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La infanta que llegó a reinar, Isabel de Trastámara

M.ª Isabel del Val Valdivieso


Universidad de Valladolid



Cuando en diciembre de 1474 muere Enrique IV, Isabel estaba sola en Segovia rodeada de un pequeño grupo de fieles. Fernando se encontraba en Aragón, ocupado en los asuntos de ese reino. La rápida y decidida actuación de la princesa en esa circunstancia ha sido puesta de manifiesto en cuantas ocasiones se ha tratado el tema, pero no por ello deja de llamar la atención. Fue un auténtico golpe de mano que le permitió ser reina efectiva de Castilla. Es cierto que para poder afirmar esto con total exactitud habría que esperar hasta septiembre de 1479, fecha en la que se firmó la paz con Portugal, pero también lo es que la firmeza de los pasos dados en aquel momento le garantizaron tener un protagonismo indiscutible en el gobierno de su reino, aunque no pudo evitar compartirlo con su marido.

La joven Isabel se había propuesto llegar a una meta, reinar en Castilla, y supo alcanzarla. No olvidó después las dificultades que tuvo que salvar para lograrlo; seguramente por eso, y por las preocupaciones dinásticas que le atormentaron en sus últimos años de vida, intentó evitar problemas a su hija y heredera1, tanto los que podían derivarse de su propio carácter y preparación, como los provocados por la evidente y manifiesta ambición de su marido Felipe de Austria, y por el deseo de poder de su padre el rey Fernando. Eso explica que en el testamento la reina insista en quién es su verdadera heredera, y en dejar el gobierno de Castilla en buenas manos (en caso de necesidad declara gobernador a Fernando, en quien tanto confiaba), recordando a sus súbditos la obligación de obedecer su decisión en este punto, en función del juramento que le prestaron a raíz de su proclamación en Segovia en diciembre de 1474:

Otrosi, conformándome con lo que devo e soy obligada de derecho, ordeno e establezco e ynstituyo por mi universal heredera de todos mis regnos e señorios, e de todos mis bienes rayzes después de mis dias, a la illustrissima prinçesa doña Juana, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña, mi muy cara e muy amada hija primogénita, heredera e sucessora legítima de los dichos mis regnos e tierras e señoríos, la qual luego que Dios me llevare se yntitule reyna. E mando a todos los prelados, duques, marqueses, condes, ricos homes, priores de las Órdenes, comendadores, subcomendadores e alcaydes de los castillos e casas fuertes e llanas, e a los mis adelantados e merinos e a todos los concejos, alcaldes, alguaziles, regidores, veyntiquatros, cavalleros, jurados, escuderos, ofiçiales e omes buenos de todas las çibdades e villas e lugares de los dichos mys reynos e tierras e señorios, e a todos los otros mis vasallos e subditos e naturales de qualquier estado e condiçion e preheminençia e dignidad que sean, e a cada uno e qualquier d'ellos, por la fidelidad e lealtad e reverençia e obediencia e subjeçion e vasallaje que me deven e a que me son ascritos e obligados como a su reyna e señora natural, e so virtud de los juramentos, e fidelidades e pleitos e omenajes que me fezieron al tiempo que yo suçedí en los dichos mis regnos e señorios, que cada e quando plugiere a Dios de me llevar d'esta presente vida, los que allí se hallaren presentes luego, e los absentes dentro del término que las leyes d'estos mis reynos disponen en tal caso, ayan e reçiban e tengan a la dicha prinçesa doña Juana, mi hija, por reyna verdadera e señora natural propietaria de los dichos mis reynos e tierras e señorios, e alçen pendones por ella faziendo la solennidad que en tal caso se requiere e debe e acostunbra fazer, e asi le nonbren e yntitulen ende en adelante, e le den e presten e exhiban, e fagan dar e prestar e exhibir toda la fidelidad e lealtad e obediençia e reverençia e subgeçion e vasallaje que como sus súbditos e naturales vasallos le deven e son obligados a le dar a prestar, e al illustrisimo prínçipe don Filipo, mi muy caro e muy amado hijo, como a su marido. E quiero e mando que todos los alcaydes de los alcáçares e fortalezas, e tenientes de qualesquier çibdades e villas e lugares de los dichos mis regnos e señorios fagan luego juramento e pleito omenaje en forma, segund costunbre e fuero d'España por ellas a la dicha prinçesa, mi hija, e de las tener e guardar con toda fidelidad e lealtad para su serviçio e para la Corona Real de los dichos mis reynos, durante el tiempo que ge las ella manda retener. Lo qual todo que dicho es, e cada cosa e parte d'ello, mando que así fagan e cunplan realmente e con efecto todos los suso dichos prelados e grandes e çibdades e villas e lugares e alcaydes e tenientes e todos los otros suso dicho mis súbditos e naturales, sin embargo ni dilaçión ni contrario alguno que sea o ser pueda, so aquellas penas e casos en que yncurren e caen los vasallos e súbditos que son rebeldes e ynobedientes a su reyna e prinçesa e señora natural, e le deniegan el señorío e subgeçión e vasallaje e obediençia que naturalmente le deven e son obligados a le dar e prestar.(...)

Otrosí por quanto puede acaesçer que al tiempo que nuestro Señor d'esta vida presente me llevare, la dicha Prinçesa mi hija no esté en estos mis reynos, o después que a ellos veniere en algund tiempo aya de yr e estar fuera d'ellos; e para quando lo tal acaesçiere es razón que se de orden para que aya de quedar e quede la governaçión d'ellos de manera que sean bien regidos e governados en paz, e la justiçia administrada como debe; e los procuradores de los dichos mis reynos en las Cortes de Toledo del año de quinientos e dos, que despues se continuaron e acabaron en las villas de Madrid e Alcalá de Henares el año de quinientos e tres, por su petiçión me suplicaron e pedieron por merçed que mandase proveer çerca d'ello (...) lo qual yo después ove hablado a algunos prelados e grandes de mis reynos e señoríos, e todos fueron conformes, e les paresçió que en qualquier de los dichos casos el rey mi señor devia regir e administrar los dichos mis reynos e señoríos por la dicha prinçesa mi hija. Por ende, queriendo remediar e proveer como devo e soy obligada para quando los dichos casos o alguno d'ellos acaesçieren, e evitar las diferençias e disensiones que se podrían seguir entre mis súbditos e naturales de los dichos reynos, e quanto en mi es proveer a la paz e sosiego e buena governaçión e administraçión de la justiçia d'ellos; acatando la grandeza e exçelente nobleza e exclareçidas virtudes del rey mi señor, e la mucha esperiençia que en la governaçión d'ellos ha tenido e tiene, e quanto es serviçio de Dios e utilidad e bien común d'ellos, que en qualquier de los dichos casos sean por su señoría regidos e governados, ordeno e mando que cada e quando la dicha prinçesa mi hija no estoviere en estos dichos mis reynos, o después que a ellos veniere en algund tiempo aya de yr e estar fuera d'ellos, o estando en ellos no quisiere o no pudiere [este "no pudiere" va inserto entre líneas] entender en la governaçión d'ellos, que en qualquier de los dichos casos el rey mi señor rija, administre e govierne los dichos mis reynos e señorios, e tenga la governaçión e administraçión d'ellos por la dicha prinçesa, segund dicho es, fasta en tanto que el ynfante don Carlos, mi nieto, hijo primogénito heredero de los dichos príncipe e prinçesa sea de hedad legítima, a lo menos veynte años cunplidos, para les regir e governar (...)2.



Aunque era la heredera indiscutible de Castilla, Juana no representará el papel de reina que tenía asignado; de alguna manera es el reverso de lo sucedido con su madre, que no estando destinada en principio a reinar, logró ceñir la corona y llevar las riendas del gobierno.

Cuando nació en Madrigal de las Altas Torres en abril de 1451, Isabel era la primogénita del segundo matrimonio de Juan II de Castilla, pero éste ya contaba con un heredero varón nacido de su primera mujer, el futuro Enrique IV; además, dos años después, el rey de Castilla tiene el que será su último hijo, Alfonso. De esta forma la niña ocupa el tercer lugar en la línea sucesoria de su progenitor cuando éste muere en 1454, por delante están sus dos hermanos y los hijos que éstos puedan tener.

Al quedar huérfana de padre, Isabel permanece en la casa de su madre, la reina viuda Isabel de Portugal, instalada en Arévalo. Aquí recibe su primera educación, rodeada de algunos varones que han adquirido experiencia política con Álvaro de Luna, y, sobre todo, de mujeres que destacan, como su madre, por una profunda piedad. Ambos aspectos, el político y el religioso, van a marcar su carácter. En cuanto al segundo, la religiosidad de que hará gala la futura reina a lo largo de toda su vida queda fuera de toda duda y se refleja en algunos comportamientos concretos, como la posesión de reliquias, o la defensa de la dignidad y libertad de los cristianos, sea cual sea su origen. Sirvan de muestra dos documentos: en primer lugar unas líneas de su testamento, en las que ordena que se de al monasterio de Sanct Antonio de la çibdad de Segovia la reliquia que yo tengo de la saya de nuestro Señor. E que todas las otras reliquias mias se den a la iglesia Cathedral de la çibdad de Granada; el segundo, fechado el 5 de julio de 1484, contiene la afirmación de la libertad de un cristiano canario:

Por cuanto por parte de vos, Juan de Tenri, me fue fecha relaçión: que puede aver tres años poco más o menos que vos de vuestra voluntad vos tornaste christiano, que vos venistes en estos mis reynos, por lo qual soys horro de toda cabtividad; e que del dicho tiempo a esta parte Pedro de Vera, veçino de la villa de Arcos, vos ha tenido por fuerça por esclavo, e me suplicastes e pedistes por merçed, de manera que tal agravio que vos fue fecho se vos desfiziese, e vos pudiésedes libremente andar como horro por estos mis reynos, syn que ninguno fuese osado a vos tomar ni tener por esclavo, e que vos mandase dar mi carta, e vos proveyese como la mi merçed fuese. E yo tóvelo por bien, e mandé dar esta carta en la dicha rasón: por la qual o por su traslado sygnado de escrivano público, syn perjuiçio de terçero, mando (...) que vos non tomen nin sean osados de vos tomar nin tener por esclavo nin por cabtivo; ca yo por esta mi carta, o por el dicho su traslado sygnado como dicho es, syn perjuiçio de terçero, vos doy liçençia e facultad para que como persona horra vos podades yr a morar en qualesquier çibdades e villas e logares de los dichos mis reynos que quisyéredes e por bien toviéredes; e vos tomo e resçibo so mi guarda e amparo e defendimiento real, e vos aseguro de todas e qualesquier personas de los dichos mis reynos (...) yo la Reyna (...)3.



Durante su estancia en Arévalo, la futura reina debió de adquirir también una cierta «humildad cristiana», que se manifestaría más tarde ante la presión de sus confesores, en especial de fray Hernando de Talavera. Isabel nunca olvidó que la dignidad de su personalidad regia exigía del lujo y la magnificencia cuando se mostraba en público, como forma de poner de manifiesto su poder y el de su reino; pero paralelamente procuraba cumplir con aquello que su religión, según la interpretación de quienes estaban más cerca de ella, exigía, actitud en la que muy probablemente influyó su primera formación cristiana al lado de su madre y su abuela, y de los franciscanos de la villa de Arévalo4. Encontramos un buen ejemplo en la carta que escribió a Talavera en 1493:

Muy reverendo y devoto padre. Tales son vuestras cartas ques osadia responder a ellas, porque ni basto ni se leerlas como es razón; mas se cierto que me dan la vida y que no puedo dezir ni encarezer, como muchas vezes digo, quanto me aprovechan (...) Y esto os ruego yo mucho, que no os escuseys de escrebir vuestro parecer en todo, en tanto que nos veemos, ni os escuseys con que no estays en las cosas y que estays ausente, porque bien se yo que ausente será mejor el consejo que de otro presente. Y no hubo nadie, presentes ni ausentes, que asi como vos en ausencia supiese sentir y loar la paz por tantas y tales razones, ni así dezir ni enseñar las gracias que abíamos de hazer a Dios por ella, y las otras mercedes recibidas -qual plega a Dios por su bondad que hagamos y vos podeys mucho ayudar de allá con esto que digo, en tanto que no quereys ayudar acá-; ni quien asi tan bien reprehendiese de lo que se debía reprehender de la demasía de las fiestas, ques todo lo mejor dicho del mundo, y muy conforme mi voluntad con ello; ni quien en todo lo otro así ablase ni aconsejase como vos en vuestras cartas (...). Mas porque me parece que dijeron más de lo que fue, diré lo que pasó, para saber en que hubo yerro, porque dezís que danzó quien no debía; pienso si dijeron allá que danzé yo, y no fue, ni pasó por pensamiento, ni puede ser cosa más olvidada de mi. Los trajes nuebos no hubo ni en mi ni en mis damas, ni aún vestidos nuebos, que todo lo que yo allí vestí había vestido desde que estamos en Aragón, y aquello mesmo me abían visto los otros franceses, solo un bestido hize de seda y con tres marcos de oro, el más llano que pude; esta fue toda mi fiesta de las fiestas. El llevar las damas de rienda, hasta que vi vuestra carta nunca supe quien las llebó, ni agora se, sino quien se azerto por ay, como suelen cada vez que salen. El cenar los franceses a las mesas es cosa muy usada, y que ellos muy de continuo usan -que no llevaran de acá ejemplo dello-, y que cada vez que los principales comen con los reyes, comen los otros en las mesas de la sala de damas y caballeros, que así son siempre, que allí nunca son damas solas. Y esto se hizo con los borgoñones quando el bastardo, y con los ingleses y portugueses, y antes siempre en semejantes convites; que no sea más por mal y con mal respecto que de ellos que vos combidais a vuestra mesa. Digo os esto porque no se hizo cosa nueva, ni en que pensásemos que abía hierro, y para saber si lo ay aunque sea tan usado; que si ello es malo, el uso no lo hará bueno, y será mejor desusarlo quando tal caso viniese, y por esto lo pescudo (pregunto). Los vestidos de los hombres que fueron muy costosos, no lo mandé, mas estorbélo quanto pude y amonesté que no se hiciese. De los toros sentí lo que vos dezís, aunque no alcanzé tanto; mas luego allí propuse con toda determinazión de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran; y no digo defenderlos (prohibirlos) porque esto era para mi a solas. Todo esto he dicho porque sabiendo vos la verdad de lo que pasó, podays determinar lo que es malo, para que se deje si en otras fiestas nos vemos; que mi voluntad no solamente está cansada en las demasías, más en todas fiestas por muy justas que ellas sean (...). Empezé y acabo esta carta con tanto desasosiego -digo- porque estando escrebiéndome llegan con tantas ablas y demandas, que apenas se qué digo, y nunca la acabara, sino questube en la cama oy todo el dia, aunque estoy sana, sólo porque me dejasen, y aún ahora no me dejan (...). Acabo por no cansaros que aún yo no cansaba, más ruego os questa mi carta e todas las otras que os e escripto, o las quemeys o las tengays en un cofre debajo de vuestra llave, que persona nunca las vea, para volvérmelas a mi quando pluguiere a Dios que os vea; y encomiéndome en vuestras oraciones. De mi mano en Zaragoza a quatro de deziembre, y de camino para Castilla, que ya no ay placiendo a Dios por qué detenernos, que las Cortes de aquí a ocho dias tienen de plazo, y mejor venía que no se acabasen, porque no se quitase la hermandad con que se haze justicia, y sin ella nunca se haze aquí. Yo la Reyna. Ruego os que a todo esto me respondays luego5.



Junto a esto, la influencia que pudieron tener sobre su primera educación algunos jóvenes que se habían formado cerca del condestable Don Álvaro, así como lo que pudo aprender más tarde en la corte de Enrique IV y Juana de Portugal, le proporcionaron enseñanzas y modales políticos, que le serían de gran utilidad cuando, a partir de los diecisiete años tuvo que comenzar a tomar decisiones de gran trascendencia para su futuro.

Como es sabido, el destino cambia para ella a raíz de la muerte de su hermano Alfonso6. Es cierto que el primer paso en la nueva dirección lo dará la propia infanta cuando, en 1467, en lugar de huir con la reina a refugiarse en el alcázar de Segovia, decida unirse a los rebeldes que dos años antes habían proclamado rey a su hermano menor, y que en ese momento entraban en la ciudad del acueducto. Pero realmente cuando se abre en el horizonte la posibilidad de que sea reina es en julio de 1468. En esa fecha7 se encuentra entre dos corrientes contrapuestas. Por un lado está el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, que pretende mantener la rebeldía contra el rey y que Isabel se proclame reina; enfrente, Juan Pacheco aboga por la amistad con Enrique IV. De momento la infanta opta por lo que este último representa, aunque, como se verá enseguida, de quien verdaderamente se fía es del primero.

En el verano de 1468 Isabel muestra una voluntad inquebrantable respecto a dos cuestiones: su reconocimiento como heredera del trono y la necesidad de pactar con su hermano mayor. Ambos deseos se cumplen. La materialización de ambas cuestiones tuvo lugar en un acto solemne celebrado en Guisando, donde se hace público el acuerdo que ambos bandos han aceptado. En el documento que lo recoge, además de lograr el principado, que sin duda es el punto más importante y de mayor trascendencia, Isabel recibe de su hermano, para su mantenimiento, una serie de lugares y rentas: el principado de Asturias8, Ávila, Huete, Úbeda, Alcaraz, Molina, Medina del Campo9 y Escalona; 870.000 maravedís (situados en Soria, San Vicente de la Barquera, el servicio y montazgo de Casarrubios y Allende Ebro). Sin duda se trata de un asunto relevante, pero también lo es el papel que en ese documento se reconoce a Isabel en la política dinástica, lo que debe de responder a la perspicacia política de la joven y sus consejeros del momento: se acuerda que la reina Juana sea devuelta a Portugal, pero que la niña Juana quede en Castilla; lo que se decida sobre el futuro de ésta deberá contar con la voluntad favorable de la nueva princesa, y también con la del arzobispo de Sevilla, el maestre de Santiago y el conde de Plasencia.

La concordia que firman el rey y su hermana el 18 de septiembre de 1468 pone fin al enfrentamiento en Castilla, dota al reino de una nueva heredera, y se ocupa de otras cuestiones de gran importancia desde el punto dinástico, pero además pone de manifiesto quién lleva las riendas políticas en Castilla. Leyendo el texto llama la atención el poder que indirectamente se reconoce a tres grandes nobles del reino, que aparecen como las personas más influyentes y con mayor capacidad de intervención. Se trata del arzobispo de Sevilla Alfonso de Fonseca, el maestre de Santiago Juan Pacheco, y el conde de Plasencia Álvaro de Estúñiga. En realidad, si dejamos de lado a Isabel, son los grandes beneficiarios del pacto al que han llegado los dos bandos castellanos, de manera que no es extraño que su situación de influencia y privilegio quede claramente de manifiesto, y reafirmada, en el documento de Guisando, donde aparecen en relación con todos los asuntos importantes.

En primer lugar Isabel no sólo acepta unirse a su hermano el rey, sino también a los tres personajes mencionados, junto a los cuales permanecerá (se entiende, en la corte regia y bajo la voluntad de esos nobles) hasta que contraiga matrimonio, momento en el que lógicamente pasaría a «depender» de su marido. Precisamente en relación con el matrimonio de la nueva princesa, los tres adquieren gran protagonismo, puesto que habrá de celebrarse con el acuerdo del rey y su hermana, pero también con el acuerdo y consejo del arzobispo, maestre y conde.

Esas son las más claras manifestaciones de la posición de poder que Fonseca, Pacheco y Estúñiga tenían por entonces en Castilla, dominando incluso la voluntad regia, dado que era necesaria su intervención y acuerdo para tomar las más importantes decisiones; pero no son las únicas muestras de su posición. El documento expresa que se confía en ellos para determinar las donaciones que han de hacerse a Isabel en caso de que no pueda conseguir la villa de Escalona, habiéndose de elegir entonces entre Olmedo, Tordesillas o Ciudad Real; en relación con la obligada salida de Castilla de la reina Juana, si alguien lo contradijera se dice que el rey con mano armada aya de proçeder e proçeda luego contra las personas e bienes dellos segund que por los dichos arçobispo e maestre e conde fuere acordado; también intervendrán, pues debe contarse con su consentimiento, en la decisión que se tome respecto a la niña Juana, que no podrá irse con su madre a Portugal; arzobispo y conde se quedarán con la fortaleza de Madrid y el tesoro que guarda, en prenda de la salida de la reina de Castilla, de manera que si esta no se produjera en el plazo de un año habrán de entregársela a Isabel (Pacheco es apartado de este asunto seguramente para evitar recelos en la corte); los tres quedan como garantes de que el rey y la princesa cumplirán lo prometido en el acuerdo; y por último Enrique e Isabel se comprometen a guardar las vidas, personas, casas e estados, dignidades e bienes de los dichos arçobispo e maestre e conde, quienes, a su vez prometen al rey y su heredera servirles y seguirles bien e leal e verdaderamente.

Sin duda Isabel sabía que debía aceptar todo eso para verse reconocida princesa, pero también parece indudable que lo acepta con la firme determinación de no dejarse someter a la voluntad, ni del rey, ni esos tres grandes nobles. Su confianza sigue depositada en Carrillo, de cuyo criterio se va a servir en los meses siguientes, en los que tomará una de las decisiones más importantes de su carrera, casarse con Fernando de Aragón.

Ese matrimonio, como es sabido, responde a la necesidad isabelina de afianzar su causa y evitar un posible problema dinástico en el futuro. Consigue ambos objetivos, pero una vez que la boda se ha celebrado en octubre de 1469 en Valladolid, aparecen frente a ella nuevas dificultades, dado que Enrique IV no acepta el matrimonio realizado por su hermana, y se siente con las manos libres para declarar anulado, por incumplimiento por parte de Isabel, lo pactado en 1468; no hay que olvidar que uno de los compromisos adquiridos por Isabel en aquella ocasión fue el de casarse contando con el beneplácito de su hermano y el consejo y acuerdo de Pacheco, Fonseca y Estúñiga.

La boda no contó con la voluntad del rey, de manera que éste, apoyado por algunos grandes, intenta aprovechar la circunstancia para rehabilitar a su hija restituyéndola el título de princesa que perdiera en Guisando. La representación pública de esta decisión tuvo lugar en Valdelozoya en octubre de 1470. Allí, además de declarar, junto a la reina Juana, que la niña es hija suya, Enrique la vuelve a proclamar heredera y ordena a los nobles que están con él que la reconozcan como tal, según lo hicieran ya años atrás, pocos meses después de su nacimiento. En esta ocasión son bastantes los personajes mencionados, contándose entre ellos los más destacados miembros de la casa de Mendoza, pero a quienes se nombra en primer lugar, poniendo así de manifiesto la confianza real en ellos, y la posición destacada que ocupan en el reino y sobre la voluntad del rey, son los tres que ya vimos en Guisando, Juan Pacheco, Alonso de Fonseca y Álvaro de Estúñiga (éste, como en 1468, aparece citado en tercer lugar, pero el orden de los otros dos ha variado, ahora el primero es el maestre en vez del arzobispo, lo que pone de manifiesto de forma muy gráfica la realidad, es Pacheco quien está más cerca y más influye en la voluntad del rey); en el documento que recoge el nuevo juramento de los nobles a Juana los tres aparecen en el encabezamiento guardando ese orden10.

Vuelve a surgir así en Castilla un clima de profunda división política. En general el reino desea el restablecimiento de la paz, pero esa meta parece difícil de alcanzar, debido al conflicto sucesorio que está planteado. Uno y otro bando han de jugar sus cartas, y así lo hacen. La victoria final se inclinará del lado de Isabel, que cuando muere su hermano en Madrid, en diciembre de 1474, ha logrado ya poner de su lado a la mayor parte del reino.

Desde octubre de 1470 a diciembre de 1474 se fue caminando en esa dirección. Los hitos más relevantes son la concesión de la bula de dispensa del matrimonio de los príncipes, concedida por Sixto IV en diciembre de 1471; la legación del cardenal Rodrigo de Borja (futuro papa Alejandro VI), que supuso el primer paso hacia el acercamiento definitivo de los Mendoza a la causa de Isabel; y la entrada de la princesa en Segovia el 29 de diciembre de 1473, momento en el que se produce su reconciliación con Enrique.

Isabel y Fernando de Aragón eran parientes próximos, de manera que necesitaban una bula de dispensa para que su matrimonio fuera canónicamente legítimo. Fue imposible conseguirla en 1469, debido a que el pontificado se inclinaba hacia la causa del rey. Por eso en la boda que se celebró en Valladolid, en la casa de Juan Vivero, se empleó una bula falsa, probablemente urdida por Carrillo y el entonces legado pontificio, Antonio Jacobo Veneris11. La pareja hubo de esperar hasta la llegada al solio pontificio de Sixto IV para poder regularizar su situación y la de su hija primogénita, Isabel, que había nacido en Dueñas en 1470.

El asunto de los Mendoza era de capital importancia, dado que se trata del más relevante linaje nobiliario castellano, defensor de la legitimidad dinástica y del ejercicio del poder regio con una moderada intervención nobiliar. Tenerlos a favor era una auténtica garantía de éxito. Por eso fue tan crucial la entrevista que tuvieron en Valencia el príncipe Fernando y Pedro González de Mendoza, cuando ambos fueron a recibir al legado pontificio Rodrigo de Borja. Éste trabajó por la pacificación de Castilla basada en el triunfo de la causa isabelina, y en esa tarea, además de otras gestiones, tuvo gran resonancia las encaminadas a la concesión del capelo cardenalicio a Pedro González, asunto en el que intervinieron Fernando (se lo había prometido en la entrevista de Valencia), Juan II de Aragón y el propio Borja.

El tercer paso importante fue la reconciliación del rey con su hermana. Desde el primer momento, la princesa buscó por todos los medios volver a la amistad con el rey; antes de la boda, intentó que aceptara su decisión; consumada la unión volvió a dirigirse al monarca con la esperanza de que ante los hechos consumados le daría su beneplácito; después de Valdelozoya siguió buscando la fórmula para volver al lado del rey. Por fin, al final de 1473 va a conseguirlo, favorecida por los buenos servicios que le presta en ese momento Andrés de Cabrera, mayordomo real, que se ha vuelto hacia su causa, quizá empujado por su mujer, Beatriz de Bobadilla, antigua amiga de la infancia de Isabel; ésta hará después a ambos marqueses de Moya12.

Cabrera y su mujer facilitan las cosas, contribuyendo en la tarea de convencer al rey de la oportunidad de reconciliarse con su hermana. Ante sus requerimientos Enrique acepta entrevistarse con Isabel, quien con este motivo se traslada a Segovia, donde reside el monarca. El clima que se creó entre ellos fue muy cordial. Se entrevistaron varias veces, comieron juntos, celebraron fiestas, e incluso pasearon en amable compañía por la ciudad. Para afianzar más la nueva amistad, y viendo que el ambiente era favorable, Isabel llamó a su marido para que acudiera a verse con el rey. Todo discurrió en armonía y con cordialidad, sin embargo la voluntad de Enrique IV respecto a su sucesión se mantuvo inquebrantable, de manera que se negó a aceptar de nuevo a su hermana como princesa, o al menos no hizo ninguna declaración al respecto, ni en esta ocasión, ni en los meses siguientes.

Pero la princesa aprovecha la oportunidad que le brinda esa nueva amistad con su hermano. Tras las vistas, permanece en Segovia, y consigue convertir esa reconciliación en uno de los puntos principales de la afirmación definitiva de su causa. Desde esa ciudad Isabel sigue los acontecimientos políticos de 1474. Primero la entrevista de Fernando con el marqués de Santillana, que sellaba el apoyo de los Mendoza. Después los planes de celebrar una reunión de compromisarios en Cuéllar, a la que asistirían representantes de ambos bandos, para buscar una solución pactada a la crisis sucesoria; reunión que no llega a celebrarse. Más tarde el éxito militar de Fernando, que se apodera de la importante fortaleza de Tordesillas.

En el mes de julio Fernando se despide de su mujer, puesto que le reclaman los asuntos del reino aragonés. La princesa se queda en la ciudad del acueducto, donde está cuando el 11 de diciembre muere el rey. Tras conocer la noticia, Isabel mostró profunda tristeza. Inmediatamente ordena que se celebren honras fúnebres por el recién fallecido monarca. La ceremonia, a la que la princesa acudió vestida de luto, tuvo lugar probablemente el 12 de diciembre en la iglesia de San Miguel de Segovia. Después de esto, el día 13, al pie de ese templo, frente a la plaza principal de la ciudad, Isabel fue proclamada por sus partidarios reina de Castilla.

Tras las honras fúnebres, los lutos se tornan trajes de fiesta y magnificencia real, en una ceremonia en la que queda patente que la reina es Isabel y no su marido13. La princesa, que teme que su condición de mujer pueda apartarla del ejercicio directo del poder, decide hacerse proclamar antes de dar ocasión a que la llegada de su marido pudiera poner alguna sombra al ejercicio de sus derechos; por eso actúa sin anunciar a Fernando la muerte de su predecesor; y por eso también en la ceremonia se pone de manifiesto de forma inequívoca que quien tiene el poder sobre Castilla es ella. En el estrado preparado al efecto junto a la iglesia de San Miguel se procede a la proclamación de la nueva reina. Tras los juramentos habituales de respetar a la Iglesia y al reino y ejercer un buen gobierno, es proclamada y reconocida como reina y señora por la nobleza allí presente y por los segovianos, que encabezados por sus regidores la juraron como tal. Algunos le besan la mano. Los asistentes dan los gritos de rigor: Castilla, Castilla, por la muy alta y muy poderosa princesa reina y señora nuestra, la reina doña Isabel, y por el muy alto y muy poderoso príncipe rey y señor nuestro, el rey don Fernando como su legítimo marido. Isabel acudió a la ceremonia montando un caballo ricamente engalanado, bajo palio y rodeada por los nobles que se encontraban en Segovia; además se hizo preceder, como era costumbre en Castilla que lo hicieran los reyes, por un caballero que portaba la espada desnuda levantada sostenida por la punta, símbolo inequívoco del poder de la persona que cabalgaba detrás; con todo ello se hacía evidente que la reina era ella, no su marido. El cronista Alonso de Palencia describe muy bien lo sucedido, con su habitual y agrio sentido crítico:

En tanto supo doña Isabel la muerte de su hermano. La noticia la arrancó algunas lágrimas, y el 13 de diciembre se vistió de luto, más oficial que la pompa, bien verdadera, de la exaltación al trono, y desplegada por la misma reina por consejo de los lisonjeros y cortesanos con gran regocijo y complacencia de los que deseaban trastornos y rivalidades en el reino y fuera de él, como se verá más claramente en los siguientes libros.

Levantóse en la plaza un elevado túmulo de madera descubierto por todos los lados para que pudiese ser visto por la multitud, y terminadas las fúnebres ceremonias quitaron los negros paños y apareció de repente la reina revestida con riquísimo traje y adornada con resplandecientes joyas de oro y piedras preciosas que realzaban su peregrina hermosura, entre el redoble de los atabales y el sonido de las trompetas y clarines y otros diversos instrumentos. Luego los heraldos proclamaron en altas voces a la nobleza y al pueblo la exaltación al trono de la ilustra reina. Y enseguida se dirigió la comitiva hacia el templo, cabalgando doña Isabel en caballo emparamentado con ricas guarniciones, precedida de la nobleza y seguida de inmenso pueblo. Como símbolo del poder de la reina, a quien los grandes rodeaban a pie llevando el palio y la cola del vestido, iba delante un solo caballero, Gutierre de Cárdenas, que sostenia en la diestra una espada desnuda cogida por la punta, la empuñadura en alto, a la usanza española, para que, vista por todos, hasta los más distantes supieran que se aproximaba la que podría castigar los culpados con autoridad real14.



Realizada la proclamación en la plaza, la reina entregó en la iglesia el pendón real. Acabada la ceremonia, la comitiva se encaminó al alcázar, donde ella residía. Allí mismo, días después recibió a su marido Fernando, una vez que éste había realizado los juramentos pertinentes y que, tal y como dice la documentación del concejo segoviano, había sido recibido como marido legitimo de la dicha nuestra señora la reyna por su rey y señor. Pero Fernando también albergaba esperanzas de gobernar en Castilla, por lo que se mostró molesto con lo que había sucedido en Segovia. Esto, unido a que una parte del bando isabelino era partidario de que fuera el rey quien realmente gobernara, en lugar de Isabel, provoca una crisis política que se soluciona merced a la capacidad negociadora de la reina, que actúa consciente de que no se puede permitir divisiones en su bando, ya que todavía es preciso vencer la oposición de su sobrina Juana, apoyada por una parte de la nobleza y por Portugal. De esta forma se llega al acuerdo firmado por los cónyuges a mediados del mes de enero, la conocida Sentencia arbitral de Segovia, que establece la participación de Fernando en el gobierno castellano, y que pone fin a esas primeras reticencias políticas que habían surgido en la corte, a raíz de la proclamación de Isabel y de su afirmación como reina titular de Castilla.

Pero aún se mantiene cierto recelo, pues Fernando no acaba de aceptar el papel en que se le ha colocado en Castilla, a pesar de que eso era lo que ya establecieron, en enero de 1469, las capitulaciones matrimoniales firmadas en aquella ocasión15. Por otra parte, la amenaza de guerra no hace más que crecer, de manera que Isabel, para evitar cualquier problema en su bando, acepta, en el mes de marzo, compartir plenamente su poder con Fernando, aunque dejando claro que se trata de una cesión por su parte16.

Para entonces la reina ya había empezado a gobernar en Castilla, en una línea que mantendrá posteriormente, y que no supone una ruptura con todo lo hecho por su predecesor17. Reorientará como es sabido muchas cosas, pero no duda en afianzar y profundizar aquellas que considera convenientes. Sirva como ejemplo la confirmación del físico y cirujano maestre Juan de Guadalupe como alcalde examinador del reino, realizada el 22 de diciembre de 1474:

Acatando la sufiçiençia e saber que en vos, maestre Iohan de Guadalupe, fysico e cerugano, se que teneys, asy en la çiençia medeçina como en la çiencia e arte de la cerugia (...), mi merçed e voluntad es que de aquí en adelante para en toda vuestra vyda seades mi alcalde e mi examinador mayor de todos los fysicos e ceruganos e ensalmadores e boticarios e espeçieros e erbolarios e enfermos de lepra que pertenesçen a las casas de san Lásaro, asy omes como mugeres, cristianos, judios e moros de todos los mis regnos e señoríos (...), asy tan conplidamente como lo fuystes por el rey don Enrique mi señor hermano cuya ánima Dios haya (...). Otrosi mando e tengo por bien que ninguno ni alguno de los sobredichos, asy fisycos como ceruganos e boricarios e espeçieros e hervolarios e enxalmadores, que nuevamente quisyeren usar de los dichos ofiçios o poner tyenda para usar dellos o de qualquier dellos, que non puedan usar dellos nin poner tyendas en ninguno de los dichos ofiçios syn primeramente ser examinados e aprovados al dicho maestre Iohan, o por el que lo oviere de ver e librar por vos, so la dicha pena de los dichos çinco mil maravedís, los quales incurriendo en ella sean para vos el dicho maestre Juan mi fisyco e cerugano e mi alcalde esaminador mayor. Otrosi mando e tengo por byen e es mi merçed que qualesquier de los sobre dichos, asy omes como mugeres, que después de vuestro defendimiento usaren de los dichos ofiçios o de qualesquier dellos en qualquier manera que sea, mando e do poder a vos el dicho maestre Juan, e a los que por vos ovieren de ver librar, para que les podades mandar e prendar por las penas que les pusyeredes (...)18.



Isabel quiere un reino en paz, sometido a su poder y bien organizado en todos los órdenes, incluyéndose en ello también lo relativo a la atención a pobres, heridos y enfermos; así lo demuestran sus decisiones en lo relativo a los hospitales y a la reforma y revitalización del real protomedicato, cuya existencia arranca de Alfonso X el Sabio. Quizá su ser mujer influyó en ello.





 
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