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ArribaAbajoCapítulo XII

Las artes



ArribaAbajoI. Arte y religión


Caracteres que debe tener el arte para ser elemento de tradición nacional

No todo arte constituye factor y cimiento de ser tradición nacional. Para que lo sea se requieren tres arduas condiciones: las corrientes y expresiones artísticas deben ser seculares, orientarse en sentido uniforme y atraer de tal suerte el alma del pueblo que lleguen a identificarse en cierto modo con ella.

El arte ecuatoriano reúne, como ninguno en América, esos requisitos. Surge, adulto y lozano, apenas conquistado el Reino de Quito y florece en los dos siglos siguientes; se expresa en diferentes formas, pero posee un mismo espíritu y un solo ideal; y, a pesar de su valía intrínseca, no tiene sello aristocrático, sino eminentemente popular, que conmueve las fibras más íntimas del sentimiento e imaginación de las multitudes. He allí por qué ha contribuido de manera decisiva a la forja de la tradición y de la personalidad patrias.




El arte de la Contrarreforma

Erigida la Presidencia en una centuria inspirada por el humanismo renacentista, pudo tener un arte divorciado de la religión. Mas, sus diversas manifestaciones, de genuina prosapia española, nacen en el seno de la fe y viven en él, nutriéndose de sus jugos vitales y de sus criterios eternos. No marcha el arte paralelamente con la religión, ni constituye mero aliado suyo, que se mueva en órbita autónoma. Su papel es el del hijo, que trabaja bajo la sombra indeficiente de su madre, se alimenta de su leche nutricia y le sirve con gratitud y fidelidad; o, mejor, el del vasallo, que surge a la gloria bajo las banderas de su Capitana y que no tiene más ambición que honrarla y realzarla. Antes que fin, fue medio de inapreciable estima al servicio de valores imperecederos.

El arte quiteño es eminentemente barroco; y el barroco constituye la expresión genuina y cabal de la Contrarreforma y, sobre todo, de la española. El arte de la Contrarreforma no significa negación de humanismo, sino, al contrario, sublimación suya. El Renacimiento se jacta de haber descubierto la grandeza humana, pero la mutila. La Contrarreforma restaura el hombre completo, el hombre deificado; y su arte habla al alma y a los sentidos. Por esto, el barroco exprime   —339→   admirablemente las relaciones entre el individuo y la Divinidad, la comunicación de la tierra con el Cielo. Nada hay oculto para ese arte vital: todos los procesos espirituales se reflejan por vez primera en la forma plástica. El Renacimiento profesa el culto de lo heroico; mas, para la Contrarreforma, Cristo en sus Santos es la heroicidad sobrehumana hecha carne y llevada a grado infinito de poder y sacrificio. La Reforma crea un arte individualista, frío, inmaterializado, tétrico en su soledad; la Contrarreforma, por contraste, promueve un arte orgánico, profundo que restablece el enlace de lo individual y lo social, integran de estos elementos en unidad vivificada por los recursos misteriosos que administra y difunde la Sociedad visible de las almas, maestra de doctrina y disciplina de acción. El arte humanista exalta el amor que, a menudo, no se distingue de atormentadora carnalidad; el de la Contrarreforma es una exultación de fuego sobrenatural, que abrasa y pacifica a la vez452.

Arte y religión tienen relaciones de íntima mancomunidad y, por tanto, de eficacia incontrastable en la educación del espíritu del país. Veamos, en primer término, los influjos de la religión en el arte y después los de éste en aquella.




Fases de la influencia religiosa en el arte nacional

El ascendiente religioso en el arte nacional se muestra en la formación del primer plantel de bellas artes; en el estímulo constante a los artistas; en el señalamiento de motivos y temas artísticos de alto valor, que vigorizan las alas de su genio; en el suministro de modelos y otros elementos que cooperan eficazmente a su labor; en la organización de artesanos y artistas en gremios y cofradías, que son, a la par, acicate y defensa de su trabajo; en el patrocinio y mecenazgo ejercido por prelados seculares y regulares; en el modelado del arte civil por el religioso; y en la provisión de artistas eclesiásticos para obras de carácter profano. Diremos unas pocas palabras acerca de cada uno de estos capítulos.




El primer plantel de bellas artes

El arte quiteño brota, no como planta tímida, antes bien con vuelo triunfal, bajo el patrocinio de la Iglesia, representada por la Orden franciscana. Apenas fundada la ciudad, surge original escuela de artes, en los Colegios denominados de San Juan Evangelista y San Andrés, establecidos, de acuerdo con la forma y troquel ya acreditados en México, por fray Jodoco Ricki, fray Pedro Gosseal y fray Francisco de Morales. Allí frailes admirables enseñaron a los atónitos indios toda clase de artes   —340→   y oficios, a más de la religión, la gramática y el canto. En carta al Rey don Felipe II pudo decir el afamado franciscano flamenco:

«Item se les han enseñado en el dicho Colegio a muchos indios muchos oficios como son: albañiles y carpinteros y barberos y otros que hacen texa e ladrillos y otros plateros e pinteros de donde ha venido mucho bien a la tierra y otras cosas así necesarias para su salvación como a su policía...»



De San Andrés salieron, pues, dos clases de profesionales, jerárquica y estrechamente relacionadas: la de artesanos y la de artistas, según el grado de sus conocimientos. Otro documento, fechado en 1556, hace el elogio del P. Jodoco en estos términos:

«Además enseñó a los indios a leer y escribir y tañer los instrumentos de música, tecla y cuerdas, sacabuches y chirimías, flautas y trompetas y cornetas y el canto de órgano y llano... Enseñó a los indios todo género de oficios... hasta muy perfectos pintores y escritores y apuntadores de libros».



No les amaestró, por tanto, en los rudimentos de las artes, en lo que basta al obrero manual para el ejercicio de su profesión: les elevó a categoría superior, al de la perfección de su oficio, al arte verdadero, en el más cabal sentido de este vocablo.

Muy loable habría sido, en principio, que los fundadores de nuestro arte incorporasen en los elementos españoles, implantados aquí, todos los factores interesantes del arte aborigen, especialmente la pintura ornamental, estatuaria y orfebrería, en que los pobladores primerizos del Reino de Quito habían sobresalido. Mas, aparte de que en los días iniciales de la ocupación debió de ser sumamente difícil a los conquistadores distinguir lo propio de Quito y lo incásico, y sopesar lo que en cada uno merecía unfidres y hermanarse con el arte español; otro motivo fundamental, de carácter psicológico, hacía inasequible tal fusión: entre las artes necesarias a una sociedad que se construía de prisa y radicalmente, la primordial era la arquitectura; y en materia arquitectónica, los aborígenes ecuatorianos tuvieron cultura mezquina; y la misma incásica, interesante en algunos de sus monumentos, no resiste el cotejo con la española. Con todo, si los constructores de Quito no integraron el arte importado con el local, elevaron al indio a la categoría de partícipe del primero, enseñándole al efecto los oficios consiguientes. Sólo cuando la ciudad está ya hecha, comienza la sugestiva combinación del arte mudéjar con el indígena, de los motivos orientales con los familiares a los pobladores del Ecuador.




Estímulos al arte

El empeño eclesiástico de preparar al indio para el ejercicio de los diferentes oficios y artes indispensables y de traer, paralelamente, de España suficientes maestros   —341→   que guiaran ese aprendizaje, habría sido estéril, si la Iglesia misma no hubiera cuidado de estimular el arte incipiente, proporcionándole la clientela requerida. La Sociedad Espiritual, en su anhelo de magnificar con toda suerte de expresiones de belleza, sus templos y conventos, suministró a los artistas trabajo constante y decorosamente remunerado, a falta del cual habrían abandonado su profesión e ido en pos de ocupaciones lucrativas. No era ella la única que representaba la demanda de artífices: por su influjo, los gremios y cofradías, enardeciéndose mutuamente en el culto a sus respectivos patronos, alimentaban la clientela, de modo que los maestros nunca estuviesen cesantes. Tan abundante era, a fines de la primera cincuentena de vida de la Ciudad, el número de esas entidades, que en 1570 el Ilmo. señor de la Peña se vio en el caso de prohibir que se erigiera ninguna cofradía sin la aprobación de la Autoridad Eclesiástica. En una sociedad pobre, pero con el alma hecha para la grandeza, el artista venía a ser un privilegiado, al cual no se le regateaban honores, ni honorarios...




Elevación de los artistas y enriquecimiento de su temario

Asegurada su vida, el artista se entregaba con tranquila fidelidad a su munífica clientela, la Institución Eclesiástica, dotada de extensas ramificaciones. Mas, su acción no paraba allí. La Iglesia estaba siempre junto a los Oficios, para engrandecer y vigorar su espíritu, sugiriéndoles motivos dignos de su genio y del fin que ella y los profesionales, unánimes, perseguían. Nuestro arte tiene una sola orientación, idéntico sentido, temario único, aunque innumerable en sus manifestaciones y originalidades. Esta orientación es la religiosa; que eleva cada día más las alas del artista, haciéndole intuir los misterios de la fe. Más que escuela de simple arte, la quiteña, sobre todo en su apogeo, semeja certamen de teología artística o de arte teológico: el artista era, a menudo un hombre que vivía junto al Sagrario, en comunión de íntimos amores, extrayendo de ellos luz y fuerza para su pincel o buril. Si el arte «entró, en los pueblos hispanoamericanos, como un capítulo de pedagogía453», el que lo ejercitaba se creía particionero de ese ministerio educativo, cosacerdote y apóstol, a su manera y en su órbita.




La liturgia fuente de fecundidad artística

Y como esa pedagogía se desenvuelve alrededor del calendario anual, despertando cotidianamente, en formas diversas, el dormido corazón o elevándole más y más, con recursos variadísimos que previenen el desmayo o la caída, los motivos del arte religioso fueron también adaptándose al suceder sin tregua de los llamamientos divinos   —342→   contenidos en el poema de la liturgia; vivido con ardiente patetismo454. Nada quedó sin representación, en el lienzo o la escultura, desde el Nacimiento de Jesús, la Adoración de pastores y magos, hasta los memorables pasos de Semana Santa; desde la Natividad de la Virgen hasta su Asunción gloriosa. Y esto no sólo en Quito y en su iglesia madre, donde se había mandado observar las costumbres y liturgia sevillanas, de excepcional esplendor y colorido dramático, sino en los demás templos de la Presidencia. Las procesiones, certámenes de emulación, constituían oportunidad para lucir el estupendo repertorio imaginero, en que el ingenio de nuestros artistas se había superado a sí mismo para triunfo y gloria del Altísimo. El Santoral, que tenía a la sazón más espectacular culto, dio, asimismo, a la imaginería religiosa copioso y polifásico temario. Ya hemos visto cómo en esa exaltación mística; nuestros artistas llegaron a concebir, apartándose de los modelos españoles, tipos especiales de imágenes, como la Virgen Eucarística de Miguel de Santiago o la Purísima alada de Bernardo de Legarda, que se impusieron al gusto y devoción populares. La riqueza de motivos patentiza la fecundidad espiritual de esa raza de hombres, consagrada a exprimir sus sublimes amores en el inefable idioma del arte.




Provisión de elementos que vivificaron el arte

Mas, la superabundancia de motivos, eco y testimonio de la grandeza del espíritu religioso de nuestro pueblo, al cual correspondía fielmente el de sus artistas, no habría podido evidenciarse si éstos hubiesen carecido de modelos y otros elementos indispensables para el ejercicio cabal de su doble apostolado.

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Algunos seglares trajeron de España imágenes célebres Diego Suárez de Figueroa adquirió en Sevilla el lienzo de Nuestra Sra. de la Antigua para la Catedral; y Benito Gutiérrez la imagen de Santa Lucía, centro de renombrada capellanía en la misma Iglesia. Sin embargo, nadie se preocupó más con el problema de la importación de modelos que los sacerdotes y frailes, quienes compraron en Europa y, particularmente, en los mercados de Sevilla y Roma, piezas valiosas de que se sirvieron, como guía y ejemplo, nuestros profesionales. El primer Obispo hizo importaciones «en gran escala», según asevera Jijón y Caamaño455. El Ilmo. señor fray Alonso de Santillán mandó pintar en Sevilla, una serie de Apóstoles, para el altar mayor de su Catedral; colección que se colocó en 1619. El Ilmo. Sr. de la Peña Montenegro pidió a Roma la de los Profetas. El Ilmo. señor Romero trajo de la propia ciudad dos preciosas imágenes de los santos niños Justo y Pastor, de los cuales era muy devoto; y el P. Luzán un Crucifijo para el mismo altar mayor. Fray José Maldonado, Comisario de Indias, regaló a San Francisco una copia de la Virgen del Pilar de Zaragoza, copia, según conjetura, hecha por Alonso Cano. El P. Marcos Flores, dominicano, adquirió en Sevilla, hacia 1629, la estatua de Santo Domingo, trasunto de la tallada por Montañés. Las imágenes de la Capilla Mayor de San Agustín habían sido traídas de Roma por Fray Gabriel de Saona. El Provincial de la misma Orden, Leonardo Araujo, importó una colección de cuarenta ejemplares, de diversas clases, entre los cuales había uno, a lo menos, de Rafael Sanzio, colección que se vio obligado a malvender, por interpuesta persona, al Presidente Morga para satisfacer gastos de viaje. A la muerte de éste, tan importante acervo artístico fue objeto de parcial subasta. En el convento de Quito quedó, según testimonio de Rodríguez Docampo, un Santo Cristo difunto, en su sepulcro. Ignórase quién trajo cincuenta y cuatro cuadros romanos de la Vida del Seráfico Pobrecillo, que adornan los claustros del Convento Franciscano de esta Capital y muchos de los cuales, ¡ay!, han padecido el agravio del tiempo. También para la Merced vinieron de España lienzos de la vida de San Pedro Nolasco. La colección más preciosa, por número y valía, fue la que envió el P. Ignacio de Quezada. Se componía de trescientas pinturas, entre ellas 42 referentes a la vida de Santo Tomás, adquiridas en Roma, y varias esculturas magníficas, como la del propio Príncipe de las Escuelas y la de San Fernando, negociadas en Sevilla, aparte de tallas italianas en marfil, especialmente Cristos y bellos Niños. El P. Valentín Iglesias comprobó que Miguel de Santiago se sirvió de los grabados de Schelte de Bolswert, amigo de Rubens, para sus cuadros del convento agustiniano, grabados que, probablemente,   —344→   los hizo venir el P. Basilio de Ribera456. Santiago utiliza también como fuente de inspiración un conjunto de viñetas de Rembrandt. Es indudable, en fin, que en las Casas religiosas de Quito existen obras originales de Murillo, Montañés, Velázquez, Zurbarán, etc., compradas por frailes que venían de España.

El caso del P. Quezada se repitió, andando el tiempo: el P. Manuel Román, de la misma Orden, trajo a mediados del siglo XVIII otro conjunto de láminas y cuadros. Por la propia época llegaron igualmente los grabados de José y Juan Klauber, relativos a la vida de muchos Santos, que influyeron poderosamente en el arte de los pintores quiteños de aquellos días, en especial de Albán, Rodríguez y Samaniego457.

Tan continua afluencia de modelos y fuentes de inspiración explica la subsistencia y florecimiento de nuestras escuelas de arte. De lo contrario éste no habría podido menos de decaer, como ocurrió cuando se rompieron los hilos sagrados que mantenían la comunión de los artistas ecuatorianos con la madre de la cultura, Europa, en el primer cincuentenio del siglo XIX.




Concursos artístico-religiosos

Otro recurso eficaz para la promoción del arte fueron los concursos, organizados por la Iglesia o realizados, a lo menos, con motivo de acaecimientos religiosos. En las fiestas de canonización de San Raimundo (1603), se verificó en Quito un gran desfile, acompañado de carros alegóricos, en los cuales se exhibieron cuadros bíblicos, pintados por los principales artistas de la ciudad, bajo la dirección del Teniente general Francisco de Sotomayor, constructor de importantes edificios urbanos. El Cabildo, por medio de sus corregidores, promovía certámenes con ocasión de la muerte de ilustres personajes. Cuando la de Felipe II, don Diego de Portugal logró que los mejores pintores trazasen cuadros de las ciudades de esta Provincia Mayor, con sus armas reales respectivas. Asimismo, Sancho Díaz de Zurbano promovió concurso de túmulos para las honras de Margarita de Austria; triunfó el artista Diego Serrano Montenegro. Hubo otro de pintura, con el fin de que se hicieran los retratos de los ascendientes de Felipe II458.




Vigilancia de la conducta de los artistas por las cofradías

La Iglesia no sólo honraba a los artistas, sino que velaba asiduamente por su vida religiosa y moral, les defendía contra sí mismos, fomentaba su hermandad y apoyo recíprocos. A este fin, a la par que el Municipio estableció los gremios,   —345→   instrumento de tutela jurídica de la profesión y medio de conciliación de intereses entre el productor y el consumidor; la Iglesia promovió las cofradías, centros de auxilio mutuo en toda suerte de necesidades y circunstancias, de estímulo del arte u oficio, de comunidad en la plegaria y de exaltación continua de las facultades de sus miembros hacia la divina meta a que unánimemente aspiraban.

La severa vigilancia del Cabildo evitaba que se introdujesen en el oficio elementos carentes de preparación o que no hubieran hecho la prueba magistral necesaria. La Cofradía, en cambio, templaba el rigor del gremio, saturaba la competencia de espíritu fraterno, procuraba que convergiesen en Dios todos los afanes de sus miembros, impidiéndoles, a la vez, que cayeran moralmente. La cofradía era más continua a través del tiempo; el gremio cambiaba constantemente de autoridades. Por lo mismo, aquella ejercía influencia mayor y más benéfica que la organización jurídico municipal del Oficio. Y no se crea que en las cofradías se congregaban únicamente los miembros más modestos de la profesión. Nadie se reputaba empequeñecido por pertenecer a ellas. Bernardo de Legarda fue devotísimo socio y Síndico, repetidas veces, de la de San Lucas, donde se congregaban los pintores: el Evangelista tenía en Cantuña su efigie, labrada por las manos inmortales del P. Carlos y renovada por el propio Legarda.




Patrocinio generoso

Munífico Mecenas del arte ecuatoriano fue la Iglesia, porque ella costeó, en gran parte, la proteica producción de una escuela trisecular, dando a los artistas certidumbre económica contra los riesgos de la vida. Mas, aparte de ese patrocinio colectivo, hay casos numerosos de clérigos y frailes que fueron espléndidos protectores o promotores de vastas empresas artísticas que, por exigir largos años de sacrificio, reclamaban mayor seguridad.

Sería menester nombrar, en primer término, a muchos obispos de Quito que hicieron, a expensas personales, grandes reformas en la iglesia catedralicia: fray Luis López de Salís, que donó un órgano grande y una lámpara, amén de muchas otras cosas; fray Francisco de Sotomayor, que costeó el dorado del Coro y de las figuras de la sillería y mandó labrar rico frontal de plata, por el que pagó cuatro mil ducados; el Ilmo. señor de la Peña y Montenegro que, en su largo obispado, tuvo oportunidad de costear la capilla de San Ildefonso y la hechura de varios retablos y numerosas imágenes, a más de cooperar a la reconstrucción del templo, ordenar que se fabricara una lámpara de ochenta marcos de plata y de satisfacer el valor de lienzos de la iglesia de San Agustín; el Ilmo. señor Sancho de Andrade y Figueroa, que erigió también tres retablos; el Ilmo. señor Luis Francisco Romero, que regaló un sitial magnífico con la imagen de Nuestra Señora de la Concepción,   —346→   etc., etc. Gracias a esa munificencia, la Catedral llegó a ser verdadero emporio de arte. En 1785 tenía veinticinco altares, en cada uno de los cuales habíase hecho derroche artístico. Entre los Deanes, hubo uno que empleó sus riquezas allí: don Pedro de Zumárraga459.

Igual cosa podríamos decir de cada uno de los Conventos. No solamente las Órdenes monásticas pagaron pingues honorarios a los artífices por sus obras, sino también muchos frailes, individualmente. Podríamos recordar numerosos casos; pero aquí baste uno solo, como espléndida muestra: el del P. fray Basilio de Ribera, que, a más de contratar para largo tiempo, durante su primer provincialato (1653-7) los servicios de Miguel de Santiago, satisfizo con su peculio o allegó recursos para satisfacer el valor de varios cuadros magistrales del preclaro artista460.

En el cognomento de Mecenas hay que incluir los nombres de algunos de los Presidentes de la Audiencia, cuyo norte fue también el ideal religioso. Citaremos aquí, como mero ejemplo, al Dr. Lope Antonio de Munive, que costeó varias pinturas, entre ellas, una que está sobre el arco toral de la nave céntrica de Santo Domingo; y el tabernáculo del altar de Santa Rosa de la Catedral. Otros Presidentes hicieron más: Selva Alegre reedificó a su costa la iglesia de Santa Catalina, arruinada por el terremoto de 1755, y la dotó de grandiosa cúpula, destruida por otra catástrofe, la de 1859. Muñoz de Guzmán se empleó largo tiempo en la mejora de la Catedral; y al entusiasmo del barón de Carondelet se deben el atrio, el arco y duomo de la puerta principal y la fachada de piedra de la segunda puerta lateral de la Iglesia461. El mismo se empeñó en que se hiciera el monumento de Jueves Santo, obra admirable de Samaniego.

El patrocinio artístico de la Iglesia ha sido unánimemente reconocido en América. Historiadores de la talla y de las ideas de Luis Alberto Sánchez no han podido menos de decir: «Esbozar siquiera un remedo de historia de las artes en la Colonia sin referirse a las "casas de Dios", sería absurdo462».



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Influencia del arte religioso en el civil

Dos reputados críticos de arte, el P. Vargas y el Dr. Navarro, hacen afirmaciones aparentemente antitéticas respecto de la prioridad de las clases de arquitectura. El primero asevera que la civil precedió a la suntuaria de los templos463; y el segundo que «en la arquitectura americana en general, y en la quiteña en particular, la edificación conventual influyó en la arquitectura civil464». Apenas ocupada Quito por las fuerzas españolas, tuvo que iniciarse la construcción profana, pero con caracteres meramente provisionales:

«La forma y traza con que se comenzó a edificar y trazar el pueblo, fue, que repartidos los solares a cada uno según su calidad, con indios que les vinieron de paz hicieron unas casas pequeñas de bahareque cubiertas de paja. Agora hay casas de buen edificio, porque habiendo sacado los cimientos dos y tres palmos encima de la tierra, hacen sus paredes de adobes con rafas de ladrillo a trechos, para mayor fortaleza. Todas comúnmente tienen sus portadas de piedra y las cubiertas de tejas465».



Nadie podía pensar en moradas permanentes mientras se temieran las embestidas de los indios. Asentadas las instituciones españolas y desvanecido el riesgo de levantamientos, debió de principiar la urbanización definitiva; y a este período, después de veinte o treinta años de fundada Quito, corresponden, seguramente, las construcciones de Juan de Larrea, «muy cumplidas y curiosas», que le costaron más de nueve mil pesos, es decir casi el quinto de la primitiva Catedral, y la del Arcediano Rodríguez de Aguayo. Este, en su Relación escrita hacia 1570, pudo afirmar:

«Casas habrá como mil, algunas de buenos edificios y otras no tales; otras casas hay muchas humildes de gente pobre, de paja y baareques, que son unos tabiques de lodo y madera466».



Mas, cuando se inaugura la urbanización estable, la construcción civil remeda y copia la eclesiástica, es decir toma de ella líneas y caracteres fundamentales: «La casa quiteña, con sus patios y pórticos y dos galerías superpuestas, su corral y su huerto, es verdaderamente un convento en pequeño467».

Por esta similitud entre las dos categorías de edificaciones, las de los conventos constituyeron la escuela donde se adiestraron prácticamente los arquitectos y obreros de los edificios privados. Los frailes   —348→   fueron los directores de numerosas obras, de esta última clase; y en ellas se adaptaron maneras y formas netamente religiosas.

Dos ejemplos señalaremos solamente de esta sorprendente ubiquidad de los arquitectos religiosos en construcciones eclesiásticas y profanas. Uno es el del P. fray Francisco Benítez, a quien se le ocupó hacia 1626 en la reconstrucción del Palacio Audiencial. Su discípulo, el hermano fray Antonio Rodríguez, se consagró desveladamente a todo género de edificaciones religiosas y, a la vez, a la dirección, por pedido del Cabildo, de obras civiles, para las cuales no había arquitecto más experto. Esta multiplicidad de ocupaciones llamó la atención del Comisario de Indias, fray Francisco de Borja, quien mandó al fraile partir a Lima. Las Comunidades y el Ayuntamiento hicieron apremiantes representaciones a la Audiencia468; y ésta se vio constreñida a disponer que retornase el «arquitecto mayor de las fábricas de los conventos de esta ciudad». El Comisario se quejó luego al Consejo de Indias de este caso de rebelión, revelador del aprecio con que se retribuían los servicios de tan diestro artista.

Este hecho debió de repetirse muchas veces, aunque con menores estrépito y violencia, desde los días iniciales del Quito hispánico; pues, según se columbra, los constructores de San Francisco fueron los directores de la traza y ejecución de las casas definitivas de los quiteños. Los religiosos enseñaron, además, la fabricación de algunos materiales y establecieron los medios para hacerlos. Los tejares, por ejemplo, son de creación netamente religiosa. Cada convento tenía su cantera y su tejar; y ambos servían para todos.




Influencia religiosa del arte

El arte, a su vez, influyó en el ideal religioso y transmitió a la Sociedad Espiritual los criterios indispensables para transformar radical y profundamente la índole de la Ciudad.

Ya hemos visto que Quito, en sus primeros días, fue mero asiento Defensivo. La orientación urbana tenía, a no dudarlo, belleza: «está asentada, decía la descripción del Arcediano Rodríguez de Aguayo; en una casi ladera al pie de una sierra grande, alta y larga... al nacimiento del sol». Por esa dirección feliz, Quito recibe cada día las sonrisas de la luz: «Las mañanas quiteñas tienen toda la gloria de la alborada del Génesis469».

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Mas, en cambio, el sitio estaba recortado y fragmentado caprichosamente por profundos barrancos:

«Tiene algunas cavas, que allí dicen quebradas, a los arrabales y en la ciudad, las cuales se pasan por puentes. Tuvieron los ingas que poblaron este sitio por fortaleza las dichas quebradas, y así, los españoles, cuando conquistaron aquella provincia, poblaron en el dicho sitio y se aprovecharon de las casas y edificios que hallaron de los dichos indios470».



Y en la Relación de Quito y su distrito de 1573 se dice también:

«... el sitio a partes es barrancoso... El intento que tuvieron los fundadores de la dicha ciudad fue ponella en parte fuerte donde se pudiesen defender de los naturales, por ser muchos y los españoles pocos y paresce claro por los buenos sitios que cerca de la dicha ciudad dejaron471».



Jiménez de la Espada acota que al margen de la Relación se ha escrito acertadamente: «pudiera estar en un buen sitio llano que está junto a la cibdad».




Arte y Religión unidos engendran el milagro urbanístico de Quito

El gran mérito del arte al servicio de la religión consistió en transformar este asiento defensivo, irregular, asimétrico, con inmensos desniveles, en una ciudad monumental, magnificada por estupendas iglesias y conventos y que atraería, con excepcional sugestión, a cuantos la conociesen. Ni el arte, ni la religión, habrían podido, independientemente, lograr el milagro de la conversión de Quito en un joyelero artístico de inmenso valor472. Arte y religión nos dieron unidos, por contraste, este doble y grandioso resultado:

1.º La creación de una escuela artística que, por antigüedad, riqueza, variedad e influjo, está a la altura de México y que desparramó   —350→   triunfalmente su multifásica producción en casi todos los países del Continente; y

2.º La adaptación genial del arte quiteño a la estructura de una ciudad escogida para exiguos y transitorios fines y que viene a ser, por contraste, organización urbanística de altísimo significado, hecha para morada perenne y condigna de un pueblo que adivina, desde el primer día, su glorioso destino. Ya el P. Mariano Andrade llamó a Quito «ciudad donde el arte supo excederse a sí mismo». (Despedida de Quito):

En cuanto al primer punto, baste recordar aquí la opinión del renombrado jesuita español P. Cappa que, después de recorrer los países americanos, formuló este justiciero juicio:

«Tomando en la mano, y sin preocupación alguna, el peso, de la justicia, veo que el fiel se inclina, sin oscilar una vez siquiera, del lado del Ecuador. Sólo Miguel de Santiago, en la pintura, contrabalancea y supera a todos los pintores del resto de la América del Sur». «Otro tanto digo de la Escultura473».



Numerosos escritores, por otra parte, evidencian que el arte quiteño envió triunfalmente sus obras por todo el Continente latino.

El enlace íntimo entre el suelo y la arquitectura de Quito lo ha examinado con acierto Martín S. Noel en su libro Arquitectura virreinal:

«... Quito y Cuzco se presentan en el paisaje andino con la majestad de una fuerza cosmogónica dibujando sus arquitecturas bajo las crestas de sus volcanes... Las fábricas de las catedrales y conventos, no obstante su indiscutible españolismo auténtico, recogen el hálito estilístico del mundo circundante, entroncando, como de milagro, en el aparejo ciclópeo que les sirve de basamento474».






Genio arquitectónico de la Orden de Menores

Obra admirable de la Orden Seráfica es haber comenzado el arduo ajuste de la arquitectura con la compleja topografía de nuestra Capital. Hay una consonancia admirable entre el suelo y el arte, que se troquelan mutuamente: son dos piezas de estilo barroco, por decirlo así, que se llaman y atraen, de manera recíproca, para labrar el genio de la ciudad.

El gran conjunto de la iglesia y del convento franciscano de Quito, de estilo italiano, con elementos mudéjares, representa la tendencia herreriana del Escorial, aunque sea anterior a la construcción de este soberbio edificio. Sólo la planta del templo de San Agustín, trazada por el artista español Francisco Becerra, tiene estilo gótico: lo demás   —351→   es de estilo renacentista también. Las otras construcciones religiosas de Quito vuelven al barroco, para rendir, al fin, culto, aunque no excesivo, al arte churrigueresco.




Los atrios, elementos de excepcional ornato

Si la desigualdad de la ubicación rechaza otros estilos, impone casi siempre el recurso del atrio. El Dr. Navarro afirma que este elemento bizantino, destinado a los catecúmenos y penitentes, vuelve a la vida en América, como lugar reservado a la catequización de los indios y, más tarde, como simple elemento de composición en la arquitectura religiosa475.

El P. Vargas juzga también que el patio arábigo fue sustituido por el atrio por razones de culto y evangelización476. Sin embargo, en otros lugares de su bella obra asevera que es un artificio impuesto por la topografía. En realidad, el atrio misionero se distingue del quiteño, el cual constituye sólo un expediente hábil de ingeniería para resolver los problemas derivados del desnivel del suelo o dar perspectiva a las monumentales fachadas, a causa de la estrechez de las calles. Seguimos, pues, en este punto la opinión de Jijón y Caamaño477. Por esto, unas veces se asciende de la calle al atrio, como en San Francisco, la Catedral y el Hospital; y otras, se desciende, según ocurre en San Agustín. En algunos casos, ocupa simplemente el lugar de antigua plaza, cual sucede en el Carmen Antiguo. De todos modos, los atrios componen, por sí solos, bellos monumentos que contribuyen al esplendor de los respectivos templos. De otra suerte, habrían quedado empequeñecidos.






ArribaAbajoII. Nuestros templos

Recorramos con la posible brevedad esas iglesias, «verdaderamente dignas del cielo478» y de España.


San Francisco

San Francisco, levantado sobre las casas de placer del Inca, es la grandiosa construcción primigenia de Quito, obra inmensa, ya que las tres iglesias contiguas y el convento, con sus siete extensos patios, ocupan alrededor de treinta mil metros cuadrados. Comenzose la edificación antes de que terminase el primer cincuentenio del siglo XVI, mientras regía la Custodia franciscana el   —352→   llamado P. Jodoco Ricki479 quien, seguramente, ideó la traza de aquel estupendo monumento, con la ayuda técnica de su compañero, fray Pedro Gosseal, y otros dos artistas de Flandes: Germán, apodado el alemán, y Xácome, el flamenco. Juzgamos inverosímil que viniese un arquitecto español o que el plano completo se hiciera fuera de Quito480, porque ningún tracista, desconocedor de la ubicación y de los varios niveles, podía aprovechar el sitio tan cabalmente y dotarle de un atrio maravilloso, al cual se sube por dos escaleras laterales y una central, formada de dos abanicos invertidos de gradas481. Ocupáronse en los primeros tiempos, como alarifes, el indio matimá peruano, Jorge de la Cruz y su hijo Francisco Morocho, quien construyó también la iglesia de San Francisco de Riobamba482; mas, los arquitectos que se emplearon mayor tiempo fueron dos religiosos de la misma Orden, ya conocidos por el lector: fray Francisco Benítez y el hermano Antonio Rodríguez, discípulo de aquel. La actividad técnica del segundo se extendió por más de cincuenta años, probablemente desde su profesión religiosa, en 1653 hasta después de 1690, en que se le encuentra aun dirigiendo el retablo mayor de Guápulo. Aparte de una sección del convento de San Francisco, Rodríguez construyó la iglesia y convento de las Clarisas, el Sagrario, Guápulo y el convento dominicano, y en Lima parte de San Francisco483. Uno de sus discípulos, José de la Cruz, negro de raza, dirigió la obra de la Recolección de San Diego, cuyo convento presenta organización semejante a la de las construcciones del célebre maestro.

La Iglesia franciscana tiene forma de cruz latina. Estuvo cubierta íntegramente, en su origen, por precioso artesonado mudéjar, que vínose   —353→   al suelo en el terremoto de 1755 y fue reparado gracias al entusiasmo del Provincial fray Eugenio Díaz Carralero (1767-1770) y del Obrero mayor, fray Esteban Guzmán484. Las naves laterales rematan en cupulines, con linternas. «La granítica frialdad de la fachada se trueca por dentro en un incendio de maderas, lienzos, espejos, platas y oros485».

Al extremo sur del atrio se levanta una iglesia pequeñita, legendaria y romántica, construida entre 1575 y 1669, por un indio que gozó de la tutela de los frailes de la Orden Seráfica, Francisco Cantuña. Más que los otros templos quiteños, en el regalo hecho a Dios por el alma del indio y ofrendado a la Virgen de los Dolores... Desde la puerta, una de las más curiosas de la época hispánica y en que se funden elementos diversos, hasta la estructura interior, de una sola nave, abovedada y poblada de ocho retablos, todo allí es sugestivo y bello. La cúpula, con su linterna, se alza sobre el presbiterio. El retablo principal, en forma semicircular velada por imágenes y decoraciones, «redondo y áureo como una moneda, con un maravilloso tabernáculo de filigrana de plata sobre espejos... parece el disco del sol486».

Como indica el infatigable investigador de nuestro arte, Dr. Navarro, San Francisco fija el tipo de la arquitectura religioso civil de nuestro país487. En efecto, Santo Domingo, San Agustín, la Merced, tienen notas comunes con las de aquel: grandes patrios porticados, dos galerías superpuestas y una fuente en el patio principal; escaleras solemnes y majestuosas; iglesias de cruz latina; presbiterio más alto que lo restante. Las diferencias que ofrecen las plantas de Santo Domingo y San Agustín se deben a que el tracista fue el trujillano Francisco Becerra, hijo y nieto de grandes arquitectos de la Madre Patria, que vino a América en 1573 y la Quito en 1580, después de haber cobrado fama en Nueva España, especialmente como maestro mayor de la Catedral Poblana, y luego se trasladó a Lima llamado por su antiguo Protector el Virrey don Martín Enríquez. Becerra fue «el mejor arquitecto que pasó a la América en el buen tiempo de la arquitectura española488». «Este arquitecto conserva tradiciones platerescas, unidas a un purismo y severidad ya clasicistas489».




Las obras de Francisco Becerra

Santo Domingo (concluido hacia 1623) rehuyó obediencia al tipo ejemplar, porque el nivel de la plaza hacía innecesario el atrio. Hacia el norte y oriente exigió, sí, grandes fundaciones, a consecuencia   —354→   de las desigualdades del suelo y de la vecindad de una de las temerosas cavas. La planta fue de una sola nave con ábside semicircular y un pequeño crucero para formar la cruz latina. Toda la obra se distingue por la sencillez y proporción. El convento presenta, en vez de las dóricas franciscanas, columnas de orden toscano, que hermanan la severidad y la solidez.

Probablemente dirigió también Becerra la preciosa capilla de la Virgen del Rosario, donde se venera la imagen sevillana que regaló Carlos V. Descansa el cuerpo central sobre estupendo arco de piedra, bajo el cual atraviesa una de las carreras ejes de Quito: es una de las joyas más características y seductoras de la ciudad mariana.

El convento dominicano, que comprende cuatro grandes patios, conserva las líneas arquitectónicas del franciscano: los arcos de a doble galería ostentan pilastras ochavadas, tan del gusto del maestro fray Antonio Rodríguez y de su discípulo José de la Cruz.

Ya queda dicho que la planta de San Agustín es la única reminiscencia gótica en Quito que inaugura la tendencia vertical, antitética de la que patentiza la fachada franciscana. Como Santo Domingo tiene una sola torre, al revés de San Francisco. El convento, si bien sigue el modelo común en cuanto a las galerías superpuestas, difiere en la organización. La baja ostenta arcos semicirculares; y en la alta se alternan los de mayor y menor tensión. La columna en que se apea el arco es más corta que en San Francisco490.

La ubicación de San Agustín debió de exigir trabajo ciclópeo para vencer el desnivel topográfico y conseguir una superficie plana. Por desgracia, la fundación de San Agustín vino relativamente tarde y ya no dispuso del espacio necesario para un atrio extenso. La orientación señala la ruta del progreso de la ciudad, una vez roto el trágico y medroso antemural de las cavas. La edificación de iglesia y convento se hizo posible gracias al esmero con que administró las rentas y la ubicuidad que puso para la consecución de capitales, el provincial y mecenas fray Francisco de la Fuente y Chaves.

Supónese, verosímilmente, que la fachada y el claustro principal fueron dirigidos por el religioso agustino fray Diego de Escarza, natural de Tunja, uno de los arquitectos de mayor fama por aquella época491.




El General de S. Agustín

Si cada convento quiteño es museo y muestrario de bellas artes, San Agustín tiene un sitio donde se dieron cita, al llamamiento de la religión, para ofrecer a la patria un escenario de gloria: el General, o Sala Capitular, en   —355→   cuyo suelo están las bóvedas de enterramiento de los religiosos. Todo en la Sala exhala perfume de antigüedad y tiene pátina de tradición: el retablo, con su admirable Cristo, atribuido a Olmos; el artesonado, rico en pinturas (65), enjoyadas por una moldura dorada de rica talla; y la sillería, encaje en cedro, donde los escultores extremaron las finuras de su técnica al servicio del amor.




La Catedral obra secular

En la construcción de la Catedral, puede decirse que puso su mano toda la Presidencia de Quito, en el decurso de tres siglos. Comenzola en 1562, sin grandes perspectivas de longevidad y significación histórica y venciendo los obstáculos topográficos, el primer Obispo. El Vicario Capitular, Rodríguez de Aguayo, la continuó con ahínco; y antes de volverse a España, la dejó ya con cubierta de madera labrada por un religioso dominico. El Arcediano ayudó con su persona y esclavos a la edificación; y él mismo le dotó de campanas, ornamentos, cruces y cálices492. El albañil Alonso de Aguilar fue el constructor de los arcos del templo; y el Ilmo. fray Pedro de la Peña lo concluyó e inauguró el 29 de junio de 1572. Mas, como obra «de tanta fe, pero también de tanta prisa493», era muy pobre y estrecho; y hubo necesidad de ampliarlo, de hermosearlo en cuanto cabía, y, en cierta manera, de reedificarlo. A esto dedicó empeños y dineros el gran obispo don Alonso de la Peña y Montenegro, hasta consagrarlo solemnemente el 17 de octubre de 1667. Los obispos sucesivos siguiéronlo ornando y dotando de magníficos retablos; mas, el terremoto de 1755 obligó a nuevas reparaciones, que terminaron con el siglo XVIII. Cuando iba a sonar la hora de la independencia, el barón de Carondelet, Presidente de la Audiencia, inició lo más airoso y noble, el elegantísimo atrio, el templete y la fachada de la segunda puerta lateral, con lo cual terminó aquel conjunto, grande en suma, pero en parte desdichado.

La Iglesia, con forma basilical, es de tres naves, aunque sólo en una de las laterales hay capillas. Han desaparecido el artesonado mudéjar y la esbelta torre a causa de terremotos; y el crimen de 1878 obligó a algunas reformas en la estructura del presbiterio y altar; incongruentes con el estilo general. Hay, a no dudarlo, manifiesto contraste entre lo externo, verdaderamente digno de la función catedralicia y el deslucido interior. La decoración pétrea exterior es excepcional en valor. Los artistas quiteños labraron la piedra, como si fuera la más blanda materia plástica.

El Sagrario está junto a la Catedral, como hija primogénita y reparación suya. Erigióselo en los siglos XVII y XVIII, a costa de   —356→   grandes dificultades, derivadas asimismo de la situación, al borde de la primera cava que se cubrió para permitir la comunicación entre las diversas partes de la ciudad, apretujada por ellas. La preciosa portada, dirigida por don Gabriel de Escorzo, se concluyó en 1706. La Iglesia presenta planta abovedada, compuesta de tres naves; en cuyo centro levántase con esbeltez la magnífica cúpula. Posee atrio, pero ha desaparecido el pretil que lo cerraba. En lo interior luce con esplendor, la mampara ensalzada por Ernesto La Orden en el bellísimo poema de estética religiosa que se apellida Elogio de Quito.

Entre las grandes congregaciones religiosas, la última en avecindarse aquí fue la Compañía de Jesús. Su primera morada estuvo en la casa que ahora es parroquia de Santa Bárbara; y después de otras residencias, se trasladó a la que hoy ocupa. Como las demás Órdenes, tuvo su capilla provisional, la de San Jerónimo, levantada en los años de 1589 a 91 y que, a partir de 1613, pasó a ser propiedad del Seminario. Quedaba al frente del gran templo actual.

No está aun esclarecido el enigma de sus planos. Según los datos suministrados por el sabio P. Guillermo Furlong S. I. y el arquitecto Sr. Mario J. Buschiazzo, hubo un plano provisional, que se lo ha encontrado en el archivo del Colegio de la Inmaculada de Santa Fe, en Argentina; mas, no llegó a ejecutarse o, si se lo realizó, fue con muchas modificaciones, en opinión de dichos personajes494. Los PP. Jouanen495 y Vásconez S. J.496 sostuvieron que el plano lo diseñó el propio Rector, italiano de nacimiento, P. Nicolás Durán Mastrilli; por el contrario, el Dr. J. G. Navarro ha venido propugnando la tesis de que el templo no fue comenzado en 1605, como se había afirmado, si no con posterioridad a 1620 y a su modelo inmediato, el San Ignacio de Roma, y que el autor del plano pudo ser el mismo tracista de éste; P. Horacio Grassi, tesis abiertamente contradicha por Jijón y Caamaño497 y que en realidad, choca con importantes documentos498.

Para esclarecer el problema nos hemos valido del R. P. Pedro de Leturia S. J., a cuya bondad debemos los siguientes datos contenidos en las Annuas. En la de 1607, se dice con referencia a 1606: «Este año se ha comenzado el edificio de la nueva Iglesia y se prosigue ayudando los vecinos de esta ciudad (Quito) con buenas limosnas para acabarla»; y en la de 31 de marzo de 1611: «Hase hecho una iglesia muy capaz y vistosa para que sirva a los años mientras se acaba la nueva». El P. Leturia anota con razón: «En este último texto se ve claro que se trataba de dos edificios: uno grande, pero provisional   —357→   y acabado en 1611; otro (iglesia nueva) no acabado aun ese año y que había de ser definitivo». Parece claro que es éste el empezado en 1606, que quedó luego como «la Compañía».

Barruntamos que la iglesia interina, que debió de hacerse entre 1608 y 11, aprovechó parte de lo ya construido del templo definitivo; en cuyo caso los planos a que se refieren Furlong y Buschiazzo corresponderían a dicha iglesia interina. Es verosímil también suponer que el plano de la actual, de acuerdo, en sus grandes líneas, con el prototipo, de los templos de la Compañía más o menos coetáneos, el Gesu, se hizo con anticipación y fue adaptado, simplemente a las exigencias locales de Quito por el Padre Durán Mastrilli. No cabe duda, en todo caso, de que durante el largo período de construcción -un siglo y medio- se introdujeron en el templo y retablos importantes reformas. El interior estuvo concluido en 1690. La fachada se inició en 1722 bajo la dirección del P. Leonardo Deubler; pero se suspendió su ejecución al cabo de un trienio. El H. Venancio Gandolfi, mantuano, la continuó en 1760 hasta 1765, año oficial de la terminación, aunque la obra prosiguió unos meses más. La conclusión de esta maravilla de nuestro arte, fue la señal de la partida de los jesuitas.

El arquitecto de los primeros tiempos nos es desconocido. En 1634 dirigía la obra del crucero, un laboriosísimo coadjutor español que fue procurador de provincia, Miguel Gil de Madrigal, quien enseñó, según columbramos, el arte a otro célebre hermano, Marcos Guerra, quiteño, autor del embovedado de la cava vecina, y, probablemente del templo. «Si nos falta el H. Marcos -decían en un célebre documento los jesuitas- no habrá después quien fundamente esas cosas». En recompensa de su excepcional capacidad constructiva, el Cabildo confirió al H. Guerra, el nombramiento de alarife de la ciudad. Se dice que también se entendieron en la construcción los HH. españoles Francisco Ayerdi (?), José Iglesias, José Gutiérrez y Francisco Argudo (?) y el P. Silvestre Fausto499, algunos de los cuales no constan en los catálogos publicados por el P. Jouanen. El H. Jorge Winterer trabajó entre otros el retablo mayor, según el modelo del P. Pozzi; el H. Bartolomé Ferrer talló buena parte de las imágenes que engalanan la iglesia, al mismo tiempo que el H. Hernando de la Cruz, poeta y artista, pintaba numerosos cuadros para ella y la casa de los religiosos.

Sartorio calificó al templo de «monumento completo». Muchas iglesias bellas edificaron los jesuitas en América; pero ninguna alcanzó el ápice de hermosura y majestad de la nuestra. El Gesu de Roma, con todos sus mármoles, «no llega -según Ernesto La Orden- de lejos   —358→   al S. Ignacio de Quito, que es sin duda posible el mejor de los templos jesuíticos del mundo500».




Hermosuras del templo

Tiene éste tres naves, aunque la principal posee esbeltez y elevación mayores que las otras, en las cuales hay numerosos retablos, a cuál más bello. El central, de tres cuerpos, está sostenido por ocho pares de columnas salomónicas, de admirable esplendor, como las puertas de entrada al presbiterio. La cúpula central arranca de cuatro arcos torales, apoyados sobre un tambor que reposa, a su vez, sobre otras tantas pechinas. El tambor se halla circundado por una balaustrada con doce ventanales y una linterna de igual número de luces. El clásico artesonado mudéjar fue abandonado por los jesuitas, porque se había comprobado ya su ineficacia e inestabilidad, en tierra lluviosa y nueva, sacudida por violentos temblores. Las bóvedas están decoradas con lacerías de estila persa y árabe. Las ajaracas de la bóveda central, «son tan hermosas como los más ricos alfarjes de los monumentos árabes españoles501».

Imposible sería ponderar las demás bellezas de este templo: el púlpito, la mampara, las esplendorosas tribunas que dominan las naves laterales, en que el arte quiteño extremó sus finuras y primores. Imposible también desentrañar los tesoros de la fachada, íntegramente labrada en piedra y compuesta de dos cuerpos airosos. El superior tiene una gran ventana céntrica y su cartela con la inscripción, que se ha tomado como dedicación ritual del templo a San Ignacio: Divo Parenti Ignatio Sacrum. La fachada ofrece bello conjunto de imágenes y ostenta una prueba histórica del culto a los SS. CC. de Jesús y María, gratísimo al alma de la Compañía de Jesús, en la Presidencia.

En suma, la iglesia tiene originalidades de estructura y estilo que hacen de ella monumento sustancialmente diferente de los anteriores: la columna salomónica como factor constructivo, no como simple elemento de adorno; la decoración en estuca de los muros, que sustituye a la talla de madera y el embovedamiento. A partir de esta construcción, él arte arquitectónico se orienta en diverso sentido de su prototipo, San Francisco.




El templo de la Merced

La pobreza inicial del Convento de la Merced consta de varios documentos de las Relaciones Geográficas; por eso, a pesar de la antigüedad y servicios de la Orden, los bailes pensarán relativamente tarde en edificar su casa e iglesia definitivas. En cuanto a templo, hasta entonces les había   —359→   bastado uno pequeño situado detrás de la capilla de San Juan de Letrán que erigió el rico y noble encomendero don Diego de Sandoval. En 1586 comienzan ya a proyectar la construcción; pero la obra se hizo fácil por el milagroso arreglo de la economía, realizado por el célebre provincial, fray Andrés de Sola, que ocupó el cargo cuatro veces. En 1627 se había concluido la iglesia y luego se emprendió, bajo la dirección de fray Juan de Aguirre, la edificación del convento, que terminó en 1653. Más tarde, las autoridades de la Orden dotaron a esta casa de tesoros de inapreciable valor, comenzando por la famosa celda -museo- del Provincial, y la hermosa pila del primer claustro.

Los terremotos de 1645 y 1660 obligaron a los frailes a la reconstrucción de la iglesia, aprovechando los cimientos de la segunda, que habían quedado intactos. Hizo los planos el competente arquitecto quiteño José Jaime Ortiz. Obrero mayor fue nombrado el P. Felipe Calderón. En 1700 comenzose, pues, la erección de la tercera iglesia, la actual grandiosa basílica, para la cual se allegaron limosnas aun fuera del Ecuador. Al efecto, la célebre imagen de la Virgen regalada por Carlos V tomó el bordón de peregrina, pero no volvió a la Presidencia. La obra, al fin, quedó concluida el 24 de setiembre de 1737.

La planta de la Basílica, sigue la de la Compañía: consta, asimismo de tres naves y tiene bóveda de cañón y cúpula en el crucero, colocada encima del tambor y revestida de azulejos: su remate posee una linterna de ocho ventanas y un cupulino. Supera a la Compañía en su magnífico atrio, que permite admirar a gusto la severa fachada y la gallardía de su torre.




Las Recolecciones

Cada una de las cuatro Órdenes, primitivamente establecidas en la Presidencia, quiso contar con un lugar de silencio y penitencia en los aledaños de la ciudad, a pesar de que ella misma formaba, en cierto modo, una sola casa de oración, tan grandes son el número, la contigüidad y la fascinación, por la belleza y la piedad aunadas, de sus templos. Tres de las Recolecciones ocuparon sendos altozanos, como para que descendiera sobre Quito el perfume de la plegaria austera. Una sola se situó en lugar secreto y bajo, desde el cual guardaban los frailes la puerta moral del sur de la Ciudad. Lugares poéticos los cuatro, que los fundadores trataron de embellecer con todas las artes, de suerte que cooperasen a la elevación del alma a la Divinidad.




La Recoleta Dominicana

La Recoleta del Machángara, de los Dominicos, guarda aun el aroma de su Fundador, fray Pedro Bedón, que la estableció en 1600. Puso al centro la capilla; y a   —360→   los lados los claustros, embellecidos con frescos trabajados por él. La media naranja se vestía de lucidos azulejos. Separadas de esas construcciones están las ermitas, que gozan de la vista del undísono río y del estanque. La antigua grada estuvo enjoyada con un fresco de la Virgen del Rosario, llamada de La Escalera, que ahora luce en capilla especial del templo dominicano.




San Diego

La Recoleta de San Diego se la construyó en el sitio llamado a la sazón «Miraflores», donado por Marcos de la Plaza, marido de doña Beatriz de Cepeda, sobrina de Santa Teresa de Jesús, sitio hecho como para escuchar de cerca la voz del Altísimo. El mismo Fundador, fray Bartolomé Rubio, principió en 1698 el edificio que, luego, fue rehecho, bajo la dirección ya anotada del abnegado negro José de la Cruz y la vigilancia entusiasta de fray Sebastián Ponce de León y fray Manuel Almeyda. Concluyéronse las obras en 1719. La Iglesia fue, andando el tiempo, embellecida por un religioso ilustrado y virtuoso, fray Fernando de Jesús Larrea, quien cambió el artesonado primitiva con la bóveda de cañón, de conformidad con la metamorfosis general de nuestro arte arquitectónico. Entre sus capillas, una está dedicada a imagen muy querida en Quito hispánico, o sea la Virgen del Volcán; y dos a advocaciones marianas de fuera, ya olvidadas: la de Chiquinquirá y la Caridad de Illescas. El púlpito es una de las maravillas del tallado quiteño: simula una copa. De ella se ha desbordado, muchas veces, abrasadora y triunfal, la Divina Palabra. Se lo labró durante el provincialato del P. fray Francisco Blanco del Valle. (1731-4).




San Juan y el Tejar

«San Juan», la recoleta agustiniana, ha perdido su importancia artística, si alguna vez la tuvo. Sirve hoy para religiosas de la misma regla, que conservan el austero espíritu del conspicuo fraile y predicador que fundó la casa, el P. Dionisio Mejía, uno de los varones de mayor influencia en su tiempo.

Los mercedarios levantaron su morada de recogimiento tan lejos como los franciscanos, separándola de la ciudad por la profunda cava que baja de Toctiuco, es decir poniendo abismo en medio. Estableció la casa un religioso renombrado por la santidad, alto de cuerpo y espíritu, el Padre Grande, Francisco de Jesús Bolaños, quien la convirtió en joyero de belleza arquitectónica y pictórica. Varios cohermanos suyos anduvieron por América pordioseando para acopiar los fondos necesarios a obra tan bella y original, pues en los claustros se hizo curiosa innovación; la de cegar los arcos de medio punto, a fin de formar con la circunferencia ojos de buey502. El retablo de San   —361→   José conserva su gracia inicial, mas no su riqueza.

Los jesuitas levantaron, donde hoy está el Hospicio, su Noviciado. Tenían allí una capillita, a la cual dotaron de magníficas pinturas de la vida del Señor y de la Virgen Deípara.




Monasterios femeninos.

Al establecimiento de las cuatro primeras Órdenes en la Presidencia, siguió el de los monasterios, orientados hacia las colinas que, como vigías eternos, dominan la ciudad. El primogénito de la piedad femenina, fue el de la Concepción, establecido en 1575 por doña María de Jesús Taboada. El templo se lo comenzó con dineros proporcionados por el canónigo Pedro de San Miguel. Es de una sola nave; por desgracia un incendio lo arruinó casi íntegramente y sólo quedan algunos lienzos y el magnífico comulgatorio, como vestigios del esplendor inicial.

El de Santa Clara, fundado por doña Francisca de la Cueva en 1593, en reparación de extravíos de su marido, el capitán Juan López de Galarza, obtuvo para su iglesia definitiva la dirección artística de fray Antonio Rodríguez, quien trazó una planta de sorprendente originalidad y hermosura, con su conjunto de torres pequeñas y su sala dividida en naves y dotada de majestad y elegancia. El de Santa Catalina de Siena fue creado por otra viuda, doña María de Siliceo. Se lo levantó en sitios que pertenecieron al hermano predilecto de Santa Teresa, don Lorenzo de Cepeda, en cuya casa debió de obrarse el prodigio de la bilocación de la excelsa Doctora y nacer la primera carmelita americana. La Iglesia primitiva fue de adobe y nada tuvo de artística; la actual ha sido renovada y también carece de valor. En cambio, lo tiene el Carmen Antiguo, semejante en su estructura al de la Concepción y erigido gracias a la espléndida generosidad, del Ilmo. señor Ugarte y Saravia sobre la casa que fue de la Virgen Quiteña, Mariana de Jesús, por el Hno. Marcos Guerra S. I., quien cuidó de alterar lo menos posible los lugares santificados con su presencia. Al efecto, hizo la traza el Director de la Santa, Hno. Hernando de la Cruz. Las refacciones han privado a aquella de su inicial esplendor y, sobre todo, de sus altas torres. Le queda el atrio, singularmente atractivo, así como algunos retablos magníficos y la puerta lateral de piedra, sencilla y elegante a la vez. El Monasterio del Carmen Moderno, llamado bajo a causa de su ubicación, fue levantado por esclarecido bienhechor, el Ilmo. señor Paredes de Armendáriz y terminado en 1745 para albergar a las monjas sobrevivientes del terremoto de Latacunga. Tiene, entre otras cosas dignas de elogio, precioso retablo hecho por Bernardo de Legarda, el gran baldaquino de plata para la exposición del Santísimo y el púlpito. El Director de la obra fue un oidor, el abogado don José de Quintana y Azevedo, quien inmortalizó su memoria con ese relicario, cuyo doble atrio aprovecha   —362→   admirablemente los niveles topográficos.

La iglesita del Hospicio fue construida por los Betlemitas, a raíz de haberse encargado de la dirección de esa Casa en 1706. Tiene hermosa fachada de piedra, material de que está hecho, asimismo, el portal. El atrio conserva su pretil, como elemento meramente ornamental. Por sus nueve retablos, su púlpito, su puerta afiligranada, en que el arte ha hecho travesuras delicadas, es, ciertamente, la «reina de las iglesias menores503».




Templos parroquiales

De los templos parroquiales apenas si quedan vestigios de grandeza, como el bello retablo del «humilladero» del Belén, donde se venera magnífico Calvario labrado por Caspicara y el Señor tiene por sagrario un castillete de plata de singular hermosura. Una iglesia aldeana se consideró siempre como parte de la ciudad de María: nos referimos a Guápulo, fanal de amor a la Virgen de Guadalupe. Según algunos historiadores, el que trazó los planos, sin limitaciones de espacio, fue el famoso fray Antonio Rodríguez, en el ocaso de la vida, pero no del genio; y el alma de la construcción, a quien no se puede regatear gloria, el munífico párroco, doctor José de Herrera y Cevallos, que comenzó la obra hacia 1684 y la ejecutó en pocos años, a fuerza de sobrehumanas diligencias y peregrinaciones, estimuladas por la largueza de la devoción mariana. Sin embargo, puede decirse que la obra no estuvo concluida sino en 1736: un gran escultor, Juan Bautista Menacho, la dotó de estupendos retablos y del púlpito. Miguel de Santiago y Gorívar, pintaron para ella hermosos cuadros; y el primero hizo también los ángeles que adornan el retablo de la Virgen y la Inmaculada Concepción. La decoración íntegra corrió a cargo del artista Francisco Gualoto. Sobre Guápulo pesaba el sino de la desdicha: en 1839 un incendio devoró el fruto de dos siglos de amor. Quedaron intactos solamente el esqueleto de la construcción y la sacristía, con una que otra huella de inolvidables grandezas.






ArribaAbajo III. El arte pictórico

Pasemos siquiera breve revista a nuestra escuela de pintura, la más celebrada entre las formas del arte quiteño, que ha dado a nuestra Capital el título de «Atenas de la pintura americana504». Nace tan lozana, pujante y afortunada en sus diversas manifestaciones que no aparece escuela nueva sino continuación de la española. Sus cultivadores iniciales debieron de ser artistas venidos de la Madre Patria,   —363→   que transmitieron a los nuestros, su técnica e inspiración, hija legítima de la fe. El primer plantel fue, como ya dijimos, el Colegio de San Andrés; y el fundador del arte pictórico aquel fraile flamenco, a quien se apellidó por excelencia Pedro Pintor, o sea fray Pedro Gosseal o Gocial, compañero y paisano de fray Jodoco.


Caracteres de dicha escuela

A influjo de las tendencias tradicionales del arte hispánico505, la pintura de la Presidencia toma notas características, signos distintivos e inconfundibles: es, primeramente, un arte grave, consciente de sus responsabilidades morales, púdico: no existe ni el desnudo que podríamos apellidar legítimo. En segundo lugar, es un arte tridentino, de inspiración profundamente religiosa e insuperable medio pedagógico al servicio de la evangelización, y luego de la irradiación y ahondamiento de la fe. De aquí que los pintores sólo se dedicasen a algunas formas y expresiones de arte excepcionalmente, o, a lo más, como factor secundario de composición y testimonio histórico. El retrato, por ejemplo, no se cultivó sino rarísima vez; tanto en pintura como en escultura: se lo encuentra simplemente en algunos cuadros, a manera de fondo de resalto o constancia de patrocinio. La pintura toma, además, decisiva orientación mariana. Baste un ejemplo: los Franciscanos del Ecuador presentaron al actual insigne Pontífice Pío XII, como elocuente muestra de la tradicional devoción de la Presidencia de Quito al misterio de la Asunción de la Virgen, fotografías de veinticinco telas que desarrollaban ese motivo. Por último, el arte pictórico se convierte en Quito, como dice acertadamente el docto P. José María Vargas O. P., en documento histórico506, pues tiende a dejar testimonio perenne, sobre todo en los grandes santuarios, de los sucesos de los siglos, XVII y XVIII; y emplea -dentro del carácter secundario del paisaje en toda la pintura española de la época-, como escenario nuestra augusta y grandiosa naturaleza. Todo es propio y autónomo: por eso el arte contribuyó a la revelación de la patria.




Nacimiento de la escuela

No se han descubierto aún los enlaces y filiación entre los diferentes artistas quiteños, ni estudiado suficientemente sus influencias recíprocas. ¿Qué entronques, por ejemplo, hubo entre fray Pedro Gosseal y Luis de Ribera?   —364→   ¿Qué discípulos dejó en Quito Angélico Medoro? Ribera, pintor y «encarnador» de estatuas aparece ya en 1584, año en que decoró, por el irrisorio precio de media caballería de tierras, el retablo de la iglesia de Mira. Colaboró con Robles dorando la imagen del Quinche y otras bellas estatuas. Su labor se extiende, según los historiadores, hasta 1619.

Es muy verosímil que el italiano Angélico Medoro, que nos visitó hacia 1592 y que aquí contrajo matrimonio, según lo ha esclarecido don Alfredo Flores y Caamaño507, trasmitiera su técnica a algunos artistas que, como enjambre de laboriosas abejas, colaboraban en la siembra evangélica. Existen, por lo menos, dos cuadros auténticos de aquel pintor en nuestra Capital.




El P. Bedón

El P. Pedro Bedón recibió la influencia de Medoro, y la de otros dos pintores italianos, Mateo y fray Adrián de Alesio, el primero de los cuales (que, probablemente, estuvo en Quito, como conjetura el polígrafo peruano Dr. J. de la Riva-Agüero508) tuvo, a su vez, la de Miguel Ángel. En todo caso, ya en 1588 firma el renombrado fraile su primer diseño auténtico: una viñeta que ilustra el libro de la Cofradía del Rosario; en que se inscribió buen número de artistas, sin duda, por considerar al venerable dominico como director y maestro suyo. Este pintó luego en Tunja y Bogotá; y ya de regreso, fundó el convento de la Recoleta y lo embelleció con frescos de la vida del Beato Suzon y algunos lienzos célebres. En las pinturas del místico alemán, ¿no experimentaría la influencia de Zurbarán?




Sánchez Galque

En dicho grupo de pintores está Adrián Sánchez Galque, quien, a pedido del Oidor Barrio de Sepúlveda, pintó en 1599 una tela con los retratos de los primeros negros de Esmeraldas, Francisco de Arobe y sus hijos, que salieron a Quito después de la pacificación. Esa tela es de alto valor, así por la caracterización de los personajes, como por la valentía de la ejecución. Navarro, que la descubrió, considera que Sánchez Galque constituye el anillo que enlaza a nuestros grandes artistas509.




Otros pintores

Miembro de la Cofradía fue también Francisco Gocial. ¿Por qué se llamaba así este artista, que figura en el indicado libro al lado de varios nombres de indios? Seguramente era uno de tantos discípulos de fray Pedro el Pintor y que se   —365→   ennoblecían, según costumbres coetáneas, con su ilustre apellido, como muestra de gratitud y timbre de gloria. Una prueba más de la influencia del fraile flamenco en la constitución de la Escuela quiteña.

No haremos sino mencionar a otros pintores coetáneos: Juan de Illescas, español; Miguel de Benalcázar, hijo del Adelantado; Juan Sánchez de Jerez, que sirvió de espía a la Audiencia en los días del levantamiento de las Alcabalas; Juan Ruiz de Salinas; fray Tomás de Castillo, «lindo pintor de pincel»; discípulo y continuador, según se columbra; del P. Bedón; Juan López, de quien queda un excelente cuadro de San Francisco de Asís; y Matheo Mexia; que en 1615 pintó igualmente al Pobrecillo con los brazos en Cruz y un lienzo del señor Crucificado, muy aplaudido por Jijón y Caamaño.




Hernando de la Cruz, S. I.

Hernando de la Cruz tiene un nombre legendario y, por otra parte, insigne en los anales de la santidad. Vino a la vida en Panamá, en 1591; y se llamó en el mundo Fernando de Ribera510. En su juventud anduvo en escenas de espada y amor; mas, en 1622 entró a la Compañía de Jesús e inició su ascensión hacia la heroicidad sobrenatural. Una de sus formas de servir y alabar a Dios fue el arte religioso: «cuando dibujaba el pincel..., lo ideaba antes con la meditación y oración», según escribió el biógrafo de Santa Mariana, Morán de Butrón. Al dejar el siglo, dotó «con su caudal, ganado a pintar», a su hermana, religiosa clarisa. Su taller fue escuela de arte: «Enseñaba a pintar a algunos seglares..., entre ellos a un indio que después fue religioso de San Francisco511». Este lego, fray Domingo, llegó también, en el obrador de Hernando, a poseer el supremo arte de la santidad.

Consta auténticamente que son suyos dos de los grandes cuadros del templo de la Compañía, o sean el del Infierno y el Juicio Final, de los cuales quedan allí sendas copias. Mas, el P. Morán de Butrón afirmó en 1696, que «a su trabajo se deben todos los lienzos que adornan la iglesia, los tránsitos y aposentos». Por su parte, Rodríguez Docampo asevera, igualmente, que son del Director espiritual da Santa Mariana, «los lienzos y los cuadros que están en la iglesia de la Compañía». Sin embargo, la tradición ha atribuido las pinturas de los Profetas, las mejores del templo, a Gorívar. El problema se reduce, consiguientemente, a este punto: ¿Los Profetas fueron pintados antes o después de 1649, en que escribió su Descripción Rodríguez Docampo? Hasta ahora no se ha aportado luz definitiva para la solución; pero hay pruebas de que Gorívar pintó también en la Compañía   —366→   y de que un cuadro de 1718, alegoría interesante de la provincia jesuítica de Quito, presenta rasgos similares a los de los Profetas. Pertenezcan a Gorívar o a Hernando de la Cruz, esos lienzos son y serán dignos de inmortal renombre y enlazan nuestra pintura con los más gloriosos nombres españoles.




Miguel de Santiago

El arte pictórico está en ascensión constante hasta llegar al célebre maestro Miguel de Santiago, nacido a principios del siglo XVII o en 1626, según alguno de sus biógrafos512. Su apellido era, propiamente, Vizuete Ruiz; mas, como protesta contra su padre, que no cuidó de él, tomó el de su protector, don Hernando de Santiago. La leyenda se complació en aureolarle, como ha ocurrido a menudo con los Inmortales. Santiago lo es, efectivamente, por múltiples conceptos, aunque no siempre mostrase genio u originalidad. Su vida la pasó en medio de frailes y al calor del Sagrario. Es pintor eucarístico y mariano, a quien gustaron las concepciones grandiosas, como aquel estupendo Cuadro de la Regla, que embellece el presbiterio de San Agustín, convento donde trabajó largo tiempo y al cual vinculose perennemente. Así lo patentiza el hecho de que se le amortajara con el vestido agustiniano y se le sepultase en la cripta de los frailes, con arreglo a sus últimas disposiciones.

Ejerció el arte una mitad de centuria, de 1656 a 1706, en que murió; y dejó numerosos discípulos, entre los cuales se contaron su propia hija Isabel y su yerno Antonio Egas Venegas de Córdoba. Isabel resplandeció, especialmente, por la suavidad y ternura con que pintaba las imágenes de Jesús y María.

Ya hemos dicho que Miguel de Santiago no se contentó con dar vida y ropaje admirables a grabados extranjeros, sino que, agitando las alas del genio, dejó testimonios imperecederos de espíritu creador. Una de las mejores y decisivas pruebas es la invención de un tipo especial de Inmaculada: la Eucaristía, o sea la Virgen que tiene entre Sus manos y apoya sobre su pecho la Custodia, pero de tal suerte que la composición íntegra obliga a poner los ojos en la Eucaristía. ¡Santiago es, por esto, el artista de la unión de los misterios divinos!...




Nicolás Javier Gorívar

Consideran muchos a Nicolás Javier Gorívar como discípulo esclarecido de Santiago, con quien tuvo parentesco. Nacido hacia 1665, creció a la sombra de la Iglesia, porque, muerto su padre, quedó bajo la guarda de su hermano, el Presbítero Miguel, Cura de Guápulo, pueblecillo propicio para el arte, donde sus ojos debieron de tener las primeras fruiciones de belleza y donde comenzó a pintar magníficas telas. Sin embargo, no irradió   —367→   aún allí su genio en toda plenitud, sino en la Iglesia de la Compañía, a la cual profesaba particular cariño, al punto de poner a sus hijos los nombres de los dos Franciscos, de Javier y de Borja513.

Es Gorívar pintor de alta psicología: sus Profetas del templo de la Compañía, «dignos de figurar junto a las mejores obras de los artistas italianos del Renacimiento,» atestiguan que había llevado el dibujo a la perfección y profundizaba en el alma de cada personaje. Lo mismo ocurre en las pinturas al temple de los Compañeros de San Francisco, que destellan la celestial dulzura y cautivadora amabilidad de las Florecillas. En Santo Domingo dejó, si no se equivoca la crítica, una serie asimismo magistral: la de los Reyes de Judá: «La técnica de la preparación del lienzo, y ejecución de la pintura es igual que la de los Profetas de la Compañía», dice el P. Vargas514. Otras iglesias se honran, igualmente, con cuadros de este pintor elegante, sugestivo, valiente, que amó su arte con una especie de voluptuosidad, singularmente significativa. No se le han encontrado hasta, ahora modelos inmediatos; mas, es evidente que en sus obras se descubren influencias de grandes pintores: Zurbarán, Valdés, Ribera y Ribalta.




La sucesión artística de los dos maestros

Acompañan a Santiago y Gorívar, como satélites, algunos discípulos y ayudantes, entre los cuales merecen particular mención Andrés Morales y, el morlaco Vela, que, en San Agustín pintaron varios cuadros relativos a la vida del admirable Águila de Hipona, uniendo sus nombres, indisolublemente, a la gloria de los príncipes del arte quiteño. Es muy verosímil que también fuese alumno de Santiago, el P. Alonso Vera de la Cruz, autor de una docena al menos de cuadros de ese mismo convento suyo.




La decadencia

En el siglo XVIII, la pintura entra en decadencia: los artistas preparan los lienzos en forma sumaria y apresurada; la sociedad bastardea y simplifica sus gustos y con estos defectos coopera al penoso ocaso del arte. Sin embargo, algunos nombres se salvan de la mediocridad: Antonio Astudillo pinta para la Merced y su Recolección lienzos relativos a la vida de San Pedro Nolasco, renueva las telas acerca de San Francisco en el convento del mismo nombre y, en fin, contribuye a la glorificación de fray Jodoco, en el cuadro que se halla sobre la puerta de entrada al propio claustro, Francisco Albán compone, durante el cuatrienio de 1760-64, varias telas para la Recolección del Tejar acerca de los ejercicios de San Ignacio   —368→   y luego otras referentes al santoral. José Cortez de Alcoceres un retratista (hizo el de Humboldt, dejándole satisfecho y agradecido); pero, conforme a los cánones de la época, compuso también cuadros religiosos, como los que están en el Hospital San Juan de Dios y en la iglesia anexa. El Palacio Episcopal de Popayán guarda una serie suya, relativa a los Misterios del Rosario. La misma decadencia pudo ser parte para que gozara de ascendiente y se quedara entre nosotros, el pintor de la Misión Geodésica francesa, Juan de Morainville, quien dejó en el Colegio de la Compañía notables telas.




Dos hermanos notables

Bernardo Rodríguez fue, sin duda, un gran artista, aunque le faltase, tal vez, originalidad: pertenece a la segunda mitad del siglo XVIII y con su hermano, Manuel Samaniego, hizo un esfuerzo excepcional para levantar a la pintura quiteña de la postración que se avecinaba. Fue el pintor de Nuestra Señora de la Merced y de la Divina Pastora, advocaciones que honró en numerosas obras. Algunas iglesias están pobladas de cuadros suyos y, en primer término, la Catedral.

No se pagó Samaniego con ser maestro en pintura y escultura (aunque le faltaran dotes de dibujante); sino que quiso alardear de dominador de la didáctica pictórica que, efectivamente, es notable por la ductilidad con que adapta las enseñanzas tradicionales al medio, eminentemente escaso de recursos, en que ejercitaba su pincel. Tuvo mayor fama que su hermano, de quien fue discípulo y continuador, aunque con originales maneras de composición y de colorido, intenso pero falto de variedad. No sólo las Casas religiosas, y, singularmente, la Catedral acudieron a su taller, sino el Presidente de la Audiencia, que le encargó la construcción y ornato de su residencia. De dentro y fuera del país, llegábanle frecuentes pedidos de lienzos, que le dieron considerable fortuna. Samaniego ensanchó el temario tradicional y fue paisajista y miniaturista. Se ha dicho que, al revés de los antiguos pintores, «condescendió con la vida yendo más allá de los límites de la moral Cristiana515».




Dinastías de artistas

Rodríguez y Samaniego dejaron numerosos discípulos. En su taller se formó una familia entera de artistas de apellido Cabrera (Ascencio, Nicolás y Tadeo) y el jefe de otra, que honró nuestra escuela a lo largo del siglo XIX: Antonio Salas, quien tuvo la suerte de retratar al Libertador. La familia Albán fue también legión, pues aún los religiosos de ese apellido, fray Antonio, célebre patriota, y Juan, profesor de filosofía, pintaron cuadros. Vicente llegó a cooperar con Mutis y trabajó naturaleza muerta.



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La expedición botánica de Bogotá

Es significativo que, aun en ese momento en que entra en paulatino eclipse el arte quiteño, apelara el célebre botánico don José Celestino Mutis, por medio del Virrey Arzobispo, don Antonio Caballero y Góngora, a artistas quiteños para que participaran en los trabajos de la Expedición y sirvieran en la organización de la primera escuela de pintura en Bogotá (1786). Escuchemos a don José Manuel Pérez Ayala, ilustrado biógrafo del Arzobispo:

«A Mutis debemos la creación de nuestra primera Escuela de Pintura, dependiente de la Expedición Botánica. Unida a ella funcionó una escuela gratuita de dibujo y pintura para niños pobres que mostraban disposición para aprender estas artes. Por solicitud de Caballero y Góngora, el Presidente interino de la Real Audiencia de Quito, don Juan José Villalengua y Martil, contrató a los pintores Antonio y Nicolás Cortés (hijos del artista José Cortés de Alcocer), Vicente Sánchez, Antonio Barrionuevo y Antonio Silva (discípulos de Bernardo Rodríguez) para trabajar en la Expedición Botánica, siendo los primeros que vinieron del Ecuador con tal fin. Posteriormente llegaron Francisco Villarroel y Francisco Javier Cortés, Mariano Hinojosa, Manuel Ruales y José Martínez, José Xironza, Félix Tello y José Joaquín Pérez516



Hay un detalle a este respecto que es menester recordar. La expedición trajo dibujantes de España, pero resultaron incompetentes y esta circunstancia movió a Mutis a «mirar en rededor en demanda de nuevos dibujantes». «Dado que la Escuela de Pintura de Quito, ya para entonces gozaba de merecida fama, Mutis se volvió a ella en solicitud de colaboradores517». El resultado fue sorprendente: Mutis quedó satisfecho de la magnífica calidad de los trabajos de los pintores quiteños; y Humboldt escribió este significativo juicio: «Jamás se ha hecho colección alguna de dibujos más lujosa, y aun pudiera decirse que ni en más grande escala».

El espléndido triunfo obtenido por los dibujantes quiteños en Bogotá fue parte para que también se contratara a artistas nuestros, como Francisco Javier Cortés, a fin de que sirvieran a la Expedición   —370→   Real Botánica del Perú, presidida por Juan Tafalla y Juan Agustín Manzanilla.

Conviene anotar que el arte quiteño aprovechó gran variedad de materiales para sus obras. En San Francisco, durante el provincialato del P. fray Juan Guerrero. (1722 - 5), pintáronse en jaspe dieciocho cuadros primorosos, representativos de la Vida de la Virgen, que no tienen, sin duda alguna, parangón en América518.






ArribaAbajo IV. La escultura en la presidencia

Si la pintura, aunque por mera excepción, se ocupó en asuntos profanos; si al fin del período de formación de la nacionalidad, comienzan a esbozarse en ella nuevas tendencias y gustos, sin sacrificar sustancialmente los criterios espiritualizadores, la escultura se nos presenta siempre con iguales caracteres y libre de síntoma alguno de descomposición o de descenso en cuanto a la alteza de sus ideales. Es también arte eminentemente religioso y mariano en que se transparenta, sin arrugas, el semblante de la patria.

Las primeras obras escultóricas quiteñas están, como las arquitectónicas, veladas por el anonimato. El tallador se preocupaba de exhalar su alma religiosa, de reflejar su fe en la obra artística y no de alejar memoria, ni adquirir fama. Nadie ha descubierto hasta ahora, por esto, quien labró en los días mismos del nacimiento de Quito, la imagen veneranda de Nuestra Señora de la Merced, que en 1575 se había conquistado ya la primacía en la devoción de la apesarada ciudad, sacudida, a menudo, por las fuerzas telúricas.

Uno de los primeros nombres, si no el inicial, en la historia de nuestra escultura, es el de Diego Rodríguez, que labró en 1570 la imagen de San Sebastián para la parroquia erigida con este título por el Ilmo. señor fray Pedro de la Peña. En las delicadas manos del artífice, la talla amanecía con esplendores de verdadera perfección.


Diego de Robles

Mas, aunque ese artista no hubiese sido, como se supone, español, consta que sí lo fue el escultor Diego de Robles, a quien cupo la suerte de tallar tres imágenes, pequeñas y bellas, que, a la vuelta de cortos años, adquirieron celebridad y que representan a Nuestra Señora de Guadalupe: las de Guápulo, el Quinche y del Cisne. Las dos últimas constituyen hasta ahora el centro de la devoción nacional en santuarios de ardentísimo arraigo popular. La primera, desapareció en el incendio de 1839, después de haber sido objeto de una de las más dulces y seculares epopeyas de amor que se han presenciado en este Continente.

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El escultor toledano labró, no siempre con acierto o, mejor dicho, no siempre con la satisfacción de sus clientes, otras tallas, como la del Bautismo de Cristo, existente en la iglesia de San Francisco. No se contentó, pues, con esculpir imágenes solas, sino que gustó, a la par, del arte de la escultura de grupos. Robles es todavía artista clásico, no barroco: propende, ante todo, a la precisión y corrección, sin preocuparse de suscitar emoción.




Luis de Ribera

Había muy a menudo una disyunción inicial entre el papel del pintor y el del encarnador. Robles fue solamente lo primero; y en el encarnado trabajó un fraterno colega suyo, Luis de Ribera, español como él, quien dio colorido y doró el ropaje de la imagen hecha para Guápulo, así como de las de San José y la Virgen que Robles dejó en la iglesia de la Concepción. Ribera ejercía los dos oficios.




Francisco del Castillo

Francisco del Castillo esculpió, a petición del franciscano fray Andrés Izquierdo, y para las religiosas de la misma Concepción, varias imágenes del Señor y de la Dolorosa; pero su mayor gloria consistió en la imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso, que labró de acuerdo con las indicaciones de la V. M. Mariana de Jesús Torres, a fin de que fuera el foco de la piedad mariana en el referido templo.

Contemporáneo de Castillo debió de ser un artista de primer orden, fray Juan o Francisco Benítez, que talló, según parece, en el Convento de San Francisco, la magnífica sillería del Coro, compuesta de 81 sillas de cedro, cada una de las cuales ostenta varias figuras, de ángeles y santos, y espaldares de interesantes labores. No fue, sin embargo, ésta la primera sillería que se hizo en Quito, pues en 1570 había esculpido el primitivo coro de la Catedral un obrero llamado Antonio Lorenzo. El púlpito fue tallado por Luis Vicente, hacia la misma época.




El P. Carlos

En los días del apogeo de la pintura, la escultura llega también a la cumbre con el famoso P. Carlos, sacerdote cuyo apellido se ignora, tan grande fue su desprecio de la fama. Todas las iglesias están en Quito pobladas de sus maravillas: la Compañía guarda un hermoso Calvario y las dos estatuas de San Ignacio y San Francisco de Xavier, en San Francisco están sus aplaudidos Pasos y su San Diego. Suyos son un San Bernardino de Siena y el San Lucas Evangelista, que engalanan la iglesita de Cantuña; y San Francisco, Santa Clara y San Pedro de Alcántara, joyas de la de Guápulo. La Catedral conserva su admirable Cristo de la Columna, tan celebrada por Espejo, a par de otras imágenes menores; el Carmen,   —372→   un Tránsito, etc. Fueron sus modelos Montañés, Gregorio Hernández y, quizás, Pedro de Mena; y algunas de sus producciones no serían indignas de llevar la firma de tan egregios artistas. Sobrio, enérgico, expresivo en la interpretación artística, muestra excepcionales cualidades, tanto en la talla individual como en la de grupos. Es un sacerdote en el arte: conquista, atrae, llena el alma, de los sentimientos que ardían en la suya.




Olmos

¿Fue Olmos, apodado Pampite, discípulo del P. Carlos? No está demostrado aún. Mas, comparte con éste el cetro de la escultura, aunque se halla lejos en la mesura y sobriedad. Por el contrario, Pampite es realista, vehemente en la expresión de los afectos, exagerado tal vez y eminentemente barroco519. Sus Cristos, así el que se halla en la Sacristía de San Francisco, como en el Calvario del Carmen Antiguo, tienen auténtica belleza. Se le atribuye igualmente el que presidió en la Sala Capitular de San Agustín el nacimiento de la Patria.




Otros artistas

Antonio Fernández labró, entré otras imágenes, la de San Jerónimo, venerada en la Catedral. Debía de ser un artista afamado cuando se le confió tal encargo, pues el gran Doctor era desde 1590 patrón perpetuo jurado de la Ciudad, por suerte que se echó entre veinticuatro santos; y, como a tal, se le erigió capilla en dicha iglesia. Por su parte, Francisco Tipán, esculpió en aquella época el retablo de la sacristía de San Francisco.

José de la Paz comenzó el retablo del templó de Guápulo, conforme al diseño que hizo el capitán Marcos Tomás Correa, pero no pudo concluirlo a causa de su muerte. Le sustituyó Juan Bautista Menacho, quien talló los altares y el maravilloso púlpito, con la ayuda de magníficos colaboradores, cuyo nombre se ignora.




Bernardo de Legarda

Ya hemos hablado de Legarda, el creador, como Miguel de Santiago, de un tipo especial y cautivador de Inmaculada, que ha llegado a denominarse, por antonomasia, la Virgen de Quito, juvenil y alada, que huella con su pie a la serpiente y se complace en verla vencida. Está, por el genio, a la altura del P. Carlos e hizo una obra, tal vez más extensa. Se complació en asociarse a su gloria, renovando imágenes talladas por él. No fue sólo retablero y escultor, sino también pintor. Sus estatuas más apreciadas son, sin duda, el Calvario de la iglesia de Cantuña, el Ecce   —373→   Homo de la Catedral, y el retrato del Obispo Paredes de Arbendáriz, que se halla en el Carmen Moderno. Su apogeo en este ramo corresponde al año de 1734, en que esculpió la incomparable Inmaculada del altar mayor de San Francisco, obra de una nobleza artística verdaderamente divina. Dejó retablos en Cantuña, en la Basílica de la Merced (concluido por su discípulo Gregorio), en el Carmen Moderno, etc.




El hermano jesuita Winterer

En la iglesia, de la Compañía revelaron sus talentos artísticos varios religiosos de la misma Orden; pero el hermano Jorge Winterer, nacido en el Tyrol y venido a América para las misiones de Mainas, fue, sin duda, el más eminente en sus conocimientos escultóricos. En 1735 introdujo el columnado salomónico en los retablos, con efecto estético decisivo.

Cuando Legarda se ocupaba en la Basílica Mercedaria, trabajaba también en las esculturas de las Doctores de la Iglesia, que adornan las pechinas de la Cúpula y en el Grupo de la Trinidad del retablo mayor, el Maestro Uriaco, cuyo nombre no se ha descubierto aún. Toribio Ávila es escultor de diversa índole labraba preciosas figuras de cera policroma como las que se admiran en la sacristía de San Francisco.




Las carmelitas Estefanía y Magdalena Dávalos

La Condamine celebró -recordémoslo- en excepcionales términos, como mansión de las gracias y del ingenio, la quinta que en Elén de Guano, tenía don José Dávalos. Sus hijas traducían el francés correctamente, a pesar de sus cortos años y mantenían amistad con todas las artes. Habían instalado un torno y ejecutaban, valiéndose de él, obras delicadas. La mayor, María Estefanía, reunió una variedad de talentos: tocaba diversos instrumentos y pintaba en miniatura y al óleo.

«Con tantos recursos para agradar en el mundo, decía el ilustre geógrafo, su única ambición era hacerse carmelita: no le retenía sino la ternura de su padre, que, después de larga resistencia, le dio al fin su consentimiento. Hizo su profesión en Quito, en 1742520».



Otra hermana, Sor María de San José, siguiola poco después. Las dos esculpieron numerosas obras; pero la fama íntegra se la ha llevado Magdalena. La primera, afirma Navarro, talló las estatuas de la Virgen del Tránsito, la del Carmen y la del Corazón de María; la segunda, el Señor de la Resurrección, y Santa Teresa. Ambas debieron   —374→   de perfeccionar sus conocimientos con las indicaciones de Legarda, que entonces trabajaba en el Carmen Moderno.




Caspicara

Olmos, con sus Cristos desgarrados, es una excepción en nuestro arte, en que prevalecen casi siempre notas más serenas. Al decir éste hemos nombrado a Caspicara (Manuel Chili) el artista genial de la medida, de la apacibilidad en la expresión de los dolores divinos, de la minucia en el detalle de los miembros y ropajes. Esculpió grupos primorosos del Señor y la Virgen, donde mostró admirable técnica, a la vez que sentimiento y elegancia. Obras como San Francisco y la Asunción de la Virgen, en la iglesia de la Orden Seráfica; la Impresión de las Llagas en Cantuña; el Descendimiento y las estatuas del Coro de la Catedral, el San Diego, en el templete del mismo nombre, revelan que combinaba maravillosamente el equilibrio con el vuelo ascético y la emoción. Se ha dicho con razón que las influencias españolas no son en él las únicas: conocía el arte italiano, especialmente a los Della Robbia.

Es muy singular que, mientras la pintura entraba en decadencia, la escultura diese un artista de la talla de Caspicara. Espejo une, al tejer el elogio del arte quiteño de su tiempo, dos nombres: el de Cortez y el de Caspicara. Mas, no cabe parangonarlos, aunque ambos se distinguiesen, como casi todos nuestros artistas, en el desabrimiento de la celebridad.




Los sagrarios y custodias

En su libro, El culto del Santísimo en Indias, ha escrito luminosamente el P. Bayle: «El Corazón de la Iglesia es la Eucaristía, y el de los templos, el Sagrario; allí, pues, en lo que más cerca servía a Cristo Sacramentado, confluían preferentemente las riquezas, como confluía la devoción521». Y el arte asimismo. Por eso los metalarios -plateros y orfebres- que abundaron en Quito desde el primer día, se dedicaron a embellecer sagrarios, custodias y altares, de modo que Dios tuviese mansiones condecentes, al menos, con la deuda del hombre para con Él.

Ocioso sería detallar las riquezas que se guardan aun en los templos, a pesar de la dilapidación de nuestro tesoro artístico, sobre todo durante la Independencia. Mencionaremos únicamente los frontales de plata que en el siglo XVIII mandó labrar el P. Francisco Javier de Jesús y Lagraña, amigo de Espejo y de Humboldt, para San Francisco; el sagrario de la misma materia que se halla en el retablo central; la greca que decora el de Cantuña; el baldaquino del Carmen Bajo; los frontales de la Catedral y el de Guápulo, respetado por el   —375→   incendio de 1839 y que tiene quince imágenes en alto relieve; los cálices áureos de San Francisco522, la Catedral, etc.; las estupendas custodias de los mismos templos, la de Cantuña y la de San Francisco de Riobamba; las andas procesionales y carros de varias iglesias; y las lámparas de plata que tuvieron la Catedral y Guápulo, hecha esta segunda por el capitán, Jacinto, de Pino y Olmo523. Un solo dato basta para avalorar cómo la magnificencia de Quito se excedía a sí misma en eso de engalanar la casa de Dios con las más ricas preseas de orfebrería y platería: la custodia de la Compañía de Jesús, hecha en Londres, fue estimada por el tasador de las reales joyas, Juan Muñoz, en 23 mil ducados de plata. Tenía siete libras de oro, quince marcos de plata y gran abundancia de esmeraldas y otras piedras preciosas. Todo se juzgaba poco para esplendor del Sacramento. Desde luego muchas de esas riquezas no eran propiedad de los conventos, sino de las Cofradías: cada cual poseía joyas propias, que lucían en las grandes solemnidades.

Admirable fue también el arte del bordado. Gracias a esta excelencia los Conventos llegaron a poseer ornamentos preciosos, conservados aun ahora con amoroso cuidado. En tiempo del Provincial fray, Francisco Guerrero, de la Orden Seráfica, hízose uno de tela de tisú, que costó «la friolera de 1.141 pesos524».

Algunos se escandalizaban de la copia de aquellos tesoros. Mas, ya en su tiempo el P. Velasco contestaba a los detractores de esta magnificencia patentizando que los españoles la aprendieron de los gentiles; y que si éstos, sin luz de fe, empleaban en el adorno de sus templos casi todos los tesoros del imperio, no es mucho que los cristianos dedicasen al culto del Dios verdadero unas cortas reliquias de la antigua grandeza525.






ArribaAbajo V. La música

En la imposibilidad de hablar de otras artes que contribuyeron a la gloria de Dios o que nacieron bajo el patrocinio de la Iglesia, diremos pocas palabras acerca de la música. Honra perenne de los Franciscanos es el haber adivinado el alma musical, aunque monótona   —376→   del indio, y haberla sublimado con la religión, no sólo como vehículo de educación religiosa, sino como instrumento de civilización,


La Catedral y la música

La Catedral, de Quito tuvo, en este orden, la primacía: fue, llamémoslo así, el primer conservatorio de música y canto. El Obispo fundador de la diócesis, Ilmo. señor Díaz Arias, trajo músicos españoles, y les confió la enseñanza de diferentes instrumentos a indiecitos a fin de formar el coro catedralicio. La memoria del buen Prelado era bendecida por todos los fieles y, particularmente, por aquellos que comprendían el papel de las artes en el fomento de la vida litúrgica. En la Relación de 1573 intitulada La cibdad de Sant Francisco del Quito, se dice:

«En lo tocante a la música y cantores de la iglesia, échase bien menos al obispo antecesor, el cual la tuvo siempre tal, que no se hallaba mejor en aquellos reinos, porque se preciaba de tenella526».






El Colegio S. Andrés

El segundo plantel fue el Colegio de San Andrés, semillero de todo género de artes. Enseñaron los frailes la música «para hacer, con pompa y solemnidad, las funciones del culto Divino».

Del plantel salieron músicos notables, sobre todo el Indiecito Cristóbal Collahuazo, llamado de Caranqui, que tuvo hermosa voz y que tañía el órgano primorosamente. Muestra espléndida, asimismo, del Colegio fue el mestizo Diego de Bobato, cura de San Blas y maestro de capilla de la Catedral, «hábil en la música», como dice la Relación antes citada. Lobato sucedió, probablemente, a ese muchacho Juan Bermejo que, según el Ilmo. señor Reginaldo de Lizárraga, tuvo tan hermosa voz que «podía ser tiple en la Capilla del Sumo Pontífice». Llegó tanta pericia «en el canto de órgano, flauta y tecla, que ya hombre le sacaron para la Iglesia Mayor, donde sirve de Maeso de Capilla y Organista527». En 1583, los muchachos componían el coro de tiples528.

Profesores españoles, como Gaspar Becerra y Andrés Laso, enseñaron en el Colegio de San Andrés el canto gregoriano y polifónico y a tañer varios instrumentos. ¿No serían esos profesores los mismos   —377→   que trajo el Ilmo. Señor Díaz Arias529? Más tarde, en 1568, los indios estaban ya en capacidad de enseñar en el Colegio: Diego Gutiérrez Bermejo, Pedro Díaz, Juan Mitima y Cristóbal de Santa María eran los principales y armonizaban la música española con la que les brotaba del alma. En este campo, sí, procurose fundir los elementos musicales nativos con los clásicos.

El número de indios formados para el canto y la música sacra, en la admirable turquesa del Colegio San Andrés, debió de ser copioso. Así se explica que en 1568 se pudiese escribir:

«De aquí se ha henchido la tierra de cantores y tañedores desde la ciudad de Pasto hasta Cuenca, que son muchas iglesias y monasterios entre muchas y diversas lenguas, entre los cuales los que aprendieron la lengua española en este Colegio son los intérpretes de los predicadores florecen entre los otros en cristiandad y policía y de quien los otros son industriados en las cosas de nuestra Santa Fe Católica, a cuya causa van dejando sus ritos e idolatrías y vienen de su voluntad a pedir el bautismo y los demás sacramentos viendo que con tanta majestad y suavidad de música se honra y celebra».






Órganos

Los frailes y clérigos se industriaron en proveer a las iglesias de instrumentos músicos y, sobre todo, de órganos. No fueron traídos de España los primeros que hubo en la Gobernación de Quito, sino hechos aquí mismo. Ignorase quién fabricó el que regaló para la Catedral el rico encomendero y comerciante don Lorenzo de Cepeda, hermano, como queda dicho, de la gran Santa Teresa de Jesús. El de San Francisco lo hizo, según testimonio del Licenciado Montesinos, recordado por Jiménez de la Espada, un fraile seráfico. Era «una obra, rara y peregrina»: tenía más de seiscientas piezas y cañones «que hacen diversas copias de músicas sonoras. Lo que aumentaba admiración el que todas las flautas son de madera abetunada, por la polilla530». Fue renovado hacia 1738 por un organero de alta competencia, el agustiniano fray Tomás Inera.

En las Iglesias donde no había órgano, se recurría al arpa y al clavicordio, como ocurrió largo tiempo en la de Guápulo, hasta que el mejor organero un indio llamado Francisco Setiña, fabricó, en 1692 y 1693, por la irrisoria suma de setecientos pesos, uno magnífico531.   —378→   Más tarde, en 1736, tiempo en que el dorador Cristóbal Gualoto decoraba el interior del templo, obsequiose al santuario otro que, probablemente, fue hecho, por el afamado don Juan de Legarda, quien reparó el antiguo532.




Las procesiones

Las procesiones religiosas, tan abundantes por el número como esplendorosas en su pompa y constituían poderoso acicate del arte musical, aunque los instrumentos eran solamente flautas, chirimías, trompetas y chonconetas. En el siglo XVIII el espectáculo cambió radicalmente; y las grandes manifestaciones de Semana Santa, del Corpus, etc., se solemnizaban con música de violines (introducidos por los jesuitas), que tocaban piezas religiosas con ese dejo de tristeza, heredado del alma india. Muchas fiestas, saliéndose del austero marco litúrgico, eran acompañadas por los populares Pasillos y San Juanitos, en que se retrata la fisonomía de nuestras muchedumbres: la música criolla y mestiza se alejaba del espíritu de la Iglesia y cobraba el aire abigarrado del conjunto heterogéneo, que era y aun es, en parte, el pueblo ecuatoriano.




La música pedagógica de Mainas

Los jesuitas de Mainas y, especialmente los de raza alemana, hicieron obra musical de alta valía evangélica. Es cierto, que hubo algunos, como el renombrado arquitecto de la fachada de la Iglesia de la Compañía, P. Leonardo Deubler, que no se interesaron por la educación musical de los salvajes; pero otros, como los PP. Bernardo Zurmülhen, Wenceslao Brayer, Francisco Javier Zephyris, despertaron con admirables métodos la afición de los pobres indios y se sirvieron de sus habilidades para el logro de sus designios apostólicos. El primero, en el Pueblo de la Laguna y, más tarde, entre los Omaguas, formó una decena de muchachos, a la cual hacía cantar con tanto arte que algunos misioneros, «acostumbrados a oír en Europa misas de buenos conciertos, los encontraban excelentes533».

En Santo Tomás de Andoas, el P. Brayer enseñó igualmente a cantar la misa a media docena de niños, y a alguno de ellos, a tocar el violín. Además, envió a Quito a un niño andoa, para que aprendiese el arpa. Entre los Jeveros, el P. Zephyris formó un coro de clarinete, cornetines y flautas; y logró que doce muchachos aprendiesen, asimismo, a cantar la misa a dos voces. Adelantose a los métodos modernos de misión al componer cantos en diversos metros, sobre las diferentes partes del catecismo a fin de que los salvajes, ineptos para aprender de otro modo las cosas espirituales, las llegasen a captar de   —379→   memoria. En cada día de la semana se cantaba una de esas coplas. Más tarde hizo lo mismo entre los Yameos, valiéndose de los muchachos jeveros ejercitados en canto y música.

El misionero español Martín Iriarte envió a Lima varios muchachos que sabían leer y escribir para que aprendiesen a tocar, por nota, arpa y violín Con tan precioso concurso, implantó el coro, que se atrajo la unánime adhesión de los salvajes. El P. Weigel y el P. Jaime de Torres formaron también excelentes coros y tañedores de arpa y violín. El P. Bahamonde, en medio de imponderables dificultades, logró domesticar a las fieras que habían asesinado al P. Casado; haciéndolas entrar, como dice el P. Chantre y Herrera, «en la policía de la música534». Cuando no pedían los misioneros educar artistas, los llevaban a Quito.

Ya en el ocaso del sol de Mainas, el P. Manuel Uriarte formaba preciosos e ingenuos nacimientos; hacía recitar a los niños indios, melopeas acompañadas con clarines de cañas, tambores, pífanos, violines y guitarras; y terminaba con la representación de un pequeño misterio, en el cual cada niño, pintorescamente ataviado, después de cantar o hacer lo que le correspondía, se acercaba al Pesebre para ofrecer sus dones. Tenían luego piadosas danzas y acababan con coplas en la lengua del Inga, que traducidas libremente decían:

Alegraos, hermanos, ¡Que es la noche de pascua! ¡Ya parió una Virgen!, Nuestra Madre intacta; Jesús ha nacido, Para nuestra dicha; ¡Llevarnos al Cielo sólo solicita! Ya vamos gozosos, Adiós, Virgen pura; Adiós, Jesús bello, y José que os cuida535.



En los últimos años del período hispano florecieron en los Conventos de San Francisco, y San Agustín, respectivamente, músicos afamados que se preocuparon del progreso de su arte en sus familias religiosas: los PP. Antonio Altuna y Tomás Mideros Miño. El P. Altuna fue español, aunque el P. Compte afirma que nació en Quito; y alcanzó alto grado de saber en la escuela del P. Francisco de la Caridad. Más tarde, enseñó música a propios y extraños, figurando entre estos últimos el P. José Viteri, de la orden Agustiniana. Se asevera que Altuna y Mideros concurrieron a un concurso que se promovió para la provisión del cargo de Maestro de Capilla de nuestra Iglesia Catedral; y que venció el primero536.





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ArribaVI. El arte en otras ciudades


Parangón en el aspecto artístico de las ciudades de la Presidencia

Quito derramó su arte en las capitales de las demás provincias que componían la Presidencia. Mejor ubicadas aparentemente, es decir asentadas en sitios más bellos y propicios para la extensión urbanística, resultaron menos estables, las conmociones terráqueas han sido en ellas asoladoras. Por otra parte, la ciudad episcopal y audiencial debía tener indudable primacía de capitalidad: he allí la razón de que en Quito se concentraran muchos elementos que habían de darle el carácter de asiento principal y núcleo de irradiación de las artes.




Nuestro Puerto

Guayaquil, no obstante su temprana opulencia, no pudo constituir sede de tradición artística. Los incendios y los corsarios, enemigos coadunados, destruyeron varias veces la ciudad; y su continua reedificación absorbió las actividades de sus ínclitos moradores. Los dominicos levantaron en la parte vieja una iglesia de cal y canto, la mejor de todas. La parroquial y la de los jesuitas fueron también buenas, aunque nunca guardaron tesoros de belleza religiosa.




Ibarra

Ibarra, admirable por su asiento y afamada por su piedad eucarística, tuvo varios templos que los historiadores celebran unánimes. La iglesia parroquial, de piedra labrada, era «de buena arquitectura» según el P. Velasco. Los dominicos levantaron un convento, grande y hermoso; pero la principal casa religiosa fue la de los mercedarios, con arquerías altas y bajas: «competía su soberbia fábrica a la del máximo que tienen en Quito». Luego superó a todas las iglesias, la «bellísima de la Compañía, toda de piedra viva con dos hermosas torres537». Tenía excelentes retablos, algunos de los cuales se conservan ahora en la Catedral de la ciudad descollando el de la Virgen de Loreto: a cada lado de la imagen, hay bellos relieves que exhiben advocaciones de la letanía. Los retablos imitaban los de la Compañía de Quito, pues la columna báquica servía de elemento de soporte. Igualmente la iglesia de la Concepción era de piedra. Ibarra guarda como oro en paño algunas imágenes célebres, entre ellas la de la Virgen del Rosario que llevó el P. Bedón en los días de la fundación de esa ciudad; el Señor del Amor de San Agustín; y el Calvario de la Catedral, que tiene una Virgen Dolorosa de excepcional valor por la patética expresión de tristeza. La vecina población de Caranqui posee, como vestigio de antigua grandeza, varias imágenes   —381→   célebres, como la del Señor del Amor y del Señor llagado y dos telas de San Joaquín y Santa Ana.




Latacunga

El próspero asiento de San Vicente Mártir, de Latacunga, tuvo hermosos templos de dominicos, franciscanos, agustinos y jesuitas, destruidos en el formidable terremoto de 1757. Del último templo, dijo el P. Velasco, que era uno de los más bellos del Reino; y el P. Recio afirmó al verlo, después de penoso viaje, que le parecía haber hallado el cielo538. Esa riqueza arquitectónica era reflejo de la del comercio, sobre todo de telas y pólvora539; y se proveía de un excelente material de construcción: la piedra pómez. Hasta el terremoto de 1699 estuvieron también en Latacunga las Carmelitas Descalzas, que tuvieron el templo suntuoso, gracias a la admirable magnificencia de don José de la Mata, pero, sobre todo, del Ilmo. señor de la Peña y Montenegro, que donó en varios años, la cantidad de 94 mil pesos540.

Del patrimonio artístico latacungueño se conservan pocas reliquias: dos cuadros en el refectorio de Santo Domingo y en San Agustín las imágenes del Señor de la Buena Esperanza y el San José de Caspicara. El Convento Carmelitano moderno de Quito posee una tela de la Inmaculada, con dos Santos al pie, Ildefonso y Lorenzo. El asiento tuvo pintores propios; de manera que no necesitó llevar todo de Quito pata engalanar iglesias y conventos. A fines del siglo XVII pintaba allí un artista de apellido Chaves, de quien se guarda un magnífico Cristo541.




Riobamba

Riobamba tuvo interesante iglesia mayor, cuya torre de piedra, «fue la más alta y la mejor obra que el todo el Reino hicieron los españoles542». Por desgracia, cayose en el terremoto de 1645; y la sustitutiva careció de la belleza de proporciones de la antigua. La Catedral aprovechó los medallones que adornaban la fachada y que representan escenas del Antiguo y Nuevo Testamentos. Los dominicanos tenían dos buenas iglesias con salida a un atrio alto y la de los Frailes Menores, construida por un alarife indio que ya hemos mencionado, Morocho, era asimismo de «buena fábrica antigua». La de los jesuitas, en cambio, tenía estilo nuevo y había sido   —382→   hecha «toda de cal y ladrillo con arquerías altas y bajas». Los Agustinos poseían iglesia decente, «con alta y delgada torre».

En la Catedral se admira, como joya de otras edades, un gran cuadro de la Asunción de la Virgen; y en la iglesia de la Concepción, en Señor del Buen Suceso, obra de 1650.

La majestad de los monumentos arquitectónicos revelaba también, en Riobamba antiguo esplendor económico, derivado de las fábricas de paños y telas, alfombras y tapetes, bordados de algodón y lino y tejidos de vicuña.

Muchas parroquias tuvieron renombre artístico. En la actual iglesia de Yaruquíes se venera una gran Inmaculada, seguramente de Legarda o de su escuela, que representaba el bello tipo introducido por este artista y que tuvo acogida fuera de nuestras fronteras, por ejemplo, en el Perú, según ha demostrado el ilustrado historiador de los conventos franciscanos de Quito y Lima R. P. Benjamín Gento543. Se encuentra también allí una Virgen del Tránsito rodeada del Apostolado, obra de indudable valía. Guano, tan del gusto de jesuitas y franciscanos, a causa de su abrigo contra las inclemencias naturales, conserva una imagen del Sagrado Corazón de Jesús que, a no dudarlo, data de la época en que el P. Maugeyi propagó esta devoción, debía de pertenecer a la Casa de Ejercicios que allí tuvo la Compañía544. En la Iglesia del Carmen, que es la parroquia, se guardan, asimismo tallas notables, como la de la Virgen de esa advocación y la de San Joaquín. En Licto hay otra Inmaculada de Legarda, además de un Señor Crucificado. Cicalpa tenía un santuario dedicado a la Virgen: era «muy buen templo», que descansaba sobre hermoso atrio. Allí pintaron, en homenaje a N. Sra., artistas célebres, entre otros el francés Morainville.




Cuenca

La arquitectura religiosa de Cuenca no tuvo nada de sobresaliente: sólo queda una bella portada en el Carmen de San José. Cuenta la ciudad con algunos retablos y esculturas célebres, como los Crucifijos del Monasterio de Conceptas, que pueden ser del artista Zangurima. Hay también allí imágenes interesantes y un lienzo de fray Tomás del Castillo, oportunamente citado, Santa Domingo se honra con la posesión de una tela de Santa Catalina de origen español545. En algunas parroquias rurales se encuentran igualmente retablos o lienzos, que revelan una tradición artística conservada con celo y veneración, por ejemplo, en Gualaceo. El pueblo de Baños poseía,   —383→   según Velasco, una gran pila bautismal de una sola pieza y de fino alabastro.

En Azogues, el templo contaba con numerosas y ricas alhajas de plata, donadas, en buena parte, por el cura don Miguel de Larrea.

En cuanto a templos y conventos, Loja se hallaba postergada y deslucida. La fábrica más decente era la de los jesuitas. En otra época debió de haber allí cosas notables, pues, aun la inferior de las Casas de Oración, la de San Agustín, poseía tesoros que hoy, según anota el R. P. Vargas546, enriquecen uno de los museos de Chile. El templo de la Concepción tiene hasta ahora sugestivos retablos, telas e imágenes de Nuestra Señora de las Nieves. La Catedral rinde tributo de amor a una Virgen de Quito, a la Inmaculada de Legarda.




Quito, joyelero de todas las artes

Hemos pasado revista a nuestro arte, mirándolo con ojos de historiador. Otros lo han visto mejor con agudeza de artistas. Recientemente lo ha hecho un gran poeta enamorado de Quito: Ernesto La Orden Miracle, que no vacila en calificarle de «taller de arte, de todas las artes» y de confirmar el predicamento de Monumento internacional547.

Mas, ¿por qué este cognomento insigne? La Orden ha recorrido todos los rincones de la ciudad a caza de belleza; y casi nada ha encontrado fuera de aquello que erigió el arte al servicio filial de la religión. Todo lo demás, ha sido deslustrado, desvaído o, bastardeado y, lo que es peor, destruido por la piqueta de rudos iconoclastas, empeñados en desustanciar a Quito y en privarle de sus esencias, tradicionales y hacerle una ciudad comercial... de quinto orden.

El «Monumento Internacional» es el Quito religioso, joyero de todas las gracias y delicadezas del arte, el Quito que hicieron para Dios nuestros abuelos, a fin de que fuese a la vez cabeza de la nacionalidad que ellos mismos tallaban en místico secreto, sub specie aeternitatis. Ese es el Quito perenne, el que no morirá jamás...









 
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