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ArribaAbajo V. Las órdenes religiosas

Mas, no fueron solamente los obispos los que obraron esa gran transformación de la Diócesis y Presidencia de Quito, entidades tan íntimamente unidas que parecían una sola en muchas órbitas de la   —72→   vida social. También las Órdenes, inspiradas en un mismo espíritu, el del Evangelio, contribuyeron a la realización del propósito civilizador de la Mitra quiteña.

No nos corresponde trazar aquí la obra gigantesca que en los primeros cincuenta años contados desde la fundación de Quito desarrollaron los frailes, en colaboración con los sacerdotes seculares. Eran aquéllos más numerosos que éstos; y así se explica que tuvieran que encargarse abnegadamente de las doctrinas derramadas a lo largo del territorio nacional. Fue el tiempo heroico de la evangelización, en el cual, ciertamente, cada Congregación realizó hechos extraordinarios, en competencia y emulación nobilísimas. Detallar lo que hizo cada una sería empresa difícil; baste indicar el número de doctrinas que sostuvieron, según lista del tiempo del Ilmo. Señor de la Peña:

A cargo de los Dominicos: Alangasí, Píntag, Uyumbicho, Panzaleo, Aloag y Canzacoto, Ambato, Píllaro, Pupiales, Ipiales, Cibundoy, La Laguna, Los Ingenios, El Valle, Paccha, Carruchamba, Pozos, Calva, Cariamanga, Daule, Chongón, Cozanga, Atunquijo, Panahamana y Maspa.

A cargo de los Franciscanos: Cotocollao, Pomasqui, Calacalí, San Antonio, Perucho, Malchinguí; Otavalo, La Laguna, Cotacachi, Atuntaqui, Urcuquí, Carangui, San Antonio de Carangui, Salinas, Mulahaló, La Tacunga, Alaques, San Miguel, Pujilí, Saquisilí, San Andrés, Guano, Punín, Chambo, Calahole, Tungurahua, Quimia, Penipe, Pangua, Chapacual, Angosi, Yacuanquer, Paute, Gualaceo, Molleturo, Ilapa y Pungalá.

A cargo de los mercedarios: Caguasquí, Tucar, Puntal, Guacán, Julián, Gualea, Camoqui, Males, Mallama, Carlosama, el Valle, Túmbez, Frías, Puná y Picoazá;

y a cargo de los Agustinos: Atunsicchos, Cañares, Ingenio, Caliente de Sigchos, Túquerres, Capuis y Malacatos154.




Los Dominicanos

Es indudable que los dominicanos heredaron la vocación gloriosa de Las Casas para la defensa del indio. Los encomenderos del Virreinato hicieron juramento de no dar limosnas a estos religiosos, porque les privaban de los naturales o los defendían con valor y eficacia155. El P. fray Jerónimo de Cervantes, que vino al Convento de Quito hacia 1561, se empeñó vivamente en esclarecer que los encomenderos no tenían derecho a percibir el tributo, sino a trueque de cumplir las obligaciones que la institución imponía; y en exigir que se fijara el impuesto, a fin de precaver exacciones excesivas.   —73→   Las enseñanzas de aquel benemérito fraile prepararon, pues, la labor del Obispo de la Peña en orden a recabar la limitación de los tributos.

Fray Juan de Aller, prior de Quito en los años de 1571 a 73, transfundió en el alma de sus discípulos, el amor a los indios y el celo por la evangelización en la lengua materna. Alumnos suyos en el primer filosofado del Convento de Santo Domingo en esta Capital, fueron hombres de tanta caridad para con los desvalidos y de tanto ardimiento por la difusión de la Buena Nueva como el P. Bedón, los Presbíteros Diego Lobato y Alonso de Aguilar y otros. El P. Fray Hilario Pacheco mantuvo la cátedra de la lengua del Inga durante diez años; y en ella numerosos jóvenes se prepararon para asumir las doctrinas. Más tarde la ocuparon, entre otros, los PP. Mateo de Illanes, Luis López, Pedro Bedón y Domingo de Santa María, etc. Sólo así se explica que los Obispos pudiesen urgir la obligación de doctrinar y confesar en la lengua de los indios, a fin de plegar por ese vehículo a las intimidades de su alma. El estipendio de la cátedra lo dedicaban los frailes, generosamente, a la fábrica de alguna iglesia rural. Hacia 1588, el empeño de los religiosos dominicanos en el sostenimiento de la cátedra de la lengua del Inga debió de decaer, como lo hace colegir la carta de 6 de abril de ese año, que envió al Rey la Audiencia de Quito y en la que pidió Autorización para encargar dicha enseñanza a los jesuitas. Felipe II, sin embargo, en Cédula de 6 de noviembre de 1589, contestó que «no conviene hacer novedad, ni que, peor favorecer una orden, se desfavorezca otra156». Rodríguez Docampo explica la suspensión de la enseñanza por falta de rentas157.

Fray Gregorio García, conventual de Loja, doctrinó por largo tiempo en Paltas; compartió su tiempo entre la evangelización y las labores de la pluma; y como resultado de sus pacientes investigaciones y viajes, escribió el libro Origen de los indios. El P. fray Bartolomé Vázquez fue el que autorizó la fundación del convento de Baeza, a cuyo cuidado estuvieron tres doctrinas, que hicieron inmenso bien entre los salvajes de la región, a pesar de las pasiones de los blancos, invencible obstáculo siempre para la conservación y fructificación del apostolado. El P. Hernando Téllez, uno de los frailes que ejercieron su heroico ministerio en las selvas de Baeza, fue más tarde a Europa con el fin de traer religiosos de su Orden que se encargasen de la ardua empresa de las doctrinas, tan llenas de peligros, en medio de los cuales sucumbía a veces la virtud de hombres no avezados al heroísmo sobrenatural. Quien se maraville de ello, no conoce la naturaleza humana o ignora los obstáculos que la condición de los tiempos   —74→   ponía al mantenimiento de los recursos de vida divina que distribuye la Iglesia entre sus miembros.

Los dominicanos colaboraron fielmente con el Ilmo. señor López de Solís para que ningún religioso se ocupase en doctrinas, sin poseer el idioma respectivo158; y aceptaron de grado las instrucciones de los Sínodos y Concilios en pro de los indios, renunciando, especialmente, a servirse de los naturales en los trabajos de las huertas o de la casa parroquial.




El P. Bedón

Ya es familiar al lector el nombre de fray Pedro Bedón, que se tornó harto célebre por su participación en el conflicto de las alcabalas, en el que, sin desconocer la legitimidad teórica del gravamen, juzgó que no debía aplicarse en atención a las circunstancias del país. Retirose entonces, para prevenir ultrajes, al convento de Bogotá y, más tarde, al de Tunja. En ambos ejerció sus eximias dotes de pintor y apóstol, fundando, aguijoneando por su celo, la Cofradía de Ntra. Sra. del Rosario. En Bogotá fue además, maestro del colegio dominicano, cargo en el que patentizó sus conocimientos teológicos, a tal punto que la sociedad quiso establecer con él una Universidad. Vuelto a Quito, recibió las más altas honras, entre ellas la del Provincialato, (1618-21).

No nos toca aquí exponer en detalle sus otros merecimientos, sino solamente su actuación en pro de los indios. El P. Bedón es uno de los introductores, a par de los jesuitas, del método de la acción especializada. No quiso, al encargarse de la Cofradía del Rosario de esta Capital, reunir sin discrimen elementos heterogéneos; y la dividió en secciones, según los factores raciales entonces existentes, del mismo modo que lo había efectuado en Lima, donde hizo su primer magisterio. Así prosperó de modo excepcional la cofradía de indios. No descuidó tampoco la rama de negros, porque la ubicuidad de su celo aprovechaba a todos. En las tardes dominicales salía en procesión la cofradía de naturales, constante de más de dos mil, después de haberles doctrinado y predicado en su, lengua propia: «lastimábale mucho que en las Indias no se hubiese predicado el Evangelio con el estilo y modo que los apóstoles predicaron la fe». El P. Bedón fue uno de los primeros en renovar los métodos catequísticos y en adaptarlos a la mentalidad del indio.

El P. Bedón fundó la Recoleta Dominicana de Quito. No tuvo únicamente como designio el establecimiento de un lugar de recogimiento y oración mayores, al cual se retiraran los varones más graves para dedicarse a su santificación personal, sino, como él mismo aseveró al Rey, «tratar con fervor de espíritu de la promulgación evangélica   —75→   desinteresadamente y con celo limpio entre estos indios y naturales de esta tierra, que se mueven más con ejemplos que con palabras, como gente que no está tan ilustrada con lumbre de fe, cuanto con la natural sujeta a los sentidos y experiencia...» Su verdadero propósito fue, pues, el de dar perenne testimonio de santidad a los indios, objeto de su dulce predilección.

El afán de proteger a la raza india le impelió a visitar la región de Quijos y el convento de Baeza en 1597. Sorprendiole el trágico estado de esos infelices y no vaciló en escribir al rey el 10 de marzo del siguiente año; reclamando la visita de la tierra, no realizada desde hacía 22 años, en que entró el Licenciado Ortegón:

«Certifico a Vuestra Majestad en Dios y en mi alma que estos miserables indios quijos están en servidumbre extraña, porque les hacen hilar y tejer perpetuamente sus encomenderos, haciéndoles labrar (demás de la ropa de sus tributos) sobremesas, sobrecamas, pabellones y antepuertas con trabajosísimas y prolijas labores y los tienen tan ocupados en esto tan a la continua y con tanta vejación que parece que en aquella tierra no se acuerdan de Dios... y si han de vivir los doctrineros han de ser solicitadores y mayordomos de los encomenderos... y los malos tratamientos y opresión de estos indios se echa de ver claramente por los muchos que han muerto y van muriendo cada día...»



El P. Bedón no hizo entonces otra cosa que repetir lo que algunos años antes había dicho acerca de la conducta general de los encomenderos. Creían éstos:

«que los indios en que tienen sus feudos son sus indios, sirviéndose de ellos y de sus haciendas en sus granjerías, sementeras; edificios, harrias, caminos, minas, telares, ingenios y otras cosas, ocupándolos de noche y de día a ellos y a sus mujeres e hijos, hasta las muchachas y muchachos de cinco o seis años, sin darles de comer ni vestir ni curarlos en sus enfermedades... Todo lo cual se excusara y remediara con facilidad con que los oidores de esta Real Audiencia tengan cuidado de salir y salgan personalmente por su turno y tanda a visitar la tierra, como V. M. por muchas y diversas cédulas les tiene mandado159».






La Merced

El P. Hernando de Granada, de la Orden de la Merced, acompañó a los españoles en la conquista de Quito, haciéndose particionero de todos los sacrificios que esta impuso. Fundado el convento, en los días inmediatos al establecimiento de la ciudad, vivió en extrema pobreza, de conformidad con las condiciones económicas del Reino, pobreza que, desde luego, fue común a las demás Casas religiosas, por lo cual el Rey les asistía con el vino para el Sacrificio por antonomasia y el aceite para la lámpara eucarística.

El P. Monroy asevera que antes de los dominicanos, los mercedarios tuvieron ya cátedra de lengua quichua en su convento y que   —76→   enseñaron, en una especie de improvisado colegio, a los indios, las primeras letras y la religión. El P. fray Martín de Victoria regentó aquella cátedra, en la cual tuvo numerosos discípulos de diversas comunidades; y escribió la primera gramática160. En algunas de las lenguas maternas de los naturales, los mercedarios fueron los primeros especialistas. Recuérdense a este propósito con particular honra los nombres de los PP. Francisco y Alonso de Jerez.

Tanta fue la solicitud de los religiosos de la Merced en favor de las misiones y en «conquistas, descubrimientos y pacificaciones de los naturales», que en la información pedida por el P. Mateo de la Cuadra en 1570 se llegó a afirmar que «las demás órdenes juntas no han trabajado tanto como los de dicha Orden»; y aunque este supremo elogio haya sido tal vez parcial, porque todas se desvivieron en la difusión del Evangelio, es evidente que hubo campos, como el de la evangelización de la Costa, en los cuales los mercedarios superaron, y con quince y raya, a otras comunidades. En ella entraron muy temprano y tuvieron miembros ejemplares, que atendieron con solicitud e inmolación personal a todos los menesteres de la difusión de la Buena Nueva, entre los abandonados moradores. Desde los conventos de Puná y Puertoviejo, los frailes se desparramaron por el Litoral, encendiendo en numerosas almas la luz de Cristo, iniciando los primeros progresos materiales, descubriendo caminos, ocupándose, en suma, en cuanto podía ser parte para mejorar la condición de españoles y nativos, y todo sin desatender otros ámbitos de actividad. En Baeza, antes del establecimiento de los dominicanos, estuvieron algunos mercenarios, como el P. fray Juan de Zamudio. Ellos fueron también los evangelizadores de Jaén, Yahuarzongo y Túmbez, comarcas donde misionero era símbolo y sinónimo de héroe. Recuérdese que a un religioso de continental nombradía, fray Francisco Ponce de León, Comendador del convento de Jaén de Bracamoros, diputó el Virrey de Lima, príncipe de Esquilache, para que entrase a Mainas con el gobernador Diego Vaca de Vega y acometiera la conquista de esa provincia, bajando en 1619 por el peligroso Pongo de Manseriche, empresa que repitió en los años siguientes, llevado de la sed de almas. Con razón, el audaz religioso fue nombrado más tarde para Provincial de su Orden en Chile. De él se dijo que había bautizado en Mainas cerca de tres mil salvajes, en el lapso de un trienio. Nunca cobró estipendios y antes bien en pesa peligrosa aventura, sacrificó sus propios caudales.

En sus misiones de la región occidental, los mercedarios se valieron de los mejores métodos de atracción. El P. fray Andrés Rodríguez, en su Relación de Lita, correspondiente al año de 1582, decía:

  —77→  

«Y en lo que toca si los naturales de este pueblo aprovechan en las cosas de nuestra Santa Fe, digo que con el cuotidiano trabajo que el religioso tiene cada día, van a más y no a menos; porque, aunque son bárbaros y de poco entendimiento, con el regalo y con halagos que el religioso les hace, le desean tener en su compañía161



Muchos frailes penetraron hondamente en la sociología de nuestro país y adivinaron temprano la fuente de los males sociales derivados de su composición étnica, espiritualmente abigarrada, y las repercusiones de esa estructura en la suerte del indio. Véase, por ejemplo, cómo consideraba el problema de la novel nacionalidad el P. fray Andrés de Sola, cuatro veces provincial de la Orden, en carta dirigida al Rey el 1.º de marzo de 1626:

«La libertad y ocio en que se cría tanta multitud de indios, mestizos e hijos de españoles que llaman criollos, amenaza en lo futuro grandes daños, porque esta tierra de Quito es abundante de mantenimientos más que todo el resto del Perú y de temple apacible y sano y así es grande la facilidad de multiplicarse la gente, y, por la misma razón, el ocio, el regalo y vicio porque no se aplica al trabajo ningún hijo de español por pobre que sea ni aprende oficio ni se aplica a labranza o crianza de ganados y los siguen los mestizos que ninguno de ellos toma el arado en sus manos;... y así su ocupación toda es andar cazando y con esta ocasión robando a los indios y todo esto amenaza gran daño...»



Consecuente con este severo análisis de los problemas étnico-sociales de nuestra Presidencia, el ilustre fraile proponía cuatro medidas fundamentales: que todos los mestizos fueran obligados a aprender oficios o a dedicarse a la labranza; que en los pueblos principales hubiese casas de la Compañía de Jesús para que con su enseñanza corrigieran los resabios morales de la población; que los corregidores se preocupasen de servir a Su Majestad y no de sus granjerías; y que España enviase religiosos escogidos, poseedores de la entereza moral exigida por la formación de regulares. Medidas incompletas, sin duda, y alguna errónea; pero que revelan conocimiento íntimo de nuestro medio.

El P. Sola no se contentó con señalar al Rey los remedios de la crisis social, sino que para amparar a los elementos desvalidos y, principalmente, a los artesanos indios; se empeñó del modo más eficaz en promover o adelantar diversas Cofradías que, bajo advocación y patrocinio religiosos, se dedicasen al cultivo de la piedad y, al propio tiempo, a la protección de los intereses económicos de sus miembros. Las Cofradías fueron, por esto, verdaderas mutualidades, que se ocupaban en el socorro de las necesidades de los hermanos, les atendían en sus enfermedades y otras circunstancias desgraciadas, les buscaban trabajo y velaban por sus familias en caso de muerte. Algunas Cofradías   —78→   tenían diversas secciones, de blancos, indios y mestizos, cada una de las cuales celebraba sesiones separadamente162. Esas sociedades, dentro de la figura medieval de nuestra ciudad, se daban la mano con la acción del Cabildeo, encaminada a la organización del gremio y a su mantenimiento dentro de los criterios de justicia y armonía sociales que caracterizaban a la economía cristiana de la Edad Media.

Con el apostólico afán del fomento de la evangelización, los mercedarios solicitaron en 1788 la erección en colegio de misiones de la Recolección del Tejar, dirigida a la sazón por religiosos de esclarecida santidad. El Presidente Villalengua informó favorablemente, sobre todo en atención al magnífico fruto que habían cosechado poco antes varios religiosos en el Putumayo. El General de la Orden accedió a dicha erección el 7 de julio del siguiente año. El Colegio pasó por muchas vicisitudes a consecuencia de diversos factores que no nos incumbe examinar163.




La Orden Seráfica

Franciscanos y agustinos tienen bastante para su gloria con la erección de los Colegios de San Andrés y San Nicolás, respectivamente, instituciones de un mismo espíritu y de idénticos métodos, encaminadas a la instrucción elemental y activa del indio y a su formación en toda suerte de artes manuales. Sobre esos planteles hablaremos más tarde; y aquí nos contentaremos con señalar el hecho de la fundación y consagrar los nombres ilustres de fray Francisco de Mortales y fray Gabriel de Saona, que fueron los principales promotores de tan admirables escuelas.

Ya hemos visto cómo fray Jodoco, que en todo buscó el bien de los indios, cuidó de que los yanaconas que servían al convento franciscano de San Pablo de Quito tuviesen tierras suficientes para sus sembrados, a fin de que conservasen su independencia económica. Esa propiedad constituía una especie de granja agrícola, donde los religiosos se industriaban para enseñar el cultivo y amor de la tierra a los naturales que les daban sustento.

El P. fray Francisco de Morales, aun alejado de Quito por razón de sus prelacías, no perdió de vista su primera mies; y cuidó de representar al Rey los males que experimentaba el indio y la necesidad de oportuno y eficaz remedio. En su luminoso Informe sobre el estado de la Provincia del Perú, se refiere más a la Gobernación de Quito que a las otras partes del Virreinato señala uno a uno los excesos que se cometían contra los naturales y, sobre todo, el escándalo contra la fe que la conducta de los primeros significaba:

  —79→  

«De lo cual es necesario moralmente seguirse, decía, que los pobres y mansos indios de vuestra majestad sientan una de estas tres cosas, o que nuestra santísima religión cristiana es fingimiento de hombres, pues ven que todo lo contrario se hace con autoridad de justicia, o que Dios nuestro Señor ama y da premio a todos los que hacen semejantes abominaciones que es horrible blasfemia... o que es verdad la espantosa herejía del infernal Lutero que dice que basta la fe muerta sin obras para ser amigos de Dios y conseguir la salvación164».



¿Qué podía contestarse a esta tremenda requisitoria, digna de los más ilustres propugnadores de la causa del indio en América?

Ya en 1573 se afirmaba que la Orden Seráfica «Hasta agora ha prevalecido» por el celo que han mostrada «en la conversión de los naturales165». No sólo acudían los domingos y fiestas a atenderlos en sus necesidades espirituales, sino aun entre semana, «porque en esto hay gran vigilancia y cuidado, especialmente frailes franciscanos, que han dado demostraciones de gran caridad, y ansí son tenidos y queridos entre los naturales166».

En la época en que fray Piedra de la Peña iluminaba a la Presidencia de Quito con su fulgurante espíritu evangélico, otros religiosos escribían también al Rey y al Consejo de Indias para denunciarles crímenes contra la humanidad y la civilización y exigir remedio de graves lacerías que aparecían en este continente, especialmente cuando se referían a las relaciones entre las dos razas que habían intervenido en la contienda por el dominio de América.

Uno de los frailes que mayor bien hicieron con sus memoriales al Rey, aunque sin tener título oficial, fue, a no dudarlo, el P. Antonio de Zúñiga, O. F. M., quien, como ya dijimos, había evangelizado en el reino de Quito por dieciocho años. En su carta de 15 de julio de 1579 aseveró, no sin exageración estratégica, que los indios eran a la sazón menos cristianos que cuando los conquistaron; y que esta situación provenía de seis males: el uso de la coca, las hechicerías, la ignorancia del idioma castellano por los naturales y del quichua por los doctrineros, la inestabilidad de los curas, el excesivo número de pueblos que cada doctrinero debía visitar, y la desconfianza que los nativos tenían respecto de la permanencia del elemento español en América. Acerca de dada uno de estos puntos, el religioso franciscano hace interesantes observaciones y propone eficaces medidas.




La coca

Así, en cuanto a la coca, indica la razón fundamental por la que, a pesar de cultivarse en el territorio de la Presidencia de Quito, según lo manifiestan, entre otros documentos, los informes del P. Antonio Borja, fray Gerónimo de Aguilar, fray Domingo de los Ángeles   —80→   y Pedro Arias Dávila, publicadas en las Relaciones Geográficas de Indias (Tomo III), el vicio podía ser desarraigado. Esa razón era la de que «no la tienen los españoles por granjería como en el Cuzco». Zúñiga urgía al Rey, por lo mismo, para que prohibiera entre cristianos españoles tan infame ganancia:

«Porque no es más vender coca a los indios, que venderles ídolos en que adoren». «Y si V. M. quiere saber la causa porque siendo esta una cosa tan perniciosa no se ha dado noticia dello a V. M. para que lo mande remediar, es porque los principales hombres del Cuzco, tienen grandes sementeras de ella, de donde sacan cantidad de pesos de oro, y el Obispo que había de clamar, calla, porque saca del diezmo de ella mucha parte de su renta».



Honra y mucho, a los agricultores españoles de la Presidencia que no quisiesen hacer «granjería» de la coca; y que las ordenanzas reales, contenidas en las cédulas de 23 de diciembre de 1560, 18 de octubre de 1569, 11 de junio de 1573 y 6 de abril de 1574167, lograran plenamente el efecto deseado de extinguir poco a poco, pero de manera definitiva, el torpe lucro, mientras en otras naciones de América se ha conservado hasta ahora. La Presidencia se libro así de un vicio, que podía infamarla y contribuir al debilitamiento físico y moral de sus habitantes.

La coca, además, era objeto de idolatría, según lo denunciaron, a la par, los Cánones de los Concilios limeños y las Constituciones Sinodales de Quito. No la toman los indios por alentarse, decía el P. Zúñiga, «sino porque adoran en ella». El demonio, a juicio del Inquisidor Juan de Mañozca, tenía en ella «lo más esencial de sus diabólicos embustes»; y por eso, conceptuaba que la Inquisición debía poner su mano, «en esta infernal superstición», so pena de perder al país. En consecuencia, la Iglesia se empeñó vivamente en desterrar, tanto la producción como el consumo de la peligrosa planta, no sólo por evitar daños para la salud, sino para prevenir hechicerías y supersticiones.

Esa fue la razón sustancial que tuvo el Ilmo. señor Francisco de Sotomayor, obispo de Quito, para mandar «que ninguno la use con cualquier pretexto, aunque sea por medicina, pena de excomunión mayor latae sententiae, y reservada su absolución al Ordinario...168» He aquí el secreto de su desaparición.

En lo demás, la larga e interesantísima carta del P. Zúñiga contiene insinuaciones semejantes a las que el Ilmo. señor de la Peña hizo en sus memoriales ante el Consejo de Indias; y la coincidencia entre dichos documentos debió de ser parte para que el Rey no se cansara   —81→   de expedir órdenes terminantes a la Audiencia de Quito para extirpar de raíz las depredaciones que los blancos y, en particular, los encomenderos, cometían contra los indios.

Según dicha carta, los franciscanos, a fin de que los indios tuvieran con qué pagar el tributo y no anduviesen «derramados», habían establecido en varias doctrinas, obrajes donde se hacía «cantidad de paños negros y de color, bayetas, sayales, jergas y otras cosas que no poco remedio han sido para estas tierras». Por desgracia, la Audiencia ponía coto al celo de los religiosos y les privaba de libertad para procurar el bien de los obrajes; señalando, a veces, remuneraciones excesivas para los maestros españoles: «que si pueden hallar un maestro español dándole un salario moderado de trescientos o quinientos pesos cada año, no quiere el audiencia, sino que tengan a fulano, dándole la sexta parte que son más de mil pesos». Además, el maestro español solía tratar duramente a los indios y se desentendía de su cuidado en caso de enfermedad, por lo cual el buen fraile pedía al Rey que mandase gastar «lo que fuere menester para los enfermos y otras cosas convenientes a su república».

Un fraile natural de Quito, el P. Juan Tufiño, demostró tanto celo por la defensa del acervo humano de la Presidencia y, en particular, de los indios, que mereció ser constituido en Visitador General del distrito, es decir en fiscal e inspector de todas las autoridades.

Numerosos fueron los religiosos que se ocuparon en las misiones de indios, ya en el interior del país, como aquel que fundó la Recolección de San Diego, fray Bartolomé Rubio, ya en el Oriente. Oportunamente estudiaremos la admirable abra de los franciscanos quiteños en el Putumayo, sobre todo la celebérrima proeza del redescubrimiento del Río de las Amazonas, en el año de 1637, y la exploración de los ríos Perené y Ucayali en 1641. Aquellas empresas han sido avaloradas entre las obras mayores que la audacia del genio cristiano de la Presidencia acometió para la extensión de las lindes de la Patrio y del Mensaje Evangélico.

El fervor misionero de los franciscanos originó la erección en Colegio de Misiones del de Pomasqui, acordada por el Comisario General, a petición de fray Dionisio Guerrero, en 1699, con el fin de preparar ministros idóneos para la labor que llevaba a cabo la Orden en las regiones del Putumayo. Mandó el Superior General que en el Colegio se enseñaran las lenguas de los indios, con el perspicaz designio de que los misioneros penetraran fácilmente en los arcanos del alma de los infieles; y que, mientras no las supieran, se difiriese el paso de los estudiantes a los cursos de artes y teología. Se estaba aún muy lejos de la discutidísima carta que el 25 de noviembre de 1692 dirigió a los Guardianes de Conventos y a los doctrineros, el Presidente de la   —82→   Audiencia don Mateo de la Mata Ponce de León169, para que, en cumplimiento de reales disposiciones, se implantara en las doctrinas y misiones la lengua castellana y se proscribiera la de los naturales. Por fortuna, las instrucciones dadas por los Superiores a los religiosos que entendían en tales doctrinas y misiones, fueron mucho más dúctiles y conducentes al bien espiritual de los indios. Sin embargo, la orden de Mata contribuyó a que se apresurara el aprendizaje del castellano en doctrinas y reducciones.

En 1738, el P. fray Fernando de Jesús Larrea, religioso de suma observancia y ejemplar celo, dio todos los pasos necesarios para que la erección en Colegio de Misiones del Convento de Pomasqui fuera realidad; y, al efecto, en junta de varios de sus cohermanos, presentó al Definitorio la petición de que se la hiciera formalmente. El Comisario General accedió luego a la solicitud y el Colegio de Misiones comenzó a funcionar bajo la dirección del P. Larrea170. Más tarde, el propio fraile trasladó el instituto a Popayán y le dio el carácter de Colegio de Propaganda Fide171. Columbramos que el año de esta traslación debió de ser el de 1752, en que el P. Larrea fue elevado a Comisario General extraordinario de la provincia de Quito, que pasaba por aguda crisis172.




Los Agustinos

Memorables en todo sentido y dignas de una Orden que lleva el excelso nombre del Águila de Hipona son las «ocho reglas de conducta» dadas a los primeros misioneros agustinos que pasaron a América. Sólo mencionaremos una parte de ellas, porque compendian admirable programa de acción e intrepidez:

«Contempla a Dios en tu prójimo... Sed apóstoles pobres y marchad a pie por los caminos. No aceptéis oro de los indios, ni plata, ni otros metales, sino solamente maíz u otros productos agrícolas. Demostradles que los religiosos no buscan riquezas en su país, a diferencia de los restantes españoles, sino únicamente llevarlos al terreno de la fe religiosa. A menos que carezcáis de casa propia, no comáis en las de los indios ni hagáis que ellos coman a vuestra mesa, porque cualquier apariencia de festín puede contradecir vuestro estado... No mostréis aspereza o rigor, sino amor y dulzura... Mañana y tarde, trabajad en la doctrina y explicad las reglas cristianas. Cuando os dirijáis a los españoles hacedlo de manera que no perjudiquéis el ser natural de los indios, pero cuidad de que abandonen sus hábitos obscenos y sus ruines acciones. Cread escuelas donde aprendan a leer, escribir y contar. Haced que aprendan los oficios públicos y las artes de tal manera que puedan llegar a ser útiles. Enseñadles trabajos honrados: a ser pintores, carpinteros, sastres y herreros; a utilizar sus capacidades para llegar a ser personas importantes en sus respectivos lugares... para el culto   —83→   divino implantad el canto llano con órgano y flauta y otros instrumentos, hasta crear la atmósfera conveniente de respeto, amor y devoción hacia las fiestas y misterios de la Iglesia... Buscadlos (a los indios) en las sierras, montañas, colinas y caseríos, sin abandonar vuestra tarea por temor a la fatiga, al tiempo, las molestias o las persecuciones...173»

Los Agustinos, a par de las otras Congregaciones, se emplearon en las misiones y doctrinas. Para que estas tuviesen el espíritu sobrenatural requerido, estableció la Recolección de San Juan el P. Dionisio Mejía, afamado en virtud y letras. También estuvieron presentes los Hijos de San Agustín en sobras emprendidas para la extensión del imperio de Cristo en las selvas amazónicas. El P. Lorenzo del Rincón acompañó en su entrada a Mainas a Diego Vaca de Vega.






ArribaAbajoVI. Nuevos afanes


La Compañía de Jesús

El programa que tuvo San Francisco de Borja al enviar jesuitas a América se sintetiza en las instrucciones al P. Portillo: «De dondequiera que los Nuestros fueren, sea su primer cuidado de los indios ya convertidos, empleando toda diligencia en conservarlos y ayudarlos en sus ánimos, y después atenderán a la conversión de los demás que no sean bautizados». La tarea inicial de los religiosos de la Compañía fue, por esto, el estudio de las lenguas de los indios, con el objeto de doctrinarlos en ellas. Los seis primeros meses de permanencia en América debían dedicarlos al conocimiento de tales idiomas, pues «estudiando con cuidado, como acontecerá con los primeros fervores, se puede aprender mucho en ese corto tiempo». La luna de miel del amor religioso con la joven América había de señalarse, consiguientemente, por el celo en dominar cuanto antes la lengua, en que tenían que misionar. En concepto de la Congregación provincial tenida por los jesuitas en Arequipa el 5 de setiembre de 1594, eran necesarias dos cosas en los religiosos que acá venían: «santidad y vocación a las Indias, esto es voluntad para dedicarse al servicio de los nativos y conocimiento de su idioma174». Esa vocación a las Indias fue la gran gloria de la Compañía de Jesús, tan española y, por ende, ¡tan americana!

Apenas llegados a Quito, a la par que dieron misiones a los blancos, el P. Diego González Holguín comenzó a doctrinar a los indios en su propio idioma, y en la plaza pública, causando tan grata sorpresa que muchos naturales venían a escucharle desde lugares lejanos. El auditorio ordinario era de cinco mil personas. Los indios, que saben   —84→   pagar amor por amor, correspondieron a la ternura que les mostraban los Hijos de San Ignacio con verdaderas efusiones de filial cariño.

Los jesuitas de la Presidencia tuvieron siempre presentes en su apostolado las austeras recomendaciones que les había hecho el General Aquaviva en 1607:

«Supuesto que el fin principal de la misión de la Compañía en esas partes es la salvación de los indios... nos ha parecido que debemos de nuevo recordar y encarecer... Primeramente: Encomendamos mucho a los Superiores que alienten y favorezcan mucho este ministerio y que se junten algunas veces en el año el Provincial con sus consultores, y el Rector con los suyos, para conferir cómo se excitará más el celo para el bien de los indios...

«Segundo: Procuren también los Superiores los medios conducentes para socorrer a los indios en sus necesidades, buscándoles y dándoles limosna cada día a los que fuesen pobres, conforme a la posibilidad de la residencia o colegio. Cuando algún indio enfermo enviare a pedir confesor, además de acudir luego, pues en esto nunca ha de hacer falta, será bien que el confesor avise al Superior si el tal enfermo tuviere necesidad, y juntamente recomiende al enfermo que mande al colegio o residencia, quien de allí le pueda traer alguna limosna o regalo.

«Tercero: Cuando los Confesores nuestros respondieren a algún caso de conciencia, tengan todo cuidado de que no resulte perjuicio ninguno en el bien espiritual o temporal de los indios, en cuanto fuere posible; y los predicadores de españoles, de cuando en cuando, les den con prudencia algún aviso o les hagan recordar su obligación, acerca de los malos tratamientos y agravios que suelen cometer contra los indios, para evitarlos y remediarlos.

«Cuarto: Tenemos varias veces ordenado que ninguno de los Nuestros se ordene sin que primero sepa bien la lengua...»



Los jesuitas se resignaron en alguna ocasión a aceptar doctrinas; pero con muchos requisitos: que no estuviesen en pueblos de españoles o en lugares cercanos; que no pertenecieran a encomenderos, ni se tomaran a título perpetuo; ni contra la voluntad del Ordinario; que el Provincial las visitase a menuda y que los doctrineros se mudasen de tiempo en tiempo; que los castigos que se dieran a los indios, fueran «de padres, no de jueces»; que en cada doctrina estuvieran, por lo menos, dos sujetos; y que en ellas hubiese siempre maestro de escuela para enseñar a los hijos de los indios a leer, escribir, cantar y tañer. Tales condiciones fueron parte poderosa para que la aceptación de exiguo número de doctrinas; a título de mera excepción, no lastimara la honra de la Milicia Ignaciana.

Consagrose ésta al remedio de las necesidades espirituales del indio, el cual, no por haber aceptado el bautismo, estaba libre de supersticiones e idolatrías. Tanto afecto les cobraron en Quito los naturales, que ellos Mismos se ofrecieron a construir, junto a la iglesia de San Jerónimo, capilla propia, donde tenían sus actos religiosos dos veces a la semana, o sean los viernes y domingos. En las tardes dominicales se organizaban desde dicha capilla hasta una de las iglesias, solemnes procesiones, durante las cuales los indios cantaban la letanía y   —85→   la doctrina en su idioma nativo. Concluía la procesión con plática en la plaza.

Los jesuitas rompieron con los criterios en boga, criterios inhumanamente pesimistas y despertaron entre los indios el deseo de la comunión frecuente y el gusto por el Maná divino. Los confesores señalados para los días dominicales tengan que dedicarse a su ministerio una hora antes de la acostumbrada. Consecuencia feliz de esta gran faena espiritual fue la transformación de las costumbres de los naturales y, especialmente, de las mujeres pervertidas por los blancos. Muchas de ellas dejaron su mala vida y entraron en la casa de refugio fundada por Monseñor Solís. Es innegable que la embriaguez, vicio habitual, disminuyó considerablemente y que los indios adquirieron la costumbre sagrada de asistir al Santo Sacrificio aun en los días de trabajo. El empleo del idioma materno fue parte principal para que los naturales acogieran con alborozo la predicación de los jesuitas, porque, según parece, se les había vuelto a catequizar en lengua castellana, que la mayoría conocía a medias. La Crónica Anónima de 1600 dice expresamente:

«Y a los indios se les predicaba y hacía la doctrina en su lengua, de que ellos gustaban mucho, porque hasta entonces se la habían enseñado en la española que no entendían, y siendo antes necesario traerlos a palos, y por fuerza a la iglesia...175»



Para contribuir al mantenimiento de su vida espiritual, se creó el 14 de enero de 1587 la Congregación de Indios apellidada del Ángel de la Guarda, que formó un grupo selecto dedicado al cultivo de las virtudes cristianas y a un esbozo de acción católica. Los congregantes, después de la misa sabatina, concurrían al hospital, donde hacían las camas de los enfermos y les prodigaban, a su modo, consuelos y alimentos176. Más tarde, la Congregación se dividía en dos: la de Nuestra Señora de la Paz, donde estaba la mayor parte de ellos; y la otra, compuesta de indios ladinos, «que como más libres tenían más necesidad de recogimiento». El contacto frecuente de éstos con los españoles, propicio para graves desórdenes, hacía indispensable su separación de los demás naturales.

Los jesuitas formaron colaboradores, entre sus alumnos, para la catequización de los indios y aprovecharon asimismo el concurso de los ciegos, a quienes enseñaron el catecismo y el canto en los dos idiomas. Este fue de los medios más eficaces para la transformación de la pedagogía catequística y, al mismo tiempo, constituyó un expediente de caridad; porque esos seres heridos por la desgracia se ganaban la vida ayudando en las tareas espirituales de la Compañía.

  —86→  

Al amparo de las Congregaciones Marianas nació, pues, entre nosotros la Acción Católica especializada y, a la par, la acción social, adaptadas ambas con admirable blandura a la composición étnica de la nacionalidad. Los jesuitas no pretendieron juntar en una sola entidad a toda suerte de gentes; por el contrario, haciendo múltiples sacrificios personales, proporcionaron el apostolado a la diversidad de las fisonomías espirituales de las clases económico sociales. Así, blancos, mestizos, indios y negros tuvieron asociaciones particulares, con directores distintos, que ajustaban sus métodos a la psicología peculiar de tales elementos.

Los jesuitas se valieron también de otras hermosas industrias para atraerse el corazón de los indios. No descuidaron el teatro, anticipándose así a lo que hoy se hace en los Oratorios Festivos.

«En uno de los días destinados para la Comunión general de los indios, después de una procesión solemne del Santísimo Sacramento, hecho con grande devoción y silencio, se representó públicamente una pieza dramática, El Convite de Asuero, cuyo asunto, relativo a la Eucaristía, estaba sacado de la Biblia177».






El P. Onofre Esteban

Nadie sobresalió tanto como el P. Onofre Esteban en la intrepidez y vehemencia de su celo en favor de los indios. Mas, el santo religioso, como dice el P. Velasco, «comenzó su apostolado y predicación por los españoles, como San Francisco Javier, para que tuviesen menos estorbos los pobres indianos, que eran los que más le tiraban, como tierno objeto de su corazón compasivo». ¡Cuán grave era el escándalo de la conducta de los blancos como obstáculo para la conversión y afianzamiento de la fe entre los indios! La transformación espiritual de los españoles, originada por la evangélica predicación del P. Esteban, constituyó el preludio y la anticipación feliz de la que alcanzó, sobre esa base, en medio de los predilectos de su alma. Así, las «dos repúblicas», como alguna vez llamó el Cabildo de Quito a las secciones de nuestra población, fueron instruidas y edificadas con sentido armónico y solidario.

Justamente denominan las crónicas al P. Esteban «verdadero amador de los indios y a quienes ellos amaban como a Padre, porque muy de veras les era tal en el afecto y los efectos». Monseñor López de Solís llegó a afirmar que con sólo él poseía lo suficiente «para tener compuesto todo mi obispado y con quien descargar mi conciencia178».

El P. Esteban, conforme a las instrucciones de San Francisco de Borja, dedicose con solícito afán a los indios ya bautizados, para afianzarlos en la fe y fomentar su piedad. Más tarde, extendió su campo de   —87→   acción a las «naciones y parcialidades independientes, alumbrándolas con el Evangelio». De pueblo en pueblo, fue Esteban hasta Quijos, Angamarca, Esmeraldas, etc. Angamarca se la confió, precisamente, a la Compañía de Jesús a causa de la predicación fecundísima que allí tuvo el admirable misionero. Su sucesor, el P. Luis Vázquez, trabajó con denuedo, virtud y eficacia similares.




Misiones circulares

Los jesuitas destinaron ex profeso varios de sus miembros a las misiones circulares, es decir a la rotación constante de campañas apostólicas entre los naturales para robustecerles en la fe y elevarles paulatinamente a la participación frecuente de los esplendores de la vida divina. En los pueblos de indios, los misioneros dejaban establecidas las Cofradías del Nombre de Jesús; y los Cofrades se ocupaban, a la par, en la depuración de sus vicios, en el buen ejemplo y en la formación para el apostolado. Como dice la Crónica Anónima de 1600, tenían «cuidado particular de enseñar la doctrina a los niños y a los viejos que no la saben179».

Entre los obreros de las misiones circulares hízose célebre el que había de ser más tarde apóstol de los Cofanes, el P. Rafael Ferrer, que ocupa tan gloriosas páginas en la historia de nuestro patrimonio territorial. La ruina de su obra y su trágica muerte se debieron a loas invencibles estorbos que opuso a la conversión de los indios gentiles la desbordada codicia de los encomenderos... Entre los jesuitas que misionaron en la Costa, alcanzó renombre el P. Juan Gómez180.

La admirable labor primeriza de los jesuitas en la educación, en las misiones de blancos e indios y en la dirección espiritual de las almas y su abnegación durante la tremenda peste de 1589, en que socorrieron a inmensa multitud de enfermos, experimentando la pérdida de uno de sus miembros más jóvenes, el P. Juan de Hinojosa, les granjeó tan profunda gratitud, que aun la rectilínea y severa posición que tomaron en el conflicto de las Alcabalas no fue parte para amenguarles, de modo permanente, las simpatías populares. La Crónica Anónima pudo decir: «Ahora nos aman y estiman y acuden a nuestra casa con el mismo fervor y mucha más voluntad que al principio181».




Comunión frecuente

El celo de la Compañía por la comunión frecuente o siquiera anual de los indios continuó a través de toda la historia, tanto en las regiones interandina y litoral, como en el oriente. En 1736, el Visitador P. Andrés de Zárate ordenó que se dieran, como antaño, misiones circulares entre los indios; y el resultado   —88→   fue verdaderamente opimo. En Carta al Rey escribió que los misioneros:

«habían hecho comulgar a un grande número de indios e indias que nunca habían comulgado, por una predominante máxima de los Pastores, que los reputan por incapaces; siendo así que, si se les instruye, con paciencia y con amor, forman un concepto muy alto de lo que reciben en la sagrada Mesa, y después se ve en ellos una reformación de costumbres muy ejemplar; sobre la cual refieren varios sucesos que serían de suma edificación aun en la gente europea más advertida182».






Obras sociales

Los jesuitas, según cuenta el P. Recio, atendían espiritualmente a los indios de los Obrajes e hicieron fundaciones para visitarlos de manera periódica. Es indudable que esa labor debía repercutir, por la fuerza de las cosas, en mejora de su condición económica y defensa de su dignidad humana.

Inmenso mérito de la Compañía fue el excelente trato que daba en sus estancias a indios y negros, los cuales alcanzaban al número de tres mil quinientos. Fue notorio el acrecentamiento de la fecundidad de las familias de una y otra raza, a tal punto que constituyó objeto de envidia y meditación. Los jesuitas introdujeron la costumbre de la cuenta anual de cada peón. «Al indio endeudado -decía un documento- se le socorre como si no lo estuviese; en sus enfermedades se le atiende con medicinas, azúcar y alimento, y en tiempo de peste con más esmero. A los indiecitos e indiecitas, siempre en el tiempo de cuentas, se les distribuye la limosna, porción de jerga, bayetas, lienzo, camisetas, sombreros, rosarios, etc.» La primicia de las parcelas de los peones, la pagaban los jesuitas mismos a los curas, librándoles así de una penosa carga. Además, satisfacían a los párrocos una pensión fija, a fin de que no cobrasen estipendios a los indios por los servicios de matrimonios, defunciones, etc.183

Y si no hicieron más los jesuitas fue por habérselo impedido con tenacidad muchas veces victoriosa, el regalismo, cáncer del tiempo. Con motivo de la tozuda oposición a los «hospicios» y residencias de la Compañía, escribió el Fiscal de la Audiencia el 15 de julio de 1656:

«La experiencia ha demostrado que la Compañía en estas partes es la que más se desvela en catequizar y reducir a la ley del Evangelio a estos miserables indios... Yo, Señor, he estado en la numeración y apuntamiento de los indios del partido de Latacunga, donde está fundado uno de estos hospicios, a que asisten dos Padres de la Compañía, y lo que... vi es, que acuden a la enseñanza de la juventud a las confesiones de los vecinos, a la predicación de los indios, atrayéndoles, muchas veces con dádivas y con darles de comer, al consuelo de los afligidos, a la paz común, al ejemplo de todos, y lo mismo experimenté en el Valle   —89→   de Riobamba en tres veces que he asistido en ella, donde tienen otro de estos hospicios184».








ArribaAbajoVII. Otra vez los obispos


El Ilmo. Sr. Oviedo

Volvamos a los Obispos. El Ilmo. Pedro de Oviedo, arzobispo-obispo de Quito, pues había tenido el primer carácter en la Isla de Santo Domingo, fue el gran constructor del segundo Santuario del Quinche, donde se venera la imagen de Nuestra Señora más popular en la Presidencia. Esa devoción, llegó a constituir el símbolo del enlace de dos razas y culturas: la de españoles e indios, mancomunados en el amor a la Madre de Dios. La imagen predilecta de los segundos había venido a ser la amparadora de un pueblo carente de otro antemural, el centro de una patria que nacía, el signo de una tradición que no podía, ni debía eclipsarse jamás, cualesquiera que fuesen las vicisitudes de la nacionalidad. El Quinche es el triunfo supremo del indio, por medio de la Iglesia.

El mismo señor Oviedo persiguió sin tregua, hasta conseguirlo, que los curatos religiosos cumpliesen con sus deberes respecto a la doctrina y elevación moral de los naturales y volvieran a su prístino esplendor. Como dice el Ilmo. señor González Suárez, «la energía del señor Ribera, la ciencia, y cordura del señor Ugarte, la solicitud del señor Santillán, la discreción del señor Sotomayor, y el tino y la constancia del señor Oviedo lograron, al cabo, hacer acatar las disposiciones canónicas y poner remedio al mayor de los males que padecía la desgraciada Colonia185». La preocupación incesante de los Obispos fue, pues, que el clero, maestro y civilizador del indio, no se apartara de su misión, ni se dejara vencer de la pereza, de la codicia o de la sensualidad. Sólo una Iglesia santa podía conquistar definitivamente el fondo pagano del alma del indio y ennoblecerle con los más excelsos amores.

Muy largo sería hablar de la acción de los Prelados, muchos de los cuales brillaron por excepcional caridad en favor de los pobres y, especialmente, de los indios. Sólo queremos presentar aquí tres casos, que no cabe menospreciar sin grave ofensa de la justicia histórica.




El Ilmo. Peña Montenegro

El primero, a no dudarlo, es el del Ilmo. señor Alonso de la Peña Montenegro, el Obispo Presidente, autor no suficientemente admirado, del celebérrimo Itinerario   —90→   para párrocos de indios, monumento supremo y definitivo del amor de la Iglesia quiteña hacia la porción más menesterosa de su grey.

Constituye el Itinerario un estudio completo de teología pastoral, en que se dan instrucciones detalladas y sabias acerca de la conducta que con los naturales debían observar los párrocos. Mas, a la vez, es código luminoso de moral social, tratado de economía colonial superior a su tiempo, brioso y desenfadado alegato en pro del indio, y alta tribuna que levantó la Mitra de Quito para lanzar a América su gran clamor de evangélica compasión, que repercutirá perennemente en el corazón de cuantos amen, de modo sincero y eficaz, a esa porción, tan numerosa aun, de nuestros pueblos. El libro no ha envejecido; y, por lo mismo, debía estar en la mesa de todos los estadistas, como vademécum de reforma económica y piedra de toque de las medidas que se excogiten para defensa, exaltación y fusión de los indios con los otros factores de nuestra nacionalidad. No nos desdecimos de lo que tuvimos a honra escribir hace muchos años, o sea que el nombre excelso del Obispo gallego está a la altura del de Bartolomé de las Casas; y añadiremos hoy que el libro, como labor constructiva, supera a cuantas obras similares se dieron a la luz en nuestro Continente, con el objeto de llevar a la práctica los principios cimentales del Catolicismo social. Si eso sólo hubiese hecho el Episcopado quítense en servicio del indio merecería perpetua e indiscutible gloria.

Escribiose el Itinerario para «seguridad de conciencia de sus súbditos», es decir para iluminar criterios, enderezar, extravíos de quienes trataban con el indio y corregir prejuicios contra él. No es, pues, especulación teórica, sino acerbo feliz, sistemático y completo de reglas concretas, sacadas de la entraña de la sabiduría cristiana y ajustadas, con admirable prudencia, a las necesidades y circunstancias de nuestros países. En eso está su mérito y la razón de su permanencia. Las leyes de Indias son ya inaplicables; el espíritu del Itinerario está siempre vivo.

Constituye esa obra irrecusable testimonio de la intelección de amor que destella de toda la labor pastoral del Ilmo. señor Peña Montenegro. En su corazón ardía la caridad sobrenatural para los indios, caridad que le movió a hacer suya la frase de fray Buenaventura de Salinas, según el cual aquellos «son los que lloran siempre y no hay quién les consuele; los que... piden justicia y no la alcanzan;... los desnudos, que visten a los vestidos;... los pobres que enriquecen a los ricos».




El Itinerario para párrocos

En cinco partes está dividido el Itinerario. Trata la primera de la elección y canónica institución del párroco de indios y de las severísimas obligaciones   —91→   que se derivan de su sagrada condición, que el Obispo realza como es debido. Se ocupa la segunda en la psicología y costumbres de los naturales y, por con siguiente, en las especiales circunstancias en que se hallan colocados y en los pecados con que se les agravia, pecados que, de suyo, son más graves que los que se cometen contra los españoles. La tercera versa acerca de los sacramentos; la cuarta sobre los preceptos de la Iglesia y la ley natural que los indios tienen que guardar; y la quinta discurre, en fin, respecto de los privilegios de los obispos y regulares, de los Visitadores y de la conciencia errónea de los nativos. El lector no puede menos de maravillarse de que un Obispo, que ejerció la Presidencia interina de la Audiencia y que tuvo que entenderse en complejísimos menesteres de su vasta diócesis, hubiese logrado concluir esa enciclopedia de sociología pastoral y tratar tan anchuroso tema con método y hondura excepcionales y con cabal conocimiento de las disposiciones pontificias, reales y episcopales, de las condiciones de lugar y tiempo y de las doctrinas de canonistas, teólogos y juristas, europeos y americanos.

En el aparente remanso de la vida colonial, la aparición de aquel libro, grave y apremiante, debió de causar el efecto de un maremoto. ¿Quién podía sentir tranquila la conciencia ante el examen, doloroso y prolijo, de las obligaciones de cada elemento social, comenzando por doctrineros y obispos, obligaciones que no referíanse sólo al arden religioso, sino a otras esferas, pues el sacerdote, a juicio del Ilmo. señor Peña y Montenegro, debía ser maestro de policía, higiene, economía y moral, a fin de que los indios se acomodasen al «estilo político»?




El salario justo

En la imposibilidad de resumir esa clave de la caridad y cristiano estatuto del trabajo en la Presidencia, queremos decir pocas palabras acerca de algunos puntos de su doctrina social. El Itinerario es, ante todo, la austera aplicación de las doctrinas medievales acerca del salario justo, tan ofendidas por la inescrupulosa codicia de los estancieros, contra los cuales lanza el integérrimo Prelado condenaciones inmortales.

«La paga y estipendio del que trabaja, decía, para conocer que es justo o injusto, se ha de mirar lo que comúnmente ganan otros en la República en el ministerio que sirve, y lo que ordinariamente dan, o por tasa de Justicia, cuando es justa; porque si no lo es, no se ha de estar a ella; y podrán los agraviados recompensar lo que se les defrauda186».



El indio, en consecuencia, no puede ganar menos que los demás elementos trabajadores y en ningún caso, menos de la justa estimación de su servicio. El Obispo desciende luego a aplicaciones concretas   —92→   de su doctrina, poniendo ejemplos reveladores de los ingentes ultrajes que se hacían al indio en la Presidencia; sobre todo en regiones distantes, donde no llegaba la vigilancia de autoridades y prelados. Los encomenderos de Santiago de las Montañas pagaban a cada indio, por un año, lo que correspondía justamente a veinte días de trabajo!...




Otras injusticias

Mas, las referentes al salario no eran las únicas injusticias que padecía el indio. Mayor gravedad tenían, tal vez, los excesos en el tributo, porque «los más pagan en cada un año más de lo que vale todo lo que tienen y poseen, aunque entren en esta cuenta los vestidos conque se cubren». El gravamen debe ser siempre moderado y proporcionado al caudal del indio. El encomendero peca mortalmente cuando a título de tributo emplea a los naturales «gran parte del año en sementeras, obrajes, minas y otras ocupaciones semejantes187»; y aquellos tienen derecho a rehuir el impuesto, si el encomendero les trata indebidamente. El que impone a los indios camaricos y servicios personales, incurre en excomunión. Estudia asimismo minuciosamente las condiciones de licitud del transporte a espaldas, condiciones que debían ser tres: división de la carga, cortedad de la jornada y pago del justo valor. De otro modo, el que la impone tendría deber de restitución, como lo tienen, dice: «ciertos encomenderos, que son del distrito de esta Audiencia de Quito, que sacan en hombros de indios sus cargas de tabaco, algodón, lienzo y pescado; y después de cuatro días de camino, les parece que satisfacen a la conciencia con dar a cada indio una libra de sal, que vale medio real...188»

Los indios no están obligados a pagar las pérdidas de los ganados que cuidan, cuando ocurren por caso fortuito189; y caso fortuito es aquel que sin dolo y sin culpa acaece «como son rayos, granizos, heladas...» o «cuando habiendo el Pastor encerrado su manada en el rebaño, dormido el Pastor, sacan los lobos dos o tres ovejas; o cuando las manadas paciendo por los campos, se derraman y divierten por las quebradas de los páramos y los lobos comen algunas ovejas, o ladrones ocultos las roban...» ¿No ocurren aun estos casos dolorosos, en que la codicia de propietarios inhumanos imputa al indio la responsabilidad de pérdidas? El Ilmo. señor Peña Montenegro, hace tres siglos, condenó ya su conducta y señaló el deber de restitución...

El Tratado último del Libro II está dedicado a los trapiches y obrajes y debe considerarse, a no dudarlo, uno de los más importantes de Itinerario, en que no hay cosa alguna estorbosa. Establece, en primer término, la obligación del obrajero de restituir al trabajador todo   —93→   aquello que exceda de la tasa, ya en tiempo, ya en cantidad: por ejemplo, si habiéndose obligado a hilar tres hebras, se le compele a cuatro, o si el concierto fue entregar hilo grueso; y se le constriñe a hilar delgado. El Ilmo. señor Peña Montenegro se adelanta a León XIII en distinguir los aspectos personal y necesario del trabajo; y, consiguientemente, que el obrajero está obligado a satisfacer la diferencia entre el salario justo y el precio en el cual, impelido por la necesidad de conservar la vida, se ha concertado el trabajador. El obrajero, además, tiene que abonar el salario en dinero y no en especies, a menos que en ello consienta el trabajador.

Estas disposiciones eran sumamente necesarias, no sólo respecto de los indios sujetos a repartimiento y que habitaban en las estancias o haciendas, sino, sobre todo, de los que trabajaban en los numerosos obrajes del distrito. «Mi fiscal de la Audiencia de Quito, decía la cédula real de 7 de octubre de 1603 dirigida al Virrey del Perú, me ha escrito que diez leguas en contorno de aquella ciudad, sin contar los obrajes de comunidad, hay más de sesenta de particulares, en mucho daño de los indios, porque como los tienen encerrados no acuden a la doctrina, ni se le paga su precio como es justo190». Por desgracia si el Itinerario corrigió muchas injusticias, no alcanzó a destruirlas de raíz. El Rey se vio obligado a nombrar visitadores de los obrajes; y cuando algunos de estos se propusieron cumplir eficaz y rectamente con su deber, recibieron tales amenazas, que tuvieron que excusarse de seguir en tan grave comisión. Así ocurrió con don José Eslaba y don Baltasar de Abarca191. A mediados del siglo XVIII vino el castigo: el negocio de tejidos se arruinó radicalmente.

En pleno siglo XVII, se preocupó el gran Obispo de los accidentes del trabajo, que ocurrían con frecuencia en las haciendas de cañamiel. El patrono, que ha sido causa de la muerte, tiene obligación de satisfacer no sólo los gastos de entierro y funeral, sino también el «daño de la vida», o, por lo menos, lo que pareciere posible y conveniente, a juicio de hombres sabios y prudentes, considerando, a la vez, el lucro cesante y el daño emergente, el tiempo que había de durar la víctima del accidente y el precio «natural» del trabajo. Asimismo, en caso de incapacidad parcial, el patrono debe satisfacción de los daños que de ella se siguieren a los hijos y mujer de la víctima, «por cuanto con su trabajo los sustentaba y alimentaba». Gran parte, por ende, de los principios fundamentales del derecho moderno del trabajo está contenida en el Itinerario, reflejo de la sabiduría de las Leyes de Indias, pero, sobre todo, de la filosofía católica.



  —94→  
Catolicismo agrario

Como Presidente de la Audiencia, el Ilmo. señor Peña Montenegro continuó la política de atrevido catolicismo agrario que había iniciado entre nosotros el segundo Obispo de Quito, al comenzar el sistema eminentemente social y democrático de las reducciones. Durante su gobierno, se concedieron tierras y pastos a los indios de Cala y Cabi192.

El Ilmo. señor Peña Montenegro trató en el Libro IV del Itinerario del delicadísimo problema de la recepción de los sacramentos por los indios y, en particular, de la Eucaristía. Su alma, llena de ternura para los desvalidos, se inclina a la opinión más benigna, o sea a favorecer la comunión, pues, aunque «los indios comulguen sin devoción, y atención, ora sea por divertimiento natural, o por divertimiento voluntario, sin menosprecio, siempre reciben la gracia y efectos de este augustísimo Sacramento...193» El Obispo advertía expresamente que «peca mortalmente el cura que no comulga a los indios con pretexto de que no tienen capacidad; y esto no sólo en artículo mortis, sino también por Pascua, cuando lo manda la Iglesia». Escándalo grave debieron de causar estas doctrinas en un medio que iba arideciéndose por la severidad de índole jansenista o no. Mas, el Prelado sabía que nada acerca tanto entre sí a los cristianos, que nada les iguala y convida al respeto mutuo de su personalidad, como la coparticipación en el Banquete Eucarístico.




El Ilmo. Sr. Romero

Y aquí el nombre del Obispo-Presidente y la obra del Itinerario, se enlazan con la labor del Ilmo. señor Luis Francisco Romero, autor de una de las primeras pastorales que circularon por medio de la imprenta entre nosotros (1725)194.

Versó la pastoral del Ilmo. señor Romero «sobre la omisión y descuido en que los indios sus feligreses cumplan con el precepto anual de comulgar, y el de recibir el Santísimo Viático en el artículo de la muerte». Esta omisión la descubrió el Prelado con amarga sorpresa en su Visita Pastoral; y provenía, ora de que los naturales ignoraban que hubiese precepto, ora de que los Curas no se lo recordaban y, lo que era peor, de que se «los repelía, aunque ellos quisiesen comulgar».

Algunos pretenderán, tal vez, que este punto de la Comunión de los indios constituía asunto meramente religioso, que atañía sólo a deberes de aquellos o de sus párrocos. No. El problema era mucho más   —95→   importante y vasto, mejor dicho eminentemente social: consistía en saber si la situación del indio le hacía inepto para acudir al llamamiento eucarístico, general a todos los cristianos; y, si por lo mismo, había que tenerlos en plano espiritualmente inferior, propicio para todos los desmanes de los blancos. Era, además, como lo anota de manera expresa el Señor Romero, -siguiendo en esto más bien el criterio del P. José de Acosta S. I., en su famoso libro De procuranda, que el rigorista y cejijunto de Lope de Atienza-, un problema de fe en la eficacia de la Eucaristía, que origina en el alma milagrosos efectos: ¿Podía o no en consecuencia, contribuir a la elevación moral de los naturales, a la equiparación de las razas que poblaban la Presidencia, a la unidad de nuestro pueblo?

El Obispo desvanece, una tras otra, las objeciones con que se procuraba cohonestar la negligencia en preparar al indio para la cita eucarística. Su contundente e irrefragable alegato conserva vigencia y oportunidad, porque a pretexto de la propensión de aquel a la embriaguez ese su «medio pecado», como le apellidaba Espejo Defensa de los Curas de Riobamba al hurto y a otros vicios, se le pospone, a veces, en la Sagrada Mesa, imponiéndote arbitrariamente una capitis diminutio espiritual. El auto que sigue a la Pastoral y al doble catecismo eucarístico, en quichua y español, nos parece hermosa y feliz anticipación de la doctrina, tan humana y tan divina, del santo Pío X, que hoy practica felizmente la Iglesia, respecto de los requisitos para la Comunión.




El Ilmo. Sr. Polo

El último de los testimonios de la caridad episcopal para con los indios que hemos querido aducir, es el que concierne al Ilmo. señor Juan Nieto Polo del Águila, décimo octavo Obispo, y uno de los más ubicuos y diligentes entre todos los que honraron esta diócesis, tan célebre por la calidad moral de sus Pastores. Dos veces recorrió íntegramente su diócesis, transformando la visita en examen prolijo de sus necesidades y en medio, sobrenaturalmente eficaz, de renovación espiritual. Ligado a la Compañía de Jesús con nexos de íntimo amor, nexos que le movieron a pensar en abrazarla, aprovechó la decisión que aquella le mostraba para llevar consigo a dos jesuitas, (los PP. Francisco Campus y Félix Moreno; Juan Hospital y Bernardo Recio), en sus peregrinaciones apostólicas; exigió con severidad inexorable la residencia de los párrocos en sus Curatos e impuso nuevamente el cumplimiento de la obligación de conocer a fondo el idioma quichua; en que tanto habían ahincado sus predecesores, especialmente los Ilmo. señores de la Peña, López de Solís y Peña Montenegro. Nada le arredró en el ejercicio de su misión de caridad   —96→   y justicia; y practicó la virtud de la munificencia, sobre todo en favor de los indios.

«Para perfeccionar todo dice en Compendiosa relación de la cristiandad de Quito, el P. Bernardo Recio, no reparó en el paso difícil de muchos ríos, los unos vadeándolos con peligro de la vida, y atravesando los otros no sin gran peligro, por puentes raros que allá se forman ya de bejucos o raíces de árboles, ya de la tarabita... Las visitas se hacían por mar y por tierra, siendo preciso muchas veces pasar por varios pasos de mar. Tengo muy presente la visita que hizo en lo más apartado de su diócesis, yendo a un pueblo de zambos; y porque la marea reparte sus tiempos, para pasar un brazo de mar que intermedia, vino a entrar el buen prelado a media noche en el pueblo. Fue espectáculo de ternura el ver, cómo repicando las campanas a aquella hora, salían aquellos rudos moradores que jamás habían visto obispo, alumbrando con teas, medio desnudos, pero muy reverentes para recibir la bendición.

«No como quiera siguió el Señor Obispo a sus misioneros, sino que anduvo más que ellos entrándose en parajes a que ellos no penetraron. Así sucedió en los más remontados montes de Tosagua, a donde juzgó deber ir, para que reconociendo el terreno pudiese providenciar sobre la erección de un nuevo curato, cuya necesidad se le representaba... Considérese cómo todas estas gentes privadas tantos años del sacramento de la confirmación y litros subsidios de la visita, recibirían con los brazos abiertos y aclamarían al que piadoso se acordaba de ellos195».



Como observa el Ilmo. señor González Suárez, a la diligencia de don Pedro Maldonado y al celo de los Obispos Paredes y Nieto Polo del Águila, se debió el que los religiosos de la Merced volvieran a tomar a su cargo la mayor parte de los curatos de Esmeraldas, y los dominicanos la misión de los Colorados196.

Tan bien conocían los Reyes la decisión de los Obispos por la defensa de la justicia social en lo concerniente a salarios de los indios, que por diversas cédulas se dio a las dos autoridades, conjuntamente, la comisión de señalarlos. Así lo hizo, especialmente, la Ordenanza Real de 2 de noviembre de 1680, en que se les mandó fijar las remuneraciones correspondientes a la labor en obrajes, haciendas y custodia de ganados. El Obispo, en efecto, subió muchos salarios, aunque no pudo conseguir el mejoramiento de todos, a fin de que fuesen suficientes «para su congrua y mantenimiento de mujer e hijos que alimentan197».




Una objeción

La situación de la diócesis de Quito fue, ciertamente, desoladora a partir de la expulsión de la Compañía de Jesús. Si en el orden de la cultura, como anotan muchos historiadores, desapareció la emulación, estímulo de progreso, lo propio ocurrió también en otros ámbitos. Ya el Ilmo. señor Pérez Calama se quejaba de   —97→   la desidia de los Curas en el servicio divino; y que había algunos que no se confesaban hasta en cuarenta años. Si bien su sucesor, el Ilmo. señor Cortés, aseveró, en su informe de 1798, que no había recibido de nuncias, ni siquiera indirectas, en ese sentido, no cabe negar que la aridez de las almas hizo de la Presidencia un vasto erial y que de tal estado la peor víctima fue el indio, instrumento de torpe lucro y despiadada explotación y esclavo olvidado para todo lo que no concernía al tributo. El Poder Civil nada hacía por él; y el Eclesiástico tenía atadas las manos.

«... es abundantísima la gente india, mestiza, y de este jaez indisciplinada cuyas malas costumbres no se corrigen, cuyas borracheras pasan impunes, y cuya civilización no se ha conseguido, porque para ello es necesaria, una aplicación e insistencia igual en lo humano a la que en lo divino tuvieron los Apóstoles, y han tenido sus sucesores e imitadores en subyugar el mundo a la cruz y doctrina de Jesucristo», según dijo el mismo Sr. Álvarez Cortés.



Antes de terminar, queremos poner en guardia al lector contra una objeción fácil. Sin duda hubo muchos extravíos de parte de clérigos y frailes durante el período hispano. Hartos documentos existen al respecto para que alguien trate de negarlos. Ni siquiera pretendemos excusarlos, aunque puedan aducirse para hacerlo gravísimas razones de carácter meramente civil. La Iglesia no fue libre durante el régimen patronal y careció, lo repetimos, de poder aun para curar sus llagas y reprimir tales excesos. Tolerancia del mal por la sociedad entera, regalismo y jansenismo: he aquí la trilogía nefasta que explica tan ingentes como abominables profanaciones.

Mas, aun sin estas razones nadie podría llamarse a escándalo. El hombre es siempre hombre: barro con alma. Y cuando disminuye, como ocurrió durante gran parte del período estudiado, la acción divina sobre los espíritus, el pecado aparece con desenfado triunfal. La Iglesia es santa como Institución, porque es santo su Fundador, santa su doctrina, santos sus recursos sobrenaturales; y la santidad de la Institución, no puede menos de comunicarse a sus miembros, si éstos logran plena conciencia de sus responsabilidades y usan, con la debida eficacia, de ese triple manantial de santidad, identificándose con el Modelo divino, viviendo su doctrina evangélica, acercándose día a día a los resortes sagrados que Cristo nos legó en los Sacramentos instituidos por el Empero, la adquisición de esa plenitud de conciencia exige elevada inteligencia, ardua preparación y correspondencia incesante a la Gracia. ¿Se atreverá alguien a sostener que todo el Clero estaba en capacidad de poseer a la sazón tales condiciones? ¿Por qué escandalizarse entonces de las fallas individuales, en un país de inmensas distancias, donde cada párroco vivía en tremenda soledad física y moral, en época de impotencia de los Prelados y de general alejamiento de clérigos y   —98→   seglares de las fuentes de fortaleza sobrenatural? Era de fe ardiente fue la colonial; pero también de licencia y complicidad con el mal.

Quien conozca los arcanos y enigmas del hombre y de la historia, reducirá a sus justas proporciones las culpas de los Ministros de un Credo de amor y heroicidad, a quienes faltaron alas para alzarse sobre sí mismos y vivir en plena armonía con su vocación. Acostumbrémonos a dar a la doctrina lo que es de la doctrina y a no imputarle lo que es del individuo.

Si hubo fallas en el Clero parroquial, no así en el Episcopado. Como observa un historiador imparcial, Navarro y Lamarca, «Rarísimos fueron los Prelados de las Colonias que faltaran a sus evangélicos deberes. Muchos de ellos fueron ejemplarísimos y santos varones de preclaras virtudes198». Y Quito superó a muchas otras provincias mayores de América en la alteza moral e intelectual de sus Pastores.

Por otra parte, muchos escándalos del clero fueron notoriamente exagerados por gente prevenida. El Precursor de la Independencia, Espejo, hombre incapaz de darse a partido y condescender con los desvíos sociales, tuvo que asumir en 1786 la defensa de los Curas de Riobamba, a los cuales se acusaba injusta o desmedidamente de codicia y exceso en el número de las fiestas. En esa Defensa se plantean problemas gravísimos, que aun hoy están sin solución eficaz y completa. ¿Sobre quién debe recaer el sostenimiento de los párrocos rurales? Si no se quiere que pese únicamente en los hombros del indio, ¿no tendrá que cambiar, de manera radical, la organización de la parroquia, participando en ella, ante todo, los propietarios de haciendas, tan olvidadizos de sus deberes para con el medio moral y económico del cual sacan sus entradas?

Los Curas tuvieron en muchas ocasiones que asumir la defensa de los indios contra los agravios que recibían de las autoridades civiles. Numerosos fueron también los párrocos que se dirigieron al Rey a fin de que pusiese coto a talles vejámenes: así, en 1677, el cura doctrinero de Paute, fray Miguel de Orbea, O. F. M. denunciole graves abusos del Justicia Mayor y Corregidor de Cuenca; y el Monarca, por cédula de 16 de marzo de 1680, mandó a la Audiencia que, si comprobaba los hechos, los remediara199.




El problema del indio

En el decurso del siglo XIX y en lo que llevamos del XX, algunas medidas se han excogitado, siguiendo el cristiano criterio de la época hispánica, para civilizar al indio y fundirlo en la comunidad espiritual de nuestro pueblo. Esas medidas, ayer como hoy, han nacido casi siempre de corazones modelados   —99→   por la Iglesia en el amor sobrenatural. En su célebre Defensa de los jesuitas, García Moreno anticipó su programa gubernativo en estas nobles palabras:

«Si alguna vez hay entre nosotros un gobierno que sepa dar impulso a nuestra imperfecta y decadente instrucción pública, y la extienda por todos los ángulos del Estado, al alcance del pobre y del desvalido; un gobierno que, respetando la Religión y la humanidad, no permita que la oprimida y numerosa raza indígena siga, como hasta aquí, reducida a la clase de envilecidos parias, sin más derechos políticos que el privilegio exclusivo del tributo y los honores de animales de carga... dirá a la Compañía de Jesús: "Id y Enseñad"...»"



Y de ese programa brotaron el proyecto de abolición del tributo personal de los indios, reclamada por García Moreno en el Senado de 1857, la formación de un normal especial para ellos, la reorganización de las misiones orientales, etc.; es decir una serie de medidas de inmensa trascendencia social y religiosa, que habrían traído la regeneración de dicho elemento racial, tan pospuesto por los Poderes Públicos.

Fue un ilustre católico, el doctor Víctor Manuel Peñaherrera, nuestro sabio maestro, el que dio el golpe de muerte al llamado concertaje, esto es a la prisión por deudas personales, en cuya virtud se mantenía la servidumbre del indio, encadenándole más que a la tierra, a amos inhumanos. Y fue el Congreso Catequístico de 1916, convocado por un benemérito sacerdote y canónigo de Quito, el Rmo. señor don Alejandro Mateus y bendecido por todo el Episcopado ecuatoriano, el que en la sección tercera de las Conclusiones, consagrada al mejoramiento religioso y social de los indios, señaló a los estadistas un programa de acción, completo y definitivo, para realizar en corto plazo la nivelación de los indios con los otros sectores de nuestra población.

Un mexicano protestante de elevada inteligencia, pero prevenido contra la Iglesia y contra las soluciones que ha propugnado para el remedio de nuestras llagas sociales, el doctor Moisés Sáenz, plenipotenciario de su país en el Ecuador, escribió el siguiente juicio:

«Y no es que el clero ecuatoriano sea insensible al problema del indio, dicho sea en su abono, ya que ni en México, ni en Guatemala, ni en el Perú, ni en Bolivia, como clase, muestran los sacerdotes tanto interés por los naturales como en el Ecuador. Prueba de su interés es el notable Congreso Catequístico que uno de los más ilustres sacerdotes de América, el ecuatoriano Federico González Suárez, convocara; pero prueba también la futilidad de la solución eclesiástica es el mismo Congreso200».



No es del caso refutar esta última aseveración contraria a los hechos. Civilizar una raza enferma y rebajada a sus propios ojos, no es   —100→   cosa de un día. Sin la acción de la Iglesia, el indio estaría hoy en nivel bajísimo. Ella ha salvado el capital humano de la República.

Los Prelados de ogaño, a la par de los del período hispánico, han iluminado con su enseñanza el problema del indio. Baste recordar las admirables alocuciones y pastorales de los tres últimos Arzobispos, los Excmos. Sres. González Suárez y Pólit Laso y el Emmo. señor Cardenal de la Torre, en que estudiaron problemas generales relativos a ese factor social o, a lo menos, temas locales conexos con él. Nada han dejado de excogitar, en medio de la frecuente hostilidad del Poder, para remediar los males del indio, corregir sus excesos, mejorar su instrucción, defenderlo contra las exacciones de los blancos, elevarlo, en suma, a fin de que se equipare, en dignidad y derechos, a los demás elementos de la nacionalidad.

Cuando la Iglesia ha recobrado sus privilegios desconocidos por el Estado, su primer recuerdo ha sido para el indio. En 1937 se celebró entre la Santa Sede y el Gobierno ecuatoriano el modus vivendi, que orilló problemas mixtos que interesaban a ambas sociedades; y a petición de los negociadores que representaban a la primera, se consagró en el artículo 3.º lo siguiente: «El Estado y la Iglesia Católica aunarán sus esfuerzos para el fomento de las misiones en el Oriente. Procurarán, asimismo, el mejoramiento material y moral del indio ecuatoriano, su incorporación a la cultura nacional y el mantenimiento de la paz y de la justicia social».

Esta cláusula constituye la mejor contestación a quienes, como el señor Sáenz, juzgan las cosas con criterio unilateral. Un asunto de la magnitud de aquel en que nos hemos ocupado, una cuestión tan antigua como compleja, no puede resolverse sin la cooperación armónica, de todos los interesados. No hay una solución legalista, ni una solución eclesiástica, ni una solución pedagógica, ni una solución económica del problema, según opina el expresado escritor y diplomático. Hay una sola solución, la que podríamos llamar cabal (jurídico-espiritual, pedagógico-económica), que abraza estos aspectos y fases parciales. Mas, el remedio total no puede ser emprendido y llevado a cabo sin la unión profunda de ambas sociedades, la espiritual y la temporal, sin sus esfuerzos mancomunados. Y es lo que ha faltado siempre, salvo en la primera parte de la época hispana y en el período proceso de García Moreno.







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