabilidad, tolerancia; y a la vez energía, actividad, firmeza, todo se reunió en ese distinguido misionero»351. Dotado del sentido de la organización, dio a la empresa misionera una especie de carácter militar, de estupenda eficacia y seducción sobre los moradores de las selvas. No sólo la Cruz le debió servicios inapreciables, sino la ciencia geográfica, con el descubrimiento y exploración de esas regiones y de ríos importantes. Nadie conoció como él las comarcas orientales352.

  —595→  

El padre Plaza fundó numerosos pueblos en el Ucayale. La misión llegó a contar en 1816 trece poblaciones, de las cuales era la principal Sarayacu, asiento del Prefecto. Desorganizadas las misiones en 1824, por haber suprimido el Perú el Colegio de Ocopa, el padre Plaza permaneció en ellas solo y enfermo, como prototipo de santa intrepidez y perseverancia en el más heroico de los ministerios evangélicos.

En 1828 vino a Quito, después de largos años de ausencia; y las autoridades civil y eclesiástica apresuráronse a ofrecer al santo religioso el homenaje de su respeto y su concurso económico para el sostenimiento de las misiones. Provisto de recursos volvió a internarse meses después en la selva. Con caudales de Quito fundó los pueblos de Tierrablanca y Santa Catalina353.

Aun permaneció allí el padre Plaza por largos años. Restablecido el Instituto de Ocopa y puesto bajo la dirección de franciscanos italianos, comenzaron a reflorecer las misiones. De ellas sacó al anciano misionero la legislatura de 1846, fascinada por la elocuencia persuasiva de Rocafuerte, para hacer de él el obispo de la segunda entre las diócesis del Ecuador.

Si Ocopa tuvo la cooperación decidida del mejor y más infatigable de los misioneros americanos de aquella época, nos dio a su vez en la persona del padre Antonio José Prieto, un promotor generoso y audaz de las misiones de Gualaquiza, sobre las cuales no extendía su imperio la cédula de 1802354.

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Salido de Canelos, a causa de graves discrepancias con el ilustrísimo señor Sánchez Rangel, alcanzó el padre Prieto (26 de enero de 1816) del Virrey del Perú permiso para reconocer la situación de la antigua ciudad de Logroño, sus caminos y ríos y levantar el plano de aquel territorio. Del Gobernador interino de Cuenca, don Juan López Tormaleo obtuvo amplio y eficaz auxilio para dicha obra, que había sido precisamente uno de los ensueños de este personaje. El mismo Tormaleo y su socio, doctor Pablo Hilarlo Chica, proporcionaron los medios económicos que la empresa exigía.

Encontradas las ruinas de aquella ciudad, el padre Prieto se consagró a bautizar a los Jíbaros y fundó la población de Gualaquiza, donde edificó iglesia y casa para el misionero355. El ilustrísimo señor Cortázar, inflamado en celo por la reconquista cristiana de esas regiones, se empeñó decisivamente en el envío de misioneros, que prosiguiesen la labor iniciada por el religioso español. Por su parte, López Tormaleo pidió al Rey que crease un obispado, auxiliar de Cuenca, para fomento de la misión y aun recomendó como titular de la mitra al doctor Landa y Ramírez356.

Tras el padre Prieto entraron los presbíteros don José Fermín Villavicencio y don Manuel Mogrovejo, y los franciscanos fray Antonio y fray Rudecindo Aguilar357, quienes trabajaron con eficacia durante algún tiempo y lograron la reducción de los infieles de Bamboisa.



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II. Las misiones, desde la independencia hasta 1845

En 1821, temeroso por la entrada del general San Martín al Perú, el ilustrísimo señor Sánchez Rangel partió a España precipitadamente. Había padecido durante doce años ése, que siempre consideró como verdadero extrañamiento en Jeveros o Moyobamba. De la fantástica diócesis no quedó ya ni el signo único que la personificaba: el afligido Obispo.

El de Quito, monseñor Santander y Villavicencio, nombró en 1822 para curas de Santa Rosa del Napo y de Archidona, a fray José Morales Ordo Minimorum y al presbítero Vicente Guerrero, respectivamente. Quito persistía, pues, en atender las misiones, considerando como inexistente la cédula de 1802.

Consumada la independencia, el ilustrísimo señor Calixto de Miranda, según vimos oportunamente, juzgó que le correspondía el gobierno espiritual de las provincias de Ávila, Archidona y Napo, en virtud del abandono de la diócesis por el señor Rangel (nota de 25 de setiembre de 1823). Recobrada, a su juicio, la jurisdicción continuó, con mayor ahínco, designando párrocos y misioneros, como el presbítero Alejandro Rubio para Ávila, el padre lector fray Mariano Montenegro para Archidona, etc. La doctrina de Macas, que no había sido comprendida en la cédula indicada, se la puso bajo el cuidado del religioso agustiniano fray Alipio Carrera358.

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El doctor José Manuel Flórez procuró igualmente que no faltasen operarios en algunas de las más importantes poblaciones orientales. El padre fray Gaspar Jaramillo Ordo Minimorum fue nombrado cura de Santa Rosa y el doctor José Gabriel Erazo, de Nuestra Señora del Rosario. Elegido posteriormente el mismo señor Miranda gobernador eclesiástico, confió la vicaría del cantón Quijos al presbítero Gregorio Velasco y Flores, quien había sido párroco de Ávila. Cuando éste pasó a Archidona, después del espantoso alzamiento de los záparos y del asesinato del gobernador del Napo y del cura Erazo, ocurridos en setiembre de 1828, le sustituyó el presbítero Diego del Castillo.

En 1826, los indios de Canelos imploraron a la autoridad eclesiástica de Quito que les diese misioneros359; y el ilustrísimo señor Miranda obtuvo de los padres dominicos que se encargasen nuevamente de aquella obra apostólica. El padre fray Pablo Sevilla fue designado al efecto el 5 de diciembre del siguiente año; pero no debió de permanecer allí muchos meses, cuando el 4 de diciembre de 1828, el gobernador del Obispado, nombró para cura de Canelos al padre fray Leandro Fierro, el único que, después de la impresión que causaron los referidos asesinatos, tuvo el valor de penetrar en el Oriente.

En seguimiento del padre Fierro, aceptaron las duras labores de la misión otros religiosos dominicanos, como los padres fray Francisco Alvear, fray Manuel Tamayo y fray Ramón Velasco. El primero se conservó «con una abnegación digna de todo elogio», por más de un trienio   —599→   y formó las poblaciones de Lliquino y del Pindo, en unión con el padre Fierro. El padre Tamayo permaneció un bienio en la jibaría del Pinduyacu, evangelizando especialmente a los salvajes de Arapicos y de las riberas del Pastaza. El padre Velasco mantúvose un quinquenio, observando «conducta irreprensible», si hemos de creer el certificado de fray Mariano Benítez, encargado por los obispos Lasso y Arteta de vigilar el comportamiento de los misioneros360.

El ilustrísimo señor Lasso de la Vega tomó a pechos la obra de las misiones, según vimos oportunamente. Para fomentarla, consiguió que la Orden Dominicana erigiese en colegio de misiones su Recolección de Nuestra Señora de la Peña de Francia, y la franciscana el conventillo de Pomasqui. Además, nombró al padre Plaza prefecto de las misiones de Mainas361; y obtuvo que una falange de franciscanos entrase nuevamente a ellas. «Un grupo de verdaderos hijos de San Francisco», decía el Ministro de lo Interior en su Memoria al Congreso de 1831, ejercita «su celo con el mejor suceso en las márgenes del Napo»362.

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Por desgracia, esos afanes de franciscanos y dominicanos fueron transitorios. En setiembre de 1835, el obispo de Quito señor Arteta encargó, a petición de Rocafuerte, la dirección de la misión de Canelos al presbítero don Juan José Roca, a quien le ofreció el concurso de sacerdotes seculares. El curato principal lo encomendó provisionalmente al padre fray Fernando Jácome, franciscano.

El Presidente, decía el mismo monseñor Arteta,

«ha tomado con el mayor ardor el proyecto de apertura de caminos y recomienda con particularidad que se vean los misioneros más adecuados para promoverla, eligiendo entre los individuos del clero los más aparentes para desempeñar la misión y el plan que se ha propuesto de facilitar el transporte al río de las Amazonas».


Excogitó el prelado esa medida, porque el padre Fierro, «resentido por la causa que se le sigue acerca de su conducta en lo respectivo a misiones, no quiere continuar en ellas». En efecto, Rocafuerte había mandado someter a juicio al valiente, aunque a veces inescrupuloso misionero, el cual no volvió al Oriente. En junio de 1837 el Presidente, disgustado porque se hubiese honrado a Fierro con el nombramiento de prior del convento de Pasto, a pesar de las faltas cometidas en la misión, ordenó se activara el proceso   —601→   iniciado contra él. El padre Velasco continuó sin embargo, hasta dicho año.

No fue, pues, verdad que el Obispo de Quito introdujera «repentinamente en la misión de Canelos a clérigos seculares que de ella echaron a religiosos nuestros», como escribieron en sus Denunciaciones los Capitulares dominicanos de 1840. Lo cierto es que la misión no estaba ya bien atendida; y que, en ocasiones, según afirmó el prelado en nota de 4 de julio de 1842, se enviaban allá frailes de quienes los superiores deseaban descartarse, o que anhelaban hacer negocios.

En 1837 entró a Canelos el presbítero don Mariano Flores; y el siguiente año, el Obispo nombró para Vicario superior de la misión al presbítero don Juan Antonio Checa, capellán de coro de Quito, a quien acompañaron otros clérigos, como don Carlos Fortún, etc.363 Checa y Flores sobresalieron en esa época por su laudable conducta y apostólico desinterés; y en premio de sus servicios, fueron designados en 1844 curas de Baños y Patate. El primero continuó con la dirección de las misiones de Canelos.

Monseñor Arteta atendió también, en la medida permitida por las circunstancias, las misiones de Quijos y Ávila, mandando de tiempo en tiempo curas que permanecían breve lapso. La de Macas, confiada asimismo a clérigos seculares, se puso en 1839 bajo la supervigilancia del celoso   —602→   y austero cura vicario de Riobamba, doctor José Veloz.

El general Flores mostró loable interés por el progreso de las misiones de Gualaquiza, en las que puso admirable empeño el activo Vicario de Cuenca, doctor Vintimilla. Desgraciadamente, no logró que los institutos monásticos enviasen allá operarios, a pesar de las continuas excitaciones que les dirigió para tan sagrado fin.

Dentro de la relajación, era imposible que pudiera obtenerse el concurso eficaz y perseverante de los religiosos para el fomento del heroico y sublime apostolado misionero. Creyose salvar las dificultades que ofrecía el problema, exigiendo que cada Orden crease un colegio, a modo del antiguo de Ocopa; y algunas de ellas no vacilaron en abrirlos, o en aparentar que los abrían, a trueque de obtener ventajas o favores gubernativos. El padre presentado fray Rafael Jaramillo fue destinado a presidir el colegio mercedario; los franciscanos erigieron también en instituto de misiones la Recolección Diegana, conforme al decreto ejecutivo de 8 de marzo de 1841; el padre José Antonio Vizcaíno, con el fin de conseguir la devolución de la Recoleta Dominicana, entregada al general Flores en 1839 y arruinada durante el tiempo que había servido de cuartel, ofreció establecer en ella Cátedras de latinidad, filosofía, teología e idioma de infieles. En 1841, logró Vizcaíno la devolución y el Ejecutivo se reservó el derecho de nombrar el Rector del Colegio, para favorecer con tal cargo a su valido, el padre Vizcaíno.

Todo esto no pasaba de simple estratagema; y las ofertas no se cumplían o las erecciones duraban poco tiempo. ¿Ni cómo pretendía el Gobierno   —603→   fomentar esos colegios, si estaba vigente la ley de 1837, en cuya virtud no podían admitirse novicios menores de 25 años? ¿Contaba, además, con la autorización pontificia, para que la obra se estableciese canónicamente y tuviese el debido apoyo?

El Ejecutivo ratificó en enero de 1844, la disposición por la cual Rocafuerte privó a la Orden Dominicana de la dirección de las misiones de Canelos y del dominio de las parroquias de Baños y Patate; y ordenó que se proveyeran con clérigos seculares, a condición de que éstos diesen de sus proventos una suma anual para el fomento de las misiones. Con tal motivo, el padre Vizcaíno renovó sus porfiadas instancias y promesas de contribuir con sus frailes y entradas; y el general Flores acabó por condescender con los deseos de aquel, siempre que la Recolección se convirtiese en colegio de misiones. Al terminar su período, Vizcaíno asumió el rectorado del instituto; mas, el nuevo Superior de la Orden se opuso a que su predecesor ejerciese ese oficio, porque no había rendido cuenta del manejo de los fondos provinciales, ni satisfecho varios cargos contra su conducta. Alegó, además, el provincial que Vizcaíno había pretendido emancipar la Recolección de los Superiores de la Orden. A poco vino la rebelión de 1845 y la erección quedó nuevamente olvidada. Por eso, el secretario de la provincia dominicana dejó constancia en 1846 de que nunca se «dio un paso para formalizar este colegio, por falta de catedráticos, de rentas, de estudios y estudiantes»; y el Comisario general de Cruzada afirmó en 1843, que «con la muerte del padre Riofrío se perdió aun la esperanza de conservar» la misión de Canelos.

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En suma, ni frailes, ni clérigos, se dedicaban con verdadero espíritu sobrenatural a las misiones. Muy pocos eran entre los primeros los que, según monseñor Arteta,

«podían desempeñar ministerio tan delicado, para el cual se requieren vocación especial y una pureza de costumbres que les preserve de las quejas que se han tenido anteriormente de su inmoralidad».


(Nota de 21 de junio de 1839).                


En cuanto a los clérigos, el mismo Obispo manifestó al Gobierno del general Flores, tan afanoso por el progreso de las misiones, que para ellas sólo se comprometían «los aspirantes a órdenes que no tienen, otro título de congrua» y que, pasados dos años, procuraban a todo trance alcanzar diverso beneficio.

El 15 de setiembre de aquel año volvió a expresar que, «la suma dificultad de encontrar operarios evangélicos para los desiertos que confinan con el río de las Amazonas o Marañón», le había obligado «a ordenar a este título y sin embargo no permanecen los misioneros como ha sucedido en Macas [...] a pesar de haberles adelantado el viático y la renta designada».

Dictábanse severas providencias para que aquellos mundanos eclesiásticos cumpliesen el deber de residencia; pero todas resultaban nugatorias.

Otro obstáculo para el progreso de las misiones era la falta de recursos pecuniarios, rémora casi insalvable que afectaba tanto a las del Ecuador, como a las del Perú. El nuevo Obispo de Mainas364 pidió al de Quito en 1840, que   —605→   abriese suscripción entre seis diocesanos para sostenerlas y cooperar a la obra de la Sociedad de Propagación de la Fe, creada en Lima. Monseñor Arteta consultó con su acostumbrada prudencia el parecer del Gobierno; y éste resolvió que se estableciese más bien en Quito una institución semejante, para el socorro directo de las misiones dependientes de los obispados ecuatorianos. Asimismo, rechazose la pretensión de auxilios de una señora piadosa, doña María Francisca Lomas, que trataba de pasar a Logroño. La dispersión en las colectas y en el empleo de las limosnas, habría sido gravísima imprudencia desde el punto de vista patriótico.

La solicitud del Obispo de Mainas dio pie para que el Gobierno del general Flores comisionase al Vicario Capitular de Cuenca la redacción de un reglamento del Instituto de Propaganda de la Fe; y aquel diligente prelado cumplió su encargo a satisfacción general. El decreto ejecutivo aprobatorio fue expedido el 18 de junio de 1844. La organización debía correr a cargo de la junta central de colectas de misiones, cuyo tesorero sería nombrado por el Gobierno. Había también juntas provinciales, para que ninguna sección del país dejase de contribuir a ese desiderátum de índole patriótica y religiosa a la vez.

Incumbía al Gobierno, según el decreto, ocurrir a Europa por cuatro o seis eclesiásticos para la fundación del colegio de misiones de Licto, conforme a la insinuación del ilustrísimo señor Arteta. Al sostenimiento de ese instituto se destinaron   —606→   los proventos de esa parroquia y los de las de Jipijapa y Sidcay.

El señor Tomás Carcelén, caballero linajudo y piadoso, fue nombrado para tesorero de la junta central, con el designio de infundir confianza al país. El decreto mencionado constituyó reparación tardía de la confiscación de las bulas de Cruzada por el Gobernador del Azuay, en el período anterior.

Declaró el Gobierno que la institución de la Propaganda era meramente nacional, sin dependencia de la de Roma, con la cual sólo podía tener comunión de preces e indulgencias, mas no vinculación jurisdiccional o económica. ¿Cómo no había de mostrar su vetusta faz el medroso regalismo?

¿Se llegó a organizar la junta central? Barruntamos que no. En setiembre de 1844 exigió el Gobierno al Obispo de Quito que procediese a ello; mas, éste nada hizo, seguramente porque no esperaba que fuese provechosa la iniciativa. ¿Qué elementos iban a ponerse al frente de las misiones? ¿Había esperanzas de que, mientras rigiera la Ley de Patronato, nos viniesen de fuera?

El ilustrísimo señor Arteta procuró no descuidar las misiones de la región occidental, especialmente en Esmeraldas, y mantener provistos algunos curatos, como los de Rioverde, Atacames, etc. Todas estas labores escollaban, empero, en la falta de clero abnegado y dócil.