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La inadaptada: (Leopoldo Alas: «La Regenta», capítulo XVI)

Gonzalo Sobejano





[1] «Con Octubre muere en Vetusta el buen tiempo. Al mediar Noviembre suele lucir el sol una semana, pero como si fuera ya otro sol, que tiene prisa y hace sus visitas de despedida preocupado con los preparativos del viaje del invierno. Puede decirse que es una ironía de buen tiempo lo que se llama el veranillo de San Martín. Los vetustenses no se fían de aquellos halagos de luz y calor y se abrigan y buscan su manera peculiar de pasar la vida a nado durante la estación odiosa que se prolonga hasta fines de Abril próximamente. Son anfibios que se preparan a vivir debajo de agua la temporada que su destino les condena a este elemento. Unos protestan todos los años haciéndose de nuevas y diciendo: «¡Pero ve usted qué tiempo!» Otros, más filósofos, se consuelan pensando que a las muchas lluvias se debe la fertilidad y hermosura del suelo. «O el cielo o el suelo, todo no puede ser».

[2] Ana Ozores no era de los que se resignaban. Todos los años, al oír las campanas doblar tristemente el día de los Santos, por la tarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en los objetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de un invierno, de otro invierno húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de aquellos bronces.

[3] Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.

[4] Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban la cafetera de estaño, la taza y la copa en que había tomado café y anís don Víctor, que ya estaba en el Casino jugando al ajedrez. Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado. Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen ruinas de un mundo. La insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le figuraba que eran símbolo del universo, que era así, ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a la mitad por el hastío del fumador. Además, pensaba en el marido incapaz de fumar un puro entero y de querer por entero a una mujer. Ella era también como aquel cigarro, una cosa que no había servido para uno y que ya no podía servir para otro.

[5] Todas estas locuras las pensaba, sin querer, con mucha formalidad. Las campanas comenzaron a sonar con la terrible promesa de no callarse en toda la tarde ni en toda la noche. Ana se estremeció. Aquellos martillazos estaban destinados a ella; aquella maldad impune, irresponsable, mecánica del bronce repercutiendo con tenacidad irritante, sin por qué ni para qué, sólo por la razón universal de molestar, creíala descargada sobre su cabeza. No eran fúnebres lamentos, las campanadas como decía Trifón Cármenes en aquellos versos del Lábaro del día, que la doncella acababa de poner sobre el regazo de su ama; no eran fúnebres lamentos, no hablaban de los muertos, sino de la tristeza de los vivos, del letargo de todo; ¡tan, tan, tan! ¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban! ¿qué contaban aquellos tañidos? tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno.

[6] La Regenta quiso distraerse, olvidar el ruido inexorable, y miró El Lábaro. Venía con orla de luto. El primer fondo, que, sin saber lo que hacía, comenzó a leer, hablaba de la brevedad de la existencia y de los acendrados sentimientos católicos de la redacción. «¿Qué eran los placeres de este mundo? ¿Qué la gloria, la riqueza, el amor?» En opinión del articulista, nada; palabras, palabras, palabras, como había dicho Shakespeare. Sólo la virtud era cosa sólida. En este mundo no había que buscar la felicidad, la tierra no era el centro de las almas decididamente. Por todo lo cual lo más acertado era morirse; y así, el redactor, que había comenzado lamentando lo solos que se quedaban los muertos, concluía por envidiar su buena suerte. Ellos ya sabían lo que había más allá, ya habían resuelto el gran problema de Hamlet: to be or not to be. ¿Qué era el más allá? Misterio. De todos modos el articulista deseaba a los difuntos el descanso y la gloria eterna. Y firmaba: «Trifón Cármenes». Todas aquellas necedades ensartadas en lugares comunes; aquella retórica fiambre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor que las campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de la estupidez; y también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vez ciertas, y frases, en su original sublimes, allí manoseadas, pisoteadas y por milagros de la necedad convertidas en materia liviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundicias de los tontos!... «¡Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas!» Después Cármenes se presentaba en el cementerio y cantaba una elegía de tres columnas, en tercetos entreverados de silva. Ana veía los renglones desiguales como si estuvieran en chino; sin saber por qué, no podía leer; no entendía nada; aunque la inercia la obligaba a pasar por allí los ojos, la atención retrocedía, y tres veces leyó los cinco primeros versos, sin saber lo que querían decir... Y de repente recordó que ella también había escrito versos, y pensó que podían ser muy malos también. «¿Si habría sido ella una Trifona? Probablemente; ¡y qué desconsolador era tener que echar sobre sí misma el desdén que mereciera todo! ¡Y con qué entusiasmo había escrito muchas de aquellas poesías religiosas, místicas, que ahora le aparecían amaneradas, rapsodias serviles de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz! Y lo peor no era que los versos fueran malos, insignificantes, vulgares, vacíos... ¿y los sentimientos que los habían inspirado? ¿Aquella piedad lírica? ¿Había valido algo? No mucho cuando ahora, a pesar de los esfuerzos que hacía por volver a sentir una reacción de religiosidad... ¿Si en el fondo no sería ella más que una literata vergonzante, a pesar de no escribir ya versos ni prosa? ¡Sí, sí, le había quedado el espíritu falso, torcido de la poetisa, que por algo el buen sentido vulgar desprecia!».

[7] Como otras veces, Ana fue tan lejos en este vejamen de sí misma, que la exageración la obligó a retroceder y no paró hasta echar la culpa de todos sus males a Vetusta, a sus tías, a D. Víctor, a Frígilis; y concluyó por tenerse aquella lástima tierna y profunda que la hacía tan indulgente a ratos para con los propios defectos y culpas.

[8] Se asomó al balcón. Por la plaza pasaba todo el vecindario de la Encimada camino del cementerio, que estaba hacia el Oeste, más allá del Espolón sobre un cerro. Llevaban los vetustenses los trajes de cristianar; criadas, nodrizas, soldados y enjambres de chiquillos eran la mayoría de los transeúntes; hablaban a gritos, gesticulaban alegres; de fijo no pensaban en los muertos. Niños y mujeres del pueblo pasaban también, cargados de coronas fúnebres baratas, de cirios flacos y otros adornos de sepultura. De vez en cuando un lacayo de librea, un mozo de cordel atravesaban la plaza abrumados por el peso de colosal corona de siemprevivas, de blandones como columnas, y catafalcos portátiles. Era el luto oficial de los ricos que sin ánimo o tiempo para visitar a sus muertos les mandaban aquella especie de besa-la-mano. Las personas decentes no llegaban al cementerio; las señoritas emperifolladas no tenían valor para entrar allí y se quedaban en el Espolón paseando, luciendo los trapos y dejándose ver, como los demás días del año. Tampoco se acordaban de los difuntos; pero lo disimulaban; los trajes eran obscuros, las conversaciones menos estrepitosas que de costumbre, el gesto algo más compuesto... Se paseaba en el Espolón como se está en una visita de duelo en los momentos en que no está delante ningún pariente cercano del difunto. Reinaba una especie de discreta alegría contenida. Si en algo se pensaba alusivo a la solemnidad del día era en la ventaja positiva de no contarse entre los muertos. Al más filósofo vetustense se le ocurría que no somos nada, que muchos de sus conciudadanos que se paseaban tan tranquilos, estarían el año que viene con los otros; cualquiera menos él.

[9] Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a los vetustenses; aquellas costumbres tradicionales, respetadas sin conciencia de lo que se hacía, sin fe ni entusiasmo, repetidas con mecánica igualdad como el rítmico volver de las frases o los gestos de un loco; aquella tristeza ambiente que no tenía grandeza, que no se refería a la suerte incierta de los muertos, sino al aburrimiento seguro de los vivos, se le ponían a la Regenta sobre el corazón, y hasta creía sentir la atmósfera cargada de hastío, de un hastío sin remedio, eterno. Si ella contara lo que sentía a cualquier vetustense, la llamaría romántica; a su marido no había que mentarle semejantes penas: en seguida se alborotaba y hablaba de régimen, y de programa y de cambiar de vida. Todo menos apiadarse de los nervios o lo que fuera».


(La Regenta, XVI, 1-9)                



Acerca del modo de operar

Una obra literaria puede definirse como el resultado artístico -trascendental en su contenido, concentrado en su expresión- que, desde una actitud, revela un tema, en una estructura, a través del lenguaje.

El lector recibe del autor un mensaje cuyo fin es este mensaje como forma; percibe en sus interrelaciones la actitud, el tema, la estructura y el lenguaje del texto, y concibe su esencia simbólica, su función histórica y su valor poético. Gracias a esta actividad, el texto pasa de resultado a proceso.

Tres fases integran el estudio de un texto literario: información, interpretación, valoración.

1) Información sobre el texto. Esta fase receptiva abarca tres operaciones: a) fijar la autenticidad del texto; b) obtener completo entendimiento de lo que dice; c) determinar su participación en el todo de la obra a la que pertenece.

2) Interpretación del texto. Comprende esta fase perceptiva, en una sola operación coordinadora, cuatro aspectos: captar la actitud y el tema (contenido) en la estructura y lenguaje (expresión).

3) Valoración del texto. Esta fase conceptiva incluye tres momentos: a) descubrir la esencia simbólica del texto; b) reconocer su sentido histórico-social; c) apreciar el valor poético del texto como realización de un artista en un género.




Información sobre el texto


Fijación del texto

Se reproduce aquí el texto según la última edición publicada en vida del autor: La Regenta por Leopoldo Alas (Clarín), Prólogo de Benito Pérez Galdós, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1900 (Tomo II, pp. 1-6), cotejada con la primera edición: La Regenta por Leopoldo Alas (Clarín), Ilustración de Juan Llimona, Grabados de Gómez Polo, Barcelona, Biblioteca de «Arte y Letras», Daniel Cortezo y C.ª, 1884-1885 (Tomo II, pp. 5-10).

Ha sido elegida la edición de F. Fe porque consta que el autor corrigió pruebas de ella1. Debe advertirse que, aunque las portadas de los dos tomos llevan la fecha 1900, las cubiertas de ambos ostentan la fecha 1901: aquélla es la fecha de impresión, ésta la de publicación, la cual se retrasó mucho en espera del prólogo de Galdós, no terminado hasta abril de 1901, dos meses antes de la muerte de Leopoldo Alas2.

La edición de F. Fe presenta el mismo texto que la edición de D. Cortezo, pero con algunas correcciones leves y dos modificaciones notables.

Las correcciones son: «¡Pero ve usted qué tiempo!» Otros, más filósofos (§1) donde decía «¡Pero ve Vd. qué tiempo!» otros, m. f. / que ya estaba en el Casino (§ 4) en vez de que ya estaba en el casino / No eran «fúnebres lamentos», las campanadas como decía Trifón Cármenes (§ 5) en lugar de No eran «f. l.», las campanadas, como decía T. C. / ¡Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes [...] y no había modo de separarlas!» (§ 6) donde decía Aquello era también un s. del m.; las cosas grandes [...] y no había modo de separarlas!» (en la corrección el autor hubo de seguir olvidando las comillas iniciales, que hemos puesto donde parece que deben estar: «¡Aquello [...] / ¡Sí, sí, le había quedado [...] que por algo el buen sentido vulgar desprecia! (§ 6) en lugar de Sí, sí, etc. / a sus tías, a D. Víctor, a Frígilis (§ 7) donde se leía a sus tías, a don Víctor, a Frígilis. La mayoría de estas correcciones de puntuación son acertadas, y no hay razón importante para desechar ninguna.

Las dos modificaciones aludidas consisten en que los párrafos 3 y 4 de la edición de F. Fe formaban en la edición de D. Cortezo un solo párrafo, y lo mismo ocurría en el caso de los párrafos 6 y 7. Por qué el autor desdobló el párrafo 3 de la primera edición en los párrafos 3 y 4 de la edición de 1901 se justificaría como recurso adecuado para aislar y poner de relieve, a modo de preludio, el anuncio de cómo la fatalidad de todos los años (§ 2) va a cumplirse tan pronto se inicie la descripción puntual («Estaba Ana sola en el comedor», § 4). Constituyendo párrafo aparte, tal anuncio cobra mayor solemnidad: «Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre» (§ 3). El segundo desdoblamiento (el del primitivo párrafo 5 en los actuales 6 y 7) podría explicarse de un modo semejante pero contrapuesto: el largo proceso de decepción y reflexión descrito en § 6 prepara el epílogo de inculpación general de § 7, más conclusivo y enfático por lo mismo que aparece ahora aparte, separando aquella tentativa de distracción a través de la lectura del periódico (§ 6) de la tentativa siguiente («Se asomó al balcón», § 8).

La transcripción del texto se hace aquí en completa conformidad con la citada edición de 1901. Únicamente se ha añadido el signo inicial de comillas dentro de § 6 («¡Aquello...), se ha suprimido una repetición de la página 2 («Sólo la virtud era cosa sólida», § 6) y se ha prescindido de acentuar «a», «o» y «fue». La primera corrección repara un olvido, la segunda elimina una errata evidente, la tercera respeta las normas actuales de acentuación.

Contra el criterio adoptado por dos de las ediciones más autorizadas a que todavía puede tener acceso el lector hispano, la de Juan M. Lope y la de José M.ª Martínez Cachero3, aquí se ha renunciado a toda modificación, por estimar que las introducidas en ambas ediciones son innecesarias en muchos casos, y en otros, erróneas. Ejemplos de modificación errónea en una y otra edición (pues las dos observan unanimidad): «No puede decirse que es una ironía de buen tiempo lo que se llama el veranillo de San Martín» (en lugar de «Puede decirse...», que es lo escrito por Alas y lo único que tiene sentido); «Ana Ozores no era de las que se resignaban» (en lugar de «no era de los que», pues se refiere a los vetustenses de cualquier sexo); «Estaba Ana en el comedor» (en lugar de «Estaba Ana sola en el comedor»: la fugaz y muda presencia de la criada para dejar el periódico y acaso para retirar el servicio del café, en nada interrumpe la soledad interior de su ama); «Las campanas comenzaban a sonar» (en lugar de «comenzaron», que es lo adecuado para señalar el preciso instante en que Ana empezó a tener conciencia del clamor de las campanas). Van citados estos casos sólo a manera de ejemplos. Excepto el primero, esos errores y otras correcciones de dudosa legitimidad se repiten en la edición hoy más popular, la de Alianza Editorial4. Más respetuosa en lo que atañe al texto aquí reproducido (y a él estrictamente me estoy refiriendo) es la edición de Juan Antonio Cabezas5, si bien se guía únicamente por la de D. Cortezo. Y nótese que las cuatro ediciones aludidas ignoran el texto de la de F. Fe, ya que ninguna establece los desdoblamientos de párrafos en ella registrados. (Me ha sido imposible examinar la edición de La Regenta, Emecé, Buenos Aires, 1946.)

Lo indicado sirva sólo como advertencia de que el texto auténtico no puede ser sino el último personalmente revisado por su autor. Si el editor introduce algún cambio, su deber es justificarlo.

Otra consecuencia importante. Un texto moderno merece el mismo respeto que un texto clásico, medieval o antiguo. Si Leopoldo Alas escribía los números de los capítulos en romanos, los nombres de los meses con mayúscula, si de acuerdo con Shakespeare puso «palabras, palabras, palabras» y de acuerdo con el uso de su tiempo escribió «besa-la-mano», no hay razón para poner arábigos, minúsculas o transcribir «palabras, palabras» y «besalamano»; por lo menos, no debe haber una razón discriminatoria que lleve a tratar a un autor del siglo XIX con menos respeto que a un autor del siglo XIV.




Entendimiento de lo que el texto dice

Haciendo abstracción de su funcionamiento como parte de la totalidad de la novela, el texto elegido, en su literalidad, apenas ofrecerá al lector culto problemas de entendimiento. De todos modos, unas notas aclaratorias acaso puedan precisar mejor el sentido de ciertas alusiones:

- veranillo de San Martín: La Iglesia celebra a San Martín el 11 de noviembre. Alrededor de esa fecha suele producirse un breve y último rebrote del verano.

- el día de los Santos: Festividad en memoria de todos los santos y bienaventurados, celebrada el 1 de noviembre. Al día siguiente, de los Difuntos, se conmemora a las almas que penan en el purgatorio. En una y otra fecha se visitan los cementerios y se llevan flores y velas a los muertos.

- fúnebres lamentos: Cliché de la lengua literaria, quizá apoyado en el recuerdo de los versos que el joven Zorrilla leyó ante la tumba abierta de Larra: «Ese vago clamor que rasga el viento / Es la voz funeral de una campana; / Vano remedo del postrer lamento / De un cadáver sombrío y macilento / Que en sucio polvo dormirá mañana».

- el primer fondo: El primero de los «artículos de fondo», o «editoriales», del periódico.

- palabras, palabras, palabras: Polonius pregunta «What do you read, my lord?» y Hamlet responde «Words, words, words» (Hamlet, acto II, esc. II, v. 196).

- la tierra no era el centro de las almas: «Ciego, ¿es la tierra el centro de las almas?», verso final del soneto de B. L. de Argensola (1562-1631) que empieza «Dime, Padre común, pues eres justo».

- lo solos que se quedaban los muertos: Alusión a una usual exclamación de piedad, seguramente a través del recuerdo de la rima LXXIII de Gustavo A. Bécquer (1836-1870), en la que se repiten los versos «¡Dios mío, qué solos / Se quedan los muertos!».

- to be or not to be: «To be, or not to be: that is the question» (Hamlet, acto II, esc. I, v. 55).

- una elegía de tres columnas, en tercetos entreverados de silva: Combinación insólita. Podría referirse el autor a algún ejemplo concreto, por él conocido; pero lo que pone de relieve esta descripción estrófica es, en todo caso, el aspecto irregular, «romántico» y más bien disparatado de dicha combinación.

- catafalcos portátiles: Catafalco es un «túmulo adornado con magnificencia, el cual suele ponerse en los templos para las exequias solemnes» (Diccionario Manual de la R. A. E.). Parece inverosímil, o al menos excepcional, llevar al cementerio todo un catafalco, por muy «portátil» que fuere. Tanto más eficaz la burlesca exageración.

- besa-la-mano: «Esquela con la abreviatura B.L.M., que se redacta en tercera persona y que no lleva firma» (DMRAE). Hoy se escribe «besalamano».

- las personas decentes: La ironía, reforzada por la letra cursiva, se funda en la ambigüedad de «decente», que significa, por un lado, moralmente 'honesto', y por otro, alude al decoro y buen porte en un sentido económico-social. Señala el narrador que los ricos no encontraban socialmente decoroso compartir con los otros una acción moralmente tan honesta como visitar las tumbas de sus familiares.




El texto como parte

Según queda indicado, el texto-propuesto ocupa los nueve primeros párrafos del capítulo XVI de La Regenta, novela publicada en dos volúmenes, cada uno integrado por el mismo número de capítulos: el primero comprende del I al XV, el segundo del XVI al XXX.

Una breve noticia del asunto y de la composición de La Regenta ayudará a colocar el texto dentro del conjunto de la obra, como parte articulada.

Ana Ozores, hija de un ingeniero de Vetusta, más tarde conspirador político, y de una humilde modista italiana, pierde aún muy niña a su madre. Tiranizada primero por la moral represiva e hipócrita de un aya, recibe luego en la casa paterna una instrucción desordenada y libre, hasta que, muerto el padre, es recogida en Vetusta por dos tías, hermanas del difunto, que tratan de imponerle un matrimonio de conveniencia. Por eludir éste y emanciparse al mismo tiempo de la tutela familiar, Ana a los diecinueve años de edad accede a casarse, a instancias de su viejo confesor y del excelente amigo Frígilis, con don Víctor Quintanar, caballero de más de cuarenta y Regente de Audiencia. Pasado algún tiempo fuera, don Víctor, de retorno en Vetusta, dimite su cargo, pero la ciudad, que parece admirar a Ana por su hermosura y su virtud, la conoce con el nombre de «la Regenta». El matrimonio fue un error y conduce al fracaso. La incapacidad del ex-Regente, tan apasionado de la caza y del teatro clásico como insensible a todo impulso erótico que no sea superficial, deja a Ana en perpetuo anhelo de un hombre y de un hijo. Si antes de casada trataba de dar forma a las vagas aspiraciones de su alma solitaria leyendo varia literatura y escribiendo poesía, transcurridos ocho años de matrimonio infructífero el opresivo aburrimiento del hogar vacío y de la ciudad mezquina empujan a Ana cada vez con más fuerza a buscar un amor completo que infunda sentido a su existencia. Quien en sus sueños encarna la más próxima imagen de ese amor es don Álvaro Mesía, presidente del casino de Vetusta, jefe del partido liberal dinástico y, en realidad, libertino que profesa en asuntos amatorios el más consecuente, aunque a veces disimulado, materialismo. Para don Álvaro la victoria sobre Ana Ozores aparece como una aventura particularmente delicada, que exige tiempo y esmero. Como rival del tenorio vetustense, trabaja con afán por la conquista espiritual de Ana, y en el fondo también por la posesión de toda su persona, su nuevo confesor, don Fermín de Pas, Magistral de la catedral de Vetusta, víctima de la codicia de una madre que le hizo sacerdote y que quiere hacerle dueño de toda la comunidad. Durante dos años sostiene la Regenta exasperante batalla con su propia insatisfacción, consciente a veces de su deber de fidelidad conyugal, atraída a menudo por la apostura y elegancia del mundano don Álvaro, y seducida con más frecuencia aún por las perspectivas de amor divino, fraternidad espiritual y ejercicio devoto que el confesor, en su trato con ella dentro y fuera del templo, le ofrece. Cuando Ana llega a saber que el sacerdote no sólo la ama como hermana del alma, sino también como mujer, su influencia deja paso a la de don Álvaro, que, ayudado por la debilidad del esposo, la antigua envidia que hacia la Regenta sienten otras mujeres, la atmósfera corrompida de un círculo de amigos, y por su propia táctica de aventurero, precipita a Ana en el adulterio. Descubierto éste por la doncella de los Ozores, a quien mueve igualmente la envidia hacia su ama y no menos la ambición de asegurarse los favores del Magistral, el marido engañado desafía al seductor, éste mata a aquél y huye; y la Regenta, menospreciada y desamparada por la hipócrita sociedad de Vetusta (con excepción del amigo Frígilis) sufre finalmente el iracundo rechazo del sacerdote, a cuyo confesonario había intentado acercarse en busca del último consuelo.

La novela no está diseñada y compuesta siguiendo paso a paso la línea continua de la biografía de su protagonista. Comienza la acción la tarde del 2 de octubre de un año posterior y próximo a 1875 (es la época de la Restauración), cuando Ana Ozores lleva ocho años casada con Quintanar y tiene, por tanto, veintisiete de edad. Termina una tarde de octubre, tres años después. La acción principal o de primer plano, descontadas todas las retrospecciones, tiene lugar en Vetusta y sus alrededores. Y esa acción consiste básicamente en el conflicto entre una persona (la Regenta) y una colectividad (Vetusta), esta última representada por gran variedad de personajes pero sobre todo por los tres entre los cuales se debate el destino de la protagonista: el marido, el confesor y el seductor.

En un estudio de lectura indispensable, Emilio Alarcos Llorach hizo el más penetrante y preciso análisis de la estructura de esta novela6. Baste aquí un esquema orientador.

La parte primera, capítulos I-XV, es presentativa, abarca sólo tres días de acción relatada, aunque muchos de acción evocada, y sus quince capítulos pueden agruparse en tres sectores: Presentación de Ana Ozores (I-V), de don Álvaro Mesía (VI-X) y de don Fermín de Pas (XI-XV).

La parte segunda, capítulos XVI-XXX, es más activa que presentativa, comprende tres años de acción relatada (aunque con numerosos saltos, elipsis y compresiones), y sus quince capítulos podrían agruparse en dos sectores: desarrollo del conflicto entre el sacerdote y el libertino por la posesión de Ana (XVI-XXVI) y rápida relación del desenlace (XXVII-XXX) que consiste en el triunfo y huida del libertino, la muerte del esposo, la hostilidad general de la ciudad contra Ana y la ruptura definitiva del sacerdote con su hermana del alma.

La estructura de la novela de Alas podría considerarse dramática, puesto que en ella se expone un conflicto de voluntades en tres momentos claramente distinguibles: presentación, complicación y solución. Pero de estos tres momentos obtiene un despliegue mucho mayor el primero, precisamente el menos dramático. La morosa presentación de los personajes, su carácter, historia, costumbres y ambiente, en el breve lapso de tres días durante los cuales apenas ocurre cosa alguna (paseos, visitas, un almuerzo) antecede a la narración del conflicto mismo en sus vaivenes a lo largo de dos años, y a la rápida relación del desenlace en cuatro capítulos cuajados de incidentes y que abarcan todo un año. Aun en la parte «activa» de la novela, y en el mismo capítulo final, la presentación de cosas, personas, situaciones y estados de conciencia, y el empleo de la descripción introspectiva y retrospectiva, no dejan de operar marcadamente. Así, lo que parece, y es, un tema dramático, funciona como sustrato sobre el que se levanta la representación de todo un mundo, de todo un espacio humano contemplado por fuera y por dentro. Tal es la estructura constitutiva de la novela: la representación a la conciencia, mediante la palabra, de un mundo extenso en su alcance social y profundo en su dimensión individual.

Es observación delicada de Alarcos, en su mencionado estudio, que

así como en la primera parte el coro vetustense se nos presentó espacialmente, por ambientes parciales, [...] en la parte activa, el coro se nos presenta a través del tiempo, Vetusta en las diferentes épocas del año7.



Observación de particular importancia para comprender bien el fragmento escogido, ya que éste abre la parte segunda de la novela. Conviene recordar, en efecto, que la parte primera había centrado la descripción de Vetusta en tres marcos espaciales: la catedral (ámbito de don Fermín), el casino (ámbito de don Álvaro) y el palacio de los marqueses de Vegallana (ámbito de una sociedad corrompida pero respetada que enfrenta a ambos rivales y al mismo tiempo les pone en comunicación con su presa). Aparecían además en la primera parte el caserón de los Ozores (ámbito de la soledad de Ana) y los barrios de la ciudad por don Fermín contemplados desde la torre (capítulo I), o recorridos por él mismo en sus visitas y en sus esperas (XII, XIV) y paseados por la Regenta y su doncella (IX). Desde el comienzo de la parte segunda se advierte, en cambio, el enfoque temporal de la realidad social y personal: «Con Octubre muere en Vetusta el buen tiempo». De ahí al final transcurrirán tres años, no contados en su sucesión, sino en torno a unas fechas a través de las cuales se irán marcando las alternativas del conflicto y los núcleos del proceso: Todos los Santos (XVI), a lo largo del invierno (XVIII-XIX), agosto (XXI), Navidades (XXIII), lunes de Carnaval (XXIV), Cuaresma y Viernes de Dolores (XXV), Semana de Pasión y Viernes Santo (XXVI), San Pedro (XXVII-XXVIII), Navidades (XXIX).

El fragmento seleccionado está precisamente en el punto de intersección entre la descripción más bien espacial de la parte primera de la novela y la narración más bien temporal de la segunda parte. Ana se encuentra en el comedor de su «casa» (espacio doméstico), pero con el clamor de las campanas se anuncia la vuelta de otro «invierno» (tiempo anual).

Después de lo que se lee en el fragmento, el resto del capítulo XVI, uno de los más largos de la novela, sigue así: Resumen retrospectivo de lo sucedido durante octubre, desde varias perspectivas. Ana, todavía asomada al balcón, ve aparecer por la plaza a don Álvaro en un caballo blanco: conversación, atracción mutua, Ana resucita del hastío. Vuelve del casino don Víctor, charla con ambos, y los tres conciertan ir aquella noche al teatro a ver el Tenorio. A las ocho y cuarto de la noche entran Ana y su marido en el palco: descripción del teatro, murmuraciones de la gente, aficiones de Quintanar, acaba el primer acto. Presenciando el segundo y el tercero, Ana identifica a don Juan con don Álvaro, y a Inés con ella misma, sintiéndose arrebatada por la época del drama, su pasión y su belleza poética. En el intermedio antes del cuarto acto, don Álvaro visita a Ana en el palco fingiendo sentimentalismo. Acto cuarto: mientras Ana sueña en el amor ideal, don Álvaro sueña en rozar su pie. Retírase Ana y quedan en el teatro Quintanar y don Álvaro conversando sobre el honor y el duelo. Al despertar al día siguiente, Ana recibe carta de su nuevo confesor y le responde simulando enfermedad y pidiéndole aplazar la confesión, y la doncella piensa que su ama tiene los amantes a pares, uno diablo y otro santo.

Para el mejor entendimiento del texto acotado, el capítulo completo brinda algunos puntos de relación iluminadores. Es la intensidad del hastío de Ana Ozores, condensada en los primeros nueve párrafos, lo que predispone su ánimo para recibir la visión del jinete en la plaza como «una protesta alegre y estrepitosa contra la apatía convencional, contra el silencio de muerte de las calles y contra el ruido necio de los campanarios», revistiendo aquella visión de unos caracteres casi míticos. Por otra parte, el acto de asomarse al balcón para contemplar a Vetusta (texto) acaso convenga verlo en correlación con el hecho de aceptar la invitación al teatro y asomarse horas más tarde a otro balcón -el palco- donde la Regenta es contemplada por los vetustenses y desde donde ella misma descubre, sobre la escena, un amante comparable a don Álvaro, una amada comparable a ella, y una época, una pasión, una hermosura, que son lo más opuesto al presente, a la apatía y a la fealdad aborrecible de la ciudad que, horas antes, miraba desde el balcón de su casa. Finalmente, conviene advertir que si este capítulo XVI contiene en miniatura todo el asunto de la novela, puesto que en él hay presagios muy claros de la victoria final del libertino, del desafío del marido y aun del recelo del confesor y de la venganza de la doncella, los nueve párrafos escogidos compendian muy bien, y por eso fueron escogidos, el tema esencial de La Regenta: el conflicto entre la persona y su ambiente, con la derrota de la primera por el segundo (derrota aquí sólo sugerida, pero que el final de la novela confirmará).

Considerado como parte de la totalidad, el texto puede ofrecer algunas dificultades de entendimiento literal a quien no tenga presente en la memoria el conjunto. Notas aclaratorias indispensables en tal caso, serían las siguientes:

-veranillo de San Martín: «Un día de Noviembre, de los pocos buenos del Veranillo de San Martín, se emprendió la última excursión, por aquel año, al Vivero» (XXVIII), y fue la noche de ese día cuando Ana se entregó por fin a don Álvaro.

-Trifón Cármenes: «...el poeta de más alientos de Vetusta, el eterno vencedor en las justas incruentas de la gaya ciencia» (II); enamorado de la Regenta (VII), poeta de álbum (VIII), colaborador del folletín literario (XV), autor de necrologías (XXII), elegías y odas (XXII, XXVI) y notas de sociedad (XXIV).

-El Lábaro: «el órgano de los ultramontanos de Vetusta» (I), «el periódico reaccionario de Vetusta» (VI), contrapuesto a El Alerta, periódico liberal (XXII). Frases hechas y lugares comunes de El Lábaro se aluden en muchos puntos de la novela, especialmente en el cap. XXVI.

-rapsodias serviles de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz: En la casa paterna había leído la joven Ana poesías de estos dos autores. «Versos a lo San Juan, como se decía ella, le salían a borbotones del alma, hechos de una pieza, sencillos, dulces y apasionados; y hablaba con la Virgen de aquella manera» (IV). «La Noche Serena [...]. Hace llorar dulcemente. Cuando yo era niña y empezaba a leer versos, mi autor predilecto era ése» (XXVII).

-una literata vergonzante [...] el espíritu falso, torcido de la poetisa, que por algo el buen sentido vulgar desprecia: «La llamaban sus amigas y los jóvenes desairados Jorge Sandio». «Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera descubierto» (V).

-la Encimada: «La Encimada era el barrio noble y el barrio pobre de Vetusta. Los más linajudos y los más andrajosos vivían allí, cerca unos de otros, aquellos a sus anchas, los otros apiñados» (I).

-más allá del Espolón: El Espolón, o Paseo de los curas, era el preferido en invierno por los vetustenses: «...un paseo estrecho, sin árboles, abrigado de los vientos del Nordeste, que son los más fríos en Vetusta, por una muralla no muy alta, pero gruesa y bien conservada» (XIV).

-la llamaría romántica: «Más ridículo sería abstenerme de escribir [...] sólo porque si lo supiera el mundo me llamaría cursilona, literata... o romántica, como dice Visita» (XXVII).

-los nervios o lo que fuera: «...de aquello que don Víctor llamaba los nervios, asesorado por el doctor don Robustiano Somoza, y que era el fondo de su ser, lo más suyo, lo que ella era, en suma, de aquello no tenía que darle cuenta» (XVI). «Demasiado sabía ella que no era piedad verdadera [...] pero, ¿no serían tampoco más que nervios? ¿Serían indicios peligrosos de un espíritu aventurero, exaltado, torcido desde la infancia?» (XVII).

El capítulo completo al que el texto pertenece, significa en el proceso de la novela una aproximación de la protagonista y de aquel personaje (don Álvaro) que se destaca de la colectividad antagónica (Vetusta) como el más eficaz portador de entusiasmo en medio del gregario aburrimiento (al menos, así lo siente la protagonista). Tal aproximación no es presentada a lo largo del relato como una gradación creciente: hay en ella avances y hay retrocesos. Sin embargo, considerada la acción del capítulo XVI desde la perspectiva amplia que proporciona el conocimiento total de la novela, puede verse en aquella acción un paso más allá de la huida y hacia la entrega.

Cobra más claro sentido este capítulo XVI si se lo compara con el capítulo X. En el capítulo X se negaba Ana a ir al teatro con su marido y, una vez ausente éste, quedaba sola en el comedor, cavilando en sus escrúpulos, recuerdos y tormentos: asomábase luego al balcón del gabinete, sintiéndose enervada contra Vetusta y enternecida de sí misma; bajaba más tarde al huerto (tras un incidente grotesco en el taller de su esposo) y allí, pensando con indignación en su abandono y en los perjuicios a ella causados por don Víctor, Frígilis y las tías, se asomaba a la verja y reconocía en un bulto que pasaba por la calleja solitaria a don Álvaro: a la llamada de éste, huía («Tenía miedo; veía su virtud y su casa bloqueadas, y acababa de ver al enemigo asomar por una brecha»); regresado don Víctor del teatro, Ana se arrojaba en sus brazos, presa de una crisis nerviosa.

El capítulo XVI guarda notables semejanzas con el X: Ana sola en el interior de la casa; cavilaciones y soliloquios; salida al balcón; aversión a Vetusta, lástima de sí misma, recriminaciones contra los culpables de su estado; proximidad de don Álvaro; regreso del marido. Pero el sentido es muy distinto: ahora, al aparecer Mesía, no es rechazado, sino acogido como «soplo de frescura», «rayo de sol en una cerrazón de la niebla», «buque salvador»; en vez de escapar atemorizada, Ana se deja resbalar, se goza en caer; y si en el capítulo X se había negado a acompañar a su esposo al teatro, prefiriendo quedarse sola en la casa, ahora sale de la soledad de la casa para ir al teatro con el marido y con el amigo.

Aunque, después de este avance en la aproximación, habrá nuevas esquiveces y largos enfriamientos, la entrevista de Ana y don Álvaro la tarde de los Santos preludia inequívocamente el momento de la entrega, que ocurrirá, también en noviembre y en otro balcón, dos años más tarde (capítulo XXVIII).






Interpretación del texto

Contiene el texto escogido una «historia» que puede compendiarse del siguiente modo. En la tarde de Todos los Santos, sola en el comedor de su casa, Ana Ozores, angustiada por el tañido de las campanas y entristecida por la visión de algunos objetos presentes (cafetera, taza, copa, cigarro apagado, periódico) se asoma al balcón, contempla a los vetustenses repetir un año más las costumbres funerarias de siempre, y siente recrudecido su aborrecimiento hacia ellos.

Ábrese a la imaginación en tan breve texto un drama: situado en un lugar (comedor, balcón), fechado en un tiempo (tarde del primero de noviembre) y actuado por unos agonistas (Ana y los vetustenses).

El texto aparecía distribuido en siete párrafos en la edición de 1885, y en nueve en la de 1901. Los desdoblamientos introducidos en ésta poseen, según quedó indicado, un sentido enfático, pero no representan cambios de lugar, tiempo ni relación, como los que hay en cada uno de los siete párrafos primitivos. Por esto, desde el punto de vista lógico, no estético, resulta exacta la articulación primera en siete núcleos. Lógicamente, el relato se constituye así: § 1) En Vetusta, cuando en noviembre muere el buen tiempo, los vetustenses o protestan o se consuelan. § 2) Al alcance del sonido de las campanas, todos los años en la tarde de los Santos, Ana se sentía angustiada. § 3 - § 4) Aquel año, a la hora de siempre, Ana miraba entristecida, en el comedor, ciertos objetos, símbolos del hastío universal y de su propio abandono. § 5) Al alcance del sonido de las campanas, desde que éstas empezaron a doblar, Ana se estremeció pensando en la vuelta de otro invierno. § 6 - § 7) La mirada sobre el periódico, cuando comenzó a leer y en tanto trató de leer, Ana se sentía entristecida por la necedad y, recordando su pasado, llegó a experimentar irritación contra los culpables de su estado y lástima de sí misma. § 8) Desde el balcón, cuando Ana se asomó a él, contemplaba a los vetustenses, que hacían como que se acordaban de sus muertos. § 9) En aquella atmósfera cargada de hastío, aquella tarde más que nunca, Ana aborrecía a los vetustenses.

Reconocida como justa la articulación en siete núcleos, en virtud de los cambios de lugar-tiempo-relación que conllevan, pueden tales núcleos ser considerados como fases de un proceso cuya dirección conviene precisar. La dirección dependerá decisivamente de la relación entre los agentes del proceso: Ana, protagonista, y los vetustenses, antagonistas.

Enuncia § 1 dos comportamientos distintos de los vetustenses ante la llegada del mal tiempo: la protesta y la resignación. En seguida particulariza § 2 la conducta de Ana Ozores: «no era de los que se resignaban», y el mismo párrafo expresa su angustia nerviosa al oír las campanadas. De § 2 a § 7 el primer plano lo ocupa Ana, y no, como en § 1, los vetustenses. Pero de § 3 a § 7 los estados de ánimo por los que la protagonista va pasando (tristeza ante los objetos de la mesa, estremecimiento ante las campanas, tristeza en la lectura del periódico y en la rememoración del pasado) tienen como plano de referencia mediata (es decir, mediada por los objetos, las campanas, el periódico y los recuerdos) a las personas que viven en Vetusta: el marido, Trifón Cármenes, toda la ciudad, las tías, don Víctor, Frígilis. En § 8 se enfrenta Ana directamente con los vetustenses, cuyas costumbres ve por sus propios ojos. Y como resultado de las indirectas evocaciones de § 4 - § 7 y de la directa contemplación de § 8, el párrafo 9 define el aborrecimiento de Ana hacia los vetustenses.

El tema, pues, no es otro que la discordancia entre el alma solitaria de una mujer y el mundo ciudadano en que habita: aquélla va comprobando el ambiente humano que la rodea -sentido primero por conducto de las cosas, pensado luego a través de un vehículo literario, y mirado después directamente- como una realidad inferior, sobre la cual recae su condena.

La actitud de la protagonista no es activa (la única acción que Ana comete es asomarse al balcón), sino contemplativa: oír, mirar, oír, intentar leer, recordar, ver a la gente y padecer la tristeza, el hastío, el aburrimiento. Éste es el nombre que mejor determina su actitud: aburrimiento. Puede definirse el aburrimiento como la tonalidad afectiva deprimida que procede de la hartura y conduce a un odio pasivo. Formado de saciedad y enojo, el aburrimiento significa impotencia actual para comprometerse. El sujeto sólo podría librarse de su estado comprometiéndose en un proyecto superior o, al menos, entregándose momentáneamente a la aventura (estética, amorosa o de otro orden). Sólo el compromiso o la aventura podrían conducirle del aburrimiento a su contrario, el entusiasmo. En el caso presente Ana Ozores se encuentra inmersa en el aburrimiento, sin atisbos de compromiso trascendente, de aventura, ni aun de pequeña distracción, que la saquen de su perplejidad. Harta de las campanas, de la inminencia de otro invierno, de las sandeces del periódico, de las costumbres tradicionales, odia todo aquello de que está harta, odia a los vetustenses y se odia a sí misma; pero no activamente, en trance de convertir ese odio en ataque, venganza, fuga u otro acto semejante, sino de un modo pasivo: padeciendo su odio. Si el entusiasmo encuentra todo amable, hermoso y nuevo, el aburrimiento lo halla todo odioso, feo, viejo.

La actitud fundamental de la protagonista determina el tema y casi se confunde con él. La «historia» es vivida desde el aburrimiento (actitud), pero tiene como objeto de representación, como porción de mundo expuesta (tema), el conflicto entre una persona y su colectividad pasivamente sufrido por la primera. De tal conflicto dan testimonio todos los párrafos, uno por uno. Obsérvese tan sólo que la conclusión del proceso («Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a los vetustenses») se formula con el verbo aborrecer, de la misma raíz que aburrir, y ambos sinónimos en castellano durante siglos.

La disposición del proceso puede percibirse con mayor claridad, en su movimiento esencial, poniendo de relieve los principales cambios de espacio y de relación, ya que el tiempo, fuera de la impresión insistente de la vuelta del invierno, está aquí como parado, según es propio de la experiencia del hastío. Dispónese el proceso espacialmente de fuera (la ciudad) adentro (el comedor) y a un lugar fronterizo entre el interior y el exterior (el balcón); y en cuanto a la relación, desde lo general (los vetustenses) a lo personal (Ana) y a lo personal-general (Ana aborrecía a los vetustenses).

La aprehensión del significado del texto mediante la determinación de su actitud y su tema dominantes dentro de una estructura de categorías conformadoras de mundo (espacio, tiempo, relación) permite reconocer el alcance del mensaje; reconocimiento imprescindible si se quiere operar desde el principio con claridad mental. Pero ahora es necesario comprender como expresión concentrada de aquel tema, desde aquella actitud, en aquella estructura, la forma lingüística que ha hecho posible el entendimiento y en la cual reside la eficacia artística.

§ 1) Se abre el capítulo con un párrafo cuyas cláusulas todas llevan el verbo principal en presente de indicativo: muere y suele lucir, protestan, se consuelan. En ningún otro párrafo aparece el verbo en presente de indicativo. Pero este presente no enuncia actualidad, sino habitualidad invariable: es el presente de la repetición. El narrador va haciendo notar ciertos hábitos que se refieren al efecto del calendario en las gentes de la ciudad. El sentido habitual viene reforzado por la fórmula «todos los años», por los atributos irónicos «haciéndose de nuevas» (o sea, afectando sorpresa ante algo que todos los años es lo mismo) y «Otros, más filósofos» (es decir, más avisados para extraer de la costumbre una lección útil), así como por las frases hechas que pronuncian los quejosos y los resignados. La primera frase es una exclamación mostrenca, de las que se profieren comentando el tema de conversación más socorrido: el estado del tiempo. La segunda tiene traza de refrán, recordatorio de un saber empírico común, petrificado a fuerza de repetición.

Congruente con la expresión marcada de la repetición habitual es la expresión, no menos marcada, de la DEGRADACIÓN de los sujetos. El sol, fuente astral de la vida, aparece personificado de una manera prosaica: tiene prisa, hace visitas de despedida, anda preocupado con los preparativos de viaje, como un vetustense que emigrase a más benignos climas. El veranillo de San Martín no es buen tiempo: es «una ironía de buen tiempo». Y, por su parte, los ciudadanos descienden a la especie animal de anfibios, buscando la manera de pasar la vida a nado, preparándose a vivir debajo de agua. Degradación proporcionada: el sol, un vetustense; los vetustenses, anfibios.

Rasgo congruente con los anteriores es la inconsciente o mecánica EXTERIORIDAD que distingue las acciones: las apresuradas visitas del sol, la adaptación física de los hombres al líquido elemento y su reiteración de frases que no exigen (a lo sumo, remotamente presuponen) actividad reflexiva. Tal exterioridad resalta, sobre todo, por contraste con los párrafos que siguen, sembrados del PENSAMIENTO INTERNO de la protagonista.

§ 2) Con el segundo párrafo el presente habitual cambia a un pasado, también habitual pero referido a una sola persona: «Ana Ozores no era de los que se resignaban». Un nombre propio, un tiempo pasado que particulariza y concreta la costumbre, un enunciado que define la singularidad de una rebeldía (el «no» encierra aquí un matiz adversativo). Pero la cláusula inmediata empieza con la fórmula de habitualidad que estaba ya en el párrafo anterior: «Todos los años...». Por si esta repetición circunstancial no fuera suficiente, el aspecto temático de la REPETICIÓN de acontecimientos y sentimientos recibe en seguida la apoyatura gráfica de la cursiva, que es como la luz de un semáforo: «la perspectiva ideal de un invierno, de otro invierno». Gracias a la cursiva, otro deja de significar 'distinto' para denotar enfáticamente 'uno más' o 'el mismo de siempre'; y al sustantivo invierno siguen tres adjetivos en serie asindética (húmedo, monótono, interminable) cuyo número silábico es cada vez más largo: hú-me-do, mo-nó-to-no, in-ter-mina-ble. Con su insistencia cuatrisílaba en idéntica vocal, monótono logra un eficaz simbolismo fónico ligado a la significación de la palabra.

Mencionadas primero las campanas, pronto es reemplazado el nombre del objeto por el de la materia: aquellos bronces. Metonimia, figura de contigüidad que no trasporta a distinta esfera (como la metáfora, fundada en la semejanza), sino que desplaza hacia otro aspecto dentro de la misma esfera; en este caso: reducción del objeto, -elaborado por la devoción y la artesanía, a su materia prima, degradación.

Pero de la EXTERIORIDAD de la conducta de los vetustenses se ha pasado aquí a la INTERIORIDAD preponderante de una persona, la cual sentía «una angustia nerviosa» ignorada por sus conciudadanos. Esa angustia, no obstante, «encontraba pábulo en los objetos exteriores».

§ 3 - § 4) Se inicia el nuevo aparte (§3) con un signo de situación en el tiempo, el adjetivo aquel: aquel año, el año del que narrador y lector son consabedores. El pluscuamperfecto de la única proposición de dicho párrafo pone en antecedentes acerca de lo ya sucedido: la tristeza «había aparecido a la hora de siempre». Lo que en los dos párrafos anteriores era todos los años, es aquí siempre. Continúa el sentido de REPETICIÓN. Y a partir de la primera cláusula del § 4 el tiempo, imperfecto narrativo-descriptivo, crea distancia, pero también duración: estaba, quedaban, yacía, miraba, etc.

Los objetos exteriores anunciados en § 2 se nombran y describen ahora en relación con el estado de ánimo de la persona. La cafetera de estaño remite de nuevo a la materia: antes bronce, ahora estaño. La descripción que sigue discurre por dos líneas paralelas que casi literalmente REPITEN las imágenes: medio puro apagado que yacía (no estaba: yacía), ceniza, café frío sobre el platillo; y, en correspondencia, el universo visto como ceniza, frialdad, un cigarro apagado por el hastío del fumador. El tono depresivo de estas imágenes culmina en la metáfora «ruinas de un mundo» y se refleja en la construcción similicadente de la cuarta cláusula: «medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado». ¿Quién califica de repugnante el amasijo? ¿La protagonista? ¿El narrador? Éste, evidentemente, pero desde el punto de vista de aquélla, y pronto se les oye pensar juntos en estilo indirecto libre: «Ella era también como aquel cigarro...». Esta imagen del cigarro dejado a la mitad no sólo mienta una realidad concreta y simboliza el universo, sino que opera como símil HUMILLANTE de la persona: Ana era como aquel cigarro, probada por uno, prohibida para otros. Si antes el sol era un vetustense y los vetustenses anfibios, ahora es Ana un cigarro apagado.

El clima de INTERIORIDAD se adensa en el párrafo 4. Trátase de la visión de unos OBJETOS EXTERIORES, pero en los cuales encuentra pábulo el aburrimiento de la persona, que se mira a sí misma en aquella materia residual, enfriada y abandonada. El hastío mana de la insignificancia de las cosas hacia el alma y se efunde del alma hacia las cosas.

§ 5) El imperfecto, con su sentido durativo, domina este párrafo, salvo dos frases en perfecto simple que expresan acciones momentáneas: «Las campanas comenzaron a sonar», «Ana se estremeció». Las campanas (en § 2 oídas habitualmente, todos los años) reaparecen ahora ejecutivamente, sacudiendo la atención absorta. Pero ese acto, al parecer nuevo, de empezar a sonar, convoca en seguida impresiones de REPETICIÓN: en los planos fónico y sintáctico las parejas «en toda la tarde ni en toda la noche», «sin saber por qué ni para qué», y las tríadas «¡tan! ¡tan! ¡tan! »,«¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban!»; en el plano semántico la triple adjetivación «impune, irresponsable, mecánica» y la reaparición de otro en cursiva. Así, lo que hubiese podido tomarse por un movimiento inceptivo, capaz de arrancar al sujeto de su absorción, se revela como una efectuada prolongación del hábito, que mantiene al sujeto en la misma expectación vacía.

Lo habitual, pues, sigue teniendo más poder que lo nuevo. Y la DEGRADACIÓN continúa impidiendo a las cosas su posibilidad de hermosura. Exentas las campanadas de cualquier virtud musical o religiosa, son martillazos sobre bronce, que parecen venir de una fragua y no de un templo. Su ruido se reviste de potencia moral: la maldad, calificada con dos términos jurídicos (impune, irresponsable) y con un término de taller (mecánica). Cae entonces la mirada sobre la definición seudopoética de las campanadas: fúnebres lamentos, cliché romántico del periódico que la doncella acababa de poner sobre el regazo de su señora. El regazo de Ana, que anhelaría un hombre, un hijo, recibe un periódico. Y la dama piensa, con el narrador, que aquellos martillazos no eran lamentos por los muertos, sino manifestación de la tristeza y del letargo de los vivos. Y la onomatopeya vulgar («¡tan! ¡tan! ¡tan!») se dilata como en un eco a través del «¡cuántos! ¡cuántos!» y del agorero «¡y los que faltaban!». Los tañidos no cantan: cuentan. ¿Qué cuentan?: «tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno».

Repetición, degradación. Y también EXTERIORIDAD inconsciente: la maldad del bronce «repercutiendo con tenacidad irritante» descarga sobre la cabeza de Ana, que apenas puede fijarse en lo que lee. Pero el estilo indirecto libre, operando desde «No eran fúnebres lamentos...» hasta «...aquel otro invierno», recoge bien, como discurso de la persona conducido por la narración, la reacción CENTRÍPETA de aquélla ante la inhospitalidad del ambiente. El narrador no dirige del todo a la persona (estilo indirecto) ni tampoco la deja hablar por sí (estilo directo): relata su interno decir, a medias identificado con ella, a medias observándola distante.

§ 6 - § 7) Así como los «objetos exteriores» anunciados en § 2 sólo se nombraban y describían en § 4, el Lábaro brevemente mencionado en § 5 sólo adquiere valor como punto de referencia en § 6, párrafo de amplio curso porque comprende varias descripciones eslabonadas: lo que decía en el periódico Trifón Cármenes, lo que Ana pensaba del mundo leyendo el periódico, y lo que de sí misma pensaba.

De los tres aspectos del aburrimiento hasta aquí registrados (repetición, degradación, y conflicto entre exterioridad e interioridad como testimonio de ese odio pasivo que no logra redimir ni concordar a una y a otra) el que obtiene en § 6 - § 7 un desenvolvimiento más intenso es la degradación de la realidad, y el menos notorio la repetición.

Implican REPETICIÓN inerte las alusiones tópicas a la brevedad de la existencia y a los «acendrados» sentimientos católicos de la redacción, la anáfora oratoria «¿Qué eran los placeres...? ¿Qué la gloria...?», la cita de Bécquer y las dos de Shakespeare (la de Bécquer, traspuesta de su forma recta: qué solos se quedan los muertos, a una forma oblicua: lo solos que se quedaban los muertos, añade un efecto cómico), las necedades «ensartadas» en lugares comunes, y el estancamiento de la atención de Ana: «Tres veces leyó los cinco primeros versos sin saber lo que querían decir». Sus reflexiones acerca del pasado, en § 7, tampoco significan nada nuevo: «Como otras veces, Ana fue tan lejos en este vejamen de sí misma...». Era un vejamen hecho ya costumbre.

La DEGRADACIÓN de la realidad se expresa aquí con masiva evidencia. Rezuman prosaísmo: sustantivos como el fondo, la redacción, el articulista; la definición de la virtud como única cosa sólida; el adverbio decididamente, que, más propio de una deliberación municipal que de una meditación sobre la muerte, estropea -ridículo estrambote- el moral epifonema de Argensola: y en fin, la alusión a la elegía funeral en su materialidad tipográfica (tres columnas, renglones desiguales). No sólo prosaico, sino grotesco, es el nombre motivado del poeta local: Trifón se llamaba cierto gramático alejandrino autor de un libro sobre los tropos, y Cármenes es el hipotético plural castellano del latín carmen ('poema'), pero además Trifón, por su aparente sufijo aumentativo y su semejanza con palabras como «tritón», «trufa» o «bribón», sugiere la caricatura.

Dentro de ese prosaísmo anida la falsedad: el redactor no piensa de veras que lo más acertado sea morirse, ni siente con autenticidad la soledad de los muertos ni el problema de ser o no ser, puesto que se refiere a ello a través de ajenas palabras degeneradas en citas triviales. Ana Ozores percibe esa falta de sinceridad, considerando que aquello era algo todavía «más mecánico, más fatal» que las campanas. Si antes había visto el amasijo de ceniza y café frío como un símbolo del universo, ahora ve otro símbolo universal en ese lodo de vulgaridad y estupidez que las ideas grandes y las frases sublimes, manoseadas, pisoteadas, componen. Y la falsedad general lleva a la protagonista a dudar de la sinceridad propia y a descubrir en su pasado la sospecha del mismo fraude: Trifona, rapsodias serviles.

La degradación alcanza su momento más agudo en el vejamen a que Ana se somete, planteándose la cuestión de su culpabilidad, rechazando ésta para atribuirla a la ciudad entera, a las tías, al esposo, al amigo que la indujo a casarse, y llenándose en fin de una lástima profunda de sí misma, que parece aliviar por un instante su aflicción.

Prosaísmo, falsedad, culpabilidad en un mal borrosamente extendido, son los tres aspectos degradatorios del pensamiento delatado en estos párrafos, y el personaje mismo entrega la clave cuando exclama dentro de su silencio: «¡...las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas!», frase donde el polisíndeton marca la insistencia en lo equivalente: prosa y falsedad y maldad son lo mismo.

La experiencia aquí ofrecida acusa una tensión entre la voluntad de actuar y la recaída en la contemplación inoperante. La Regenta quiso distraerse, miró El Lábaro, comenzó a leer, la lectura aumentó su tristeza: más adelante recordó y pensó, y al fin en su vejamen fue tan lejos, que no paró hasta hallar otros culpables, y concluyó por apiadarse de sí misma. Pero contra estos perfectos simples de la acción ejecutiva se oponen, y a lo largo de estos párrafos se imponen, los imperfectos durativos que describen la difusa lectura y sobre todo las divagaciones acerca del mundo y por los senderos del recuerdo. El estilo indirecto libre reseña las majaderías de Cármenes animadamente, gracias a la sordina que permite la semiparticipación del narrador, y presta a los recuerdos de la Regenta, sin perjuicio de la distancia que esa leve interposición del estilo narrativo asegura, una viveza notable: interrogaciones, exclamaciones, dubitaciones, reticencias señaladas por los puntos suspensivos, reafirmaciones («¡Sí, sí...!»), comienzos copulativos que van como agregando complemento tras complemento a un pensar tardo: «¡y qué desconsolador era...!», «¡Y con qué entusiasmo había escrito...!», «Y lo peor no era...», «¿Y los sentimientos...?». La rehúsa de la atención hacia el MUNDO EXTERNO, patente en la dificultad de leer («como si estuvieran en chino», «no entendía nada», «sin saber lo que querían decir»), abisma a Ana en sus recuerdos, ÍNTIMO PAISAJE donde vuelve a encontrar, por su mal, los males de Vetusta.

§ 8) «Se asomó al balcón». Es la última acción perfectiva que en nuestro fragmento cumple la Regenta y, en rigor, la única acción de todo el fragmento, ya que las otras no pasan de mociones cerebrales o tendencias afectivas dispersas. Tal traslado del comedor al balcón pone a la solitaria protagonista en directa posesión visual de su antagonista colectivo. Y ahora se tiene la impresión de que la conciencia de Ana, tan replegada hacia la intimidad en las fases anteriores, se resuelve en mirada, en una mirada que, pendiente de lo observado, reduce y difiere el juicio moral.

La REPETICIÓN sigue obrando en el mundo de fuera, cuyo espectáculo no por más ancho resulta más variado: «Por la plaza pasaba el vecindario de la Encimada», «Niños y mujeres del pueblo pasaban también», éstos con coronas y cirios pequeños, los criados de aquéllos con coronas y blandones enormes; y las jóvenes paseaban «como los demás días del año». Ni falta el lugar común: el más filósofo vetustense pensaba que «no somos nada».

No sólo procedente del contemplador hastiado, sino también de la masa contemplada, la DEGRADACIÓN se indica en imágenes que el contexto saca de su desgaste o leve lexicalización, como los enjambres de chiquillos (metáfora animal) y los trapos de las señoritas (metonimia material). Y, además de en ciertos prosaísmos acordes, como el besa-la-mano protocolario de los ricos a sus difuntos y aquella «ventaja positiva de no contarse entre los muertos» (utilidad, contabilidad), manifiéstase también la degradación en los calificativos contrapuestos de los adornos sepulcrales ofrendados: por los pobres, coronas baratas y cirios flacos; por los ricos, en hipérboles grotescas, colosal corona, blandones como columnas, y catafalcos portátiles.

Pero en este párrafo, ocupado casi enteramente por la presencia inmediata de los vetustenses, lo que prevalece es la EXTERIORIDAD, no porque el escenario sea una plaza, y el agente un vasto vecindario, sino por el modo como se ofrece a los sentidos aquella presencia: «llevaban [...] los trajes de cristianar», «hablaban a gritos, gesticulaban alegres», «no pensaban en los muertos», oficial era el luto de los ricos, las señoritas paseaban «luciendo los trapos y dejándose ver», con trajes oscuros, «conversaciones menos estrepitosas» y gesto más compuesto. Toda esta acumulación de detalles relativos al vestido, al habla, al gesto y a los atributos fúnebres portados por la gente, describe la mascarada de la hipocresía general: nadie se acordaba de los difuntos, «pero lo disimulaban». La apariencia encubría la poquedad o nulidad del sentimiento y el poso de instintivo egoísmo animal.

§ 9) En el párrafo precedente la exterioridad parecía reprimir el juicio moral de la conciencia de Ana. Tal represión, sin embargo, no ha hecho más que preparar ese juicio, que ahora, en el último párrafo del fragmento, desata su fuerza de veredicto condenatorio. El odio pasivo, antes dirigido hacia el ambiente pero repercutido en la propia persona, vuélcase ahora exclusivamente contra aquél: contra las costumbres «repetidas con mecánica igualdad como el rítmico volver de las frases o los gestos de un loco» (nómbrase aquí por su nombre la REPETICIÓN, evócase la maldad mecánica del bronce, y se abarca en la figura de un solo demente a toda la ciudad irresponsable) y contra la DEGRADANTE tristeza, una tristeza sin grandeza, o sea, al margen de todo compromiso trascendental, fuera de la más remota posibilidad de aventura. Aburrimiento: «un hastío sin remedio, eterno». La repetición inerte ya tiene un nombre para la Regenta: se llama eternidad. Y, finalmente, de nuevo la irreparable DISCORDANCIA ENTRE EL UNO Y LOS OTROS: romántica llamaría a Ana el vetustense que pudiera conocer sus cavilaciones solitarias, y su marido, si a atenderlas llegara, desprovisto de piedad suficiente para penetrar las causas del enigmático mal, tomaría tales angustias como un trastorno corregible mediante régimen.

Habiendo percibido una actitud (aburrimiento) y un tema (discordancia entre persona y colectividad) dentro de una estructura (siete núcleos de un proceso que empieza en la irresignación y concluye en el aborrecimiento), se ha examinado -no exhaustiva, sino selectivamente- el lenguaje del texto, hallando sobre la línea horizontal sintagmática rasgos particularmente notables por la congruencia y frecuencia de sus valores expresivo-imaginativos que podían agruparse en tres sectores de significado: la repetición, la degradación, y el contraste entre una exterioridad inconsciente y una interioridad hiperconsciente. Ya esta agrupación, selectiva y por tanto de dirección vertical paradigmática, deja interpretado el texto como un complejo de efectos variados pero convergentes hacia aquellas tres nociones, de las cuales la primera (repetición) incorpora la actitud (aburrimiento) y la tercera (contraste) incorpora el tema (discordancia), mientras la segunda (degradación) es el resultado aquí más intenso de ambas (lo repetido pierde el valor de novedad, lo contemplado desde la conciencia como exterioridad sin conciencia queda reducido a un grado inferior: ridiculez, automatismo, locura, animalidad, materia).

En otra línea vertical, la integrada por los varios niveles o estratos del lenguaje, puede observarse ahora, para mayor claridad, la consistencia de aquellos mismos rasgos caracterizadores (a fin de evitar la prolijidad, se registran no todos, sino sólo algunos ejemplos ilustrativos):

a) Nivel gráfico: REPETICIÓN: «de otro invierno», «en aquel otro invierno», DEGRADACIÓN: «No eran fúnebres lamentos», «lo solos que se quedaban los muertos», «una Trifona ». CONTRASTE DENTRO-FUERA: «Las personas decentes».

b) Nivel fónico: REPETICIÓN: «O el cielo o el suelo», «otro invierno... monótono», «¡tan! ¡tan! ¡tan! ¡cuántos! ¡cuántos!», DEGRADACIÓN: «medio puro apagado... amasijo impregnado del café frío derramado», «palabras, palabras, palabras», CONTRASTE: Ana «...la obligó... y no paró... y concluyó», «Se asomó», frente a «pasaba el vecindario... Llevaban... hablaban... gesticulaban... no pensaban... pasaban también».

c) Nivel sintáctico: REPETICIÓN: «de un invierno, de otro invierno», «sin por qué ni para qué», «¡y qué desconsolador...! ... ¡Y con qué entusiasmo...! ... Y lo peor no era... ¿Y los sentimientos...?». DEGRADACIÓN: «¡y los que faltaban!», «lo solos que se quedaban los muertos», «Por todo lo cual...», «De todos modos...», CONTRASTE: «Otros...se consuelan», frente a «Ana Ozores no era de los que se resignaban»; «Todas aquellas necedades... aquella retórica... esto era peor», etc., frente a «Y de repente recordó...».

d) Nivel semántico: REPETICIÓN: «Unos protestan todos los años», «Todos los años, al oír las campanas»; «un invierno... otro invierno», «en aquel otro invierno»; «medio puro apagado», «un cigarro abandonado», «incapaz de fumar un puro entero y de querer por entero», «como aquel cigarro»; «No eran fúnebres lamentos... no eran fúnebres lamentos»; «esto era... era la fatalidad... ¡qué triste era...! Aquello era...»; «de hastío, de un hastío...». DEGRADACIÓN: «el sol... hace sus visitas de despedida»; los vetustenses «anfibios»; «repugnante amasijo»; «ruinas de un mundo»; Ana «como aquel cigarro, una cosa que no había servido»; las campanadas «martillazos»; «necedades ensartadas»; «retórica fiambre»; ideas y frases «manoseadas, pisoteadas... en lodo de vulgaridad»; «rapsodias serviles»; «versos malos, insignificantes, vulgares, vacíos»; «espíritu falso, torcido»; «coronas fúnebres baratas»; «aquella especie de besa-la-mano»; «luciendo los trapos»; «los gestos de un loco». CONTRASTE: «sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en los objetos exteriores», «aquellos objetos eran símbolo del universo»; «La Regenta quiso distraerse, olvidar el ruido inexorable»; «no podía leer; no entendía nada»; «Se paseaba en el Espolón», «Si en algo se pensaba» (es el «se» impersonal de la gente).

Variamente desplegado, y unitariamente concentrado, parece este complejo de repetición, degradación e incomunicación. Al final del fragmento la ciudad sigue siendo como era al iniciarse aquél, sólo que con plenaria evidencia, y Ana Ozores, la inadaptada, ha cambiado únicamente en la medida en que, si al principio repugnaba las cosas y el recuerdo de los habitantes de la ciudad desde su encierro, ahora, asomada al balcón, odia a Vetusta más que otros días, con un aborrecimiento -con un aburrimiento- supremo.




Valoración del texto

Mostrada la significación del texto y su eficacia artística a través del ensayo de interpretación propuesto, debe intentarse, en fin, una valoración del mismo que precise su esencia simbólica y su sentido histórico-social (fundamentos de su trascendencia) y el valor del texto como realización artística en un género literario determinado (resultado de su concentración o intrínseca necesidad).


Esencia simbólica del texto

Llevando las imágenes particulares a su último estrato sustantivo se descubre, sin pérdida del significado circunstancial concreto, el sentido esencial abstracto.

Aparecen en el texto ciertas entidades imaginarias que representan aquello que con su nombre se enuncia y, al mismo tiempo, aluden a algo común y más general. Esas entidades son la lluvia, el invierno, las campanas, los objetos que yacían sobre la mesa, el periódico con sus frases hechas y lugares comunes, y la gente en la plaza con sus vestidos de disanto y sus adornos fúnebres. En el mismo texto se indica el simbolismo de algunas de estas realidades: la ceniza, el café frío y el cigarro apagado «eran símbolo del universo» (§ 4), la confusión de grandeza y falsedad cometida en el periódico «era también un símbolo del mundo» (§ 6). Pero todas las citadas realidades son simbólicas, pues todas coinciden en la expresión de la negatividad de la muerte: muere el buen tiempo cuando empieza la lluvia, se retira el sol dejando paso al invierno, doblan las campanas por los difuntos, yacen sobre la mesa restos de cosas consumidas o a medio consumir, el periódico escribe sobre la muerte y los muertos en un lenguaje de retórica «fiambre», las gentes de la plaza -muertas sus almas a la verdad del sentimiento- cumplen rutinariamente el rito sepulcral del día de Ánimas. Y toda esta cantidad de muerte no es sólo la evocada acerca de un más allá oculto, sino la sufrida en un aquí presente: los lamentos fúnebres «no hablaban de los muertos, sino de la tristeza de los vivos, del letargo de todo» (§ 5), la tristeza dominante «no se refería a la suerte incierta de los muertos, sino al aburrimiento seguro de los vivos» (§ 9). Muerte como aburrimiento ambiental.

A esa muerte con que el antagonista colectivo cerca al protagonista singular, responde éste con un odio pasivo, padeciendo sin hacer. Cierto es que no se resigna, cierto que aborrece, pero ni la irresignación ni el aborrecimiento le conducen a obrar. La pasividad del sujeto se expresa constantemente: «angustia nerviosa» (§ 2), «tristeza» (§ 3), «le partía el alma» (§ 4), «estas locuras las pensaba, sin querer» (§ 5), «aquella maldad [...] descargada sobre su cabeza» (§ 5), «sin saber lo que hacía, comenzó a leer» (§ 6), «sin saber por qué, no podía leer» (§ 6), «aunque la inercia la obligaba a pasar por allí los ojos, la atención retrocedía» (§ 6), «la exageración la obligó a retroceder» (§ 7), «aquellas costumbres [...] aquella tristeza [...] se le ponían a la Regenta sobre el corazón» (§ 9). Angustia, tristeza, ignorancia del sentido de los movimientos, inercia, retroceso, alma partida, cabeza aplastada, corazón sofocado. El personaje individual parece tan muerto como el ambiente, pero su irresignación al principio y su aborrecimiento al final enmarcan una trayectoria de disconformidad que implica un anuncio de vida, claramente insinuado acá y allá, por ejemplo en «los esfuerzos que hacía por volver a sentir una reacción de religiosidad» (§ 6) o en la indirecta acusación contra aquellas costumbres «sin fe ni entusiasmo» y contra aquella tristeza «que no tenía grandeza» (§ 9). Del aburrimiento a su opuesto, el entusiasmo, se avanza por el amor (placer de la carne, cariño familiar, caridad divina y humana)8, pero en la experiencia presentada en el texto no opera todavía ninguna tendencia del amor: reina soberana la FALTA DE AMOR, que, al igual que la muerte circundante, aparece como aburrimiento.

Muerte alrededor y falta de amor en la persona: tal es la esencia simbólica del texto, condensada expresión de una angustia del existir que necesariamente ha de afectar la conciencia del hombre en cualquier lugar y en todo tiempo.




Sentido histórico-social del texto

Un texto que no sea reconocido en su condición de respuesta congruente a la época y al espacio humano en que fue escrito perderá dimensiones de las que el lector no debe prescindir. El comentador procederá del documento a la historia, del testimonio a la sociedad, de la obra al autor, nunca al contrario. Para saber quién fue y qué hizo Leopoldo Alas y cómo era el estado de la sociedad española en los tiempos de La Regenta existen trabajos generales y monográficos que proporcionan información. Con un conocimiento previo de ellos, o sin tal conocimiento, es del texto mismo de donde el comentador tomará los puntos de referencia suficientes.

¿Qué realidad histórico-social trasmite el texto, bien directamente, o por intermedio de imágenes que lleven el sello de un tiempo y de un ámbito social determinado? Ni «Vetusta» (§ 1) ni «Aquel año» (§ 3) enuncian particularidades exactas: Vetusta es una ciudad vieja, y aquel año un año. Pero las particularidades de época y ambiente no escasean en el fragmento. Si en Vetusta muere con octubre el buen tiempo, ha de tratarse de una ciudad no meridional. Si el sol «hace sus visitas de despedida» (§ 1) como quien va a estar ausente una temporada, ello significa que en la sociedad de aquel tiempo era costumbre despedirse de los amigos antes de partir de vacaciones (y efectivamente, en el capítulo XX, don Álvaro visita a los Ozores para despedirse antes de marchar de veraneo), lo cual supone ciertos convencionalismos hoy caducados. Si la ausencia del sol dura hasta fines de abril, la ciudad, no cabe duda, debe estar situada en la única zona española donde se dan lluvias tan duraderas, la franja cantábrica. Que los vetustenses aparezcan como anfibios «que se preparan a vivir debajo de agua» (§ 1) denota un modo de imaginar probablemente influido por las teorías de Darwin: transformación de especies, adaptación al medio; y en efecto, hay en la novela un personaje darwinista, Frígilis, que cree en la adaptación como en un artículo de fe. El suelo de la región se distingue por su «fertilidad y hermosura» (§ 1), lo que puede ayudar a precisar mejor en qué provincia está enclavada Vetusta. Si don Víctor estaba en el casino jugando al ajedrez (§ 4), es que ya había casinos y la costumbre de tal juego, como había ya la costumbre postprandial del café, la copa y el cigarro. Los fúnebres lamentos (§5) testimonian la persistencia del lenguaje romántico. El Lábaro (§ 5) es título necesariamente católico, con cierto matiz fanático, que revela actividades propagandistas de la Iglesia, puestas de manifiesto acumulativamente en el repertorio del párrafo 6: vanidad de vanidades, solidez única de la virtud, la felicidad fuera de la tierra, gloria eterna a los difuntos (aunque en «¿Qué era el más allá? Misterio» resuena una nota agnóstica). Las alusiones al fondo, la redacción, etc., muestran un periodismo desarrollado, aunque inepto. Remiten de nuevo a supervivencia del romanticismo la elegía de Cármenes y las aficiones líricas de una mujer, así como el desprecio que éstas merecen de «el buen sentido vulgar» parece delatar el peso de una actitud positiva, prosaica, posterior y adversa al romanticismo. La estampa costumbrista de § 8 traza una semblanza del día de fiesta llena de indicios epocales y sociales: los que celebran el día saliendo por las calles son «criadas, nodrizas, soldados», «niños y mujeres del pueblo», mientras los ricos envían mensajeros al cementerio para no mezclarse con la plebe ni perder su distancia de personas decentes. Es una sociedad de clases muy marcadas y separadas, convencional e hipócrita, capaz de pensar en la ventaja positiva de «no contarse entre los muertos».

Más elocuente que todos estos detalles es el hecho decisivo de que entre la persona y la gente se tienda una incomprensión abismal. La gente llamaría a la persona romántica (§9) y creería cosa de los nervios su sufrimiento. La persona, por su parte, envuelve a toda la gente en conclusiones de absoluto desprecio: «era la fatalidad de la estupidez», «la prosa y la falsedad y la maldad» (§ 6), «aborrecía [...] a los vetustenses» (§9).

Contexto histórico-social: Época de oposición al romanticismo y supervivencias de éste. Acusada presencia de la propaganda católica. Infiltraciones de darwinismo y agnosticismo. Clima positivista. Periodismo desarrollado. Poesía seudorromántica. Neta separación de ricos y pobres. Convencionalismos de la clase acomodada. Extendida hipocresía.

Como parte no integrable dentro de ese contexto se destaca una persona, Ana Ozores, llamada por los vetustenses «la Regenta»: romántica todavía, o romántica en un sentido superior; esforzándose en vano por sentir religiosidad; inadaptada; idealista; poetisa otro tiempo, ya no; mezclada entre los ricos, sin haberlo sido nunca; reacia a los convencionalismos; enemiga de todo fingimiento.

Desde el romanticismo hasta hoy no ha cesado de ostentarse, en el arte y muy especialmente en la novela, el conflicto entre la persona orgullosa de su individualidad excepcional y la clase burguesa satisfecha de su prosperidad compartida. En España ese conflicto alcanza, dentro de la realidad y dentro del arte, su época de mayor intensidad entre 1875 (Restauración que sofoca la revolución liberal de 1868) y 1917 (Revolución rusa). La Regenta está al principio de ese duelo (Restauración) y lo capta en toda su gravedad9.




Valor poético del texto

En la interpretación antes propuesta se intentó ponderar la eficacia artística del texto. Definir su valor «poético» no consiste en examinar de nuevo su estructura y lenguaje para fallar acerca de su mayor o menor excelencia, sino en apreciar cómo esa estructura y lenguaje realizan el espíritu del artista en un género, la novela: «poético», pues, refiere a «Poética», no a «poesía»,

Frances W. Weber ha hablado de la «comedia» de Vetusta y el «drama» de Ana Ozores como expresión dual de la ruptura y desequilibrio de lo real y lo ideal, y también de la composición de la novela mediante sátira social y análisis psicológico10. Como cualquier otro de la misma obra, nuestro texto se distingue efectivamente por esa dualidad, que podría denominarse «sátira extensa - elegía profunda», entendiendo por sátira la expresión crítica del mal, el error o la deformidad, y por elegía la expresión sentimental de la carencia de bien, verdad o hermosura. En el texto la sátira se extiende hacia la colectividad y la elegía introduce al lector dentro de la profundidad de la persona.

El párrafo 1 es satírico: sol que se despide, ironía de buen tiempo, vetustenses anfibios, frases triviales. De § 2 a § 5 predomina el tono elegíaco: campanas doblando, tristeza, ruinas de un mundo, fúnebres lamentos, letargo (aunque la visión satírica reaparezca levemente en § 4 y § 5 a través del repugnante amasijo, los martillazos y el tan, tan, tan). El § 6 comienza en sátira (necedades de El Lábaro) y concluye en la elegía de aquella juventud acaso extraviada por una torcida piedad lírica, pasando rápidamente el discurso desde el enunciado de un intento de acción (quiso distraerse) al reflejo pasivo de una lectura que desemboca en monólogo errático. Sátira y elegía hay en el § 7, que empieza en vejamen y termina en lástima tierna y profunda. El § 8 permanece enteramente en el plano de una sátira de costumbres, más eficaz por su aparente objetividad. Y el párrafo 9, otra vez en tono soliloquial, abarca ambas perspectivas, la satírica del aborrecimiento y la elegíaca de la desolación.

Como toda forma épica, la novela es representación de un mundo individual-social, a la conciencia del lector, mediante un lenguaje analítico, que narra, que describe, que separa sujeto y objeto. Pero mientras la epopeya es obra de las pasiones afirmativas y nace de la admiración del mundo, la novela es obra del contraste percibido entre un mundo seguro y admirable que ya no se posee, y un mundo inseguro y deficiente en el que se está. Recuérdese la definición hegeliana de la novela: «epopeya burguesa»; «epopeya» en cuanto representa un mundo en su multiplicidad y amplitud, «burguesa» porque falta a la novela el estado genuinamente poético del mundo y supone una sociedad prosaicamente organizada en medio de la cual trata de devolver en lo posible a la poesía sus derechos perdidos; el desacuerdo entre la poesía del corazón y la prosa opuesta de las relaciones sociales y del azar de las circunstancias externas puede resolverse, pensaba Hegel, ya trágica, ya cómicamente.

A G. Lukacs se debe todavía el mejor estudio sobre la naturaleza de la novela y sus modalidades. La novela, según él, expresa el desamparo trascendental del hombre, el convencimiento de que el sentido de la vida nunca puede aparecer totalmente, pero que la realidad sin ese sentido se desharía en la nada. Descubre Lukacs con estos razonamientos, creemos, la actitud afectiva de la novela como contrapuesta, por su tristeza, ironía y menesterosidad, a la actitud de la epopeya, nacida de la alegría, el amor y la admiración. Un primer tipo de novela, del «idealismo abstracto» (a partir de Cervantes), presenta al individuo como portador de una exigencia utópica a la realidad, exigencia tan estrecha que la realidad siempre acaba por oprimir y aplastar al individuo. Un segundo tipo de novela sucede a ése: la novela del «romanticismo de la desilusión». El individuo derrotado por la realidad toma esta derrota como fundamento de su actitud subjetiva: anhelo exacerbado de lo que debe ser, frente a la vida, y persuasión de la vanidad de ese anhelo; discrepancia de la idea y la realidad; lucha contra el poderío del tiempo. A este segundo tipo pertenecen novelas como Oblomov y La educación sentimental, y a él pertenece claramente La Regenta. Novela ésta, ejemplar, no por su tan debatido naturalismo, sino por ser en España el perfecto arquetipo, el primero y mejor, del «romanticismo de la desilusión», con su héroe «pasivo», cuya inadaptación se debe a que su alma es más amplia que todos los destinos que la vida pueda ofrecerle, de donde la discordancia entre el mundo exterior -convencional, habitual- y la subjetividad autónoma, que lucha en sí misma porque sabe de antemano que luchar en el mundo comporta el fracaso11.

El tipo de novela que Leopoldo Alas instaura en España con La Regenta se funda en el odio al mundo inmundo (sátira) y en la tristeza por un bien nunca poseído ni alcanzable (elegía). La reprobación del mal presente y la melancolía provocada por la ausencia de un bien superior a toda realidad mueven a la protagonista de la novela, como impulsaron al mismo Leopoldo Alas en su trabajo total de crítico y narrador12.

Trasunto del aburrimiento metafísico que mantiene viva la discordancia entre el sujeto y el mundo, el texto comentado expresa en la extrañeza entre ambos la degradación del mundo y la repetición sin término de la miseria de éste y de la dolorida soledad de aquél. Del aburrimiento el sujeto saldrá, en otros momentos de la novela, hacia un entusiasmo, ya místico, ya erótico, tan engañoso como fugaz. Imposible la adaptación. Vetusta logra derrotar a «la Regenta», arrastrarla por su lodo: no puede asimilar a Ana, no puede someter su alma.









 
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