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La Inquisición, tema literario en la novela de la emigración (1800-1837)

Salvador García Castañeda





En este trabajo me refiero a la Inquisición como tema de propaganda política en obras de ficción escritas en la primera mitad del siglo XIX por españoles en el exilio. Examinaremos después Cornelia Bororquia y Vargas, dos curiosas novelas basadas en un mismo proceso inquisitorial para ilustrar con ellas la alteración de los hechos con fines propagandísticos.

Antes de promulgarse el decreto de su fundación en 1478 ya contaba la Inquisición con partidarios y con detractores enzarzados en una polémica todavía hoy viva.

En términos generales puede hablarse de una historiografía apologética de la Inquisición escrita casi toda dentro de España, y de otra negativa, bastante más copiosa, producida sobre todo en el extranjero. Una y otra resultan apasionadas, partidistas y, en ocasiones, alcanzan tono panfletario.

Las primeras críticas al Santo Oficio escritas con pretensiones de autenticidad histórica fueron obra de exilados: Las Artes de la Inquisición (Heidelberg, 1567), obra de Reinaldo González Montes -o Montanus- nombre de algún clérigo escapado a la Inquisición sevillana o seudónimo de Casiodoro de Reina, y las Relaciones de Antonio Pérez, el antiguo secretario de Felipe II, que aparecieron en inglés en 1593 y en francés en 15981. Ambas tenían carácter propagandístico y fueron tan populares que se tradujeron mucho y alcanzaron gran número de ediciones, especialmente en Inglaterra y en Francia. Según Pérez Villanueva, el libro de Montanus «crea una imagen y suministra el arsenal de argumentos -crueldad, tortura, hogueras- que se repetirán en abundancia»2 y para Antonio Márquez las Artes y las Relaciones «han condicionado más que ninguna otra obra toda la historiografía europea protestante desde entonces hasta el siglo XIX»3. Y como la aparición de estas obras coincide con las guerras de Flandes y con la creciente rivalidad de España con Inglaterra y con Francia, la difusión en el extranjero de las crueldades inquisitoriales contribuye al desprestigio de España.

La publicación de obras a favor y en contra del Santo Oficio se incrementa. En 1692 apareció en Amsterdam la Historia Inquisitionis de Philippus van Limborch, adornada con ilustraciones tan caprichosas como efectistas que contribuyeron a la gran difusión del libro, y de las que luego se servirían con frecuencia los futuros detractores de la Suprema.

Paradójicamente, a medida que aumentan su desprestigio y el interés del público lector por ella, su poder efectivo va disminuyendo tanto, que a un viajero francés le parecía tan sólo un espantajo -«un épouvantail»- en 18064. Conocidos son los avatares de la Inquisición en la primera mitad del XIX: abolida por Napoleón en 1808, la restableció a su vuelta el Deseado, la suprimieron los hombres del Trienio, volvió a darle vida Fernando y desapareció al fin en 1834 tras la muerte del rey.

Desde su creación fue un arma a disposición del Estado, el cual se sirvió de ella para inutilizar a sus enemigos. En el XVIII, la Europa ilustrada estuvo decididamente en contra de la Inquisición, y su modo de pensar y sentir se hizo patente entre el elemento liberal de las Cortes de Cádiz, en las que se discutió y se aprobó el decreto que la declaraba incompatible con la Constitución española.

Fernando VII dio nuevo impulso a la Suprema y durante su reinado la utilizó en contra de afrancesados y liberales, muchos de los cuales emigraron a Francia y a Inglaterra, donde tuvieron ocasión de escribir en defensa de sus ideas. Recordaremos aquí principalmente a Antonio Puigblanch cuyo libro La Inquisición sin máscara de 1811, apareció traducido al inglés en 1816, y a Juan Antonio Llorente, autor de una Memoria histórica (1812), de los Anales de la Inquisición de España (1812) y sobre todo de la Historia crítica de la Inquisición española publicada en París en 1817, obra de tanto éxito que pronto tuvo numerosas ediciones en alemán, en francés, en inglés, en italiano y en holandés. Mencionaré también al francés L. Gallois pues su Histoire abrégée de l'Inquisition d'Espagne, estaba basada en la obra de Llorente y «llegó a ser un breviario europeo, en todas las lenguas»5. En fin, de carácter autobiográfico fue Narrative of Don Juan Van Halens's imprisonment in the dungeons of the Inquisition at Madrid, redactada en inglés por Valentín de Llanos, que salió en Londres en 1827.

Tal abundancia historiográfica contrasta con la escasez de obras de ficción publicadas en el extranjero acerca de la Inquisición y del catolicismo españoles.

Sin embargo, desde mediados del siglo XVIII alcanzó gran popularidad «the Gothic romance» o novela gótica. Concebidas en Inglaterra y en Alemania, no pocas de estas novelas tienen por escenario el sur de una Europa inquisitorial, católica y apasionada. Su propósito es despertar las emociones del lector con el horror y el misterio y, de paso, desacreditar un catolicismo tan detestado como mal conocido.

Un vistazo superficial a una lista de novelas publicadas en Inglaterra entre 1764 y 1826, revela más de dos docenas de obras localizadas en Italia y otras tantas en España, amén de alguna que otra en Portugal. Vayan de muestra títulos tan elocuentes como The Spectre of de Mountain of Granada, The Monk of Hennares, The Chamber of Death, or The Fate of Rosario, The Mystic Sepulchre, or Such Things Have Been, a Spanish Romance, y Santa Maria, or The Mysterious Pregnancy. Esto sin contar con obras tan famosas como The Monk de M. G. Lewis y Malmoth the Wanderer de Maturin, en las que parte de la acción transcurre en España.

En aquel país comenzó a conocerse la literatura inglesa, a través de Francia, entre una minoría ilustrada en época de Carlos III; Pamela y Clara Harlowe salieron en castellano ambas en Madrid y en 1794-95. A pesar de la popularidad de que gozaban en Inglaterra y en Francia las novelas góticas llegaron a España muy tarde y no se aclimataron quizá por el control de una censura rigurosa; tan sólo 29 años después de su aparición se tradujo por primera vez en castellano una novela de Mrs. Radcliffe (A Sicilian Romance, 1790. Valencia: Cabrerizo, 1819) y El monje de M. G. Lewis se imprimió en París (1821) con un retraso de 25 años. También Walter Scott atrajo por mucho tiempo la inquina de los censores y en España se le leyó tarde aunque Ackerman dio a la imprenta en Londres (1822) la traducción de Ivanhoe que hizo don José Joaquín de Mora.

Excusado será decir que en España no se permitió la publicación de obras que contuvieran críticas o ataques a la Iglesia católica, a la Inquisición o al clero, excepto en tiempos de las Cortes de Cádiz, como la edición que hizo Moratín del Auto de fe de Logroño (1811), durante el Trienio como La muerte de la Inquisición de Eugenio de Tapia, de 1820 y, ya libremente, cuando dio fin el período fernandino, como El golpe en vago (1835) de García de Villalta o El auto de fe de Eugenio de Ochoa (1837).

En cambio, hay un grupo temprano de obras de ficción en el siglo XIX escritas por españoles en la clandestinidad o en el exilio y con fines primordiales de propaganda política, pues tanto el autor de Cornelia que era afrancesado, como Blanco White y los liberales, emigrados en el año '14 y luego los del '23 tenían todos en común la enemiga a la Inquisición y al absolutismo. Las pocas escritas en castellano se traducen pronto al francés y sobre todo al inglés pues era en Inglaterra donde sus autores contaban con más simpatías. Me refiero aquí, por orden cronológico, a Cornelia Bororquia (1800?) de Luis Gutiérrez, Letters from Spain (1822) de Blanco White, Vargas, del mismo año, Don Esteban (1825) de Valentín de Llanos, y Sandoval (1826) también del mismo, The Incognito (1831) y Salvador the Guerrilla (1834), ambas de Trueba y Cossío, El golpe en vago (1835) de García de Villalta quien, según Eugenio de Ochoa, lo escribió originalmente en inglés con el nombre de The Dons of the Last Century, y El auto de fe del mismo Ochoa. Aunque apareció en España y en 1837 la incluyo aquí por haber pasado también Ochoa casi toda su vida en la emigración.

Estas obras pertenecen a géneros propios de la literatura de entonces -cartas, novelas sentimentales, góticas, históricas, y narraciones de viajes- y aprovechan sus recursos para dar a conocer a la opinión extranjera la situación de la España contemporánea. Los tiempos no podían ser más propicios pues tanto en Inglaterra como en el Continente estaban de moda las narraciones de viajes a países exóticos -y los del sur de Europa lo eran-, Inglaterra tenía gran interés político por los asuntos de la Península, y el público lector de novelas góticas tenía un conocimiento libresco de las actividades del Santo Oficio.

Quienes escriben las obras de ficción a las que nos referimos están en contra del régimen que gobierna España y se sirven de ellas para atacar a una iglesia aliada estrechamente con el absolutismo y para propagar sus propias ideas. Recuérdese que aunque éstas contaban con muchos amigos, Francia envió a los «Cien mil hijos de San Luis» que acabaron con los constitucionales en 1823, y que el poderoso partido Tory británico no tenía simpatías por una España liberal.

Nuestros autores están muy conscientes de que escriben para extranjeros y para dar más credibilidad y eficacia a su relato aseguran que su testimonio es fidedigno. Afirmación ésta propia siempre de emigrados en tierra extraña como el clérigo Montanus, Antonio Pérez, Blanco White o don Juan Van Halen.

Hay en estas obras el doble propósito de instruir a un público no comprometido para lograr sus simpatías y de desacreditar a los enemigos ideológicos del autor. Muestran a España como un país amable y pintoresco y a la vez intolerante y sombrío. El afán proselitista lleva al narrador a cargar las tintas innecesariamente, a dar características inverosímiles de episodio de novela gótica a hechos que, en lo fundamental, eran ciertos.

Este afán de presentar los desafueros del absolutismo como si fueran «costumbres contemporáneas» hizo que Blanco White, en su reseña del Sandoval de Llanos, desautorizara por fantásticos los episodios referentes a los desmanes del clero y a las torturas inquisitoriales y que afirmase que «los peores enemigos de España pueden hacer de Sandoval su libro de texto» 6. El mismo Van Halen, que estuvo preso en la Inquisición de Madrid, desmitificó la escenografía del Santo Oficio en su Narrative y refiriéndose a un juicio nocturno al que fue sometido, escribía: «Ni vi cirios negros ni pendían de las paredes paños de tal color, como he oído decir: toda la negrura estaba concentrada en el corazón de mis jueces»7.

Quiero referirme ahora a Cornelia Bororquia y a Vargas, dos curiosas novelas sobre un mismo asunto que muestran cumplidamente la manipulación emocional de un tema con fines propagandísticos.

Mediado el siglo XVI se descubrió en Sevilla un foco protestante de importancia del que formaban parte bastante gente de alcurnia y muchos eclesiásticos. Una denuncia que implicaba a más de trescientas personas dio con la mayoría en las cárceles del Santo Oficio y tan sólo algunos, más cautos o más afortunados, hallaron refugio en el extranjero. Hubo dos grandes autos de fe, el primero el 24 de septiembre de 1559 en el que murieron quemadas veinticuatro personas, entre ellas doña María Bohórquez, hija natural de don Pedro García de Jerez, noble y muy rico. En el segundo, el 22 de diciembre del año 60, fueron a la hoguera catorce personas y se hizo pública la inocencia de doña Juana Bohórquez, hija legítima del mismo don Pedro, y esposa de don Francisco Vargas, señor de Higuera y «hombre de los más ilustres».

La relación detallada del proceso de Sevilla está en las Artes de Montanus. Refiere éste que entre los relajados al brazo secular en el primero de estos autos estaban cuatro señoras sevillanas llamadas en el texto latino original «Issabella Vaenia, Maria Viroesia, Cornelia, et his tribus aetate iunior Bohorquia» y cuyos apellidos castellanos respectivos eran los de Baena, Virués, Coronel y Bohórquez. D.ª María Bohórquez apenas tenía 21 años, era piadosísima y muy versada en las sagradas letras y en la lengua latina. En la cárcel disputó a menudo con los dominicos, que no la convencieron, y murió con gran entereza. El día de la ejecución marchó la comitiva hasta la plaza donde se alzaban los cadalsos; allí se leyó a María y a sus compañeros la sentencia de morir en la hoguera y luego les intimaron los inquisidores a abjurar de sus errores, lo que no hicieron. «No obstante -cito por la traducción de Usoz- aquellos impudentísimos enredadores, determinaron oscurecer con sus enredos la gloria de tamaña constancia, aplicando al punto los cordeles al cuello de los piadosos mártires, queriendo dar a entender que en el término mismo de la vida, habían reconocido la Iglesia Romana, y que por lo tanto, en virtud de la clemencia Inquisitorial, eran quemados muertos y no vivos»8.

Como D.ª María hubiese declarado en el tormento que había tratado de sus doctrinas con su hermana D.ª Juana, ésta fue encarcelada también a pesar de estar encinta de seis meses. Ocho días después de dar a luz, los inquisidores le quitaron la criatura y a los quince la trataron con la misma severidad que a los demás presos. La acompañaba otra joven protestante que fue atormentada con rigor y luego murió en la hoguera; la misma Juana sufrió poco después tales torturas en el potro que «penetrando las cuerdas hasta las mismas canillas de los brazos, muslos y piernas, la volvieron moribunda a la cárcel, echando desde luego sangre en abundancia por la boca, por habérsele sin duda reventado las entrañas; a los ocho días del tormento, arrebatándola de las garras de aquellos fieros leones, la llevó Dios para sí, al eterno descanso» 9. Como no confesó nada, el Tribunal hizo público que había muerto en la cárcel -sin decir cómo- y que examinando su proceso se la declaraba inocente y se restituían sus bienes y buena fama.

Sabido es que sobre la Inquisición han corrido ríos de tinta, y tanto empeño han puesto sus enemigos en pintarla con los más negros colores como sus partidarios en presentarla como un tribunal benévolo. Un buen ejemplo de interpretación y aún de falseamiento exagerado de los hechos es el de la prisión y muerte de las hermanas Bohórquez, contado y vuelto a contar con pintorescas variantes por diversos autores que, a lo largo de cuatro siglos, se documentaron, directa o indirectamente, en las Artes de Montanus. En orden cronológico, historiadores de la Inquisición como Limborch y Boulanger10 siguen las Artes bastante de cerca. En cambio el francés Langle, autor de un Voyage en Espagne lleno de despropósitos, afirmó que la bellísima «Cornelia Bohorquia» era hija del marqués del mismo nombre, gobernador de Valencia, y que el arzobispo de Sevilla se enamoró de ella, «la fit enlever; voulut assouvir ses désirs; Bohorquia ne voulut pas; il la livra de rage a l'Inquisition comme hérétique»11. Más tarde, en la sexta edición, «seule avouée par l'auteur», hay variantes aún más fantasiosas: el marqués era Capitán-General de Andalucía y luego, Virrey del Perú. El arzobispo «en devint éperdument amoureux, la fit enlever et voulut..: Bohorquia (sic), furieuse, veut le poignarder, et de rage, ce monstre la livra au tribunal du Saint-Office; elle est condamnée et brulée comme athée»12. Llorente, en cambio, de la versión auténtica de los hechos aunque, al parecer desconocía el Voyage de Langle13. Menéndez Pelayo sigue a Montanus y a Llorente pero evita dar detalles sobre la crueldad inquisitorial14, y los autores de nuestro siglo siguen las fuentes tradicionales15.

Ahora bien, muy a fines del siglo XVIII debió salir Cornelia Bororquia, o la víctima de la Inquisición (pues la edición más temprana conocida es la 2.ª, de París de 1800), una obra que ha llamado siempre la atención de quienes estudian temas inquisitoriales. Es una novela epistolar que pretende ser «historia verídica»; en la «Advertencia preliminar» y sin tener en cuenta que los escritores citados no concuerdan entre sí, el autor escribe: «Se ha dicho que Cornelia Bororquia era un ser fantástico o de invención; pero los que quisieren enterarse de lo contrario podrán leer a Boulanger, Langle y la Historia de la Inquisición de Limborch y la de Marsollier, y allí verán que aquella joven, hija del marqués de Bororquia, gobernador de Valencia, extremadamente hermosa, discreta y virtuosa, fue públicamente quemada en la plaza de Sevilla y que su principal delito fue el no haber correspondido con los impuros deseos del arzobispo de Sevilla que la amaba ciegamente»16.

Indicaré sin embargo que el confundir la historia de las dos hermanas en una, el combinar los apellidos latinos de María Coronel y de María Bohorquez, al fin, la misma trama de la novela, provienen tan sólo del caprichoso relato que hizo Langle a fines del XVIII, sin que, al parecer, lo hayan advertido los estudiosos.

Unas ediciones son anónimas y otras (como la que he manejado de Londres, 1819) dan como autor al «presbítero doctor don Fermín Araujo, Comisario del Tribunal de la Inquisición de Valladolid». En sus Anales, en un «Aviso a mis lectores», Llorente califica la novela de «mal zurcida, muy inmoral y escandalosa, con sólo el objeto de hacer odiosa y aborrecible a la Inquisición de España», e identifica a su autor como «don Francisco Gutiérrez, presbítero, ex fraile apóstata, que habiendo huido de Castilla para librarse de Bayona de Francia, donde se sostuvo siendo redactor de la gaceta que allí había en idioma español antes de nuestra revolución»17. Menéndez Pelayo18 da el testimonio de don Aureliano Fernández Guerra quien aseguraba que el autor de la Cornelia fue don Luis Gutiérrez, ex fraile trinitario que estudió en Salamanca, se dio a conocer como escritor público y redactó una gaceta en Bayona. En 1843 don Bartolomé José Gallardo refirió a Fernández Guerra que le vio ahorcar y, en su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, el conde de Toreno escribía que a Gutiérrez le mandó ajusticiar en secreto la Junta Central por delitos de traición. Méndez Bejarano añade que fue afrancesado, que cayó preso y que «en la noche del 9 de abril de 1809 sufrió pena de horca. En la mañana del 10 apareció agarrotado con un cartel en el sentenciado a muerte por la Junta de Seguridad Pública por fraile apóstata, gacetero en Bayona y falsificador de la firma de Fernando VII»19.

Cornelia Bororquia alcanzó un éxito enorme y, que yo sepa, aparecieron 23 ediciones entre 1800 y 1848. Se imprimió en París de 1800 a 1819, estuvo en tanta demanda durante el Trienio que se hicieron cinco ediciones en España, salió en Londres durante la Década Ominosa y, muerto Fernando VII, en España. Se tradujo a otras lenguas y Palau, en su Manual del librero advierte: «este libro fue prohibido por considerar su texto un tejido de calumnias al Santo Oficio y al estado eclesiástico. Así y todo se publicaron multitud de ediciones furtivas, y hasta hace poco era libro buscado y popular»20. Además, según don Marcelino, la historia de la «Judith española» circulaba en verso «a modo de copla de ciego, la cual he visto a la venta, pendiente de un cordel, en plazas mercados»21.

Forman Cornelia 34 cartas escritas por diversos personajes, entre el 20 de febrero y el 9 de junio de un año que no se indica; la época es incierta y aunque el modo de pensar y la sensibilidad de los personajes son propios del siglo XVIII, el rigor inquisitorial corresponde ya a tiempos pasados. Las cartas reflejan los sentimientos de los personajes aunque su ideología es eco de la propia del autor. El padre de Cornelia es aquí gobernador de Valencia, antiguo amigo del arzobispo y hombre indeciso y timorato. Vargas es amante de Cornelia y tanto él como su amigo Meneses son modelos de sensibilidad y rectitud moral, Cornelia, en fin, es una hija de la Ilustración, sensible, con extensas lecturas y gran fe en la Providencia aunque no duda en apuñalar al arzobispo cuando éste pretende violarla. De hecho, la estructura epistolar, el tono tierno y lacrimoso, las desventuras y abusos de que es víctima la heroína, identifican Cornelia Bororquia como novela sentimental de las que siguen los pasos de Richardson y de su escuela. Es más, Gutiérrez pensaba que «la Clarisa y la Heloysa [...] (eran) [...] las dos mejores novelas que conocemos».

En vida de éste debieron salir la primera edición (que, al parecer, nadie ha visto) y la «segunda corregida y aumentada» de París (1800) con las reimpresiones de 1801 y 1804. Muerto ya su autor, vio luz en Londres una «tercera edición» de 1819 que me parece de interés pues ahora va «corregida y aumentada» por «D. A. C. y G.»22. Éste era un liberal exaltado que en un «Discurso preliminar» y en unas notas de tono harto panfletario presenta a Cornelia como una víctima del absolutismo. El desconocido prologuista censura a los redactores de la Constitución del 12 por no haber proclamado la libertad de cultos, acusa al «inquisidor coronado» Fernando de restablecer «la abominable Inquisición y los frailes en el ilimitado uso de irrisibles sistemas» y compara la muerte de Cornelia con las de Lacy y Porlier. Asegura, en fin, que la novela se reimprime hoy para que «el hombre discreto y preocupado se persuada con datos y pruebas positivas del detestable sistema de la Inquisición de España, la escandalosa conducta privada de los iracundos ministros, y los fines insidiosos con que ha sido restablecida para consolidar las miras del más ingrato de los soberanos absolutos».

En 1822, en pleno auge de Cornelia, vio luz en Londres Vargas: A Tale of Spain, que tuvo cierto éxito y se reimprimió cinco años más tarde23. Vargas, en tres volúmenes, además de contar las desdichas de Cornelia Bororquia y de su enamorado Vargas, hace de éste un ser de origen misterioso que luego resulta hijo de un marqués, y enlaza estos asuntos con el de la persecución de Antonio Pérez por la Inquisición y el de la consiguiente represión de las libertades aragonesas en 1590. Los ataques van contra Felipe II y Fernando VII, contra la Inquisición usada por ambos con fines políticos, y contra la iglesia, ridiculizada por alguien que conocía el catolicismo bastante bien. El autor tuvo muy en cuenta la máxima de «deleitar aprovechando» y Vargas es novela de acción en la que abundan tramas secundarias, anagnórisis, torturas, duelos y amoríos. Tiene descripciones de tipos y escenas pintorescas además de bastantes episodios de carácter cómico. En contraste con los sucesos de Aragón, contados con seriedad propia de un historiador, las aventuras de Cornelia y sus amigos aumentan en comicidad a medida que avanza la trama. El desenlace es tan feliz como irónico pues el arzobispo, malvado, obeso y ridículo, acaba preso en la Inquisición de Sevilla mientras Cornelia, Vargas y Antonio Pérez se refugian en Inglaterra.

Vargas salió anónima; en el «Prefacio» se daba por autor a Cornelius Villiers, un inglés que había vivido bastantes años en España, aunque luego se ha atribuido la novela a Blanco White. El ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid que he manejado perteneció a don Luis de Usoz quien probablemente pegó en la contraportada una carta autógrafa de William Walton, el traductor de la Inquisición sin máscara de Puigblanch. Está fechada en Worcester, el 3 de octubre de 1855, y dirigida al cuákero Benjamin B. Wiffen, colaborador de Usoz en la «Colección de Reformistas españoles». En la carta afirma Walton que en su tiempo todos atribuyeron la novela a Blanco, incluyendo Lord Holland, que el editor de Vargas, Baldwin, aseguró a Walton lo mismo y que Blanco entregó el manuscrito a Walton y luego lo recogió, avergonzado de haber escrito tal cosa. Vicente Llorens negó tal atribución basándose tanto en el estilo como en los demás escritos del autor de Letters from Spain. Creo que Llorens tenía razón aunque hay algunos puntos oscuros. A juzgar por lo que dice el prologuista de Vargas, Cornelius Villiers suena a personaje ficticio. El verdadero autor, quien fuese, estudió en Oxford, se movió por Sevilla y Cádiz, la Andalucía de Blanco, conocía bien las costumbres, la historia y los clásicos españoles y también los textos eclesiásticos. Se refiere con frecuencia al clero sevillano y toca también algunos temas de los que tocó Blanco como los del paso del Viático, la devoción a las Ánimas del Purgatorio, la arcaica costumbre de arrojar piedras a los monumentos funerarios del camino, y la situación de los hidalgos.

Como los españoles en el exilio escriben para un público que tiene gustos literarios diferentes a los suyos, toman técnicas y elementos propios de esa literatura que después aclimatan y modifican. En sus obras encontramos de nuevo los clichés propios de la novela gótica, usados ahora con otros propósitos. Así, el enfoque emocional y simplista que divide el mundo entre las fuerzas del bien y las del mal, sin términos medios. En nuestro caso, el bien son las ideas ilustradas, representadas por personajes jóvenes, honestos y sinceros como Vargas, Cornelia, el don Esteban y el Sandoval de Llanos, el Salvador de Trueba y Cossío y los protagonistas de El golpe en vago y de El auto de fe. El mal es la intolerancia religiosa de gobernantes e inquisidores. De hecho, a partir de las Relaciones de Antonio Pérez, Felipe II se incorpora a la literatura de ficción como símbolo de aquel fanatismo que causó la decadencia española. Los románticos, entre ellos Trueba y Cossío, Escosura, y Eugenio de Ochoa, le vieron como inquisidor vengativo y padre cruel y enlazaron su leyenda con la del príncipe don Carlos. Además, los liberales decimonónicos tuvieron en Felipe II un retrato moral del Deseado y un paralelismo en la manera de gobernar de entrambos. Hay también una extensa galería de eclesiásticos lujuriosos como el arzobispo en Cornelia y en Vargas, hipócritas y arrivistas como el siniestro P. Lobo en Sandoval, enemigos del Estado como los «alquimistas» del Golpe en vago y, ya en la vena cómica, hay una caterva de curas y frailes ignorantes, glotones, lascivos y parasitarios. Volveremos a encontrar aquel tejemaneja de las novelas bizantinas y que heredaron las góticas de amantes unidos y separados una y mil veces, de catástrofes inminentes, de malvados a punto de triunfar, de anagnórisis y de viajes. Misterioso es el origen de Vargas, de don Esteban y de las heroínas en The Incognito y El golpe en vago, y sus amores son falsamente incestuosos. La joven perseguida, vejo tema literario, es en todas estas novelas víctima de un confesor o de una familia fanática, es torturada y está en peligro de perder la honra.

Como vimos antes, la mayoría de estas obras pretende ser «memorias» a pesar de ser improbable mucho de lo que cuentan. Dan nuevo impulso al tema de un papismo inmoral y cruel cuando la novela gótica decaía ya en Inglaterra. El Tribunal del Santo Oficio proporciona de nuevo a los lectores mazmorras, torturas y juicios a media noche como en los mejores tiempos de Mrs. Radcliffe y de Maturin.

Los protagonistas acaban refugiándose en Inglaterra y lo mismo habían hecho los autores de estas obras quienes rinden así homenaje a la generosidad de aquel país. Para quienes venían de regímenes absolutistas el sistema de gobierno británico fue el modelo ideal sobre el que habrían querido establecer los suyos propios. Blanco White, el autor de Cornelia y el de Vargas, Trueba y Cossío y Valentín de Llanos alabaron repetidamente la libertad de conciencia que existía en Inglaterra, en Holanda y en los Estados Unidos y a eso atribuyeron la estabilidad política y el florecimiento económico de aquellos países.





 
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