Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoActo segundo

 

Decoración

 
 

Jardín en la residencia solariega, en Woolton. Una escalinata de piedra gris conduce a la casa. El jardín, un jardín a la antigua, está lleno de rosas. Época, el mes de julio. Unos sillones de mimbre y una mesa cubierta de libros están colocados bajo un corpulento tejo. MISS PRISM aparece sentada ante la mesa. Al fondo, CECILIA regando las flores.

 

MISS PRISM.-   (Llamando.) ¡Cecilia! ¡Cecilia! Indudablemente una ocupación tan utilitaria como la de regar flores es más bien obligación de Moulton que suya. Sobre todo en los momentos en que están esperándola los placeres intelectuales. Su gramática alemana está sobre la mesa. Tenga usted la bondad de abrirla por la página 15. Repetiremos la lección de ayer.

CECILIA.-   (Acercándose muy despacio.)  ¡Pero si a mí no me gusta el alemán! Es una lengua que no sienta absolutamente nada bien. Sé perfectamente que parezco feísima después de mi lección de alemán.

MISS PRISM.-  Hija mía, ya sabe usted el afán que tiene su tutor porque adelante usted en todo. Ayer, al marchar a Londres, insistió especialmente sobre el alemán. En realidad, insiste siempre sobre el alemán cuando se va a Londres.

CECILIA.-  ¡Es tan serio mi querido tío! A veces lo es tanto, que llego a creer si no se encontrará del todo bien.

MISS PRISM.-   (Con firmeza.)  Su tutor goza de una salud inmejorable, y la gravedad de su porte es particularmente encomiable en un hombre como él, relativamente joven. No conozco a nadie que tenga un sentido tan alto del deber y de la responsabilidad.

CECILIA.-  Supongo que ésa debe ser la causa de que parezca algo aburrido, muchas veces, cuando estamos los tres juntos.

MISS PRISM.-  ¡Cecilia! Me sorprende usted. Míster Worthing ha tenido muchos disgustos en su vida. La alegría sin motivo y la frivolidad resultarían fuera de lugar en su conversación. Debe usted recordar la inquietud constante en que le tiene su hermano, ese desgraciado joven.

CECILIA.-  Quisiera yo que el tío Jack permitiese a su hermano, a ese desgraciado joven, que viniese por aquí de cuando en cuando. Podríamos ejercer una influencia benéfica sobre él Miss Prism. Estoy segura de que usted la ejercería realmente. Usted sabe alemán y geología, y esta clase de cosas influyen muchísimo sobre un hombre.  (CECILIA empieza a escribir en su diario.) 

MISS PRISM.-   (Moviendo la cabeza.)  Ni siguiera creo que produjese yo el menor efecto en un carácter que, según confiesa su mismo hermano, es irremediablemente débil y vacilante. A decir verdad, no estoy muy segura de que quisiera yo reformarle. No soy partidaria de esa manía moderna de convertir a personas malas en buenas, en un santiamén. Que cada cual recoja lo que sembró. Debe usted cerrar su diario, Cecilia. Realmente, no comprendo en absoluto por qué lleva usted un diario.

CECILIA.-  Lo llevo para anotar los secretos maravillosos de mi vida. Si no los apuntase, probablemente los olvidaría por completo.

MISS PRISM.-  La memoria, mi querida Cecilia, es el diario que todos llevamos con nosotros.

CECILIA.-  Sí, pero por regla general no registra más que las cosas que no han sucedido nunca, ni podían suceder. Yo Creo que la memoria es responsable de casi todas las novelas en tres tomos que Mudie13nos remite.

MISS PRISM.-  No hable usted con desprecio de las novelas en tres tomos, Cecilia. Yo también escribí una en mis años juveniles.

CECILIA.-  ¿De verdad, miss Prism? ¡Qué prodigiosamente lista es usted! Me figuro que no acabaría bien. No me gustan las novelas que acaban bien. Me deprimen muchísimo.

MISS PRISM.-  Los buenos acaban bien y los malos acaban mal. Es decir, lo que se propone la Ficción.

CECILIA.-  Me lo supongo. Pero parece muy injusto. ¿Y se publicó su novela.

MISS PRISM.-  ¡Ay, no! Desgraciadamente el manuscrito fue abandonado.  (CECILIA se estremece.)  Empleo la palabra en el sentido de perdido o traspapelado. Estas consideraciones son perfectamente innecesarias para los trabajos de usted.

CECILIA.-    (Sonriendo.) Pero aquí veo a nuestro querido doctor Casulla, que viene por el jardín.

MISS PRISM.-   (Levantándose y yendo hacia él.) ¡El doctor Casulla! Es para mí una verdadera satisfacción.

 

(Entra el canónigo CASULLA.)

 

CASULLA.-  ¿Qué tal vamos esta mañana? ¿Supongo que estará usted bien, miss Prism?

CECILIA.-  Miss Prism se quejaba hace un momento de un poco de jaqueca. Yo creo que la sentaría muy bien dar una vueltecita con usted por el parque, doctor Casulla.

MISS PRISM.-  Cecilia, yo no he hablado para nada de jaqueca.

CECILIA.-  No, mi querida miss Prism, ya lo sé, pero yo he sentido instintivamente que tenía usted jaqueca. Realmente en eso estaba yo pensando y no en mi lección de alemán, cuando ha llegado el rector.

CASULLA.-  Espero, Cecilia, que no será usted una distraída.

CECILIA.-  ¡Oh! Temo serlo.

CASULLA.-  Es raro. Si yo tuviera la suerte de ser discípulo de miss Prism, estaría pendiente de sus labios.  (MISS PRISM abre mucho los ojos.)  Hablo metafóricamente... Mi metáfora estaba tomada de las abejas. ¡Ejem! ¿Supongo que míster Worthing no ha regresado todavía de Londres?

MISS PRISM.-  No le esperamos hasta el lunes por la tarde.

CASULLA.-  ¡Ah, sí! Generalmente le gusta pasar el domingo en Londres. No es de los que piensan únicamente en divertirse, como parece ser el caso de ese desdichado joven, hermano suyo. Pero no debo distraer por más tiempo a Egeria y su discípula.

MISS PRISM.-  ¿Egeria? Me llamo Leticia, doctor.

CASULLA.-   (Inclinándose.) Es una simple alusión clásica, tomada de los autores paganos. ¿Las veré seguramente a las dos en el oficio de Vísperas de esta tarde?

MISS PRISM.-  Me parece, querido, que voy a dar una vueltecita con usted. Realmente noto que tengo jaqueca y un paseo puede sentarme bien.

CASULLA.-  Con mucho gusto, miss Prism; con mucho gusto. Podemos llegar hasta las escuelas y volver.

MISS PRISM.-  Eso resultará delicioso. Cecilia, hará usted el favor de estudiar su lección de Economía política, durante mi ausencia. El capítulo sobre la baja de la rupia puede usted saltárselo. Es demasiado sensacional. Hasta esos problemas monetarios tienen su lado melodramático.

 

(Se va por el jardín con el doctor CASULLA.)

 

CECILIA.-   (Recogiendo los libros y tirándolos sobre la mesa.) -¡Fuera la horrible Economía política! ¡Fuera la horrible Geografía! ¡Fuera, fuera, el horrible alemán!  (Entra con una tarjeta sobre una bandeja.) 

MERRIMAN.-  Míster Ernesto Worthing acaba de llegar en coche de la estación. Ha traído su equipaje consigo.

CECILIA.-   (Cogiendo la tarjeta y leyéndola.) «Míster Ernesto Worthing, B. 4, The Albany, W.» ¡El hermano del tío Jack! ¿Le ha dicho usted que míster Worthing estaba en Londres?

MERRIMAN.-  Sí, señorita. Y ha parecido muy contrariado. Le he dicho que la señorita y miss Prism estaban en el jardín. Ha dicho que tenía mucho interés en hablar con usted reservadamente un momento.

CECILIA.-  Dígale a míster Ernesto Worthing que venga aquí. Y creo que haría usted bien en indicar al ama de llaves que le preparase cuarto.

MERRIMAN.-  Bien, señorita.  (Sale MERRIMAN.) 

CECILIA.-  Hasta ahora no he conocido todavía a ningún individuo verdaderamente malo. Me siento un poco asustada. Mucho me temo que se parezca a todos los demás. ¡Y se parece!

 

(Entra ALGERNON muy alegre y desenvuelto.)

 

ALGERNON.-    (Quitándose el sombrero.) Seguramente usted es mi primita Cecilia.

CECILIA.-  Está usted en un gran error. No soy pequeña. Verdaderamente me parece que estoy más crecida de lo corriente, para mi edad.  (ALGERNON la contempla un poco asombrado.)  Pero soy la prima Cecilia. Ya veo por su tarjeta que es usted el hermano del tío Jack, mi primo Ernesto, el bribón de mi primo Ernesto.

ALGERNON.-  ¡Oh! Yo no soy realmente un bribón ni mucho menos, prima Cecilia. No vaya usted a creer que soy un bribón.

CECILIA.-  Si no lo es, nos ha estado usted entonces engañando indudablemente a todos de la manera más imperdonable. Espero que no habrá usted llevado una doble existencia, fingiéndose un bribón y siendo en realidad un hombre bueno siempre. Eso sería una hipocresía.

ALGERNON.-    (Mirándola con estupefacción.) ¡Oh! Claro es que he sido un poco atolondrado.

CECILIA.-  Me alegro saberlo.

ALGERNON.-  Verdaderamente, ya que habla usted de eso, he sido todo lo malo que he podido en mi breve vida.

CECILIA.-  No creo que deba usted envanecerse de ello, aunque seguramente haya sido muy agradable.

ALGERNON.-  Mucho más agradable es estar aquí con usted.

CECILIA.-  Lo que no puedo comprender es cómo está usted aquí. El tío Jack no ha de regresar hasta el lunes por la tarde.

ALGERNON.-  Es una gran contrariedad. Me veo en la precisión de marcharme el lunes por la mañana, en el primer tren. Tengo una cita de negocios a la que me interesa muchísimo... faltar.

CECILIA.-  ¿Y no podría usted faltar a ella en cualquier sitio que no fuese en Londres?

ALGERNON.-  No; la cita es en Londres.

CECILIA.-  Bueno, ya sé, naturalmente, lo importante que es no acudir a una cita de negocios, cuando se quiere conservar cierto sentido de la belleza de la vida, pero, sin embargo, creo que haría usted mejor en esperar el regreso del tío Jack. Sé que desea hablar con usted de su emigración.

ALGERNON.-  ¿De mi qué?

CECILIA.-  De su emigración. Ha ido a comprarle a usted el equipo.

ALGERNON.-  No permitiré de ninguna manera a Jack que me compre el equipo. No tiene gusto en absoluto para las corbatas.

CECILIA.-  No creo que le hagan falta corbatas. El tío Jack piensa enviarle a usted a Australia.

ALGERNON.-  ¡A Australia! Antes la muerte.

CECILIA.-  Pues el miércoles por la noche, durante la cena, dijo que tendría usted que elegir entre este mundo, el otro mundo y Australia.

ALGERNON.-  ¡Ah! Bueno. Los informes que he recibido de Australia y del otro mundo no son extraordinariamente alentadores. Este mundo es bastante bueno para mí, prima Cecilia.

CECILIA.-  Sí, ¿pero es usted bastante bueno para él?

ALGERNON.-  Temo no serlo. Por eso quiero que me reforme usted. Podría usted hacer de eso su misión, si no le parece mal.

CECILIA.-  Temo no tener tiempo esta tarde.

ALGERNON.-  Bueno, ¿le parece a usted que me reforme a mí mismo esta tarde?

CECILIA.-  Sería un poco quijotesco por su parte. Pero creo que debía usted intentarlo.

ALGERNON.-  Lo intentaré. Me siento ya mejor.

CECILIA.-  Tiene usted peor cara.

ALGERNON.-  Eso es porque tengo hambre.

CECILIA.-  ¡Qué imprevisión la mía! Debía haberme acordado de que cuando va uno a empezar una vida completamente nueva hay que hacer comidas metódicas y sanas. ¿Quiere usted entrar?

ALGERNON.-  Gracias. ¿Podría llevarme antes una flor para el ojal? No tengo nunca apetito como no lleve una flor en el ojal.

CECILIA.-  ¿Una Mariscal Niel?  (Coge unas tijeras.) 

  ALGERNON.-No, preferiría una rosa sonrosada.

CECILIA.-  ¿Por qué?  (Corta una flor.) 

ALGERNON.-  Porque parece usted una rosa sonrosada, prima Cecilia.

CECILIA.-  No creo que esté bien que me hable usted como me habla. Miss Prism no me dice nunca esas cosas.

ALGERNON.-  Será entonces una vieja miope.  (CECILIA le pone la rosa en el ojal.)  Es usted la muchacha más bonita que he visto en mi vida.

CECILIA.-  Miss Prism, dice que los encantos físicos son un lazo.

ALGERNON.-  Un lazo en el que todo hombre sensato querría dejarse coger.

CECILIA.-  ¡Oh! Creo que a mí no me gustaría coger a un hombre sensato. No sabría de qué hablar con él.  (Entran en la casa. MISS PRISM y el doctor CASULLA vuelven.) 

MISS PRISM.-  Está usted muy solo, mi querido doctor Casulla, Debería usted casarse. Puedo comprender un misántropo, ¡pero un mujerántropo jamás!

CASULLA.-   (Con un escalofrío de hombre docto.) No merezco, créame, un vocablo de tan marcado neologismo. El precepto, así como la práctica de la Iglesia primitiva, eran claramente opuestos al matrimonio.

MISS PRISM.-   (Sentenciosamente.) Esa es sin duda alguna la razón de que la Iglesia primitiva no haya durado hasta nuestros días. Y usted parece no darse cuenta, mi querido doctor, de que un hombre que se empeña en permanecer soltero se convierte en una perpetua tentación pública. Los hombres deberían ser más prudentes; su celibato mismo es el que pierde a las naturalezas frágiles.

CASULLA.-  ¿Pero es que un hombre no tiene el mismo atractivo cuando está casado?

MISS PRISM.-  Un hombre casado no tiene nunca atractivo más que para su mujer.

CASULLA.-  Y con frecuencia, según me han dicho, ni siquiera para ella.

MISS PRISM.-  Eso depende de las simpatías intelectuales de la mujer. Se puede siempre confiar en la edad madura. Se puede dar crédito a la madurez. Las mujeres jóvenes están verdes.  (El doctor CASULLA se estremece.)  Hablo en lenguaje de horticultura. Mi metáfora estaba tomada de las frutas. ¿Pero dónde está Cecilia?

CASULLA.-  Tal vez nos haya seguido a las escuelas.  (Entra JACK muy despacio por el fondo del jardín. Viene vestido de luto riguroso, con una gasa negra sobre la cinta del sombrero y guantes negros.) 

MISS PRISM.-  ¡Míster Worthing!

CASULLA.-  ¿Míster Worthing?

MISS PRISM.-  Esto es realmente una sorpresa. No le esperábamos a usted hasta el lunes por la tarde.

JACK.-   (Estrechando la mano de MISS PRISM con ademán trágico.) He regresado antes de lo que esperaba. ¿Supongo que estará usted bien, doctor Casulla?

CASULLA.-  Mi querido míster Worthing, ¿espero que ese traje de luto no significará ninguna terrible calamidad?

JACK.-  Mi hermano.

MISS PRISM.-  ¿Más deudas vergonzosas, más locuras?

CASULLA.-  ¿Sigue haciendo siempre su vida de placer?

JACK.-   (Inclinando la cabeza.)  ¡Muerto!

CASULLA.-  ¿Ha muerto su hermano Ernesto?

JACK.-  Del todo.

MISS PRISM.-  ¡Qué lección para él! Espero que le servirá.

CASULLA.-  Míster Worthing, le doy a usted mi sincero pésame. Tiene usted al menos el consuelo de saber que fue usted siempre el más generoso y el más indulgente de los hermanos.

JACK.-  ¡Pobre Ernesto! Tenía muchos defectos, pero es un golpe doloroso, muy doloroso.

CASULLA.-  Muy doloroso, en efecto. ¿Estaba usted con él en sus últimos momentos?

JACK.-  No. Ha muerto en el extranjero; en París, sí. Recibí anoche un telegrama del gerente del Gran Hotel.

CASULLA.-  ¿Indicaba la causa de la muerte?

JACK.-  Un fuerte enfriamiento, según parece.

MISS PRISM.-  Cada hombre recoge lo que siembra.

CASULLA.-   (Levantando la mano.)  ¡Caridad, mi querida miss Prism; caridad! Ninguno de nosotros es perfecto. Yo mismo tengo una debilidad especial por el juego de las damas. ¿Y el entierro, tendrá lugar aquí?

JACK.-  No. Parece ser que expresó el deseo de que le enterrasen en París.

CASULLA.-  ¡En París!  (Moviendo la cabeza.)  Temo que ese detalle indique la poca sensatez de su estado de ánimo en los últimos momentos. Deseará usted, sin duda, que haga yo el domingo próximo alguna ligera alusión a esta desgracia doméstica.  (JACK le aprieta la mano convulsivamente.)  Mi sermón sobre el significado del maná en el desierto puede adaptarse a casi todas las situaciones alegres o, como en el presente caso, luctuosas.  (Todos suspiran.)  Lo he predicado en fiestas de segadores, en bautizos, confirmaciones, días de penitencia y días solemnes. La última vez que lo pronuncié fue en la Catedral, como sermón de caridad a beneficio de la preventiva contra el descontento entre las clases altas. Al obispo, que estaba presente, le causaron mucha impresión algunas de las comparaciones que hice.

JACK.-  ¡Ah! ¿No ha hablado usted de bautizos, doctor Casulla? Porque eso me recuerda una cosa. ¿Supongo que sabrá usted bautizar muy bien?  (El doctor CASULLA se queda estupefacto.)  Quiero decir como es natural, que estará usted bautizando continuamente, ¿no es eso?

MISS PRISM.-  Siento decir que ese es uno de los deberes más constantes del rector en esta parroquia. Yo he hablado más de una vez a las clases menesterosas sobre ese asunto. Pero parecen ignorar lo que es economía.

CASULLA.-  Pero, ¿hay algún niño determinado por quien se interesa usted, míster Worthing? Su hermano creo que era soltero, ¿verdad?

JACK.-  ¡Oh, sí!

MISS PRISM.-   (Con amargura.) La gente que vive únicamente para el deleite lo suele ser.

JACK.-  Pero no es para ningún niño, mi querido doctor. Me gustan mucho los niños. ¡No! El caso es que quisiera yo ser bautizado esta tarde, sí no tiene usted nada mejor que hacer.

CASULLA.-  ¿Pero seguramente, míster Worthing, estará usted ya bautizado?

JACK.-  No recuerdo absolutamente nada.

CASULLA.-  ¿Pero tiene usted alguna duda importante sobre eso?

JACK.-  Creo tenerla. Claro es que no sé si la cosa le molestará a usted si le parezco ya un poco viejo.

CASULLA.-  No, por cierto. La aspersión y hasta la inmersión de los adultos son prácticas, perfectamente canónicas.

JACK.-  ¡La inmersión!

CASULLA.-  No tenga usted cuidado. Basta con la aspersión, y es inclusive lo que le aconsejo. ¡Está el tiempo tan variable! ¿A qué hora desea usted que se efectúe la ceremonia?

JACK.-  ¡Oh! Podríamos quedar en las cinco, si a usted le conviene.

CASULLA.-  ¡Perfectamente, perfectamente! Tengo además otras dos ceremonias similares a esa hora. Han nacido recientemente dos gemelos en una de las quintas alejadas de la finca de usted. El pobre Jenkins, el carretero, es un hombre que trabaja de firme.

JACK.-  ¡Oh! No me parece muy chistoso ser bautizado en compañía de otros rorros. Sería infantil. ¿Le parecería a usted bien a las cinco y media?

CASULLA.-  ¡Admirablemente! ¡Admirablemente!  (Saca el reloj.)  Y ahora, mi querido míster Worthing, no quiero molestar más tiempo en su casa, sumida en la pesadumbre. Le aconsejaría tan solo que no se dejase abatir demasiado por el dolor. Las que nos parecen pruebas amargas, son muchas veces beneficios disfrazados.

MISS PRISM.-  Esto me parece un beneficio evidente.  (Entra CECILIA, que viene de la casa.) 

CECILIA.-  ¡Tío Jack! ¡Oh! Me alegro muchísimo de verle a usted ya de vuelta. ¡Pero qué traje tan horrible se ha puesto usted! Vaya usted a cambiar de ropa.

MISS PRISM.-  ¡Cecilia!

CASULLA.-  ¡Hija mía! ¡Hija mía!  (CECILIA se dirige hacia JACK; éste la besa en la frente con aire melancólico.) 

CECILIA.-  ¿Qué ocurre, tío Jack? ¡Póngase usted alegre! Parece que tiene usted dolor de muelas. ¡Qué sorpresa le preparo! ¿Quién cree usted que está en el comedor? ¡Su hermano!

JACK.-  ¿Quién?

CECILIA.-  Su hermano Ernesto. Ha llegado hace una media hora.

JACK.-  ¡Qué disparate! Yo no tengo hermano.

CECILIA.-  ¡Oh, no diga usted eso! Por mal que se haya portado con usted anteriormente, no por eso deja de ser su hermano. No es posible que tenga usted tan poco corazón como para renegar de él. Voy a decirle que salga. Y le dará usted la mano, ¿verdad, tío Jack?  (Corriendo, vuelve a entrar en la casa.) 

CASULLA.-  Estas sí que son noticias alegres.

MISS PRISM.-  Después de estar todos nosotros resignados a su pérdida, ese retorno inesperado me parece singularmente calamitoso.

JACK.-  ¿Que mi hermano está en el comedor? No sé qué querrá decir todo esto. Lo encuentro completamente absurdo.

 

(Entran ALGERNON y CECILIA, cogidos de la mano. Se dirigen muy despacio hacia JACK.)

 

JACK.-  ¡Santo Dios!  (Con un gesto ordena a ALGERNON que se marche.) 

ALGERNON.-  Hermano John, he venido desde Londres para decirte que siento muchísimo todos los disgustos que te he dado y que estoy decidido a enmendarme por completo en lo sucesivo.

 

(JACK le mira con ojos furibundos y no le tiende la mano.)

 

CECILIA.-  Tío Jack, ¿no irá usted a negarle la mano a su propio hermano?

JACK.-  Nada me moverá a estrechar su mano. Su venida aquí me parece ignominiosa. Él sabe muy bien por qué.

CECILIA.-  Tío Jack, sea usted bueno. Siempre hay algo bueno en todo el mundo. Ernesto me hablaba precisamente de su pobre amigo paralítico, míster Bunbury, al que visita con mucha frecuencia. Y seguramente tiene que haber mucha bondad en quien la tiene con un enfermo, y renuncia a los placeres de Londres para sentarse junto a un lecho de dolor.

JACK.-  ¡Oh! Ha estado hablando de Bunbury, ¿verdad?

CECILIA.-  Sí, me ha contado todo cuanto se refiere a ese pobre míster Bunbury, y a su terrible estado de salud.

JACK.-  ¡Bunbury! Bueno, pues no quiero que vuelva a hablarte de Bunbury ni de nada. ¡Es para volverse completamente loco!

ALGERNON.-  Reconozco, naturalmente, que es mía toda la culpa. Pero debo decir, y así lo creo, que la frialdad de mi hermanó John me es particularmente dolorosa. Yo esperaba una acogida más calurosa, sobre todo teniendo en cuenta que es la primera vez que vengo aquí.

CECILIA.-  Tío Jack, si no le da usted la mano a Ernesto, no se lo perdonaré nunca.

JACK.-  ¿Qué no me perdonarás nunca?

CECILIA.-  ¡Nunca, nunca, nunca!

JACK.-  Bueno, es la última vez que lo hago.  (Le da la mano a ALGERNON, mirándole con ojos llameantes.) 

CASULLA.-  ¿Es muy agradable, verdad, presenciar una reconciliación tan perfecta? Yo creo, que podíamos dejar solos a los dos hermanos.

MISS PRISM.-  Cecilia, ¿tendrá usted la bondad de venirle con nosotros?

CECILIA.-  Claro que sí, miss Prism. Mi pequeño trabajo de reconciliación ha terminado.

CASULLA.-  Ha realizado usted una acción muy hermosa, hija mía.

MISS PRISM.-  No debemos ser prematuros en nuestros juicios.

CECILIA.-  Me siento muy dichosa.

 

(Salen todos; menos JACK y ALGERNON.)

 

JACK.-  Y tú, Algy, joven sinvergüenza, tienes que marcharte de aquí lo antes posible. ¡No permito ningún Bunburysmo aquí!

 

(Entra MERRIMAN.)

 

MERRIMAN.-  He puesto las cosas de míster Ernesto en la habitación contigua a la del señor. ¿Supongo que estará bien?

JACK.-  ¿El qué?

MERRIMAN.-  El equipaje de míster Ernesto. Lo he desempaquetado y lo he puesto en la habitación contigua a la del señor.

JACK.-  ¿Su equipaje?

MERRIMAN.-  Sí, señor. Tres maletas, un neceser de viaje, dos sombrereras y una fiambrera grande.

ALGERNON.-  Temo no poder quedarme más de una semana.

JACK.-  Merriman, mande usted enganchar el coche en seguida. Míster Ernesto tiene que regresar repentinamente a Londres.

MERRIMAN.-  Bien, señor.  (Vuelve a la casa.) 

ALGERNON.-  ¡Qué mentiroso más tremendo eres, Jack! Yo no tengo que regresar a Londres en absoluto.

JACK.-  Ya lo creo que tienes que regresar.

ALGERNON.-  No sabía yo que me llamaba nadie.

JACK.-  Tu deber de caballero te llama allí.

ALGERNON.-  Mi deber de caballero no se ha metido nunca para nada en mis diversiones.

JACK.-  Lo comprendo perfectamente.

ALGERNON.-  Además, Cecilia es encantadora.

JACK.-  No tienes que hablar así de miss Cardew. Me desagrada muchísimo.

ALGERNON.-  Bueno, y a mí no me gusta nada tu traje. Te da un aspecto muy ridículo. ¿Por qué demonios no vas a cambiarte de ropa? Resulta una completa niñería ponerse de luto riguroso por un hombre que va a pasarse de hecho una semana entera contigo, en tu casa, en calidad de huésped. Yo lo califico de grotesco. JACK.-Ten la seguridad de que no te pasas conmigo una semana entera ni como huésped ni como nada. Tienes que marcharte... en el tren de las cuatro y cinco.

ALGERNON.-  Ten la seguridad de que yo no me marcho de tu casa mientras estés de luto. Sería la mayor falta de amistad. Supongo que si estuviera yo de luto te quedarías acompañándome, y si no lo hacías me parecería una gran falta de cariño.

JACK.-  Bueno; ¿te marcharás si me cambio de traje?

ALGERNON.-  Sí, con tal de que no tardes demasiado. No he visto nunca a nadie que tarde tanto en vestirse y con tan pobre resultado.

JACK.-  Pues, después de todo, mejor es eso que no ir siempre tan excesivamente elegante como tú.

ALGERNON.-  Si algunas veces voy excesivamente elegante, lo compenso siendo siempre excesivamente educado.

JACK.-  Tu vanidad es ridícula, tu conducta un ultraje y tu presencia en mi jardín completamente absurda. Sea como fuere, tendrás que tomar el tren de las cuatro y cinco y te desearé buen viaje hasta Londres. Este Bunburysmo, como tú lo llamas, no ha sido un gran éxito para ti.  (Se interna en la casa.) 

ALGERNON.-  Pues yo creo que ha sido un gran éxito. ¡Estoy enamorado de Cecilia, y esto es todo!  (Entra CECILIA por el fondo del jardín. Coge la regadera y se pone a regar las flores.)  Pero es preciso que la vea antes de irme, y que lo prepare todo para otro Bunbury. ¡Ah, hela aquí!

ALGERNON.-  ¡Oh! No he vuelto más que a regar las rosas. Creí que estaba usted con el tío Jack.

ALGERNON.-  Ha ido a decir que enganchen el coche para mí.

CECILIA.-  ¡Ah! ¿Va a llevarle a usted a dar un buen paseo?

ALGERNON.-  Va a echarme.

CECILIA.-  Entonces, ¿tenemos que separarnos?

ALGERNON.-  Eso temo. Es una separación muy dolorosa.

CECILIA.-  Siempre es doloroso separarse de las personas que ha conocido uno recientemente. La ausencia de los antiguos amigos puede sobrellevarse con serenidad. Pero una separación, aun siendo momentánea, de una persona que acaban de presentarnos, es casi intolerable.

ALGERNON.-  Gracias.

 

(Entra MERRIMAN.)

 

MERRIMAN.-  El coche está en la puerta, señor.

 

(ALGERNON mira suplicante a CECILIA.)

 

CECILIA.-  Diga usted que espere... cinco minutos, Merriman.

MERRIMAN.-  Bien, miss.

 

(Sale MERRIMAN.)

 

ALGERNON.-  Espero, Cecilia, que no la ofenderé si la declaro con toda franqueza, abiertamente, que me parece usted por todos estilos la personificación visible de la perfección absoluta.

CECILIA.-  Creo que su franqueza le honra mucho, Ernesto. Si usted me lo permite, copiaré sus observaciones en mi diario.  (Va hacia la mesa y se pone a escribir en el diario.) 

ALGERNON.-  ¿Lleva usted de verdad un diario? Daría cualquier cosa por echarle un vistazo. ¿Me deja usted?

CECILIA.-  ¡Oh, no!  (Coloca su mano sobre el diario.)  Comprenderá usted que esto es, sencillamente, la relación de los pensamientos e impresiones de una muchacha muy joven, y que está hecho, por consiguiente, con la intención de publicarlo. Cuando aparezca en volumen, espero que pedirá usted un ejemplar. Pero continúe usted, Ernesto; se lo ruego. Me encanta escribir al dictado. Me he quedado en «perfección absoluta». Puede usted continuar. Estoy dispuesta a seguir escribiendo.

ALGERNON.-   (Algo cortado.) ¡Ejem! ¡Ejem!

CECILIA.-  ¡Oh, no tosa usted, Ernesto! Cuando se dicta hay que hablar con soltura y sin toser. Además, no sé cómo se escribe tos.  (Va escribiendo a medida que habla ALGERNON.) 

ALGERNON.-    (Hablando muy de prisa.) Cecilia, desde que contemplé por primera vez su maravillosa e incomparable belleza, me he atrevido a amarla a usted locamente, apasionadamente, fervorosamente, desesperadamente.

CECILIA.-  Yo creo que no debía usted decirme que me ama locamente, apasionadamente, fervorosamente, desesperadamente. Desesperadamente parece no tener mucho sentido, ¿verdad?

ALGERNON.-  ¡Cecilia!  (Entra MERRIMAN.) 

MERRIMAN.-  Señor, el coche está esperando.

ALGERNON.-  Dígale usted que vuelva la semana próxima, a la misma hora.

MERRIMAN.-   (Mirando a CECILIA, que no le hace ningún caso.) Bien, señor.  (Vase MERRIMAN.) 

CECILIA.-  El tío Jack se disgustaría mucho si supiese que iba usted a quedarse hasta la semana próxima, a la misma hora.

ALGERNON.-  ¡Oh! Me tiene sin cuidado Jack. No me preocupa nadie en el mundo entero más que usted. La amo, Cecilia. ¿Quiere usted casarse conmigo?

CECILIA.-  ¡Tontín! Claro que sí. ¡Como que somos novios hace ya tres meses!

ALGERNON.-  ¿Hace ya tres meses?

CECILIA.-  Sí, el jueves hará tres meses justos.

ALGERNON.-  Pero, ¿y cómo nos hemos hecho novios?

CECILIA.-  Pues desde que el querido tío Jack nos confesó que tenía un hermano menor que era muy malo y muy perdido, se convirtió usted, naturalmente, en el tema principal de las conversaciones entre miss Prism y yo. Y claro es que un hombre de quien se habla mucho resulta siempre muy atrayente. Siente una que debe haber algo en él, después de todo. Confieso que fue una necedad mía, pero me enamoré de usted, Ernesto.

ALGERNON.-  ¡Vida mía! ¿Y cuándo empezó, realmente, el noviazgo?

CECILIA.-  El jueves 14 de febrero último. Cansada de que ignorase usted por completo mi existencia, decidí acabar de un modo o de otro, y después de una larga lucha conmigo misma, le dije a usted que sí, debajo de ese añoso y amado árbol. Al día siguiente compré este pequeño anillo en nombre de usted y esta es la pulsera con el verdadero lazo del amor que le he prometido a usted llevar siempre.

ALGERNON.-  ¿Y se la di yo a usted? Es muy bonita, ¿verdad?

CECILIA.-  Sí, tiene usted un gusto admirable, Ernesto. Esa es la disculpa que yo he dado siempre a la mala vida que llevaba usted. Y esta es la cajita en donde guardo todas sus amadas cartas.  (Se arrodilla ante la mesa, abre la caja y enseña unas cartas atadas con una cinta azul.) 

ALGERNON.-  ¡Mis cartas! ¡Pero mi encantadora Cecilia, si yo no la he escrito a usted jamás ninguna carta!

CECILIA.-  No necesita usted recordármelo, Ernesto. Demasiado bien sé que he tenido que escribirlas por usted. Escribía siempre tres veces por semana y algunas veces más.

ALGERNON.-  ¡Oh! ¿Me deja usted que las lea?

CECILIA.-  ¡Imposible! Se pondría usted demasiado engreído.  (Vuelve a colocarlas en la caja.)  Las tres que me escribió usted después que reñimos son tan hermosas y con tan mala ortografía, que aun ahora mismo no puedo leerlas sin llorar un poco.

ALGERNON.-  ¿Pero es que hemos reñido alguna vez?

CECILIA.-  Claro. El día 22 del pasado marzo. Puede usted verlo aquí anotado, si quiere.  (Enseñándole el diario.)  «Hoy he roto con Ernesto. Comprendo que es preferible esto. El tiempo, hasta ahora, continúa encantador.»

ALGERNON.-  Pero, ¿por qué demonios rompió usted conmigo? ¿Qué había yo hecho? Absolutamente nada. Cecilia, me duele muchísimo oírla a usted decir que hemos reñido. Sobre todo, estando el tiempo tan encantador.

CECILIA.-  Hubiera sido un noviazgo muy poco serio si no hubiéramos reñido una vez por lo menos. Pero le perdoné a usted antes de acabar la semana.

ALGERNON.-   (Yendo hacia ella y arrodillándose a sus pies.) ¡Qué ángel de perfección es usted, Cecilia!

CECILIA.-  ¡Ah, qué muchacho más romántico!  (Él la besa y ella le acaricia los cabellos.)  Supongo que el ondulado de su pelo es natural, ¿verdad?

ALGERNON.-  Sí, alma mía; con una pequeña ayuda ajena.

CECILIA.-  Me alegro muchísimo.

ALGERNON.-  ¿No volverá usted nunca a reñir conmigo, Cecilia?

CECILIA.-  No creo que podría reñir con usted ahora que le he conocido auténticamente. Además, hay la cuestión del nombre, como es natural.

ALGERNON.-   (Nerviosamente.)  Sí, sí, naturalmente.

CECILIA.-  No se ría usted de mí, amor mío, pero siempre fue uno de mis sueños de niña amar a un hombre que se llamase Ernesto.  (ALGERNON se levanta y CECILIA también.)  Hay algo en ese nombre que parece inspirar absoluta confianza. Compadezco a las pobres mujeres casadas cuyos maridos no se llamen Ernesto.

ALGERNON.-  Pero, niñita adorada, ¿no querrá usted decir que no podría amarme si me llamase de otra manera?

CECILIA.-  ¿Pero qué nombre?

ALGERNON.-  ¡Oh! El que usted quiera... Algernon... por ejemplo...

CECILIA.-  Pues no me gusta el nombre de Algernon.

ALGERNON.-  No veo realmente, adorada mía, encanto, chiquilla de mi alma, qué tiene usted que objetar al nombre de Algernon. Es un nombre nada feo. En realidad, es por el contrario un nombre aristocrático. La mitad de los muchachos que comparecen ante el Tribunal de Quiebras se llamen Algernon. Pero en serio, Cecilia...  (Acercándose a ella.)  Si me llamase Algy, ¿no podría usted amarme?

CECILIA.-   (Levantándose.) Podría respetarle a usted, Ernesto; podría admirar su carácter, pero me temo que no sería capaz de concederle mi atención íntegra.

ALGERNON.-  ¡Ejem! ¡Cecilia!  (Cogiendo su sombrero.)  ¿Supongo que el párroco de aquí estará muy ducho en la práctica y en todos los ritos y ceremonias de la Iglesia?

CECILIA.-  ¡Oh, sí! El doctor Casulla es un hombre doctísimo. No ha escrito jamás un solo libro, así es que puede usted figurarse lo mucho que sabe.

ALGERNON.-  Necesito verle en seguida para un bautizo importantísimo..., digo para un asunto importantísimo.

CECILIA.-  ¡Oh!

ALGERNON.-  Estaré ausente media hora nada más.

CECILIA.-  Teniendo en cuenta que somos novios desde el jueves 14 de febrero, y que le he conocido a usted por primera vez, creo que sería más bien molesto que me dejase usted sola por un tiempo tan largo como media hora. ¿No podría usted dejarlo en veinte minutos?

ALGERNON.-  Vuelvo dentro de nada.  (La besa y sale corriendo por el jardín.) 

CECILIA.-  ¡Qué muchacho más impetuoso es! ¡Me gusta tanto su pelo! Tengo que apuntar su declaración en mi diario.  (Entra MERRIMAN.) 

MERRIMAN.-  Miss Fairfax acaba de llegar y quiere ver a míster Worthing. Es para un asunto importantísimo, según dice.

CECILIA.-  ¿No está míster Worthing en su biblioteca?

MERRIMAN.-  Míster Worthing salió en dirección a la parroquia, hace ya un rato.

CECILIA.-  Dígale usted a esa señora que tenga la bondad de venir aquí. Míster Worthing volverá seguramente en seguida. Y puede usted traer el té.

MERRIMAN.-  Bien, señorita.  (Sale.) 

CECILIA.-  ¡Miss Fairfax! Supongo que será una de esas infinitas buenas señoras de edad madura que colaboran con el tío Jack en alguna de sus obras filantrópicas de Londres. No me gustan mucho las mujeres que toman parte en obras filantrópicas. Las encuentro muy atrevidas.

 

(Entra MERRIMAN.)

 

MERRIMAN.-  Miss Fairfax.

 

(Entra GUNDELINDA. Sale MERRIMAN.)

 

CECILIA.-   (Yendo a su encuentro.) Permítame que me presente a usted yo misma. Me llamo Cecilia Cardew.

GUNDELINDA.-  ¿Cecilia Cardew?  (Dirigiéndose hacia ella y estrechándola la mano.)  ¡Qué nombre más encantador! Algo me dice que vamos a ser grandes amigas. Siento por usted un afecto indecible. Mi primera impresión ante la gente no me engaña nunca.

CECILIA.-  ¡Qué amable es semejante afecto por su parte, dado el poco tiempo, relativamente, que nos conocemos! Siéntese usted, se lo ruego.

GUNDELINDA.-   (Sigue de pie.) ¿Puedo llamarla a usted Cecilia, verdad?

CECILIA.-  ¡Con mucho gusto!

GUNDELINDA.-  ¿Y usted me llamará siempre Gundelinda, verdad?

CECILIA.-  Si usted quiere.

GUNDELINDA.-  Entonces está convenido, ¿no es eso?

CECILIA.-  Tal creo.

 

(Una pausa. Siéntanse las dos juntas.)

 

GUNDELINDA.-  Quizá sea ésta la ocasión de decirle quién soy. Mi padre es lord Bracknell. ¿Supongo que no habrá usted oído nunca hablar de papá?

CECILIA.-  No creo.

GUNDELINDA.-  Fuera del círculo de su familia, papá, me complace decirlo, es completamente desconocido. Yo encuentro que así debe ser. El hogar me parece la esfera natural del hombre. Y realmente, en cuanto el hombre empieza a descuidar sus deberes domésticos se vuelve dolorosamente afeminado, ¿no es cierto? Y eso a mí no me gusta. ¡Hace a los hombres tan atractivos! Cecilia, mamá, que tiene unas ideas muy rígidas sobre la educación, me ha enseñado a ser de una miopía extraordinaria, ¡es una de las partes de su sistema! ¿No la molestará a usted, por lo tanto, que la mire con mis impertinentes?

CECILIA.-  ¡Oh! Nada absolutamente, Gundelinda. Me gusta muchísimo que me miren.

GUNDELINDA.-   (Después de examinar minuciosamente a CECILIA con sus impertinentes.) ¿Supongo que estará usted aquí de visita?

CECILIA.-  ¡Oh, no! Vivo aquí.

GUNDELINDA.-   (Con severidad.) ¿De verdad? ¿Sin duda su madre o alguna parienta de edad avanzada reside también aquí?

CECILIA.-  ¡Oh, no! No tengo madre, ni, en realidad, ningún pariente.

GUNDELINDA.-  ¿Es posible?

CECILIA.-  Mi querido tutor, con ayuda de miss Prism, asume la ardua tarea de velar por mí.

GUNDELINDA.-  ¿Su tutor?

CECILIA.-  Sí, soy la pupila de míster Worthing.

GUNDELINDA.-  ¡Oh! Es raro que no me haya dicho nunca que tenía una pupila. ¡Qué reservado es! Cada hora que pasa resulta más interesante. Sin embargo, no creo que la noticia me inspire un sentimiento de alegría sin mezcla.  (Levantándose y yendo hacia ella.)  La estimo a usted mucho, Cecilia; ¡la estimé desde el primer momento en que la vi! Pero me veo en la obligación de decirla que ahora que sé que es usted la pupila de míster Worthing, no puedo dejar de expresar el deseo de que fuese usted... vamos, un poco más vieja de lo que parece... y no tan seductora de aspecto. En resumen, y si puedo hablar con entera franqueza...

CECILIA.-  ¡Hable usted, se lo ruego! Yo creo que cuando tiene uno algo desagradable que decir, hay que ser siempre franco.

GUNDELINDA.-  Bueno, pues hablando con entera franqueza, Cecilia, hubiera yo querido que tuviese usted cuarenta y dos años cumplidos y que fuera más fea de lo que se suele ser a esa edad. Ernesto tiene un carácter enérgico y recto. Es la esencia misma de la verdad y del honor. La deslealtad le sería tan imposible como el engaño. Pero hasta los hombres que tienen el espíritu más noble que pueda existir, son sumamente sensibles a la influencia de los encantos físicos de los demás. La Historia moderna, lo mismo que la antigua, nos proporciona un gran número de lamentables ejemplos del caso a que me refiero. Si no fuera así, realmente, la Historia sería completamente ilegible.

CECILIA.-  Usted perdone, Gundelinda. ¿Ha dicho usted Ernesto?

GUNDELINDA.-  Sí.

CECILIA.-  Pero mi tutor no es míster Ernesto Worthing. Es su hermano..., su hermano mayor.

GUNDELINDA.-   (Sentándose de nuevo.) Ernesto no me ha dicho nunca que tuviese un hermano.

CECILIA.-  Siento decir que durante mucho tiempo no han estado en buenas relaciones.

GUNDELINDA.-  ¡Ah! Eso lo explica todo. Y ahora que pienso, no he oído nunca a nadie hablar de su hermano. El tema parecía desagradable por lo visto a la mayoría de la gente. Cecilia, me ha quitado usted un gran peso de encima. Empezaba a sentirme casi inquieta. Hubiera sido terrible que una nube cualquiera empañase una amistad como la nuestra, ¿no le parece? Dígame: ¿está usted segura, completamente segura, de que míster Ernesto Worthing no es su tutor?

CECILIA.-  Completamente segura.  (Una pausa.)  En realidad voy yo a ser su tutora.

GUNDELINDA.-   (Con tono interrogador.) ¿Me hace usted el favor de repetirlo?

CECILIA.-    (Con cierta timidez y confidencialmente.) Mi querida Gundelinda, no hay razón alguna para que le guarde a usted un secreto. Nuestro periodiquito local recogerá seguramente la noticia la semana próxima. Míster Ernesto Worthing y yo somos novios y nos casaremos.

GUNDELINDA.-   (Levantándose, muy cortésmente.) Mi querida Cecilia, creo que debe haber en eso algún pequeño error. Míster Ernesto Worthing es mi prometido. La noticia aparecerá en el Morning Post del sábado, lo más tarde.

CECILIA.-   (Muy cortésmente, levantándose.) Temo que esté usted ligeramente equivocada. Ernesto se me ha declarado hace diez minutos justos.  (Enseña su diario.) 

GUNDELINDA.-   (Examinando atentamente el diario con los impertinentes puestos.) Es realmente curiosísimo, pues me rogó que fuese su esposa ayer tarde, a las cinco y media. Si quiere usted comprobar el hecho, hágalo, se lo ruego.  (Sacando su propio diario.)  No viajo jamás sin mi diario. Debe una llevar siempre algo sensacional para leer en el tren. Sentiría mucho, querida Cecilia, que esto pudiese causarla alguna decepción, pero creo que mi derecho es preeminente.

CECILIA.-  Lamentaría de un modo indecible, mi querida Gundelinda, tener que causarla algún dolor moral o físico, pero me creo en la obligación de hacerla notar que desde que Ernesto se declaró a usted ha cambiado de opinión evidentemente.

GUNDELINDA.-   (Con aire meditabundo.)  Si ese pobre muchacho se ha dejado coger en la trampa de alguna promesa disparatada, consideraré un deber mío librarle de ella sin tardanza y con mano firme.

CECILIA.-   (Con aire pensativo y melancólico.)  Sea el que fuera el desdichado enredo en que pueda haberse metido mi novio, no se lo reprocharé nunca después de casados.

GUNDELINDA.-  ¿Me alude usted a mí, miss Cardew, al hablar de enredo? Es usted muy atrevida. En una ocasión como ésta es más que un deber moral decir lo que se piensa. Se convierte en un placer.

CECILIA.-  ¿Quiere usted insinuar, miss Fairfax, que yo he cogido en una trampa a Ernesto para que se declarase? ¿Cómo se atreve usted a eso? No es éste el momento de andarse con fingidos miramientos. Cuando veo un azadón, lo llamo azadón.

GUNDELINDA.-   (Con ironía.)  Me encanta poder decir que yo no he visto nunca un azadón. Claro es que nuestras esferas sociales son muy diferentes.

 

(Entra MERRIMAN, seguido de un lacayo. Trae una bandeja, un mantel y una mesita con el servicio. CECILIA está a punto de replicar. La presencia de los criados ejerce una influencia moderadora, bajo la cual ambas muchachas se revuelven rabiosas.)

 

MERRIMAN.-  ¿Hay que servir el té como de costumbre, miss?

CECILIA.-   (En tono severo, pero tranquilo.)  Sí, como de costumbre.  (MERRIMAN empieza a desocupar la mesa y a colocar el mantel. Pausa larga. CECILIA y GUNDELINDA se miran furiosas.) 

GUNDELINDA.-  ¿Hay muchas excursiones interesantes por las cercanías, miss Cardew?

CECILIA.-  ¡Oh, sí! Muchísimas. Desde lo alto de una de las colinas cercanas se pueden ver cinco provincias.

GUNDELINDA.-  ¡Cinco provincias! No creo que eso me gustase nada; detesto las aglomeraciones.

CECILIA.-    (Con dulzura.) Supongo que por eso vive usted en Londres.

 

(GUNDELINDA se muerde los labios y se golpea nerviosamente el pie con su sombrilla.)

 

GUNDELINDA.-   (Mirando en torno suyo.) ¡Qué jardín tan bien cuidado, miss Cardew!

CECILIA.-  Encantada de que le guste, miss Fairfax.

GUNDELINDA.-  No tenía yo idea de que hubiese flores en el campo.

CECILIA.-  ¡Oh! Las flores son aquí tan vulgares como la gente en Londres, miss Fairfax.

GUNDELINDA.-  Por lo que a mí se refiere, no puedo comprender cómo se las arregla nadie para vivir en el campo, si es que hay alguien que haga semejante cosa. El campo me aburre siempre mortalmente.

CECILIA.-  ¡Ah! Eso es lo que los periódicos llaman depresión agrícola, ¿verdad? Creo que la aristocracia la padece mucho ahora, precisamente. Es casi una epidemia entre ella, según me han dicho. ¿Quiere usted una taza de té, miss Fairfax?

GUNDELINDA.-   (Con refinada cortesía.) Gracias.  (Aparte.)  ¡Odiosa muchacha! ¡Pero tengo hambre!

CECILIA.-    (Con dulzura.)  ¿Azúcar?

GUNDELINDA.-    (Con altivez.) No, gracias. El azúcar no está ya de moda.

 

(CECILIA la mira con indignación, coge las pinzas y echa cuatro terrones de azúcar en la taza.)

 

CECILIA.-    (Secamente.) ¿Tarta o pan con manteca?

GUNDELINDA.-   (Con aire displicente.) Pan con manteca, si hace el favor. La tarta no se ve hoy día casi en las casas buenas.

CECILIA.-    (Cortando una gran rebanada de tarta y poniéndola en el plato.) Pase usted esto a miss Fairfax.

 

(MERRIMAN obedece y sale con el lacayo. GUNDELINDA bebe el té y hace una mueca. Deja enseguida la taza, alarga la mano hacia el pan con manteca, lo mira y se encuentra con que es tarta. Se levanta indignada.)

 

GUNDELINDA.-  Me ha llenado usted el té de terrones de azúcar, y aunque he pedido con toda claridad pan con manteca, me ha dado usted tarta. Todo el mundo conoce la dulzura de mi carácter y la extraordinaria bondad de mi genio, pero le advierto, miss Cardew, que va usted demasiado lejos.

CECILIA.-    (Levantándose.) Por salvar a mi pobre, inocente y fiel prometido de las maquinaciones de cualquier otra muchacha, iría yo todo lo lejos que fuese necesario.

GUNDELINDA.-  Desde el momento en que la vi, desconfié de usted y sentí que era usted falsa y solapada. No me equivoco nunca en estas cosas. Mi primera impresión ante la gente es invariablemente cierta.

CECILIA.-  Paréceme, miss Fairfax, que estoy abusando de su precioso tiempo. Tendría usted, sin duda, otras muchas visitas del mismo género que hacer en la vecindad.

 

(Entra JACK.)

 

GUNDELINDA.-   (Al verle.) ¡Ernesto! ¡Mi Ernesto!

JACK.-  ¡Gundelinda! ¡Encanto mío!  (Va a besarla.) 

GUNDELINDA.-   (Retrocediendo.) ¡Un momento! ¿Puedo preguntarle si es usted el prometido de esta señorita?  (Señalando a CECILIA.) 

JACK.-    (Riendo.) ¡De mi querida Cecilita! ¡Claro que no lo soy! ¿Quién puede haberla metido a usted semejante idea en su linda cabecita?

GUNDELINDA.-  Gracias. ¡Ahora ya puede usted!...  (Ofreciéndole su mejilla.) 

CECILIA.-   (Con mucha dulzura.) Ya sabía yo que debía haber alguna mala inteligencia. El caballero cuyo brazo rodea en este momento su talle es mi querido tutor, míster John Worthing.

GUNDELINDA.-  ¿Me hace usted el favor de repetirlo?

CECILIA.-  Que es el tío Jack.

GUNDELINDA.-    (Retrocediendo.) ¡Jack! ¡Oh!

 

(Entra ALGERNON.)

 

CECILIA.-  Aquí está Ernesto.

ALGERNON.-   (Yendo directamente hacia CECILIA, sin reparar en los demás.)  ¡Amor mío!  (Queriendo besarla.) 

CECILIA.-    (Retrocediendo.) ¡Un momento, Ernesto! ¿Puedo preguntarle si es usted el prometido de esta señorita?

ALGERNON.-   (Mirando a su alrededor.) ¿Qué señorita? ¡Dios mío! ¡Gundelinda!

CECILIA.-  ¡Sí! ¡Gundelinda! ¡Dios mío! De Gundelinda hablo.

ALGERNON.-   (Riendo.) ¡Claro que no lo soy! ¿Quién puede haberla metido a usted semejante idea en su linda cabecita?

CECILIA.-  Gracias.  (Ofreciéndole su mejilla para que la bese.)  Ya puede usted.  (ALGERNON la besa.) 

GUNDELINDA.-  Ya sabía yo que debía haber algún error, miss Cardew. El caballero que la acaba de besar a usted es mi primo, míster Algernon Moncrieff.

CECILIA.-    (Separándose de ALGERNON.) ¡Algernon Moncrieff! ¡Oh!  (Las dos muchachas se dirigen la una hacia la otra y se cogen mutuamente del talle, como para protegerse.) 

CECILIA.-  ¿Se llama usted Algernon?

ALGERNON.-  No puedo negarlo.

CECILIA.-  ¡Oh!

GUNDELINDA.-  ¿Se llama usted realmente John?

JACK.-    (Irguiéndose; con cierto orgullo.) Podría negarlo si se me antojase. Podría negarlo todo si quisiera. Pero me llamo realmente John. Y John he sido durante muchos años.

CECILIA.-   (A GUNDELINDA.) ¡Las dos hemos sido engañadas groseramente!

GUNDELINDA.-  ¡Mi pobre Cecilia, ofendida!

CECILIA.-  ¡Mi querida Gundelinda, ultrajada!

GUNDELINDA.-   (Pausadamente y con gravedad.) Me llamará usted hermana, ¿verdad?

 

(Se abrazan. JACK y ALGERNON murmuran por lo bajo, paseándose de arriba abajo.)

 

CECILIA.-   (Con cierta viveza.) Hay precisamente una pregunta que desearía me permitiesen hacer a mi tutor.

GUNDELINDA.-  ¡Admirable idea! Míster Worthing, hay precisamente una pregunta que desearía me permitiesen hacerle. ¿Dónde está su hermano Ernesto? Ambas estamos prometidas a su hermano Ernesto; así es que tiene cierta importancia para nosotras saber dónde está en la actualidad su hermano Ernesto.

JACK.-   (Lentamente y con vacilación.) Gundelinda... Cecilia... Es muy penoso para mí verme obligado a decir la verdad. Es la primera vez en mi vida que me veo en una situación tan penosa, y realmente carezco por completo de experiencia en la materia. Sin embargo, les diré a ustedes con toda franqueza que yo no tengo ningún hermano Ernesto. No tengo ningún hermano en absoluto. No he tenido en mi vida ningún hermano ni entra realmente en mis intenciones tenerlo en lo futuro.

CECILIA.-   (Sorprendida.) ¿Que no tiene usted ningún hermano en absoluto?

JACK.-   (Alegremente.) ¡Ninguno!

GUNDELINDA.-   (Con severidad.) -¿No ha tenido usted nunca hermano de ninguna clase?

JACK.-   (Con jovialidad.) -Nunca, de ninguna clase.

GUNDELINDA.-  Me parece, Cecilia, que ninguna de las dos estamos prometidas a nadie.

CECILIA.-  No es una situación muy agradable para una muchacha encontrarse de repente así, ¿verdad?

GUNDELINDA.-  Vamos a casa. No creo que tengan el atrevimiento de seguirnos allí.

CECILIA.-  No; ¡Son tan cobardes los hombres!  (Los miran despreciativamente y entran en la casa.) 

JACK.-  ¿Y a este horroroso lío es a lo que tú llamas Bunburysmo, no es eso?

ALGERNON.-  Sí, y Bunburysmo del mejor. El Bunburysmo más admirable que he visto en mi vida.

JACK.-  Bueno, pues no tienes el menor derecho a Bunburyzar aquí.

ALGERNON.-  Eso es absurdo. Tiene uno derecho a Bunburyzar donde se le antoje. Todo Bunburysta serio lo sabe.

JACK.-  ¡Bunburysta serio! ¡Dios mío!

ALGERNON.-  ¡Sí! Hay que ser serio para unas cosas u otras, cuando desea uno divertirse algo en la vida. A mí se me ocurre ser serio en lo tocante al Bunburysmo. No tengo ni la más remota idea de lo que haces tú en serio. Me figuro que acaso todo. ¡Tienes un carácter tan absolutamente trivial!

JACK.-  Bueno, la única pequeña satisfacción que tengo en todo este desdichado asunto, es que tu amigo Bunbury se ha ido a paseo. ¡Ya no podrás escaparte al campo tan a menudo como solías hacerlo, mi querido Algy! Lo cual está muy bien.

ALGERNON.-  Tu hermano está también un poco apagado, ¿verdad, querido Jack? No podrás fugarte a Londres con tanta frecuencia como acostumbrabas. Y eso no está mal tampoco.

JACK.-  En cuanto a tu conducta con miss Cardew, debo decirte que portarse así con una muchacha encantadora, sencilla e inocente, me parece completamente indisculpable. Eso sin tener en cuenta para nada que es mi pupila.

ALGERNON.-  No veo justificación posible para ti después de haber engañado a una muchacha tan excepcional, tan inteligente, de tanto mundo, como miss Fairfax. Y eso sin tener en cuenta para nada que es mi prima.

JACK.-  Yo quería. casarme con Gundelinda, y eso es todo. La amo.

ALGERNON.-  Pero yo deseaba únicamente casarme con Cecilia. La adoro.

JACK.-  Tienes pocas probabilidades de casarte con miss Cardew.

ALGERNON.-  No creo que sea muy verosímil tu enlace con miss Fairfax, Jack.

JACK.-  Bueno, eso a ti no te importa.

ALGERNON.-  Si me importara, no hablaría de ello.  (Se pone a comer pastas.)  Es muy ordinario hablar de los asuntos propios. No lo hacen más que los agentes de Bolsa, y para eso únicamente en sus banquetes oficiales.

JACK.-  No me explico cómo puedes estar ahí sentado, comiendo tranquilamente pastas cuando nos encontramos en un apuro tan terrible como éste. Me pareces completamente inhumano.

ALGERNON.-  Si es que no puedo comer pastas con el ánimo agitado. Me mancharía los puños de manteca con toda seguridad. Hay que estar siempre muy tranquilo para comer pastas. Es la única manera de comerlas.

JACK.-  Te digo que es inhumano comer pastas de cualquier manera en las circunstancias actuales.

ALGERNON.-  Cuando tengo algún apuro, lo único que me consuela es comer. En efecto, cuando tengo un verdadero apuro gordo, todos los que me conocen íntimamente podrán decirte que me niego a todo, menos a comer y a beber. En este momento estoy comiendo pastas porque soy desgraciado. Y además que me gustan especialmente estas pastas.  (Se levanta.) 

JACK.-   (Levantándose también.)  -Bueno, pero esta no es razón para que te las comas todas de esa manera voraz.  (Le quita las pastas a ALGERNON.) 

ALGERNON.-   (Ofreciéndole la tarta para el té.) -Quisiera que te comieses la tarta en lugar de las pastas. La tarta no me gusta.

JACK.-  ¡Pero Dios mío! ¿Supongo que podrá uno comerse sus pastas en su jardín?

ALGERNON.-  ¿Pues no acabas de decir que era inhumano comer pastas?

JACK.-  He dicho que era completamente inhumano en ti comerlas en las actuales circunstancias. Lo cual es muy distinto.

ALGERNON.-  Puede ser. Pero las pastas son siempre lo mismo.  (Le arrebata a JACK el plato de las pastas.) 

JACK.-  Algy, ¿cuándo vas a tener la bondad de largarte?

ALGERNON.-  No es posible que quieras que me vaya sin hacer alguna comida. Sería absurdo. Nunca me marcho sin comer. Nadie lo hace, excepto los vegetarianos y sus congéneres. Además acabo de ponerme de acuerdo con el doctor Casulla para que me bautice a las seis y cuarto con el nombre de Ernesto.

JACK.-  Mi querido amigo, cuanto antes desistas de ese disparate, mejor. Me he puesto de acuerdo esta mañana con el doctor Casulla para que me bautice a las cinco y media, y como es natural, me impondrá el nombre de Ernesto. Gundelinda lo quería así. No podemos ser bautizados los dos con el nombre de Ernesto. Sería absurdo. Además tengo perfecto derecho a que me bauticen si se me antoja. No hay la menor prueba de que me haya bautizado nadie. Creo muy posible que no me hayan bautizado nunca, y lo mismo opina el doctor Casulla. Tu caso es completamente distinto. A ti ya te han bautizado.

ALGERNON.-  Sí; pero hace años que no lo he sido.

JACK.-  Sí; pero te han bautizado. Eso es lo importante.

ALGERNON.-  Así es. Por eso sé que mi constitución puede resistirlo. Si tú no estás completamente seguro de haber sido bautizado alguna vez, debo decirte que me parece algo peligroso para ti arriesgarte a hacerlo ahora. Podría hacerte daño. No debes olvidar que una persona íntimamente relacionada contigo ha estado a punto de liárselas esta semana, a causa de un fuerte enfriamiento.

JACK.-  Sí; pero tú mismo dijiste que un fuerte enfriamiento no era hereditario.

ALGERNON.-  Generalmente, no, ya lo sé... Pero ahora me atrevo a asegurar que sí lo es. La ciencia está siempre haciendo maravillosos adelantos.

JACK.-   (Cogiendo el plato dé las pastas.) -¡Oh, eso es un disparate! Estás siempre diciendo disparates.

ALGERNON.-  ¡Jack, otra vez con las pastas! Ten la bondad de dejarlas en paz. No quedan más que dos.  (Las coge.)  Ya te he dicho que me gustaban especialmente las pastas.

JACK.-  Y yo no puedo ver la tarta.

ALGERNON.-  Entonces, ¿por qué diablos permites que sirvan tarta a tus invitados? ¡Vaya una idea que tienes de la hospitalidad!

JACK.-  ¡Algernon! Ya te he dicho que te vayas. No quiero que estés aquí. ¿Por qué no te vas?

ALGERNON.-  ¡No he acabado aún de tomar el té! ¡Y queda todavía una pasta!

 

(JACK lanza un gemido y se desploma sobre un sillón. ALGERNON continúa comiendo.)

 

 
 
BAJA EL TELÓN