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La imagen romántica. La creación de una estética1

Borja Rodríguez Gutiérrez





Los redactores de la revista romántica El Artista se presentaron a sí mismos, desde el comienzo de la publicación, como distintos, diferenciados y opuestos a lo antiguo, como creadores de una nueva literatura, heraldos del cambio, exploradores de desconocidas rutas y guías de caminos nuevos. Hacen constante ostentación de su condición de creadores de una nueva literatura y por ello no cesan de repetir que, a través de sus escritos y de sus grabados, están sacando a la luz nuevas formas, nuevos personajes, nuevas situaciones y nuevos ambientes. Y por ello, los dibujantes, pintores y grabadores pretenden presentar la nueva imagen que se corresponde con esa nueva literatura y esa nueva mentalidad. Se presentan a sí mismos como abanderados del romanticismo español, como sus hacedores, descubridores y artífices. Y no cabe duda de que esa imagen se impuso. Hay un general consenso en la consideración de que El Artista es la revista más significativa del romanticismo español y que su aparición fue un hecho fundamental en el desarrollo del movimiento. La especie está presente en las historias generales de nuestra literatura (Alborg: 19802; Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres: 1982; Carnero: 1997), en los estudios que abordan el movimiento romántico y no solo los que lo hacen desde el punto de vista literario (Le Gentil: 1909; Peers: 19673; García Castañeda: 1971; Zavala: 1972 y 1989: Llorens: 19794; Navas Ruiz: 19825; Sebold: 1983 y 1992; Marrast: 1989; Romero Tobar: 1994; Flitter: 19956; Caldera: 19977; Carnero: 19978; Rubio Cremades: 19979, Ayala Aracil, 2002)10 sino de otras manifestaciones del arte (Lafuente Ferrari: 1975; González García y Calvo Serraller: 198111; Henares: 1982; Gallego: 1991; Tajahuerce: 1995), o desde la historia del periodismo (Gómez Aparicio: 1967; Gómez Reino y Carnota: 1977; Seoane: 1987; Valls; 1988; Sánchez Aranda y Barrera: 1992; Fuentes y Fernández Sebastián: 1997), o el libro y la lectura (Artigas Sanz: 1953; Fontanella: 1982; Martínez Martín: 1991; Botrel: 1993). Además de ello El Artista ocupa un puesto destacado en los estudios sobre lo fantástico decimonónico (Schneider: 1927; Colacicci: 2001; Perugini: 1985 y 1988; Sebold: 1989; Trancón Lagunas: 1991, 1992 y 200012; Romero Tobar: 1995; Roas: 1997, 1999; 2001: 2002a; 2002b y 2006)13, es fundamental su importancia en el desarrollo de la narración breve romántica (Baquero Goyanes: 1949 y 1992; Perugini: 1982; Ezama Gil: 1997; Rodríguez Gutiérrez: 2004) y hay diversos estudios sobre la narrativa en él publicada (Lozano Miralles: 1988; Pozzi: 1995; Beser: 199714; Rodríguez Gutiérrez: 2003 y 2004b), y los cuentos que aparecen en sus páginas han aparecido en varias antologías (Ochoa: 1840; Perugini: 1991; Alonso Seoane/Ballesteros Dorado/Urbach Medina: 200415; Rodríguez Gutiérrez: 2008a y 2008b); se ha analizado su influencia en la elaboración del canon romántico (López Sanz: 2000; Alonso Seoane: 2002)16; así como sus artículos de tema artístico (García Rodríguez: 1993); se ha estudiado, asimismo, su papel en la recepción del romanticismo europeo (Ilarraz: 1985), como primer y fundamental eslabón de la prensa ilustrada española (Simón Díaz: 1949; Rubio Cremades: 1995); y como una revista fundamental en la historia de la litografía española (Boix: 1925 y 1931); se ha publicado un completo índice de su contenido (Simón Díaz: 1946), estudios sobre su revista continuadora, El Renacimiento (Simón Díaz: 1968; Rodríguez Gutiérrez: 2004a) así como una edición facsímil (1981). Tiene la revista una presencia destacada en los estudios sobre las personalidades que en él participaron, como Eugenio de Ochoa (Randolph: 1966), José Negrete, Conde de Campo Alange (Saltillo: 1931); Federico de Madrazo (González López: 1981; Díez: 1994; Vega: 1994); Pedro de Madrazo (Calvo Serraller: 1981; Schurlknight: 1992; Sánchez de León: 2003; Rodríguez Gutiérrez: 2004c; Afinoguenova: 2008).

En esta campaña de Ochoa y Madrazo para apropiarse la patente del romanticismo español la parte gráfica de la revista fue fundamental. En El Artista hay una deliberada voluntad de crear una serie de imágenes nuevas que lancen al lector mensajes que vayan más allá de las palabras de los textos: un lenguaje de la imagen, que configura una estética romántica muy determinada, y que hace liso del grabado para la multiplicación de esas imágenes y por lo tanto para conseguir una repercusión mucho mayor del mensaje. Las láminas, los grabados que acompañan a las páginas de El Artista son formas de comunicación directas. Mensajes que llegan con facilidad e inmediatez a la sensibilidad y memoria de quienes los contemplan y que producen una honda repercusión.

Mensajes que pudieron llegar a emitirse, gracias a la utilización que hicieron sus jóvenes redactores de un instrumento poderosísimo, que ninguna otra revista romántica llegó nunca a tener: el Real Establecimiento Litográfico de Madrid.

Y en este punto surge la figura de José de Madrazo (figura 3)17, pintor de cámara de Fernando VII y de Isabel II, padre y primer eslabón de una poderosa familia18 que cultivó el arte sin dejar nunca de lado la política, siempre junto al poder y utilizando este para aumentar sus riquezas y sus posesiones. Este era el hombre que estaba detrás de la revista «romántica por excelencia». Que la financió, que hizo valer sus influencias para que la corte emitiese una orden indicando a los Jefes políticos de las provincias que se suscribieran a ella, que puso a disposición de la revista sus plantas, sus talleres y sus litógrafos, en cuya casa se reunían los jóvenes que escribían la revista.

Y qué duda cabe de que muchos de los que vieron aparecer la revista en 1835, que sabían la historia de José de Madrazo, que conocían su influencia en la corte absolutista de Fernando VII, que eran testigos del poder que iba acumulando el santanderino durante el gobierno de Calomarde verían con escepticismo los ímpetus revolucionarios de aquellos niños bien que se reunían en la casa del pintor de cámara de Fernando VII.

Veamos, por ejemplo, la litografía de Federico de Madrazo que aparece con el título de Un romántico (figura 1), el mismo título que lleva un texto de Eugenio de Ochoa. Si analizamos la figura del romántico que Madrazo nos presenta rápidamente podemos ver las conexiones y semejanzas con uno de los retratos literarios más citados de la época romántica: el del sobrino romántico del Curioso Parlante:

«Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente anudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. Por bajo de él descolgábanse de entrambos lados de la cabeza dos guedejas de pelo negro y barnizado, que formando un bucle convexo, se introducían por bajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador».


(Mesonero: 1993: 209)                


En el grabado de Federico de Madrazo vemos el «estrecho pantalón», la levitilla «abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta», las «guedejas de pelo negro y barnizado, que formando un bucle convexo, se introducían por bajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador»... Tal parece que Mesonero, que compone su artículo en 1837, cuando El Artista ya ha desaparecido, tiene a la vista el dibujo de la revista madrileña. Pero no es Mesonero el único que nos presenta la imagen satirizada de un romántico. Mucho menos conocido es otro retrato literario que Basilio Sebastián Castellanos, El Tío Pilifi, nos presenta en un cuento, Todos son locos, publicado en una revista de breve vida, el Observatorio Pintoresco19. El texto de Castellanos es de 1836, posterior al grabado, y anterior al del Curioso Parlante. La proximidad de fechas de las tres representaciones del romántico (grabado, 1835, y los textos, 1836 y 1837) nos prueban que se está retratando una moda de la época.

El romántico es, evidentemente, un «hombre a la moda». La contrafigura de ese romántico es el clásico. Una nueva estampa (figura 2), que fue acompañada por un célebre texto de Espronceda: «El pastor Clasiquino».

Pero aquí nos interesa la especial relación de ambos dibujos. El romántico está en un interior que se presume urbano, Clasiquino al aire libre; el romántico en pie, Clasiquino sentado; el romántico erguido y con apariencia vigorosa, Clasiquino apoyado en su bastón, encorvado y con aspecto de cansado; el romántico, reflexivo, Clasiquino, dormido; el romántico rodeado de libros y cuadros, Clasiquino de ovejas; el romántico viste una entallada casaca y Clasiquino un abrigo informe que arrastra por el suelo al sentarse; el romántico pantalón largo y ajustado, Clasiquino calzón anudado bajo la rodilla, y medias altas; el romántico a cabeza descubierta, Clasiquino con sombrero de copa; el romántico joven, Clasiquino viejo; el romántico, a la moda, y Clasiquino, no.

¿Y quiénes son estos jóvenes a la moda, que tanto empeño ponen en burlarse de los viejos clasicistas? Los más decididos y arrojados, según nos dice Pedro de Madrazo, de los presentes en:

«[...] las reuniones de artistas y literatos románticos de que era teatro la morada de D. José de Madrazo, padre del que esto escribe, rica en objetos de arte de toda especie, esto es, en colecciones de cuadros, estampas, dibujos originales y libros, que alcanzaron verdadera celebridad. [...] De aquellas reuniones salió la idea de publicar un periódico que fuese como el portaestandarte de la nueva escuela. Y entonces salió a luz, dirigido y redactado por los más decididos de aquella falange -pues no todos se declararon románticos desde luego- El Artista, verdadero despertador del genio español moderno, antes aletargado».


(Madrazo: 1882a: 109)                


Ya conocemos los antecedentes familiares de los dos hermanos Madrazo, hijos del pintor de cámara de Fernando VII, hábil trepador en el escalafón del poder del absolutismo, y hábil para mantenerse cuando Fernando VII era ya historia. El otro gran mantenedor de la revista, Eugenio de Ochoa, era hijo (aunque oficialmente sobrino) de Sebastián de Miñano, primero afrancesado y luego acérrimo absolutista que había hecho carrera en la corte de Fernando VII, codeándose con José de Madrazo. Amistad entre que pronto se convertiría en relación familiar, pues Eugenio de Ochoa se casó con una hija de José de Madrazo.

Es decir, que el clan de los Madrazo, que a lo largo del XIX iba a dar muestras de su capacidad de ocupar espacios de poder, de su disposición a aniquilar a todos sus adversarios y de su voluntad de ejercer una auténtica dictadura sobre la pintura y la crítica de arte, era el núcleo fundacional, pictórico, literario e intelectual de El Artista. Bueno es recordar que ese clan actuó en repetidas veces de forma coordinada, que promovió muchas actividades, siempre beneficiándose de ellas y que no se caracterizó nunca por la generosidad ni por la filantropía, sino por la defensa y promoción, recurriendo a casi cualquier medio, de sí mismos y de los suyos20.

Porque tampoco es posible obviar el hecho de que la revista fue la plataforma de lanzamiento de Federico de Madrazo (que contaba diecinueve años cuando apareció El Artista), autor que, como ya hemos comentado con anterioridad firma cuarenta y una láminas, mientras que el segundo colaborador más asiduo, Carlos Luis de Ribera (de la misma edad que Federico de Madrazo), firma veinte. Y ambos hijos de pintores de cámara de Fernando VII, amigos los hijos y amigos los padres. En cuanto a composiciones literarias y críticas, allí hicieron sus primera ramas Ochoa (también de diecinueve años) con setenta y tres colaboraciones, futuro yerno del dueño del Tívoli, y Pedro de Madrazo (dieciocho años), el otro hijo de José de Madrazo que participó en la revista, con veintisiete.

Estos «jóvenes rebeldes» van haciendo desfilar por la revista una galería de personajes ilustres a los que se dedica un texto y un retrato. De entre todos estos retratos, puede hacerse especial mención a dos, ambos firmados por Federico de Madrazo y que representan a dos montañeses: su padre, José de Madrazo y el escritor Telesforo de Trueba y Cossío.

El retrato de José de Madrazo atrapa inmediatamente la atención del contemplador. En la serie de efigies que Federico de Madrazo hace desfilar por las páginas de El Artista, vemos que en la mayoría de las ocasiones la mirada de los retratados no está dirigida hacia los que contemplan el retrato. Martínez de la Rosa mira de soslayo y hacia abajo, Ángel de Saavedra fija la mirada en el cielo, hacia la derecha de los lectores de la revista, la misma dirección que Trueba y Cossío (figura 4) aunque este parece perdido en su ensueño, lo mismo que Quintana que medita, perdida la mirada a la izquierda del espectador; hacia el cielo, con trágico gesto, dirige su mirada Concepción Rodríguez, la actriz, y así otros muchos. José de Madrazo, en cambio, sentado en un sillón mira directamente al espectador. No hay en él meditación, ni ensoñación, ni el gesto bonachón de Vicente López, ni la afectada espiritualidad de Santiago de Masarnau. En esa mirada está toda la fuerza del personaje, la determinación, la voluntad, la dominante personalidad. Delgado, casi ascético, contrasta con la galería de artistas bien alimentados que comparten con él las páginas de El Artista, las aulas de la Academia y las salas de la corte. Aparece sentado, en una silla que es una suerte de trono (la mayor parte de los retratos son bustos) con un inmaculado chaleco blanco, la mano de dedos largos y finos en posición de sostener un bastón tras el brazo, y al cuello la cruz de la orden de Isabel la Católica, condecoración creada por Fernando VII, y que José Madrazo fue de los primeros en obtener. Una postura regia para este rey de los pintores.

Trueba y Cossío aparece retratado, «con la cabellera alborotada, mostachos de miliciano y el mirar melancólico de los que presienten el fin próximo» (García Castañeda, 1978: 13). Pero más que el retrato en sí mismo lo que es significativo es el interés que Trueba y Cossío despierta en los redactores de El Artista. Como ellos ha vivido fuera de España, como ellos conoce otros idiomas, como ellos es cosmopolita.

Volvamos, por un momento, a la imagen del romántico que litografió Federico de Madrazo. Una imagen que es proclama, estandarte, de esos jóvenes que eran los impulsores de la revista. Walter Benjamin, en su Pequeña historia de la fotografía, acuñó el concepto de imagen dialéctica21, la diferencia entre la significación de la imagen en el momento en que se crea y la significación que adquiere ante el contemplador, tras el paso del tiempo. En el grabado del romántico del que venimos hablando ese concepto de imagen dialéctica también está presente, para lo que podemos reconstruir, en cuanto nos sea posible, las circunstancias en las que Madrazo, el joven grabador lanzaba esta imagen. Retrocedamos pues a ese momento. Es la tercera entrega de la revista y Ochoa en su texto y Madrazo en su litografía presentan su modelo de joven: «[...] así somos los románticos» se entiende tras esa imagen y ese texto, «así somos los autores de esta revista, así nos presentamos al público como futuro de este país y de esta cultura». ¿Y cómo son, cómo se presentan sí mismos? Cultos, adinerados, cosmopolitas y a la moda.

Exactamente lo que fue Telesforo de Trueba, que «por su cosmopolitismo fue un extranjero en su patria» (García Castañeda; 1978: 351), que tuvo amplia formación cultural, situación económica privilegiada, y que fue siempre un dandy22, un hombre a la moda.

Muy importante este último elemento: Madrazo hace una reivindicación positiva de la moda de la que van a burlarse, por esos mismos años Mesonero Romanos y Basilio Sebastián Castellanos y que Larra va a calificar como otra de las falsedades de su época, en un artículo, La sociedad, estrictamente contemporáneo a El Artista. Mediante esa imagen los redactores de El Artista demuestran no compartir esas burlas a la moda: al fin y al cabo ello sienten esa moda como una de las características de su grupo de élite. Como indica Joaquín Álvarez Barrientos:

«Diferenciarse por el vestido o por el aspecto fue un modo de más de hacerlo, de separarse de los otros, pero a la vez era el medio de cohesionar a un grupo, a una tendencia de artistas, que tomaba conciencia de su entidad, de su diferencia, entre otras cosas por el hecho de que los que visten de la misma manera tienen un comportamiento similar».


(2002: 32)                


La identificación de apariencia física, de moda y de corriente literaria que el grupo de El Artista pretendía, se hace indudable cuando Pedro de Madrazo, en 1882, al hacer aparecer en persona a la encarnación de la revista El Artista, vuelve a utilizar los elementos de vestuario que ha establecido su hermano Federico en la litografía de Un romántico. El personaje está ya muy dañado por la edad, pero los elementos fundamentales de identificación siguen en pie:

«Su figura, aunque momificada, no aterra; hay en ella cierta elegancia del tiempo pasado, que interesa y previene en su favor. Lleva frac color de bronce, todo abrochado, lacia y lustrosa melena, cuello y puños vueltos, cubierta la mitad del aristocrático pie con un bien ceñido botín de tela cruda».


(Madrazo, 1882b: 7)                


Han pasado cuarenta y ocho años, pero El Artista y sus autores siguen identificándose con el frac abrochando, el cuello y los puños, la melena, el botín... Moda que es identificación y proclama de pertenencia a una élite. Esa élite es la que lleva a cabo el verdadero romanticismo y los que no pertenecen a esa élite no son, consecuentemente, verdaderos románticos23.

Veamos por ejemplo otra presencia de esa idea de élite: la portada (figura 5) del primer número de El Artista, obra de Carlos Luis de Ribera. Si contemplamos esa lograda litografía nos encontramos con una de los tópicos del romanticismo: la preferencia por el arte gótico, pues el grabado nos presenta un arco ojival, perfecta representación de ese estilo. Un arte gótico ya florido, si vemos la intrincada decoración de ese arco, y que lo mismo puede denotar la ignorancia arquitectónica del pintor que la creatividad del mismo ya que esa decoración con aspecto floral24 no parece pertenecer a ningún desarrollo conocido del gótico. Ese arco tan profusamente decorado se abre en un muro que, se supone, puede pertenecer a otro de los grandes tópicos románticos: el castillo. El arco del muro del castillo enmarca un sol naciente que ilumina un desértico paisaje: el exterior del castillo. El autor de la litografía, el pintor, Ribera, se sitúa a sí mismo en el interior del castillo: los autores de la revista están dentro de esa fortaleza. Están dentro del castillo, son la aristocracia, los que gobiernan, los que dirigen, los excelsos. ¿Qué representa ese castillo en donde se sitúan el núcleo de colaboradores de El Artista? ¿Tal vez esa finca del Tívoli donde se reunían esos retoños del absolutismo, bajo la paternal vigilancia (quien sabe si con el paternal impulso, pero desde luego con la paternal financiación) del pintor de cámara de Femando VII? ¿O será tal vez un espacio ideal, en donde se reunirían los artistas que anuncian el futuro romanticismo, que son retratados en la Galería de Honor de El Artista? Recordemos que entre esa selecta galería se cuentan Esteban de Ágreda (escultor de cámara de Carlos IV, y Director de la Academia de San Fernando con Fernando VII), José Álvarez (escultor de Carlos IV), Juan de Villanueva (arquitecto real desde Carlos III), Isidro González Velázquez (arquitecto real), Juan Miguel Inclán Valdés (arquitecto de Fernando VII), Custodio Teodoro Moreno (otro arquitecto de Fernando VII, además de autor teatral, fervoroso absolutista), Vicente López (pintor de cámara de Fernando VII), José Ribelles (pintor de cámara de Fernando VII), Juan Ribera (pintor de cámara de Fernando VII) y el más joven de todos ellos, José de Madrazo, de quien ya hemos hablado. Artistas de corte y de academia, pues todos ellos eran profesores de la Academia de San Fernando25: esos eran los modelos de El Artista. Unos modelos que no se pueden calificar, precisamente, de revolucionarios.

Fuera ya de proclamas de renovación, romanticismo y otras cosas semejantes, la contemplación de las láminas que van ilustrando las sucesivas entregas de la revista nos permite darnos cuenta de que hay en ella una propuesta deliberada de una estética romántica muy concreta (figura 7): la misteriosa, lúgubre y nocturna, medieval, fantástica y sobrecogedora. Los tres pintores principales de El Artista, dentro de esta corriente son Elena Feillet (figura 6), Carlos L. de Ribera (figura 10) y Federico de Madrazo (figura 9). Son, todas las de la revista, imágenes aristocráticas (figura 11), en tanto en cuanto se alejan lo más posible del costumbrismo, de lo folclórico y de lo popular. El Artista blasona de clase alta y prefiere el gesto convulso de la muerte con tal de que sea una muerte elegante o misteriosa, la escena lúgubre y nocturna, la pose de la batalla, la presentación del mal...

A este respecto es enormemente significativa la lámina de Carlos L. de Ribera (figura 8) en la que pone en imagen una escena de El moro expósito. Algunas entregas antes Eugenio de Ochoa ha hecho una semblanza del Duque de Rivas, pero ni en la entrega en la que aparece la estampa, ni en la anterior ni en la posterior, hay la menor alusión a la obra de Rivas, ni al porqué de la ilustración. Se trata de una lámina para iniciados, para esos lectores que busca El Artista, que conocen El moro expósito y que por lo tanto no necesitan que se les explique ni que se identifique la escena. Los ilustradores y escritores de El Artista buscan a sus iguales, a los que se sienten identificados en la lámina del romántico, y para ellos repiten en varias ocasiones ese tipo de lámina que aparece sin texto explicativo ni referencia textual explícita que la apoye, sino que se refieren a un texto ajeno a la revista que se supone conocido del editor, del grabador y del lector de la revista; una suerte de selección de los lectores para que solo aquellos que estén al nivel requerido de cultura y conocimiento, de elegancia y moda, pueden llegar a disfrutar por entero de la revista.

Volvamos al inicio de esta ponencia. ¿Es El Artista la revista más significativa del romanticismo español? Eso nos lleva a otra pregunta, cuya respuesta, no parece ser tan rotunda. ¿Es el romanticismo español, antes que nada y sobre todo, la imagen que se proyecta desde las páginas y desde las litografías de El Artista? Es difícil contestar afirmativamente a esta pregunta cuando se piensa en fechas, colaboraciones y ausencias. Antes de la aparición de El Artista, Larra, Estébanez Calderón y Mesonero Romanos son escritores ya conocidos, establecidos y que están llevando a cabo unas formas literarias distintas de las neoclásicas o ilustradas, con éxito y reconocimiento. Mucho antes de 1834, El Europeo ha publicado sus textos y manifiestos. Ramón López Soler es, en 1834, un novelista que ya ha publicado la mayoría de su obra. Martínez de la Rosa y el Duque de Rivas, a estas alturas, ya han tenido una amplia producción literaria. Más bien El Artista fue una plataforma de proyección para unos jóvenes que se iniciaban en la literatura y en la pintura, y que plantearon, desde el principio, en una constante autopropaganda hacerse portaestandartes de una determinada modalidad del romanticismo, auxiliados de la formidable arma icónica que eran los talleres del Real Establecimiento Litográfico que José de Madrazo puso a su disposición. Esta apropiación de los derechos de propiedad del romanticismo fue mantenida pollos Madrazo a lo largo de toda su vida:

«Yo fui quien más cumplidamente llenó la santa misión de despertar en la adormecida sociedad española el amor a lo bello, a lo sublime, a lo ideal. Rompiendo las cadenas que esclavizaban la inspiración al culto de mentidas divinidades, yo di el grifo de emancipación y descubrí al artista y al poeta nuevos y espléndidos horizontes en regiones donde nunca les consintieron penetrar la escuela y la rutina: yo puse ante sus ojos de manifiesto las inspiraciones bíblicas, las maravillosas creaciones de la Edad Media [...]. Yo y los afiliados en esta santa empresa hemos dado el ejemplo de la nueva literatura y del arte nuevo bajo toda clase de formas».


(Madrazo, 1882b: 7)                


En estas palabras, en las que habla ese personaje de frac color de bronce, todo abrochado, y lacia y lustrosa melena, que Pedro de Madrazo ha creado para representar a El Artista y a sus pintores y redactores, el hermano de Federico de Madrazo, el hijo de José, el cuñado de Eugenio, reivindica para sí y para su familia, una vez más, la propiedad de todo un movimiento literario, proclamándose ya no los representantes de él, sino sus creadores y descubridores, ignorando de forma consciente y deliberada las aportaciones de todos los escritores que nunca pasaron por las páginas de El Artista.

Este fue el gran éxito de El Artista, hacerse dueño en primera instancia de una determinada modalidad del romanticismo, y conseguir, a continuación, que gran parte de la crítica y de los lectores identificaran lo más puro y esencial del romanticismo español, con esa «imaginería fascinante e idealizada» y todo ello, gracias, en su mayor parte a las bellísimas láminas de Elena Feuillet, Carlos L. de Ribera y Federico de Madrazo, que, hoy en día, son lo más valioso y perdurable de El Artista, muy por encima de la mayoría de sus textos.






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Figura 1

Figura 1
Un romántico
Federico de Madrazo

Figura 2

Figura 2
El pastor Clasiquino
Federico de Madrazo

Figura 3

Figura 3
Don José de Madrazo
Federico de Madrazo

Figura 4

Figura 4
Don Tefesforo de Trueba y Cossío
Federico de Madrazo

Figura 5

Figura 5
Portada del volumen I
Carlos L. de Ribera

Figura 6

Figura 6
La canción del pirata
Elena Feillet

Figura 7

Figura 7
El monasterio
Elena Feillet

Figura 8

Figura 8
Ruy Velázquez
Carlos L. de Ribera

Figura 9

Figura 9
El caballero de Olmedo
Federico de Madrazo

Figura 10

Figura 10
Ramiro
Carlos L. de Riber

Figura 11

Figura 11
Luisa
Federico de Madrazo



 
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