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ArribaAbajoDos trabajos sobre Juan Rulfo

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ArribaAbajoSobre Elio Vittorini y Juan Rulfo: dos viajes en la cuarta dimensión

Sólo un estudio extenso de Conversazione in Sicilia de Elio Vittorini y de Pedro Páramo de Juan Rulfo podría precisar cabalmente las similitudes más sugestivas que emparentan a estas dos novelas. Aquí, en pocas cuartillas, me atendré a bosquejar una comparación, a subrayar lo que a ella inspira y justifica.

Ambas obras empiezan con un viaje de un hijo urgido, en la primera, por el padre, y en la segunda, por la madre. En la italiana, el viaje se efectúa nella quarta dimensione244, en un mondo offeso, un mundo ofendido. Silvestre, hijo de Concepción, va a Sicilia; Juan Preciado, hijo de Doloritas, va a Comala. Como Silvestre, el personaje de Rulfo emprende el viaje en un mundo ofendido y en pareja dimensión: la quarta dimensione. Ambos creen ir al Paraíso y descienden al Infierno.

No nos ocupemos de cuestiones cronológicas245. Determinemos lo que en el trasfondo mítico de esas obras coincide o no coincide: Juan Preciado, se ha dicho, es un Telémaco jalisciense «que inicia una contra-odisea en busca de su padre perdido»246. El Ulises perdido es todo menos un héroe ejemplar. Silvestre, salvadas las debidas distancias, inicia a su vez una contra-odisea: va a la isla del Mediterráneo en busca de una Penélope. Ésta no es como la homérica, la fidelidad ni la paciencia.

Al personaje de Rulfo no lo mueve el amor como al de Homero: lo mueve el odio de la madre que, moribunda, exige perentoria una venganza.

En suma: los Telémacos, los Ulises y las Penélopes de Vittorini y Rulfo requieren multitud de distingos al examen de elementos arquetípicos.

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Juan Preciado termina su viaje en un pueblo de muertos: el Paraíso destruido. Silvestre arriba a un pueblo de vivos, halla viva a su madre, no como Juan que halla muerto al padre buscaba. Pero también el pueblo siciliano, como el jalisciense es, por ser un mondo offeso, un pueblo de fantasmas, o, según el narrador, de espíritus.

El primer difunto con quien Juan Preciado dialoga, en su descenso al Infierno, es su hermano Abundio. Silvestre, llamado por misteriosa voz, por una voz terrible, baja desde la casa de su madre a un paraje lúgubremente iluminado: el cementerio. Y allí dialoga con el espectro de un soldado que es su hermano Liborio.

Al final de la obra italiana, reaparece el Ulises que gustaba de representar papel de rey, el Macbeth de Shakespeare. Silvestre, al tercer día de sus aventuras en el pueblo siciliano, va a despedirse de su madre. La encuentra en la cocina. Su madre lava los pies de un hombre muy viejo, arrodillada en el suelo. El viejo ha regresado a su isla y su esposa lo atiende, no como la Penélope esquiva a los Pretendientes, sino como la sagaz Euriclea, en antiquísimo rito de hospitalidad247.

El personaje de Vittorini, casi a los treinta años de edad, tipógrafo linotipista en tiempos del máximo poderío del Duce, se halla al emprender el viaje, in preda ad astratti furori248. No nos dice cuáles sean estos furores; no quiere hablar de ellos. Los periódicos están llenos de manifiestos y de crímenes que esos manifiestos provocan. Es invierno. Llueve y llueve. Silvestre tiene los zapatos rotos y el agua le penetra por las suelas. Mudo entre amigos mudos, la cabeza inclinada, siente la vida come un sordo sogno:

Questo era il terribile: la quiete nella non speranza. Credere il genere umano perduto e non aver febbre di fare qualcosa in contrario, voglia di perdermi, ad esempio, con lui249.



Terrible pasividad en el narrador, y desesperanza. Hace quince años que ha abandonado su Sicilia. Presa de abstractos furores, no le parece nunca haber sido hombre, ni haber vivido ni haber tenido una infancia entre chumberas y azufre en las montañas de su isla.

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Es entonces cuando recibe una carta de su padre Costantino.

El ex-ferroviario se dirige a sus hijos, especialmente a Silvestre. Ha abandonado su pueblo siciliano con una mujer. La madre de Silvestre, explica el marido infiel, no ha de sufrir necesidades. La pensión del ex-ferroviario le es entregada íntegramente. Ahora los hijos deben visitarla:

Tu, Silvestro, avevi quindici anni quando ci hai lasciate e d'allora, ciao, non ti sei fatto piú vedere. Perché l' otto dicembre, invece di mandarle la solita cartolina di auguri per l'onomastico, non prendi il treno e vai e le fai una visita?250



La carta viene de Venecia. Silvestre, como Juan Preciado, no se dejará convencer en seguida. Ve en el calendario que es el 6 de diciembre y que sólo faltan dos días para el cumpleaños de su madre. Debe enviar, pues, sin dilación, la sólita tarjeta anual. No piensa hacer otra cosa. Entonces escribe la tarjeta y la lleva a la estación. Como es sábado, cobra su sueldo. En la estación lee un anuncio:

Visitate la Sicilia, cinquanta per cento di riduzione da dicembre a giugno251.



¡Sólo 250 liras a Siracusa, ida y vuelta, tercera clase!

Esto lo decide, pues un descuento de cincuenta por ciento vale la pena. Silvestre toma el tren para Sicilia.

Curiosa semejanza en Pedro Páramo: Juan Preciado oye la súplica de su madre moribunda y promete visitar a su padre:

-No dejes de visitarlo... No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

-Así lo haré, madre.

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta pronto que comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala252.



A Silvestre la lectura y relectura de la carta de su padre lo fue también llenando de sueños. En su alma, dice, un piffero suonava... e smuoveva in me topi e topi che non erano precisamente   —166→   ricordi.

No eran recuerdos sino ideas oscuras. Ideas de mis años -nos dice-, pero sólo de mis años de Sicilia. El pífano sonaba. Lo invadía una nostalgia de ver nuevamente en sí la infancia. En suma: un mundo de sueños no alrededor de una esperanza pero sí en torno a un pasado tal vez paradisíaco en su tierra de chumberas y de azufre.

Ambos personajes -no los llamemos héroes- exhiben pareja pasividad y ejercen pareja ensoñación. Y ambos al fin se deciden a emprender el viaje: Silvestre en pleno invierno, en diciembre; el otro, «en el tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente».

Silvestre da con la casa de su madre en la montaña de Sicilia. Su llegada está envuelta en cierta irrealidad que nos invita a compararla con la de Juan Preciado a la misteriosa casa de Comala en que halla su primer hospedaje:

Empujé la puerta y entré en la casa. De una habitación llegó una voz que me preguntó: ¡¿Quién es?! Reconocí aquella voz, después de quince años de no recordarla. Ahora que la escuchaba me parecía la misma voz de quince años antes: fuerte, clara... Recordé a mi madre, que me hablaba en mi infancia desde otra habitación.



-Signora Concezione253 -dice, simplemente, Silvestre.

Extraña es la acogida que al hijo pródigo hace la señora Concepción:

-Oh, é Silvestro -disse mia madre, e mi venne vicino.



Quince años sin verlo y lo único que le dice al recibirlo es:

«-¡Oh, es Silvestre!» -para agregar tras el beso filial en la mejilla que, ella, devuelve:

-Ma che diavolo ti porta da questi parti?254



¡Qué diablos te ha traído por estos lugares!

Al regresar al escenario de su infancia, Silvestre lee el nombre del pueblo sobre un muro. En el pueblo, nos cuenta, «no se veía gente; sólo niños descalzos, con los pies ulcerados por los sabañones...».

Juan Preciado, por su parte, llega a Comala a la hora «en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos». No así en Comala. Aquí no hay niños como en el paese de Sicilia. No obstante,   —167→   Juan recuerda: «Y aunque no había niños jugando, ni palomas ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía»255.

Curiosa coincidencia y divergencia al mismo tiempo: Silvestre ve bambini scalzi; Juan no ve ningún niño. Pero ambos, que buscan su niñez, hablan de niños: uno evocando su presencia triste; otro, su extraña ausencia.

Juan llega a la puerta de Eduviges Dyada, íntima amiga de su madre muerta. Eduviges también está muerta, pero «vive». Es el espectro de una mujer que pudo haber sido la madre del viajero según éste se entera poco después.

En el caso de Juan no se trata de la casa paterna o materna, sino de la que pudo haber sido la casa de su madre. La acogida será bien extraña, más aún que en la casa siciliana: «Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo:

-Pase usted.

Y entré»256.

Más que remota, prima facie, parece la semejanza entre el arribo a uno y otro pueblo. Silvestre, ser viviente, habla a su madre viviente. Juan Preciado, ya muerto, evoca su llegada, estando aún vivo, a la morada de una difunta, en la cuarta dimensión de los sueños, y ve seres que no proyectan sombra en la eternidad, que es ahora su ámbito temporal. En sus oídos suena el lírico añorar de la madre muerta: «hay allí, pasando el puerto de los Comilotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche»257.

En la cuarta dimensión del viaje, Silvestre oye a su madre decir:

-¡Oh, es Silvestre!

-¿Cómo has podido reconocerme? -pregunta Silvestre.

Su madre, riendo, contesta: -Me lo domando anch'io.

¡Esto también me lo pregunto yo!

Y en seguida la señora Concepción habla de cosas triviales, como en la irrealidad de un sueño. Se está asando un arenque en la cocina.

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-¿Notas lo bien que huele?258 -interroga Concepción.

Juan Preciado, apenas recibido por el espectro de quien pudo ser su madre, pregunta:

-¿Qué es lo que hay aquí'?

-Tiliches -responde Eduviges Dyada. Y agrega:

-¿De modo que usted es hijo de ella?

-¿De quién? -inquiere Juan.

-De Doloritas.

-Sí, ¿pero cómo lo sabe?259

En ambos viajes nada resulta extraordinario porque todo es extraordinario: el viaje mismo en busca de lo perdido, el género humano, la infancia, el Paraíso. Lo real y lo irreal se funden. Juan Preciado oye rumores y murmullos. «-Me mataron los murmullos» -informa, ya en la tumba, a la mendiga Dorotea.

Lo mataron los murmullos y los espíritus.

Silvestre también oye rumores y se mueve entre espíritus. Oigámosle hablar en el capítulo XXIV de Conversazione:

A questo modo viaggiavamo per la piccola Sicilia amonticchiata; di nespoli e tegole e rumore di torrente, fuori; di spiriti, dentro, nel freddo e nel buio; e mia madre era con me una strana che pareva esser viva con me nella luce e con quegli altri nella tenebra, senza mai smarrirsi come io, un poco, mi smarrivo ogni volta entrando o uscendo260.



Comala «está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno». Juan Preciado, próximo a su destino, pregunta el nombre del pueblo que «se ve allá abajo». Bajando «cada vez más» -son palabras de Juan- se va «hundiendo en el puro calor sin aire»261. Al terminar su descenso, se halla el viajero en el «pueblo sin ruidos», donde oye «caer sus pisadas sobre las piedras redondas con que [están] empedradas las calles»262. El hijo de Doloritas topa con el fantasma de una mujer envuelta en su rebozo que en seguida desaparece como si no existiera. Ya ha llegado al Infierno.

En los capítulos XLI y XLII Silvestre hace su descenso. Yendo de la taberna de Colombo a la casa de su madre, contempla el paisaje nocturno. Hay luces arriba y abajo, en el pueblo y en el   —169→   valle. En el cielo centellea el hielo de una estrella. De pronto cae en la cuenta de que el nombre de la calle próxima, Belle Signore, es demasiado nocturno para Sicilia. Significa los Espíritus263.

Obseso por los recuerdos de su infancia, acaso un poco ebrio por el vino de la taberna y, sobre todo, lleno de dolor por el mundo ofendido, Silvestre grita:

-Oh mondo offeso! Mondo offeso!

No esperaba respuesta -cuenta Silvestre- pero alguien, una voz subterránea como la del rey Hamlet, dice: -¡Ejem!

-¿De quién es esa voz?

-Che c'é? -chiamai.

-¡Ejem! -responde la voz264.

Las luces rojas que ahora brillan en lo oscuro no son de las moradas de los hombres. Las luces de los vivos parecen haberse apagado. Las que brillan en este paraje son como de linternas de ferroviarios. Luces dejadas allí. Y la terrible voz suena otra vez:

-¡Ejem!

-Ah, sono nel cimetero!265

Sí, entre luces de muertos, Silvestre está en el cementerio.

-¡Ejem! -por fin la voz se identifica: es la de un soldado. Pero a la escasa luz de los muertos no puede verse al dueño de la voz.

¿Está de guardia el soldado? Esto quiere saber Silvestre.

-No -dice el soldado invisible-. Reposo.

-¿Aquí, entre las tumbas?

-Las tumbas -contesta la voz- son bellas tumbas cómodas.

-Tal vez ha venido a pensar en sus muertos -inquiere Silvestre.

-No -dice la voz del invisible-: el soldado piensa en sus vivos.

Pronto advierte Silvestre que su interlocutor es su propio hermano Liborio. Uno de los vivos en que piensa es, precisamente, Silvestre, el fratello Silvestro.

lo diedi quasi un urlo. Vostro fratello Silvestro?



Ante el asombro del vivo, el fantasma dice no ser nada extraordinario tener un hermano que se llame Silvestre, povero ragazzo266.

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Evidentemente, la sombra sabe solamente lo pasado. No tiene saberes del presente. De aquí que para Liborio sólo exista el Silvestre niño, de once o doce años (En el Canto X del Infierno, Cavalcante y Farinata tampoco saben nada de lo actual en el mundo de los vivos).

El fantasma de Vittorini, por igual razón, evoca un tiempo detenido.

La nota similar más detectable en Vittorini y Rulfo en lo que mira a las obras referidas consiste en la ambigüedad, en la penumbrosidad, en la índole poemática de cuanto dicen, callan o sugieren. Para el análisis de esta similitud serían necesarias muchas páginas. Lo que resulta hacedero es señalar que en las dos novelas el viaje con que se inician se efectúa en la cuarta dimensión; esto es, en la dimensión del sueño, en un mundo ofendido, con el género humano perdido, sobre las ruinas del Paraíso.

La intuición que de los tiempos tristes que vivimos nos ofrecen ambos artistas, coincide en su sentido más profundo. Su mensaje, en lo que concierne al orden moral, se puede resumir en pocas palabras: las que se cruzan Juan Preciado y Abundio Martínez al llegara Comala, esto es, al Infierno:

-¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

-Comala, señor.

-¿Está seguro de que ya es Comala?

-Seguro, señor.

-¿Y por qué se ve esto tan triste?

-Son los tiempos, señor267.



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ArribaAbajoJuan Rulfo, poeta en verso, o «El poema de Doloritas» en Pedro Páramo

En Pedro Páramo hay una dualidad de escenarios y otra de temas: a) Comala, de una parte, es el infierno; Comala es, además, el Paraíso; b) La novela es historia de un sentimiento amargo: el rencor del cacique Pedro Páramo; es, además, historia de un sentir agridulce: la nostalgia.

Hace ya varios años que afirmé que Juan Rulfo estableció esa dualidad de escenarios con sumo tino estético a fin de que el lector no fuera repelido por los horrores de una historia de muertos en el paisaje atroz de un pueblo abandonado268.

Rulfo, en efecto, hace intervenir la nostalgia, tema entrelazado al del rencor, para suscitar la visión de una región paradisíaca de llanuras verdes, matizadas por el oro del maíz maduro, olorosa de alfalfa, en cuyo seno se alza un pueblo mágico, blanqueando la tierra con su blancura, iluminándola de noche con sus luces, y perfumándola en las madrugadas con el dorado pan de sus trigales.

Hay dos personajes que evocan el Comala anterior al desastre: la madre de Juan Preciado -Doloritas- y Pedro Páramo, marido de ésta. Doloritas hace años que abandonó a Comala y añora el pueblo con profunda nostalgia. Pedro Páramo está enamorado desde su niñez de Susana San Juan. Susana se ha ido hace muchos años de Comala. Pedro Páramo jamás la olvida. Vive, por el contrario, obsesionado por el recuerdo de una primavera paradisíaca, sobre las lomas verdes, bajo el cielo de añil, el aire lleno del azahar de los naranjos y del canto de los pájaros.

La poesía de estas evocaciones ha impresionado a millares y millares de lectores en todas partes del mundo.

¿Habrá muchos que hayan advertido, entre los que leyeron la novela en español, que las saudades del Comala anterior a su   —172→   ruina, insertas aquí y allí como suspiros, no son tan sólo trozos de poemas en prosa sino trozos de poemas en verso?

El propósito de este artículo es descubrir, con breves comentarios, esta poesía en verso. Mi tarea será pareja a la de quien excava en terrenos sembrados de ruinas, los trozos de estatuas que, una vez reunidos conforme al designio del escultor y libres de lo que los cubría bajo tierra, muestran su perfil armonioso bajo el sol.

No me ocuparé hoy aquí de las nostalgias de Pedro Páramo por Susana San Juan. Me atendré tan sólo a las saudades de Doloritas, la mujer despreciada del tirano.

*  *  *

Cuando a Comala llega Juan Preciado, la tristeza del pueblo lo deja estupefacto. Él pensaba encontrar el lugar venturoso de que su madre, entre suspiros, le había hablado tanto.

«-Hubiera querido decirle:» -nos cuenta Juan- «Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste... a un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe»269.

El pobre Juan no puede dar crédito a sus ojos, pues, como nos dice él mismo -con palabras sencillas y casi enteramente en verso-, él traía a Comala los ojos de su madre:

Traigo los ojos con que ella (9)
miró estas cosas, (5)
porque me dio sus ojos para ver270. (11)

En la página 8 -que corresponde a la segunda de la novela- comienza ya el que llamamos aquí «El poema de Doloritas»:

Hay allí
pasando el puerto de Los Colimotes, (11)
la vista muy hermosa (7)
de una llanura verde (7)
algo amarilla por el maíz maduro. (11)

«El poema de Doloritas» fluye intermitentemente entre la prosa de Rulfo -como el río Guadiana- con un esquema métrico   —173→   en que se combinan pentasílabos, heptasílabos, eneasílabos, endecasílabos, alejandrinos. Se advierten fluctuaciones. Pero éstas son fluctuaciones nada insólitas271 en escritores de hoy que deliberadamente escriben en verso.

Es curioso observar que muchos endecasílabos del «Poema» tienen los acentos habituales, pero que hay también otros de acentos menos comunes. Todos los tipos de endecasílabos que emplea Rulfo, por otra parte, han sido empleados por poetas famosos y estudiados por tratadistas como Pedro Henríquez-Ureña y Tomás Navarro.

Pero no perdamos más tiempo en digresiones. Nos espera el saudadoso poema en verso de Doloritas ansioso de ser, como una estatua, desenterrado de entre la prosa rulfiana.

Doloritas solía decir a su hijo, antes que éste, Telémaco jalisciense, partiera en busca de su padre:

Desde ese lugar se ve Comala (11)
blanqueando la tierra, (7)
iluminándola durante la noche272. (12)

Adviértase que, en estos tres versos, el último, «Iluminándola durante la noche», tiene no once sino doce sílabas. Sin embargo, este verso de doce sílabas es, en rigor, un endecasílabo, llamado, técnicamente, endecasílabo creciente. Un caso parejo a éste lo hallamos en un poeta de muy buen oído poético. Es uno de los casos que estudia Pedro Henríquez-Ureña. El poeta es nada menos que Juan Ramón Jiménez y la poesía es la llamada «A mi pena»273:

Te salía tu aroma por doquiera... (11)
Llegada la última, fuiste la primera... (12)

He dicho antes que el Comala añorado por Doloritas tiene una función estética importante en la novela, función que consiste   —174→   en neutralizar poéticamente el horror de un infierno tan caliente que, según Abundio el arriero, parece estar situado «sobre las brasas de la tierra».

Bien: el contraste entre lo paradisíaco y lo infernal ya aparece en los comienzos mismos de la novela. Juan, al llegar al pueblo, pregunta al fantasma de su hermano natural:

-¿Y por qué se ve esto tan triste?

-Son los tiempos, señor, responde el alma en pena del arriero Abundio274.

Doloritas, en la página 25, insiste sobre el vivo verdor de la llanura en que blanquea el pueblo de sus sueños:

Llanuras verdes (5)
Ver subir y bajar el horizonte (11)
con el viento que mece las espigas, (11)
el rizar de la tarde con la lluvia (11)
de triples rizos. (5)
El color de la tierra, (7)
el olor de la alfalfa y del pan. (10)
Un pueblo que huele a - miel recién derramada275. (14)

La primera parte de esta «estrofa» tiene la musicalidad, el movimiento, el élan, digamos, de los desahogos líricos propios del verso. Y versos son, versos perfectamente versos, estos endecasílabos acentuados en la sexta sílaba en loor de esas llanuras verdes en que se goza el


Ver subir y bajar el horizonte
con el viento que mueve las espigas,
el rizar de la tarde con la lluvia...




El pueblo visto desde dentro

Hasta aquí hemos visto a Comala desde su contorno, esto es, desde sus verdes llanuras mediodoradas por las espigas. Lo único interior que se nos ha hecho sentir, ventear, oler, en el aire puro, es la fragancia del pan recién horneado. Todos los otros olores son olores de la campiña: el de las milpas auriverdes, el de la alfalfa   —175→   y hasta el de esa miel recién derramada que parece verterse desde versículos de la Biblia.

Ahora, en la página 59, tendremos la visión del pueblo desde dentro. Una visión que se transmite entre lentos suspiros, en suspirados versos disfrazados de prosa:

Todas las madrugadas (7)
el pueblo tiembla con el
paso de las carretas. (14)
Llegan de todas partes (7)
copetëadas de salitre, (9)
de mazorcas, de yerba, de pará...276 (11)

Sigamos viendo, oyendo, oliendo las maravillas de este pueblo incomparable:


Rechinan sus ruedas
haciendo vibrar las ventanas,
despertando a la gente.
Es la misma hora
en que se abren los hornos
y huele a pan recién horneado.
Y de pronto puede tronar el cielo.
Caer la lluvia.
Puede venir la primavera.
Allí te acostumbrarás
a los «derrepentes», mi hijo...277



Adviértase que de entre estos últimos once versos sólo dos de ellos se salen del constante esquema de pentasílabos, heptasílabos, eneasílabos, endecasílabos y alejandrinos:

Rechinan sus ruedas (6)
A los «derrepentes», mi hijo (8)

Forzando un poco las cosas, el último de los catorce en virtud de un hiato podría convertirse en endecasílabo. Tocante al único endecasílabo entre los once


y de pronto puede tronar el cielo,



Pertenece al grupo de los no muy comunes con acento en la quinta sílaba. Rubén Darío lo empleó en su «Balada laudatoria a   —176→   Don Ramón del Valle Inclán»:


... ha traído cosas muy misteriosas
don Ramón María del Valle Inclán.






Doloritas habla con su hijo

Antes del fin del «Poema» hay un breve diálogo entre Doloritas y su hijo. Éste, aterrorizado por el espectáculo del infierno, por las apariciones y desapariciones de espectros, quiere hablar con su madre, hijo único, al fin, el pobre, abandonado por el monstruoso padre, el señor de horca y cuchillo de la Media Luna.

Este breve diálogo es, en rigor, parte del «Poema», aunque en él no aparezca el sentimiento de nostalgia de Doloritas. Pero todo el diálogo está en verso y conforme al consabido esquema de versos de cinco, siete, nueve, once, catorce sílabas:

-¿No me oyes? -pregunté en voz baja (9)
Y su voz me respondió: ¿Dónde estás? (11)
-Estoy aquí, en tu pueblo. (7)
Junto a tu gente. ¿No me ves? (9)
-No hijo, no te veo. (7)
Su voz parecía abarcarlo todo. (11)
Se perdía más allá de la tierra278. (11)

¿No es asombrosa esta escritura que, al parecer, indeliberadamente, se va deslizando sin desviarse casi nunca por los cauces tradicionales de versos castizos? ¿Cómo explicar esto? ¿Será que la índole de entrañable poeta de Juan Rulfo lleva a éste a expresarse con las formas de rigor en la poesía cuando en sus narraciones en prosa, la Poesía, imperiosa, le exige hablar en el lenguaje congruo con su esencia más pura?

En los siete versos arriba citados, llaman la atención los tres endecasílabos: sus acentos no son los comunes pero tampoco son extraños a la métrica hispánica:


Y su voz me respondió: ¿Dónde estás?
Su voz parecía abarcarlo todo.
Se perdía más allá de la tierra.



Y ¡qué sencillo y expresivo es ese verso según el cual la voz de   —177→   la madre difunta «parecía abarcarlo todo»! Vemos a Juan Preciado levantar los ojos al cielo para interrogar a su madre. Y Juan, que está en el Infierno, siente que la voz materna llena todo el universo.

Mas sigamos excavando en la prosa rulfiana para sacar a luz la última parte de «El poema de Doloritas». Faltan ahora tan sólo diecinueve versos. De éstos únicamente uno de cuatro sílabas escapa al esquema que el oído detecta y el análisis hace evidente:

Allá hallarás mi querencia. El lugar (11)
que yo quise. Donde los sueños (9)
me enflaquecieron. (5)
Mi pueblo, levantado (7)
sobre la llanura, lleno de árboles (11)
y de hojas, como una alcancía (9)
donde hemos guardado nuestros recuerdos. (11)
Sentirás que uno allí quisiera (9)
vivir para la eternidad. (9)
El amanecer; la mañana; (9)
el mediodía; (5)
y la noche siempre los mismos (9)
pero con la diferencia del aire. (11)
Allí donde el aire cambia el color (11)
de las cosas; (4)
donde se ventila la vida (9)
como si fuera un puro murmurar; (11)
como si fuera un puro murmullo de la vida279. (14)

¿Cuál es la parte más bella del «Poema»? Difícil decirlo. En todas ellas hay algo conmovedor que es la calidad tonal de la voz de Doloritas. Al revés que tantos poetas de hoy que pugnan por hallar lo más novedoso en lo que mira a oscuridades, cultismos, hermetismos, Rulfo hace hablar a sus personajes-poetas con asombrosa sencillez y claridad. Esta soñadora Doloritas, por ejemplo, ¡qué bien habla; con qué convincente emoción expresa sus sentires cuando, como en la última parte del «Poema» exclama:


... Donde los sueños
me enflaquecieron;



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o cuando, siempre en elogio del Paraíso Perdido, suspira:


Mi pueblo, levantado
sobre la llanura, lleno de árboles
y de hojas, como una alcancía
donde hemos guardado nuestros recuerdos!280






Conclusión

Hemos visto que las nostalgias de Doloritas Preciado de Páramo están en verso; que Rulfo ha insertado en su novela, como armoniosas teselas resonantes de sugestivas melodías en un mosaico, trozos de un poema que poco a poco se va estructurando en su unidad, verso a verso. ¿Por qué este poeta tan original y exquisito que es Juan Rulfo no ha escrito desembozadamente poemas en verso? Sabemos que, en lo que mira a la poesía de su tiempo, Rulfo abomina de la oscuridad, de la ininteligibilidad con que se complacen muchos poetas mexicanos contemporáneos281.

Pero como acontece que él es capaz de una poesía auténtica, clara, inteligible, transparente, ¿por qué no ha ejercido una poesía en verso aunque fuera por un designio normativo?

¿Será que no se ha consagrado a la poesía en verso porque el género en auge desde hace décadas -y en pleno boom hoy en día-, el género narrativo, para el que tiene singulares dotes, se le ha impuesto como el mejor?

No lo sabemos. Pero el poema en que consisten las nostalgias de Doloritas nos evidencia que Juan Rulfo es un gran poeta en verso, un poeta cuyas cualidades de genuina emoción de musicalidad y transparencia expresiva, deberían servir de ejemplo a muchos que conciben la poesía como un juego malabar (apenas interesante y nuevo) para algunos iniciados.





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ArribaAbajoAl cumplirse los 40 años de Cuadernos Americanos

En la «Librería Universal» de Asunción, a principios de 1942, vi un ejemplar del primer número de Cuadernos Americanos. Era el librero un hombre de gran cultura, el doctor Carlos Henning, luxemburgués de nación. «Esa revista es muy buena» -me dijo-, «es la mejor que hay en castellano. Si yo fuera usted» -agregó- «trataría de colaborar en ella». La lectura de la revista confirmó ampliamente el juicio de aquel mentor amable y cordial de los escritores jóvenes de la Asunción de mi tiempo.

El número de enero-febrero de 1942 traía artículos, notas, versos de Alfonso Reyes, León Felipe, Joaquín Xirau, Eugenio Imaz y de otros escritores a quienes yo no conocía entonces. En la página tres se leía: «En los actuales días críticos un grupo de intelectuales mexicanos y españoles, resueltos a enfrentarse con los problemas que plantea la continuidad de la cultura, se ha sentido obligado a publicar

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CUADERNOS AMERICANOS

Revista bimestral dividida en cuatro secciones tituladas:

NUESTRO TIEMPO

AVENTURA DEL PENSAMIENTO

PRESENCIA DEL PASADO

DIMENSIÓN IMAGINARIA».

Un mapa de América, de todas las Américas, en la página opuesta, traía un pensamiento de Rubén Darío y otro de Pi y Margall. Ambos escritores hispánicos afirmaban más o menos lo mismo: que América es el porvenir -decía Darío- y la salvación -decía Pi y Margall- del mundo. Había además en la revista dieciséis ilustraciones. Entre ellas, un retrato de Bolívar, en alusión a ideales americanistas, y cuatro dibujos de Picasso.

Cuadernos Americanos era como la voz de América en aquellos días trágicos de la Segunda Guerra Mundial: «En esta hora en que la vieja Europa» -escribía don Jesús Silva Herzog- «se asesina con furia inaudita y se destruyen muchas de las más valiosas obras materiales acumuladas por el esfuerzo de las generaciones pretéritas; en esta hora en que la ruina y la desolación amenazan invadirlo todo, es preciso que se oiga un grito salvador cuyo eco atraviese los mares y se repita de montaña en montaña. Ese grito no lo puede lanzar la Europa torturada, ni quizás tampoco los Estados Unidos porque lo apagarían las voces imperativas de los financieros; tiene que brotar de gargantas americanas, de nuestra América, de 'la América Nuestra -como dijo Darío- que tenía poetas desde los viejos tiempos de Netzahualcóyotl'».

Obediente al consejo de mi mentor luxemburgués escribí de un tirón un artículo sobre Bolívar. Metí las cuartillas en un sobre grande y tracé cuidadosamente la dirección del señor Jesús Silva Herzog... ¿Quién era aquel señor Silva Herzog? La lista de miembros de la junta de gobierno de la revista indicaba que el director de la misma era un economista, y director de la Escuela Nacional de Economía de México. Nada más sabía yo acerca del hombre a quien remitiría mi artículo. En 1942 don Jesús no era bien conocido fuera de México. Más tarde circularían sus libros por el   —181→   Continente. Sin embargo, para obtener una idea cabal acerca de quién era (y es) don Jesús Silva Herzog había entonces que esperar muchos años: había que esperar hasta 1972. Y doy esta fecha porque en 1972 apareció la primera edición de un libro extraordinario que lleva su firma. Me refiero a su autobiografía -primer tomo- titulada muy adecuadamente Una vida en la vida de México.

Este libro, escrito con notable lucidez y naturalidad y con exquisito sentido de humor, narra la heroica lucha de un estudioso, de un maestro, de un fecundo escritor, el cual, en las primeras líneas del primer capítulo, bellamente titulado: «Niebla al amanecer», nos dice:


Pronto supe que yo no era un niño como todos...



¿Era el futuro escritor un niño prodigio, una criatura excepcional por la precocidad de sus dotes? Nada de esto nos dice don Jesús. Sigamos leyendo:

«No veía bien. Mi madre, mis abuelos, mis hermanos me lo decían diariamente y me sentía un poco triste. Con el ojo izquierdo, veía poco; con el derecho, casi nada. Esto lo oía contar muchas veces, muchas veces... Las visitas se ponían serias y se dejaba de conversar».

Hasta los ocho años el futuro prócer mexicano no conoció ni letras ni números y nadie creía que pudiese, por su cuasi ceguera, ir a la escuela. Pero el niño no se dejó amilanar. Insistió en ir y fue -aunque un poco tarde en lo que mira a los demás niños- a la escuela. Tenía un enorme deseo de saber. Pronto aprendió a leer y a escribir. «Leía y escribía» -nos cuenta- «con el libro o el papel muy cerca del ojo izquierdo, de tal manera que con frecuencia me manchaba la nariz».

Cuando se medita en lo que logró realizar aquel niño cegato a lo largo de una vida insólitamente activa y creadora, y en una esfera de actividad para la cual necesitaba, precisamente, el uso continuado, tenaz, agobiador, de los ojos insuficientes, el ejemplo moral de don Jesús es casi único en la historia de nuestra América. Otros grandes hombres, en la niñez, lograron educarse sin ayuda de maestros y sin poder comprar libros. Don Jesús iba a tener libros y maestros; pero apenas tenía ojos.

Pero volvamos a Cuadernos Americanos y a aquel remoto día de 1942 en que leí el primer número y experimenté un vivísimo   —182→   deseo adolescente «de pertenecer a la revista». En este deseo acaso hubiera la adivinación de que la revista no iba a ser como tantas otras, de vida efímera, surgida de un entusiasmo pasajero, o una empresa cultural de motivaciones sin verdadera trascendencia, sometida a influjos extraliterarios.

Si hubo tal adivinación, no pudo ser ésta más certera porque la revista era e iba a ser en una multiplicidad de sentidos, excepcional. Treinta años después de su fundación, conservando ella idéntico formato y el mismo alto nivel intelectual, don Jesús Silva Herzog narró la génesis de Cuadernos Americanos. Cuando con un grupo de escritores mexicanos y españoles decidieron fundar una revista «de ámbito continental», disponían de todos los recursos espirituales para tamaña empresa: talento, entusiasmo, idealismo; pero no tenían dinero. Obtener el dinero necesario sería tarea del economista, esto es, del Director.

Don Jesús optó por prescindir de un mecenas opulento porque los hombres ricos o las instituciones poderosas «suelen ser exigentes e imponen opiniones». Era mejor recurrir a muchos mecenitas y a cada uno pedir nada más que 500 pesos. De los treinta y cuatro mecenitas a quienes solicitó ayuda, sólo le falló uno. Hombre práctico y lúcido, el economista decidió, poco después, no excluir a los ricos con tal que la ayuda de éstos fuese moderada y, por consiguiente, «sin peligro». Y un día en que don Jesús topó con un par de ricachos en una oficina pública, les preguntó: «¿Qué han hecho ustedes por la cultura de México?». Los interrogados respondieron no haber hecho nada.

«Les voy a dar una oportunidad de tranquilizar su conciencia» -añadió don Jesús- «ayudando a la publicación de la revista continental Cuadernos Americanos». Los ricachos sacaron sus chequeras, firmaron un cheque en blanco y le autorizaron a poner la suma que don Jesús quisiera.

«No señores, no es para tanto», se apresuró a decir don Jesús. Con cinco mil pesos cada uno se conformaba.

Así reunió los primeros 30.000 pesos.

La anécdota es muy reveladora. Debía ser la revista, ante todo, independiente y, merced a ello, perdurar fiel a sus ideales. En la celebración de los quince años de la fundación, don Jesús dijo algo que hoy, al aproximarse el cuadragésimo aniversario, sigue siendo cierto: «... quince años de servir con pasión fervorosa y amor apasionado a nuestro México y nuestra América;   —183→   quince años de luchar por la paz entre los pueblos y por el goce de la libertad para todos los hombres; y después de los tres lustros transcurridos, podemos decir que jamás la codicia normó nuestros actos ni la dádiva del poderoso torció nuestro rumbo» (El subrayado es mío).

La revista nació bajo los mejores auspicios. La idea de su americanismo «de ámbito continental» fue de don Jesús; el título lo sugirió nada menos que nuestro máximo humanista: Alfonso Reyes; la división en cuatro secciones fue ideada por Bernardo Ortiz de Montellano, Eugenio Imaz, Juan Larrea, León Felipe y el futuro director. El formato a que ha sido fiel en cuarenta años, se debe a Juan Larrea. Todos poetas estos fundadores, excepto Eugenio Imaz, que era filósofo. Felizmente para la revista, el director, fino poeta, es, como ya se ha subrayado, hombre práctico y economista de profesión. Desde el primer número hasta la fecha, don Jesús ha desempeñado dos funciones: la dirección y la gerencia. Y este hombre de prodigiosa laboriosidad y no menos prodigiosa vitalidad, armonizando la visión idealista del poeta y la visión práctica del economista, ha asegurado larga y gloriosa vida a Cuadernos Americanos.

Dije más arriba que en 1942 sentí vivísimo deseo de colaborar en la revista. Publicar en el entonces remotísimo México -los aviones tardaban varios días en cruzar el continente- hubiera sido como una evasión del hervidero de pasiones políticas que era entonces el Paraguay. Sin embargo, el artículo sobre Bolívar jamás fue expedido. En el momento de pegar los sellos al sobre, tuve un escrúpulo, una duda. Pasaron varios años de viajes y de estudios universitarios en ciudades extranjeras, hasta que un día de 1954 envié un ensayo a don Jesús. Quise que el ensayo fuera muy «americanista» por su tema y su inspiración. Don Jesús me contestó a vuelta de correo. Publicaría con mucho gusto -me decía- el ensayo sobre el que yo llamaba «el más americano de los filósofos y el más filósofo de los americanos». Desde entonces -han transcurrido 27 años- he mantenido una correspondencia muy activa con el gran hombre grande. No sólo colaboré año tras año en Cuadernos Americanos sino que a pedido de su director participé en homenajes y en celebraciones de aniversarios auspiciados por la revista. Es más: recomendé a varios escritores que se convirtieron en asiduos colaboradores de la revista, como por ejemplo el talentoso pensador español Julián Izquierdo Ortega.

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Si en estos casi treinta años de amistad con don Jesús he observado que los rasgos de su pluma han ido perdiendo su enérgica firmeza, el espíritu y la cortesía del maestro siguen idénticos. La puntualidad del corresponsal sigue también infalible y ejemplar. En febrero de 1980 don Jesús me escribió que entre 1954 -fecha de mi primera colaboración- y la fecha de su carta, dos escritores sudamericanos batían el récord en lo que mira al número de colaboraciones en la revista. Estos dos sudamericanos somos Felipe Cossio del Pomar, peruano, y yo.

Hará unos seis meses que hurgando yo en mi biblioteca encontré el viejo ejemplar de tapa azul y blanca del primer número de Cuadernos Americanos. Dentro había un manuscrito amarillento ya. Era mi artículo sobre Bolívar nunca enviado a don Jesús. Lo leí y no me pareció mal; en rigor tuve la certeza de que me lo hubiera él aceptado. No era inferior, por lo menos, al ensayito de 1954, tan bien acogido por el maestro.

Hoy, al celebrarse el cuadragésimo aniversario de la gran revista, lamento aquel escrúpulo juvenil de 1942. De haber publicado yo aquel artículo en 1942 celebraría yo, personalmente, no sólo el aniversario de Cuadernos Americanos, sino también un aniversario íntimamente mío...

1982



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ArribaAbajoEn el «centenario» de la generación del 80: releyendo Juvenilia

Al celebrarse hoy el «centenario» de la generación argentina del 1880, volvemos la mirada hacia aquel grupo de escritores leídos hace mucho tiempo, entre nuestros primeros autores hispanoamericanos. Prosas amenas de Miguel Cané, Eduardo Wilde, Lucio V. Mansilla, Lucio V. López, Eduardo Cambaceres, Paul Groussac; versos de Rafael Obligado, de Martín Coronado, de Almafuerte, de Calixto Oyuela... ¿Será aquella deliciosa Juvenilia de Miguel Cané tan deliciosa hoy como cuando teníamos la edad de sus colegiales? ¿Justificará hoy este librito clásico de los argentinos su prolongado clasicismo?

En 1968 un crítico -que ha de ser muy de izquierda- publicó en Buenos Aires un estudio sobre Cané. Para este crítico, Juvenilia y los demás libros de Cané no tienen valor estético alguno. Cané, miembro representativo de una clase -la élite dominante de su época- nos ofrece, sí, una visión de la realidad que coincide con la de los hombres del 80. «Una obra de esta naturaleza» -arguye- «tiene un único valor: es testimonio, justamente, de esa particular visión de la realidad; y admite un solo tipo de análisis: el que conduzca a caracterizar esa visión y a encontrar sus determinantes»282.

¿Es éste hoy el único valor de Juvenilia? ¿Se han equivocado todos los que hallaron en Juvenilia, generación tras generación, un librito deleitoso, de interés permanente, cuya lectura suscita la alegría, la compasión, la tristeza, la suave añoranza de tiempos felices y una multitud, en suma, de emociones delicadas?

«Lo he leído yo» -declara Eduardo Wilde en 1884- «alternando   —186→   mis impresiones entre la risa, la tristeza, la suave emoción y la franca alegría»283. Edmundo de Amicis, tras leer Juvenilia, exclama: «Se necesita haber estudiado veinticinco años alrededor de ese tremendo misterio del estilo para gustar, o mejor, para gozar con todo lo que hay de delicado, de exquisito, de señoril, en esas páginas»284.

En septiembre de 1905, ante el sepulcro de Miguel Cané, Enrique Larreta leyó un discurso en que afirmó proféticamente: «Juvenilia hará relucir siempre a los ojos de las más remotas generaciones su rocío de gracia y de frescura, como una rosa perdurable»285.

La profecía de Larreta se ha ido cumpliendo; a las nuevas generaciones, como a la de los coetáneos de Miguel Cané, el libro les parece tan matinal y tan perdurable como a su profeta modernista. El éxito de Juvenilia, en efecto, ha sido y es un éxito tanto de masas como de élites. Las ediciones se agotan en poco tiempo. En mayo de 1960, por ejemplo, la Editorial Universitaria de Buenos Aires imprimió 30.000 ejemplares; antes de un año, en febrero de 1961, la misma editorial hubo de imprimir otra edición, ésta de 25.000 ejemplares.

Volvamos al discurso de Larreta porque la profecía que hay en él no es lo único que nos interesa. Larreta tiene dos afirmaciones que nos es oportuno subrayar. Una se refiere a Miguel Cané; otra, no sólo a Cané sino a sus coetáneos y especialmente a los que fueron sus condiscípulos del Colegio Nacional Central. «Un buen gusto de alma bien nacida le hacía imposible descender a lo mezquino, a lo sórdido». Esta declaración es de interés en lo que mira a la tesis, digamos, de nuestro artículo. «Pertenecía, por cierto,» -agrega Larreta- «a una generación exaltada. Ayer el país era pobre; pero no así el alma de sus hijos, que estaban todavía muy cerca de las épocas heroicas y de los ejemplos abnegados»286.

Como el propósito de este trabajo es sugerir que la gran diversidad   —187→   y, sobre todo, la alta calidad de los sentimientos y emociones que se dramatizan en Juvenilia contribuyen de una manera muy sutil a conferirle su gracia, su frescura, su perdurabilidad, nos importa tener en cuenta quiénes son los sujetos de esos sentimientos y emociones. Aquellos muchachos del Nacional Central se nos aparecen exentos de toda mezquindad y sordidez; y Larreta, de una generación posterior, pero que estaba cerca de ellos y que coexistió con muchos, nos da un testimonio vivencial de la calidad espiritual de Cané y de los personajes de Juvenilia, cercanos todos ellos a su vez, a «las épocas heroicas» y ejemplares por su abnegación.

Leyendo Juvenilia, en efecto, nos deleita el tipo de sensibilidad ejercido por Miguel Cané y sus condiscípulos del Colegio; nos deleita ese modo noblemente espontáneo y profundo con que se iban instalando en la existencia y con que reaccionaban ante personas, cosas y sucesos.

Y si examinamos estas memorias estudiantiles como expresión de ese íntimo modo de enfrentarse con las realidades, el libro se nos aparece como una ideal galería en que se exhibe una muchedumbre de emociones exquisitas, de delicados sentimientos que una sensibilidad superior ha ido dejando a lo largo de sus páginas, como quien cuelga bellísimos cuadros o coloca preciosas estatuas a lo largo de unos muros en un ámbito iluminado de clara y tibia luz.

Esas emociones, esos sentimientos -ternura, piedad, amor, admiración, respeto, melancolía, generosidad, gratitud, humor sin malicia- enriquecen exquisitamente la calidad de los capítulos.

Tratemos de ilustrar con algunos ejemplos lo arriba afirmado.

En la introducción de Juvenilia ya se nos manifiesta lo que llamaremos la «sensibilidad magnánima» de Miguel Cané. En la introducción el autor nos habla desde su actual presente, digamos; esto es, nos cuenta episodios de su vida adulta muy posteriores a sus años de estudiante y nos habla del libro mismo que nos ofrece. ¡Y cuánta sensibilidad en lo que nos dice antes de evocar sus recuerdos de la niñez!

Pensando en los que sobreviven -y sobresalen- en aquel hoy de hace cien años, exclama: «¡Cuántos desaparecidos!». Estos desaparecidos no son tan sólo los condiscípulos fallecidos sino los fracasados, entre los que alude a tres grandes promesas de los días del Colegio. La historia de estos tres amigos de antaño resulta   —188→   tanto más melancólica cuanto que se contrasta con el éxito del narrador mismo, hombre que alcanzó altos honores y gran predicamento en la plenitud de la vida.

Han pasado muchos años desde los días del Colegio. El narrador ahora, el doctor Miguel Cané, es Ministro; es, además, escritor, polemista, profesor, clubman, y se mueve en los más altos círculos sociales y políticos. Un día el Ministro Miguel Cané entra en una oficina subalterna de la Administración Nacional en que trabaja un empleado insignificante. Arropado en levita vieja y raída, el escribiente traza rayas paralelas sobre un pliego de papel. Esta ocupación lo tiene profundamente absorto. Cada vez que termina de trazar una raya, seca la tinta de la regla que utiliza en la manga de la raída levita. El cuadro todo está sobriamente pintado, con un fino humor que neutraliza cualquier peligro de sentimentalismo barato. ¿Quién resulta ser el escribiente de las rayas paralelas? Un antiguo condiscípulo del escritor. «Ese hombre» -recuerda Cané- «allá en los años del Colegio, me había un día asombrado por la precisión y claridad con que expuso, tiza en mano, el binomio de Newton». Su apodo, desde entonces, fue por eso Binomio, Binomio a secas.

Después de trazar varias rayas más, el empleado levanta la cabeza y reconoce a su antiguo compañero: «Se puso en pie, en una actitud indecisa; no sabía la acogida que recibiría de mi parte...». ¡Qué bien revive el escritor la escena! Es la muy común del encuentro de dos amigos largo tiempo separados. Pero es también el encuentro del Fracaso y del Éxito. Vemos al Fracaso en su deshilachada levita; vemos al Éxito, luciendo elegantísimo atuendo a la última moda de la época, alto el cuello almidonado, nítida la camisa, relucientes los zapatos. Los bigotazos del Ministro tienen sus guías firmes y lustrosas de cosmético (Cané no se describe a sí mismo pero él está en la escena estableciendo el contraste que aquí indicamos).

«... Me enterneció y lancé un ¡¡Binomio!! abriendo los brazos, que habría contentado a Orestes en labios de Pílades» (Adviértase de pasada el verbo que utiliza Cané: me enterneció).

El empleadillo entonces se echa confiado en los brazos del Ministro y tras las efusiones de rigor, cuenta la historia de su vida oscura. Sabe él que es el Fracaso hablando con el Éxito. Mas no se siente humillado ni menospreciado en absoluto por el gran señor que lo interroga y escucha con la más cordial camaradería.

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«¡Con qué placer te oigo!» -exclama el pobre diablo- «Y, ¿qué puedo hacer por ti, Binomio?».

La entrevista va a terminar. El Ministro debe irse y el escribiente ha de seguir trazando sus rayas paralelas. Cané pregunta: -Y, ¿qué puedo hacer por ti, Binomio?

Binomio -nos cuenta- «se puso colorado y al fin de mil circunloquios me pidió que tratara de hacer pasar en la Cámara un aumento que iba propuesto; ganaba cuarenta y tres pesos y aspiraba a cincuenta. ¡Pobre Binomio! ¡Cuántos como él, perdidos en el vasto espacio de nuestro país!».

La historia de Binomio está trazada con rapidez, con la mayor economía posible de medios expresivos. Pero, ¡cuánta piedad, cuánta compasión amistosa, cuánta espontánea, calurosa generosidad entran en ella! Parejos sentimientos, en la misma introducción, suscita el recuerdo de Matías Behety y de Broth. ¡Qué entrañable afecto expresa Cané al evocar la vida triste del primero, su talento frustrado, su sórdida bohemia, su miseria final! La extraña obsesión de Broth le inspiraría el cuento «El Canto de la Sirena». Todavía en el momento de evocar la imagen del pobre soñador perdido de vista años atrás, le embarga un profundo sentimiento de admiración y de melancolía.

Cané consagra el capítulo 6 al doctor Eusebio Agüero. El anciano y achacoso Rector sufre de insomnio. Durante las largas noches del claustro, los colegiales, por turnos, deben velar al insomne y leerle vida de santos para hacerle conciliar el sueño. Todos aceptan, de buena voluntad, la penosa tarea: «Jamás se nos pasó por la mente la idea de protestar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con el padre viejo y enfermo».

Como se ve, los sentimientos evocados no son tan sólo de Miguel Cané sino de los demás colegiales. Todo el capítulo 6 se desenvuelve en una suave, tierna atmósfera afectiva. «Más de una noche... me daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: 'Duerme, niño, todavía no es hora...'». En suma, todo aquí es sentimiento delicado, sutil emoción, cariño filial y paternal, respecto, piedad, gratitud.

Acaso el mejor retrato de Juvenilia sea el del gran maestro Amadeo Jacques, ídolo de los colegiales del Nacional Central. Cané consagra al recuerdo del maestro siete capítulos (7-14). En   —190→   ellos la afectividad del evocador tiene mayor vigor que en ningún otro. Jacques inspiraba «veneración profunda», pese a ser hombre colérico y violento. «Adorábamos a Jacques a pesar de su carácter, jamás faltábamos a sus clases, y nuestro orgullo mayor, que ha persistido hasta hoy, es llamarnos sus discípulos» (13).

Las dotes del novelista nunca logrado en Cané se revelan inequívocamente en estas páginas trazadas al correr de la pluma. Honda emoción envuelta en la gracia de un humorismo sin malicia, dan a estos capítulos su peculiar fuerza evocativa. El 12, el que relata la batalla de Jacques y Corrales en clase de geometría, es acaso el más cómico del libro. La comicidad de Juvenilia, dicho sea de paso, tiene el mérito muy especial de expresarse en lenguaje escolar; esto es, utilizando un vocabulario y unos conocimientos históricos o científicos que se suponen recién aprendidos en las aulas:

«Pero Corrales era un simple montonero, un Páez, un Güemes, un Artigas; no había leído a César, ni al gran Federico, ni las memorias de Vauban, ni los apuntes de Napoleón, ni los libros de Jomini. Su arte era instintivo y Jacques tenía la ciencia y el genio de la estrategia...» (12).

El último capítulo sobre Jacques es también el más patético: relata la muerte súbita del maestro, describe el cadáver cuya mano derecha pende del lecho: «Uno por uno, por un movimiento espontáneo, nos fuimos arrodillando y posando en ella los labios, como un adiós supremo a aquél a quien nunca debíamos olvidar».

Aquellos muchachos del Nacional Central, maquinadores de escapadas nocturnas, hábiles hurtadores de sandías vascas, siempre en perpetuo afán de nuevas travesuras, eran, no obstante, como el fino artista que los evoca, unos mocitos sensitivos, capaces de la más entrañada gratitud, de amor, respeto y admiración hacia quienes se mostraban dignos de tales sentimientos.

El capítulo final sobre Jacques se cierra con estas frases reveladoras: «Le llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme su sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarle con el respeto profundo de los grandes cariños».

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Si nos propusiéramos comentar todos los sentimientos y emociones que con mayor eficacia suscitan el clima afectivo de Juvenilia, necesitaríamos muchas más páginas que las de que consta el libro. Pasemos, pues, por alto todos los capítulos que siguen a la historia de Amadeo Jacques hasta el final. Nada digamos ni de los capítulos 35 y 36 que relatan el retorno de Cané a su antiguo colegio, ahora él en carácter de profesor, de examinador, y que nos cuentan la emoción del hombre maduro que en la visita al claustro súbitamente recupera años de su niñez y que al examinar a colegiales tan semejantes a él y a sus condiscípulos de antaño, en lo que mira a los terrores de los examinandos, se complace en sugerir las respuestas en la fraseología de las preguntas.

Para concluir, dejemos bien en claro que los sentimientos y emociones de que están urdidas las páginas de Juvenilia, no explican por sí solos el éxito del libro. Tiene éste mérito y emplea recursos literarios de efecto decisivo que Ricardo Rojas enumera con acierto: «la unidad de ambiente, de argumento y de estilo; la animación de las narraciones, la viveza de los diálogos, el color de los paisajes, la amenidad de (la) prosa...»287, todo esto confiere un carácter novelesco y da valor perdurable a estas memorias. Conviene insistir en que el narrador-protagonista muestra una humanidad tal que arrastra nuestra simpatía. Su libro tiene por esto -guardando las distancias y con las debidas reservas- algo de esa magia deleitosa del Lazarillo de Tormes.

La humanidad del narrador, como íntimamente urdida de esas emociones y sentimientos tantas veces aludidos, jamás peca de sentimentalismo. Esas emociones y esos sentimientos, sí, al expresarse en tantas formas y envueltos en tal sutil humorismo, suscitan el clima de la obra, son su fragancia espiritual, la emanación, en suma, de un jardín afectivo cuya floración hoy ya secular demuestra ser inmarcesible.

(Trabajo leído en la Universidad de Venecia, durante el VIII Congreso de la Asociación internacional de Hispanistas, en agosto de 1980).



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ArribaDos libros de Sergio Pitol288

Un año después de ver la luz los relatos de Los climas, Sergio Pitol, en julio de 1967 publica su autobiografía en la colección de «Nuevos escritores mexicanos presentados por sí mismos», a invitación de Las Empresas Editoriales, de México. Hablemos, primero, de este último volumen, ya que se trata de una consagración del autor de Los climas.

El libro lleva un breve pero enjundioso prólogo de Emmanuel Carballo, crítico que después de su brillante y originalísimo ensayo 19 protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX, una de las obras americanas mejores en su género, figura hoy entre los más sagaces y lúcidos del continente. Carballo comienza el prólogo con datos biográficos del escritor: Sergio Pitol nace en 1933, se da a conocer en la revista Estaciones de Elías Nandino entre 1956 y 1960. Ya antes de esta última fecha, Juan José Arreola lo distingue publicando en 1958, en los Cuadernos del Unicornio, el relato «Victorio Ferri cuenta un cuento». Enseguida reseña toda la labor narrativa de Pitol partiendo de este relato primerizo hasta el más reciente de sus tomos de ficción; esto es, Los climas, haciendo hincapié en los siete cuentos de Tiempo cercado (1959) y en los ocho de Infierno de todos (1965). Subraya Carballo el afán de superación que acucia al joven escritor, afán que más claramente se manifiesta en un repetido volver sobre lo ya hecho para corregir cuanto una exigente autocrítica halla defectuoso, por una parte, y por otra, en un considerarse a sí propio como un principiante cuyos logros de hoy son sólo un esfuerzo hacia una meta distante que espera ser cabalmente satisfactoria: «Para él» -afirma Carballo- «son más importantes los trabajos que está escribiendo o aún no termina de planear, que los cuentos que ya ha   —193→   dado a conocer» (Pág. 11). Y anota que de los ocho relatos del citado Infierno de todos, cuatro son refundiciones muy trabajadas, testimonio este elocuente de una insatisfacción empeñosa y alerta. «Muchas soluciones tanto artísticas como vitales» -dice Pitol de sí mismo y de los miembros de su promoción- «ya no nos convencen. Creemos firmemente en el rigor literario y abominamos la creación artística de las soluciones fáciles» (Pág. 6).

En su autopresentación, Pitol se atiene al relato de experiencias vitales íntimamente relacionadas con el descubrimiento de su vocación artística y el desarrollo de su oficio de escritor. Nacido cerca de Huatusco, Estado de Veracruz, Córdoba es la ciudad en que vive los años decisivos. Allí, mientras cursa sus estudios secundarios, tiene acceso a la biblioteca de Jorge Cuesta. Allí lee por primera vez a Alfonso Reyes, a Cocteau, O'Neill, Pirandello, Cervantes, Tolstoi, Neruda. Hacia 1950 se traslada a la ciudad de México para estudiar jurisprudencia. Los cursos de derecho no le entusiasman, salvo los de Manuel Pedroso. La teoría general del estado y la filosofía del derecho le apasionan porque Pedroso es un maestro original e inspirado, cuya enseñanza trasciende289 el contenido de los programas. Bajo su tutela intelectual, Pitol se esfuerza entonces en ponerse al día en lo que mira a los autores cuya fama domina el panorama mundial de las letras: Proust, Joyce, Gide, Mann, Kafka, Sartre. Y Borges.

En 1959 da a luz su primer libro de cuentos, Tiempo cercado, que no tiene éxito. Tres años después inicia sus viajes por Europa y Asia. Incansablemente, en hoteles de Berlín, de Viena, Praga, Budapest, Varsovia y aun en el Yoi Ping-yuan de Pekín, reescribe viejos cuentos y compone algunos nuevos. En esta última ciudad sufre una penosa desilusión con respecto al régimen allí imperante. La narra, en forma parecida a un cuento, entre las páginas 51-56. Había esperado él hallar un ambiente intelectual propicio y se encuentra aislado y casi prisionero en un edificio inmenso, lleno de gente desconfiada, sectaria y fanática: es el Yoi Ping-yuan, cuyo nombre en chino, irónicamente, significa «Casa de la Amistad». Pero la experiencia de Pekín le va a ser útil, acaso más que la de ciudades europeas. En Pekín rectifica su visión de la sociedad, su teoría del estado, y halla tema para uno de los cuentos cosmopolitas que integran Los climas: «Los nombres no olvidados».

Aunque para Emmanuel Carballo el libro recién citado cierra   —194→   el ciclo de aprendizaje de Sergio Pitol, nuestro autor no lo cree así en su autopresentación. Ni con Los climas, ni con un volumen que está ahora preparando se ha cerrado ni se cerrará ese ciclo, nos dice. «Pero» -agrega- «posiblemente sí [con] los que vendrán dentro de algunos años...» (pág. 28).

Tocante a lo que otros piensan de su obra, nos dice en síntesis: «Algunas personas me han señalado que mis cuentos son demasiado secos, librescos, textos derivados de otros libros. Reconozco como todo el que escribe las influencias estilísticas y aun las de concepción de mundos literarios. Indudablemente que la lectura de Faulkner me soltó la mano en mis primeras narraciones, que la de Carpentier me descubrió la posibilidad de lograr ciertos ritmos en la prosa y la de Beckett me ayudó a ordenar ciertas vivencias; pero no imaginé tramas que pudieran mecánicamente acoplarse a los modelos propuestos por Beckett, Faulkner, Carpentier ni ningún otro escritor» (Págs. 57-58).

La influencia más fácilmente perceptible en Pitol, es, a nuestro juicio, la de Carpentier. Estilísticamente, en efecto, Carpentier es el maestro del autor de Los climas: el mismo tempo lento, el lenguaje intelectualizado, la nominación precisa. Entusiasmado por El acoso, el mismo Pitol nos cuenta que pensó iniciar sus colaboraciones en Estaciones con un artículo sobre esa famosa novela cubana. Y, en El infierno de todos, hay un relato sin duda suscitado por la obra de Carpentier. Se titula «Tiempo cercado» (relato que había dado a su vez título al primer volumen de Pitol); pues bien: este relato consiste en un «acoso» de que se ven víctimas dos emigrados cubanos en México, en tiempos de la dictadura de Machado.

En Los climas se advierte también -bien asimilada- la influencia estilística de Alejo Carpentier. Lo constituyen siete cuentos así titulados por tener por escenarios ciudades de tres continentes. El primero de ellos, «La noche», acaso sea el más logrado, el de trama más cabalmente inventada: un abogado mexicano celebra con su esposa y un grupo de allegados los trece años transcurridos desde sus bodas. De súbito descubre, entre la concurrencia que llena el restaurante de lujo en que está, a una amante de su juventud. Comprende, en ese instante, que sus trece años de matrimonio han sido una falsificación de su vida; que esa mujer, a quien ha perdido hace mucho tiempo, es el único ser junto al cual el suyo hubiera realizado una existencia plena y auténtica. Con disimulada   —195→   emoción llega hasta la antigua amante, la invita a bailar y acuerda una cita con ella. Tras varias entrevistas, deciden ambos pasar juntos una noche en Cuernavaca. Esa noche es un absoluto fracaso. A la madrugada, el protagonista abandona a su amante en el hotel de Cuernavaca y regresa a México. Huye porque esa mujer le parece «una estatua fría y a la vez repelentemente lúbrica» que le inspira una irrefragable repulsión.

Pitol narra su historia con maestría. Su héroe es un símbolo bien logrado del hombre de nuestro tiempo, insatisfecho, angustiado y desilusionado. En efecto, su protagonista es uno de los tantos personajes en que encarna «una curiosa forma de enajenación» -apunta Emmanuel Carballo-; «aquella» -agrega- «que supedita el hoy y aquí al ayer y allá o al quién-sabe-dónde pero mañana». Dicho de otro modo, los héroes de Pitol ven el presente siempre como un fracaso. Obsediados por el pasado o por el ideal de un futuro feliz que nunca llega, el presente jamás significa la recuperación de un paraíso añorado ni el logro de un sueño largamente soñado. El presente no llega a ser por eso, jamás, un futuro que ahora llega a realizarse.

El segundo relato, «Hora de Nápoles», no es en rigor un relato sino la presentación de una escena de despedida en Nápoles: el adiós de los que parten en un barco y el de los que quedan en el puerto. Nada más. «Hacia Varsovia», por otra parte, la narración favorita del autor según confesión propia, nos parece inferior a «La noche», no por su oscuridad, que es sin duda deliberada, sino por una suerte de aparatosidad, digamos, no justificada por una trama y un desenlace interesantes.

Mayor interés hay en el cuarto relato, «Los nombres olvidados», historia de un prisionero norteamericano radicado en Pekín, el cual, al firmarse la paz en Corea, se negó a ser repatriado.

Del lenguaje de Pitol ha dicho José Emilio Pacheco que es poco apto para la narración. Este aserto no nos parece exacto. El lenguaje de Pitol es espléndido, y no hay que ver en él la razón de ninguna falla en la ficción de nuestro autor. Acaso acontezca lo contrario de lo que asevera Pacheco, a saber: en la obra que Pitol ha realizado hasta la fecha, y que él mismo considera ser aprendizaje, esto es, ejercicio que le ha de llevara la plenitud literaria, al escritor más le preocupa el estilo que la invención. De aquí que nos ofrezca un lenguaje muy hábilmente trabajado de una parte, y unas tramas desvaídas, en varios casos, por otra; lo   —196→   cual hace pensar en falta de adecuación de lo uno para lo otro.

El autor de «La noche», no obstante, prueba con este relato ser no sólo un estilista de insólitos méritos sino un narrador resuelto a conquistar, esforzadamente, los triunfos más arduos de su arte.

1969







 
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