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ArribaAbajo Capítulo VI

La Iglesia y el dominio territorial ecuatoriano



ArribaAbajo I. Los primeros descubrimientos


Lo espiritual modela lo civil

La Iglesia, con la sangre y sacrificios de sus hijos, creó el patrimonio territorial de la patria, creación que constituye una de las más excelsas hazañas que se verificaron en América a la sombra de la Cruz de Cristo.

En la Presidencia, como en anuncio y figura de lo que había de ocurrir más tarde, lo espiritual precedía y troquelaba lo temporal. Por esto, la erección de la diócesis se anticipó a la de la Audiencia; y ésta se asentó sobre los límites que a aquella se dieron. El 8 de Enero de 1545, Paulo III, por medio de la bula Super Specula Militantes Ecclesiae, constituyó el obispado de Quito, a instancias del gran Monarca español Carlos V. El Gobernador del Perú, Licenciado Vaca de Castro, en virtud de Real Orden, había señalado de antemano la jurisdicción de los obispados que debían desprenderse del de Lima, tomando, en cuenta que los Reyes tenían el anhelo de conformar, en cuanto fuese posible, la jurisdicción eclesiástica con la gubernativa y judicial.

Por esto, en la información promovida, para la determinación del ámbito de nuestra Audiencia, el Licenciado Altamirano dijo expresamente que era conveniente asignarle «todo lo que entra en el obispado de Quito229».




Doble distrito audiencial

La erección de la referida Audiencia tuvo una cosa eminentemente peculiar y significativa, que marca y augura la vocación nacional. En efecto, se le dio por distrito, «hacia la parte de los pueblos de la Canela y Quixos», estos mismos pueblos «con lo demás que se descubriere». De manera que, por contraste con lo ocurrido en los casos similares, a la Audiencia de Quito se le señaló, a más del distrito efectivo, uno que llamaremos potencial, comprensivo de lo que se conquistare. No había necesidad de nuevas Cédulas Reales para incorporar al distrito de la mencionada Audiencia lo descubierto y evangelizado: ipso jure se agregaba y adscribía al ámbito originario.

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Nuestra Audiencia fue, pues, en virtud de su propia constitución, entidad eminentemente conquistadora y misionera. Dicho privilegio se explica con sólo recordar que antes de la organización de dicho Cuerpo gubernativo, los primeros colonizadores, al amparo de la Iglesia, madre de todo heroísmo, y con su venia y auxilio inapreciables, habían emprendido ya la epopeya de la conquista del Oriente y obtenido gigantescos triunfos en hazañosos descubrimientos.




Primeras hazañas

Dos años habían decurrido apenas desde la fundación de Quito, cuando en 1536, si hemos de seguir la relación de Herrera en sus Décadas, Gonzalo Díaz de Pineda penetró en la región de Quijos y descubrió el valle del Gozanga, tributario del Coca. Los indios vengaron la osadía matando numerosos españoles, entre ellos un clérigo, cuya sangre fue la primera derramada para fertilizar los campos del Dorado ecuatoriano. En julio de 1539 repitió el atrevido capitán su entrada; y, en marzo de 1541, Gonzalo Pizarro organizó la famosa expedición, cuyas legendarias vicisitudes sería inconducente narrar aquí. Baste decir que uno de sus tenientes, Francisco de Orellana, surcó en improvisado bergantín el Napo y luego descubrió y navegó todo el curso del Amazonas, salió al Atlántico y pasó a España, donde se galardonó su celebérrima gesta con la capitulación de 13 de febrero de 1544. La Iglesia no se limitó a bendecir el valor castellano y a estimularlo para aquella estupenda empresa, sino que la asistió y acompañó con ejemplar abnegación. Dos frailes, Gaspar de Carvajal, nombrado por el Ilmo. Sr. Valverde para Vicario General de Quito, y Gonzalo de Vera, de la Merced, participaron en la fabulosa expedición y le dieron alto sentido de conquista espiritual, ennobleciendo constantemente el alma de esos gigantes con la presencia de Cristo.

«... puedo testificar con verdad -dice Carvajal- que así el capitán como los compañeros tenían tanta elevación de espíritu e santidad de devoción en Jesucristo, Redentor Nuestro, e su sagrada fe, que se mostró bien por Nuestro Señor que era su voluntad de nos socorrer. E así el capitán me mandaba e rogaba que les predicase, e todos entendían en sus devociones con mucho fervor de fe, como personas que lo habían bien menester, pidiendo a Dios misericordia».



Carvajal fue, a más de copartícipe de esta hazaña, su víctima. Dos veces le hirieron los salvajes; y en la segunda perdió un ojo a consecuencia de un flechazo, «cosa que a todos dio mucha pesadumbre -según expresa Herrera-, porque este padre, demás de ser muy religioso, con su amor y prudencia, ayudó mucho en estos trabajos». El futuro Provincial de la Orden Dominicana en el Perú tiene, además, otro mérito: no se pagó con el abnegado ejercicio de sus funciones sacerdotales durante el largo y atrevido viaje a través del río Amazonas,   —156→   o de Orellana, como desde entonces se le apellidó; sino que quiso referir los azares de la famosa travesía, en que el valor hispano sobrepujó a las fuerzas bravías e incógnitas de la virginal naturaleza amazónica. Su Relación del famosísimo e muy poderoso río llamado el Marañón... fue la primera entre todas las que escribieron los, misioneros y con las que sirvieron a la fe y, a par suyo, a la ciencia y a la historia. Como dice don Marcos Jiménez de la Espada, hay muy pocos trabajos que se le asemejen.




Presencia sacerdotal

En casi todas las entradas y conquistas que los españoles sacerdotal hicieron a las distintas provincias orientales, estaba presente un sacerdote por lo general regular como consejero y guía espiritual, defensor de los indios y restaurador del ideal cristiano. Así el P. fray Francisco de San Miguel O. P. fue nombrado por la Gasca en 1549 para asistir como protector de los naturales al peligroso capitán Hernando de Benavente, en la desastrosa pacificación y población de Macas230. Los dominicanos fundaron luego convento en Zamora y evangelizaron con feliz éxito tan difícil región.

En la fundación de Baeza que, el 14 de mayo de 1559, realizó Gil Ramírez Dávalos, con admirable prudencia y amor a los indios, virtudes loadas por fray Francisco de Morales y que contrastaron con las espantosas depredaciones de otros capitanes, «fieles al infierno», le acompañaron también el clérigo Manuel Díaz, que ya había adquirido renombre en una expedición de Juan Salinas Loyola, donde «vio que se hacían grandes males a los indios231»., y el P. Martín de Plasencia, de la Orden Seráfica232. Díaz fue el primer cura de la nueva ciudad.

Fray Hernando Téllez y fray Hilario Pacheco, dominicanos, acompañaron al Licenciado Ortegón en su visita a los Quijos (1576). En la famosa sublevación de dicha provincia, ocurrida en 1579, pereció el P. Juan Rodríguez. El «Clérigo agradecido», don Pedro Ordóñez de Cevallos, fue uno de los relatores, en su Historia y viaje del Mundo, de aquel tremendo episodio, imputado a imprudencia y codicia del Ldo. Ortegón. Ordóñez contribuyó entre los primeros al conocimiento geográfico de Quijos, donde doctrinó y bautizó copioso número de neófitos después de la catástrofe indicada.

Tan ardorosa fue la actitud de clérigos y religiosos en la primera época y tan intrépida su decisión de mezclarse en todas las empresas de descubrimiento, llenas de graves peligros de orden físico, y moral, que, al fin, el Concilio III limense se vio en el caso de prohibir, so pena de excomunión, que ningún clérigo fuese a «entradas» sin expresa autorización de su Obispo.



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Juan de Salinas

Casi tan célebre y fecunda como la hazaña de Orellana fue la de don Juan de Salinas Loyola, deudo de S. Ignacio, a quien el Marqués de Cañete, virrey del Perú, concedió (10 de Noviembre de 1556), la gobernación de Yahuarzonga y Pacamoros, en extensión de doscientas leguas a partir de los términos de Zamora, Jaén y Santiago de los Valles y encargó el descubrimiento de aquellas tierras. Estimulado por la amplitud del campo que se abría a su heroicidad, organizó una expedición, a cuya cabeza salió de Loja en julio de 1557 y fue fundando ciudades risueñas, a las cuales puso los nombres de Valladolid; Loyola, Santiago de las Montañas y Santa María de la Nieva233. Embarcose luego en el río Santiago, salió al Marañón, realizó por primera vez la formidable y temerosísima navegación del Pongo de Manseriche; ya en tierra de los Mainas, exploró el Ucayali, empleando sus propios recursos y cerca de dos años de legendarios sacrificios, más tarde premiados... ¡con cárcel! En aquella temeraria conquista le acompañó un Padre Ayala, canónigo después de Lima234.

La erección de la Real Audiencia, solemne confirmación de los derechos de los primeros colonizadores y exploradores y de los afanes de sus misioneros, fue la señal de nuevos descubrimientos y de la iniciación de una epopeya cívico religiosa sin rival en América.

No es ésta mera hipérbole, hija de arrebatado patriotismo. Los historiadores de las misiones manifiestan unánimes, en términos de excepcional encomio, que Quito sacrificó -sin límite alguno- hombres, dinero y esfuerzos en la conquista cristiana de su Oriente, para iluminarlo con los fulgores del Evangelio e incorporarlo así jurídicamente a su territorio. El derecho sobre este no nació, en consecuencia, de simples papeles. Surgió del título supremo e irrecusable de la sangre de los mártires, de la abnegación y solicitud ejemplares de los descubridores, de las divinas e incesantes locuras de misioneros esclarecidos. Las cédulas reales ratificaron el uti possidetis de tres centurias de inmolaciones y holocaustos incomparables.




Significación de Quito

El P. Chantre y Herrera en su Historia de las misiones de la Compañía de Jesús en el Marañón español (Madrid, 1901) escribe estas notables palabras, que son síntesis de lo que acabamos de expresar:

«Fundada la ciudad de Quito y aumentada, desde luego, en vecindario, fue como la ciudad del sol, de donde se fue comunicando la luz del Evangelio a las partes más remotas y escondidas del gentilismo, hasta penetrar por los montes espesos y bosques cerrados de una y otra banda del río Marañón».



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Y don Martín de Saavedra y Guzmán exprimía igual concepto al llamar a Quito:

«Nueva Menfis que Dios ha elegido por metrópoli de un dilatado imperio, por el que se ha descubierto en las vastísimas regiones de las Amazonas; por tenerlo a su jurisdicción y gobierno de esta ciudad famosa, hoy llave de la nueva Cristiandad...»








ArribaAbajo II. Hazañas misioneras


Dominicos y mercedarios

Veamos rápidamente las etapas de esa gesta de Dios y patria, unidos en un solo haz de gloria imperecedera. Muy pocos años después de la fundación de la Audiencia, en 1576235 los PP. de la Orden de Predicadores, a petición del referido Licenciado Ortegón, establecieron la misión de Baeza, cuyo radio debía ser la gobernación de Quijos. Los fundadores del convento formal de Nuestra Señora de Baeza fueron los antes nombrados PP. Hernando Téllez e Hilario Pacheco y, además, los religiosos Francisco Cárdenas, Juan Argote y Francisco Carrera. Clérigos seculares y religiosos dominicanos se dividieron por mucho tiempo el cuidado espiritual de Quijos. Cuatro años después, los dominicanos, sin poder contener en el pecho el fuego apostólico, comenzaron la ardua misión de Canelos, que se extendía hacia el Pastaza. Hízose célebre entre todos los primeros misioneros dominicanos el P. Sebastián Rosero, a quien se atribuye la fundación de Canelos. Varios de esos sacrificados apóstoles perecieron en el levantamiento tristemente famoso de 1599.

Con vicisitudes diversas, derivadas de los ingentes peligros de aquella labor, continuaron los misioneros de la Orden de la Verdad su obra civilizadora. En 1776, el P. Mariana de los Reyes la dio otra vez vida próspera bajo el nombre del Pueblo Nuevo del Pastaza. El P. Santiago Riofrío inmortalizó allí su nombre, a costa de incesante riesgo de su existencia y llevó al apogeo la misión. A él se debió la fundación de San Jacinto del Copataza, el principio de la educación de los niños jíbaros de esa comarca y la propagación del cultivo de la canela.

Los PP. Mercedarios tomaron a su cargo, muy poco tiempo después del establecimiento audiencial, la misión de Jaén. A fines del siglo XVIII emprendieron también la ardua empresa de evangelizar el Putumayo. Tres religiosos dieron allí ejemplo de excepcional sacrificio: los PP. Francisco Delgado, Manuel Arias e Ignacio Soto, el segundo de los cuales murió en tan lejana región.



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San Francisco y el Amazonas

Faltó a la glorificación de dominicanos y mercedarios el cronista que refiriese con arte sus hazañas y sacrificios. En cambio, lo tuvieron, y de alta valía, los Hijos del Serafín Llagado. Dos son las principales relaciones de los afanes franciscanos en la conquista espiritual y redescubrimiento del río Marañón: la del P. Laureano de la Cruz, copartícipe de esos hechos; y la del P. José Villamor Maldonado, comisario general de su Orden para todas las Indias. Si bien quiteño de nacimiento y vinculado por su padre a la consolidación de nuestro patrimonio territorial en Quijos, vivió en España y allí adquirió renombre de escritor ascético. Este último relato sólo es, en suma, extracto del que compuso el P. de la Cruz; pero corrige acertadamente la cronología, que se halla, no sabemos por qué, atrasada en un año.

Salieron los franciscanos de Quito para la conquista de los salvajes de los ríos Putumayo, y Napo, a fines de agosto de 1632. Componían la expedición dos sacerdotes, los PP. Francisco Anguita y Lorenzo o Juan Casasrrubias; y tres legos, Domingo Brieva, Pedro de Moya y Pedro Pecador. Huido el indio que les servía de «lengua» o intérprete, viéronse obligados a remontar el Putumayo y tornar a Quito.

«No fue volver las espaldas al trabajo, dice castizamente el P. Maldonado, sino retirarse prudentes y echar pasos atrás para buscar la sazón alentados y volver a su santo propósito y a las dificultades de la empresa más prevenidos».



En efecto, a principios de 1634 (o a fines de 1635, según Laureano de la Cruz) partieron de esta Capital los PP. Lorenzo Fernández y Antonio Caicedo, y los HH. Brieva y Pecador; y, pasando por Sucumbíos, como en la primera ocasión, se encaminaron a Écija y luego entraron por el San Miguel en el Putumayo. Hacían opima cosecha espiritual entre los Becabas, cuando los bárbaros acometieron a los religiosos y los hirieron, excepto a uno. Parte de los expedicionarios volviose a Quito en fuerza de tal suceso; quedando sólo el H. Pecador, que entró a visitar a los Icajnates o Encabellados.

La fortuna que éste tuvo, estimuló a los religiosos de la Orden de Menores a una tercera entrada, que, según Maldonado, iniciose el 29 de diciembre de 1635. Como en la primera vez, iban cinco religiosos: los PP. Juan Calderón y Laureano de la Cruz, y los HH. Brieva, Pedro de la Cruz y Francisco Piña. Por el camino ya trajinado en otras ocasiones, llegaron al Aguarico y descendieron al Napo, donde se hallaba de guarnición el capitán Juan de Palacios. Entre tanto, el H. Pecador se había trasladado a Quito con el fin de impetrar de la Real Audiencia que el Capitán escoltara a los misioneros para que evangelizasen la comarca con seguridad.

Obtenida la venia, soldados y misioneros acometieron la temerosa empresa tanto tiempo anhelada; y los segundos comenzaron a encender   —160→   la luz del Evangelio entre los Abijiras. A poco regresáronse a los Quijos muchos de los blancos e indios que acompañaban a Palacios; y con ellos se retiraron enfermos el P. Calderón y el Hno. fray Pedro de la Cruz; quedando con el Capitán el P. Laureano y los HH. Brieva, Piña y Andrés de Toledo, últimamente llegado. Mas, como el Capitán maltratase a un encaballado, acometieron los salvajes a soldados y misioneros. Murió en la refriega Palacios; y la mayoría de los soldados, acobardada, abandonó la entrada.

No obstante, seis de ellos resolvieron audazmente buscar el Dorado y reconocer todo el curso del Napo. Los HH. Brieva y Toledo, según refiere el P. Laureano, «con mejor espíritu y más ánimo que el mío, movidos de las noticias que les habían dado de muchas naciones de Gentiles que había en nuestro río de Napo o del Marañón abajo, hallando esta ocasión no la quisieron perder»; y partieron en una mísera canoa con los soldados, el 17 de octubre de 1636, río abajo. El 5 de febrero siguiente llegaron a la fortaleza de Curupá, de la cual pasaron al Gran Pará y, en fin, a San Luis del Marañón, donde se hallaba el gobernador Jácome Raimundo de Noroña, quien, según se dice, denominó al Amazonas «río de San Francisco de Quito», por haberlo redescubierto, repitiendo la hazaña de Orellana, los religiosos de aquellas Orden y Audiencia. El Hno. Toledo fue enviado por el Gobernador a España para que diese cuenta de los resultados de esa legendaria expedición; y el Hno. Brieva quedose en la ciudad a fin de servir de «Colón y piloto del descubrimiento, guía y norte de la armada», que luego se aprestó con el fin de remontar el gran rito, subir por el Napo y terminar en Quito.

«Túvose el viaje por raro, estupendo y maravilloso, y en todo caso imposible sin la inmediata intervención de Dios», dice burlescamente el eruditísimo, don Marcos Jiménez de la Espada, editor de la Relación enviada por don Martín de Saavedra y Guzmán y atribuida al P. Alonso de Rojas S. J. Exageraciones aparte, no puede menos de merecer los primeros calificativos. Y aunque no fuese título, y argumento de primacía en contiendas jurídicas con otras congregaciones misioneras, no cabe negar que constituye gloria imperecedera de los dos legos franciscanos, que arriesgaron su vida en tan prolongada hazaña236.



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El retorno

El 27 de octubre de 1637 salió de Curupá la armada portuguesa despachada por el Gobernador Noroña, en cuarenta canoas y 1.200 remeros, al mando del general Pedro Texeira y al cuidado espiritual de otro franciscano, fray Agostino das Chagas. Después de navegar ochocientas leguas, desmayó el ánimo de gran parte de los expedicionarios. Texeira despachó una como vanguardia suya, al mando del coronel Benito Rodríguez; y dejó en el puerto de San Antonio de los Encabellados lo demás con el capitán Pedro de Acosta. El 24 de junio de 1638 llegó la avanzada al puerto de Payamino; y el Hno. Brieva adelantose a Quito con el fin de dar a la Audiencia noticia de la expedición. Este alto Cuerpo despachó dinero237 para auxilio de la embajada; y poco después recibió al general Texeira con las atenciones debidas, a su categoría y a las cédulas reales que presentó.




Viaje de los jesuitas Acuña y Artieda

Dispuso el Virrey de Lima que los portugueses se volviesen por donde habían venido; y que les acompañaran dos personas de suposición, para que pasaran a la Corte a informarla de lo descubierto. La Audiencia nombró al efecto a los PP. Cristóbal de Acuña y Andrés de Artieda, de la Compañía de Jesús. Fuese también con ellos el Hno. Brieva, quien surcó por tercera vez el río de San Francisco de Quito y en el viaje escapó de perecer. Duró la cruzada desde el 16 de febrero de 1639, fecha de la salida de puerto Napo, hasta el 12 de diciembre, en que la armada de Texeira arribó al Gran Pará.

Como resultado científico de este viaje renombrado quedó la relación o Nuevo descubrimiento del gran río de las Amazonas por el Padre Christobal de Acuña que, por mucho tiempo, y juntamente con el plano que formó el mismo ilustre jesuita, constituyó la única fuente para el conocimiento de ese mar interior. El fruto religioso fue, por lo pronto, muy desconsolador: el de suscitar rivalidades entre España que, por medio de los PP. Acuña y Artieda, solicitó misioneros para la Provincia de Quito, y Portugal, representado por el ilustre P. Figueira, que los pidió para el Brasil. Este iba a ser a la postre el vencedor238... En cuanto a lo político, la cédula de 18 de septiembre de 1641 mandó inútilmente que se hiciera la pacificación de los infieles existentes en las vecindades del Río, por aquellas personas que a su costa lo quisiesen verificar, prometiéndoles las mercedes consabidas y que se capitulasen con la Audiencia. En diciembre 31 de 1642 se expidió otra, en que se dispuso que los religiosos de la Compañía y de San Francisco se aplicasen a la predicación del   —162→   Evangelio en las regiones aledañas del Amazonas, sin embarazarse recíprocamente.




Nuevas proezas franciscanas

En febrero de 1641, dos de los ya admirados legos, de la Cruz y Piña, fueron a Lima a la cual edificaron con su virtud para entrar con los franciscanos de esa provincia a misiones entre los Panataguas, donde se juntaron con fray Matías de Illescas; y un año después el H. Pedro Pecador pasó a los Omaguas, siguiendo el ya trillado camino del Sucumbíos y Putumayo. En 1645, los PP. Laureano de la Cruz y Andrés Fernández partieron a los Jíbaros, por Cuenca, a petición del Maese de Campo, Antonio Carreño; pero la expedición no fue fructuosa. Dos años más tarde el mismo intrépido P. Laureano, el P. Juan de Quincoces y los HH. Domingo Brieva y Diego Ordóñez misionaron entre los Omaguas, aunque con muchas dificultades, que, en concepto del renombrado cronista, provenían de no hacerse la entrada con gente de guarnición. Vueltos los hermanos a Quito por enfermedad, y reforzada la expedición con el P. Fernando de Cozar y el Hno. Francisco González, los religiosos menores evangelizaron hasta la desembocadura del Putumayo en el Amazonas; pero convenciéronse a la postre de la esterilidad de sus esfuerzos y decidieron tornearse a su provincia. Como no hallasen medios para surcar, ríos arriba, el Amazonas, y el Napo, dejáronse tentar de la idea de buscar camino por Venezuela; y bogando en el Amazonas repitieron la hazaña de los HH. Brieva y Toledo. Llegaron fray Laureano de la Cruz y el Hno. Francisco González el 1.º de febrero de 1651 al Convento franciscano del Gran Pará. Del Brasil pasaron a Lisboa, y, por fin, a la Corte para informar de los afanes de Quito por el prolijo conocimiento del inmenso Río de San Francisco.

En su Relación del descubrimiento del río de las Amazonas saca el P. José Maldonado, como enseñanza de los sacrificios franciscanos, la conclusión de que para defensa y socorro de los misioneros debían construirse en la entrada del fabuloso Río, por la parte de Quijos y del Sucumbíos, dos fortalezas; y que

«A este medio no debe faltar el más principal que es que los capitanes y soldados sean personas de tanta prudencia que aunque atiendan al interés temporal no sea de manera que les obligue a atropellar el celestial y que los religiosos sean varones de virtud y prudencia conocida y espíritu fervoroso, para que así puedan obrar con fortaleza y suavidad... de suerte que conozcan los indios, que desean más la salvación de sus almas, que los bienes de sus tierras».



Mas, ¿podían coordinarse los dos genios, el militar y el religioso, en aquella época? ¿Era asequible que los soldados atendiesen su interés temporal sin atropellar jamás el sobrenatural, o sea sin poner obstáculo alguno con sus actos a la propagación del Evangelio? ¿Por ventura   —163→   no había demostrado ya la historia que los salvajes, indignados por los desmanes de los blancos, cobraban odio a los misioneros y aborrecimiento a la fe que éstos les enseñaban, como decía el P. Barnuevo, juzgándoles medio engañoso para meter a los españoles por sus tierras y casas?




Misiones del Putumayo y Caquetá

Con interrupciones derivadas de las dificultades anexas a la obra continuaron las misiones de los Franciscanos de Quito en el Putumayo y Quijos, durante los siglos XVII y XVIII; y en 1693 tenían establecidos en las riberas de aquel río cuatro pueblos. Al siguiente año fundaron en las márgenes del Acuyúa el poblado de San José, el de San Antonio de Padua, al cual se redujeron los Biguajes, el de San Bernardino de los Panes y el de San Francisco de los Piácomos. Al propio tiempo, los franciscanos se fijaron en las provincias de Mocoa y del gran Caquetá. En 1695 fueron asesinados en las riberas del Putumayo el P. Juan Benítez y el Hno. Antonio Comforte, que acababan de entrar a esa región. Sus compañeros hicieron varias reducciones: el P. Juan Montero, quiteño, murió de hambre en San Buenaventura de los Amaguajes, que acababa de formar, así como fray Diego de Céspedes. En 1716 pasó a Madrid por el Marañón el P. Comisario de las Misiones, fray Lucas Rodríguez de Acosta, con el fin de solicitar religiosos que labrasen el campo de Jesucristo; y a su regreso entró de nuevo a la selva, en unión de los PP. Mateo Valencia, Miguel Marín y el Hno. Juan Garzón. En 1721 perecieron gloriosamente a manos de los indios, a quienes habían predicado la monogamia, los PP. Rodríguez de Acosta y Miguel Marín y dos hermanos conversos, Juan Garzón y José de Jesús. El P. Acosta, Comisario de la Misión, había trabajado por muchos y fecundos años, a tal punto que en 1716 tenía reducidos once pueblos, según consta de la cédula real de 6 de diciembre de 1734 dirigida a la Audiencia de Quito239.

No se perdió todo el fruto logrado; pues, a pesar del alzamiento general de ese año, quedaron dos pueblos, en donde continuaron sus sacrificados afanes los religiosos escapados de la muerte y los que entraron en el año de 1724, o sea los PP. Villapanilla, Guisado, del Castillo, Soto y los Hnos. Luna y Méndez. Por la misma época, volvieron los franciscanos al Caquetá. Los PP. Martín Huidobro de Montalván y Juan Miranda consiguieron grandes frutos espirituales, los cuales fueron estímulo para que en 1726 ingresasen otros misioneros y formaran nuevas reducciones. Los progresos alcanzados en el Caquetá sirvieron, a su vez, de acicate a los religiosos que trabajaban en el Putumayo, quienes en 1739 tenían en las orillas y vecindades de este   —164→   río alrededor de 14 reducciones prósperas y en el Caquetá siete, según dice el informe del P. Bartolomé de Alácano dirigida al Presidente de la Audiencia.

Según se colige de la Cédula de 28 de diciembre de 1751, de España vinieron a Quito para las misiones del Putumayo ocho sacerdotes; y se autorizó la traída de otros más a fin de reforzar el colegio de misiones de Pomasqui.

Hacia 1746, un cura excusador de Sucumbías, don Joaquín Pérez Guerrero, realizó la ardua empresa de visitar, por mandato real, las misiones de la Orden Seráfica. Para mejor cumplir con su encargo y no despertar recelos, se disfrazó de seglar y así recorrió todos los puntos donde trabajaban los franciscanos. Embarcose luego en el Putumayo, en cuya desembocadura había convenido en encontrarse con el Visitador principal, Dr. Riofrío y Peralta. El viaje de Pérez Guerrero fue sumamente fecundo para el conocimiento de esa comarca y, sobre todo, para el de la navegabilidad del Putumayo. A la Iglesia, en suma, se deben los primeros progresos geográficos en nuestra patria.




Noble emulación

Las «calaveradas» de los franciscanos dieron pie a una emulación especie de polémica, eminentemente benéfica para el esclarecimiento de uno de los mayores títulos de gloria, en nuestros anales religiosos y nacionales, entre la Compañía de Jesús y la Orden de Menores sobre primacía en las conquistas evangélicas del Marañón. En efecto, si se atiende solamente al recorrido casi total del río por los franciscanos, merecía el nombre propuesto por Jácome Raimundo de Noroña; mas, si se considera la prioridad en cuanto a la evangelización, podía llevar el cognomento de «río de San Ignacio del Quito», como escribió el P. Barnuevo, provincial de los jesuitas.

La prioridad que alegaban éstos se basa, ante todo, en los trabajos apostólicos que, pocos años después del establecimiento en Quito, comenzaron algunos de sus religiosos en la Amazonía ecuatoriana.




El P. Ferrer S. J.

Efectivamente, el indigne apóstol, P. Rafael Ferrer, entró por primera vez a los Cofanes, sin más compañía que su crucifijo y su breviario, siguiendo la ruta de Baeza y Quijos, según el P. Barnuevo, o la de Pimampiro, si hemos de creer al P. Velasco, hacia el año de 1599; y allí permaneció algún tiempo. En 1605 logró que le acompañase el Hno. Coadjutor, Antón Martín, de nacionalidad francesa; y en una tercera entrada, uniósele el jesuita italiano, P. Ferdinando Arnolfini, con cuyo auxilio logró imponderables frutos, no sólo entre los Cofanes, sino en medio de los Omaguas, Encabellados y Abijiras, a los cuales enseñaban, a la vez, el Evangelio y los rudimentos de la vida civil y de la agricultura, proveyéndoles de herramientas que les enviaba el Colegio de Quito. El P. Ferrer navegó por   —165→   el Napo y llegó al bajo Marañón. Por desgracia, los codiciosos encomenderos recabaron que se diese el gobierno de Sucumbías a un caballero, quien se empeñó en reconstruir la villa de Écija y en situar allí una guarnición, la cual hacía continuas correrías para reducir a cautiverio a los indios y llevarlos a la ciudad. El celoso jesuita opúsose enérgicamente a tales andanzas, temiendo, y con razón, que se destruyera de raíz el fruto que a fuerza de paciencia evangélica habían alcanzado sus compañeros y él mismo. Quejáronse los encomenderos y soldados a la Audiencia, la cual resolvió que éstos entraran a la región de los Cofanes para someterlos «al Rey», lo que en lenguaje de la covachuela significaba sujeción al régimen del tributo y de las encomiendas. Comprendió la Compañía que tal orden ponía en peligro la misión; pero para proceder con tiento envió dos visitadores que, según conjeturamos, fueron los PP. Juan de Arcos y Onofre Esteban, quienes entraron hacia el año de 1607 a la fecunda reducción de los Cofanes. Como resultado de la visita, salieron todos los misioneros, dejando así en abandono aquel campo bendecido con sus admirables sacrificios.

No satisfizo al P. Ferrer tal resolución; y en 1608 (o al siguiente año, según el P. Velasco) alcanzó de sus superiores permiso de regresar. Al llegar a Baeza cayó gravemente enfermo, acibarado, a no dudarlo, por las noticias que recibía acerca del estado de rebelión de los Cofanes, en fuerza de los excesos de soldados y encomenderos. Los superiores diputaron al P. Luis Vásquez para que fuese a cuidar al enfermo y traerlo a Quito; mas, cuando arribó a Baeza, supo que el P. Ferrer se había hecho llevar a hombros de indias a su querida misión, que encontró destruida. Esto mismo le impulsó a trabajar con nuevos alientos, a pesar de que los salvajes le miraron ya con ojeriza a causa de los desmanes que habían cometido los blancos, de quienes era el Padre, a su ignaro juicio, avanzada e instrumento, porque «los había llevado y llamado, para que los conquistasen y les quitasen sus tierras, y con ellas la libertad, obligándoles a la mísera servidumbre, vasallaje y tributos», como expresa el P. Barnuevo. En 1610 u 11, en que emprendió viaje a los Pastos para confesarse y proveerse de lo necesario, al pasar por un puente sobre el río Cofanes, tantas veces transitado por el heroico misionero, los salvajes movieron los maderos y precipitaron a aquel a la impetuosa corriente. Casi dos lustros de apostólica solicitud y de invicta perseverancia fueron premiados con aquella inmolación.

Los jesuitas de la provincia de Quito se mostraron superiores al desaliento que inspira una tragedia inmerecida o, mejor dicho, esta les encendió el deseo de trabajar más y más en pro de la evangelización. En 1621, los PP. Simón de Rojas y Humberto Coronado y el Hno. coadjutor Pedro Limón (autor de un informe sobre esta empresa)   —166→   visitaron nuevamente a los Encabellados y Abijiras y entraron a los Omaguas, empleando en el recorrido alrededor de un año. Su misión tropezó con las mismas dificultades que habían dado sangriento remate a la obra del P. Ferrer, o sea la desmesurada codicia del Fisco y los encomenderos. Los indios mataron a uno de estos por los propios días y se remontaron; y la Real Audiencia quitó la misión a la Compañía para dársela a los Franciscanos. Rojas y Coronado compusieron un catecismo en lengua omagua.




El P. Rugi S. I.

Hacia el año de 1630, los PP. jesuitas Francisco de Rugi y Juan Sánchez y el Hno. Simón de Silva entraron a Quijos, para misionar a los infieles; mas -risible contradicción- el Gobernador de la comarca les impidió ir solos y el Presidente de la Audiencia se negó a darles auxilios militares. Al siguiente año, el P. Rugi quiso evangelizar a los Jíbaros de Santiago de las Montañas; pero después de muchas peripecias, se vio en imposibilidad de continuar su labor apostólica. Entonces buscó otra comarca, aunque de iguales dificultades y peligros, para desarrollar su celo.

El P. Rugi, según cuenta el Itinerario para Párrocos, supo dieciséis lenguas diferentes y tradujo en cada una de ellas el catecismo y oraciones:

«porque aunque fuesen veinte indios no más los de una parcialidad con lengua diferente, la estudió, por no dejar sin remedio aquellos pobres por falta de instrucción, con que ganó muchas almas para el cielo, conservando aquellos pocos indios, amado y querido por todos, porque los defendía con amor de las opresiones de los Encomenderos y Españoles, que los hacían reventar, ocupándolos en bogas y en minas, tan sin piedad como si fueran de bronce. El premio tendrá en el Cielo, ya que en la tierra le ha faltado, por quejas que dieron de él unos desalmados...240»








ArribaAbajoIII. La organización misionera de Mainas

Lo referido hasta aquí puede apenas considerarse como pórtico y augurio de lo que la Compañía iba a hacer en ámbito mucho más amplio, fecundo y azaroso y en que había de conquistar, a la postre, extraordinaria gloria mediante la secular inmolación de sus Hijos.


Fundación misionera de Mainas

La fundación de las misiones de Mainas tiene por antecedente histórico la constitución de un gobierno militar y protector de aquellas. En 1616, varios españoles, al mando del capitán Luis de Armas Betancur, salieron en persecución de los indios que habían cometido asesinatos en Santiago de las Montañas, cruzaron el Pongo de Manseriche, como   —167→   cincuenta años antes lo había hecho Juan de Salinas y más tarde el capitán Francisco Pérez de Vivero (antes de 1591), y recorrieron parte de los Mainas. Este redescubrimiento aguijoneó a un noble patricio, don Diego Vaca de Vega, para acometer la conquista de Mainas; y obtenido del Príncipe de Esquilache el título de Gobernador y Capitán general, partió en 1619 de Santiago de las Montañas, perteneciente al corregimiento de Yahuarzongo, acompañado de sesenta y ocho hombres, un sacerdote secular; del P. fray Francisco Ponce de León, religioso mercedario de nobilísima estirpe, y un agustino. Se embarcó luego en el río Santiago, atravesó el Pongo de Manseriche (21 de setiembre) puerta para los Mainas; y tres leguas abajo dio con la primera provincia de éstos. Decidió entonces, establecer la ciudad de San Francisco de Borja, «por bajo del río Pongo y de su estrecho, media legua de la cordillera general, a mano izquierda, ribera del Marañón, hacia el Oriente» y recorrió la región hasta la Cocama chica y grande241. En los años siguientes, repitiéronse las excursiones, con resultados, al parecer, sumamente halagüeños, gastando Vaca alrededor de treinta mil pesos de su peculio en tan penosas labores.

Habría estado bien la fundación de Borja a modo de fortaleza militar y abrigo de las misiones; pero no como centro de correrías de soldados y menos aun como medio para reducir a los salvajes al régimen de las encomiendas y tributos. Lo primero que se hizo, sin embargo, fue dividir los setecientos indios reducidos a población, entre veintiún encomenderos, y sujetarles a la acostumbrada servidumbre. No soportaron largo tiempo los indios tan anticristiana condición; y en 1635 se sublevaron haciendo atroz hecatombe. Los españoles castigaron a los rebeldes con saña; y el Cura don Sebastián de Almendáriz, se retiró hacia 1637, a fin de no poner en riesgo su vida, ni tornarse cómplice, tal vez, de tanto desmán.

El nuevo gobernador, don Pedro Vaca de la Cadena, convenciose de que el único medio de pacificar la comarca y sistematizar la evangelización, era encargarla a la Compañía de Jesús, pensamiento que coincidía con el deseo de los propios jesuitas, quienes, por órgano del P. Francisco de Fuentes, habían hecho asiduas gestiones ante la Corte para que se les permitiese pasar a Mainas; mas, el Consejo de Indias les opuso resistencia fundándose en la cédula de 1626, que prohibía el establecimiento de casas religiosas, especialmente en lugares de escasa población. Vaca anduvo feliz en sus instancias ante la Audiencia; y obtuvo que los jesuitas enviasen, por lo pronto, dos religiosos, los PP. Gaspar de Cugia y Lucas de la Cueva, los cuales llegaron a Borja el 6 de febrero de 1638, fecha que la trompa de la gloria debía difundir constantemente en nuestra patria.



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Grandeza de la misión

Sobre las ruinas materiales de Borja, -reducida a dos centenas de indios sujetos a tributo y a cuarenta blancos (sin contar mujeres y niños)- y obtenido el perdón para todos los sublevados, comenzaron los jesuitas su obra civilizadora que duró casi siglo y medio, obra que no vacilamos en calificar de grandiosa y de una de las mayores hazañas en la historia misionera.

Grandiosa, en primer lugar, por su extensión, pues abarcó desde el Pongo de Manseriche hasta las fronteras del Brasil, desde los Quijos hasta las lindes de la Audiencia de Charcas, en la región de los Conivos. Por ende, comprendió ambas riberas del Amazonas, hasta las nacientes, al norte y sur, de los ríos que en él desembocan. Conforme crecían las misiones, se incrementaba automáticamente el ámbito del gobierno de Mainas, parte de la Audiencia de Quito, según la decisión del Virrey del Perú expedida en 1656, a consecuencia del litigio habido entre el gobernador de esa provincia, don Juan Mauricio de Vaca, y el pretendiente don Martín de la Riva.

Grandiosa por el número de lenguas habladas, que eran casi tantas como tribus habitaban en las inmensas selvas, variedad que imponía la enseñanza de un idioma general que pudiese servir de vehículo para la comunicación entre las parcialidades de indios, envenenadas mutuamente por odios pertinaces.

Grandiosa por la terrible condición de los salvajes que, como informó don Martín de la Riva Herrera, después de su trágica expedición de 1655, eran «malos para enemigos y mucho peores para amigos».

Grandiosa por las dificultades materiales, como la falta de caminos para la entrada de los misioneros y pronta comunicación entre ellos, la índole bravía de la naturaleza, lo anegadizo de las tierras bajas, las enfermedades propias de la Amazonía y las pestes que afectaban a las reducciones.

Grandiosa por los peligros y obstáculos de carácter moral, que vencieron los misioneros o que agigantaron su labor. Entre esos obstáculos enumeraremos, en primer término, la escasez del personal apostólico, obligado a atender simultáneamente a varias reducciones, a hacer largas y frecuentes correrías, expuesto siempre a asechanzas de la vida, y a proveerse de lo más necesario por mano de los propios salvajes, a quienes debía adoctrinar en un ideal que repugnaba a sus costumbres y vicios inveterados; y, en segundo lugar, la presencia e intervención del elemento blanco, aun del sujeto a la disciplina militar, que jamás comprendió los tropiezos que su conducta salaz o codiciosa oponía a la evangelización.

Grandiosa por la abundancia y excelencia de los frutos, que contrastaba con la insuficiencia de los recursos que debían proporcionar los principales interesados en la consolidación y prosperidad del Imperio   —169→   Castellano. Los misioneros, como se dijo en la cédula de 30 de agosto de 1660, expedida a causa de las representaciones del P. Pantoja S. J., padecían toda clase de «trabajos y riesgos, hambre y desnudez, sin la congrua precisa para su alimentación».

Grandiosa por la vastedad de las empresas a que los misioneros atendieron, a par de la difusión del reino de Cristo: introducción de los primeros medios de civilización material, enseñanza de las artes, lingüística, cartografía e historia, defensa del territorio contra las invasiones portuguesas, etc.

Grandiosa, sobre todo, por lo que más vale: la sangre que derramaron intrépidos e incomparables apóstoles y la santidad de su vida: un solo caso hubo de infidelidad al ideal, caso que fue sancionado inmediatamente con la expulsión de la Orden. La conducta ejemplar de los misioneros era «el único motivo de credibilidad entre estos pobres», según decían en su Relación de 30 de octubre de 1735 los PP. Zárate, Detré, Deubler, Reen y Maroni242.

De este modo repitiose en el centro de los bosques amazónicos la heroica gesta de un Francisco Xavier, con quien se comparó a algunos de los misioneros ecuatorianos, que trabajaron treinta y cuarenta años seguidos en la silenciosa soledad oriental. ¿Cómo no parangonar con el Apóstol de las Indias a un Francisco Javier Lucero, a un Lucas de la Cueva, a un Santacruz, a un Figueroa, a un Fritz, a un Richter?

Probemos brevemente estos asertos acerca de los caracteres de la magna misión de Mainas.




Las reducciones

Desde el principio, los misioneros, a pesar de su corto número, procuraron implantar, sin los artificios que aconsejaban las autoridades civiles243, cuantas reducciones permitía la índole de los salvajes, el peligro de su reunión y la amenaza de enfermedades que sobrevenían necesariamente después de la erección de un poblado. Al efecto, surcaron casi todos los ríos principales de la Amazonía. El P. Lucas de la Cueva hizo a este respecto obra de inapreciable importancia, por lo cual su nombre debía ser repetido con patriótico culto por todos los que aman las tradiciones nacionales. No sólo recorrió el Pastaza, sino que navegó y misionó en los ríos de la orilla izquierda del Marañón, en el Ucayali y el Paranapura. El P. Santacruz se estableció en el Huallaga hacia 1650. El P. Figueroa hizo la fundación definitiva del Paranapura; pero nadie, entre los insignes misioneros del siglo XVII, anduvo más afortunado en el Ucayali que el P.   —170→   Richter, quien consolidó la población de Trinidad entre los Conivos. Sus conquistas atrajeron los celos de los Franciscanos de Lima; y el Comisario general, fray Félix Como, solicitó el 27 de mayo de 1686 al Virrey de Lima que, para prevenir dificultades, señalase el distrito de su conversión desde la Gran Cocama río arriba hasta los indios Campus, y mandase que los jesuitas, aunque llevaran títulos del Gobierno de Quito, se mantuviesen fuera de su jurisdicción. A la Compañía, dijo, debe dejársele desde la Gran Cocama y sus contornos, todas las poblaciones río abajo hasta el Norte, que son innumerables. El P. Juan Martínez Rubio S. I., representó la inexactitud de lo afirmado por el Padre Como, o sea que estuviesen aun por conquistar las naciones situadas a orillas del Ucayali desde los Campas, porque el P. Richter estaba en tendiendo en la conversión de los Conivos, y el P. Fritz en la de los Omaguas; y hacía muchos años que en la misión de los Cocamos y Chipeos había sido sacrificado gloriosamente el P. Figueroa. No obstante haberse demostrado que los Franciscanos de Lima se hallaban en lugares ya explorados y conquistados por los jesuitas de Quito, el Real Acuerdo de la Ciudad de los Reyes, presidido por el Virrey Duque de la Palata, don Melchor de Navarra y Rocafull, determinó el 24 de abril de 1687 que el distrito misionero de la Compañía fuese hasta el pueblo de Conivos inclusive; y el Consejo de Indias aprobó esta resolución el 2 de abril de 1691. Esta disposición del Consejo restringió el alcance de las Reales Cédulas de 18 de junio y 15 de julio de 1683, en las que se había determinado que los jesuitas podían extender sus misiones hasta donde les facilitase su celo y aplicación.

La inmolación del P. Richter suspendió por largos años la misión de los Conivos. Hacia 1761, el Padre Leonardo Deubler se propuso encontrar un río que comunicase el Ucayali con el Huallaga; y con su tenacidad germana, lo logró a la postre, recorriendo los caminos en que puso su apostólica planta aquel gran misionero. Al siguiente año, el P. Weigel comprobó la existencia de una vía de Yurimaguas al Ucayali; y esto le movió a pedir a la Congregación Provincial de 1765 licencia para la restauración de la misión del Ucayali. Otorgáronsela de buen grado; y en esta virtud, en 1766, el mismo Superior de las Misiones y el P. Plindendorffer formaron una expedición que llegó hasta muy cerca de la antigua reducción de Trinidad de Conivos. Allí se encontraron con el Superior de los Franciscanos de Tarma, quien les expuso que el Virrey, prescindiendo de lo dispuesto por el Consejo de Indias en 1691, les había entregado las misiones del Ucayali.

Si en el alto Ucayali, el último término de las misiones de Quito fue el pueblo de Conivos, a donde llegaron las expediciones del P. Richter; en el Huallaga fueron más al Sur del Cerro de la Sal, situado en el Paranapura, según lo atestiguó en aquel mismo pleito entre franciscanos y jesuitas el Visitador general de las misiones don Antonio   —171→   García de Suárez, cura Vicario de Santiago de las Montañas.

No cabe seguir aquí las vicisitudes de cada poblado, ni menos la actividad de cada religioso. Baste decir que las reducciones fueran, por consecuencia de varias de las conquistas que hemos señalado, verdadera tela de Penélope, en cuya urdimbre colaboraron numerosos apóstoles. Poco tiempo después de que la inconstancia de los indios, las excursiones de los blancos o de los militares, o el asesinato de un religioso, destruían la reducción, aparecían nuevos soldados evangélicos que, sin miedo, antes bien aguijoneados por la sed del martirio, comenzaban de nuevo la operosa labor de reunir a los salvajes y reanudar entre ellos la enseñanza del Mensaje Divino y de los elementos de la vida civilizada. Obra de paciencia inaudita, la misión de Mainas sólo se comprende a la luz de la fe, fuente, a su vez, del afecto que los religiosos profesaron a la Presidencia de Quito, donde estaba el centro vital de ese fuego que les abrasaba en amores inmortales.




El Colegio de Quito, manantial misionero

El Colegio de Quito, fue, según testimonio del P. Manuel Rodríguez, el tesoro de las misiones, la hospedería de los indios, la enfermería de los religiosos que agostaban su salud en esas lejanas soledades y bravas selvas, la botica y almacén de provisiones, la procura de herramientas de labranza, de instrumentos de pesca, de adornos, etc., con que se atraían los jesuitas el corazón de los míseros salvajes, corazón de suyo duro o endurecido por las crueldades que ejercían los blancos. Sólo desde 1724, el Rey concedió un estipendio anual a los religiosos, quienes habían sido sostenidos, casi exclusivamente, por nuestro Colegio Mayor.




Número de misioneros

En las misiones de Mainas trabajaron alrededor de 161 religiosos, no todos los cuales nacieron en la Presidencia; pero que se pusieron heroicamente al servicio de esa entidad. Muchos jesuitas más habrían entrada a nuestras selvas orientales, si no la hubiese impedido la ceguera de los Agentes del Rey y aun del propio Consejo de Indias. Recuérdense las dificultades con que tropezaban para cada expedición de religiosos los Procuradores de la Provincia de Quito. Hubo vez en que se obligó a regresar a su residencia a los misioneros extranjeros, como ocurrió con los reunidos por el P. Juan Martínez de Ripalda en 1698. En otras ocasiones, fue la condición de la época la que puso insuperables tropiezos para la venida de los misioneros. Mención especial merece aquella trágica expedición de 20 jesuitas que conducía a América el P. Nicolás de la Puente, en 1713, y que naufragó en el mar. De los 161 religiosos, 43 fueron españoles, 63 americanos, 32 alemanes, 20 italianos, 2 portugueses y un francés. Y no se crea que esos hombres brillaron únicamente   —172→   por el ímpetu apostólico y el sacrificio evangélico. Muchos de ellos habían sido profesores ilustres en los colegios de la Compañía, superiores en diversas casas, hombres de ciencia, arte o estudio. Con todo, prefirieron los riesgos de la vida misionera a la tranquilidad de la cátedra o de la investigación doctrinal en los medios urbanos.




Sacrificios gigantescos

Sangrienta misión la de Mainas. Aparte del P. Ferrer, asesinado antes de que ella se estableciera formalmente, numerosos jesuitas perecieron a manos de los salvajes u otros individuos, más feroces aun, a quienes reprendieron por sus extravíos. Al P. Francisco Figueroa, inmortal misionero del Huallaga y primer historiador de Mainas, lo decapitó un Cocama apóstata, en 1666, en las orillas del Apena. Al siguiente año, el P. Pedro Suárez, que apenas frisaba con los 26 años, murió asesinado por los antropófagos abijiras del Curaray. En 1677 dio muerte al P. Agustín Hurtado, entre los Gayes del Pastaza, un lascivo mulato cuyos excesos había censurado y que fue luego lanceado por los indios. En 1695 alcanzaron la palma del martirio el donado Francisco Herrera, el famoso P. Enrique Richter y el clérigo José Vásquez, que se había unido a los jesuitas para misionar a los Conivos del Ucayali. En 1707 pereció a manos de los propios Gayes el P. Nicolás Lanzamani o Durango. En la misión del Napo y Aguarico, coronó temprana y gloriosamente en 1745 su preciosa vida el P. Francisco del Real; y en 1753, en fin, el P. José Sánchez Casado, fue martirizado por los Omaguas de la reducción de San Ignacio de Pebas. Otros jesuitas estuvieron a punto de perecer, a causa de atentados que contra ellos se dirigieron: enumeraremos sólo al P. Manuel Uriarte, a quien un indio dio un hachazo, y al P. Schaeffgen, que salvó del ataque de los Masamaes por el terror que les inspiraron las campanas de la iglesia echadas a rebato. Varios no recibieron la corona del martirio de manos de los indios; pero perecieron ahogados en los correntosos ríos que tenían que surcar incesantemente. Entre ellos merecen recuerdo especial el renombrado y ardentísimo Padre Raimundo Santacruz, el angélico P. Francisco Bazterrica y el bachiller Antonio de Aguilar. En iguales trances estuvieron a menudo otros, que salvaron milagrosamente, como el P. Lucas de la Cueva. ¿Y qué decir de los innumerables sacerdotes que murieron en las propias misiones, agotados por el trabajo, cubiertos de llagas, víctimas de fiebres palúdicas u otras enfermedades tropicales? Tan mortíferos eran algunos climas -por ejemplo, el de la región de los Oas, del Curaray- que el P. Sebastián Cedeño, enfermó «siete veces de siete veces que entró», según escribió el P. Lucero. Permítasenos citar algunos de esos nombres insignes, olvidados quizás, pero sobre cuya labor se cimienta la soberanía territorial de la patria: Lucas y Tomás Majano (superior de las misiones, que estuvo expuesto a la muerte   —173→   varias ocasiones), Jerónimo Álvarez, Esteban Caicedo, Ignacio Falconvelli, Samuel Fritz, Juan Gastel, Bernardo Zurmühlen, Francisco Vidra (misionero que permaneció cerca de medio siglo en Mainas), Pedro Gastner, Pedro Bollaert, Juan Saldarriaga, Enrique Frantzen, Francisco Güells; fuera de muchos hermanos, coadjutores que, a más del trabajo material, prestaron su colaboración en lo religioso y mostraron tanto celo como los mismos Padres. Algunos de éstos, si bien no tuvieron el consuelo de morir en la misión misma, se trasladaron a Quito únicamente para rendir allí el último suspiro, como los PP. Lucas de la Cueva244 -maestro y prototipo de casi todos los misioneros de la primera época, que vivió en la selva siete lustros, y que se parangona en intrepidez evangélica con los PP. Juan Lorenzo Lucero y Samuel Fritz, el mayor organizador de las misiones y el más activo y ubicuo creador de aldeas (formó 38), respectivamente- Wenceslao Breyer, Nicolás Schindler, Jaime de Torres, etc. De los jesuitas expulsos, dos, ancianos ya, salieron, no para el destierro, sino para la muerte: los PP. Leonardo Deubler y Adam Widmann. Aquél, después de haber labrado las columnas de la fachada del templo de la Compañía en Quito, fue a contribuir a la edificación de las de la naciente patria en el broncíneo y cruento campo de Mainas.




Métodos de los jesuitas

Necesitaríamos muchas páginas para ponderar en detalle los métodos empleados por los jesuitas en la evangelización, los recursos de que se valieron con el fin de atraer a los salvajes y despertar su interés por los problemas vitales del alma, elevar y nutrir su espíritu con el pan de la Eucaristía y hacerles partícipes del poema de la liturgia.

Los jesuitas tuvieron que comenzar por rehacer lo realizado por los Curas de Borja; en efecto, temíase con harto fundamento, que aun los bautismos fuesen nulos, porque no se habían preocupado de instruirlos suficientemente antes de proceder a ese sacramento. El P. Figueroa señala una excepción honrosísima: la del Licenciado Alonso de Peralta, sacerdote grave y gran doctrinera «que trabajaba bien en catequizar y disponer con lo necesario a los que bautizó».

Desde el comienzo de su operosa y eximia labor, los PP. Cugia y de la Cueva, se empeñaron, rompiendo con los moldes establecidos, en preparar al jíbaro para la recepción de la Sagrada Hostia. Aun en las parroquias atendidas antes por eclesiásticos seculares, se consideraba al mísero indio oriental como inepto para el acceso a la Mesa Santa, a causa de sus borracheras.

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Gracias a este afán, tan digno de la Compañía de Jesús, en muchas reducciones, llegó a tal la limpieza de vida de los salvajes, que durante largos períodos no tenían mancha de qué acusarse en el Tribunal de la Penitencia245. En fuerza del ejemplo de mártires y misioneros tan insignes como el P. Figueroa, los salvajes de Nuestra Señora de Loreto de Paranapuras dejaban de comer carne durante la cuaresma; y esas tribus primitivas de cazadores se alimentaban de hierbas y pescado. Transformaciones maravillosas del amor transmitido por gloriosos apóstoles!

«En algunos pueblos -dice la Relación de los PP. Zárate, etc., de 1735-, muchos se confiesan en las festividades mayores y sábados para comulgar los domingos. En otros tienen los Padres misioneros repartidos todos los meses del año para que sus feligreses todos lleguen a confesarse tres o cuatro veces al año... Habiendo llegado a cierto pueblo un Padre ignorante de la lengua de aquella Nación, luego que le vieron las indias puestas de rodillas le rogaron las confesase; respondioles el Padre era nuevo en la tierra y no sabía su lengua. Ellas dijeron que a trueque de ponerse en estado de gracia se sujetarían a decirle sus pecados por medio de un intérprete, como de hecho lo hicieron con grande admiración del ministro evangélico».


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Aspectos educativos

¡Y qué formación litúrgica la que recibían! Los historiadores nos han dejado relatos bellísimos de la manera cómo participaban los habitantes de Mainas en el Santo Sacrificio, de cómo paladeaban poco a poco las dulzuras de las prácticas de devoción, especialmente la del Sagrado Corazón de Jesús, y de cómo, en fin, se desarrollaban, en el agreste escenario, las diversas procesiones, sobre todo la de Corpus, con que los misioneros elevaban el espíritu y fascinaban el corazón y la fantasía de los indios. Tan sobrenatural y poética formación, habría dado, a la postre, frutos ciertos, si la mano artera del sectarismo del siglo XVIII no hubiera cortado esa épica carrera de triunfos y cegado, al propio tiempo, el venero de nuestro patrimonio jurídico...

Los misioneros atendieron también la instrucción de blancos e indios, sobre todo en los centros principales (Borja, La Laguna, etc.) El P. Gaspar Cugia estableció, casi a principios de la Misión de Mainas, escuelas elementales y de rudimentos de latinidad.

Las niñas tenían también su propia escuela, en la que, a más de las primeras letras, se les enseñaban las labores propias de su sexo. Más tarde, el insigne jesuita italiano agregó a la escuela de niños la formación profesional, especialmente en herrería, el oficio más necesario en ésas regiones, sobre todo para la forja de instrumentos de labranza.

Puede colegirse la ubicuidad apostólica de los jesuitas en Mainas   —175→   con sólo recordar que, de 1638 a 1661, el número de bautismos frisó con los 7 mil; y el de indios catequizados y expeditos para recibirlo ascendió a alrededor de 10.000.






ArribaAbajo IV. Apostolado multifásico

Los jesuitas no se preocuparon exclusivamente de lo espiritual, porque sabían que éste necesita encarnarse, para dar los apetecidos resultados, en una vida material digna de la persona humana. A pesar de que el Consejo de Indias fue tan avaro en el sostenimiento de las misiones, los jesuitas supieron encontrar recursos para dotarlas por lo menos de los elementos de civilización que requería el estado propio de los pobladores orientales. Oigamos la que a este respecto escribe el sabio historiador de la Compañía en el Ecuador, R. P. José Jouanen:

«En cuanto a la enseñanza de las artes mecánicas, esta fue una de las preocupaciones principales de casi todos los misioneros, señalándose en esto los más ilustres de ellos como los PP. Fritz, Brentan, del Real, Bahamonde y otros246. Más aún, los indios alcanzaron generalmente en los oficios que aprendieron de los misioneros un grado de habilidad sorprendente. En los principales centros de Misión existían fraguas en las que se ejecutaban trabajos de toda clase. Casi todos los pueblos poseían carpinterías en las que los oficiales indígenas ejecutaban no sólo las obras ordinarias, sino otras más finas de ebanistería y torneado. Para las mujeres se habían establecido telares en los que se fabricaban lienzos, de que usaban los indios para sus vestidos y aun camisetas y cotonas muy bien labrados. Junto con las artes mecánicas, nuestros Padres cuidaron de adiestrar a sus neófitos en la pintura y sobre todo en la música, a la que eran tan aficionados los indios. Distinguiéronse en este empeño los PP. Bernardo Zürmuhlen, Wenceslao Breyer, Francisco Javier Zephyris, Martín Iriarte y Manuel Uriarte, quienes llegaron a formar buenos coros de cantores y diestros tañedores de arpa y de violín. A alguno que otro que mostraba excelentes disposiciones para la música, se le envió a costa de la misión a aprenderla a Quito247».




Jardines en la selva

Con el fin de preparar a los indios orientales para la agricultura y ganadería, los jesuitas introdujeron, a costa de ingentes dificultades el ganado vacuno y porcino en las reducciones. Por desgracia, las ganaderías solían perderse fácilmente por falta de cuidadores, en los casos frecuentes de peste entre los indios, en que tenían que dispersarse con el objeto de evitar el contagio. En varios poblados, los misioneros fundaron telares, en otros establecieron trapiches.

Muchas de las reducciones llegaron a ser verdaderos jardines en medio de la selva. Digna de celebridad fue, sobre todo, la abnegada labor de embellecimiento y prosperidad agrícola, hortícola y de floricultura   —176→   de la reducción de San Joaquín de Omaguas hecha por el P. Martín Iriarte, o la que realizó el famoso misionero quiteño, creador de Iquitos y su comarca, P. José Bahamonde, primeramente clérigo secular y luego jesuita, cuyo nombre constituye una de las glorias más puras de la santidad misionera de nuestra patria.

Los jesuitas del Marañón comprendieron el papel de las artes, no únicamente para embellecimiento de los templos en que habían de adorar a Dios los sencillos neófitos, sino para atraerlos a la fe.




La ciencia

En medio de sus afanes apostólicos no olvidaban los jesuitas el cultivo de la ciencia, el adelanto del saber, la promoción de su propio progreso intelectual. Por esto muchos misioneros de Mainas fueron a la par notables escritores y algunos poetas, como aquel célebre palermitano Ignacio Franciscis, que en sus ocios se dedicó a componer un poema sobre la venida del Mesías, poema que enmendaron el P. Joaquín Hedel, gran humanista austriaco, a juicio del P. Uriarte, y este mismo religioso. Varios de ellos refirieran la historia de las misiones. Si ponemos aparte la Relación del P. Acuña, mencionaremos como verdaderos cronistas de la extraordinaria cruzada de Mainas, a los PP. Francisco de Figueroa, historiador de la primera época, o sea de 1636 a 1661, cinco años antes de su gloriosa muerte, Pablo Maroni, Carlos Brentan, Enrique Frantzen, Juan Magnin, Adam Widmann (excelente pintor) y Manuel Uriarte, cuyo Diario acaba, al fin, de aparecer gracias al celo del ilustre P. Constantino Bayle, S. J. A ellos habría que añadir el nombre del P. Samuel Fritz. Sus Diarios fueron también prolija fuente de información.

La Cartografía debe muchísimo a cinco jesuitas: los PP. Enrique Richter, Samuel Fritz, Carlos Brentan, Juan Magnin y Francisco Javier Weigel, aparte de otros menores, como Maroni.

El mapa del P. Fritz248, resultado de viajes y observaciones minuciosas durante largos años, es el primer trazo científico de la Amazonía. Su autor incorporó en él los datos proporcionados por los PP. Acuña y Richter, corrigiendo inexactitudes hasta entonces consideradas como dogmas geográficos, «La cartografía americana, ha escrito con mucha razón Lucio de Azevedo, fue fundada por los jesuitas con el gran mapa del P. Samuel Fritz». Leite. Historia. Tomo IV, pág. 283.

La historia de la carta es significativa. El gran misionero se trasladó a Lima, creyendo que encontraría facilidades para la traza y grabado; mas, como no las tuvo, pasó a Quito y allí, previa consulta con sus superiores, redujo el tamaño del mapa, con la cooperación de otro antiguo   —177→   misionero, el P. Juan de Narváez. En esta forma lo imprimió en nuestra Capital, con todo el primor material y formal que permitían las circunstancias. El mapa, altamente apreciado por La Condamine, fue llevado a París, donde se conserva en la Biblioteca Nacional. No es sólo de importancia geográfica, sino histórica y martirológica, pues señala los sitios en que fueron sacrificados los primeros jesuitas del Marañón quitense.

El P. Leite, en su Historia da Companhia de Jesús no Brasil, afirma que el P. Aloisio Conrado Pfeil, insigne matemático, compuso antes de 1685 un mapa, del cual probablemente se aprovechó el P. Fritz; pero que ese mapa ha desaparecido249. Lo indudable es que los dos eminentes jesuitas se entendieron muy bien y que Fritz convenció a Pfeil del derecho de la Presidencia de Quito sobre los territorios donde había misionado250.

El mapa del P. Weigel fue compuesto en las cárceles de Lisboa, cuando ese ilustre religioso iba con sus compañeros al destierro. La carta, por desgracia desaparecida, del P. Juan Magnin, suizo francés, correspondía al año de 1740 y abrazaba toda la provincia de Quito, con su doble misión: la de Sucumbíos, de los PP. Franciscanos; y la de Mainas.

Algunos misioneros dedicaron sus ocios -¡cuán contados!- a escudriñar los secretos de la naturaleza. Uno de los primeros fue el ilustre jesuita valenciano que abandonó las altas especulaciones teológicas parra consagrarse a la temerosa empresa misionera, el P. Luis Vicente Centellas, autor del libro sobre Virtudes de varias hierbas, aceites, bálsamos, gomas y resinas que se hallan en las misiones de Quito.

El P. Juan Saltos había recogido variadas especies de plantas y compuesto dibujos de ellas para acompañarlos a la obra que tenía escrita el P. Abrizi sobre las misiones, obra perdida cuando la expulsión, como tantas otras.




Obstáculos de las misiones

Obstáculo gravísimo para el desenvolvimiento de la misión fue la exigüidad de los fondos y recursos materiales, «pues uno de los medios importantísimos para atraer a aquellos bárbaros a la vida racional y cristiana es el repartirles de continuo con mano liberal cuanto piden y necesitan, en especial herramientas, muy costosas en estas partes y es lo que más apetecen, para hacer sus casas y sementeras». (Relación de 1735). Como las Cajas Reales no proveían a los religiosos de la pensión anual que les correspondía, el Colegio de Quito suplía, en cuanto era posible, aquella inexplicable inopia.



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Los idiomas

Otro de los grandes tropiezos fue el sinnúmero de lenguas de las tribus dispersas en su inmenso ámbito. Los jesuitas predicaron, según el P. Chantre y Herrera, en 39 idiomas diferentes; y el aprendizaje del de cada tribu constituía el primer trabajo del misionero. Algunos sacerdotes fracasaban en esa difícil labor; en cambio, otros, como Bahamonde, Jiménez, etc., mostraron suma pericia. Al mismo tiempo, el religioso debía aprender la lengua quichua, oficial, como si dijéramos, de las misiones. Los jesuitas la introdujeron como recurso para penetrar más profundamente en el alma del indio, pues les parecía, como escribe el P. Figueroa, «más proporcionada que la castellana a la capacidad de estos indios, y se les pega y la hablan más fácilmente». Sin embargo, varios de los misioneros y sobre todo los PP. Brentan, Santacruz, del Real, etc., procuraron enseñarles a la vez el castellano, especialmente en las catequesis o doctrinas de la tarde. El P. Ferrer escribió un «Compendio de la Doctrina Cristiana» para los Cofanes. El primer misionero que formó el vocabulario de la lengua de los Cocamas fue el gran P. Santacruz, quien escribió también el Arte de ese idioma. Lo propio hizo el P. Matías Lasa con el de los yurimaguas. El P. Richter tradujo el Catecismo a las lenguas Campa, Pira, Cuniva y Comava y allegó vocabularios sobre esos dialectos. El P. Carlos Brentano compuso un catecismo en lengua zamea. El excelente hermano Pedro Schoneman perfeccionó el hecho en idioma iquita por los PP. Vizzochi y Schweina y que se reputaba modelo en su clase. El P. Bahamonde lo tradujo, a su vez, a las lenguas yamea (dificilísima, según el P. Magnin), iquita y quichua.

Mendiburu afirma que el P. Guillermo Detré tradujo la Doctrina Cristiana a 18 lenguas diferentes251. Basta tal hecho para acreditar la paciencia sin par de esos misioneros extraordinarios.

El P. Fritz vertió su catecismo a la lengua de los Omaguas y aun compuso sermonarios, que se han perdido. Pocos tuvieron la alta competencia lingüística de los PP. Adam Schaeffgen, Guillermo Grebmer, Adán Widmann y Bernardo Zurmühlen: los dos últimos dejaron magníficos manuscritos sobre algunos idiomas. Por desgracia, muchos de los trabajos filológicos de los misioneros desaparecieron a causa de la imprudencia del último superior, el P. Francisco Aguilar, quien, obsesionado por graves temores, mandó, en el curso del viaje de destierro, a sus subalternos entregar al fuego los papeles que llevaban consigo. El P. Deubler quemó su Vida de varones ilustres de la misión, la Teología Moral Maínica, etc.

Esa gigantesca labor filológica habría sido imposible si desde la primera hora los jesuitas no hubieran recurrido al procedimiento genial   —179→   de corear una especie de colegio de intérpretes o «lenguas», donde se educaban con particular esmero, así en lo espiritual como en las primeras letras y el quichua, los hijos de los indios que los soldados de Borja capturaban en sus correrías. De este modo, los niños llegaban a constituir un gran auxiliar para el adelanto de la evangelización, sobre todo mientras el misionero aprendía el idioma de la comarca a que los intérpretes pertenecían.






ArribaAbajoV. La defensa del territorio

A los misioneros se les debe la defensa del territorio español contra las incursiones portuguesas. Ya en el famoso viaje de Texeira se patentizó el justo temor que las autoridades españolas tenían de aquellas correrías, a pesar de que España y Portugal estaban unidas bajo una misma Corona. Por eso se ordenó que el portugués reandase el propio camino y que le acompañasen dos jesuitas, testigos impotentes de sus pretensiones. El P. Acuña fue el primero en columbrar la amenaza y en pedir que se impidiera el trato coro los portugueses, guardianes de la puerta del Marañón252. Deshecha esa mancomunidad, las expediciones constituyeron un serio peligro, que tenía en constante zozobra a los misioneros y que destruyó a la postre la gran obra realizada por el P. Fritz desde la boca del río Napo hasta la del Negro: obra que, sin disputa, como la calificó el P. Zárate en 1735, fue la más gloriosa de América.


El P. Samuel Fritz

Estaba reservada al P. Fritz la alta gloria de defender eficazmente los derechos de la Presidencia de Quito contra las ambiciones de Portugal. La ocasión fue una de esas enfermedades tropicales que ponían en inminente riesgo la vida de los religiosos. En 1689 salió el célebre misionero de su residencia de Nuestra Señora de las Nieves de Yurimaguas a buscar alivio en el primer destacamento portugués; mas, como no lo hallase, el Jefe y el P. Juan María Gorzoni lo remitieron al Gran Pará. El Gobernador juzgó que el Padre era un espía enviado por las autoridades castellanas para examinar la extensión territorial que los portugueses habían usurpado ya; e impidió, hasta recibir instrucciones de Lisboa, durante dieciocho largos meses, que Fritz volviese a las misiones o que pasase a la metrópoli.

Muy acertadamente escribe el P. Astrain: «Nuestro misionero, aunque nacido en Bohemia, más español que todos los españoles, defendió con tesón que todos los países visitados por él pertenecían a la demarcación de Castilla. Por desgracia, los portugueses invocaban la desdichada autorización que el general Texeira había obtenido de   —180→   la Audiencia de Quito en 1639, para tomar posesión de una aldea donde los portugueses habían encontrado una orejera de oro y que, estaba ubicada, según se decía, entre los ríos Yurúa y Cuchiura. Mas, el P. Fritz les observó sagazmente: sin autoridad o confirmación del Rey, ¿podía la Audiencia enajenar tierras de la Corona? En el Pará tuvo Fritz el consuelo de encontrarse con otro jesuita de igual amor a la ciencia ya la verdad, el P. Luis Conrado Pfeil, a quien logró con vencer de los derechos de Castilla en los territorios donde el primero acababa de misionar. Y fue tal la persuasión del P. Pfeil que, según anota el P. Leite en su gran Historia de la Compañía de Jesús en el Brasil, «invitado por el Rey don Pedro II en 1693 a levantar una planta, del río Negro, no se mostró inclinado a hacerlo253».

Al fin, gracias a las gestiones del embajador español, a quien había escrito el P. Fritz, el Gobierno portugués resolvió que volviera a su misión. Salió de Pará el 8 de julio de 1691 y llegó el 20 de octubre siguiente a los Omaguas, en compañía de un piquete. Cuando este se disponía a regresar, el que lo capitaneaba hizo solemne protesta de los derechos de Portugal, protesta a la que el intrépido misionero supo responder debidamente. Valía, en realidad, por un ejército...




Gestiones en Lima

Fritz, por consejo del P. Richter, pasó a Lima, en compañía de muchos Omaguas, para dar cuenta al Virrey, como lo hizo más tarde el P. José de Cases, y alcanzar eficaces providencias en defensa del territorio castellano. En efecto, el admirable misionero dirigió una representación al Conde de la Monclova, y en la que, después de relatar su viaje, le manifestó que hasta entonces nada se había hecho por asegurar la ocupación del río Amazonas. La exposición concluía indicando la línea que podría demarcar el territorio de Castilla del portugués, el cual no debía extenderse más allá de 4 grados y dos tercios desde la aboca del Amazonas. En un segundo manifiesto expuso el Padre que los conquistadores militares habían escollado en sus excursiones y que, por contraste, los evangélicos habían triunfado en las suyas; y pidió, consiguientemente, que se le concedieran los auxilios necesarios para sus empresas, ya que la Audiencia de Quito había ayudado muy poco. El Virrey, sin embargo, juzgó que no valía la pena de disputar con una nación católica por dominios tan vastos; y se limitó a dar a Fritz dos mil pesos de las Cajas Reales para la adquisición de objetos de iglesia y algunos regalos de su peculio personal. Ordenó, además, a las autoridades del tránsito que socorrieran al evangélico predicador en su retorno. Un problema político-jurídico tuvo así inesperadas soluciones de caridad...

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No se contentó el P. Fritz con esta gestión oficial. Su labor, heroica en doble sentido, apostólico y político, se encaminó especialmente a impedir las incursiones de los portugueses e indios aliados, porque constituían un atentado contra los derechos de España y contra los fueros de la persona humana. Aquellos caían repentinamente sobre los individuos de las reducciones y los llevaban al Gran Pará para venderlos.

Los Carmelitas portugueses dieron al insigne jesuita gravísimos sinsabores: condescendían con los métodos comerciales de sus compatriotas que, a cambio de herramientas, sujetaban a servidumbre a los míseros indios de las reducciones formadas por los susodichos frailes. Ya en 1697 tuvo Fritz su primer conflicto con el P. Manuel de la Esperanza y el piquete que lo acompañaba; y se vio en el caso de enviar una protesta al cabo José Antúnez de Fonseca. Felizmente encontró acogida y los portugueses se retiraron. El Gobernador de Borja, a nombre de la Audiencia, salió a proteger la misión jesuítica y logró aprehender a varios saldados y frailes que merodeaban en tierras de la Presidencia.




Nuevos atentados

En 1704, un corista carmelita, Antonio de Andrade, emprendió la conquista de los Omaguas, tan queridos por el P. Fritz; mas, éste y el P. Francisco Ruiz, no omitieron recurso ante el Monarca castellano, el Virrey y la Audiencia de Quito para alcanzar auxilios. El único que les llegó efectivamente fue el de diez religiosos, que se distribuyeron el campo, para suplir con la Cruz lo que la espada era incapaz de obtener. En 1707, el jesuita bohémico denunció otra incursión del inquieto corista, quien se entendió esta vez con el P. Sanna. En carta al P. Fritz, aquel resumió el programa de su Orden en los siguientes términos:

«Y habiendo dado su Majestad a nuestra Provincia de Quito para predicar el Santo Evangelio el Río Marañón con todas sus vertientes, no sólo debemos predicarlo, sino representar a su Majestad quite los estorbos de la propagación de la fe, que ocasionan las invasiones de los portugueses, quienes lo quieren todo, sin pertenecerles cosa».



En represalia, los portugueses hicieron más frecuentes correrías y vejaciones a los indios, obligando a Fritz a cambiar la ubicación de algunas reducciones y a tomar otras eficaces providencias. En 1708 despachó aquel al P. Bollaert para que recabase en Quito el envío de una fuerza. Esta, «recogida de las heces de la ciudad, criada en vicios y nada ejercitada en las armas254», llegó después de largos meses, pero para cometer todo género de tropelías contra los salvajes, los cuales caían así de Sclya en Caribdis... Tan mal vestidos venían los soldados,   —182→   que el cura de Archidona, P. Juan de Narváez, S. J. no pudo menos de escribir: «Con esto, si Dios no lo remedia, ¿qué esperanzas puede haber se haga cosa de provecho?»




El P. Sanna

No obstante, empleando la artería antes que la fuerza, la guarnición enviada logró capturar a los depredadores portugueses; y dándose por satisfecha con este resultado fugaz, se tornó a Quito. Se habían gastado en tan rápida expedición, alrededor de catorce mil pesos... En 1710 se repitió la incursión portuguesa, al mando de Antúnez de Fonseca: el P. Juan Bautista Sanna, que había salido a defender a sus indios, fue apresado de orden expresa del Rey de Portugal, según refiere el P. Leite255 y enviado al Pará, de donde lo trasladaron a Lisboa. Tan notable religioso no volvió a la Presidencia, desalentado, sin duda, por la renuencia de España a colaborar eficazmente en la defensa de su territorio. En vista de este atentado, el P. Fritz gestionó el envío de nueva guarnición; mas, la Audiencia alegó imposibilidad económica. Las acometidas portuguesas se repitieron en los años de 1711 a 23256. Perdiéronse así las misiones de Omaguas, Aisuares y Yurimaguas, tan costosamente formadas por los jesuitas de Mainas, lo cual significó para la Presidencia un menoscabo mínimo de 300 leguas hacia el Oriente. Algunos, como el P. Juan Martínez de Ripalda, calcularon la pérdida en 800 leguas; y según el P. Maugeri subieron a mil257. Al cabo de pocos años, de las treinta aldeas que tenía la Compañía de Jesús en dichas regiones, quedaban seis, en manos de los Carmelitas; y éstas equivalían, por el número de sus miembros, a una sola de las que poseían los jesuitas en el Napo...




El P. Julián

Poco después de la muerte del P. Fritz, tuvo su eximía sucesor, el P. Juan Bautista Julián, que protestar asimismo contra las incursiones portuguesas, en carta dirigida al P. Juan de la Concepción, quien la trasmitió al Gobernador Alejandro de Sousa Freire (1729). Este, en nota de 12 de diciembre, amenazó al P. Julián con hacerle responsable de los daños que ocurrieren, si no desocupaban la aldea de San Pablo de los Cambebas. El Superior de las Misiones le contestó con luminoso informe, que trasladó a la Audiencia junto con la nota de Sousa. El Presidente, don Dionisio de Alcedo, escribió entonces al Gobernador pidiéndole que, mientras los Reyes acodaran los límites, respetase la obra evangélica de los misioneros de Quito (3 de abril de 1731). El P. Julián, en ese mismo año,   —183→   se dirigió inútilmente al Virrey, instándole para que enviara una escolta.




Los PP. Schindler y Zárate

Otro Superior de las Misiones que tuvo que habérselas con los portugueses fue el P. Nicolás Schindler. En 1736 dio aviso a la Real Audiencia y al Visitador de la Orden, P. Andrés de Zárate, del inminente peligro que se dibujaba; pero nada se hizo a fin de conjurarlo. El Visitador presentó a la Audiencia la carta original del Superior, encareciendo que previniese la amenaza; mas, el Tribunal, sin dar respuesta, la remitió al Presidente; y este funcionario se limitó a informar al Gobierno Superior de Lima. Así, en los oscuros canales de la covachuela, escollaba la defensa eficaz del territorio contra las depredaciones de Portugal. El Visitador, sin riesgo de ser contradicho, pudo afirmar que los misioneros eran el único estorbo para que ese país se apoderara íntegramente del Marañón (informe de 1739). A causa de la impotencia del gobierno de Quito, para socorrer a los misioneros, el P. Zárate se vio en el caso de ordenar que los indios de las reducciones hiciesen ejercicios militares, cada quince días, con las armas que usaba cada tribu.

Cuando llegó la expedición portuguesa denunciada por el P. Schindler, los indios huyeron y sólo quedaron en San Joaquín los jesuitas, quienes tenían a la sazón el consuelo de la visita del propio P. Zárate. Afortunadamente, los portugueses se volvieron esta vez sin causar graves daños y aun apellidando paz, si bien afirmaron que el límite oriental de los dos países era el Napo. El P. Zárate, en carta al Gobernador del Gran Pará, defendió varonilmente los derechos de su patria, esclareciendo que su Orden tenía títulos para misionar hasta las proximidades del Río Negro y requiriendo al agente de la autoridad portuguesa para que desocupara el territorio injustamente invadido. Se ha dicho que la protesta del ilustre Visitador hizo enmudecer al Gobernador; pero, como indica el P. Leite, éste sí respondió, «en estilo medio irónico, medio descortés, firme en todo caso258». A quienes debió poner coto es a los Carmelitas, cohonestadores de las incursiones militares, patrocinadas por los mercaderes de esclavos.

Tan enérgica y eficaz fue fa actitud del Visitador para la defensa del patrimonio, territorial de la Presidencia, que el Rey de Portugal quejose ante el General de la Compañía de Jesús; y el P. Zárate tuvo que tomar otra vez la pluma para esclarecer su conducta y librar a su Orden de injustos ataques.

El antiguo Visitador expuso con esta oportunidad la dura alternativa a que los jesuitas se veían abocados: «... si instruyen y alientan   —184→   a nuestros indios a que se defiendan con sus armas, publican los émulos de la Compañía que armamos y mantenemos ejércitos...; y si no se hace y solicita la defensa, publican otros que somos traidores al Rey...259»

Después de Zárate, otros jesuitas ilustres, continuaron denunciando, las incursiones de Portugal. Sólo mencionaremos los informes de los PP. Ángel María Manca en 1740, José Maugeri en 1741, y del P. Tomás Nieto Polo del Águila en 1743, quien consideró ya perdidas todas las posesiones castellanas de más allá de la desembocadura del Napo. Tan grande había sido la incuria de las autoridades civiles en la defensa del territorio de la Presidencia... Para suplir esta falta, un misionero famoso, que tenía la sangre ardiente del P. Fritz, el P. Carlos Brentano, llegó a armar a los indios de la reducción de San Joaquín y a adiestrarlos en los menesteres de la guerra. Los misioneros fueron, pues, a la vez, cruzada evangélica y antemural invencible de los derechos de Quito.




Afirmación inaceptable

Antes de terminar lo relativo a la tutela del territorio, queremos examinar brevemente la afirmación del afamado historiador de la Compañía de Jesús en el Brasil, P. Serafim Leite, respecto de la labor del P. Fritz, apoyada tácitamente por otro ilustre jesuita al servicio de Portugal, el P. Pfeil:

«Probose una vez más que la geografía y la ocupación son fuentes de derecho. Dando un salto hacia el futuro, concluida la cuestión con la América portuguesa, continuó la disputa dentro de la propia América Española, en los países entre los cuales se repartieron estas regiones. La ocupación efectiva peruana, facilitada por el acceso y navegabilidad de los ríos, prevaleció sobre el derecho real de la Presidencia de Quito, hoy República del Ecuador, aislada por los Andes, que dificultaban la comunicación mercantil y la salida de los productos amazónicos en los ríos que la bañaban. Hasta el Napo, de tantas tradiciones ecuatorianas, pertenece hoy al Perú. Fritz trabajaba, pues por una causa perdida de antemano. No era entonces, sin embargo, tan clara, como hoy, la predeterminación geográfica de las naciones, ni se trataba aun sino de dominios de naciones metropolitanas...260»



No. En América hispana no podía prevalecer el hecho posesorio sobre el derecho emanado de las cédulas reales, las cuales fueron resultado del estudio profundo de la realidad geográfica. España no trazó a tontas y a locas las delimitaciones de las provincias mayores de América: lo hizo tras muchas investigaciones y tomando el parecer de hombres prácticos que conocían a fondo estas tierras. Y lo que   —185→   establecieron las cédulas, lo confirmaron, en cuanto a la Presidencia, los hechos. No se entraba a Mainas por Lima, sino por Quito261 a pesar de las inmensas distancias. Los misioneros iban la mayor parte de las veces por el Napo y descendían por el Marañón. El mismo Obispo de la imaginaria diócesis de Mainas entró al corazón de ésta por Quito. La geografía estaba, consiguientemente, al servicio del derecho, no contra él, porque el derecho es realidad más alta, espiritual y civilizadora que la posesión, sobre todo cuando ésta significa destrucción de siglos de lucha y heroísmo evangélico.

Reconocimiento solemne de la labor eximia de los jesuitas en favor de la integridad territorial de la Presidencia y, por ende, de la Corona de Castilla, fue el nombramiento del P. Javier Haller, alemán de nacimiento y perteneciente a la Provincia de Quito, para que dirigiera la demarcación de la línea divisoria de los dominios de España y Portugal. Por desgracia, el P. Haller murió en el Gran Pará, cuando venía a comenzar sus delicadas labores.






ArribaAbajoVI. La cruz... o la espada


La intervención militar

Tan ruinosa pasa las misiones como las correrías de los portugueses fue la intervención del elemento militar, incapaz de comprender el escándalo que sus métodos y desmanes causaban entre los neófitos y de vislumbrar que ponía en riesgo la conservación de las reducciones y la vida misma de los misioneros. Soldados y religiosos representaban de suyo dos espíritus que no podían armonizarse, en tratándose de la evangelización y del mantenimiento del ideal cristiano.

Indudablemente, los misioneros, coma expresaban los PP. Zárate, Detré, etc., en su Relación de 1735, necesitaban de una escolta de gente española que les acompañase e impusiese justo temor a los salvajes; mas, ¿cómo lograr que estuviera compuesta de hombres «honestos en sus costumbres y desinteresados en su intención, cuya vida sirva de ejemplo... para la reducción de los infieles»? El que dio la solución de tan intrincado problema, aunque nada se hizo para complacerle, fue el P. Maugeri quien, en su informe al Consejo de Indias de 20 de julio de 1741, sugirió un medio que evitara a la vez el perjuicio de los indios y el costo para la Corona. Ese medio consistía en que la escolta se compusiese de treinta españoles y setenta indios; pero que los primeros viviesen en pueblo aparte; y que el jefe de la escolta no hiciese otra cosa que lo que el mismo misionero mandara. Sabio conseja el del insigne religioso y asceta: revela, ante todo, que   —186→   los jesuitas sabían adunar ciencia y experiencia, defensa de las misiones contra enemigos externos y, a la vez, contra la codicia y sensualidad de los blancos, protección del alma e intereses económicos del indio con la guarda del territorio. Por esta armonía de tan complejos criterios, las misiones constituyeron luz de cultura y civilización.

La espantosa reacción de los indios en 1635 contra los sistemas de los encomenderos, debió despertar en el elemento blanco y, especialmente, en el militar, la conciencia de sus responsabilidades frente a las misiones. Mas, pasado el momento de peligro, volvíase a la aplicación de los mismos métodos y a la comisión de iguales desvíos. La salacidad y la ambición humanas son siempre imprevisoras. Única excepción fue la expedición que salió de Borja en 1654 y que se atuvo estrictamente a las normas del P. Lucas de la Cueva.




La expedición de Riva Herrera

Esto se hizo más patente con motivo de la famosa cruzada que, en virtud de imprudente licencia del Virrey de Lima, conde de Alba, organizó don Martín de la Riva Herrera en 1654, con el aparente propósito de reducir a los indios y con el real de buscar «tierras muy fértiles y abundantes de bastimentos y de mucho oro y plata». Para realizar sus planes, de la Riva -hombre de infeliz cabeza, al decir del P. Velasco-, sacó numerosos indios de las reducciones y armó ingente fuerza militar, con la cual inició sus correrías. Como fracasó en el empleo de los métodos de atracción y de paz, empezó luego a ejercer los de venganza y exterminio. Los salvajes rehuían pelear, a causa de la superioridad de las armas españolas; pero, en cambio, hábiles en emboscadas nocturnas, agotaban a sus rivales por cansancio, mataban numerosos soldados e indios enganchados y desorganizaban sorpresivamente al ejército. Al cabo de dos meses de incesante fatiga, los expedicionarios estaban enfermos y estropeados, según relata el capellán don Salvador Velásquez de Medrano. Poco después, a pesar de la tenacidad del caudillo, desertáronse soldados e indios; y de la Riva, por instancias del P. Santacruz, salió de la provincia de los jíbaros. No desistió, sin embargo, de sus temerarios ensueños y se empeñó en fundar, con el nombre de Santander de la Nueva Montaña, en el Pastaza, una ciudad, causando irreparable daño a Borja y extendiendo, desatentadamente, el régimen de las encomiendas a los indios Roamainas. El P. Lucas de la Cueva se trasladó a Lima para recabar la revocación de la licencia dada a Riva, pues en poco tiempo había desaparecido la obra de veinte años de sacrificios. El Virrey dispuso que los indios entregados a los encomenderos volviesen a sus respectivos pueblos.




Otras conquistas fatales

En 1664 hubo una tentativa de alzamiento de los Cocamas. El escarmiento que hicieron los soldados   —187→   fue, a no dudarlo, parte poderosa para el asesinato crudelísimo del P. Figueroa. Por largo tiempo el sosiego de las misiones quedó gravemente perturbado.

Cuatro años después se armó una expedición para someter a los Gayes; mas, la Providencia la deshizo y la conquista se realizó por la caridad del P. Sebastián Cedeño y luego, del P. Agustín Hurtado. El P. Lucero, que entró a los jíbaros con algunos soldados, no pudo recoger ningún fruto. En cambio, lo obtuvo, y muy opima, cuando penetró sin otra arma que su celo abrasado por la gloria divina262. Tales ejemplos y el terrible escarmiento del infame asesinato del P. Hurtado por un mulato de vida licenciosa, hacen resaltar la sabiduría del Virrey Duque de la Palata, quien prohibió conceder, licencia a ningún español para entrar en el territorio de las misiones, sin venia de los Superiores de la Compañía. Esta prohibición contrastaba con el espíritu de la cédula de 15 de julio de 1683, según la cual ningún misionero podía ir a tierra de infieles sin que le acompañase y defendiese un piquete militar.




La idea del P. Viva

Pese a estos antecedentes, con la venia de la Audiencia que había recibido real incitativa en 1688, el P. Francisco Viva, superior de las misiones, acometió la empresa de una formidable expedición que sacase a los salvajes de sus refugios y los trasladara a reducciones lejanas, donde, apartados de sus costumbres, se habituaran poco a poco a vida realmente cristiana. Aparejose la empresa con abundantes medios; y en octubre de 1691 se movió de Borja, al mando del Gobernador de Mainas don Jerónimo Vaca de Vega. Componíase de 60 soldados españoles y 800 indios en 130 canoas. En tres meses, durante los cuales los jíbaros les armaron numerosas emboscadas y ataques nocturnos, la expedición quedó deshecha, sin que hubiesen capturado más de 370 salvajes. A pesar de esto, no desmayó el P. Viva; y restaurando la peregrina idea del general de la Riva y Herrera, quiso hacer la fundación de Los Naranjos, con toda clase de elementos, reclutados aquí y allá. En los años de 1692 a 95 se reanudaron las andanzas; pero el número de cautivos llegó apenas a 260, o sea en total a 630. Tan corto botín no bastaba de modo alguno para compensar los gastos y sacrificios. Por otra parte, los cautivos murieron, en su mayor parte, después de poco. La intentada conquista había sido un grave yerro, como escribió el P. Vidal263.

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No fue ésta la única consecuencia de las desdichadas excursiones en busca de jíbaros para constreñirlos a poblado, sino que los nativos de las reducciones ya hechas se alborotaron a causa de las violencias que contra ellos se emplearon, a fin de que participaran en dichas correrías. Y uno de los malhadados frutos de la inquietud y desorganización de las reducciones fue el asesinato del eminente P. Richter, el héroe intrépido por excelencia entre los misioneros de Mainas.

En 1699 hizo nueva entrada el gobernador don Mauricio Vaca de Vega a los Cocamas rebeldes, a los cuales venció, castigó y condujo prisioneros, logrando así un éxito contrario al que tuvo su predecesor, don Antonio Sánchez de Orellana, quien, por orden de la Audiencia, fue a los Conivos para sancionar a los asesinos del P. Richter. Mas, el P. Lucero, que, en aquellas regiones fue lo que indica su nombre, sosegó inquietudes, curó heridas, atrajo voluntades. Con tales elementos se formó el pueblo de La Laguna, émula de Borja desde entonces, y uno de los risueños asientos de los Superiores de Misión, a partir del desdoblamiento de sus capitales.




Defensa del salvaje

Los jesuitas emplearon todo género de medios legítimos para defender a los moradores de las reducciones contra las asechanzas de los blancos e impedir que fuesen sujetos a servidumbre o vendidos como «piezas». Gracias a las gestiones de los misioneros, el Gobernador de Mainas declaró a los indios cristianos «soldados del rey», título que les eximía de mitas y tributos. El amor que tuvieron a los salvajes fue, ciertamente, el que Cristo les hubiera mostrado, si les hubiese predicado en persona la Buena Nueva. Como el P. Ignacio Jiménez, estuviese enfermo y sus superiores trataran de que saliese a reparar su salud, escribió al Viceprovincial de Quito el 13 de marzo de 1668:

«... digo de verdad a V. R. que sintiera me obligaran a dejar las Misiones, por lo mucho que veo Nuestro Señor ama a estos pobres, y lo que obra en ellos por medio del santo Evangelio... Dejar en este estado a esta reducción con tan buenos principios en la virtud, sin Padre, lo he juzgado contra caridad, y tener en más mi salud que cooperar a la salvación de los que Nuestro Señor tanto favorece, poco amor de Dios y del prójimo».



Uno de los misioneros más celosos en la defensa de los indios contra las tropelías de los habitantes de Lamas y Moyobamba fue el P. Gaspar Vidal, que hizo laboriosas gestiones para que las autoridades les prohibieran incursiones en Mainas. En 1701 ese excelente y previsor religioso obtuvo que el Virrey de Lima vedara sacar indios de las reducciones, bajo pena de dos mil pesos. El P. Nicolás Lanzamani o Durango procuró, a su vez, que la prohibición se cumpliera y que los encomenderos respetasen las Ordenanzas del primer Gobernador, don Diego Vaca de Vega.



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Calumnias en pago del amor

Ese amor activo al indio fue parte para que encomenderos y blancos, si no lograban contrarrestar con toda suerte de tropiezos la labor de los jesuitas, por lo menos les hiciesen blanco de frecuentes acusaciones, sobre todo de apego al oro. Por fortuna, los propios encomenderos se encargaron muchas veces de manifestar que tales imposturas no dañaban la limpia honra de los misioneros. Las calumnias fueron mayores, naturalmente, contra los religiosos curas de Archidona, por lo cual los jesuitas renunciaron esta parroquia. Tarde se convencieron los curas seculares de que Archidona no era una mina; y que los religiosos habían aceptado el curato únicamente por su situación de puerta septentrional de Mainas.






ArribaAbajo VII. Los obstáculos

Estas misiones, dada la inmensa y proteica actividad de la Compañía de Jesús, habrían podido tener tanto o mayor auge que las del Paraguay. Por desgracia, el invencible celo jesuita tropezó, como hemos señalado brevemente, con obstáculos insuperables.


Las pestes

El primero de todos fueron las pestes, que se presentaban de continuo en las reducciones recientemente formadas; y que las desmedraron unas veces y en otras las destruyeron de modo definitivo. Espantosas consecuencias tuvieron las epidemias de 1642, en que tan extraordinaria actividad desplegaron los PP. Cugia y Figueroa, de 1654, de 1660, donde se mostró la ubiquidad apostólica del joven guayaquileño P. Lucas Majano, de 1669, 1680, 1741, 1756 y 1761, en que brilló, por su encendida caridad, hasta la muerte, el P. Frantzen, etc. Después de la formidable peste de viruelas de 1680, la población de Mainas, que se estimaba en cien mil indios, quedó reducida a 36 mil, la cual fue viniendo de menos a menos, hasta limitarse a unos cuantos miles. Los neófitos y catecúmenos en 1764 apenas legaban a 18 mil.

Tal amor cobraron algunas reducciones a los jesuitas que se resistían a abandonarlas aún a sabiendas del peligro de contagio. Así, en 1680 y 81 el P. Lucero, que se hizo todo para todos, sin escatimar sacrificio, quedó atónito ante ese acto de inaudita entereza moral. El mismo escribió con humildad en carta de 3 de junio del segundo de dichos años a su Provincial:

«El trabajo que tuve en asistir a tanto enfermo, casi incapaz de asistencia, por el pestilente hedor del contagio en tierras tan sumamente calientes, no es decible, ni mi intento es explicarlo, dejándolo todo para el día del juicio, donde, para confusión mía, se verá claramente las muchas ocasiones que nuestro Señor   —190→   que ha dado para servirle, y lo poca o nada que de todo se ha aprovechado mi alma...264»



El P. Pedro Esquini, superior de las misiones de 1758 a 1762 e italiano de nacimiento, tuvo el atrevimiento de ensayar con admirable resultado la inoculación de la viruela, adelantándose, como anota el P. Bayle, con treinta y seis años a Jenner en el uso de ese gran recurso profiláctico265.




Ineficacia de la autoridad civil

Los jesuitas tropezaron con la falta de autoridad eficaz y comprensiva de los fines y responsabilidades de su ministerio en esas apartadas regiones. El Patrono, imbuido de regalismo, no se atrevió a hacer lo que García Moreno: dar a los religiosos el Gobierno Civil. Una sola excepción hubo entre los gobernadores de Mainas: la de los tres primeros, miembros todos de una familia que se mancomunó con los jesuitas, la de los Vacas y Cadenas, «a cuyo celo, no menos que al de sus misioneros, -decía el Informe de 1735 tantas veces citado- se reconoce la Compañía deudora de casi todas las reducciones antiguas y otras que se acabaron con el tiempo». Los demás, «frustrados de las esperanzas de enriquecerse, más han servido de dañar a la misión que de adelantar el servicio de Dios y de vuestra majestad con las conquistas».




El carácter de los salvajes

Otro obstáculo gravísimo para la acción misionera y, sobre todo, para la formación y organización de las reducciones fue el carácter de los salvajes, tendentes siempre al aislamiento y a la independencia. Las numerosísimas tribus en que se descomponía la provincia de Mainas, suficiente por sí sola para formar un gran imperio, vivían en perenne guerra. Muchas de ellas practicaban el canibalismo. Con ese material humano era inasequible la concentración en pocas reducciones. Recuérdese que las naciones del todo diferentes, que hablaban lengua propia, pasaban de cuarenta; y que los dialectos montaban al rededor de 150. Sólo esto puede dar indicio de los factores centrífugos que obstaban a la congregación de los salvajes. A dicha valla habría que añadir la de las distancias y el apego invencible de cada parcialidad al lugar, en que tradicionalmente había morado.




La comunicación interregional

Entre los estorbos de carácter material debemos mencionar la falta de caminos y, especialmente, de comunicaciones interfluviales, que habrían disminuido   —191→   las distancias entre las reducciones y facilitado la mutua protección de los religiosos, en caso de alzamiento de los salvajes y la curación de sus dolencias266. El que seguían de ordinario los misioneros, en los primeros tiempos, era el de Loja-Jaén-Pongo de Manseriche, que tenía el ingente riesgo de la travesía del último punto. El P. Adán Widmann estuvo detenido en un remanso del Pongo cuatro días, girando constantemente, hasta que salvó de manera providencial. En algunos casos se utilizaba la vía Loja-Cumbinaba (en el gobierno de Yahuarzongo)-Paracasa-Marañón; pero era absolutamente deshabitada y, por lo mismo, no ofrecía abrigo en caso de accidente. Se usó también, aunque rara vez, la entrada por Moyobamba, camino largo y por el cual se tenía que andar a pie durante algunos días. Un misionero para ir y volver de Quito empleaba habitualmente, según cómputos del P. Maroni, siete u ocho meses267.

Para vencer este grave estorbo y obtener con relativa prontitud y facilidad los elementos que requiere una misión en gran escala, los jesuitas se preocuparon, desde los primeros días, de buscar otras vías de comunicación. El P. Lucas de la Cueva fue el iniciador de la gran obra, que la realizó con aquella extraordinaria omnipresencia propia de su genio. Durante muchos días, con peligro constante de su existencia, surcó en 1642, río arriba, el Pastaza, deteniéndose solamente donde los numerosos saltos y torrenteras volcaban con frecuencia la frágil barquichuela. Posteriormente, repitió la empresa, pero con igual infortunio. Luego tentose la salida por el Santiago y el Paute y, en fin, por el Morona, siempre con mal resultado.

En 1654, el P. Santacruz emprendió el reconocimiento del Napo, impulsado por el recuerdo de la expedición de Texeira. Preparó una flotilla de veinte canoas, en que bogaban alrededor de cien Cocamas, unos dos españoles con arcabuces y el famoso misionero. No son para referirse, aquí las peripecias y azares de aquella empresa, en que corrió riesgo inminente la vida del Apóstol ibarreño, murieron, a manos de los feroces ribereños del Napo, algunos Cocamas y enfermaron muchos expedicionarios. Al fin, después de 43 días de navegación, llegaron al puerto Napo. Con cuarenta de los Cocamas continuó el Padre para Quito, donde se les recibió triunfalmente. La vuelta fue venturosa y rápida.

A causa de la condición de los moradores de las orillas del Napo, este camino, aunque mucho más corto, inspiraba serios temores. Los infatigables PP. Santacruz y Cueva se dieron, con invicta perseverancia, a la tarea de explorar la vía Pastaza-Bobonaza-Canelos-Baños,   —192→   coronando el segundo sus descubrimientos después de dificultades y peligros sin par, en 1658. El Presidente de la Audiencia ordenó entonces que se construyera una trocha desde Baños; y los jesuitas la comenzaron, a su vez, por el lado del Bobonaza. El P. Santa Cruz, en inspección de los trabajos, fue nuevamente por la referida vía hasta Quito y rindió informe de lo hecho. Mas, el Presidente, a pesar de que sólo se habían gastado quinientos pesos, se negó a sufragar mayores expensas. La obra quedó abandonada. El P. Maugeri se empeñó en la apertura de la vía de Ambato al Oriente.

El P. Santacruz se propuso también en 1662 examinar un camino, que, según se afirmaba, se podía abrir por el Pastaza y el Bobonaza y rematar directamente en Latacunga, sin pasar por Baños, si no por el Abra del Dragón. Cuando estuvo a punto de coronar su anhelo, tuvo que suspender la inspección por falta de víveres; y al regreso, como viajaba sobre una balsa, chocó con un árbol, ahogándose sin que nadie pudiera socorrerle ni hallar su cadáver. Así concluyó su vida, en plena e inmaculada juventud, aquel infatigable apóstol, héroe a la vez de la Iglesia y de la Patria.

El P. Lucero mostró en esto, como en todo, su admirable actividad; y con el P. Agustín Hurtado inspeccionó la vía Bobonaza-Napo, en 1668, acabando por convencerse de su imposibilidad. El P. Lucas de la Cueva hizo una nueva experiencia, recorriendo el camino del Bobonaza a Archidona, por el Curaray. En medio de imponderables tropiezos y peligros, recorrió por vez primera, íntegramente, este último río y luego penetró en el Nogino y llegó al pueblo de Oas, a tres días de Puerto del Napo. El resultado del viaje fue el establecimiento de la misión del Curaray. Gastó el ínclito religioso en este azaroso recorrido siete meses; y fueron tantos sus sacrificios que él mismo, recordando que un eclesiástico había poco antes menospreciado la Misión de Mainas, dijo en carta al Superior, P. Figueroa:

«cuando no fuera por los veintiocho años en que nuestra Santa Religión ha atendido con tanto cuidado y desvelo a la amistad y conversión de tantos bárbaros y obediencia a S. M. que Dios guarde, por lo obrado en estos siete meses de navegación y trajín en las naciones y ríos del Curaray, pudiera sin recelo y sin rebozo afirmar había servido mucho a S. M.»



Los peligros de los viajes eran tan graves que hubo misionero que murió en el camino, a causa de las caídas que sufrió en la travesía de Loja a Jaén. Nos referimos al jesuita caleño Miguel de Silva que, según cuenta el P. Velasco, regresaba de Quito en 1679 al centro de sus actividades y, desprovisto de todo auxilio humano, falleció en la asperísima selva.





  —193→  

ArribaAbajoVIII. El ocaso


La epopeya de Mainas

A pesar de tanto obstáculo y, sobre todo, de la disminución incesante de la población de Mainas, el cuadro que ofrecían las misiones en 1768 no podía ser más halagüeño, así por el número de religiosos que en ellas labraban, con asiduidad y entereza excepcionales, la viña divina, como por la cantidad ingente de miembros de las reducciones (14.734) y por la solidez de la fe y de la práctica cristiana que se logró, a costa de continuos holocaustos de sangre y energía.

La epopeya de Mainas ha sido reconocida por todas los historiadores del Ecuador. Escuchemos únicamente a uno de la mayor excepción, el doctor Pedro Moncayo, en su opúsculo Cuestión de límites entre el Ecuador y el Perú según el uti possidetis de 1810 y los tratados de 1829:

«Los padres jesuitas de Quito fueron los más fervientes y perseverantes en el ejercicio de tan peligroso ministerio: Muchos de ellos recogieron la palma del martirio dejando sobre su tumba la simiente de la civilización evangélica; instruían con una sagacidad especial y característica; propagaban el trabajo con su ejemplo; y las colonias se aumentaban y prosperaban. Eran al mismo tiempo los más celosos defensores del dominio real de España en el Amazonas. Centinelas avanzados de la Corona castellana, impidieron y contuvieron muchas veces las usurpaciones del Brasil, descubriendo y reconociendo esos lugares, tomando posesión en nombre de su Monarca y levantando monumentos para mantenerla y conservarla. Muchos de esos ilustres misioneros fueron sabios, dedicados al estudio de las ciencias: sus viajes, sus escritos los hicieron célebres; y sus trabajos científicos han llamado la atención de los viajeros que han venido más tarde a recoger el fruto de esas investigaciones en el mismo campo en que lo cultivaron esos hábiles y virtuosos sacerdotes».

(Pág. 15)

Y sin embargo, el autor de esas líneas fue, como Presidente de la Asamblea Constituyente de 1852, uno de los autores de la segunda expulsión de los jesuitas...




La expulsión de los jesuitas

Compréndese así cómo la supresión de la Compañía de Jesús en 1767 hizo un mal de incalculables consecuencias al dominio territorial de la Presidencia y a la evangelización de la provincia de Mainas, incorporada íntegramente, gracias a esos holocaustos apostólicos, al ámbito de aquella. Puede decirse que el extrañamiento es el primer acto, que domina y explica la tragedia territorial de la Patria.

Un mes había decurrido desde la ejecución de la Pragmática del Rey Carlos III, cuando llegó la noticia a Mainas. Los jesuitas guardaron reserva, por temor de que los indios huyeran y se terminasen las reducciones con tanto sacrificio formadas al amparo de la Cruz de   —194→   Cristo, signo indeficiente de civilización. Pero al fin se supo...; y los pobres salvajes, cuyos intrépidos defensores habían sido los detestados religiosos, se conmovieron profundamente. Considerable esfuerzo costó a los Misioneros lograr que se conservaran en los poblados.

El extrañamiento tardó en consumarse algunos meses; hasta que él obispo de Quito, Ilmo. señor Ponce y Carrasco, ordenando de prisa y a título de misión, a cuantos individuos se presentaron para sustituir a los antiguos apóstoles, pudiese colaborar en los designios del Rey que, con la expulsión, aseveraba haber «atendido a la felicidad eterna de sus súbditos, con exacto esmero a que ningún socorro espiritual les falte, aun en los países más remotos». El ex gobernador de Quijos, don José Basave, fue el comisionado para realizar el extrañamiento; y el doctor Manuel de Echeverría, eclesiástico a todas luces recomendable, quedó constituido Vicario de los improvisados misioneros.

Los jesuitas del Napo salieron a Quito y pasaron luego a Guayaquil, donde se embarcaron rumbo a Cartagena. Allí se detuvieron para tomar diversas naves que les llevaron a La Habana y luego a Cádiz. En cambio, los demás misioneros de Mainas, experimentaron en su larga y penosísima odisea por el Amazonas toda suerte de privaciones y vejámenes con que los agentes de Pombal extremaron su enemistad.




Ruina de las misiones

El mismo Comisario de la ejecución, a pocos meses, después de palpar la ruina de las misiones, renunció su cargo y escribió este justiciero elogio de los antiguos jesuitas:

«Todo se pierde sin remedio... ni son los clérigos, hechos a sus comodidades, para mantener, no digo para llevar adelante, unos establecimientos que se han fundado a costa de antiguas fatigas y de increíbles trabajos con peligro de la vida en agua y tierra, con extrema pobreza y con un desinterés generoso; ni los han conservado los Padres, sino dando a los indios cuanto les viene a las manos, tratando con cariño, mansedumbre y fidelidad a gentes de tan corto entendimiento y de una natural desidia, y no se mueven de un sitio sino a costa de ruegos, acompañados de regalos y donecillos, en que ciertamente no serán pródigos los sacerdotes que vienen en la persuasión firme de las riquezas que abrigan en sus entrañas estas tierras, faltas de casi todo, fuera de unas pocas yucas, plátanos y granos de maíz. Yo no quiero ser responsable de la pérdida que veo, ni conservar los títulos, y nombramiento de mi gobierno».






Vaivenes mortales

Ofreciéronse en diciembre de 1768 los franciscanos a tomar el lugar de los clérigos seculares; y el Presidente Diguja accedió a ello, «por no haber suficiente número de sujetos que quieran perseverar en aquella penosísima apostólica ocupación». En febrero de 1770 entró el primer grupo de trece franciscanos,   —195→   con el P. Joaquín Barrutieta, como Comisario; y en diciembre ingresaron cuatro más. Al siguiente año fueron destinados a Mainas veintiún sacerdotes de la propia orden, porque algunos de los elegidos inicialmente habían desamparado el campo apostólico. En efecto, don Francisco Requena, en su informe de 20 de febrero de 1785, indica que «desertaron muchos, algunos se quedaron voluntariamente en los pueblos que querían y otros se paseaban a su discreción por la Provincia...» El Rey desaprobó la encomienda de la misión a la Orden de Menores; y en 1774 volvieron a tomarla clérigos seculares. Mas, como en la primera ocasión, no se mostraron aptos para tan austero encargo.

Tornaron, pues, los Franciscanos a Mainas; mas, era sumamente difícil que una Congregación religiosa, sometida al régimen de la alternativa y donde había ardientes pugnas entre españoles y criollos, atendiera con esmero obra tan ardua como azarosa, a la que sólo debían ir voluntarios y heroicos en sueno grado. Por más que de España viniesen en 1789 trece religiosos, las misiones no estuvieron debidamente servidas; y se suscitaron pleitos y divergencias, que dieron origen a la cédula de 13 de junio de 1795, en la cual se determinó que se ocupasen en ella todos los religiosos de la provincia, así criollos como españoles, y en proporción al número de estas parcialidades. Mas, la abnegación no se crea con papeles, aunque sean de origen regio; las misiones permanecieron en incurable decadencia, que suministró pretexto para la cédula real de 15 de julio de 1802, culminación de los informes de don Francisco de Requena. Por ella se organizó un obispado en Mainas y se encomendaron las misiones al Colegio de Santa Rosa de Ocopa; es decir se estableció un organismo bicéfalo que llevaba en sí mismo el germen de destrucción.

¿El resultado? Que el Obispo entró a su Diócesis, no por Lima, como era de esperarse dados los antecedentes que se detallan en la cédula, sino por Quito y por los caminos de los jesuitas; y que en el vasto desierto de Mainas tuvo el desdichado del Ilmo. señor Sánchez Rangel, por únicos colaboradores, a unos cuantos clérigos y frailes franciscanos de nuestra Presidencia.




Vuelven las misiones al dominio de Quito

Dos personajes de alta posición en ella, el Dr. Francisco Rodríguez Soto, canónigo magistral, y don Mariano Guillermo Valdivieso, representaron al Rey las consecuencias de la política de Requena y allí pusieron sobre la flamante diócesis inri definitivo: «El Obispo, dijeron, situado en el extremo de Moyobamba, conserva la ropa y el nombre». Y ya en el ocaso de su existencia, Requena, hombre de talento, pero falto de prudencia; Requena, que tantas veces había cambiado de parecer, cantó la palinodia al escribir al Sr. Sánchez Rangel:

  —196→  

«Doy gracias a Dios de haberme sacado de Maynas, donde era un vergonzoso y triste testigo de las usurpaciones de los Portugueses, del abandono con que miran a aquellos Misioneros los Jefes Principales, del trato que reciben los Indios de sus propios Párrocos y Jueces, del estado deplorable en que se halla el cristianismo con tres siglos de conquista y de verse perder una mies tan copiosa, una mesa tan sazonada, una viña tan fructífera por falta de idóneos operarios y de obreros fieles. Me cubro de horror, temo por mí mismo los juicios del cielo...»



Y el Rey, sin saber qué partido tomar, derogó tácitamente la cédula de 1802 -los «autos de erección del obispado de Mainas», según la denominación del Perú-, al encomendar al Jefe Político de Quito, por nota de 11 de enero de 1821, respuesta a la representación de Rodríguez y Valdivieso, que tomase cuantas providencias estimara compatibles con los decretos irreligiosos de las Cortes, para la restauración de las misiones de su distrito...

Mientras tanto llegó la Independencia. Los franciscanos españoles de Ocopa dejaron ese campo de apostolado; y el gobierno peruano suprimió el célebre Colegio, coautor de la cédula de 1802. En el Ucayali siguió sacrificándose un fraile menor ecuatoriano celebérrimo, el P. José Manuel Plaza, más tarde Obispo de Cuenca, quien, por sí solo y por ajena cuenta, hizo más y mejor que muchos misioneros juntos...




La obra de García Moreno

Los Gobiernos de la República no se preocuparon debidamente de las misiones. Fue preciso que ascendiera a la Presidencia don Gabriel García Moreno para que ese problema, íntimamente vinculado al del patrimonio territorial de la patria, tomara otra faz. Desde 1861, el gran magistrado cuya vida y obra se enlazan de modo estrecho con las de la Iglesia ecuatoriana, se propuso dar nueva organización a las misiones del Napo, antemural de la frontera; y logró que se nombrara para Prefecto Apostólico a un sacerdote benemérito, el doctor Vicente Daniel Pastor. Mas, apenas pudo, recabó que la Compañía de Jesús tornara a ese campo, regado antaño con la sangre y los apostólicos sudores de innumerables hijos suyos. Por desgracia, ya Mainas no tenía su primitiva extensión.

Como en su antigua Misión, los jesuitas del Napo -cuya desembocadura se hallaba perdida-, atendieron con ejemplar solicitud a diferentes menesteres: la evangelización, la educación de indios y blancos, la creación de los primeros elementos de vida civilizada, la defensa del territorio y del jíbaro. Las grandes innovaciones de García Moreno consistieron en confiar a los misioneros la doble autoridad y en sostener con entereza sus decisiones contra las tentativas que, ogaño como antaño, hacían los blancos, para convertir en mero instrumento   —197→   de lucro a los mal aventurados jíbaros. Volvió la selva a convertirse en jardín, como en los tiempos del P. Bahamonde; el erial en escuela y el Poder en tutela del indio contra toda suerte de opresiones. Mas,

«el crimen del 6 de Agosto desquició en todas partes los fundamentos del orden y progreso de la República; volaron de Quito los especuladores, hicieron un pronunciamiento, y erigieron por su propia autoridad, un Gobernador, que se propuso matar las misiones hostilizando a los misioneros, y todo decayó súbitamente...268»



En 1878 volvieron los jesuitas a ocuparse, con la intrepidez de antaño, aunque sin las garantías que les aseguraba la férrea mano de García Moreno, en la defensa de la integridad de la patria. La bandera nacional continuó flameando, si no en la desembocadura de los grandes ríos de la orilla izquierda del Marañón, por lo menos hasta más abajo de Mazán en el Napo, o sea el punto denominado Destacamento. Los continuos avances del Perú, en la época de abandono de las misiones, habíamos privado del dominio del «Río de Quito», del «Río de San Francisco» o de «San Ignacio de Quito», del «Río de Orellana», descubierto, redescubierto y evangelizado por nuestros hombres y misioneros, en ininterrumpida gesta de gloria durante el período español.




Nuevos vaivenes

La Misión de los jesuitas en el Napo mereció, con justicia, el dictado de grande que le dio el Encargado de la Cartera de RR. EE., don Abelardo Moncayo, autoridad de toda excepción. Durante el período de 1869 a 1895 tuvo allí empleados en apostólicas labores 35 de sus miembros, entre sacerdotes y coadjutores, número que, por sí solo, acredita la importancia y multiplicidad de las actividades emprendidas. Una Congregación femenina, la del Buen Pastor, acudió solícita a atender la educación de las mujeres, y, particularmente, la de las jibaritas. Ambas entidades se ocuparon, con ejemplar esmero, en la defensa del indio contra los desmanes del blanco, defensa que había costado la vida al Presidente García Moreno.

Como el campo de acción era ya excesivo para una Congregación religiosa sola, el Congreso de 1888 acordó que se solicitara de la Santa Sede la erección de cuatro vicariatos apostólicos: el del Napo, el de Macas y Canelos, el de Méndez y Gualaquiza y el de Zamora. No pudo por algunos años ejecutarse ese benéfico propósito, a causa de la tenaz oposición del Perú; mas, la Silla Apostólica pasó al fin sobre este obstáculo, resolviendo, eso sí, que cada Vicariato había de   —198→   comprender sólo lo poseído por el Ecuador. Con tal decisión, pudieron entrar al Oriente, a compartir las gloriosas responsabilidades de jesuitas y dominicanos, los salesianos y franciscanos, que tomaron los Vicariatos de Méndez y Zamora, respectivamente.

Mientras esto ocurría, la región oriental era teatro de un atentado criminal contra los jesuitas, organizado por los blancos, quienes habían estimulado desatentadamente las pasiones desapoderadas de los míseros indios. El 30 de agosto de 1892, los confabulados atacaron la misión de Loreto, aprehendieron al Jefe Político, destruyeron la escuela, dispararon sobre la casa de los religiosos, los capturaron con el designio, seguramente, de asesinarlos o atemorizarlos, y cometieron otros desafueros. Uno de los Padres, había sido anteriormente víctima de un atentado. Esto sucedía porque los jesuitas no dejaban que reinase en el Oriente, «donde todo pasa», según escribió lúgubremente el P. Tovía al Presidente de la República e ilustre hombre de letras, Dr. Luis Cordero, la idolatría del caucho, a la cual se había de sacrificar la dignidad humana y los intereses espirituales de los indios, en beneficio de pocos privilegiados:

«En los blancos, ha sido el deseo de sacudir la ley y la moral y vivir con más holgura según la naturaleza; en los indígenas, ha sido, simplemente, el deseo de reivindicar los derechos de su salvajismo de abolengo y protestar contra todo paso dado en el camino de la civilización cristiana».



Una vez más, el blanco se presentaba como enemigo de la evangelización del indio, como la piedra de escándalo que hacía estéril la labor misionera.

En 1895, por falta de garantías, tuvieron que dejar los jesuitas la misión del Napo; y poco después se suspendieron las demás. Mientras tanto, el Perú comenzó la obra que había descuidado hasta entonces, la organización eclesiástica de las tierras arrebatadas, a la Presidencia de Quito y a su continuadora jurídica, la República del Ecuador. En 1900 se creó la Prefectura Apostólica de San León del Amazonas, que abarcaba zonas que según el Uti Possidetis y, consecuentemente, con el título supremo del descubrimiento de la evangelización, del holocausto de insignes misioneros y de los afanes de centenares de ellos, durante cuatro siglos de gloria épica, pertenecían a nuestra patria.

La pasión política, la fiebre partidarista que asfixiaba al país, hizo olvidar que los misioneros habían sido los abanderados mayores de la nacionalidad, los artífices de sus derechos territoriales, los defensores intrépidos de su patrimonio amazónico. Durante más de veinte años, el Erario no quiso erogar un solo centavo para el sostenimiento de los religiosos y la realización de su labor. Cuando en 1920 se resolvió a hacerlo, era ya tarde. La heredad sagrada estaba devastada,   —199→   en su mayor parte. Arriada la Cruz, símbolo excelso de nuestra soberanía en las regiones disputadas, ni siquiera habíamos pretendido sustituir un emblema con otro. El ejército se conservaba lejos del campo del honor, en virtud de pactos ligeros o mal interpretados.




La Historia no se destruye

Nadie podrá barrer de nuestra historia la portentosa hazaña de Mainas, obra de la Iglesia, en cuyos maternos brazos nació y creció el dominio territorial ecuatoriano. Podemos decir aquí, como síntesis de nuestro estudio, lo que afirmaba en 1790, el Gobernador de Quijos, don José Ignacio Checa: «El Marañón es nuestro; lo descubrieron nuestros padres a costa de su sangre». Lo sacó a luz, para Cristo y la Patria, a expensas de inmolaciones inenarrables, la Sociedad de las Almas, sembradora eterna del Evangelio. Si hay justicia en la tierra, algún día debe volver, en parte equitativa, a quien lo recorrió por vez primera y evangelizó sus dos riberas, en gesta sin par.







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