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ArribaAbajoCapítulo I

La construcción de la Patria



ArribaAbajoI. Papel complejo de la Iglesia

En ninguna nación cristiana se ha reducido la Iglesia a su papel meramente espiritual; y en fuerza de las circunstancias ha tenido que participar, llevada del amor, en otros menesteres y ministerios, con el consentimiento de los pueblos. Empero, en el nuestro esa doble actividad ha sido todavía mayor, más honda y eficaz.

Ante todo, permítasenos breve y apodíctica reflexión. Si la Iglesia tuvo ese encargo cimental de constituir el fermento que leudó y purificó constantemente la masa social, inspirando espíritu evangélico; si no se contentó con imprimir su genio en las instituciones sociales y políticas, sino que intervino por doquiera como antemural de pasiones, freno de desórdenes, policía de costumbres, cimiento de buena vida, promotora de ideas felices, mediadora de paz, defensa de los diversos elementos sociales y creadora de la patria, fue porque nadie le podía, ni quería sustituir en este encargo proteico. Estuvo en todo; porque en todo se necesitaba su magisterio de amor y sus veneros de luz. Frente a la inmadurez de las fuerzas civiles para organizar la nacionalidad, ella simbolizó la sabiduría y experiencia acumuladas en quince siglos cristianos, particularmente en la Madre Patria.

Veamos algunas de las formas de la omnipresencia de Cristo que la Iglesia tuvo desde el primer día en el Ecuador, sin pretender agotar la materia, ni patentizar, de modo cabal, ese haz de glorias refulgentes.


Acompaña a los conquistadores

No se desdeñó el clero de acompañar a los conquistadores en sus primeros pasos, sin que le arredraran los peligros materiales, los azares de los campamentos, las privaciones y sacrificios de la vida militar, la índole incógnita de las nuevas tierras y de sus moradores primigenios. Los Reyes de España, abocados a la grandiosa empresa espiritual de la conquista de un mundo nuevo, cuidaron de que esos centauros que pasaban a América, mitad hombres, mitad fabulosos gigantes, tuvieran a su lado sacerdotes y religiosos, que les hablaran el idioma del Evangelio, les señalarán constantemente la meta de la obra, apartándoles de cuanto de ella se desviaba, les impidieran desmanes contra los vencidos y mantuvieran la unidad que reclamaba la ardua y temerosa cruzada.

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Por eso ninguna expedición se hizo en que no interviniesen clérigos y frailes, como personeros del ideal cristiano. Puede ser que en algún caso se mezclasen móviles terrenos; pero de todos modos, su participación fue eminentemente provechosa para sosiego de las almas y luz de las conciencias.

Desde los iniciales proyectos de descubrimiento del Imperio del Perú, esbozados por Diego de Almagro y Francisco Pizarro, encontramos a Herrando de Luque, Vicario a la sazón de Panamá, como socio de la conquista y particionero de riesgos y desventuras. Temeroso, sin duda, del carácter de los dos Capitanes, antes de salir les obliga a jurar fidelidad. Con razón dice el P. Bayle: «El Perú puede decirse nació a la fe y a la civilización sobre una hostia consagrada; del juramento sobre ella prestado por los tres locos, Pizarro, Almagro y Luque, que arriesgan su caudal, su honra y su vida...12»

Bellamente expresó, en Armas antárticas, Juan de Miramontes Zuázola:


«Él y Diego de Almagro, en la jornada
hicieron amigable compañía,
de que cuanto ganasen por la espada,
igual entre las dos se partiría.
Almagro, a sus expensas, dio la armada,
Pizarro, su prudencia y valentía;
Dios de presente prosperó el intento
y consiguiose el fin del pensamiento13».



Cuando ocurren los primeros desacuerdos, que habían de culminar en épica tragedia, Luque se esfuerza, como mediador, en que sus compañeros acudan personalmente al Rey de España y en que ninguno se atribuya la primogenitura a título de más fuerte astuto: «Plegue a Dios, les dijo, que no os hurtéis el uno al otro la bendición, como Jacob a Esaú. Yo holgara todavía que a lo amenos fuérades entrambos». Se le desoye; y ambos intrépidos caudillos preparan mutuamente su ruina... La muerte de Luque fue la señal de ruptura definitiva; y nada lograron las intervenciones sucesivas de fray Tomás de Berlanga O. P., del mercedario Bobadilla, de fray Juan de Olías y del Ilmo. señor Valverde14. Uno de los religiosos a quienes acabamos de mencionar, fray Tomás de Berlanga, tiene para nosotros un mérito esclarecido: el de haber descubierto, dos años después de la conquista del Perú, o sea en marzo de   —3→   1535, el Archipiélago de Colón. Venía el Obispo de Panamá a Portoviejo; y el barco en que navegaba fue a dar, según parece, a la Isla Isabela. El Obispo celebró allí, por vez primera, el Santo Sacrificio; y él fue el que inició el estudio y la relación de la naturaleza del Archipiélago en carta dirigida a Carlos V, escrita el 26 de abril del mismo año.

En el segundo viaje de reconocimiento, acompañó a Pizarro un grupo de esforzados religiosos dominicanos, bajo la dirección del P. Fray Reginaldo de Pedraza, comisionado al efecto por cédula real de 1529. Esa legión estuvo formada por los PP. Fray Alonso de Burgalés, Fray Pedro de Yépez, Fray Vicente de Valverde, Fray Tomás de Toro y Fray Pablo de la Cruz. Ya la Orden Dominicana se había hecho célebre por su ardiente y ubicua defensa del indio; y el Rey dispuso que esos frailes, no sólo acompañaran a los expedicionarios, sino que les sirvieran de consejeros y consultores suyos en los asuntos importantes, de modo que no se tomase ninguna resolución sin su dictamen. Dichos religiosos fueron, pues, los primeros que recorrieron la costa ecuatoriana, predicando el Evangelio. «El Gobernador (Pizarro) -escribe Jerez- sin hacerles mal ni enojo alguno (a los indios) los recibía amorosamente, haciéndoles entender algunas cosas para traerlos en conocimiento de nuestra santa Fe por algunos religiosos que para ello llevaba». Varios de ellos volviéronse más tarde, ya a España, ya a su residencia primera; y sólo quedaron en la conquista del Perú Fray Vicente de Valverde y el capellán del ejército, que era el clérigo Juan de Sosa, partícipe en el reparto del botín de Atahualpa.

Don Pedro de Alvarado trae consigo, para descargo de los deberes reales, a hijos de San Francisco, «personas de toda religión, buena vida y ejemplo»; a «dos de la Redención, no de menos estima» y, además, a tres o cinco sacerdotes seculares, «porque nuestras conciencias se reformen con tales religiosos y eclesiásticos». Entre los frailes mercedarios que acompañaron al Adelantado estuvo, según se conjetura, Gonzalo de Vera, que fue, años después, uno de los miembros de la expedición de Gonzalo Pizarro a la región de los Quijos.

El principal de los frailes de la Orden de Menores era el renombrado Marcos de Niza, que había cobrado autoridad en México. «El año de 1531 -dice el P. Mariano Cuevas en su Historia de la nación mexicana-, fray Marcos se hallaba en León de Nicaragua, de paso para el Perú y al lado del célebre dominico Fray Bartolomé de Las Casas que llevaba el mismo destino. Pasaron, al efecto, a tierras peruanas, pero no se entendieron con Pizarro. Vínose entonces Fray Marcos a México, fue gran amigo del Obispo Zumárraga y andando el tiempo y aún a pesar de su extranjería, llegó a ser provincial de esta Provincia Franciscana del Santo Evangelio». (Pág. 194).

Posteriormente, arribaron a la costa ecuatoriana con Sebastián   —4→   de Benalcázar tres religiosos mercedarios: Francisco Bobadilla, Jerónimo Pontevedra y Juan de las Varillas15.




Mediación en contiendas intestinas

Su misma condición de particioneros de la vida militar en regiones de ensueño e inmolación a un tiempo, donde el soldado tenía que ser a la vez constructor y adalid; abriéndose camino a través de la selva virgínea y de las lanzas enherboladas del indio, les puso en el caso de servir de mediadores en las turbulencias y rencillas de los conquistadores. La mayoría de los eclesiásticos no se enfeudó en un partido determinado; y conservó antes bien su independencia para intervenir en la composición de las divergencias, que amenazarán ahogar en su raíz el ímpetu de la conquista.

Apenas recibe Almagro carta del Adelantado Alvarado nombra una comisión, presidida por el Presbítero Bartolomé Segovia, para que trate con él. El P. Marcos Niza, a la par del Licenciado Caldera y el Capitán Ruy Díaz, interviene luego en el arreglo de sus diferencias; y tanta fue su actividad, andando «de un cabo y otro», que logró impedir el derramamiento de sangre. Entre los partidarios de Pizarra y Almagro, se interpone varias veces fray Vicente de Valverde. El Obispo de Lima, don Fray Jerónimo de Loayza, media entre los Oidores y Vaca de Castro; libra a éste de la prisión a que le somete Núñez Vela; y trata luego de apaciguar al Virrey y Gonzalo Pizarro, labor en que le asisten dos clérigos y el P. Tomás de San Martín O. P. No se arredra el Prelado por las amenazas16, e insiste en que Pizarro acuda al Rey para alcanzar la suspensión de las Ordenanzas, que tenían revuelto el imperio colonial, y que, entre tanto, postergue la apelación a las armas. Los excesos del Virrey comprometen más y más la situación; y los Obispos de Lima, Cuzco y Quito, considerando la inutilidad de la resistencia, aconsejan dar a Pizarro la gobernación, con tal que «hiciera pleito homenaje de dejarla cuando el Rey se lo mandara».

El Virrey se viene a Quito para allegar elementos y disponerse a combatir a Pizarro. Fray Jodoco Ricki trata estérilmente de evitar el rompimiento definitivo y brinda a Núñez Vela asilo en su convento. En los aledaños de nuestra Capital, después de largo período de vaivenes e incertidumbres, se libra la batalla de Iñaquito, donde el pobre representante del Rey cae herido. Antes de que la saña de un desapoderado pizarrista la cortara la cabeza, el piadoso capellán Francisco Herrera,   —5→   que recorría el campo ensangrentado, le absuelve y alienta. Es la voz de la Iglesia, que acompaña a los ejércitos, pero que se sobrepone a las pasiones de partido y representa la caridad de Cristo en medio de la bancarrota de la fraternidad.

No puede menos de maravillar que los Obispos de Lima, Cuzco y Quito siguiesen al Ejército Real en la guerra contra Gonzalo Pizarro; y estamos casi por suscribir la afirmación del Ilmo. señor González Suárez de que habría sido mejor hallarlos en las iglesias, antes que en los campos de batalla17. Mas, si examina profundamente los hechos, el historiador se tienta de darles razón: se trataba de magnificar de nuevo la autoridad real, después de largo período de rebelión contra las Ordenanzas que trastornaron ingentes intereses creados, disconformes con la justicia social, y de restaurar la paz hondamente quebrantada. El Comisionado real para restablecer el orden y sosegar pasiones era un sacerdote benemérito, La Gasca, que venía a poner óleo de suavidad en las hirvientes heridas causadas por la contienda. Los obispos, al acompañar al ejército, enaltecían a los ojos del pueblo la causa que La Gasca representaba y contribuían a la obra de justicia que el Rey se había propuesto. Por otra parte, los Prelados habían procurado obtener que las disposiciones reales se cumpliesen, pero con sagacidad y maña, para no causar mayores males: La Gasca encarnaba ese espíritu de concordia. Por esto le acompañaron, aun en los momentos en que era forzosa acudir, ultima ratio, a la fuerza, como amparo del derecho infringido.

Fray Hernando de Granada medió entre Benalcázar y Andagoya. Durante largo tiempo anduvo «con un crucifijo en las manos» requiriéndoles por el servicio de Dios que no moviesen escándalo en la gobernación de Popayán18. El Primer Vicario Capitular de Quito, por muerte del Ilmo. señor Díaz Arias, don Pedro Rodríguez de Aguayo, arcediano del Coro, había sido también habilísimo diplomático. Como tal intervino con eficacia en los alzamientos de Hernández Jirón en el Perú y de Álvaro de Oyón en Popayán.




Valladar de excesos

La Iglesia templó la violencia de los conquistadores, previno la comisión de crímenes contra la humanidad y el derecho de gentes o, a lo menos, atenuó las medidas excogitadas, cuando se tornaron inevitables. Están casi definitiva y radicalmente desvanecidos los cargos que desaprensivos cronistas tejieron contra el primer obispo sudamericano, el P. Fray Vicente de Valverde O. P., «enviado por S. Majestad para predicar el Evangelio», como dicen documentos coetáneos. La defensa hecha por nuestro ilustre coterráneo, el R. P. Alberto M. Torres, ha deshecho tradicionales acusaciones.   —6→   Y si aún no se le hubiese exculpado de la insinuación a Pizarro de que, sin más miramiento, después del ritual requerimiento a la aceptación del Evangelio, procediese a la captura de Atahualpa; constaría de modo auténtico e indiscutible que ahincó sus esfuerzos para que el desdichado monarca recibiese el bautismo y se evitara así el baldón para España de quemarle vivo, como se había decretado en sentencia, que Valverde, en desacuerdo con el Capellán del ejército, no quiso aprobar. A ello, tal vez, se debió la enemistad de Pizarro contra el Primer Obispo del Cuzco. El P. Marcos Niza, contra el cual se elaboraron análogas calumnias, se empeñó vivamente en que no se diera igual muerte a varios capitanes de Atahualpa; y «no fue parte para se lo estorbar con cuanto les prediqué19».

Las instituciones canónicas de la Edad Media habían establecido el asilo de templos y monasterios, fortalezas de la debilidad contra las desapoderadas pasiones de la multitud o de audaces caudillos. Sin embargo, muchas veces, hombres de fe, pero cegados por la ira partidarista, pisotearon esas instituciones e hicieron inútil la acción de la Iglesia. Después de la batalla de Iñaquito, salvó la vida el Alcalde de Pasto, Francisco Morán, acogiéndose al amparo de los Franciscanos; pero la saña de Pizarro no perdonó a otros -como Sancho de la Carrera, alcalde de Quito- que buscaron idéntico refugio; y aun se dio el caso insólito de que Hernando Sarmiento, teniente de Gobernador de esta ciudad, fuese sacada de su abrigo junto al Sagrario, donde estaba el Amor de los Amores, para ser degollado a la luz del sol; horrible desacató, incomprensible en un soldado que, en horas de sosiego, se postraba rendido y humilde ante el Sacramento...!!!






ArribaAbajoII. La fundación de ciudades

En los breves remansos siguientes a la conquista por medio de las armas, o entre una y otra batalla, se verificaban las fundaciones de ciudades. Como símbolo y antecedente de prioridad de derecho, se efectuó de prisa el establecimiento de Santiago de Quito, donde estuvo la   —7→   antigua Riobamba, el 15 de Agosto de 1534, por el Mariscal Diego de Almagro a nombre del Gobernador Francisco Pizarro; mas, hecho el avenimiento con Alvarado, procedió Almagro a una segunda fundación, aunque de lejos: la de la villa de San Francisco de Quito, en «el sitio y asiento -dice el acta- donde está el pueblo que en lengua de indios ahora se llama Quito, que estará treinta leguas poco más o menos de esta ciudad de Santiago, al cual puso por nombre la Villa de San Francisco...». La misma acta expresa con claridad los arduos designios de dichas fundaciones: «para que más verdaderamente vengan (los indios) a las paces y se conviertan a nuestra santa Fe católica con la conversación e buen ejemplo e doctrina de los españoles vasallos de su Majestad».

Desvanecido el peligro de Alvarado, avanzó por segunda vez (la primera había sido antes de la fundación de Santiago) hacia El Quito, el Capitán Sebastián de Benalcázar, Teniente de Gobernador de Pizarro, quien, en unión con el Cabildo, comenzó el 6 de Diciembre a poner por obra la traza de la ciudad, señalar solares a cada uno de sus moradores y promover la edificación del templo de Dios, que no pudo ser, coma se ha creído, el de Vera Cruz -cambiado después con el nombre significativo de Belén-, el cual constituyó apenas una ermita situada fuera de la ciudad. Luego se debió de levantar la Iglesia parroquial, junto a la plaza mayor. Si en el acta de asentamiento de los vecinos de Santiago de Quito, encontramos la mención de un P. García y del Presbítero Juan Rodríguez, en la de San Francisco hallamos dos: el mismo Rodríguez y Francisca Jiménez. El P. Jemes y Jijón y Caamaño dicen que vino también a Quito, junto con Benalcázar, el P. Bartolomé de Segovia, quien «por mandado del... Señor Mariscal fue al Real del... Adelantado para hablar con él dos veces».


Caracteres de Quito

Indispensable es examinar siquiera brevemente, la índole de la nueva Villa, Quito, más que todas las otras ciudades americanas, basadas en unos mismos principios y fundamentos técnicos, fue eminentemente defensiva, aristocrática y religiosa, tres caracteres que no pueden disociarse sin que aquella pierda su fisonomía y genio particulares.

Ciudad para la defensa, en primer término: aunque erigida, como mandaban las Reales Cédulas, en sitio bello, en los declivios del Pichincha, su elección provino, ante todo, de la necesidad de amparar la reciente creación contra las asechanzas de sus antiguos moradores, todavía no pacificados completamente. Por esto se sitúa entre profundas quebradas, llamadas, precisamente a lo militar, «cavas», que dificultaban la comunicación de sus habitantes con los campos circunvecinos y los aislaban de los indios, impidiendo ataques sorpresivos. Los primeros pobladores no se preocuparon del progreso urbano, ni del crecimiento   —8→   demográfico; por eso desatendieron el gravísimo óbice que ponían al ensanche de la población al situarla «en esta parte de tanta estrechura» como dice Ortiguera20, entre hondas quiebras y temerosos barrancos, por donde se vaciaban los torrentes desprendidos de la gigantesca altura, a cuyos pies ubicaron la flamante y tímida villa.

Como ciudad defensiva, protegida con eficacia por riscos y hendeduras, tenía que ser eminentemente religiosa, propicia a la plegaria y a las efusiones sobrenaturales, más que otra alguna entre las creadas por el genio hispánico, genio de suyo idealista y espiritualizador de todas las cosas. Su máximo antemural, a la par del asiento, había de ser el Cielo...

Ciudad aristocrática, porque se componía de hombres de guerra, venidos para la conquista y la lucha, hechos al peligro y a los vaivenes de la fortuna; pero que asentaban sus pares en tierra de una raza tenida por inferior y a la cual debían elevar y magnificar con esa fe, de la cual le venía a España su misión imperial y avasalladora que le erigía en cabeza de todas las naciones cristianas de la época.

La ciudad se fundaba, pues, en el dominio relativo de la raza conquistadora sobre el elemento indio (la esclavitud había sido prohibida en 1530 de manera absoluta), en la hegemonía económica respecto de éste, hegemonía que era menester templar por la comunión espiritual con él, en virtud del grandioso fin que a la conquista habían atribuido los monarcas castellanos. Ese es el eje semicontradictorio, el tejido abigarrado de la urdimbre social del coloniaje: por un lado un hecho de fuerza; por otro un movimiento esencialmente espiritualizador, una palingenesia de amor, sobre todo cuando la religión logra refrenar los instintos codiciosos y salaces de los conquistadores. Hace poco ha escrito el Dr. Richard Konetzke: «No surge allí una sociedad europea sobrepuesta a una población indígena sojuzgada y esclavizada, sino se abre el camino para que los indios, como personas libres, entren en contacto con los blancos y se incorporen a su sociedad21».

Ciudad encerrada; ceñida y aislada por las grandes alturas de una naturaleza seductora pero áspera; alejada del mar y desprovista de fáciles comunicaciones, Quito, poesía hecha piedra, tuvo que ser radicalmente religiosa. Una ciudad-templo; una organización cívico-religiosa. Por eso todas las instituciones de su primera época tienen estilo sagrado, una manera de ser espiritual, sello de Dios. Su carácter religioso no proviene únicamente de la abundancia de iglesias, relicarios y joyeles   —9→   de arte, sino del espíritu impreso en la ciudad, de su ambiente impregnado de esencias espirituales y criterios morales de insuperable valor.

Esa trinidad de caracteres, íntimamente hermanada entre sí, hizo de Quito única en su género, o casi única, dentro de la estirpe de las ciudades americanas, que fueron continuación moral y jurídica de la vida castellana y síntesis de bases románicas, modificada por influjos medievales e hispánicos. Nadie entenderá una ciudad de América si prescinde de los antecedentes peninsulares, de la atmósfera propia de la conquista y de la irradiación e incidencia de este hecho en todas las instituciones.




El Cabildo

En la iniciación, el gobierno civil está en manos del Teniente de Gobernador nombrado por Pizarro y del Cabildo. Este, a falta de Audiencia, ejercía facultades amplísimas, por lo cual puede decirse que fue la cabeza primera de un Estado naciente, la voz de la nacionalidad que daba sus vagidos infantiles dentro del ámbito geográfico histórico del antiguo Reino del Quito. Esas atribuciones, aparte de las comunes a toda urbe, correspondieron a la triple característica que se acaba de señalar. Unas se enderezan a la defensa de la ciudad; otras a la conservación de la supremacía económica del elemento blanco sobre el aborigen; otras; en fin, al Vasallaje Divino y al fomento del culto. Así, cuando el Cabildo prohíbe que los españoles vendan sus caballos a los indios, y ordena los compren quienes no los tengan, (31 de mayo de 1535 y 12 de noviembre de 1537), provee a la defensa de la ciudad, aun cuando el motivo parezca simplemente económico.

Esa institución atendió desde el primer día al mantenimiento de las bases económicas necesarias para asegurar la hegemonía del conquistador sobre la raza conquistada. Medios eficaces fueron el reparto de solares urbanos a cuantos españoles lo pidieren y quisieren asentarse definitivamente en esta provincia; la distribución de la tierra; y el reparto de los indios en encomienda22, institución españolísima, derivado de la feudalidad, que en América toma propiedades peculiares y se vincula a fines religiosos, no cumplidos, por desgracia, en buena parte de los casos.

El reparto de solares en Quito hízose de conformidad con la Cédula Real de 18 de junio de 1513, según la cual no podían exceder de 50   —10→   por 100 pies, a fin de que todos gozaran de una propiedad urbana. Además, en la vecindad de cada población debía haber un ejido, o propiedad comunal, donde pacerían los animales del vecindario, sin daño para la salud de éste. La extensión de los primitivos ejidos fue enorme. El de Quito, según informe de 1573, tenía hasta dos leguas de largo y media de ancho. Después se redujo en una tercera parte, que se la repartió para estancias de pan llevar.

Los principales vecinos recibieron, además, un número de indios en encomienda, para proveer a su instrucción religiosa. Ya el primer obispo sudamericano, Fray Vicente de Valverde, había levantado su voz en contra de ese sistema y escrito al Rey en forma terminante: «Ya es contra razón, que a una persona libre, sin haber por qué, le quiten su libertad: que si no es quitarle la vida, no le pueden hacer mayor daño. A lo que a mí me parece, el indio que de esta manera le compelen por una cédula a que sirva a uno, es de peor condición que un esclavo...» Las Leyes Nuevas, de 1542, quisieron reformar el régimen; pero dieron origen a la primera sublevación, acaudillada por Pizarro, para emancipar prácticamente el mundo americano del régimen jurídico que pretendía implantar Felipe II, de acuerdo con su inspiración cristiana. Los intereses fueron más poderosos que los reyes...




La tierra

En cuanto a la propiedad rústica, triunfó la doctrina de que pertenecía a la Comunidad, representada por el Cabildo, antes que al rey, quien la adjudicaba a los conquistadores. De manera que, si bien al principio el Cabildo repartió tierras de labrantío en una especie de usufructo, pronto se pasó a la plena propiedad: el 4 de abril de 1537, el capitán Pedro de Puelles, en virtud de los poderes que le había conferido Pizarro, «... dio por servidos todos los solares, caballerías y estancias de ganados y no ganados, y otras cosas que por el cabildo de esta dicha villa hasta hoy dicho día estaban dados y señalados a los vecinos de ella para que cada uno de los tales vecinos se aproveche de ello y lo pueda trocar e cambiar vender y enajenar como cosa suya propia».

El espíritu cristiano fue parte para que el Cabildo señalase como límite de cada heredad ganadera 150 hectáreas más o menos; y para las meramente agrícolas alrededor de cinco hectáreas. Pronto, sin embargo, la codicia rompió esos estrechos marcos; y comenzaron a formarse los latifundios coloniales a espaldas de la ley y de la autoridad. Así se constituyó en América uno como nuevo feudalismo. La sabiduría española mantuvo los ejidos contra viento y marea; y su destrucción fue una de las ligerezas con que deslustró el brillo de su prudencia la revolución emancipadora.

Mas, esa tendencia a fortificar el derecho preeminente del blanco a la posesión de la tierra, sobre todo de la vacante y eriaza (que era   —11→   la más abundante), se dio la mano felizmente con la decisión cristiana de defender el capital humano primigenio, el indio. Numerosísimas son las disposiciones del Cabildo quitense en bien de los naturales; y no acabaríamos si quisiésemos rememorarlas y ponderarlas. No sólo se mandó devolver a su lugar nativo a los indios sacados para los menesteres de la conquista, sino que quedaron prohibidas las nuevas extracciones; y aún aquellas que podían cohonestarse con motivos patrióticos o de servicio real, encontraron obstáculo en la firmeza de dicha entidad. Recuérdese la resistencia que opuso a la salida de los indios que pretendía llevar Benalcázar a sus fabulosas conquistas (29 de julio y 5 de septiembre de 1537 y 18 de enero de 1538); y la prohibición a Gonzalo Díaz de Pineda para que los sacase con destino a la pacificación de los Quijos (28 de febrero de 1539), etc. Se llegó aún a decretar pena de muerte para el español que llevase indios fuera de Quito (1545). El Cabildo sancionó la invasión de los blancos en tierras de naturales, las cargas excesivas (superiores a arroba y media) y otros abusos, la entrada de españoles y negros en poblaciones de indios, etc., etc. Para recoger a los españoles ambulantes se nombró un alcalde. Se reprimió enérgicamente la embriaguez y se vigiló con eficacia a fin de que los nativos cultivasen sus tierras. Y no se diga que todo aquello era letra muerta o quedaba escrito, pues las autoridades reales se encargaban de hacer cumplir las disposiciones cabildales y de residenciar a los alcaldes y regidores que las desconocían. Así, La Gasca nombró visitador y juez de residencia para el Cabildo de Quito al licenciado Antonio de la Gama, encargándole averiguar secreta o públicamente según los casos, «el cuidado que han tenido del buen tratamiento y conservación y perpetuidad de los naturales23».

Los propios naturales no se arredraban de dirigirse a los Monarcas para obtener justicia. Así, en 1588, Pedro de Henao instó al Rey a fin de que mandase que los españoles recaudasen por sí mismos los tributos y no los hiciesen cobrar por medio de los naturales24.

El régimen social de la ciudad, si proclive a desvíos, no fue individualista, sobre todo acabada la tiranía a que dio origen la rebelión de los Pizarros contra las Leyes Nuevas25. Constituido a raíz de uno de   —12→   esos grandes acontecimientos que dan término a una edad y nacimiento a otra, tiene aún las características del Medioevo. Cada hombre está en su clase; y cada clase tiene su reglamento y la protección de la autoridad, dentro de las exigencias del bien común. Por eso, el Cabildo atiende con esmero a la conservación de los gremios: cada año constituye alcaldes de los numerosos que existen en la ciudad; y continuamente fija aranceles de sus trabajos.

Esos gremios estuvieron en Quito abiertos a toda clase de elementos. Al revés de lo que ocurrió en otras provincias mayores de América26, podían ser maestros los indios y mestizos, aunque, en virtud de la primacía social de los españoles, aquellos estaban obligados a acudir al domicilio de éstos para determinadas obras. Así, los zapateros tenían que trasladarse a casa de los españoles a calzarlos27.

El Cabildo fue institución eminentemente religiosa. Su espíritu cristiano no constituía mero signo de la época, saturada de fe y de altos ideales; ni significó una cosa de sobrehaz, de simple apariencia, o de circunstancias. La religión es el aliento de vida, la inspiración, el nervio de toda la actividad municipal, inexplicable sin ella o fuera de ella. El Cabildo se reúne «para entender, platicar e proveer cosas cumplideras al servicio de Dios nuestro Señor e al servicio de su majestad y al bien e pro común de esta villa vecinos y moradores». El vasallaje respecto de Dios tiene la primacía y explica todo lo demás.

Para tener al Señor presente en cada uno de los actos concernientes a la ciudad, se levanta en la propia Casa Capitular una capilla y se la pone al cuidado de la Orden de la Verdad28. Todos los pasos importantes de los Cabildos -especialmente de los de Quito y Cuenca- se inician en el nombre de la Augusta Trinidad. La inauguración del año y el nombramiento de los funcionarios que presiden la vida municipal, se realiza después de un acto religioso, en que el predicador esclarece los deberes inherentes al servicio urbano. El Cabildo participa oficialmente en las fiestas que se suceden en el decurso del año litúrgico; y él mismo promueve, organiza y magnifica con su presencia las principales, que toman así sello particular, esplendor más notable e influencia decisiva en las costumbres sociales. No es, pues, elemento pasivo, materia   —13→   receptiva y plástica. El Municipio da y recibe alternativamente, está en comunión con su pueblo, se troquela en él y lo troquela a su vez.

En los primeros días de la novel ciudad, el Cabildo llegó a señalar y quitar curas y mayordomos de Iglesia. ¿Lo hizo, como se ha creído, en ejercicio de supuesto derecho de patrono? Nos atreveríamos a sostenerlo, si nos atuviéramos sólo a los términos empleados y a que el nombramiento se hacía «en nombre de su majestad» (acta de 30 de julio de 1534). Mas, el Cabildo se limitaba a llenar un vacío mientras el Prelado, legítimamente constituido, designase el titular, «hasta en tanto que su majestad o el Obispo de estas provincias provean otra cosa», según dice el acta de 12 de noviembre de 1537, en que se nombró para párroco a Diego Riquelme.




Erección de conventos

Así como la ciudad «defensiva» se asentó junto a las «cavas», la ciudad «religiosa» fue fijando en sitios como si dijéramos estratégicos, los templos y conventos, de modo que nadie quedase dentro de ella desatendido espiritualmente y que, por el contrario, todos sus pobladores tuviesen a la mano los elementos de vida divina que la Iglesia comunica a sus miembros. Dice muy bien el R. P. José María Vargas que «desde el principio y sin premeditación se hizo el plano de una ciudad monumental y religiosa, en la que los conventos y templos serían las mansiones de la paz y del retiro29». Sorprende, en verdad, que una urbe escondida, sin grandes fuentes de riqueza, recostada en los declivios del volcán como un nido de cóndores, se trazase programa tan excelso y perdurable que le había de dar imperecedera gloria. Cuando se repartieron los primeros solares a los peninsulares avecindados en Quito, se debió de señalar la ubicación del monasterio e iglesia de San Francisco. En 1537, Fray Jodoco Ricki, pedía otros, «que son pasando el río a las espaldas de este monasterio», para que los indios sirvientes sembraran sus patatales y maíz, a lo cual accedió el Cabildo; y al año siguiente se adjudicó al convento un «pedazo de tierra para huerta» a petición de fray Gonzalo30. El 25 de Enero de 1537 se dio a la Merced y al P. Fray Hernando de Granada una suerte en Pomasqui, lo cual hace presumir que el Convento estaba ya establecido formalmente en Quito. En el mismo año, 25 de junio, se le señalaron a Fray Hernando una estancia para sembrar y otra para ganado porcuno, en el camino de Píntag. En cambio, consta que el P. Fray Gregorio de Zarazo, de la Orden de Santo Domingo, pidió solares con el propósito de hacer su convento el 19 de junio de 1541, por la «falta que hay en esta tierra e a habido de la palabra de Dios en no haber habido hasta ahora monasterio». Y asimismo, el 17 de julio de 1573, el Cabildo, motu proprio, es decir llevado exclusivamente de su   —14→   celo religioso, trató acerca del establecimiento de la Comunidad del Señor San Agustín y acordó que se erigiera en las casas «de Egüez de Moscoso e que se consulte con los señores Presidente e Oidores para que se dé la orden que sobre ello convenga31». Al siguiente año se autorizó al Convento a ocupar en la fábrica de la Iglesia una parte de la calle «para arriba», pues «casi no la anda nadie, y aunque se hubiese de andar, adelante quedaba calle suficiente» (Cabildo de 23 de julio de 1574). Completo el cuadro de las cuatro grandes congregaciones existentes a la sazón en el ámbito del Virreinato, quedaron concluidas las fortalezas espirituales de esa ciudad, mitad guerrera y mitad religiosa. Más tarde, el mismo Cabildo se preocuparía de dotar a las recolecciones de sitio suficiente para esos centros de retiro y oración, «atento a que es de mucho servicio de Dios y bien y aumento y ennoblecimiento de esta República32».

Nada evidencia mejor el espíritu religioso del Cabildo que la erección del primer Monasterio de religiosas, a petición del Ilmo. Fray Pedro de la Peña, segundo Obispo de Quito. Ocupose en este asunto el Ayuntamiento en sesión de 8 de Octubre de 1575. Rememorose allí que al Presidente y Oidores de la Audiencia se les habían solicitado «los pesos e hacienda que Pedro de Arroba difunto había dejado», y que, por causa de un pleito existente, se denegó la petición y ordenó que «en nombre de esta ciudad se comprasen las casas de Alonso de Paz, vecina della por nueve mil e quinientos pesos de plata corriente marcada», atendiendo a que la erección se enderezaba «al servicio de Dios Nuestro Señor». En consecuencia, el Cabildo confirmó lo hecho, porque «la obra es muy santa e conveniente e necesaria para esta República, vecinos e moradores de esta ciudad, y que se lleve adelante...33» En consecuencia, el Cabildo, por medio de sus personeros, llevó a término la fundación, con la cual quedó perenne constancia del genio, no simplemente cristiano, sino ascético, de esa institución tan representativa de la patria. El monasterio se denominó de la Concepción, ratificando así la fe de Quito en el dogma de la Inmaculada. Para fortalecer económicamente al convento, le dotó de encomienda de indios34, y de tierras en Guajaló35.

Asimismo, cuando llegaron los jesuitas, la Real Audiencia se apresuró a pedir al Cabildo Eclesiástico, en cumplimiento de una recomendación del Virrey, que se les entregaran la Iglesia y el sitio contiguo de Santa Bárbara, porque ellos «han hecho mucho fruto y lo hacen en bien espiritual y predicación evangélica así a los naturales como   —15→   españoles que en estas partes residen36». El Cabildo, en sede vacante, accedió a la solicitud, a condición de que si la Compañía dejaba Santa Bárbara volviesen esos inmuebles al dominio del Ordinario. La labor del Poder civil se anticipaba, pues, en muchos casos, a la de la Iglesia en la promoción del bien espiritual.




Quito realiza el ideal tomista

Nadie ha penetrado más hondamente en el espíritu de la ciudad americana del siglo XVI y de su Cabildo que el escritor Justus Wolfran Schottelius. Su estudio constituye luminosa síntesis de la vida municipal de Quito, tal cual nos la revelan los Libros de Cabildo editados por el I. Ayuntamiento bajo la docta dirección del Académico de la Historia don J. Roberto Páez. Según el pensador alemán, las actas de dicha institución nos presentan «un cuadro de vida urbana que corresponde absolutamente en sus rasgos principales al ideal teórico elaborado por Santo Tomás de Aquino en sus escritos sobre la ciudad». Muchas páginas del Regimine Principum parecen, efectivamente, haber sido meditadas y trasladadas a la actividad del Cabildo por la prudencia de los munícipes quiteños, preocupados de realizar la vida buena en este rincón de América. Vida buena que consiste, ante todo, en la virtud y por modo simplemente instrumental, en la suficiencia de riquezas temporales, que proporciona una naturaleza amena, pero no pródiga, ni relajadora de responsabilidades; vida buena en que los bienes naturales van a la par de los artificiales, como las sustancias metálicas de que se fabrican las monedas; vida buena, en la cual hay orden y justicia y donde los pesos y precios son los ajustados al derecho; vida buena para todos, no solamente para los ricos y afortunados; y en que Dios es el primer honrado y servido.

El mismo escritor anota que la organización económica de la ciudad reposa, de conformidad con el ideal tomista, sobre una clase de ciudadanos «que esté dispuesta a no ver en el ejercicio de las diferentes artes en primera línea una fuente de ganancia», y «a ejercer su actividad como servicio de la comunidad, como deber impuesto por la Providencia, como función37». Todas las disposiciones municipales referentes a los gremios están basadas en ese concepto medieval, que eleva el oficio a incomparable dignidad y, apartándole del egoísmo, lo transforma en instrumento de bien común.

La función social de los Cabildos se manifestó en todos sus actos. Así, pudo escribir sabiamente el P. Bayle que esas entidades fueron «los sembradores de la vida y del alma española en los baldíos de la barbarie: los que desgranaban en los surcos mal abiertos por   —16→   sus espadas las semillas de civilización, de hermandad en Cristo entre las razas vencida y vencedora: los encargados de ejecutar las órdenes reales hasta donde alcanzasen las varas de su justicia: y de esas órdenes, las encabeza, las que prescribían el buen trato de los indios38».

La fundación de las demás ciudades se hizo sobre bases semejantes, aunque sus atribuciones fueron disminuyendo de acuerdo con la índole del tiempo. Aun el Cabildo de Quito perdió gran parte de sus funciones con la erección de la Audiencia. Desde entonces son dos las instituciones civiles que, aunadas, con un mismo espíritu religioso, modelan lenta, pero seguramente la nacionalidad.

El ascetismo de la vida municipal se confirma y patentiza en el propio escudo de Quito, conferido en 1541 por el Emperador Carlos V: un castillo de plata y encima de él una cruz de oro, que la tienen dos águilas negras; y por orla, un cordón de San Francisco; de oro en campo azul. La ciudad no se llamaba San Francisco por el conquistador Pizarro, sino por el dulce Pobrecillo, esposo de la santa Pobreza, en cuyo corazón llagado se debía modelar perennemente.




La Iglesia magnifica la vida civil

No se contentó la Iglesia con ser fermento del naciente Estado, el espíritu vivificador, que le daba fecunda savia. Ella excogitó los primeros pasos en orden a la exaltación de esta provincia mayor al grado de dignidad cívica que le correspondía. El primer Obispo del Cuzco, Fray Vicente de Valverde, envió a Quito en 1541 a uno de sus cohermanos, el P. Fray Gaspar de Carvajal; en calidad de Vicario General, encargándole proveer a todas las necesidades espirituales de su jurisdicción. Fue el primero, además, en insinuar al Emperador el establecimiento de la Gobernación y del Obispado: «V. M. manda, escribió, que juntamente con decirle las enfermedades de estas tierras digamos la cura y demos nuestro parecer: A mí me parece que sería gran remedio para esto descubierto, que V. M. lo mandase dividir y dar al Señor Marqués su gobernación; y las demás, la de Adelante y la de Quito, proveer luego de quien los gobernase; porque la tierra es tan larga y tanta, que no se puede gobernar por uno sin gran perjuicio de ella; y yo tampoco cumplir con lo que debo en visitar las iglesias... La Provincia de Quito, con Puerto Viejo y el pueblo de Santiago (Guayas) y toda aquella costa hasta el río de Santiago, parece que podría ser otra Gobernación...» El Ilmo. señor Valverde comprobó con la pérdida de la vida en aguas ecuatorianas la imposibilidad de que un solo pastor visitase su inmensa grey.

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Cuatro años después de la muerte del calumniado Obispo, el 8 de enero de 1545, la bula del Papa Paulo III, Super Specula Militantis Eclesiae, erigió el Obispado de Quito. El Gobernador del Perú, Licenciado Vaca de Castro, había señalado los límites que debía tener la nueva diócesis: «La misma ciudad de San Francisco con toda su jurisdicción e términos, e la villa de Pasto con su jurisdicción e términos, que llegan hasta la villa de Popayán... e la villa de Puertoviejo con todos sus términos e jurisdicción; que son hasta la bahía de San Mateo, por luengo de costa, y la villa de Santiago, que por nombre se dice la Culata, e la isla de la Puná, con todos sus términos e jurisdicción, y la entrada e población de los Bracamoros, e la de las Suabaconas que caen entre los términos de Piura e Quito. Por la parte de la Sierra, la ciudad de San Miguel con su jurisdicción e términos, que llegan por la costa hacia Trujillo, hasta Jayanca con todos sus términos...; e por más encima de la sierra, el Cacique de Guancabamba con todos sus términos e límites...39» Y el Licenciado añadía: «En este dicho Obispado e términos aquí señalados, entran todos los pueblos que al presente están poblados e se poblaren de aquí adelante, en aquel paraje e comarca, que sean subjetos al dicho Obispado e diocis». El Obispado comprendía, pues, buena parte del Perú y de Colombia actuales; y su jurisdicción sirvió de base para la delimitación de la Audiencia de Quito. Lo eclesiástico modelaba y antecedía a lo civil.




La Audiencia, foco de vida religiosa

La erección de la Audiencia40 fue reclamada también instantemente por la Iglesia, sobre todo como remedio y freno de extravíos contra los indios. Ella pidió, además, que el Tribunal tuviese plenitud de jurisdicción con independencia del Virrey de Lima. Recuérdese, entre otros documentos, la célebre carta de 15 de julio de 1579, escrita por fray Antonio de Zúñiga O. F. M. al Rey don Felipe II, en que ponderó elocuentemente las terribles tropelías de que eran víctimas los naturales por la codicia de encomenderos y autoridades: «Y paréceme que sería buen remedio para remediadlo, y sería gran bien para toda esta tierra, si V. M. mandase que esta tierra de Quito fuese gobernación por sí, la cual gobernase la Audiencia...41» El ardoroso fraile recomendó,   —18→   en fin, que el Presidente fuera eclesiástico, por doble razón: una circunstancial, la experiencia del tiento con que había precedido el Licenciado La Gasca42; y otra permanente y objetiva: la de ser de esa índole todos los asuntos en que dicha autoridad debía entender. La razón objetiva era evidente. La Audiencia, según las instrucciones dadas al Licenciado don Hernando de Santillán, primer Presidente, poseía encargo sustancialmente religioso: «Vas mandamos y mucho encargamos que tengáis muy especial y por más principal cuidado de la conversión y cristiandad de las dichas Indias, y que sean bien doctrinados y enseñados en las cosas de nuestra Santa Fe Católica y Ley Evangélica...» De conformidad con este criterio, al alto Tribunal, gubernativo y judicial a la vez, incumbían delicadísimas funciones: de estímulo de la acción eclesiástica, de vigilancia de la conducta del clero, a fin de que fuese espejo de bien vivir, de promoción del bien espiritual y material del indio, de castigo de los pecados públicos, especialmente de los que cometiesen los españoles contra los naturales, de información, por último, de lo que ocurriera en el distrito, para que el Rey pudiese corregir con la oportunidad debida, los excesos con que se lastimase la justicia social. Existía, pues, enorme distancia entre las Audiencias españolas y las de América. En éstas su cometido era, principalmente, el de representar la vocación misionera de la conquista hispana   —19→   y descargar la real conciencia de sus graves responsabilidades43.

Antes que se despachase la bula de erección de la diócesis, el Monarca había designado para Obispo a un personaje que nos estaba ligado ya por un título de suma importancia y que en los primeros tiempos al menos, mientras América se hallaba en la edad de oro de la epopeya misional, fue no sólo efectivo, sino fecundísimo: el de protector de indios. El Obispo era el Ilmo. señor Garcí Díaz Arias, a quien el 20 de julio de 1538 se le había designado para tan penosa tarea. El nombramiento indica suficientemente los motivos que en la elección de la persona habían obrado: «Venerable Bachiller Garcí Díaz, por la buena relación que tenemos de vuestra persona, vida y doctrina, os hemos presentado a nuestro muy Santo Padre para Obispo de la Provincia de Quito, y como quiera que aceptándolo se os recrezca mayor cuidado y trabajo, pero por ser cosa en que esperamos será Dios servido y los naturales de aquella Provincia aprovechados en la instrucción de nuestra santa fe católica, os encargamos hayáis por bien de lo aceptar... De Madrid, a 29 de Julio de 1540».




Proteica labor episcopal

La labor de los Obispos no podía confinarse en aquellos tiempos a lo meramente eclesiástico. Todo prelado debía ser defensor de la ciudad y padre de los contrapuestos elementos que componían la provincia en que se asentaba la diócesis; y, por lo mismo, tenía que tropezar a menudo con la hostilidad de las personas encargadas del gobierno civil, y aun con la complicidad, positiva o negativa, de éstas en el mal moral. Por tal razón Garcí Díaz, en su respuesta a la indicada nota regia, agradecía a S. M. «por esta merced que se me ha hecho y aunque bien estoy cierto que es todo para mucho trabajo, habido respecto a la poco que acá pueden los prelados sin la voluntad y favor de los gobernantes, plega a Dios sea para gloria suya...»; y suplicaba que los funcionarios civiles fuesen ejemplares y que las dignidades de la Catedral «no se den a las personas, sino que las personas sean y se den para los oficios». Esa entereza apostólica había de ser lema de muchos de los Obispos de Quito en sus relaciones con el Poder civil.

Y que esa actitud no era mera apariencia para cobrar fama, sino realidad, los muestra un célebre incidente ocurrido poco después de llegado a Quito el mismo Ilmo. señor Díaz Arias. El 31 de Diciembre de 1550, el celoso Obispo mandó salir de la iglesia al alcalde Francisco de Olmos y a los regidores por haber dictado una ordenanza sobre impuestos sin licencia de Su Majestad, incurriendo, consiguientemente, en excomunión. Al imponerse de la medida el Cabildo dispuso se notificara al Obispo que no se entremetiese en mandarle cosa ninguna «sobre la   —20→   dicha razón ni otra semejante, pues el conocimiento de la dicha causa compete a su majestad e a sus reales justicias». El Prelado contestó serenamente que no se había inmiscuido en materia perteneciente al Cabildo; y que se había limitado a amonestar «lo que le ha parecido que conviene a sus conciencias», pues le constaba que la ordenanza que imponía el pago de un tomín por arroba de mercadería introducida en la ciudad, era ilegal. El Cabildo, al conocer la respuesta episcopal, mandó sobreseer la ejecución de la ordenanza, cuya legalidad se ponía en tela de juicio; y en sesión del 2 de enero del siguiente año resolvió consultar a la Audiencia y pedirle, en caso necesario, nueva autorización para imponer el gravamen. El Obispo había hecho uso de la jurisdicción indirecta de la Iglesia sobre las cosas temporales que afectan a lo espiritual, y conformándose a antigua y augusta tradición hispánica44.




Liberación de gravámenes

Los Obispos no sólo moderaron los excesos impositivos de Cabildos y Audiencias, sino que llevaron su santa osadía hasta dirigirse a un Monarca de la talla de Felipe II, para que librase al pueblo de gravámenes onerosos. Por cédula de 2 de mayo de 1574, solicitó el Rey de los vasallos americanos una ayuda para defender a la Madre Patria contra sus enemigos, los herejes de Flandes. Convocose, a campana tañida y por iniciativa del Obispo, un Cabildo Abierto, que se verificó el 18 de marzo del siguiente año. Cada vecino, después de ponderar aparatosamente su pobreza, convino, de buen o mal grado, en dar algo de lo suyo, como donación o préstamo. El Obispo, padre de todos, recomendó a los españoles que ayudasen a la Corona; pero en cuanto a los indios, propuso al Rey una eficaz industria de su caridad, o sea que «mandase moderar los tributos y tasas», para que en recompensa de este beneficio «ellos sirviesen a Vuestra Majestad con lo que pudiesen, como lo harán». Admirable táctica: prometer ayuda transitoria, a trueque de alcanzar la moderación de impuestos permanentes que agobiaban a las clases humildes!

La Iglesia defendía al pueblo contra todo gravamen excesivo llevado de esa misma lógica con que había renunciado, en beneficio de los indios, a percibir legítimos ingresos fundados en leyes divinas. Nos referimos a los diezmos. La Relación de los Oficiales Reales, Pedro de Valverde y Juan Rodríguez, hecha en 1576 decía a este propósito: «Y la razón por qué los indios de esta provincia no pagan diezmo sino de su voluntad, es, a lo que nos parece, porque como es gente nuevamente convertida a la fe católica, no les quieren apremiar de manera que con el rigor dejen de venir al camino de la salvación45».





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ArribaAbajo III. El Ecuador rural


La Visita Pastoral

Uno de los grandes recursos que la Iglesia empleó para promover la evangelización y civilización cabal de la Presidencia de Quito fue, a no dudarlo, la visita de los Prelados. Cuatro siglos han pasado y, sin embargo, la visita episcopal tiene aún extraordinaria trascendencia y repercusión en el campo meramente social. Saneamiento de las costumbres, regularización de situaciones indignas de la condición espiritual del hombre, composición de diferencias, reparación de daños, conocimiento mutuo entre el obispo y sus ovejas, investigación de la conducta del clero para con sus feligreses: he aquí algunos de dos frutos que deja dicho acto prelaticio. Mas, en esos tiempos de tanta deficiencia de las fuerzas civiles para asentar la cultura, en que aún existía un concepto sagrado de lo temporal, y en que los dos órdenes, espiritual y material, se compenetraban e informaban recíprocamente, las visitas tenían más profundos y duraderos efectos. Fuera de instrumento de santificación y reforma, de freno de desmanes contra los diversos elementos de la heterogénea sociedad y, muy en particular, contra el indio, la visita era medio insuperable de elevación popular y policía social, coyuntura propicia para poner en contacto al débil con el único factor que estaba en capacidad de defenderle y ejercer un papel arbitral, y para descubrir y atender las necesidades públicas. Monseñor de la Peña se empeñó en que la Audiencia fuese visitada siquiera cada cuatrienio por una autoridad civil de alta categoría y que no pudiese permanecer en el territorio audiencial como Presidente u oidor. No lo logró. Empero, lo que incumbía al gobierno secular lo realizó él con mayor eficacia, mejor dicho, con la más pasmosa ubicuidad de que hay memoria en los anales eclesiástico-civiles de América. Una y otra vez recorrió el Obispo su inmensa diócesis, haciendo de padre, de juez, de maestro, de mediador, de médico, de enderezador de entuertos, de caballero del ideal cristiano, de paladín de la santa intransigencia con el mal, de Cristo y de Quijote. Y tras él los demás Obispos harán lo propio, siguiendo esa estela de luz inmarcesible...

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Los frutos civiles de las visitas fueron admirables. De la fecundísima y prolongada comunión espiritual con su pueblo, incipiente, desvalido y carente de diques morales, salieron esas providencias reales, recomendadas por el Obispo, que constituyen la honra del legislador hispánico. No siempre se cumplieron: la torpeza, la corrupción o el libertinaje de los llamados a ejecutarlas, las frustró a menudo; pero no hay duda alguna de que remediaron muchos extravíos, expoliaciones y vergüenzas para la civilización cristiana.




Fundación del Ecuador rural

De esas visitas nació algo más permanente y duradero: la creación del Ecuador rural, gloria imperecedera de la Iglesia, representada por el Ilmo. señor Fray Pedro de la Peña. Nos acogeremos en este punto a la preclara y justiciera autoridad del Excmo. señor González Suárez:

«De vuelta a Quito, se ocupó en remediar las necesidades que la experiencia le había hecho conocer durante la visita; y los indios llamaron especialmente su atención y fueron el objeto predilecto de su solicitud pastoral. Pocos pueblos se habían formado en esa época, y los indios vivían derramados en partes muy distantes y separados unos de otros: las poblaciones antiguas, formadas antes de la conquista, eran muy pocas y se hallaban situadas en lugares muy escabrosos, donde los indios habían buscado, más bien que las comodidades para la vida, los medios de defensa contra sus enemigos en las guerras continuas, que unas tribus se hacían a otras en los tiempos de su gentilidad. El señor Peña trabajó en reducirlos a vivir congregados formando pueblos, a fin de adoctrinarlos e instruirlos, así en la religión cristiana, como en las artes necesarias para la vida. Púsose, para esto, de acuerdo con el Presidente de la Real Audiencia y, provisto de la competente autorización del Rey, escogió los sitios que le parecieron más a propósito para fundar pueblos, y allí procuró establecer las familias de los indios, dándoles terrenos, donde pudieran sembrar, y ejidos, para que pastoreasen sus ganados. Cada pueblo tenía en contorno una legua de terreno, y a los españoles se les prohibió formar estancias, y hacer casas en los terrenos asignados a los indios. Por el espacio de un año, mientras estaban ocupados en construir la iglesia parroquial y fabricar sus propias viviendas, fueron exonerados del pago de tributos. Fue, pues, el Ilmo. señor Peña haciendo reducciones y congregando pueblos, y de las familias derramadas por las sierras, ordenaba poblaciones, enseñando a los indios lo político a vueltas de lo cristiano46».


La necesidad de las reducciones la advertían muchos de los personajes de la época. Por los mismos días, el autor de La ciudad de San Francisco de Quito escribía lo siguiente: «Los pueblos de los indios aún no están juntos, porque tienen los caciques indios seis y ocho leguas de donde ellos viven, y convernia que estuviesen poblados, ansí para el sustento de la vida humana como para su conversión y pulida, y sería necesario reducillos en forma de pueblos donde hubiese iglesia que acudiesen a una campana; y el que hubiese de hacer los sitios sanos y proveídos de agua y leña, y los demás requisitos necesarios   —23→   para fundar los pueblos47». Y en otro lugar: «Los naturales viven apartados una parcialidad de otra. Hay pocos pueblos poblados en forma. Estarán unos de otros una y dos y tres y cuatro leguas. Acuden a oír misa los domingos y fiestas algunos dellos una y dos leguas48».

La autorización real a que se refiere el Ilmo. señor González Suárez, está contenida en la cédula que reproducimos a continuación y que no se ha publicado hasta ahora:

«El Rey. Presidente y oidores de la Nuestra Audiencia Real que reside en la Ciudad de San Francisco de la Provincia de Quito. Por relación que nos ha hecho el Reverendo en Cristo Padre Don Fray Pedro de la Peña Obispo de esa ciudad, habemos entendido que las caserías y poblaciones de los naturales de esa provincia están muy apartadas y en tierras muy ásperas y montuosas y las hicieron en tiempo de su infidelidad para poderse defender de sus enemigos y convenía que estuviesen pobladas en parte donde la nuestra justicia y sacerdotes los pudiesen ver y doctrinar más cómodamente y me ha suplicado proveyésemos en ello lo que conviniese a nuestro servicio mandando que los dichos indios poblasen en lugares cómodos, junto a la Iglesia Parroquial y los pueblos se hiciesen de gente y vecinos conforme a la disposición de la tierra y, habiéndose visto por los del mi Consejo de las Indias, fue acordado que debía mandar dar esta mi Cédula y Yo lo he tenido por bien. Por ende Yo vos mando que veáis lo susodicho y proveáis como los indios de esa Provincia vivan juntos y congregados y que haya poblaciones conforme a la orden que por Nos está dada cerca de ello, para que puedan ser visitados y doctrinados y vivan en la orden y policía que convenga. Fecha en San Lorenzo el Real, a quince de junio de mil e quinientos y setenta y tres años. Yo el Rey. Por mandato de Su Majestad, Antonio de Erazo49.


Este documento, que merece el cognomento de Carta constitucional del sistema agrario ecuatoriano, patentiza los dos principales motivos de las reducciones que el excelso Obispo fue haciendo a través del territorio de la Presidencia: o sea que la justicia real y la Iglesia pudiesen atender y doctrinar cómodamente a los indios. Protección y evangelización de los naturales, he allí lo perseguida por el Ilmo. señor de la Peña al sugerir al Rey Prudente que autorizara la congregación de aquéllos en sitios adecuados, en derredor del templo parroquial, centro de vida divina y civil a un misma tiempo50.

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La estructura de las poblaciones de naturales no había tenido hasta entonces otra finalidad que la defensa contra los enemigos, finalidad meramente negativa que establecía entre los moradores un vínculo de unión fugaz.

En las Relaciones Geográficas ha quedado testimonio irrecusable de las guerras que entre sí tenían los antiguos pobladores del Ecuador: luchas de litas contra los lachas51; de los de Pacha, con los xibaros y zamoranos, por mujeres y salinas respectivamente52; de los Cañaris entre sí53; de los de Chaparra con los de Cañaribamba54; etc., etc. Consta asimismo, por documentos fehacientes, que el asiento de las poblaciones tenía por objeto la defensa común. Léase, por ejemplo, una relación de Loja: «Que todo el distrito de términos de la dicha ciudad es tierra doblada y áspera y agria casi en general; y que del tiempo de los Ingas, señores naturales, conquistaron las dichas provincias, se aprovecharon de hacer fuerzas en sierras altas, haciendo tres y cuatro cercas de pared de piedra, para estar fuertes y seguros y lo que lo estuviesen las gentes que dejaba en las dichas provincias, hasta domesticarlos y sujetarlos del todo, a las cuales fuerzas llaman en su lengua pucarais. Y después de los naturales de las dichas provincias se han aprovechado en las guerras civiles, contiendas que han tenido unos con otros, de hacer lo propio, fortaleciendo algunas sierras de las que había de más comodidad en sus poblaciones, para recogerse y mampararse en ellas cuando no podían resistir a sus enemigos...55»




Las reducciones de indios

La reducción se encaminaba a lograr la mancomunidad permanente y profunda de los naturales, cimentada sobre la doble base de las facilidades de existencia local y de la comunión espiritual. Por esto se exigía que los indios abandonasen sus reductos inaccesibles, buenos únicamente como fortalezas y trincheras, y los sustituyesen por lugares propicios para los menesteres de una convivencia civilizada y, sobre todo, para la plegaria, e instrucción comunes.

Un ilustrado especialista en la legislación social de América hispánica ha escrito no hace mucho: «Tres factores integran lo que podríamos llamar la estructura, el tejido social de las Reducciones a pueblos de indios: el biológico, la familia; el espiritual, la parroquia o doctrina, y el agrario, la tierra familiar. Por la conjugación de estos factores en las Reducciones devienen éstas instrumento esencial para el logro de los dos objetivos a que debían responder en la sociedad indígena, la evangelización   —25→   y protección de los indios, y su adaptación a las formas de vida civil y social...56»

Por eso la reducción no se concibe sin un conjunto de resortes esenciales: 1.º la base religiosa, o sea la doctrina, que abarca, a su vez, tres elementos, que son la iglesia parroquial, el cercado, donde se reúnen los indios para la enseñanza, y el cementerio. En el Ecuador, el templo mismo constituye el lugar de enterramiento para los que lo han construido. 2.º una hermandad, de carácter espiritual y material a la par, formada por todos los indios de la doctrina, que vienen a componer, en realidad, un solo hogar, donde se sienten así las alegrías como las tristezas de todos y que cuenta a menudo con instituciones económicas para amparo y sostén de sus miembros; 3.º la clausura y, por consiguiente, exclusión de los blancos y negros, «por ser la causa principal y origen de las opresiones y molestias» que los naturales padecen: por violación de la clausura, muchos indios llegaron a ser «esclavos de negros y mulatos», como lo denunciaba Rodríguez Docampo en 165057; 4.º vigilancia asidua, así eclesiástica como civil, de la moralidad pública y privada, especialmente para desarraigo de la embriaguez, del ocio y de otros vicios de los indios; pues se había observado, según dice una Relación de Cuenca y su Provincia, que «estando ansí en pueblos pequeños, viven más metidos en sus borracheras...58»; 5.º coparticipación de los indios reducidos en la propiedad comunal del pueblo, el ejido; y 6.º acceso individual de sus miembros a la propiedad agrícola.

La reducción, implicaba, pues, una serie de actos sumamente delicados, que exigían suma prudencia, conocimiento íntimo de las necesidades de los indios y, sobre todo, enérgica decisión de poner coto a abusos y extorsiones de los blancos. Esos actos eran: elección de los sitios en que debían ubicarse las poblaciones de indios; persuasión a éstos para que se trasladaran al sitio escogido; señalamiento de terrenos a cada familia; designación de los límites de la parroquia; indicación del lugar donde se levantaría la iglesia parroquial; empleo de medidas eficaces y, a la vez, dúctiles para que los indios edificasen sus casas y se acostumbrasen a vivir dentro del poblado; y compulsión a los blancos para que dejasen libres los sitios elegidos. Inútil parece ponderar cuántas dificultades llevaba consigo cada uno de esos pasos.

La reducción de los indios a poblado significaba también otra cosa: el asentamiento definitivo del cura doctrinero, encargado de atender a las necesidades espirituales de esos desdichados. ¡Cuánto trabajo debió de dar a los Obispos la fijación de residencia del párroco, obligado ya a vivir entre sus feligreses y a compartir con ellos los riesgos   —26→   e incomodidades de la existencia en pueblos perdidos en la inmensa soledad de nuestras serranías...!

Se conservan algunas actas de reducción, aunque no de las verificadas por el Ilmo. señor de la Peña. Así, en el mismo año de 1573 se realizó la fundación del pueblo de Pomasqui, en que intervinieron un representante de la Audiencia, el doctor Pedro de Hinojosa, visitador general de los naturales, los PP. Marcos Jofré y Alonso Calvo, superiores de los conventos franciscanos de Quito y Pomasqui, respectivamente, y fray Andrés Gómez, comendador de la Orden Mercedaria además de varios encomenderos. Después de examinar los terrenos convenientes y la situación de los indios de la zona, el Visitador, «con acuerdo y parecer de los dichos religiosos y encomenderos, señaló dos sitios y lugares donde pueblen y reduzcan todos los dichos naturales».

¿Quiénes eran éstos? El acta es sumamente significativa y enumera dos clases de indios: los que llevó, el Inca, al cual pertenecía esa tierra, para que la trabajasen y beneficiasen por su cuenta; y los «yanaconas forasteros», introducidos por los españoles a quienes se adjudicaron tierras en el referido valle. Los primeros habían sido objeto de «encomienda» y se les consideraba con mayor derecho, pues ya moraban en el lugar mucho tiempo.

Mas, para el efecto de la reducción, prescindiose de este título de preferencia y se mandó repartir las tierras entre unos y otros y que todos se asentasen en el poblado. Naturales de encomiendas y yanaconas de estancias tenían, pues, opción y acceso a la posesión de las tierras, a lo menos en los primeros tiempos. Más tarde, o por la misma época, allí donde era imposible la reducción, debió de aparecer una tercera clase, la de los yanaconas adscritos a estancias de españoles y que en ellas debían trabajar, recibiendo como remuneración, parcial o total, un pedazo de tierra en usufructo. «Respondiendo a las dos directivas..., la colonizadora y demográfica, de facilitar la roturación de tierras a los españoles, proporcionándoles brazos y la social, de dotar de tierra a los indios, la estructura de las tierras yanaconas revistió una gran complejidad, fruto del realismo social de su organización. Hay en ellas, de un lado, pago del jornal en especie, en forma de usufructo vitalicio de tierras, en armonía con el principio de justicia social de estimar, recompensándola, la aportación del esfuerzo del cultivador indio al enriquecimiento del propietario y de la economía pública, haciéndole participar en el disfrute de la tierra: postulado de justicia que echamos de menos en la estructura actual de nuestro arrendamiento agrícola, excesivamente tonalizado todavía por los intereses del económicamente más fuerte59».

De todos modos, el indio ecuatoriano, en virtud de las reducciones,   —27→   quedó convertido, ora en propietario, ora en usufructuario de tierras. Aun en este último caso, estaba lejos de constituir un siervo, a la manera medieval, porque, en principio a lo menos, no podía ser vendido con la tierra.

Volvamos al caso de Pomasqui. Para completar el área señalada, fue menester que el Comendador de Nuestra Señora de la Merced y el encomendero Francisco Ruiz renunciasen a unas «cabezadas» que tenían sin cultivo; y luego los Comisionados reunieron a los caciques, encomiendas y yanaconas para que escucharan la palabra del Visitador, quien les insinuó, por medio de intérpretes, la reducción, patentizando los inconvenientes que se derivaban de vivir aislados y, por contraste, las ventajas que aquélla les significaba. Los indios, unánimemente, acordaron aceptar la medida, «que en Dios y en sus conciencias les parecía se hiciese la dicha población e reducción según e como está dicho e declarado60».

Los indios comprobaban muy pronto los beneficios que recibían con las reducciones; y las defendían con ahínco, así como las lindes de los sitios asignados a ellas.

En seguimiento e imitación del Obispo Peña, las autoridades civiles se propusieron después nuevas reducciones. Imperecedera memoria ha logrado, entre otros, el comisionado audiencia don Juan Clavijo que, durante cinco años, recorrió las actuales provincias de Cotopaxi, Tungurahua y Chimborazo, fundando los pueblos de Saquisilí, Pujilí y San Miguel en la primera; de Píllaro, Pelileo, Patate, Quero y Tisaleo en la segunda; y de Guano, Ilapo, San Andrés, Calpi, Tigsán y Sibambe en la tercera.

Acerbos sacrificios de índole material y moral exigía la obra civilizadora que emprendió y llevó a cabo el fundador y defensor del agro ecuatoriana, Ilmo. Sr. de la Peña, cuyo nombre debía estar en la memoria y el corazón de cada campesino e indio... En la región del Zamora, ese admirable estadista y apóstol estuvo a punto de perecer: volcose la canoa en que navegaba y el Obispo, ya anciano, fue salvado por los propios indios que la remaban. Luego permaneció perdido en la espesura, hasta que otros naturales dieron aviso a los compañeros del Obispo. Mas, no fue esto lo más grave. Acusaciones y quejas acibararon su alma: las autoridades civiles pretendieron impedir que castigase crímenes, como la usura, que sabias costumbres habían entregado a la jurisdicción espiritual. El propio Presidente de la Audiencia quiso sustraer al reo del tribunal eclesiástico; y el Obispo se vio compelido a tomar severas providencias contra él.

Cuando el Sr. de la Peña no podía visitar en persona la diócesis,   —28→   cometía éste encargo a eclesiásticos beneméritos, como el Padre Domingo de Ugalde, su provisor y vicario desde 1587, y el Licenciado don Pedro Bravo Verdusco, en la parte de Piura. Tan acostumbrados dejó a los pueblos la presencia santificadora del Ilmo. Señor de la Peña que, a su muerte, el Cabildo nombró al Canónigo Talavera para la visita de Pasto (1583); y al siguiente año, comisionó al arcediano Francisco Galavís y al canónigo Licenciado Andrés López Albarrán a fin de que hiciesen la general del obispado61. Los delegados dividiéronse el trabajo en la forma prescrita en la sesión capitular de 17 de enero. Por las instrucciones a los visitadores, se columbra la ardua e ingente tarea que les incumbía, no sólo en la órbita eclesiástica propiamente dicha, sino en la social. Nada de cuanto podía encaminarse a la renovación de la diócesis quedaba olvidado. Como el primero de dichos comisionados no visitó la Gobernación de Juan de Salinas y Zamora, y el segundo la de los Quijos y Jíbaros, se confió ese duro cometido al canónigo Ordóñez Villaquirán62.




La visita del Ilmo. Solís

El Ilmo. señor López de Solís continuó con ejemplar celo y ubicuidad la admirable labor de fray Pedro de la Peña. En sus visitas pastorales introdujo un elemento nuevo: la colaboración de sacerdotes, principalmente de jesuitas conocedores de la lengua del Inca, para llegar eficazmente al alma del indio. Como dice el P. Concetti, no hubo cerro ni páramo, ni valle habitado a donde el Pastor no fuese.

«Todavía por aquella época había indios dispersos que no habían sido reducidos a vivir en las poblaciones, especialmente en las provincias de Jaén, Piura y Baeza. Solís, pues, iba en busca de ellos, para imponerse si habían sido doctrinados y si se les acudía con los sacramentos en caso de necesidad. Halló, en la primera visita, parroquias sin libros de razón y cuenta de las rentas, olvidadas las testamentarias, descuidadas las obligaciones de Misas, vejados los pobres indios, interrumpida la frecuencia de los sacramentos, por doquiera establecido el más inicuo comercio con complicidad de las mismas autoridades, indios adultos sin bautismo, derruidos los templos, otros sin puertas y confesonarios, sin ornamentos ni alhajas decentes, en las villas y ciudades a los españoles entregados a los vicios más degradantes, y en general, la beodez que cundía y de día en día iba tomando pie. Predicar, exhortar, bautizar, confirmar, consagrar aras, dictar providencias, doctrinas a los indios, ir en busca de las ovejas descarriadas, no perdonar trabajo alguno, mandar a edificar templos, y proveer a las iglesias pobres de lo necesario con su peculio, he aquí al Ilmo. Solís en la visita pastoral. En dar limosnas   —29→   y en proveer a los templos gastaba no sólo su cuantioso peculio, más aún los derechos de visita63».


Las circunstancias de la Colonia fueron cambiando poco a poco; y se modificó también, como era natural, la posición de la Iglesia y su manera de resolver los problemas que suscitaba la complicada índole de la sociedad. Sin embargo, la importancia nacional y civilizadora de la visita de los Obispos no se amenguó con el decurso de los años. Nunca faltaron prelados que visitasen dos y tres veces la diócesis, sin dejar pueblo alguno. El Ilmo. señor Nieto Polo del Águila convirtió su recorrido en una misión espiritual de inmensa eficacia para la reforma de las costumbres, desarraigo de los vicios sociales y vigilancia de los párrocos. Obligoles a examen de lengua quichua, requisito que se había arrumbado sin causa en el olvido y cuidó con severa ubicuidad de la moral de todos los sacerdotes. Ya la obra de la evangelización había terminado, la luz de Cristo llegaba a todas las almas, pero quedaba aún mucho por hacer en orden a desarraigar supersticiones y raíces de idolatría. El P. Bernardo Recio, compañero precisamente del Ilmo. señor Polo del Águila en su admirable peregrinación espiritual, pudo observar en su magnífica y Compendiosa Relación de la Cristiandad de Quito: «Los indios que existen no tienen ídolos o adoratorios; sólo les han quedado algunas privadas supersticiones de su gentilidad». Las visitas tendían, entre otros fines, a descuajar los últimos vestigios de ese mal, siempre renaciente entre hombres de fe nueva, esto es no cimentada en los senos profundos de la conciencia.




Unidad cívico-espiritual de la Presidencia

Como ya hemos dicho, la vinculación de los dos órdenes, espiritual y temporal, se manifestaba de mil maneras. No había únicamente fórmulas de unión entre las dos Potestades, dentro del sistema de parcial distinción que esbozaba el patronato; sino la convicción sincera de la profunda unidad de todo lo humano, que se evidenciaba en la consideración meramente instrumental de lo secular en orden a lo espiritual y, a su vez, en la encarnación de éste en cuanto atañe a los intereses terrenos. Por tal causa los dos Poderes se ligan, como si dijéramos consustancialmente; y aún el regalismo no tiene, en el vasto dominio español, los graves peligros que presenta en otras naciones. A nadie maravilla que quien ha ejercido la autoridad civil ingrese al sacerdocio. Así, el primer Presidente de la Audiencia de Quito, don Hernando de Santillán, se acoge en su ancianidad a las Órdenes Sagradas y es elegido Arzobispo de Charcas. Un Oidor afamado, el doctor Pedro Martínez de Arizala, trueca más tarde en el convento de Pomasqui   —30→   la toga por la vida religiosa y asciende al arzobispado de Manila. El doctor Fernando Félix Sánchez de Orellana, Marqués de Solanda, 22.º Presidente de Quito, pasa de su alto cargo al Deanato de nuestra propia Catedral, apenas ordenado por el Ilmo. señor Polo. El Oidor de Lima doctor Fernando Arias de Ugarte, hácese asimismo sacerdote y, pocos años después, es promovido al obispado de Quito; preludio de honras mayores.

En cambio, los obispos pasaban con frecuencia al gobierno civil, para el cual habían hecho, sin pensarlo, particulares estudios. Don Álvaro de Ibarra, sacerdote ilustrado de Lima mereció ser nombrado para Presidente de Quito, aunque no llegó a ejercer su cargo. Sucediole otro clérigo, el doctor Diego del Corro Carrascal. Poco después, el más sabio de los obispos coloniales, el Ilmo. señor Alonso de la Peña Montenegro; renombrado autor de El Itinerario para Párrocos, fue promovido al gobierno interino de nuestra Audiencia, cargo que desempeñó durante un cuatrienio. El Ilmo. Sr. Ladrón de Guevara suspendió el ejercicio de su Obispado para desempeñar el Virreynato de Lima. El enlace de los problemas de la Presidencia era íntimo: vivía dentro de un troquel sagrado que hacía fácil y llano el tránsito de una a otra esfera a los varones que presidían en ellas64.






ArribaAbajo IV. El progreso

Y así se explica también la omnipresencia de la Iglesia en las diferentes ramas de la actividad humana, y no a la zaga y forzada por las circunstancias, sino con plena conciencia de su misión y en primera línea, como guía segura e indefectible del progreso, inspiradora de toda iniciativa, fermento que levantaba la masa social en lo tocante a la civilización y cultura, y maestra de libertad y de buena política. En este capítulo nos contentaremos con pocas indicaciones acerca del adelanto material.

El primer nombre ilustre en este campo es, sin duda, el del legendario fray Jodoco Ricki y Marselare, fundador del Convento de San Pablo de la Orden de Menores. La fábula aureoló con una ascendencia ilustre la frente del célebre fraile, miembro de esa legión de franciscanos que difundió la gloria del Flandes español, sembrando estupendas instituciones culturales en los eriazos campos de América. Compañero, según parece de Benalcázar, en su segunda entrada a   —31→   Quito, amó esta tierra como suya propia y se complació en promover los primeros elementos de progreso con que contó la naciente ciudad. Situó su convento en soleado altozano, que parecía simbolizar una nueva Alvernia; desde donde hablarían los hijos del Serafín Llagado el eterno lenguaje del Evangelio; y comenzó en seguida, ayudado por sus dos compañeros Pedro Gosseal y Pedro Rodeñas, a edificar la iglesia y el monasterio definitivos, glorias purísimas de esta Capital.

Mas, fray Jodoco no se pagó con la honra de sembrador del Evangelio: quiso también serlo del primer trigo en estas regiones; y en su afán de ganar a todos para Cristo, se preocupó con solícito afán de las necesidades materiales de los neófitos. La caridad le hizo agricultor; y enseñó a los indios, según dice un documento contemporáneo, «a arar con bueyes, hacer yugos, arados y carretas... la manera de contar... a leer y escribir... y tañer los instrumentos de música, tecla y cuerda... y el canto del órgano y llano...; enseñó a los indios todo género de oficios, los que aprendieron muy bien, con lo que se sirve a poca costa y barato toda aquella tierra, sin tener necesidad de oficiales españoles...» Y la relación concluye así: «Debe ser tenido (fray Jodoco) por inventor de las buenas artes en aquellas provincias... Es a fray Jodoco a quien todo esto se debió». La fundación del Colegio de San Andrés constituyó el medio de dar permanencia y estabilidad a lo que había hecho hasta entonces, con sabiduría y ardor incomparables, el discípulo del Pobrecillo...

Los conventos «fueron, -dice Monseñor González Suárez- un punto de cita y de concurso para muchas artes y oficios, que se ejercitaron, cultivaron y alcanzaron muy notable grado de perfección; merced a los regulares: el arte de la construcción, la extracción, talla y pulimento de las piedras la fabricación esmerada de ladrillo, el corte y labor de la madera: la pintura, para decorar con cuadros hermosos los claustros y los templos; el dibujo, la ebanistería, la escultura, el dorado requerían muchos individuos, y todos eran estimulados y remunerados por los frailes: esa muchedumbre de artesanos y de obreros tenía ocupación constante, vivían dedicados al trabajo, y mediante el trabajo, disfrutaban de cierta comodidad en sus hogares. De este modo, los conventos fueron entre nosotros la cuna de las artes...65»


Es indudable que los frailes introdujeron otras riquezas con que cuenta América. Los religiosos de la Orden de San Jerónimo trajeron en 1515, a la isla Española, la caña de azúcar66; y de allí se difundió la preciosa planta a las demás provincias de América. Un canónigo de Cabo Verde, Diego Lorenzo, importó el árbol de coco y fue el primero en aplicar a los ingenios de azúcar el motor hidráulico, revolucionando así dicha industria67. La importación del plátano fue obra del renombrado fray Tomás de Berlanga, más tarde Obispo de Panamá y Delegado de la   —32→   Corona para dividir las gobernaciones de Pizarro y Almagro. De Santo Domingo lo transportó el mismo ínclito fraile a su diócesis. El nombre de «dominico» que se dio al plátano o, por lo menos, a una de sus especies, se debió probablemente al hábito de su introductor. La plantación del café tiene también origen eclesiástico68. «Franciscanos y dominicanos aclimataban las legumbres en las huertas de México, de Lima, de Quito y enseñaban a los indios el arte de cultivarlas y emplearlas en la comida» y «Los conventos de franciscanos criaban gansos, patos, gallinas, pichones y, como es natural, el pavo se añadía a estas aves europeas69».

En cuanto a los párrocos, autoridad tan irrecusable como Espejo dejó escritas estas palabras: «... a los curas se debe el que, en las aldeas, se conozca el uso de algunos comestibles y el que se haya estimulado a los indios al conocimiento de su método de cultivar70».

Los jesuitas establecieron diversos medios de progreso agrícola e industrial: obrajes71, molinos, tenerías, ingenios de azúcar, boticas, etc. Tuvieron plantíos de viña; y para alcanzar la autorización de cultivarla, hicieron largas y costosas gestiones en la Corte. Construyeron acequias para el regadío de sus fundos y convirtieron los eriales en campos fértiles, aumentando así la producción de la Presidencia y los fondos que exigía el sostenimiento de colegios, misiones y demás obras sociales que la Orden llevaba a cabo. La estupenda misión de Mainas no se costeó, sino en mínima parte, por España: sus enormes expensas fueron satisfechas por la misma esclarecida Compañía de Jesús, orfebre de nuestros desechos territoriales.

Se ha fantaseado mucho sobre las riquezas de los jesuitas; pero tales fábulas se desvanecen, como nubes de verano, si se consideran el estado general de la Presidencia, desprovista de caminos y de medios para transportar oportuna y prontamente la producción agrícola de los centros originarios a los de consumo y los crecidos gastos que se hacían en diversos menesteres y, sobre todo, en la traída de misioneros y profesores. La provincia de Quito vivió largos años endeudada. Clásico es lo ocurrido en 1697, en que el Procurador de la Provincia de Nueva Granada y Quito quedó comprometido, a consecuencia de las expensas de viaje, en 22.000 pesos72.

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No cabe olvidar en este capítulo, aunque hablemos más detenidamente en otros, que a las jesuitas se debió la introducción de la imprenta y del arte del grabado, que hizo célebre a la Audiencia de Quito por sus admirables ensayos cartográficos.

En muchas mejoras de carácter social vemos, igualmente, la mano piadosa de los religiosos. En 1576 ordenó el Cabildo de Quito que se pusiese en alto el reloj que la Orden Franciscana había traído y que al efecto se costease un chapitel en la torre de la iglesia73. Las otras Comunidades, no quisieran dejarse vencer en generosidad y cada una estableció igual servicio. Los jesuitas introdujeron también varios relojes públicos. «Entre los coadjutores, dice el P. Recio, que solían venir de Alemania, venía a veces un diestro relojero. Este hizo el primer reloj grande de Quito. Sobreviniendo otro, fabricó otro mayor reloj, y después otro y otro. Por donde, viéndose los primeros, quedaron proveídas de reloj algunas otras poblaciones, como Riobamba, Tacunga y Cuenca74». El reloj de la Merced lo trajo un fraile patriota, el P. Antonio Albán en 1820: había sido trabajado en Londres, donde llamó la atención75.


Las vías de comunicación

Cuando tratemos de la obra excelsa de la Iglesia en la extensión y defensa del patrimonio territorial de la Presidencia de Quito, nos será grato manifestar cuánto hicieron los jesuitas para comunicar las regiones, interandina y trasandinas y descubrir vías fáciles de acceso al Oriente. En la zona occidental, esa ardua honra correspondió a otra Orden benemérita, que tuvo a su cargo desde los primeros días la evangelización de la Costa ecuatoriana: la de la Merced. Algunos creen que el primero en ocuparse abnegadamente en la reducción de los moradores de la provincia legendaria de Esmeraldas, fue el célebre presbítero secular, Don Miguel Cabello Balboa, español de nacimiento, ordenado en Quito por el Ilmo. señor don fray Pedro de la Peña, por cuyo mandato entró a Quijos en 1574. Llevaba en su sangre el espíritu aventurero y el genio de la victoria sobre toda suerte de riesgos, como pariente inmediato del célebre descubridor del Océano Pacífico, Blasco Núñez de Balboa. En compañía de un diácono de menos letras, don Juan de Cáceres Patiño (más tarde evangelizador de Iahuarzongo) fue por mar a Manabí; y luego pasó a Atacames el 15 de septiembre de 1577. Con admirable maña logró que los moradores de la región comprendiesen sus pacíficas intenciones y se dejaran conquistar; mas, desgraciadas circunstancias echaron luego a perder lo trabajosamente logrado. El 10 de febrero siguiente,   —34→   Cabello Balboa, nombrado para Vicario de los Yumbos, partió en compañía del mismo diácono hacia Gualea y descubrió el río San Gregorio. Su entrada estimuló al Ilmo. Sr. de la Peña para hacer personalmente la exploración; y en asocio del infatigable Cabello salió de Quito el 13 de Agosto y emprendió el viaje «más para mozos robustos que para viejos y enfermos como Su Señoría; mas la caridad todo lo sufre y todo lo puede y todo lo vence», según dice el propio Cabello. Después de confirmar a gran número de indias en Gualea, siguió a Niguas, de donde se vio constreñido a volver, porque de Quito le pidieron con instancias que no prosiguiese la azarosa excursión. Iba a entrar de nuevo con el Capitán Andrés Contero, cuando ocurrió el levantamiento de los indios de Quijos; y Cabello Balboa fue enviado allá, como conocedor de la zona y de las asechanzas de los salvajes.

Diego López de Zúñiga hizo también dos entradas (1582 y 3) a la conquista y reducción de Esmeraldas. Mas, las empresas realmente fecundas fueron las efectuadas por los frailes mercedarios, admirables conocedores de la región de los Yumbos, donde habían doctrinado largos años, y de toda la actual provincia de Manabí, en cuyo centro principal, Puerto-viejo, tenían convento. En efecto, en 1535, el capitán Francisco Pacheco, en compañía de un religioso mercedario, fray Dionisio de Castro, había fundado la villa de San Gregorio; y muy pronto, este y sus hermanos de Orden iniciaron sus correrías apostólicas a lo largo del litoral ecuatoriano.




Los Mercedarios

El primero de los frailes que acometió la obra de descubrir un camino fácil y rápido desde Quito a Manabí y Esmeraldas fue el P. Juan Salas, quien «aunque viejo y enfermo», según sus propias palabras, quiso ocuparse en «negocio tan importante a la Corona Real y a la salvación de aquellas almas»; y logró, en efecto, abrirse paso en noviembre de 1589 desde su misión de Gualea hasta Esmeraldas, evangelizando al mismo tiempo a negros y a mulatos, por una parte, y a los indios, por otra, en su lengua respectiva76. Para la entrada del P. Salas, en compañía del cacique principal de Lita, dio instrucciones muy detenidas el Oidor Juan del Barrio de Sepúlveda, instrucciones que son testimonio fidedigno del espíritu religioso de la época. El Oidor les mandaba formar dos pueblos para «la conversión y perseverancia en nuestra santa fe católica de los dichos naturales»; y que el primer pueblo «llamarán y será su nombre el Pueblo del Espíritu Santo, y al segundo el pueblo de nuestra Señora Santa María de Guadalupe y las Iglesias dellos serán de las mismas advocaciones». En 1597, el P. Salas, que era a la sazón comendador del Convento de Quito, envió con la ayuda y protección del propio Oidor del   —35→   Barrio de Sepúlveda, a fray Gaspar de Torres a las provincias de Cayapas, Ambas y Cachas. Dicho religioso bautizó a 1.800 entre caciques e indios y trajo a Quito algunos de ellos, que fueron agasajados por el referido funcionario. Este inmortalizó su eficaz contribución a tal obra, haciendo que un artista, desconocido hasta 1928, Adrián Sánchez Galpe, pintase un magnifico cuadro de los primeros mulatos que salieron a Quito después de la precaria pacificación de la provincia de Esmeraldas77.

Los PP. Mercedarios trajinaron frecuentemente por dos caminos: el uno que llevaba a Esmeraldas por Salinas y Lita; y el otro, por Cotocollao, Nono, Nanegal, Gualea, Nigua y El Embarcadero, punto en el que entran en el Guaillabamba los ríos Blanco y Ninayacu.

Otros religiosos, como fray Matías de Vilches y fray Juan Bautista de Burgos, misionaron también largamente en la región de Esmeraldas y recorrieron los caminos que a esa mies conducían. El segundo entró en 1600 con el capitán Pedro de Arévalo78 y se estableció junto a la Bahía de San Mateo, para doctrinar a los indios Campaces. Más tarde salió a Quito conduciendo a varios negros e indios, a quienes el santo Obispo Solís les administró, con mucha pompa, la confirmación. En razón de las frecuentes entradas de los mercedarios se les asignaron, entre otras, las doctrinas de Lita y Gualea.

En 1599, el P. fray Jerónimo de Aguilar, acompañó a Hernán González de Saa, en una expedición que partió de Tulcán, con el fin de descubrir otro camino a Esmeraldas.

Según las noticias que proporciona el erudito historiador mercedario R. P. Monroy y que difieren de las del Ilmo. señor González Suárez, el 9 de abril de 1611 llegaron a Quito el Capitán Miguel Arias de Ugarte, corregidor de Otavalo, y los PP. Pedro Romero, comendador del Convento de Puerto Viejo, y Hernando Hincapié, quienes venían de la fundación que habían hecho en Ancón de Sardinas del puerto de Santa Bárbara de los Ostiones, y de la que se vieron constreñidos a salir porque «toda la tierra estaba alzada». Suponemos que, a instancias de la Audiencia, volvió a la reducción el P. Romero, castellano de temple acerado, y allí recibió las heridas que le causaron la muerte.

La Audiencia comisionó entonces (1611) a don Pablo Durango Delgadillo para que hiciese la reducción de la provincia y abriese definitivamente el camino hacia Quito. Vanos afanes: allá, como en Mainas, las reducciones no debían hacerse por la fuerza, so pena de impedir la evangelización. La labor de Durango fue estéril y la Audiencia le residenció. Años más tarde eran los frailes mercedarios los únicos que exploraban la costa y se preocupaban tesoneramente de la traza del   —36→   camino de Quito a Bahía de Caráquez, por Santo Domingo de los Colorados y Canzacoto. Tan tenaz fue la labor del P. fray Diego de Velasco, doctrinero de los pueblos de Pasao y Coaque, que logró en 1616 de Matín de Fuica que iniciase la construcción de esa vía. En 1624, la concluyó don José de Larrazábal, fiador de Fuica, quien se había ahogado en el río Daule. La obra de los mercedarios se veía, por fin, coronada, a costa de inmensos sacrificios y de la sangre de sus hijos.

Las misiones de los mercedarios en la Costa fueron -digámoslo de paso- extraordinariamente fecundas: ellos encendieron la luz del Evangelio y sembraron los primeros gérmenes de la cultura moral y material en todo el Litoral ecuatoriano. ¡Cuántos reveses e inmolaciones significó esa labor! Baste recordar uno de esos holocaustos, el consumado por los holandeses protestantes el año de 1624, en la isla de Puná, en la persona del cura párroco fray Alonso Gómez de Encinas, abierto el vientre por los sectarios en odio a la Eucaristía... Por aquellos mismos años, otro miembro de la Orden, el P. Domingo Fernández, mereció la palma del martirio en la provincia de Guayaquil.

Los mercedarios ejercían el papel de consejeros de la Audiencia, le sugerían medidas y le proponían autoridades que convenía nombrar para Esmeraldas79. Como eran los más constantes propugnadores de la vinculación entre el norte de la Presidencia y el Litoral, a ellos se les encomendaban todas las gestiones conducentes a obtener la gracia del puerto a la mar del Sur80.

Muy digna de perenne alabanza fue, sin duda, la labor que hizo el sabio gobernador de Esmeraldas Don Pedro Vicente Maldonado y Sotomayor para unirla con Quito; mas no se ha ponderado suficientemente la actuación de su docto hermano y maestro, el presbítero don José Antonio quien, según dice un documento publicado por el muy notable investigador don José Rumazo, se granjeó, «el concepto de ser el mejor Cura del Obispado81». El Ilmo. señor Paredes, viéndose en imposibilidad de recorrer personalmente la provincia de Esmeraldas, nombró al Dr. José Antonio para visitador. Cumplió éste su en cargo «a costa de su propio caudal» y «haciendo su jornada a pie por el nuevo camino, que a la sazón sólo estaba trazado, y casi intrajinable, habiendo socorrido a las necesidades espirituales que halló, en todo aquello a que pudieron extenderse sus facultades, dejando enteramente satisfecha la confianza de su Prelado82». Los dos Maldonados unieron, pues, de manera indisoluble sus nombres en esa obra de excepcional gloria y valía para la Presidencia.



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La Iglesia y las obras públicas

Muchas iniciativas de progreso en el período hispánico se debieron a la Iglesia. Sólo queremos referirnos a algunas, por todo concepto admirables, entre tantas obras de ingeniería civil llevadas a cabo por obispos y párrocos, callados promotores de adelanto local y general.

Comencemos por anotar, ante todo, que en los primeros años del siglo XVII, se decidió emprender el trabajo arduo y costoso de cubrir las quebradas o cavas que separaban las diferentes partes de Quito. La primera quebrada que se cubrió fue, según cuenta el Ilmo. señor González Suárez, la que pasa junto a la Catedral, «merced al empeño que puso en dar cima a la obra el Obispo Solís; al cual se debe, por lo mismo, la compostura de una de las más hermosas calles que hoy tiene la ciudad83». Los jesuitas hicieron más tarde en esa misma quebrada, trabajos arriesgados de ingeniería, que fueron dirigidos por el gran arquitecto Hno. Marcos Guerra. En 1730 la reconstrucción del puente de Manosalvas se realizó en buena parte por los afanes de los párrocos84.

El famoso Clérigo Agradecido, Ordóñez de Cevallos, señaló como con áurea piedra su paso por el curato de Pimampiro, en la provincia de Imbabura, restableciendo la acequia del tiempo de los Incas, que se había destruido y olvidado. La restauración trajo como resultado el reflorecimiento agrícola de una rica porción del país, donde, a poco, proscrita la coca, se fundaron haciendas de cañamiel y magníficos viñedos.

El dominicano fray Francisco de Araujo, cura de Santa Rosa de Miñarica, fue el que, tras ingentes dificultades, resolvió el problema de la provisión de agua para la villa de Ambato. A raíz del terremoto de 20 de junio de 1698, se tuvo que mudar el sitio de la fundación; y el nuevo carecía de ese elemento. El P. Araujo, hombre de constancia y ardimiento; ofreciose espontáneamente para construir espaciosa acequia, por una suma insignificante, destinada en su mayor parte a la erección de la iglesia de su parroquia y el saldo al pago de los salarios y materiales de la obra. En pocos meses el agua bañó los campos de Pataló, Miñarica, Huachi y Ambato; y el párroco se inmortalizó en la gratitud de los moradores85. El ejemplo del P. Araujo debió de seguir, andando el tiempo, otro dominicano, que dejó también claro nombre como iniciador de grandes empresas en favor de sus feligreses: el R. P. Maestro Provincial fray Mariano Benítez, a quien se debió la construcción de la gran acequia con que se riegan los campos del cantón Pelileo.

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El año de 1744 ocurrió una catástrofe que asoló ingente extensión de las actuales provincias de Cotopaxi y Pichincha: la erupción del Cotopaxi arrebató gran parte de los puentes penosamente levantados por la pobreza colonial. Las aguas del «inmenso aluvión» (así se expresan las actas capitulares) subieron más de cien metros en el río Guaillabamba. En la sección oriental de Pichincha, uno de los mayores daños fue, a no dudarlo, la destrucción del puente del río Pita o de Tumbaco. Hallábase de cura en la parroquia de este nombre, el Dr. Felipe García Aguado y Santistevan, hombre de virtud y de pelo en pecho, que no se arredró por la magnitud de la catástrofe y determinó hacer cuanto estuviere en su mano para que cesara el aislamiento en que quedaron los pueblos de Yaruquí, Puembo, Pifo, etc., impedidos de comunicarse con Quito, salvo con el auxilio de «tarabitas» o andariveles.

Ya en 1747 el Dr. Aguado, según barruntamos, pensó que era menester construir un gran túnel, para reemplazar al puente derruido e impedir que el río volviera a llevarse las obras de arte. Mas, surgieron disidencias y nada se hizo por lo pronto86.

En 1753 (27 de abril) conoció el Ayuntamiento una iniciativa de Antonio Cortés, quién calculaba las expensas de la construcción del «socavón» en 3.500 pesos. En 1756 volvió Cortés a insistir en su proyecto y a ofrecer que sólo cobraría unos mil pesos, con tal que se le diesen los materiales y se prorratease el gasto entre los 105 propietarios existentes en las cuatro parroquias interesadas, y actuara como tesorero el Dr. Aguado. Suponemos que se aceptó su propuesta y que, a la vez, se prosiguió la reparación del puente. Empero, el 9 de enero de 1759, el buen cura comunicó al Cabildo que el puente, junto con los estribos que respetó la de 1744, había sido arrebatado una vez más por las crecientes del río; y pidió prontas providencias para la terminación del socavón.

El párroco tenía que multiplicar su actividad, ora para atender a la vigilancia de la obra y consecución de obreros, ora para lograr que los interesados contribuyesen con las sumas asignadas; ora, en fin, para obtener nuevos contratistas, cuando los anteriores abandonaban desalentados el trabajo. En 1761, el P. fray José Joaquín de Chiriboga, de la Orden de San Agustín, se ofreció a encauzar el río por el túnel, si se le entregaba una suma prometida por el Presidente.

Abierto el túnel y construidas las obras complementarias, pudo el admirable Dr. Aguado ocupar (1768) la canonjía de Quito, que no había querido asumir mientras no terminara la gigantesca obra, en la cual empleó gran parte de su vida. En efecto, pocos años después, el 9 de julio de 1773, el doctor Aguado entraba en la inmortalidad. Sobre el túnel construido bajo su dirección, pasa hoy un ferrocarril: los   —39→   siglos han respetado la obra del célebre eclesiástico colonial; y el río, dócil lebrel, no ha vuelto a saltar la valla que el abnegado cura le puso.




Sociedad de amigos del país

Todas las iniciativas que, a la zaga de la Metrópoli, se emitían con el fin de despertar el progreso de la Presidencia, merecían no sólo aprobación, sino apoyo de la Iglesia. Ya en vísperas de la Independencia, el Clero se apresuró a colaborar en la constitución de la Sociedad de Amigos del País que, imitando lo hecho en España, se estableció en Quito el 30 de noviembre de 1791. El Obispo fue nombrado para Director de la Sociedad; y en el discurso con que la inauguró, el Ilmo. señor Calama pidió a los quiteños que venciesen dos defectos consustanciales con su carácter: la inconstancia y la desunión. Si nos unimos todos, decía el ilustrado pastor, «con espíritu de patriotismo, sin dar el menor lugar a la envidia y a la pereza, Quito va a resucitar... Comencemos, comencemos; pues, con la constancia y la unión triunfaremos ciertamente». Ese dulce vocablo patriotismo, tan grato a toda alma bien nacida, aparece por vez primera en el Ecuador en los labios de un Obispo...

Según lo recuerda el Ilmo. señor González Suárez, los párrocos de la ciudad, el Deán del Cabildo y el eclesiástico más antiguo componían como socios natos la Institución, cuyo fin no podía ser más excelente: la mejora de la colonia en todos sus aspectos y manifestaciones. El censor de los trabajos fue también un clérigo criollo de muchas campanillas, el Dr. Ramón Yépez; y el Secretario un varón eximio, luz de su tiempo, el Dr. Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, que, si no abrazó el estado eclesiástico, merecía pertenecer a él por su espíritu, inflamado en los más nobles ideales cristianos, entre ellos, el amor a la naciente república.

Primicias de la Cultura de Quito, el periódico primigenio publicado por el Precursor, fue encarnación viviente del genio de la Patria, hondamente saturada de esencias religiosas. La pedagogía de Espejo, que él quería transfundir en cada plantel, se basa en tres cimientos inconmovibles: la dependencia de un Ser supremo, la miseria humana originada por el pecado de Adán y la misericordia del Redentor, «a cuyo conocimiento acompaña y sigue la ilustración del niño en todas los misterios del Cristianismo». Eliminado Cristo, la educación se desvanece como cosa inasequible y estéril, en concepto del gran república y denodado mártir de la emancipación americana




Apaciguamiento de conflictos sociales

Un último título de la Iglesia al honroso predicamento de creadora del país: el de apaciguadora de conflictos sociales, que germinaban frecuentemente en la inquieta Presidencia. El Gobierno Civil carecía de   —40→   medios personales y pecuniarios para dominar levantamientos y trastornos y, sobre todo, le faltaban varones de prudencia y fortaleza, a la vez que conociesen las artes de persuasión que deben emplearse en tales circunstancias y con gentes sencillas y crédulas. En cambio, el Clero poseía decisivo ascendiente, así porque representaba la más augusta de las fuerzas sociales, como porque sus miembros eran, a no dudarlo, los elementos mejor preparados intelectualmente.

Un solo hecho citaremos para no alargar este capítulo. En el bienio de 1764 y 65 ocurrieron serios trastornos en la actual provincia de Chimborazo. Levantáronse los indios de los alrededores de la ciudad de Riobamba, con el consabido pretexto de que el censo, que a la sazón se hacía, era con el fin de imponerles nuevos tributos. Los párrocos de Cajabamba, Yaruquíes, Licán, etc., emplearon todo su ascendiente para convencer a sus feligreses de que esa medida provenía de designios desinteresados; y el Obispo de Quito pidió a los jesuitas del Colegio de Riobamba que recorriesen las abundantes comunidades indias de la región para corroborar la labor de los curas y lograr la paz87. La Iglesia era la única policía defensiva de la sociedad.




La Iglesia y los corsarios

Y si ella no actuaba como tal, ¿quién podía obrar oportuna y eficazmente para librar a la nacionalidad en formación de los peligros que la acechaban? Recuérdese cómo Guayaquil estuvo casi siempre desprevenida ante las asechanzas de piratas y corsarios. Cuando la primera amenaza, un anciano inerme, el Ilmo. señor Pedro de la Peña, sol de la Colonia, estuvo dispuesto a ir en persona a Guayaquil con varios sacerdotes para defenderla de tan grave azote. Sólo una vez se preparó eficazmente la Presidencia con sus propios recursos para batirlos. Fue cuando un varón inmortal tuvo en sus manos las dos Potestades, o sea en tiempo del Ilmo. señor Montenegro. El Presidente-Obispo, dice, Monseñor González Suárez, mandó formar compañías de soldados y fundir dos pedreros y allegó recursos para hacer frente a la armada inglesa88. Si alguna vez se nos remitieron de fuera elementos bélicos, fue en época en que el Virreinato de Lima estuvo presidido por otro hombre de Iglesia, el Arzobispo don Melchor de Liñán y Cisneros y el Corregidor de Guayaquil era un personaje de ánimo esforzado, el capitán Domingo de Iturri. Todo lo contrario ocurrió en 1687, en que el sucesor de Iturri nada hizo para la defensa; y a pesar de los avisos que dio el Cura de Puná, miró impasible el acercamiento de los enemigos. En medio del abatimiento y derrota, apresados los principales caballeros y personeros de la ciudad, un religioso lego de la Orden de Menores se atrevió a reprender a los corsarios porque se manchaban en sangre   —41→   de rendidos; y ante la sorpresa que les inspiró tamaña osadía, entraron a parlamento.

En tiempo del Ilmo. señor Paredes de Armendáriz apareció en son de guerra en la costa del Pacífico una escuadra inglesa, dirigida por Anson. Mucha gente de Guayaquil huyó a la actual Babahoyo; y con ella buscó lejano refugio parte de los clérigos que servían en el Litoral. Un noble sacerdote de Laja, el doctor Diego Riofrío, escribió al Ilmo. señor Paredes dándole cuenta del abandono de la ciudad; y el Santo Obispo dispuso que el propio informante se trasladase a Guayaquil con todos los sacerdotes a quienes lograra persuadir de la necesidad de alentar y sostener a la acobardada ciudad. Riofrío formó una compañía eclesiástico militar, de la cual se constituyó en jefe, estimulándola con su alto ejemplo a todos los sacrificios. La conducta del benemérito clérigo lojano fue aplaudida por la sociedad entera y, especialmente, por su prelado, cuya mansedumbre se aliaba con la decisión por la defensa del país y de su diócesis89.




Síntesis

Recapitulemos. La Iglesia en el Ecuador no se satisfizo con atender a su función meramente religiosa: difundir el Evangelio, repartir entre los diversos elementos sociales la vida divina, a medida que iban haciéndose dignos de ella, acrisolar las almas de manera creciente y elevarlas a la santidad. Comprendió que dada la debilidad de las fuerzas nacientes de la patria, ninguna podía atender del modo debido los diferentes menesteres de la vida civil y política; y que a ella le incumbía, por incontrastable urgencia de amor, suplir la impotencia de los demás factores, preparándolos así para asumir tempestivamente la dirección de la sociedad. Sin su acción oportuna y enérgica, el progreso de la nacionalidad, su orientación hacia la verdadera cultura, se habrían retrasado secularmente.

Compañera de expediciones y conquistas, para servir de valla a los titanes que las emprendían y de norte de sus empresas; mediadora en sus diferencias iniciales y moderadora de excesos; antemural, con sus instituciones y costumbres, de la justicia social y de la hermandad humana; inspiradora del genio de la ciudad y ennoblecedora de sus caracteres, derivados de la geografía de la Presidencia y de la índole de la ocupación territorial; legisladora sapientísima del régimen agrario y del reparto de la tierra, para reformar, a la par, el colectivismo incásico y el egoísmo con que los españoles pretendían el monopolio de su distribución; promotora y modelo de toda transformación civil en el reino de Quito; luz y guía del sistema de impuestos; amparo y providencia generales en las visitas de los prelados; creadora del Ecuador   —42→   rural con la fundación de pueblos de indias y reducción de éstos a una verdadera comunión espiritual y material; cooperadora e iniciadora de las más variadas formas de progreso; creadora del enlace entre las diferentes regiones del país; policía y defensa contra los peligros que corría la nacionalidad: la Iglesia, ora con su doctrina, ora con su influencia, ora con su ejemplo, fue el alma de la patria.







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