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La igualdad y el sufragio

Manuel Ugarte





No hay que medir la igualdad por las incapacidades; hay que establecerla, por el contrario, sobre la pauta de las capacidades. Queremos decir con esto que el espíritu de la democracia puede cumplirse más ampliamente con la posibilidad de acceso de todos los que nacen bien dotados a la mayor cultura y a las mejores situaciones que con la universalización del voto.

La Nación está fundamentalmente interesada en utilizar cuantas aptitudes puedan concurrir a su elevación. Desde este punto de vista, no será la equidad -idea abstracta, utilizada por los partidos-, sino el cuidado de los supremos intereses comunes lo que aconsejo elevar a la dirección de los negocios a cuantos traigan preparación o méritos probados, vengan de donde vinieren.

Pero se ha confundido a veces la democracia con su sombra; y así se ha tendido más frecuentemente a adular a la mayoría analfabeta que a abrir las puertas a los componentes de esa mayoría que se distinguen por su inteligencia o su fuerza creadora.

El punto de mira al nivelar no puede ser la escala de los menos aptos, sino la línea del desarrollo superior. De otra manera se convertirá la república en una empresa de subalternización, contrariando la esperanza de la colectividad perfectible y en ascensión perpetua, que fue, teóricamente, el punto de partida.

La idea inicial, el soplo inspirador, indiscutiblemente excelente, se mantiene como una de las más altas conquistas de la humanidad y a él permanecemos fundamentalmente fieles. Pero ello no importa propiciar la nueva explotación de los iletrados por los letrados que suele practicarse a favor de las enseñas más prestigiosas. El pueblo mismo marca en este orden de ideas su fatiga y su alejamiento; porque comprende que, más que la igualdad en el terreno de la instrucción, en todos sus grados, única fórmula eficaz para disfrutar con prestigio de la primera.

La mejor manera de comprender el problema nos la ofrece la observación experimental de los fenómenos que se repiten en todas las sociedades nuevas, donde cierto número de hombres, surgidos de las esferas humildes, pero excepcionalmente a las más altas situaciones de la jerarquía económica. Con el conocimiento adquirido y la visión clara de la realidad de la cual brotan, el primer movimiento humanitario los lleva a fundar escuelas, es decir, a remediar la ausencia de los medios de ascensión de que ellos carecieron, obligados como se hallaron a suplir, en un esfuerzo heroico, la falta de escalones durante la victoriosa ascensión.

La verdadera igualdad ha de residir sobre todo con el punto de partida, porque la democracia debe aspirar a ser una capacidad efectiva que nivela serenamente, y no en una ilusión nerviosa que violenta las realidades. En Estados Unidos, donde por muchos conceptos -si tenemos en cuenta la improvisación de la nacionalidad y los aportes cosmopolitas- existe una similitud de estado social con nuestro país, hemos oído decir a menudo:

-La mejor prueba de que el voto es libre y de que es nuestro, es que lo podemos vender; porque sólo vendemos lo que nos pertenece.

Verdad indiscutible cuando se trata de un canario o de una silla, pero menos perentoria y firme si nos referimos a un derecho, que al ser enajenado falsea el principio que le dio vida.

La facultad de intervenir en los asuntos públicos constituye un honor y una responsabilidad que no cabe delegar, ni mucho menos negociar. Todo el andamiaje mental del voto libre y de la voluntad colectiva ampliamente expresada se desmorona y se anula cuando aparece, en trampa o engaño, la nueva desigualdad creada hipócritamente y bajo cuerda para servir, con apariencia prestigiosa, intereses de grupo.

La ignorancia, la miseria, el dolor, los bajos apetitos, suelen dar lugar en las zonas menos ilustradas a una categoría de electores para los cuales cada elección se traduce en una oportunidad de holgar, embriagarse y percibir el estipendio de su propia disminución. La prosperidad del país y el perfeccionamiento de las instituciones no pueden levantarse sobre base tan disentible. La letra es una cosa, pero, desgraciadamente, la realidad suele ser otra.

Si alguien formula objeciones y busca nuevos métodos para afianzar la democracia en su esencia inicial, no es, pues, con el fin de levantarse arteramente contra el principio, sino de remediar errores, rectificando fórmulas falaces que fueran adoptadas a raíz de concepciones, especulativas, en una primera materialización, acaso empírica, del principio inspirador.

Por otra parte, la palabra democracia sólo trae en sí, desde el punto de vista de las intenciones, la negación de la legitimidad de las clases dentro de la sociedad. A ese anhelo final sólo podrá ser plenamente realizado sobre la plataforma de una preparación homogénea que empareje el punto de partida y haga equitativa la competencia entre los más preparados.

Porque parece inútil repetir que igualar capacidades escapa al poder del hombre. Sólo cabe aspirar a la igualdad de facilidades y oportunidades, cuando se trata de aptitudes equivalentes. El idealismo democrático más crédulo no aspirará nunca a determinar una imposible nivelación de la fuerza mental o creadora de los individuos, sino a preparar la atmósfera propicia para que se manifieste, sin trallas ni prejuicios, todo mérito, iniciativa o concurso susceptible de ser utilizado en beneficio de la colectividad.

Llegando al hueso de las cosas, lo que separa a menudo a la opinión y a los partidos, no es el ideal en sí, sobre el cual todos estamos de acuerdo, sino el procedimiento para alcanzarlo o, en ciertos casos, la buena o mala de los que intervienen en el debate. Porque si algunos defienden el principio, otros se sirven de él para hacer prosperar sus esperanzas, o para parapetarse en una terquedad que disfrazan de consecuencia.

No está en tela de juicio la ley Sáenz Peña, que es una de las más nobles anticipaciones del progreso de nuestro país. Pero es imposible sostener que resulte útil para la salud del Estado -y aún dejando de lado el Estado, para la elevación personal del hombre- que el voto inconsciente o venal falsee las sanas inspiraciones de la mayoría apta para saber lo que le conviene.

Lo que hemos dicho de la democracia se aplica a la ley electoral. La mejor manera de defenderlas, tanto a la una como a la otra, consiste en sanearlas, en restablecerlas en su primitiva virtud, es decir, en la intención que inspiró a sus defensores o iniciadores, que acaso no contaron al propiciar la idea con las habilidades contraproducentes a que ella podía dar lugar.

Las leyes suelen cambiar de esencia al ser aplicadas, no a causa de ellas mismas, sino a consecuencia de las desviaciones que les impone la mala interpretación, o la incomprensión de los mismos a quienes pudieran favorecer. De aquí que tenga siempre más importancia el espíritu que la letra.

En nombre del mismo principio de igualdad interpretado en su virtualidad durable, todo aconseja buscar el punto de equilibrio que permita conciliar el derecho inalienable de los ciudadanos con las garantías de buen gobierno que exige la colectividad, prestando más atención a la realidad que a las palabras y poniendo la consciencia por encima del espíritu partidario.

Bien sabemos todos que las leyes tienen que corresponder al estado social del núcleo que las adopta. Muchas de nuestras dificultades desde la Independencia han nacido de la falta de concordancia entre los postulados y la etapa en que se hallaba el conjunto. Los pueblos hacen las leyes, pero las leyes no logran metamorfosear a los pueblos. La evolución no modifica, a pesar de ellas, el ritmo tardo que caracteriza las transformaciones sociales. Crece el niño sujeto al itinerario que la naturaleza impone y nadie ha de pensar que para transformarlo en adulto bruscamente basta comprarle un par de pantalones.

Si nuestra ley electoral en su forma presente, no alcanza aplicación en la mayor parte del territorio argentino es, más que a causa del fraude posible, a causa de la falta de preparación de muchos electores. Cuanto tienda a dar mayor equidad a las consultas tiene que ser bien recibido; porque, aunque parezca paradoja, el sufragio mal regulado puede resultar, al fin de cuentas, el peor enemigo de la igualdad.





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