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ArribaAbajoCapítulo II

La Iglesia y el indio



ArribaAbajo I. Primeros pasos civilizadores

La máxima, la más grave labor que tocaba a la Iglesia una vez conquistado el Reino de Quito, era la defensa del capital humano primigenio: el indio. En este capítulo queremos exponer lo que efectivamente hizo, dentro de nuestro territorio, la Sociedad de las almas para amparar, conservar y elevara esa raza, para unificarla espiritualmente con los demás elementos sociales y para dar a la misma conquista el valor y el significado misioneros que los Monarcas Hispanos le habían asignado en memorables documentos. Libros extensos requeriría dicha exposición; pero procuraremos sintetizarla con el fin de ofrecer, a lo menos, una idea de conjunto de los arduos sacrificios que se impuso el Poder Sobrenatural para llevar a cabo ese ingente y glorioso encargo.


Situación antes de la conquista

Ante todo, debemos asentar, como premisa de este estudio, un antecedente olvidado o arteramente negado: el trato que los naturales recibían de sus caciques y reyes antes de la conquista. Simple conseja es que aquellos vivían en una como edad de oro, a la cual sustituyó el régimen de crueldad de encomenderos y estancieros. Las Relaciones Geográficas de Indias son concluyentes:

«El Gobierno que antiguamente tenía, dice la de 1573, era que los caciques cada uno en su territorio era tan temido cuanto se podría decir, siendo hombre áspero, y lo que quería se había de hacer sin haber pensamiento en contrario; porque si el cacique lo sentía, el súbdito había de morir por ello...90» «Los Caciques, Capitanes y indios obedescían a Guaynacaba, al cual tributaban de tal manera, que por cosa pública y cierta se decía, que ningún pueblo le dejaba de tributar».

Otra Relación, referente a Otavalo, precisa más aún: «Los pueblos de todo este corregimiento tenían antiguamente en cada pueblo o parcialidad su cacique que los gobernaba a manera de tiranía...: y los indios no tenían cosa alguna más de lo que el cacique les quería dejar; de manera que era señor de todo lo que los indios poseían y de sus mujeres y hijos y hijas y servíanse de todos ellos como si fueran sus esclavos...»



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Además, los indios vivían en lucha continua; cada parcialidad consideraba a la vecina como enemiga y le disputaba las pocas tierras que el monarca les había dejado. «De manera que todo era behetría91». Por esta razón, los antiguos «no solían vivir sino derramados92». Nada diremos de los sacrificios humanos, de doncellas, ofrecidos en sus tremendos adoratorios93.

El primer gran civilizador del indio es, sin duda alguna, el renombrado fray Jodoco Ricki, padre le Orden Seráfica en América del Sur. De su obra excelsa ya hemos hablado algo y en otros capítulos diremos mucho más. Baste consignar aquí que el religioso flamenco, fundador del Convento de San Pablo, inició, juntamente con la evangelización -labor en que, de manera simultánea, se ocupaban afanosa y heroicamente otras congregaciones-, la enseñanza del indio en todas las artes y rudimentos del saber. Él y sus compañeros les enseñaron, asimismo, el modo de labrar la tierra y de arrancarle productos mejores y más abundantes de los que hasta entonces habían obtenido, para beneficio del inca, en sus incipientes cultivos.

No se pagó con esto el ilustre fraile. Su convento se convirtió en granja agrícola para sus «yanaconas» y en asilo y defensa de varios de los miembros de la familia de los antiguos Monarcas, que habían caído en la miseria, entre ellos un hijo de Huainacápac y dos de Atahualpa, a quienes más tarde concedió el Rey pensión vitalicia. En esta labor de defensa y patrocinio de la familia real había precedido a fray Jodoco otro religioso de la misma Orden, el P. fray Marcos Niza. Él bautizó al régulo de los Puruhaes y tío de Atahualpa, Chalcuchima, que conservó cariño profundo por el ejemplar misionero. En homenaje suyo adoptó el nombre de Marcos.

Para penetrar en el alma del indio, los primeros frailes aprendieron rápidamente su lengua propia. Célebre entre todos llegó a ser por este concepto el P. Martín de Victoria, compañero del P. fray Hernando de Granada, fundador del Convento Mercedario. No contento con saberla, fundó una cátedra para que clérigos y religiosos se ejercitasen en el conocimiento de ese vehículo de enseñanza y evangelización, y en honrosa competencia, comenzaran aquella primera gesta gloriosa de la difusión del Mensaje divino entre la enorme población indígena diseminada a lo largo del Reino de Quito.




Los Dominicos

El Ilmo. señor Valverde inició, apenas nombrado Obispo del Cuzco, la organización religiosa de estas regiones; y en cuanto a Quito, nombró Vicario General a su cohermano, el P. fray Gaspar de Carvajal, que vino a Quito en 1541 para coordinar   —45→   las diversas fuerzas y hermanarlas en el desbrozo del erial. A poco de llegado, el P. Carvajal acompaña a la expedición de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana, que parten al Oriente, en busca del Dorado. A no dudarlo, su viaje debió de obedecer al cristiano anhelo de promover el bien espiritual de los expedicionarios y, sobre todo, a la defensa de la ingente cantidad de indios que se llevó a la conquista. Estamos seguros de que, entonces como en 1575, el P. Carvajal juzgó que estaba obligado a patrocinarlos, porque la Orden Dominicana había «tenido especial anidado de volver por esos naturales, entendiendo el servicio que a Dios y V. M.» se seguía94. La herida que recibió en la expedición, y que le costó un ojo, fue sentida por todos, según dice el afamado cronista Herrera, «porque este padre, demás de ser muy religioso, con su amor y prudencia ayudó mucho en estos trabajos95».

Fray Gaspar se honró a sí mismo, y honró perennemente la piedad de la Iglesia allegando recursos para sostener y vestir a varios de los hijos de Atahualpa, quienes vivieron y se instruyeron para recibir el bautismo en el convento dominicano del Cuzco.

A influjo de la Iglesia, el número de encomenderos fue reduciéndose considerablemente; y poco a poco, asimismo, mejoró su calidad moral. Las primeras encomiendas las confirió por simples méritos de guerra o de entradas y conquistas, el Marqués Pizarro. Entre los favorecidos iniciales hubo hombres de la índole de Pedro de Puelles; titular de las pingües encomiendas de Otavalo. Mas, con La Gasca -modesto y admirable reformador y hombre de Iglesia96-, la faz de las cosas cambió radicalmente: muchos de los partidarios de las Leyes Nuevas merecieron aquel encargo, que, en la mente de los Reyes, tenía altísima finalidad religiosa y social. En 1573, los encomenderos de la provincia de Quito no llegaban a 40. No fue raro el caso de que renunciaran la encomienda, seguramente por incapacidad de cumplir con exactitud aquellas finalidades, cuya inejecución traía, de jure, la pérdida del beneficio y la obligación de restituir.




El protector de indios

Aguijoneada por su celo en pro de la defensa del patrimonio humano que debía conquistar para Cristo, España creó el arduo cargo, lleno de responsabilidades espirituales y terrenas de Protector de Indios. Empero, este cargo habría sido estéril, como lo fue más tarde, por lo cual tuvo tantas vicisitudes97, si se lo hubiese confiado a personajes seculares que, generalmente, poseían intereses económicos antitéticos. Por el contrario, en   —46→   los primeros tiempos, el Protector fue un Obispo, fraile o clérigo de acrisolada vida, que tenía la independencia necesaria para amparar a la mísera raza vencida y ponerla bajo, la égida de la Iglesia, librándola de la esclavitud a que la sujetaban individuos poderosos que preferían el dinero al acatamiento de la dignidad de la persona humana. La Gasca que tan a pechos tomó el remedio de la condición humillante en que habían caído los indios, designó para protector de los de Quito, al P. fray Francisco de San Miguel, de la Orden Dominicana, «persona docta y de buena conciencia», según dice el nombramiento, hasta que llegase a esta ciudad el Obispo señor Garcí Díaz Arias. El Cabildo reconoció su carácter y las prerrogativas que traía, en virtud de comisión del Ilmo. señor Jerónimo de Loayza, el 18 de febrero de 154998.




El primer Obispo

Antes había sido designado para ese cargo temeroso, el mismo señor Díaz Arias; mas, barruntamos que no llegó a ejercerlo. Al crear la diócesis de Quito, el Monarca le presentó para Obispo; por las razones que ya hemos indicado. No se equivocó el rey al columbrar que con ese nombramiento los naturales adelantarían, en la instrucción de la santa fe; porque el primer Prelado fue, a un tiempo, padre, maestro y defensor de la parte más numerosa de su grey99. Apenas llegado a su inmensa y desolada diócesis, formose cabal cuenta de que todo tendía aquí «al aprovechamiento de los españoles», antes que «a la conversión y aumento de los naturales».

No quiso descargar en los demás el peso de la evangelización; y, antes bien, la tomó por su propia cuenta, doctrinando a los indios en persona. Con el objeto de facilitar la doctrina, nombró alguaciles que se empeñaban en que todos concurriesen y en evitar, a la vez, los vicios de sus compañeros, especialmente la embriaguez y la hechicería.

No fue él el fundador del Colegio San Andrés para la educación de los indios; pero cooperó con eficacia a obra de cultura tan excelente y propia de la Iglesia y que se realizaba en forma seductora, original y fecunda, de acuerdo con el molde admirable establecido en México por otros frailes flamencos, con quienes fray Jodoco, inspirador de la fundación, debió de estar, por diversas razones, en constante comunicación.

Como era natural, el Ilmo. señor Díaz Arias comenzó inmediatamente la construcción de la Catedral, como símbolo tangible de la erección de la diócesis, construcción que se continuó con ahínco durante la   —47→   sede vacante. Mañana y tarde trasladábase a esa iglesia el buen pastor, desde su modestísima morada, con el fin de participar en los oficios divinos; y su piedad fue tan comunicativa que obró eficazmente sobre el corazón de los indios, para «convertirles a la religión cristiana y hacerles dóciles a sus instrucciones», según expresa Monseñor González Suárez. Humilde, manso, se hermanó con los pobres y, sobre todo, con los indios; y dejó memoria gratísima, bendecida filialmente por ellos.

El Vicario Capitular, en sede vacante, fue un célebre eclesiástico, que había ejercido en Lima, al lado del Arzobispo don Jerónimo de Loayza, la defensa y abogacía de los indios: el Arcediano don Pedro Rodríguez de Aguayo, quien continuó la obra pastoral del Ilmo. Sr. Díaz Arias, dio enorme impulso a la edificación de la Catedral, dispuso la de muchas iglesias en los pueblos de indios, y «como sabía su lengua lo mismo que la española, hizo mucho por la instrucción y conversión de aquellos naturales». Con justicia, los quiteños -según refiere Jiménez de la Espada- pidieron a Felipe II nombrase al Arcediano para sucesor de Díaz Arias; y él mismo informó al Rey, el 1.º de octubre de 1565, que había tenido «especial cuidado de la conversión de los naturales, procurando medios más fáciles para conseguir el fin que Vuestra Majestad tan ahincadamente ha pretendido de traerlos al verdadero conocimiento; y para esto puse más curas y vicarios así entre los convertidos en provincias donde nunca los había habido100».




Los Concilios

Gloria insigne del Obispo de Quito, Ilmo. Sr. de la Peña, es el haber participado en primera línea en las deliberaciones de los Concilios limeños de 1567 y 1583101, Concilios en los que, afirma Gutiérrez de Arce, se advierte «más calor humano, más preocupación cariñosa» por los indios que en los de México, los cuales brillaron, sobre todo, en el orden jurídico:

Cuatro fueron los «presupuestos obligados» de la sabia legislación conciliar:

Primero. El indio tiene una igualdad substancial con el español...

Segundo. El indio tiene una desigualdad accidental con el hispano, por cuanto posee una condición miserable, que le hace jurídicamente acreedor a situaciones de privilegio en unos aspectos y al par objeto de determinadas medidas especiales de precaución, similares a las correspondientes según los casos al anormal o al niño.

Tercero. La conversión del indio es el fin primario y justificante de toda la obra colonizadora. A su obtención han de consagrarse todos los esfuerzos y supeditarse todas las cuestiones.

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Cuarto. El esfuerzo del indio ha de ser utilizado para colonizar aquellas regiones; mas esta ocupación forzosa de su trabajo ha de conjugarse con el respeto que se debe a los principios precedentes102.



En su afán de restablecer o implantar la justicia social, los obispos de Quito tomaron dichos principios como pauta de su labor y, en general, las disposiciones que los Concilios limeños habían expedido, con la cooperación de los provinciales de las Órdenes que se ocupaban en la doctrina y formación de los indios.

Entre esas disposiciones figuraban, en primera línea, las veintiséis severísimas normas que el Ilmo. señor Loayza dictó el 11 de marzo de 1560 para todos los confesores del Virreinato y en orden a la reparación de los perjuicios que, con motivo o a pretexto de la conquista, se habían inferido a los desdichados naturales103. Bastarían dichas normas para que la Iglesia americana fuese aplaudida y honrada como la primera civilizadora. Entre los varones que las formularon y que debieron de proporcionar los datos fundamentales, están dos conocidos por el lector: los PP. fray Gaspar de Carvajal y fray Francisco de Morales, que eran a la sazón provinciales de las Órdenes Dominicana y Seráfica, después de haber sido Vicaria de Quito y fundador del Colegio San Andrés, respectivamente. Esas disposiciones no fueron ineficaces. Muchos españoles se vieron en la necesidad de devolver pingües sumas en beneficio de los indios104. Entre los obligados a restituir estaban los que participaron del rescate de Atahualpa: el suegro de don Lorenzo de Cepeda; Francisco de Fuentes, no sólo reintegró quince mil pesos que montaba la alícuota percibida en dicha repartición, sino tres mil más, a fin de tranquilizar su conciencia105.





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ArribaAbajoII. Fray Pedro de la Peña


El Obispo de la Peña

Ya hemos bendecido la memoria egregia del verdadero creador de la diócesis, del segundo Obispo, Ilmo. fray Pedro de la Peña, fundador de la cátedra106 de prima de teología en la Universidad de México y provincial de la Religión de Predicadores en Nueva España, donde había sido también «celoso misionero en la conversión de los indios». En su corazón dominicano traía, como norte y guía de sus afanes, la defensa de la personalidad cristiana del indio, misión augusta que realizó con excepcional espíritu de sacrificio, para honra inmarcesible de la Iglesia. Había venido a América como confesor del famoso Virrey don Luis de Velasco, el viejo, con quien columbramos se connaturalizó y mancomunó en su caridad hacia los naturales107. Sabiduría, experiencia, ubicuidad, intrepidez, nada faltó a ese gran orfebre de la nacionalidad ecuatoriana. Anciano, no vaciló en tomar sobre sí la operosa tarea de visitar, una y otra vez, su dilatada diócesis, corriendo todo género de peligros. Amador de la paz, fue el representante de la justicia social conculcada y el azote de los explotadores del indio. Hombre de estudio, aplicó a la vida social sus conocimientos. Asceta, duplicó su influencia convirtiéndose, por la fuerza de las casas, en promotor de reformas económicas, en verdadero estadista. Personaje completo, su figura va cobrando con los sigilos mayor significación y el problema social de nuestra patria, le ha dado una aureola de excepcional gloria que los enemigos del nombre cristiano no podrán jamás amenguar.

Venía fray Pedro preparado para una lucha de veras magna en pro de la justicia social. Los tiempos eran graves; los nuevos ricos querían hacer en América tabla rasa de las disposiciones del Evangelio y movían guerra contra los frailes que se atrevían a oponerse a la opresión del indio. Ya en 1561 había escrito como Provincial de su Orden en México al Rey Felipe II: «Nuestros hermanos se encuentran descorazonados y no nos sentimos capaces de inducirlos ni de ordenarles a que permanezcan entre los indios. Los pobres superiores no pueden hacer otra cosa que lamentarse y afligirse, porque cada vez estamos perdiendo más y más crédito». Combatidos con toda suerte de armas, no maravilla que algunos fuesen infieles a su vocación y que,   —50→   amparados por un ambiente utilitarista, se entregasen a la busca del becerro de oro.

Ciudades y centros rurales merecieron, a un tiempo, su atención eficaz desde el punto de vista religioso. Encontró que la evangelización era deficiente, porque no había suficientes parroquias y doctrinas; y llamó inmediatamente a la Audiencia y a las Prelados de las Órdenes para discurrir juntos acerca del modo de llenar ese vacío. Creáronse entonces dos parroquias más en Quito, las de San Blas y San Sebastián; y procuró que comenzara en seguida la edificación de los templos respectivos. El de la última parroquia nombrada fue construida por un indio alcalde, Diego de Figueroa y Lacachi. Ese mismo natural, especie de abrazo derecho del Prelado, era el comisionado para llevar los días festivos a los indios, a fin de que oyesen, misa en la catedral, donde un sacerdote les predicaba en su propio idioma. El Prelado procuró también que se determinara el máximo de neófitos que cada sacerdote o religioso adoctrinaría, a fin de que se cumpliese realmente con esa obligación y no en apariencia, como ocurría a menudo. El resultado fue incompleto, a pesar de la intervención de la Audiencia; pero de todos modos quedó constancia de que ese número no debía quedar indefinido y que, cuando más, cada doctrinero podía atender a mil naturales. El obispo habría deseado que fuesen únicamente cuatrocientos.

No economizó trabajo fray Pedro para repartir justicia a los indios. La administraba en forma sumaria, sin confiarse de persona alguna, porque estaba seguro de que nadie lo haría (según sus propias palabras) «con aquel amor y celo que él mismo». Gracias a esta santa ubicuidad en la administración imparcial y gratuita de la justicia, el gran Prelado cautivó el corazón de los naturales, que llegaron a adorarle. Mas, el cariño y la gratitud acendrados que los indios le tuvieron fueron parte para concitarle la enemistad de autoridades y magnates. La Real Audiencia, contradijo y anuló muchas de sus providencias108. Numerosas quejas se presentaron contra él ante el Rey; y aunque de todas se defendió con eficacia, su alma lacerada padeció intensamente.

Por fortuna, el Rey, como lo manifiesta la cédula de 12 de abril de 1570, comprendió quién tenía la razón y quién defendía los verdaderos intereses de la monarquía; y mandó que se respetara la jurisdicción episcopal y se diese al Prelado cualquier auxilio que solicitare109. En la de 9 de febrero de 1573 dispuso igualmente que la Audiencia prestase su colaboración al obispo en las cosas que se le ofreciesen y sobre las cuales aquella no hubiese proveído110. El 15 de junio siguiente   —51→   prohibió que ese tribunal conociera de recursos de fuerza contra los actos prelaticios111; y que los frailes usurpasen la jurisdicción del obispo112.

No fueron los explotadores del indio los únicos que se confabularon contra él, sino aún muchos frailes y hasta de la propia Orden dominicana. Se había reservado aquella absolución de algunos pecados que cometían los encomenderos contra los indios; y un miembro de la Religión de Predicadores, fray Andrés de Oviedo, predicó que los religiosos tenían también la facultad de absolverlos. El Obispo recurrió al rey; y Felipe II, por cédula de 15 de junio de 1573, vedó a los frailes predicar en esa forma y reprendió al rebelde por el desacato contra el Prelado113.




Primeras normas de justicia social

Los pecados reservados al Obispo fueron los siguientes:

«Los encomenderos de indios, que, pudiendo haber doctrina, no la han puesto suficiente en los pueblos que les están encomendados, o no han restituido a sus indios lo que en otras confesiones se les ha mandado o ellos se obligaron por escritura; y los que no han tenido suficiente doctrina, si no restituyeron lo que debían dar al sacerdote o sacerdotes, por su salario de la doctrina que no han tenido; y no se excusen de decir que lo han procurado si, con efecto, no la han tenido. Los que no han guardado las leyes, tan públicas y manifiestas y justas de su Majestad; y traen indios a esta ciudad o los llevan a los ingenios, o minas, o chácaras o heredades, de tierra caliente a fría, o de fría a caliente, o de más término de cuatro leguas si, con efecto, no los vuelven luego todos a sus pueblos. Los que se sirven de indios de su encomienda en su casa o fuera de ella en obrar con más rigor, los que a los tales indios alquilan y se llevan ellos el jornal que los tales indios ganan, contentándolos con cierta paga: los que en hacer tejas, ladrillos, tapias o carpintería traen indios fuera de la tasa de Su Majestad, aunque sea con autoridad de justicia particular...; y todos los sobredichos que así tienen indios, después de haberlos echado, en presencia del confesor, han de ser pagados del servicio pasado y de los tales alquileres...»


La Mitra de Quito fue, pues, la primera institución que en el Ecuador se preocupó de la justicia en el salario y de que se pagase, en su integridad, al mismo indio, sin aprovecharse de la diferencia, ni escarnecer su condición de persona, considerándola, como simple instrumento de lucro en pro del encomendero.

En ninguna cosa perteneciente al orden eclesiástico o atinente a los indios dejó de poner su experta y sabia mano. Como era indispensable excogitar en común medidas eficaces, asistió, a pesar de su avanzada   —52→   edad, al Concilio de Lima, convocado por el Ilmo. señor Loayza para el 1.º de febrero de 1567 y que, efectivamente, se abrió, el 2 de marzo siguiente. Monseñor de la Peña lució, una vez más, por su ciencia eclesiástica y encendido anhelo de remediar, a la luz de las disposiciones del Concilio de Trento, los males que padecía la Iglesia. Cerca de un año duró aquella asamblea, en la cual se tomaron trascendentales providencias en orden a la aplicación de los Cánones Tridentinos y a la evangelización. Los obispos, saturados del espíritu dominicano, espíritu de santa intrepidez por la defensa del capital humano en el Imperio hispánico, no omitieron diligencia para precisar los deberes y responsabilidades que a la Iglesia incumbían en beneficio de la sección más desvalida de su grey. Mas, nadie tuvo mayor libertad apostólica y más austero desenfado en la exposición de las llagas espirituales y sociales de América que el Obispo de Quito. Se le ha tachado de haber excedido la mesura y la discreción. Pecados de celo fueron, tal vez, los suyos, si en realidad los hubo; pero el tribunal de la historia le ha absuelto de ellos, porque dimanaban de heroica caridad sobrenatural.




Representaciones al Rey

Conocedor de que el severo Felipe II tomaba muy a pechos la evangelización y elevación moral y social del indio, le dirigió, una vez terminada la reunión conciliar, admirables memoriales, que contenían trascendentales sugestiones conducentes a esos fines. Más tarde, envió a su familiar, fray Domingo de Ugalde (que había sido comisionado de Juan Salinas para la fundación de las ciudades de Santiago y Nieva en la gobernación de Yahuarzongo), con el objeto de que presentara personalmente al Consejo de Indias otras representaciones, que señalaban asimismo sagaces recursos para el bien de la Colonia. El primero, de esos documentos celebérrimos contenía 55 recomendaciones de diverso carácter, algunas de las cuales se referían al orden cultural, como la fundación de Universidades en las cabezas de obispados, y otras al orden religioso, como la división de las enormes diócesis; mas, la mayor parte tenía relación directa con la suerte del indio o se encaminaba a evitar tropiezos y vallas para la evangelización, como aquella de impedir todo género de entradas y conquistas a tierras de indios, porque con ellas se ponían obstáculos invencibles a la difusión de la verdadera doctrina en las cándidas almas de los moradores de la selva. El Obispo establecía sagazmente una sola excepción: la de que se llevasen dos religiosos de buena vida, con autoridad y examen del Obispo en cuya jurisdicción se hacía la conquista. Mas, en la práctica, las entradas eran, aun con esa condición, tropiezo y valla definitivos para la enseñanza del Mensaje Evangélico.

Las representaciones de los Obispos presididos por el Ilmo. señor   —53→   Loayza y las directamente dirigidas por el Ilmo. señor de la Peña fueron sumamente eficaces para corregir extravíos y expoliaciones contra los indios. El 18 de octubre de 1569 expidió ya el Rey las primeras cédulas relacionadas con aquellas sugestiones: referente la una a la libertad de las indias para casarse, libertad contra la cual se atentaba muy a menudo en la Presidencia de Quito, según denuncia del admirable Obispo, a quien se mandó prestar toda ayuda para prevenir nuevos escándalos; relativa la otra a la guarda, y acatamiento de las inmunidades eclesiásticas, a fin de que el exilio se celebrara «con la autoridad y decencia que conviene y en los naturales de esa tierra se haga mayor edificación para su cristiandad y conversión». Por desgracia, el espíritu regalista fue parte para desvirtuar las propias órdenes reales, como se puede advertir por otras cédulas, y especialmente, las de 29 de marzo de 1570, 4 de agosto de 1574 y 19 de septiembre de 1580.






ArribaAbajoIII. El primer sínodo

No contento con dirigir al Rey las solicitudes y reclamos de que hemos hablado, el Ilmo. señor de la Peña convocó el primer Sínodo provincial, con el fin de «arreglar las costumbres, corregir los excesos, ajustar las controversias y otros puntos permitidos por los sagrados cánones». Celebrose la sesión inaugural en esta ciudad el 17 de marzo de 1570 y la de clausura el 3 del siguiente junio; y en el curso de las asambleas tratáronse dos grandes asuntos: el referente al indio y el del estado eclesiástico. Las conclusiones que atañen al segundo punto tuvieron la venia de la Audiencia Real; mas, las relativas al primero quedaron sin confirmación, aunque han pasado a la historia como monumento vivo de amor y sabiduría. Aun el espíritu más prevenido y sañudo contra la Iglesia Ecuatoriana, tiene que rendir pleito homenaje de reverencia y admiración a las Constituciones del primer Sínodo de Quito, desconocidas hasta hace poco; y que patentizan el alma del Obispo, llagada de caridad por los desventurados. En mérito de ellas podemos llamar a fray Pedro de la Peña el «Las Casas ecuatoriano».


Respuestas del Rey

En el decurso del año de 1570 y en los siguientes fueron llegando las cédulas con que Felipe II satisfizo los anhelos más caros y sagrados del Ilmo. señor de la Peña y procuró remedió a los males vigorosa e intrépidamente delatados por él114. A consecuencia de las peticiones del Obispo de Quito, mandó el   —54→   Rey lo siguiente: 1.º En cédula de 29 de marzo de ese año, que no se diesen indios en encomienda a quienes hubiesen sido esclavos, ni a extranjeros; por ser, generalmente, incapaces los primeros de afinar su conciencia y adquirir pleno conocimiento del ideal cristiano de la encomienda; y por carecer los segundos del arraigo necesario en el país, para amar al indio con piedad sobrenatural y velar por su adelanto religioso. 2.º En la de 12 de abril, que no se impusieran tributos a los naturales mientras no recibiesen el bautismo y estuviesen instruidos en los misterios de la fe cristiana. El tributo venía a ser compensación jurídica del fiel cumplimiento de las obligaciones cristianas inherentes a la encomienda. 3.º En la de 2 de junio de 1573, que se cumpliera lo que el Obispo había pedido y en orden a la fundación de pueblos y reducción de los indios; o sea: a) que no tributasen en el año en que se ocuparan en formar el poblado y edificar la iglesia; b) que se les señalaren ejidos para sus ganados, a más de tierras suficientes en que hiciesen sus sembrados individuales; c) que los españoles, cualquiera que fuese su clase, no tuviesen estancias de ganado menor a menos de una legua de la linde de los pueblos de naturales, ni estancia de ganado mayor dentro de dos leguas; d) que ningún encomendero poseyese tierras en los términos de su encomienda, ni ninguna otra granjería, porque su encargo fundamental, raíz de la institución, se lo prohibía; e) que los encomenderos no cobrasen los tributos por medio de gente de su servicio, inepta las más veces para vislumbrar el origen jurídico-moral de la institución; f) que, asimismo, no tuvieran en su casa o en su servicio indios de su encomienda; y g) que no saliesen los indios de la doctrina a pretexto de negocios. 4.º En cédula real de 11 de junio del mismo año, se dispuso: a) que no se llevaran indios a tierras lejanas o de distinto clima, ni a minas; b) que se les librase de transportar cargas a lugares distantes y de diferente clima; c) que los curas atendiesen a los indios en sus enfermedades y que se proveyeran, al efecto, de medicinas eficaces; d) que los asientos se hicieran sin vejamen para ellos y que, a pretexto de servicio, no se diesen indias jóvenes a hombres solteros; e) que se respetase el matrimonio-sacramento; y que, por lo mismo, una vez casadas las indias, no se les obligara a servicios, como si fuesen solteras; f) que se edificaran iglesias a costa de los encomenderos y de los indios, en los sitios señalados para pueblos; y que las proveyeran de lo que fuere necesario para la decencia del culto; g) que los encomenderos renuentes al sostenimiento de las doctrinas restituyeran el dinero que para el efecto debían dar, dinero que había de estimarse como sagrado; y h) que si los encomenderos no satisficiesen los estipendios de los curas doctrineros y se vieran obligados a pagarlos los caciques, tuvieran estos el derecho de reintegrarse su valor al tiempo de la satisfacción del tributo. Otra cédula, fechada el 15 de los propios mes y año, prohibió que los encomenderos hiciesen venir a los naturales   —55→   en días festivos a la ciudad o les obligasen a trabajos personales, ambas cosas eran, en efecto, medios de impedir el cumplimiento de los deberes religiosos del indio y del fin de la encomienda.

Hay estricta correspondencia entre los memoriales del Obispo de la Peña y las Constituciones Sinodales de 1570 por un lado, y las cédulas reales que acabamos de resumir por otra; y estas últimas demuestran el excepcional interés que dichos documentos despertaron en la conciencia del prudente y severo que tan acrisoladamente se empeñaba en que la conquista y las instituciones sociales de ella derivadas conservasen auténtico carácter misionero y religioso.

Muchos excesos se contuvieron, sin duda alguna; y la Audiencia, a pesar de la desdeñosa prevención con que miró algunos de los actos del Prelado, -recuérdese el escandaloso incidente provocado por el escribano de la Audiencia Bernardino Cisneros, que trató de notificarle una cédula real en plena plaza pública, cuando iba a la Catedral para celebrar el Sacrificio de la Misa- tomó providencias eficaces para cumplir varias de las disposiciones regias. Mas, otras recomendaciones fueron arrumbadas en anticristiano olvido.




El problema de la tierra

Repetiremos aquí lo que escribimos hace más de quince años y que ha sido confirmado y robustecido por nuevos documentos y, en particular por la publicación de las Constituciones Sinodales de 1570 hecha por el docto historiógrafo R. P. fray José María Vargas O. P.:

«Si se hubiesen cumplido lealmente, si las cédulas reales no hubiesen sido objeto de frecuente irrisión y de fingido respeto, no habríamos tenido que la mentar tantos problemas sociales como han surgido posteriormente, por falta de suficiente extensión para ensanche de los pueblos; ni los grandes propietarios hubieran acrecentado sus haciendas en detrimento de las poblaciones. Y si el campo de las estancias no se extiende aún más todavía, débese únicamente a la previsión de aquel esclarecido campeón de la justicia social».


Hacer al indio, a par del blanco, propietario de tierras bastantes para sus necesidades familiares; proteger este dominio contra toda suerte de asechanzas y enemigos115; fijar el ámbito de las poblaciones rurales con el fin de que no se ampliaran ilegítimamente, con desmedro de ellas, las estancias o fundos: he aquí lo que se propuso el excelso e inexorable prelado y lo que, a lo menos en parte, consiguió a costa de imponderables esfuerzos y sinsabores personales. La Iglesia ecuatoriana no fue amparadora del «capitalismo de las tierras» que dominó en el período hispánico y que ha sido concausa para la creación de innúmeros problemas agrarios y económicos. Todo lo contrario, ella   —56→   pidió y alcanzó lo que podemos denominar la primera reforma agraria, inspirada en el Catolicismo social, que se ha realizado entre nosotros.

Sin ella, la fundación de pueblos, que acometió con sobrehumana fortaleza el Ilmo. señor de la Peña, habría sido ineficaz. Al cabo de corto tiempo, el efecto benéfico de la reducción de los indios a poblado habría desaparecido.

En las reducciones tan anheladas por San Pío V, se adelantó el segundo Obispo de Quito a sus colegas de América y al célebre Virrey del Perú don Francisco de Toledo. Los Prelados de Nueva España sólo la iniciaron en 1576, o sea tras años después que fray Pedro de la Peña obtuvo la autorización real para esa empresa gigantesca. Anticipose también a la famosa ley de 20 de noviembre de 1578, por la cual Felipe II decretó lo que Viñas Mey, ha apellidado «nacionalización del suelo americano» es decir la declaración solemne de que éste pertenecía al Rey, el cual lo dividía en tres grandes porciones: una para propiedad comunal, otra para dar a los indios las tierras necesarias a su manutención, y el resto para asignarlas a los españoles en composición.

Conforme a los designios del obispo, cada familia india debía poseer suficiente parcela de labrantío individual y la comunidad un ejido; proporcionado con el número de sus miembros, para el pastoreo de sus rebaños. Quedaron, pues, equilibrados los intereses y derechos de los individuos con los de la colectividad, según lo deseaba la sabia providencia de los monarcas españoles. Las cédulas en que acabamos de ocuparnos evidencian que la raíz y el venero de toda la legislación, social del periodo hispano era el verdadero «personalismo» cristiano, que no sólo se hermana, antes bien exige, el respeto del bien común y el mantenimiento de la propiedad colectiva, el ejido, tan propicia para robustecer el espíritu de solidaridad entre los habitantes del campo.




Las Constituciones Sinodales

Las Constituciones Sinodales fueron, además, la primera reglamentación del tributo, el cual quedó así fuera de la discreción y arbitrio de los encomenderos, a menudo olvidadizos de la finalidad sagrada de su encargo. El tributo no debía ser computado por el propio encomendero, sino por el cura; ni podía exceder de un peso y medio de plata corrientes. Sólo tocaba satisfacer a los indios mayores de veinte años: a los viudos y viejos les correspondía pagar únicamente la mitad. Al cura incumbía, además, conservar en su poderla distribución, «para enseñar a cada uno cuánto debe pagar».

Por desgracia las disposiciones del Obispo sobre este punto quedaron sin ejecutarse; y el Rey tuvo que insistir, andando los años, por   —57→   cédula real de 23 de septiembre de 1580116, en que se cumpliera lo ordenado sobre que los indios pagasen sólo lo que justa y cómodamente pudieren, «para que en todo les sea diferente el bien y libertad, de lo que padecían en el tiempo de su infidelidad».

El Cura, según las Constituciones, debía ser el primer e insustituible maestro de los indios, su médico y guía en la enseñanza de la vida social. Disposiciones hay en este documento admirable que aun ahora merecerían tenerse presente para el remedio de múltiples problemas que aquejan a los campesinos:

«Otro si -dice el capítulo IV, numeral 19-, ordenamos y mandamos y encargamos a nuestros curas que entienden en la doctrina de estos indios los pongan e instituyan en toda policía, principalmente en que tengan buenas casas de vivienda y en ellas hagan sus apartamientos en que duerman en barbacoas y otras en que tengan sus bienes e alhajas con lo que hubieren más menester e no consientan ni permitan dormir en el suelo ni juntos, sino fueran marido y mujer, y les aconsejen y manden tengan limpias sus casas e hagan chocaras y sementeras previniendo a la obligación que tienen a sustentar sus mujeres e hijos y que tengan ganados e hagan ropa para vestirse e anden limpios en el ornato de sus personas... e que críen a sus hijos con toda limpieza...»


Las Constituciones se encaminaban a hacer del indio un ser digno de llamarse persona e hijo de Dios, a compelerle suavemente117 para que llevase vida moral, decorosa y aseada, a que fuese cuidadoso de sí mismo, de su familia y de su casa. Es decir, la Iglesia reemplazaba, en la vida de los naturales, al legislador civil, al sociólogo, al educador, al economista; y señalaba a todos éstos la meta de su acción, no para un día, sino para siglos. Aun hoy, mucho de lo prevenido en los Cánones del primer Sínodo está reclamando aplicación y cumplimiento. El decurso del tiempo no los ha envejecido.

Los miembros del Sínodo Quitense no se dejaron llevar, como ocurrió muy a menudo en esa época, por un criterio de desconfianza en la restauración moral y espiritual del indio. Tuvieron fe en que podía elevarse y recibir con dignidad el Sacramento de los Sacramentos, el Pan de vida, a Cristo-Hostia.

Las Constituciones son, en fin, la primera ordenación del Registro Civil para el indio. En cada parroquia debían llevarse sendos libros de bautismos, matrimonios, fallecimientos «y onde se enterraron» y de los que se confiesan.

  —58→  

La Iglesia levantó al indio a la dignidad de partícipe en la acción católica. En cada doctrina debía haber indios «coadjutores», no sólo para que juntasen a la gente, sino para que diesen al párroco razón de los enfermos, de los que cometieran pecados públicos, de los huérfanos y de los necesitados de las obras de misericordia que estaban mandadas.

En suma, las Constituciones del Primer Sínodo nada dejaron de excogitar en orden a la conjuración y prevención de los males del indio, ya en el campo religioso, ya en el social y económico. Ellas contienen cuanto era necesario para poner a la raza vencida a nivel no indigno de las otras secciones de nuestro pueblo y apresurar su incorporación a la cultura cristiana.

Con razón, pues, en el informe enviado en 1576 al Rey por los Oficiales de la Real Hacienda se dijo que los indios eran «bien tratados, porque por parte de esta Real Audiencia y del Obispo de esta ciudad se tiene gran cuidado de su conversión y buen tratamiento y policía118». Y para que el informe correspondiese plenamente a la realidad,   —59→   el Prelado pidió al Monarca que pusiese coto a los Oidores, quienes percibían excesivos derechos por la Administración de justicia y llevaban a las visitas, a costa de campesinos e indios, numeroso cortejo de empleados, y que prohibiera a los corregidores contratar con los indios de su distrito o tener en él heredades y minas.

Tanta confianza depositó Felipe II en el celo del Obispo de Quito que en varias cédulas recomendó a la Audiencia que proveyese en unión de aquel al remedio de las necesidades sociales. Así, en la de 17 de Abril de 1581 mandó que el Tribunal y el Prelado arbitraran acordemente recursos para que no se compeliese a las indias a casarse antes de la edad legal y con el fin de sujetar a sus maridos al tributo. El Obispo fue acérrimo defensor de la familia india y de la excelsa dignidad de ese que San Pablo llama gran Sacramento, el matrimonio. ¡Cuántas afrentas se irrogaron al enérgico Pastor por el sostenimiento del derecho del indio a formar tempestiva y libremente legítima familia!... Un español desalmado penetró con la espada desnuda en las habitaciones del Prelado, baldonándole por haber casado a una india que, por veinte años, le había servido en su casa. La mansedumbre del Obispo fue su mejor defensa...

Los indios llegaron a estimar debidamente la santa intrepidez con que el Obispo les defendía contra toda suerte de extorsiones; y preferían recurrir a él antes que a la Audiencia Real. Escuchemos al Ilmo. señor González Suárez:

«En tiempo del Presidente Valverde algunos criados y protegidos suyos pasaron al territorio de Calacalí, a las faldas orientales del Pichincha: uno de ellos (sin duda el más perverso), un tal Francisco Pulido, puso los ojos en los mejores terrenos y, con el intento de convertirlos en estancias y fincas para sí, expulsó a   —60→   los indios, les quemó las casas, les prendió fuego a las sementeras de maíz, les impidió volver a construir sus chozas y, por medio de extorsiones y violencias, se apoderó de los sitios codiciados: los indios vinieron a Quito e imploraron la protección del Obispo. Lo era entonces el señor Peña, quien se trasladó al valle de Calacalí, oyó las quejas de los indios y, armándose de firmeza, escogió un lugar cómodo y fundó el pueblo, poniendo un sacerdote para que protegiera a los indios. Esto sucedió en 1576119».



Ni siquiera los intereses de los monasterios fueron parte para que el Obispo sacrificase su apostólica firmeza en la defensa de los naturales. El Cabildo Eclesiástico había dispuesto que los indios mineros trabajasen los días festivos, a fin de que los vecinos de Quito, dueños de minas, tuvieran mayores entradas para socorrer al monasterio de la Concepción. El Obispo desautorizó ese efugio de los sanos principios económico morales, cohonestado con pretextos sagrados.

El insigne Prelado se preocupó de que el producto íntegro del tributo se emplease en el benéfico designio inicial. La cédula, de 8 de julio de 1577120 le dio razón en el sentido de que el saldo no ocupado en el pago de los doctrineros se gastara en la fábrica de las iglesias respectivas. Gracias a esta medida, la construcción, de templos en las reducciones tomó notable incremento. El Ilmo. señor de la Peña logró asimismo que se expidiera la cédula real de 14 de octubre de 1580, en la que, accediendo a lo por él solicitado en carta de 20 de enero de 1577, se permitía el pago de los salarios debidos a los coadjutores con las entradas de las doctrinas más próximas121 a los pueblos en que aquellos hubieren de residir.

Ejerció el Ilmo. señor de la Peña severísima vigilancia sobre los curas y doctrineros de su dilatada diócesis; y gracias a ella la mayoría cumplía sus deberes con escrupulosidad. En informe de 1576, un oficial de la Real justicia que había trajinado por todo el territorio de la provincia, expresó que los sacerdotes vivían «modesta y honradamente y dando de sí buen ejemplo y son amigables a los naturales y hacen buena y santa doctrina entre ellos». Amigos de los indios: he aquí el mejor de los encomios que el Obispo logró para sus sacerdotes, en esa época en que la cura de almas tenía graves peligros y exigía imponderables inmolaciones.

No faltaron -ni cabe maravillarse de ello- extravíos; muchos frailes doctrineros se negaban a aprender la lengua de los naturales, hacían rutinariamente la doctrina y no llevaban los padrones de Confesiones, de acuerdo con las normas del Sínodo Provincial. A varón tan celoso, esas miserias le laceraban el corazón; y después de su última visita, insistió ante el Rey para que le relevase de su ponderosa responsabilidad.   —61→   Puede ser, sin embargo, que el Obispo exagerase las culpas de los doctrineros. Fray Antonio de Zúñiga había escrito al Rey poco antes: «Y tenga V. M. por muy cierto que aunque no han faltado frailes de mi orden que han sido derramados que dos cosas no se les puede negar que han tenido por excelencia, y que son: que a fraile bueno ni malo, jamás le han visto india ni otra mujer en su servicio; la otra es que a fraile bueno ni malo jamás ha entendido en granjerías con los indios ni con otros». Admirable testimonio del celo del Obispo dio la Orden Mercedaria, siendo superior del convento de Quito el P. Fray Andrés Gómez, al decir que «Es por extremo grande el cuidado y vigilancia que trae sobre sus ovejas, en especial a lo que a los indios toca... Todos los religiosos le tenemos grande obligación... la clerecía de otros obispados le quieren venir todos a servir...122»

Su entereza apostólica le llevó a censurar aun los actos virreinaticios, cuando iban contra las pupilas de sus ojos, los indios. No vaciló en escribir al Rey para manifestarle su reprobación de la muerte del inca Sairi-Túpac, sacrificado por el Virrey Toledo, y augurar que tales recursos harían imposible la confianza entre los dos elementos sociales en que se dividían las colonias americanas. A ese mismo Virrey le pidió que socorriera a una hija de Atahualpa, que vivía en pobreza y viudez en la ciudad de Lima.

Los métodos de conquista del indio se modificaron de modo halagüeño. Comenzose a hacer la doctrina en forma menos árida y rutinaria; y el Sínodo mandó que el Párroco empleara regalos con el fin de atraerse el cariño de los naturales. El vehículo de la catequesis debía ser la lengua materna; y para lograr que se grabara lo enseñado en la flaca inteligencia de los neófitos estaba ordenado emplear el canto.




El problema de los mestizos

Monseñor de la Peña rompió con las costumbres sociales al conferir la clericatura a varios mestizos. Hubo quejas contra él por este motivo; y el Obispo defendiose afirmando que sólo había conferido el orden sacerdotal a cuatro individuos de dicha categoría; pero que «ningún español de buena vida les hace ventaja». Felipe II, de conformidad con el criterio pontificio, aprobó la conducta del Obispo de Quito al permitir en cédula real de 28 de septiembre de 1588, la ordenación de mestizos123. Uno de esos fue Diego Lobato, noble fruto del Colegio de San Andrés. Quichuísta, cantor, músico, «virtuoso y recogido124», mereció la suprema   —62→   recompensa: la de ser confesor del propio Ilmo. señor de la Peña, a causa de su competencia y piedad acrisolada.

Sorprendió la muerte al Ilmo. señor de la Peña, el año de 1583, en Lima, a donde había acudido, por tercera vez, para asistir al Concilio presidido por el santo Arzobispo Toribio Alonso de Mogrovejo, con el cual puede parangonarse legítimamente en amor y sacrificio sobrenaturales.

Como muy bien dice el sabio historiador peruano, R. P. Rubén Vargas Ugarte S. I., Santo Toribio carecía de la experiencia necesaria en asuntos de indios, pues llevaba muy poco tiempo en ellas; pero suplió su discreción y la ayuda que recibió de «varones eminentes por su virtud y prudencia y muy prácticos en el conocimiento de la tierra, como los Obispos de Quito y Santiago...125»




Los Obrajes

A la sombra del gran período de prosperidad espiritual que comenzó con el obispado del Ilmo. señor de la Peña, se crearon industrias para los indios. Los curas, no sólo las fomentaron con apostólico afán, sino que sirvieron como tesoreros de los obrajes colectivos. En ocasiones, se limitaban a guardar, para prevenir calumnias, una de las llaves de la caja en que se depositaban los fondos comunes, los cuales llegaron a ser, a veces, tan cuantiosos, que el propio Fisco los tomaba en préstamo para remediar regios ahoguíos. Como anota el Ilmo. señor González Suárez, muchos obrajes fueron sumamente ricos.

Salazar Villasente cuenta a este respecto que en San Miguel de Chimbo habían hecho los indios un obraje de paños bajos y frazadas tan magnífico que había en él cien tornos cada día. «Las frazadas que se hacen allí son mucho mejores que las de Mondéjar y Palencia, y muy mayores, finísimas que parecen de felpa. De la ganancia de este obraje pagan los indios sus tributos a su encomendero126».

Los Obispos de Quito viéronse obligados a reclamar contra el incumplimiento de las Reales Cédulas, por las cuales se habían tomado fondos de las Comunidades de Indios. Así, en 1598, el Monarca escribía al Virrey del Perú: «El Obispo de Quito me dice que visitando su obispado halló muchas quejas y necesidad de los pueblos de los indios, diciendo que el Virrey Conde de Villar había sacado de las cajas de comunidades mucha suma de plata procedente de tierras y ganado, sin situarse entonces ni haberse hecho hasta ahora127».





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ArribaAbajo IV. Otro pastor admirable


El Ilmo. Sr. Solís

El Monarca dio la sucesión del Ilmo. señor de la Peña a otro religioso, que ya había honrado la mitra en Chile: el Ilmo. señor don fray Antonio de San Miguel; pero este celebre prelado, que ocupa gloriosas páginas en los anales de la defensa de la raza vencida, no alcanzó a llegar vivo a la capital de su nuevo obispado. Por eso, el verdadero continuador de fray Pedro de la Peña fue el insigne fray Luis López de Solís, ex provincial de la orden agustiniana en el Perú, visitador de la Audiencia de Charcas y comisionado para el reparto de baldíos en esa provincia, donde cobró excepcional renombre, precisamente como protector de los indios. En las reparticiones de tierras no había preferido el justiciero representante del Virrey Toledo la sangre y la nobleza, sino el alivio o conveniencia de los elementos más desafortunados.

Los Ilmos. de la Peña y López de Solís son dos almas gemelas, inspiradas por el amor sobrenatural al indio. El segundo practicó con verdadera magnificencia la caridad, sin hacer acepción de personas, pero mostrando, en cuanto cabía, tierna predilección al nativo de estas regiones, tan explotado, a veces, por la desvergonzada concupiscencia de dinero y poder que atenaceaba a los blancos. Toda la renta de la Mitra, cuantiosa a la sazón, la empleó López de Solís en el ejercicio de la beneficencia cristiana, oculta y humildemente y privándose a sí propio de lo indispensable. Fue, sin duda, prototipo de heroicidad en la largueza.




Los Sínodos

Celebró el gran Prelado dos Sínodos, en Quito y Loja, respectivamente, durante los años de 1594 y 96, con el fin de continuar la organización de su diócesis y la instrucción y moralización de los indios. Las Constituciones Sinodales, dictadas por esas Asambleas, constituyen el mejor testimonio del ardentísimo celo con que la Iglesia quiteña ejercía la tutela de los naturales, despertando en ellos la conciencia de su personalidad cristiana y suscitando su respeto por los demás elementos. Así, por ejemplo, ninguna iniciativa más adecuada para patentizar ante propios y extraños la dignidad sobrenatural de los indios que su entierro gratuito en las propias iglesias construidas con sus fatigas y sudores128. Idea más delicada no podía concebirla sino una alma verdaderamente enamorada del Divino Maestro y en la cual resonara, como estímulo perenne de acción, el misereor super turbas del Evangelio.

Los Sínodos se propusieron evitar que el clero bastardease su papel con grosero utilitarismo. Llevados de este designio, prohibieron   —64→   que los doctrineros percibiesen derechos por bautismos, velaciones y entierros, pues era a los encomenderos a quienes incumbía satisfacer los estipendios correspondientes. Más aún, el Sínodo de Quito recomendó a los párrocos que regalasen con medicinas y otros objetos a los indios enfermos129; e insistió en lo ya mandado por el Ilmo. señor de la Peña, o sea en que no recibiesen de los naturales los acostumbrados «camaricos» u ofrendas en especie130, ni hicieran «derramas131» o repartimientos forzosos entre ellos, para compras de ornamentos u otras cosas de iglesia. Quedó también vedado que los Curas vendieran, por sí o por interpuesta persona, artículos de cualquier género a los indios y, con mayor razón, bebidas alcohólicas; y limitado, a la vez, el espacio de terreno que podían sembrar para atender a sus necesidades y el número de cabezas de ganado que les era lícito conservar132.




Tesis e hipótesis

Fray Pedro de la Peña representó y encarnó la tesis, que la sostuvo contra viento y marea, pero sin lograr muchas veces el fin ardientemente deseado. En cambio, el cuarto Obispo de Quito simbolizó la hipótesis, pues tuvo en mayor grado el sentido de maleabilidad. Juzgó imposible extirpar radicalmente ciertos abusos y procuró, con prudente sentido de realidad, disminuirlos. Así, el Sínodo de Loja dictó eficaces providencias para restringir algunas penas, como la de azotes, y abolir el uso de censuras espirituales respecto de los indios. Previniéronse de esta suerte los excesos de doctrineros y encomenderos. El azote no podía aplicarse sino en caso de reincidencia en la culpa y después de la debida amonestación133.

Del mismo modo, aunque compartía las ideas de su ilustre predecesor y del Virrey Don Luis de Velasco, acerca de la inconveniencia de que se utilizase al indio para transporte de cargas, comprendió la dificultad de desarraigar tal costumbre y patrocinó su reglamentación y reducción. Tampoco fue partidario de otorgar de plano completa, y, por lo mismo, inasequible libertad al indio, sino de educarle paulatinamente para su disfrute racional. De otra suerte, sería instrumento del vicio y, en particular, de la embriaguez, hermana del ocio. La libertad que se les diere, dice el Cap. 53 del Sínodo de Quito; «sea para ser buenos y no para ser peores». Por eso se les debía gobernar «como a pupilos y menores». Con el designio de educarle se propuso conseguir que el indio no abandonase las reducciones tan penosamente   —65→   logradas por el Ilmo. señor de la Peña; y al efecto estableció severas sanciones134.

En el Cap. 53 del Primer Sínodo se propuso que se vendieran a los naturales tierras cercanas a los poblados, quitándolas, si fuera menester, a los españoles, a fin de que no tuviese tropiezos la reducción. Esto manifiesta que se habían eludido las disposiciones admirables del Ilmo. señor de la Peña acerca de la distancia que debía existir entre los poblados y las estancias de los blancos.




La doctrina

El mejor resorte para la elevación y educación del indio era entonces, como ahora, la doctrina, síntesis del Evangelio; pero la doctrina hecha en forma sugestiva, capaz de despertar el interés del catequizado. La repetición mecánica y en castellano del catecismo íntegro, constituye un ejercicio estéril y quizás contraproducente, por inameno y fatigoso. En el Segundo Sínodo mandó, consiguientemente, el Obispo que, para reparar esa falla de la instrucción catequística, los curas hiciesen

«padrón y memoria de lo que cada indio sabe y de una en una oración le vayan enseñando lo que le falta, de suerte que hasta que no sepa una oración, no le enseñen otra y para esto haga divisiones, poniendo a los viejos a una parte y a los que saben toda la doctrina a otra, poniendo quien enseñe a los unos y a los otros y pidiéndoles cuentas en particular cada día135».



Individualizar la instrucción religiosa fue el método de Solís, que es el método de la moderna pedagogía. Más de trescientos años han transcurrido desde entonces; y ese sabio recurso está exigiendo una aplicación cabal. Todavía se usa «rezar» toda la doctrina, sin cuidarse de inquirir si el indio la retiene en la misma forma. Por eso, el admirable Congreso Catequístico reunido en Quito el año de 1916 encareció «que no se repita íntegra la Doctrina contenida en la cartilla, cada día de los destinados a su cabal enseñanza, sino que se limiten los catequistas a la repetición de una pequeña parte de ella, sucesivamente, seguida de una explicación adecuada136».

La doctrina debía enseñarse -de acuerdo con lo mandado en los Concilios Provinciales limenos- en el idioma propio del indio o, si éste lo conocía ya, en el general o en castellano, según los casos. En el primer Sínodo ordenose que se hicieran catecismos y confesionarios de   —66→   las lenguas maternas, «donde no se habla del Inga137»; pues, por experiencia, dijo el Ilmo. señor Solís, «nos consta en este nuestro obispado la diversidad de lenguas que no tienen ni hablan la del Cuzco». En consecuencia se cometió a Alonso Núñez de San Pedro y a Alonso Ruiz el trabajo de la versión a la lengua de los llanos y atallana, común en Trujillo y Piura; a Gabriel Minayo, presbítero, para la de las lenguas cañari y puruhá; a los PP. fray Francisco de Jerez y fray Alonso de Jerez, de la Orden de la Merced, para el idioma de los Pastos; y a Andrés Moreno de Zúñiga y Diego Bermúdez, presbítero, para la lengua de los Quillasingas. El Sínodo de Loja mandó que no se enseñase sino en una sola lengua y no en dos, como se había acostumbrado138.

La doctrina debía hacerse todos los días a los indios hasta que tuvieran diez años; y, en adelante sólo los días festivos, a los adolescentes y a sus padres juntamente139. El Obispo se propuso, además, simplificar al máximum las devociones de los indios, siempre propensos a la idolatría; y a este efecto dispuso que se redujesen las cofradías140.

Como la doctrina y las confesiones141 tenían que realizarse en la lengua materna, nombró el Sínodo de Quito examinadores generales de los sacerdotes que pretendiesen beneficios y parroquias al catedrático de ella por S. M., a don Alonso de Aguilar, cura rector de la Iglesia Matriz y a don Diego Lobato142. El ministerio rural venía a ser así oficio de abnegación particular, severamente vigilado. Los visitadores estaban obligados a cerciorarse también de que los beneficiados conociesen la lengua materna de los indios. Según el Cap. 93 del primer Sínodo, al doctrinero que no supiese la lengua de los indios respectivos se le había de reducir el salario de manera creciente. A los visitadores les corría el deber de dar fianza de dos mil pesos, «por si hubiese quejas y agravios contra ellos y no han de recibir algún presente, ni regalo, ni comida, ni otra cosa de las personas a quien visitaren, fuera de lo que el derecho lo permite143».

No bastaba, sin embargo, para la incorporación del indio a la unidad nacional, la instrucción rudimentaria de la doctrina. El Ilmo. señor López de Solís anheló mucho más y en el Cap. 48 del primer Sínodo mandó a los Curas que llevasen adelante la «costumbre» de mantener escuelas en los repartimientos «donde sean enseñados e instruidos en leer y escribir los hijos de los caciques y principales por un sacristán o cantor de la Iglesia...» Si el cuarto Obispo no fue propiamente el creador de la enseñanza rural, la estimuló con evangélico afán.   —67→   No satisfecho con esto, dispuso que en Quito se fundara un Colegio propio para los hijos de los caciques, a fin de que fuesen en cierto modo los conductores de sus pueblos; y destinó para el efecto cuatro mil pesos de las comunidades de indios, previo el beneplácito de éstas. Además, ordenó que para su sostenimiento las doctrinas pagasen el 3% de sus proventos.




El Obispo y los corregidores

En su visita a la diócesis, comprobó el admirable Pastor que las exacciones de los corregidores no sólo ocasionaban perjuicios gravísimos a los indios, sino que ponían obstáculos a su conversión y doctrina. Con tristeza recuerda en la Constitución 5.ª del Sínodo de 1596 repitiendo lo denunciado con altivez en el Cap. 53 del anterior que había encontrado a

«todos los indios ocupados en hacer ropa para los corregidores, alpargatas, jáquimas y jarcias y en otras muchas cosas, como en venderles vino a los dichos indios y muchas veces vinagre... y pan, de lo cual por fiárselo se siguen muchos inconvenientes, y uno de ellos es huirse los indios por no pagarse a su tiempo, de que nos han movido a mucha compasión y lástima, por lo cual para evitar tanto mal... nos ha parecido que no bastan las penas puestas... y así mandamos a todos los corregidores... en virtud de santa obediencia y so pena de excomunión mayor... cumplan las ordenanzas que por los señores Virreyes les están puestas...»



Caso de inejecución, incurrían en pecado reservado al obispo. Los párrocos quedaron encargados de declarar incursos en la censura a los infractores, previa constancia de la falta. Los curas negligentes merecían igual sanción.

Con razón observa el P. Bayle que

«la fuerza de los Obispos para contener las tropelías y amparar a los indígenas, para ejercer el cargo de protectores, les venía más de su dignidad que de títulos sobreañadidos. El Ilmo. señor López de Solís no necesitó de ese título para esgrimir las censuras eclesiásticas contra el encomendero y justicia de Quijos144».



No se limitó, pues, la Iglesia en los Sínodos diocesanos a dictar prescripciones de carácter religioso, sino que entró resuelta y heroicamente en el campo civil, a causa de sus repercusiones en la primera de esas órbitas y de la unidad, de todo lo humano. Por eso podemos afirmar, sin riesgo de error, que los Sínodos fueron el primer Instituto de reforma social que hubo entre nosotros. Nada quedó sin el correspondiente remedio. Los problemas se miraron a la luz de lo espiritual, sub specie aeternitatis.

Los Sínodos, usando el rigor de las censuras canónicas, entraron a disponer sobre asuntos sociales conexos con lo sobrenatural.   —68→   Ora prohíben que los españoles casados y ausentes de sus mujeres tengan indias a su servicio145; ora impiden tratos y negociaciones de blancos con indios146; que los negros y los mestizos vivan entre los naturales147; y que en los pueblos de éstos y en días festivos haya mercados antes de misa, o que en tales días se cobren deudas y mitas148; ora, en fin, obstan a que los doctrineros impongan servicios gratuitos149; o que los corregidores cobren estipendios, si no han cumplido realmente con su deber; y que si lo perciben, los curas les rehúsen la absolución y les compelan a la restitución de lo indebidamente percibido150.

No fueron letra muerta estas disposiciones. Hubo Cura que declaró excomulgado a un corregidor y el Pastor, después de atento examen, aprobó esa actitud. La Audiencia, en cambio, llamó al sacerdote y lo escarneció.




La embriaguez

El Obispo, en sus visitas, se persuadió más y más de que la embriaguez era la fuente de todos los vicios que envilecían al indio y el origen principal de su miseria. Todas las disposiciones de los Concilios 29 y 39 de Lima habían resultado estériles para contener el mal, en cuyo fomento tenía parte la institución que hoy apellidamos «priostazgo». Por esto, el Sínodo primero dispuso, bajo pena de excomunión ipso facto incurrenda, que los doctrineros, o cualquier otra persona, señalaran «a indio alguno para que saque el pendón del Santo ni fiesta alguna, como suele hacer de un año para otro, ni tiempo alguno antes, sino que el día de la fiesta o procesión lo dé al indio que le pareciere más virtuoso» y que no se consintiera diversión o convite151. Recomendó también otras medidas enérgicas acerca del modo cómo debían los doctrineros contribuir a la extirpación de esa llaga social; y presentó varias insinuaciones a la misma Real Audiencia para que, por su parte, cooperara eficazmente a la erradicación de la embriaguez, desaparición de las mingas que la fomentan y cesación de la complicidad de las autoridades. Probablemente encaminábase al mismo fin la prohibición, que se lee en el Capitulo 16 del Primer Sínodo, de transferir las fiestas, las cuales, por ende, podían celebrarse sólo en el día correspondiente.




La usura

Uno de los puntos más importantes, entre las deliberaciones de ambos Sínodos, es el relativo a la publicación oportuna   —69→   de los edictos mandados por el Concilio Provincial, a fin de que en las visitas se denunciasen los crímenes públicos que exigían la corrección de la Iglesia. Esos edictos contienen larga enumeración de extravíos y miserias que en todo tiempo reclaman remedio y que en aquella época, sobre todo, eran particularmente peligrosos para el arraigo de la fe. En dos de los puntos contenidos en los edictos queremos fijarnos solamente: el 12º y el 37º. Dicen así:

«Si saben que algún clérigo o persona eclesiástica haya hecho algunos malos tratamientos a los indios compeliéndolos a cosas a que no son obligados, o aprovechándose de ellos contra su voluntad, o sin pagarles su trabajo y servicio».

«Si saben que alguna persona o personas sean usureros o logreros, e que vendan al fiado por mayor precio de lo que vale la cosa cuando se vende, o que den ganados u otras cosas para que los vuelvan, pasado cierto tiempo, tales y tan buenos, y de la misma edad que los que reciben, o que compren adelantado pan, o vino, o aceite, tejidos..., u otras cosas tomando a menos precio de lo que se esperaba ver y después tornar a vender a los que le compraron a mayor precio antes que sean en ella entregados: lo cual hacen por razón de darlo fiado, por esperar más tiempo por la paga, o que hayan hecho o hagan otros tratos, ilícitos, o en fraude, o usura, o compren a menos precio152».



Quito aparece, una vez más, como la ciudad representativa de los criterios económico morales de la Edad Media, es decir de criterios profundamente cristianos, contrarios al espíritu capitalista o usurario de la época contemporánea. Por esto se consideraba crimen público y escándalo cualquier hecho que se apartara de la teoría del justo precio o que constituyera especulación indebida entre lo que se recibe y lo que se da, entre lo que se paga hoy y lo que se pretende obtener mañana, abusando de determinadas circunstancias favorables. Y como esas operaciones se practicaban sobre toda con los indios o en perjuicio de ellos, la Mitra de Quito procuró afanosamente que hubiese completa paridad en esas operaciones, anticipándose así a lo que establecería, con admirable autoridad y sabiduría, el Ilmo. señor de la Peña y Montenegro.




Los Obispos, baluarte de justicia

Como el Ilmo. señor de la Peña, López de Solís tuvo que experimentar graves contradicciones, ya de parte de las autoridades, ya de encomenderos infractores de sus deberes, contradicciones que soportó sin exhalar queja alguna. Mas, con entereza apostólica semejante a la del primero, dijo la verdad cuando las circunstancias exigían. El Rey le recomendó el cuidado de los indios, a fin de que no fuesen objeto de mal tratamiento por los empleados coloniales. El Obispo dio aquella enérgica respuesta que nos ha transmitido el Ilmo. señor González Suárez:

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«Mándame V. M. que le escriba sobre los agravios que padecen los indios, cuarenta años tengo de experiencia, y veinte llevo de estar dando avisos; y, como veo que no se hace nada, juzgo que es mejor callarme. Díceme V. M. que debo comunicarlo todo al Virrey: así suelo hacer pero, por todo remedio, se me contesta que se tendrá presente para la visita; y, como veo que no se hace visita ninguna, pienso que hablarán de la visita general del valle de Josafat».



Terrible ironía; que a un Rey entero como Felipe II debió de parecerle digna de la franqueza apostólica...

En otra oportunidad había escrito con igual desenfado y valor: «Si las leyes eclesiásticas, las disposiciones de los Concilios y los estatutos sinodales no se han de guardar en este reino, yo no sé cómo los obispos podremos descargar la conciencia del Rey y la nuestra». El Rey estaba lejos, y sus funcionarios procedían como les venía en zaga, sobre todo con el mísero indio... ¡Cuántas infamias se cometieron en América a pesar de las disposiciones prelaticias y reales!

El mismo Rey puso en veces (muy contadas por cierto) obstáculos a la libertad de acción del Obispo. ¿Qué otra cosa significa, por ejemplo, esa cédula de 15 de octubre de 1595, donde se le ordenaba que para la visita de los doctrineros religiosos se enviase, siempre que no la hiciera en persona el Obispo, a un individuo de la misma Orden? ¿Qué temor había de la santa imparcialidad de ese varón, carente de otro interés que no fuera el del bien de la Iglesia? Dicha cédula había sido despachada en virtud de la carta colectiva que los Superiores de las frailecías de Quito dirigieron al Rey el 10 de junio de ese mismo año, carta en que se afirmaba que «El Obispo procura visitar a los frailes de las doctrinas para desacreditarlas, aunque estos frailes sean tales que puedan canonizarlos, para que así V. Majestad nos quite, y poder dar a los clérigos, a los que ha ordenado a muchos en un año, que parece haber querido hacer desprecio del orden sagrado...153» En 1602, los Provinciales escribieron nuevamente al Monarca pidiéndole amparo contra el Obispo, que quería someterles a visita y examen y privarles de las doctrinas mismas. El Consejo de Indias despachó el reclamo en favor del Obispo; mas, los Provinciales no se dieron a partido.

Por defender al indio, desafió el Obispo, una y otra vez, la saña de los Oidores. A pesar de haberse acogido al asilo sagrado, aquellos mandaron sacar a un desventurado de la Iglesia Catedral. Protestó el Prelado, pero los oficiales reales persistieron en castigar al supuesto reo, por lo cual aquel les fulminó excomunión. Promoviose un conflicto que habría tomado graves proporciones, porque los Oidores pretendieron desterrar al Ilmo. señor Solís. Mas, alborotose el pueblo con el   —71→   sacrílego proyecto de la Audiencia y ésta optó, al fin, por entregar al condenado.

Durante el obispado de Monseñor Solís, los párrocos procuraron con admirable perseverancia que en los curatos mixtos, de españoles e indios, no hubiese ningún discrimen racial, a fin de promover la unificación de los elementos sociales. Cuenta el Ilmo. señor González Suárez que en Ambato, por ejemplo, no había sino una sola parroquia y que los blancos se resistían a concurrir a los actos religiosos dominicales juntamente con los indios: los Curas se denegaban a condescender con los primeros. El Ilmo. señor Solís, para resolver el conflicto, apeló al más eficaz de los recursos: dividió la población en dos partes y dio a cada una un sacerdote distinto para su atención espiritual; mas, en la distribución de las tierras, adjudicó a los blancos la sección alta y a los indios la parte baja del valle, es decir los mejores solares.




Síntesis de la labor episcopal

Ascendido a la sede de Charcas, el Ilmo. señor Solís dejó en 1606 la diócesis de Quito, a la que había edificado con admirables ejemplos de caridad. Quedaba concluida la organización de la diócesis y muy adelantada la constitución de curatos, doctrinas y escuelas en los lugares donde eran necesarios para la enseñanza y elevación de los indios. Estaban diseñados los poblados, defendidas por la ley y las sanciones espirituales las lindes de las reducciones, señalados los abusos de que era víctima el indio, denunciados los extravíos de las autoridades y, especialmente, de los corregidores que tenían encargo de castigarlos, esbozada una doctrina económico-moral precisa en defensa de los intereses de los únicos trabajadores rurales que había en la Presidencia, expedidos los estatutos eclesiásticos más indispensables para que las instituciones coloniales, en particular las encomiendas, no se apartasen del real criterio, hecho, en fin, todo cuanto faltaba, para que en esta heterogénea sociedad, amalgama de razas y culturas, reinase el orden cristiano. ¡Todo, todo, en virtud de la ciencia y del amor de los Obispos!... ¡¡¡Gloria inmarcesible a aquellos que contribuyeron, más que los legisladores civiles juntos, a ese gran renuevo social, a esa palingenesia espiritual, que tuvo tantos enemigos e infractores; pero que, al fin y al cabo, evitó mayores males y estuvo regida por ideales excelsos de justicia y caridad!!!





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