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La instrucción del pueblo

Memoria premiada por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en el concurso de 1878

Concepción Arenal






ArribaAbajoIntroducción

Hay en España gran número de personas que más o menos abogan por la instrucción; pero son pocas las que se penetran bien de toda su importancia, y menos aún las que están dispuestas a contribuir eficazmente a que se generalice. Sucede con ella algo parecido a lo que con la religión acontece: son más los que la invocan que los que la practican. La conveniencia de la instrucción empieza a comprenderse; la necesidad todavía no, por regla general. Las pruebas de esto son casi tantas como los hechos bien observados que al asunto se refieren, y ya se mire abajo, en medio o arriba, se hallará por lo común muy bajo el nivel de la enseñanza y la consideración que merecen hoy los que enseñan: para convencerse de uno y otro basta examinar un niño que sale de la escuela, un mozalbete que sale del Instituto, un joven que sale de la Universidad, y tomar nota de los sueldos que tienen los maestros, desde el de primeras letras hasta el que explica las asignaturas del doctorado.

Un título académico da derechos, no seguridad de la ciencia del que le posee, que sólo por excepción corresponde a los certificados obtenidos; y en cuanto a retribución, el profesorado parece que puede incluirse en aquellos modos de vivir que decía Larra que no dan de vivir. No está anticuado el antiguo dicho de tienes más hambre que un maestro de escuela, y los de Instituto y Universidad, en su gran mayoría, no pueden sostenerse con sus sueldos, a menos que no renuncien a formar una familia y tengan en sus gastos una parsimonia rara en la época, o busquen en otras ocupaciones con que llenar el vacío que el mezquino jornal deja en su presupuesto. Esta necesidad en que se los pone rebaja indefectiblemente el nivel intelectual, porque hoy el maestro no puede ser más que maestro, y no hace poco el que buen maestro es. Antes pasaban años y años sin que las ciencias dieran un paso; ahora caminan rápidamente: el profesor necesita tener periódicos científicos, comprar libros, estudiar siempre y mucho si quiere estar al nivel de los conocimientos de la época y no quedarse en un retraso lamentable: basta, a veces, ignorar las últimas publicaciones para decir en cátedra un gran disparate. En cualquiera ciencia puede suceder que, si se cita como autoridad un libro de fecha no reciente, hay quien contesta: «¡Eso se escribió hace treinta años!» con un tono que no parece sino que se alega un texto de tiempos prehistóricos. Antes, el que cultivaba una ciencia se limitaba a ella; ahora se va viendo el enlace y las relaciones de todas, y no sabe bien ninguna el que no sabe más que aquella sola. Si Hipócrates decía en su tiempo ars longa, vita brevis, ¿qué diría hoy, en que se suceden los descubrimientos y las publicaciones con tal rapidez que no basta la vida para estudiar bien una rama cualquiera del inmenso árbol de los conocimientos humanos?

Resulta que el profesor no puede ser más que profesor, y que para serlo del modo debido necesita medios materiales que se le niegan; que la retribución que se le asigna, y a veces no se lo paga, es insuficiente, no sólo para adquirir los medios indispensables de ilustrarse, sino para su sustento material; que la consideración que merece está en armonía con el sueldo que cobra; que la alta misión del maestro se convierte en un via crucis, por donde caminan sólo los que tienen espíritu de inmolación y de sacrificio; que, como este espíritu no puede animar a todos los que tienen aptitud para la enseñanza, muchos se retraerán de ella; que la consecuencia de todo esto es rebajar el nivel intelectual del cuerpo docente; y, en fin, que la opinión pública, no preocupándose de semejante estado de cosas, prueba que no da al saber importancia, ni considera la instrucción como una necesidad.

Si se pidiera para las eminencias del profesorado lo que se concede a las de la milicia o la magistratura, ¿qué se diría? ¡No pareciera pequeña extravagancia proponer que un profesor pudiese llegar a tener el sueldo de un presidente del Tribunal Supremo o de un capitán general! Cuando se califica de extravagancia la justicia, se está bien lejos de ella; tan lejos como parece estar España de comprender que la cuestión de enseñanza es una gravísima cuestión social.

No somos de los que tienen fe en profecías pavorosas y desesperadas, o ven el porvenir en forma de volcán, de abismo o de caos. Creemos en el progreso humano; el mundo moral tiene leyes, mas dentro de ellas han sucedido y pueden suceder cosas bien terribles, trastornos que no son el aniquilamiento, pero sí el dolor y la culpa en un grado que impresiona profundamente la conciencia recta y el corazón compasivo.

Consignemos algunos hechos.

Las aspiraciones son cada vez más insaciables; todos quieren ser mucho y quieren ser más; ¿quién se contenta con lo que fue su abuelo o su padre?

Esta ansia de mayores bienes se une a la propensión a no calificar así sino los materiales.

Los bienes del espíritu se multiplican a medida que son más los que participan de ellos; los materiales tienen limitaciones que no puede traspasar el más vehemente deseo. Una verdad es toda para todos; un elevado sentimiento crece con el número de los que participan de él; las monedas de un saco tocan a menos cuanto son más aquellos entre quienes se reparten.

Los bienes del espíritu, además de este poder de multiplicación, tienen el de abstracción y de independencia, de tal manera que dependen en su mayor parte del que los quiere y los busca, mientras los materiales están sometidos a circunstancias exteriores, a voluntades ajenas, y con frecuencia esclavizados. El que cifra su bien en el amor de Dios, de la humanidad o de la ciencia, lleva dentro de sí los principales medios de alcanzar este bien, que la fuerza mayor de ninguna tiranía puede arrebatarle: nadie podrá impedir que sea religioso, sabio, caritativo. Pero el que hace consistir su dicha en poseer cierta extensión de terreno o cierto número de monedas, la pone bajo la dependencia de los hombres y de las cosas. La sequía, la inundación, la borrasca, el terremoto, la guerra, la inesperada paz, el atraso de una industria, la invención de una máquina que hace variar los procedimientos de otra, un comerciante que quiebra, el filón de una mina que se agota, la Bolsa que sube o que baja, un mercado que se cierra o que se abre, un artículo del Arancel que se varía, un protector que ya no protege, un cálculo errado, la maldad de un hombre, una revolución política, un cambio de Gobierno; ¿quién sabe el sinnúmero de circunstancias que pueden destruir el bien del que le hace consistir en cosas materiales?

Con esta dependencia material -en algunos casos podría decirse bruta- de las cosas exteriores coincide la independencia y hasta la rebeldía contra las influencias que llamaremos espirituales, en el sentido de que obran sobre el espíritu. El precepto religioso, el mandato de la ley, la disposición del Gobierno, la autoridad del superior, cualquiera que él sea, han perdido su prestigio en todo o en parte, y la sumisión, cuando existe, procede más bien de hábito o idea de necesidad que de justicia; es mecánica, no sentida ni razonada.

Los elementos sociales están en estado de mezcla, más bien que en el de combinación: todas las clases tienen quejas para con las otras, cuando no rencores; parece que ninguna cumple con su deber, y ni aun se hallan de acuerdo al definirle.

La división más profunda es la que existe entre pobres y ricos; la necesidad material los aproxima, y la disposición del ánimo los aleja. El amo deplora la necesidad de tener servidores; el criado la de servir. El industrial enumera las exigencias absurdas y los vicios de los obreros; éstos se dicen explotados por el capitalista de una manera inicua. El señor de la tierra se irrita de que le paga mal el colono, que le acusa de exigirlo una renta excesiva. El soldado murmura de la tiranía del jefe, el oficial truena contra el espíritu de indisciplina de la tropa. Los pobres y los ricos, cuando no se revuelven iracundos, se miran de reojo, se ven por el lado de sus defectos, son maliciosos, desconfiados, suspicaces, injustos, en fin, mutuamente; y así marchan superpuestos bajo la presión de la necesidad, pero sin que haya combinación armónica, imposible mientras exista tan profundo desacuerdo en el estado de los ánimos. El ideal no es armonizar las clases, sino suprimirlas; hablar de paz y de amor parece hipocresía o ilusión, y aconsejar paciencia, insulto.

Dentro de una misma clase hay desacuerdos entre la mitad de las personas que de ella forman parte, y la otra mitad. Como el pobre ha perdido el respeto al señor, la mujer ha empezado a perder el respeto al hombre; le han hablado de igualdad y de privilegio, de tiranía y de emancipación, de abyección y de dignidad; le han dicho que las leyes son injustas, los hombres opresores, y que ella es merecedora de más dichosa suerte y debe aspirar a sacudir el yugo. Que esta voz sea del Señor o de la serpiente, ella la ha escuchado. El legislador la escucha también alguna vez; hay contradicciones entre las leyes que a la mujer se refieren, entre las leyes y las costumbres y las ideas; de todo lo cual nacen antagonismos en el hogar doméstico que aumentan los de la plaza pública, y conflictos que adquieren grandes proporciones, cuyo ignorado origen es la relajación de la disciplina del hogar, que no se sustituye por la armonía.

El temor inspira desalientos y prepara violencias, ya en unos, ya en otros, y, tan mal consejero como el hambre, es oído por los que la tienen y por los que no.

Como una clase no cree en la abnegación de otra, el egoísmo parece justificado y no tiene límites.

El medio saber de arriba y la ignorancia de abajo se combinan con las pasiones y los egoísmos de todos, y favorecen el error y el escepticismo. El hombre rudo ha oído afirmar magistralmente al bachiller que no hay Dios, que hay derecho al trabajo, que la otra vida es una quimera, y la dicha en ésta puede ser una realidad, que no se habla de otro mundo sino para contener a los que sufren en éste; el hombre rudo ha visto al semidocto reírse de las cosas santas, y no hay cosa más contagiosa que la risa; el hombre rudo se ha hecho descreído en religión y crédulo en economía política; concede a Proudhon la fe que niega a Jesús, y burlándose de los milagros pasados cree en los futuros.

El poder que sujeta a las multitudes tiene las intermitencias de la rebelión, y el desdén que las humilla es interrumpido por las vicisitudes políticas. Un día el obrero legisla por espacio de cuarenta y ocho horas desde la barricada; otro recibe, pidiéndole el voto, la carta de un gran señor que se había olvidado que no sabía leer, o se ve adulado por el demagogo. Estos recuerdos dejan en su ánimo gérmenes de rebeldías niveladoras y de soberbias: los fuertes no son invulnerables cuando han caído; los elevados no son inaccesibles, puesto que en ocasiones descienden, y a él le han convencido sus tribunos, no sólo de que le asisten derechos que ignoraba, sino que tiene cualidades que no creía tener. Y como esto es en parte cierto, como él no sabía todos sus derechos ni el mérito de cumplir algunos de sus deberes, no es difícil hacerle creer en derechos imposibles y darle la soberbia de virtudes de que carece.

Ha dicho madama Staël que la resignación es un elemento indispensable de orden. Nosotros lo creemos también; porque, mientras haya dolor, lo mejor que pueden hacer las colectividades, como los individuos, es resignarse con él; el que se desespera, le aumenta en vez de remediarle si tiene remedio, o de suavizarle si tiene lenitivo. La resignación es religiosa o filosófica; viene de las creencias o del discurso, o bien de entrambos, si el desesperarse parece tan absurdo como impío. Lo que es de desear, es resignarse por razón o por fe; lo que es de temer, es desesperarse por falta de fe y de razón.

Hay un mínimum de resignación como de justicia, que no falta a ninguna sociedad que vive, pero enferma la que llega a este límite, y debe estar cerca de él nuestra sociedad actual. La resignación religiosa disminuye, la filosófica no crece en proporción, y la armonía de entrambas hasta formar una sola parece estar aún lejos, muy lejos. Los síntomas de este mal son muchos, pero el más significativo es la frecuencia de los suicidios y la clase de los suicidas. Antes no se suicidaban más que los señores; ahora los pobres también abrevian su vida: tan insufrible les parece. Como el dolor físico rara vez determina el suicidio, se deduce claramente que el dolor moral ha descendido hasta las últimas clases, o que los consuelos faltan, o entrambas cosas a la vez, que será lo más probable. Es lo cierto que la masa tiene terribles palpitaciones, gritos desgarradores, lágrimas de fuego que la abrasan, sed que imagina no poder apagar sino con su propia sangre. Se suicidan las criadas, los soldados, los ancianos y hasta los niños. La masa siente ya, a veces siente mucho, pero piensa, cree y espera poco; de modo que, cuando la resignación es más necesaria, se hace más difícil.

De todos estos hechos resulta que no hay más que armonías aparentes y equilibrios inestables. Pensando poco, sorprenden tantas crisis económicas y políticas, tantos trastornos que llegan como las nubes tempestuosas sobre el que tiene un horizonte muy limitado, y no las ve hasta que descargan; observando con atención, admira más bien que las convulsiones no sean más frecuentes.

La vida de los pueblos, como la de los hombres, pasa por circunstancias más o menos difíciles; y aunque debemos prevenirnos contra la propensión que hay a mirar el tiempo en que se vive como el peor, y contra la exageración de pensar que nuestra época tiene peligros y males nunca vistos; sin desconfiar de la Providencia, sin quejarnos de que marque esta hora para nuestro paso sobre la tierra, y aun dándole gracias porque nos haya enviado a luchar con el huracán, más bien que dejarnos languidecer en la malaria de los pantanos pestilentes; sin pesimismo, ni desaliento, ni rebeldía, ni exageración, se puede afirmar que suceden cosas graves en esta sociedad en que vivimos, donde se encarece la urgencia de resolver problemas que aún no están bien planteados.

Cada época tiene sus peligros y sus medios de conjurarlos, sus dolores y sus consuelos, sus culpas y sus penas. La pena sigue a la culpa como la sombra al cuerpo; es la gran ley que se cumple sin la intervención del hombre, pero su voluntad y su entendimiento influyen para disminuir el peligro y dar más eficaz consuelo al dolor.

Hoy, en España, ¿qué remedio puede emplearse contra los males que nos afligen o nos amenazan? Ninguna dolencia social puede combatirse con un remedio solo; pero si se nos pidiera que señaláramos uno nada más, aquel que juzgásemos de mayor eficacia, responderíamos sin vacilar: LA INSTRUCCIÓN.

No vemos más medio para que el crecido salario del obrero deje de corromperle que darle con la instrucción gustos racionales, en vez de que ahora no comprende más que el hartarse de carne y de vino, u otros peores.

No vemos más medio para que el capital, el trabajo intelectual y el manual se distribuyan los productos de una manera equitativa, que cultivar la inteligencia del obrero; porque, digase lo que se diga y hágase lo que se llaga, mientras sea bruto le tratarán como tal; será explotado, y después de la rebelión, como antes, y aun más que antes, tendrá hambre.

No vemos más medio de combatir eficazmente los absurdos económicos que popularizar las verdades de la economía política, las leyes de la producción: por desconocerlas absolutamente se pide al despotismo que haga veces de libertad, a la violencia los frutos de la armonía, al socialismo lo que debe ser obra de la asociación.

No vemos otro medio de calmar esas efervescencias, que tienen origen en aspiraciones a lo imposible, que manifestar que lo es, que responder con números y demostraciones a los sofismas y a los sueños. Los curanderos sociales, como los otros, no hacen fortuna entre gente que sabe anatomía y fisiología. Generalícese el conocimiento del organismo social, y se evitarán los peligros del más absurdo empirismo.

No vemos más medio de combatir eficazmente la inmoralidad brutal de abajo, y sensual y refinada de arriba, que oponerse a la preponderancia de los sentidos cultivando las facultades más elevadas, llevando al espíritu una parte de la actividad excesiva que hace fermentar la materia.

No vemos otro medio de combatir eso que se llama la frivolidad de la mujer, su sed de lujo, la importancia que da a las cosas pequeñas, el desconocimiento de las cosas grandes, los extravíos de la veleidad inquieta de su hastío, los peligros de su actividad que no se dirige, las monstruosidades de su desesperación, ni las ignominias corrupturas de su envilecimiento; no vemos defensa contra tantos enemigos sino en la instrucción.

No vemos medio de purificar las corrompidas costumbres si no se levanta el nivel moral e intelectual de la mujer, si no se le da con la instrucción más dignidad y más medios de procurarse el sustento y vivir honradamente.

¿Y la religión? ¿No puede contribuir a que se remedien estos males? ¿No puede calmar impaciencias, aplacar iras, sostener desfallecimientos, enfrenar ímpetus desordenados, purificar torpezas, calmar la sed de lo infinito, el ansia de la duda y las torturas del dolor? Sí, a todo esto puede coadyuvar la religión; pero ¿cómo se avivará el sentimiento religioso, tan aletargado que en ocasiones se diría muerto? Cuando da señales de vida, ¿no aparece, por lo general, como planta que ni se eleva mucho, ni arraiga profundamente? No dejándose fascinar por ilusiones ni engañar por hipocresía, ¿es posible desconocer nuestra indiferencia en materia religiosa? Obsérvese bien el salón y el cuartel, el hospital y el presidio, el templo y la plaza pública, la cátedra y el taller; penétrese después en la vida íntima de los hombres de todas las posiciones sociales, y se tendrá el convencimiento de cuán extendida se halla la indiferencia religiosa. Para combatirla, ¿pediremos favor a las tinieblas? ¿Buscaremos como aliada a la ignorancia? ¡Ah! Si los ignorantes fueran creyentes, viva sería la fe en España; pero la incredulidad no es ya docta; y si algún día la falta de luz hizo a los hombres tímidos y vacilantes, hoy la obscuridad engendra monstruos, irrita, impulsa a movimientos que, como ciegos, son insensatos y temibles.

Hoy se niega como antes se afirmaba, sin pensar, y se llega a la negación sin pasar por la duda; la incredulidad no es sistemática, es epidémica: está en el aire que se respira, y los hombres se sienten acometidos de impiedad como del cólera, y se burlan de las cosas santas, no con satánica risa, sino con carcajadas de loco.

El labriego o el artesano, que a veces viaja en ferrocarril, y a veces tiene voto para elegir diputados o concejales, que acaso sabe mal leer y escribir, y acaso lee papeles que fuera mejor que no leyera; el labriego o el artesano, aunque se codea en la estación y en el colegio electoral con los señores y con los doctos, y aunque ha oído afirmar la igualdad y negar la religión, y aunque no sea ya tímido ni respetuoso, sino osado e irreverente, si se le interroga sobre las cosas graves que importa más saber, ¿no es tan ignorante como el siervo que pegado al terruño recibía respetuosamente la orden del señor y la bendición del obispo? Si no acata el precepto religioso, no es porque piensa y sabe los motivos de su rebeldía y de sus negaciones, sino porque vive en un tiempo en que la falta de instrucción se armoniza perfectamente con la falta de fe.

Se ha dicho que poca ciencia aparta de Dios y mucha acerca a él, mirando sin duda la sociedad por arriba; pero viéndola por abajo se comprende que para apartarse de Dios no se necesita ciencia poca ni mucha; basta ignorancia y pasiones cuando el desdén de las cosas santas se ha hecho contagioso.

¿Cómo se ha llegado aquí? No es de este lugar investigarlo, sino consignar que aquí estamos, que tenemos masas ignorantes y descreídas que no recibirán la fe de la autoridad, y a quienes hay que elevar a la idea de Dios por razón, apoyada en el sentimiento religioso, que, aunque aletargado, no se halla extinguido en la mayoría de los hombres. Los incrédulos, absolutamente ignorantes como los semidoctos, necesitan aprender, aprender mucho. El maestro hoy, si cumple bien, ejerce funciones sacerdotales; el sacerdocio, si ha de llenar su misión, tiene que ser un cuerpo docente, y el Salvador dice hoy a nuestro entendimiento y a nuestra conciencia como decía a sus discípulos: Id y enseñad a las naciones.

El apostolado de hoy no puede ejercerse magnetizando a las masas para convertirlas; es preciso convencer a los individuos. Se acabaron o están acabándose los tiempos de la fe ciega; hay que sustituir la venda que le tapa los ojos por instrumentos de mucho poder, para que su mirada penetre en la eternidad y en el infinito. Este medio, se dirá, es difícil, lento, penoso; no diremos que sea fácil, pero nos parece el único; y cuando para un viaje necesario no se ve más que un camino, sea largo o corto, fuerza es marchar por él.

Hay que enseñar a los de abajo, de en medio y de arriba; hay que enseñar mucho a los hombres todos para que sean morales, religiosos, y tan perfectos y felices como es posible dentro de la naturaleza humana. Hay que enseñar. Recordamos y repetimos estas palabras de Guizot:

Je dis il faut. Se ha dado un paso inmenso en un gran designio si se considera el éxito como indispensable, como vital. El convencimiento de la necesidad da a aquellos a quienes place mucha fuerza, y a los que contraría mucha resignación.

Si nos convencemos de que la instrucción es absolutamente necesaria, esta idea dará energía a nuestra voluntad concentrando su poder. Procuraremos que tal sea la disposición de nuestro ánimo al estudiar el importante problema de la enseñanza obligatoria: en un asunto grave, como en un templo, se debe entrar con el espíritu recogido, porque el error voluntario ofende a Dios, que es la verdad.




ArribaAbajoCapítulo I

Algunos principios que conviene tener presentes para promulgar la Ley de Enseñanza Primaria Obligatoria


El ideal de una sociedad sería que todos los individuos que la componen, comprendiendo perfectamente sus deberes, los cumplieran sin coacción alguna, de modo que no hubiese necesidad de leyes, ni de tribunales que las aplicasen, ni de fuerza pública para apoyarlas. En este caso no habría distinción entre el deber moral y el deber legal, siendo entrambos igualmente obligatorios, y voluntariamente aceptados y cumplidos.

Aunque con menor grado de perfección, todavía tendría mucha la sociedad en que, siendo necesario promulgar leyes, establecer tribunales y apoyarlos en fuerza armada, todo deber moral fuese legal; es decir, que no hubiera acción ninguna injusta que no fuese justiciable.

Lejos estamos de semejante ideal, y la imperfección humana se manifiesta, ya desconociendo el deber, ya negándole la importancia que tiene, ya rebelándose contra él, ya, por último, haciéndole consistir en acciones injustas o en abstenerse de las que no lo son. El grado de cultura, la religión, la organización política, el estado social, modifican la calificación del deber, variándola hasta el punto de que un mismo hecho se condena o se absuelve según el tiempo y el lugar, y aun en el propio lugar y tiempo, según la persona que juzga.

De la movilidad y contradicción de las leyes nada se puede concluir contra la universal eterna fijeza de la justicia, como no se infiere que no brille el sol de que haya ciegos, cortos de vista, personas mal situadas a quienes se oculta, o que le ven a través de prismas que le desfiguran y obscurecen. Los hombres legislan aproximándose o apartándose de la justicia que está sobre ellos fija; y como es una, la variedad en las leyes es una prueba de error, aunque la unidad no lo sea siempre de acierto.

El deber, en su esencia, es también eterno e inmutable; consiste siempre en realizar la justicia como se comprende y en hacer cuanto fuere dado para comprenderla bien; nadie puede obligarse a más, ninguno cumple con menos. Todo hombre está obligado a realizar la mayor suma de bien posible, según las circunstancias en que se encuentra; estas circunstancias pueden hacer variar la forma del deber; la esencia, como hemos dicho, no. El jefe de un Estado culto y el de una horda salvaje; el rey y el pastor, el sabio y el ignorante, el rico y el pobre, el fuerte y el débil, no pueden dar al cumplimiento de sus deberes la misma forma; pero todos tienen una obligación que cumplir, que es realizar la mayor suma de bien posible, según los medios de que disponen.

Dar o recibir, mandar u obedecer, dirigir o prestarse a recibir dirección, aprender o enseñar, obrar activamente o abstenerse, parecen cosas opuestas y pueden no ser más que la diferente forma de una cosa misma: el deber.

Los elementos de las leyes justas son:

Que el entendimiento conozca la justicia.

Que la voluntad quiera realizarla.

Que parezca realizable.

Que se atribuya bastante importancia al hecho a que se refiere para hacerle legalmente obligatorio.

Desde que se conoce la justicia hasta que se quiere, pasa a veces tan poco tiempo que parece una misma operación del espíritu el saber de la inteligencia y el querer de la voluntad; pero realmente son dos, como puede observarse en individuos y aun en pueblos que son más inteligentes que morales.

Sabida y querida la justicia, pasa a ser ley si los que la saben y la quieren no hallan obstáculos superiores a sus fuerzas para realizarla, y si versa sobre un asunto que se considere de bastante importancia para legislar sobre él.

Sin más que enumerar los elementos que entran en la legislación se comprende la necesaria movilidad que ha de tener, porque los cambios en las ideas y en los sentimientos han de reflejarse en las leyes. Esto lo saben todos; pero no son muchos los que se penetran bien de este conocimiento, los que sacan de él todas sus consecuencias y los que las llevan sin vacilar a la práctica con energía de carácter que iguale a la fuerza lógica.

Circunspección para no juzgar la ley ligeramente; estudio detenido de las circunstancias en que se promulgó; análisis de las opiniones que han contribuido a formarla; juicio de cuáles son erróneas; apreciación de lo que hubo o no de inevitable en el error, y de si se ha desvanecido en parte o en todo; conocimiento, en fin, de los motivos justos o injustos que han concurrido a promulgarla, nos parece el medio de conciliar el respeto a la ley y el derecho a protestar contra su inmovilidad, evitando así las rebeldías que tienen razón o pretexto en los servilismos, y el convertir el culto de la justicia en idolatría de la legislación.

Todos respiramos el viento huracanado de las revoluciones, y no es raro que, a sabiendas o sin saberlo, no seamos un poco revolucionarios, si no en el sentido de promover trastornos a mano armada, en el de producir cambios que no están suficientemente preparados. Para escribir un libro no hay que considerar más que la verdad; para promulgar una ley hay que atender a la justicia en principio, y después a aquella parte que es realizable; porque el deber, según dejamos indicado, es en parte relativo a la situación de aquel a quien obliga.

Aquí es necesario hacer una distinción entre los deberes negativos y los positivos: los primeros son absolutos, los segundos relativos. Aquellos preceptos que consisten en abstenerse, en no hacer, se dirigen al sabio y al ignorante, al magnate y al pordiosero, que están igualmente obligados a no atacar la honra, la vida ni la hacienda de otro, quienquiera que él sea. Los deberes positivos dependen de la posición de cada uno, de su saber, de sus riquezas, de su estado, etcétera, etc.

Esta diferencia debe tenerse muy presente al legislar, porque según la ley mande abstenerse u obrar, tenga carácter negativo o positivo, necesita concurso más eficaz de la opinión pública. La ley, para no ser letra muerta, necesita un mínimum de apoyo en la conciencia de los que han de cumplimentarla, y este apoyo habrá de ser mayor cuando tenga carácter positivo, cuando disponga que se ejecute una acción en vez de prohibirla. Así, v. gr., es más fácil hallar obediencia cuando se prohíbe el uso de armas que cuando se manda tomarlas.

Como el primer deber del individuo es no hacer mal, estando después el de hacer bien, las primeras reglas de la colectividad tienen carácter negativo y satisfacen las primeras necesidades que siente cualquiera agrupación de hombres, por escasa que sea su cultura. A medida que un pueblo se civiliza, promulga más leyes con carácter positivo; ya no basta abstenerse, hay que cooperar activamente a la obra social.

Como la ley no es, o no debe ser, sino la expresión de la justicia, hay que conocerla para realizarla, y el deber, antes de ser legal, ha de ser moral; es preciso saber que una acción es justa para hacerla obligatoria, y recurrir hasta a la coacción material para que se realice.

¿Cuándo el deber moral debe convertirse en deber legal? He aquí una época que nadie puede fijar, una medida que desgraciadamente no se tiene o no se usa; lo único que se sabe es que, cuando la infracción de un deber moral parece muy peligrosa para la sociedad, se pena, y el deber pasa a ser legal. Como la regla es mala, las consecuencias no pueden ser buenas; como no se busca lo justo, no se halla lo útil; y con gran daño de la sociedad se ven graves infracciones morales no penadas por la ley, que castiga otras más leves o hechos en que no hay inmoralidad alguna. Mientras el legislador parta sólo de los que cree daños y provechos sociales, por regla general, no podrá aproximarse mucho a la justicia para establecer cuándo el deber moral puede ser exigible legalmente.

Si en vez de la utilidad, que al tratar de realizarla se convierte instantáneamente en egoísmo, se partiera de la justicia, el legislador juzgaría la acción inmoral allí donde puede ser juzgada, donde debe ser corregida, donde tiene su raíz: en el individuo. La medida de su perversidad sería la de su culpa; y aunque no es ciertamente fácil de tomar, no es tan difícil como la de peligros y seguridades sociales. El hombre no apreciará nunca con exactitud absoluta los hechos del hombre; mas para aproximarse a ella cuanto pueda debe emplear la justicia, que es instrumento más perfecto y menos sujeto a error que la utilidad. Cierta cantidad de error ya sabemos que es inevitable, pero en disminuirla cuanto fuere dado consiste la perfección humana.

Si para determinar cuándo el deber moral ha de convertirse en legal se juzgan las acciones por la maldad que revelan, por lo que aumentará si no hallan obstáculo y correctivo, aunque no sea medida exacta será más aproximada; el legislador no añadirá a la imperfección humana el egoísmo humano, y si no logra calificar perfectamente todos los delitos, al menos no los creará; no hará deberes legales los que no son tenidos por deberes morales, poniendo en pugna la ley y la conciencia pública, haciendo delincuentes honrados, contribuyendo eficazmente a confundir las nociones de la justicia.

Definiendo bien los deberes morales, no hay duda que, cuanto mayor sea el número de los que pasan a ser legales, indica más alto nivel en la moralidad. La ley que pena la deshonestidad, el juego, la embriaguez, la falta de cumplimiento de los deberes paternales o filiales, si no es letra muerta, prueba en el pueblo que la promulga un sentido moral bastante elevado, recto y firme para no consentir que sea facultativo lo obligatorio, y para no tolerar que un hombre falte impunemente a deberes sagrados. Cuanto más se moraliza un pueblo, más exigente es en cuestiones de moral; como no podía tolerar el robo y el asesinato, no tolerará el juego, la embriaguez, la vagancia, y los deberes morales irán pasando a ser legales cada vez en mayor número; como decíamos más arriba, el colmo de la perfección sería que el deber moral y el legal constituyesen uno solo; que la conciencia pública fuese tan recta que no tolerase la infracción del deber en ningún grado.

Por precipitación, por impaciencia o desconocimiento del estado de la opinión pública, el legislador puede convertir antes de tiempo en deber legal el que es considerado como moral solamente; aun puede incurrir en un error más grave, que es promulgar como deber legal el que no es tenido por deber moral, declarando delito una acción que se tiene por justa.

También hay injusticia y daño grande en declarar legales deberes que son morales, pero cuya importancia es menor que la de otros cuyo cumplimiento no se exige legalmente.

Las leyes que tienen carácter positivo necesitan para realizarse ciertas condiciones materiales que no han menester aquellas que le tienen negativo. Así, por ejemplo, para abstenerme de despojar a otro de lo que le pertenece no he menester condición alguna material; cualquiera que sea la mía debo respeto a su propiedad, que no es más que consecuencia de la que debo a su persona; para pagar contribución necesito tener dinero; para servir en el ejército, fuerza física; y así de otros deberes legales que no consisten en abstenerse, sino en prestar cooperación activa.

Recordando estos principios, entremos en materia.




ArribaAbajoCapítulo II

Del deber moral y del deber legal de instruirse


Debe el hombre realizar la justicia como la comprende, y hacer lo que esté en su mano, para comprenderla bien; debe perfeccionarse en lo posible, y en consecuencia debe instruirse; porque cuanto mejor sepa la justicia mejor podrá practicarla, y a medida que cultive sus facultades intelectuales tendrá más medios de aprenderla. Permanecer por voluntad en letargo intelectual; no tener de hombre más que aquellas cualidades morales que brotan, por decirlo así, espontáneamente de la conciencia; rebajarse cuanto es posible a nivel de los brutos; ser instrumento que maneja o máquina que mueve cualquiera que conoce sus resortes; formar parte del rebaño que se esquila o que se degüella, de la masa que se aplasta; cooperar al bien sin mérito, al mal sin conocimiento de que se hace; apagar el fuego sagrado del alma y mantener vivo el de los sentidos; llevar la vida como la bestia la carga, sin investigar por qué y para qué se lleva, sin procurar aligerar el peso ni saber resignarse cuando no se puede disminuir; mutilar la existencia arrojando al abismo lo que la ennoblece y la consuela; consumar una especie de suicidio espiritual; hacer todo esto y más que esto, como hace el que cierra los ojos a la luz divina de la verdad, ¿es una gran desdicha o un gran pecado? Podrá ser entrambas cosas, o una u otra según las circunstancias.

El deber de instruirse no brota espontáneamente de la conciencia como el de dar a cada uno lo que es suyo. Pasan siglos, muchos siglos, sin que el hombre sospeche siquiera que tiene la obligación de perfeccionarse, de conocer lo verdadero para hacer lo justo. El saber no parece obligatorio sino al que sabe ya.

La primera noción del saber como deber, se refiere a alguna función o práctica especial que exige especiales conocimientos: el letrado debe saber leyes, el médico medicina, el piloto náutica; de la misma manera, cualquier trabajador manual debe saber su oficio: cuando es simple bracero, cuando no tiene más que mover un manubrio, tirar de una cuerda o trasladar pesos de un lado a otro, se dice que no necesita saber nada.

Se ve que los conocimientos exigidos por la opinión o por la ley, o por entrambas, se refieren al género de ocupación especial a que se dedica el individuo: le son necesarios como astrónomo, como arquitecto, como encuadernador, como sastre, no como hombre; la obra de su profesión o de su oficio no se puede ejecutar sin instruirse más o menos; para la obra humana no es necesario saber nada. ¿Se necesitan conocimientos astronómicos para poner un pedimento, nociones de economía política para mandar un ejército, ni elementos de química para hacer un par de botas? Cada uno se encastilla en su especialidad, y el que no tiene ninguna, en su ignorancia absoluta; seguro está de no ser inquietado en ella.

Si el saber aparece con prestigio, es por las ventajas que ofrece; se adquiere como cosa útil, no como cosa justa; la instrucción para la mayoría de los que la adquieren es un cálculo que se hace, no un deber que se cumple.

Las pocas veces que se habla a los ignorantes para estimularlos a que se instruyan, es manifestándoles la conveniencia de poseer conocimientos; se les da un consejo, no un precepto; la idea de moralidad no entra para nada en la amonestación; desoyéndola pueden cometer una tontería, no una falta; echarán sus cuentas y verán si vale el trabajo que cuesta aprender a leer y escribir y otras cosas, porque la ignorancia es relativa en parte a la posición del ignorante. Hay conocimientos que puede tener todo hombre, y otros que necesitan condiciones que no todos los hombres tienen; pero ya sea la ignorancia absoluta, ya relativa, sólo de ésta se dice a veces que constituya infracción del deber moral.

Por este estado han pasado todos los pueblos; muchos se hallan todavía en él.

Hemos dicho que el saber no parece obligatorio sino al que ya sabe; puede añadirse que no parece ni aun útil como directa y prontamente no produzca resultados ventajosos; no es de extrañar.

¿Cómo ha de parecer buena una cosa de que no se tiene más idea que el trabajo que cuesta adquirirla?

La experiencia demuestra el descuido con que los padres ignorantes miran la instrucción de sus hijos; si los envían a la escuela, más suele ser porque estén recogidos que porque aprendan.

Hay excepciones bien notables, aunque por lo general no bastante notadas, de personas sin cultura alguna y que por una especie de noble instinto respetan el saber, entrevén sus ventajas, le quieren para los que aman, y hacen verdaderos sacrificios por instruirlos; pero la regla es que el ignorante vive en la ignorancia, como en una atmósfera infecta el que se ha acostumbrado a respirarla: destruye su salud sin que lo note.

No puede desconocerse la gravedad de un mal que lleva en sí las causas que le perpetúan. Fijémonos bien en estas dos cosas.

La ignorancia abandonada a sí misma es invencible.

Hay necesidad de vencer la ignorancia.

De lo primero no parece posible dudará poco que se observe o se reflexione; por regla general, como dejamos indicado, no se va apreciando la instrucción sino a medida que se va adquiriendo; nada quiere aprender quien nada sabe, y como el enfermo del Evangelio, no puede bañarse en las aguas que le dan la salud si no hay alguno que le lleve.

En cuanto a la necesidad de que los hombres se instruyan, debe parecer urgente aun al que no desee con ansia su perfección por lo que es en sí misma y sólo la considere como un elemento de orden. Todas las autoridades pierden prestigio, todos los poderes materiales fuerza, y al mismo tiempo la política da derechos, y la civilización tentaciones a las multitudes, que, si no dejan de ser masas, se desplomarán ciegamente sobre las leyes más santas. Las cosas van llegando a un punto en que, para que el pueblo no atropelle la justicia, es indispensable que la conozca. ¿Y la conocerá siendo ignorante?

La democracia empieza a ser una realidad; pero es necesario hacer de modo que no sea una desdicha, como lo sería si a la autoridad y a la fuerza no se sustituye la razón y el derecho. Las multitudes más o menos conservan aún hábitos de obediencia, pero los van perdiendo; y si el día, no lejano probablemente, en que los pierdan del todo no los han sustituido por motivos racionales de obedecer; si, cualquiera que sea el nombre que se dé a la justicia, no se pone muy alta, por encima de todas las cosas y de todos los hombres; si no se le quita la espada de la mano sino para arrojarla en uno de los platillos de la balanza; si el vacío que deja el temor no se llena con el conocimiento, grandes daños se seguirán, y, lo que es todavía peor, grandes culpas.

¿De qué sirve a la multitud que se reconozca en ella una voluntad, si no tiene para dirigirla un entendimiento? ¿De qué le sirve que el siglo le diga ¡levántate y anda! si no sabe dónde ir, si está en tinieblas y rodeada de precipicios? ¿De qué sirve que le den la corona y el cetro de la soberanía si es masa, y ya reciba impulso exterior, ya como un volcán le tenga dentro, se desploma o salta mecánicamente, aplastando con su mole lo que cae debajo, sea malo o sea bueno? Si la multitud empieza a moverse, es necesario que sepa dónde camina; si es fuerza, que sea inteligencia.

En el orden exterior, parece claro el peligro de la libertad política combinada con la esclavitud intelectual: se han visto o es fácil imaginarse esas fuerzas que no pueden ser continuas, ni bien dirigidas, ni obrar sino haciendo explosión; o inactivas o detonando: no hay medio. Pero en el orden espiritual es menos ostensible y mayor el daño de no recibir los oráculos de la autoridad ni los juicios de la razón. Un hombre que no cree y que no piensa es un ser bien desdichado y bien peligroso.

La religión, sobre todo la religión cristiana, había provisto a las grandes necesidades espirituales del hombre; le explicaba su origen y su fin; satisfacía sus aspiraciones a lo infinito; tenía palabras severas y voces de consuelo; no disimulaba la tristeza de ninguna realidad; la vida, un combate; la tierra, un valle de lágrimas, un destierro, dice; pero al propio tiempo da el bálsamo del amor y la esperanza en la patria celestial. El espíritu del hombre ha podido marchar por ese camino durante siglos, a veces dichoso, a veces infeliz, a veces grande, a veces miserable, mas por lo común resignado. Los males eran inevitables y pasajeros. Todo lo que se acaba es corto, había dicho San Agustín, que con su genio y con su fe penetra en el infinito y vive anticipadamente en la eternidad.

Pero he aquí que la multitud de ahora, ni cree la verdad, ni sabe investigarla; insensata, imagina que puede prescindir de ella. Mas ¡ay! su necesidad se impone; los grandes problemas que quiere apartar de sí la asedian, y si los rechaza como cuestiones, tiene que aceptarlos como desdichas. Aunque no quiera pensar en otro mundo, siempre le parecerá triste que todo acabe en éste: no es sólo la virtud, como se ha dicho; es el hombre quien necesita eternidad; el bueno la ve en forma de recompensa, el malo en forma de perdón, pero entrambos aspiran a ella; aunque no reflexione sobre el bien y el mal, sentirá las amonestaciones de la conciencia; aunque no medite sobre la muerte, verá morir a los que ama. En vano intentará derramar la vida en la copa del festín; un día u otro aparecerá en cáliz de amargura, y ni por materializar sus aspiraciones conseguirá satisfacerlas más fácilmente, ni por divinizar el placer se hará invulnerable el dolor. La multitud que va dejando de ser creyente y que todavía no es pensadora, si sacude el yugo de la autoridad material y espiritual, y no tiene el freno de la razón ni la antorcha de la inteligencia, se halla en una situación grave, muy peligrosa para su virtud y para su dicha: que ese peligro existe en mayor o menor grado, parece que no tiene duda.

Puesto que los problemas del orden material, como los del orden espiritual, no pueden resolverse ya por la autoridad de uno o de unos pocos, sino por el concurso de todos, es necesario que cada cual tenga el conocimiento necesario para contribuir a su resolución. Y tanto más que la masa ha empezado a fermentar, a ponerse en movimiento; sus componentes son cada vez menos neutrales; su actividad, si no es un auxiliar, será un obstáculo; si no hace bien, hará mal.

Hay necesidad de vencer la ignorancia.

Pero el ignorante se encuentra bien con ella; no puede querer rechazarla con energía; no la aborrece ni la teme; de modo que, al abandonarla a sí misma, es invencible; de todo lo cual resultan dos cosas muy graves:

La declaración de un deber legal, que no tiene, que no puede tenerse por deber moral.

La declaración de menor edad de una parte mayor o menor del pueblo que está emancipado para todas las demás cosas, pero que se sujeta a tutela en lo que se refiere al cultivo de su inteligencia.

Esto quiere decir bajo el punto de visto jurídico: enseñanza obligatoria. No nos parece que hemos disimulado, ni aun disminuido la gravedad del problema; pero aunque la reconocemos, a la pregunta: ¿La ley puede en justicia obligar al hombre a que cultive su inteligencia?, respondemos sin vacilar, resuelta, enérgicamente: sí.

Como decíamos, no se nos oculta que es caso grave la imposición de un deber legal que no tiene por deber moral aquel a quien ha de imponerse; el hombre rudo no sabe, ni nadie se lo ha dicho, que el instruirse es un elemento indispensable para perfeccionarse, y que a la perfección debemos tender con todas las fuerzas de nuestra alma. Sed perfectos, dijo el divino Maestro; pero de todas sus lecciones, no hay ninguna peor aprendida o más olvidada. Por regla general no se busca la perfección, y precisamente aquellos a quienes hay que obligar legalmente a que se instruyan son los que no pueden considerar como deber moral instruirse. ¿En qué se apoyará, pues, la justicia de la ley? Nos parece que en este principio: Las leyes obligan en conciencia cuando no mandan cosa contra la conciencia.

El hombre ignorante podrá no ver en la instrucción un deber, pero no puede ver una cosa mala; y como lo que manda la ley debe hacerse cuando no es conocidamente malo, tiene la obligación legal de instruirse, aunque moralmente no se crea obligado a ello. Ya sabemos que la ley formula la justicia, no la crea; pero como expresión de la justicia, que tal se la presupone, es cosa sagrada y un deber acatarla cuando para desobedecer no hay motivos evidentes porque mande cosa que no debe hacerse en conciencia. Este no puede ser el caso de aquel a quien se impone como deber legal el moral de instruirse que desconoce. El que sus hijos vayan a la escuela podrá ser molesto o inútil, pero no es pecaminoso; podrá ser contra su gusto o contra sus intereses, pero no contra su conciencia, único caso en que estaba autorizado para desobedecer la ley, y, por consiguiente, debe cumplirla; mientras no le mande faltar a su deber, tiene el de acatarla.

Mas para que esto sea así es necesario que en la escuela no se enseñe nada que ninguna persona cuerda pueda tener por malo; porque entonces, lejos de obligar en conciencia la ley, comete un verdadero atentado contra el que cohíbe para que envíe a su hijo donde se enseñan cosas que, en su concepto, le desmoralizan o le extravían. En la escuela obligatoria no debe, por ejemplo, hablarse de religión sino en el sentido más lato, y sin particularizar ningún determinado culto; y nada de política militante, dando sólo ideas generales sobre la organización del Estado. Los padres tendrían derecho a rechazar la ley que mostrara a sus hijos un camino por donde ellos creen que no se debe ir. La escuela obligatoria tiene que ser neutral en materias graves y controvertidas.

Como no es raro exagerar el derecho a desobedecer la ley, o el deber de obedecerla, tal vez conviene poner un ejemplo en que están bien marcados los límites en que la obediencia es un deber y la desobediencia un derecho, conforme al principio indicado.

La ley me prohíbe comprar tabaco más que en ciertos puntos de venta que marca: esto no es un deber moral antes de la prohibición, porque yo puedo comprar las cosas a su legítimo dueño por un precio libremente convenido; pero después de la prohibición sí, porque yo debo obediencia a la ley, en conciencia, cuando no me manda cosa contra la conciencia, y el tomar los cigarros en el estanco podrá ser menos agradable o ventajoso, pero no es una acción mala; mi gusto o mi conveniencia no son motivos morales para desobedecer la ley, y estoy en el deber de acatarla. Pero he aquí que, en vez de mandarme que no me surta de contrabando, me manda que declare contra el contrabandista, que le dé noticias para que pueda capturarle o que lo entregue: ya no tengo obligación de obedecer, porque exige que haga lo que es contra mi conciencia; ésta no me permite contribuir a enviar a presidio, donde se hará un malvado, un hombre que no lo es; que ha cometido un delito, pero con tantas circunstancias atenuantes, que no puede considerarse sino como una falta, que de ningún modo guarda proporción con la pena que se le impone. Semejantes distinciones no son distingos sutiles: el sentido común los hace, están en la opinión; no se tiene por circunstancia recomendable ser contrabandista, ni se le entrega.

Es mucho más fácil hacer comprender, aun al más ignorante, por qué obliga la ley que manda instruirse, que la que obliga a comprar ciertos artículos donde son peores y más caros; y de todos modos, no parece difícil probar el deber de obedecer la ley cuando no manda cosa contra la conciencia, y las consecuencias que resultarían de que la opinión, el gusto, las ventajas pecuniarias de cada uno fueran la medida de su sumisión a los preceptos legales: a éste le gusta emborracharse, al otro jugar, al de más allá le conviene hacer moneda falsa; sería el caos moral, y material poco después, si el interés de cada uno hubiera de fijar las cosas en que la ilegalidad no es la injusticia. La ley debe obedecerse siempre que se puede, y no hay más impedimento justo que la imposibilidad física por falta de condiciones materiales, o la imposibilidad moral por el veto de la conciencia.

En cuanto a la ingerencia directa de la ley en la educación y la participación de la patria potestad, y el suplirla cuando cae en falta, no hay duda que es cosa grave. El padre que ama a su hijo, que quiere su felicidad, que se sacrifica por él, que conoce sus gustos, sus necesidades; que cree conocer lo que le cuadra mejor, ve aparecer la ley, que le dice: Tú ignoras lo que conviene a tu hijo; yo lo sé, y te ordeno que obres, no conforme o tu parecer, sino conforme al mío; de lo contrario, serás penado; eres un tutor que necesita tutela: yo la ejerzo.

Este lenguaje hubiera estado en armonía con instituciones e ideas que ya no existen; pero debe parecer duro a hombres a quienes se ha hablado mucho de derechos individuales, de autonomía, de independencia y de libertad, y es necesario justificarle por consideraciones imprescindibles y verdades muy claramente percibidas.

Toda misión tutelar es tan difícil como elevada; no hay empresa más ardua que suplir en un hombre alguna cosa que le falta, ni hay cosa más necesaria en ciertos casos. ¿Cuáles son estos casos? ¿Cómo debe proveerse a esta necesidad? Que el legislador lo medite bien. Que se inspire en la justicia, en el puro amor de la verdad y de sus semejantes; que deseche todo motivo mezquino y egoísta; que estudie, que pregunte, que investigue; que llame a sí todos los elementos que puedan contribuir al acierto; que oiga el pro y el contra de lo que parece razonable o absurdo; que, aun después de haber oído a todos y reflexionado sobre todo, no resuelva inmediatamente; que medite más, mucho más, y después, con espíritu y corazón elevado, escriba la ley; si se equivoca, ni los hombres podrán acusarle, ni Dios se lo demandará, porque habrá realizado la justicia como la comprendía, después de haber hecho cuanto estaba en su mano para comprenderla bien.

La ley hecha en semejantes condiciones, tenga carácter tutelar u otro, es justa en la hora presente; y si algún día deja de serlo, el porvenir la modificará absolviéndola, como absolvemos hoy los errores inevitables del pasado.

Si nos convencemos que el hombre, el ser racional libre y responsable, está en su espíritu; que este espíritu es el que hay que elevar y fortalecer; que la ignorancia le rebaja y le debilita, le extravía y le corrompe, ¿vacilaremos en instruirlo? ¿Vacilaremos en obligarle a que se instruya si tenemos la seguridad de que le hacemos un bien que no deja de ser necesario porque le desconozca? ¿Puede haber derecho a la ignorancia? Y si no puede haberle, ¿no habrá el de combatirla? ¿Puede llamarse respeto a la libertad del hombre el no destruir aquello que más le esclaviza? Ya sabemos que todos los que le hacen mal hablan de su bien, y muchos lo creen; pero cuando a motivos absolutamente desinteresados se una la ilustración y la meditación necesarias para juzgar si se quieren fines justos, y si estos fines se buscan por buenos medios, hay la seguridad que puede haber en lo humano de legislar en justicia.

¿Qué interés se satisface, qué pasión se halaga, qué vanidad se lisonjea diciendo que es preciso enseñar al pueblo tomándose mucho trabajo y gastando mucho dinero para enseñarle? ¿Es esto obra de algún cálculo, de algún fanatismo? ¿Puede ser consecuencia de un error, cuando es la opinión de las personas más ilustradas? La necesidad y la justicia de instruir a los hombres, ¿no tiene a su favor cuantas pruebas pueden darse humanamente de lo justo y de lo verdadero? Y cuando hay el convencimiento íntimo, desinteresado y meditado de que la instrucción es moralmente necesaria, ¿no puede hacerse legalmente obligatoria? La ley exige de un hombre que pinte y adorne la fachada de su casa de cierto modo; ¿y no podrá exigirle que cultive su entendimiento lo indispensable para ser racional? Un ciudadano paga sin murmurar una multa porque su mujer tendió un paño en el balcón que daba a la calle; ¿y se quejará de ser multado porque no cuida de que su hijo aprenda a leer y escribir? ¡Extraños escrúpulos y extrañas nociones de justicia!

No quisiéramos que nadie nos aventajase en respeto a la dignidad del hombre y a su independencia, ni en ver los inconvenientes que tiene el que sea deber legal el que directamente no es tenido por deber moral, ni en desear que el Estado se abstenga de hacer todo aquello que otro puede hacer mejor que él o no es indispensable que haga; pero a pesar de nuestros respetos, de nuestras reservas, y aun de nuestros temores de que misiones tutelares puedan convertirse en tiránicas, dadas todas las circunstancias del caso concreto que nos ocupa, no nos parece que, conociéndolas bien, puede ponerse en duda la justicia de la ley que hace obligatorio el cultivo de la inteligencia, ni la legitimidad de la misión tutelar del Estado respecto a aquellos hijos cuyos padres desconocen una parte esencial de sus deberes.

No sabemos lo que acontecerá en las futuras épocas remotas; mas por hoy, por mañana, por mucho tiempo, si en gran número de casos se rechaza la misión tutelar del Estado, se aceptará de hecho la influencia desmoralizadora de los que se apoderan de voluntades sin entendimiento para torcerlas. Si la ley no se atreve a abrir la puerta del ciudadano para instruirle, la ambición y la codicia la forzarán para explotar su ignorancia, y más vale que murmure sin razón contra los que le enseñan, que sus fundadas quejas porque no le han enseñado.

Pudiendo sacarle de ellas, dejar al hombre en condiciones de que necesariamente ha de resultar su esclavitud, jamás podrá decirse que es respetar su libertad.




ArribaAbajoCapítulo III

Derecho a la instrucción


Si es necesario que el hombre se eduque; si para educarse es preciso instruirse; si nadie puede aprender sin que se le enseñe, el deber de cultivar la inteligencia lleva consigo el derecho a la instrucción, porque no hay deberes imposibles.

El deber negativo, que consiste en abstenerse, el hombre puede cumplirle con su firme voluntad y sin exterior cooperación; pero no pertenece a esta clase el de instruirse, que no sólo es positivo y necesita se pongan en actividad las facultades del que ha de llenarle, sino que ellas solas no bastan y ha menester recibir ajeno auxilio. Aun en los casos excepcionales en que se dice que alguno aprendió solo tal cosa, es una manera inexacta de hablar; para adquirir solo algunos conocimientos es necesario tener otros que no pudieron adquirirse por el aislado esfuerzo individual, y además, métodos, medios materiales e intelectuales que nadie tiene si no los recibe. ¿Qué sería un ignorante confinado en una isla desierta? Un ser que no tendría de hombre más que la apariencia, si acaso la conservaba. ¿Por qué es tan difícil y tan incompleta la educación de los sordo-mudos? Porque están solos, porque su enfermedad los aísla, porque reciben tarde e incompleto el auxilio exterior, sin el cual la educación es imposible. Todo el mundo ha aprendido y enseña, más o menos, mejor o peor; el niño más abandonado adquiere conocimientos que alguno le da; el hombre más rudo sabe algo que comunica; pero se aprende y se enseña como se respira, sin notarlo: tan natural es y tan necesario.

Las necesidades materiales, aun con ser de naturaleza más fija, varían; las de un hombre civilizado no son las mismas que tiene un salvaje, y las del espíritu tienen una escala de variaciones infinitamente más extensa. Entendemos por necesidad, lo mismo del cuerpo que del alma, lo que es indispensable para la salud.

Un salvaje vive sin vestido, sin cama, sin casa sin alimentos condimentados; un hombre civilizado sucumbe o enferma en estas condiciones. De la misma manera el que sabe lo suficiente en un pueblo bárbaro, podrá ignorar lo indispensable para vivir bien en un país culto. Lo que se ha llamado los salvajes de la civilización son su oprobio, su peligro y un cargo de conciencia; también una insensatez.

Como hay un necesario fisiológico, podría decirse que existe un necesario psicológico, que es aquello indispensable para la salud del alma, dado el medio moral e intelectual en que se vive.

El padre debe al cuerpo de su hijo sustento, vestido y albergue; ¿y a su alma no le deberá nada? Verdad, justicia, belleza, ¿todo lo ignorará para que lo pise todo? El alma del hombre, tan sublime en sus grandezas, tan degradada en sus culpas, llena de divinos resplandores y de tinieblas misteriosas, espejo en que se refleja el error y la verdad, fuente de dolores o de alegrías; el alma del hombre, que es su esencia, la que le constituye criatura racional, la que puede hacer de él un ser execrable o bendecido; el alma del hombre, ¿no tendrá derechos, derechos sagrados? ¿Se arrojará a todos los peligros sin apoyo, a todos los dolores sin consuelo? Si el alma no tiene derecho a saber, a conocer, a la luz intelectual, que es su vida, se pervertirá su naturaleza. ¡Cuánta verdad y cuánta filosofía hay en concebir el mal como el ángel de las tinieblas! ¡Quién sabe cuántos gérmenes de bien se esterilizan en el hombre con cada rayo de luz de que se le priva! ¡Quién sabe los grados de obscuridad que bastan para que se extravíe o caiga!

Esos pobres cuerpos que tienen hambre y que tienen frío son bien penosos de ver; pero todavía impresiona más tristemente la miseria de las almas, de aquellos espíritus que no se manifiestan sino para el error o para la culpa, como el enfermo que no da señales de vida más que por el apetito de los alimentos que le dañan o por las convulsiones con que se golpea. Si la falta de alimentos deja a veces en el organismo señales indelebles, la falta de educación las deja siempre en el alma; y aunque el pobre llegue a ganar la vida material, habrá perdido irremisiblemente una parte de la moral; porque su espíritu se aletargó en la ignorancia, si no se extravió en el error.

Hay que insistir en que las necesidades del espíritu del hombre, como las de su cuerpo, tienen relación con el medio en que vive. En una tribu salvaje sabe poco, pero no necesita saber mucho; todos ignoran, y la vida, que es una lucha material, alternativa de fatiga y reposo, de hambre y hartura, de frío y de calor, poca ciencia necesita y pocos resortes morales tiene. Ni riquezas que tienten, ni ricos que seduzcan, poderosos que opriman, ni hábiles que engañen, ni relaciones frecuentes y múltiples que muevan a defraudar ni expongan a ser defraudados. Una esfera moral limitadísima para el mal lo mismo que para el bien; pocas culpas y pocos méritos, y noción imperfecta de vicio y de virtud.

A medida que un pueblo se civiliza, esta situación varía hasta constituir un estado totalmente distinto. Se multiplican con las relaciones de los hombres los casos en que pueden hacerse mal o bien; con sus diferencias, las superioridades de que pueden abusar; y con los desniveles económicos, morales e intelectuales, aumenta la dificultad para sostener el equilibrio. La vida no es ya un problema sencillo, sino muy complicado; la esfera moral se dilata; se puede hacer mal o bien de infinitos modos; es inmensa la escala desde el más abominable de los crímenes a la más santa de las virtudes; la urdimbre social está hecha con tal arte, que produce efectos maravillosos; pero es al mismo tiempo tan delicada, que para no hacer daño o recibirle se necesita conocerla y moverse muy acompasadamente, a fin de no atropellar o ser atropellado.

Se habla mucho del contraste que en los pueblos muy cultos ofrece el refinamiento del lujo y las privaciones de la miseria. Este contraste no es poco doloroso ni poco deplorable, pero hay otro que no lo es menos: el de la riqueza y la penuria intelectual; el de esos hombres de un saber inmenso, y esos otros que nada saben o, lo que es peor, que están llenos de errores. Cuanto son más vivos los resplandores de la ciencia, más negras son las sombras de la ignorancia y más caídas resultan; en unos porque los deslumbra la luz, en otros porque, viniendo de ella, nada ven en las tinieblas. ¡Qué de teorías se forman en las regiones iluminadas, sin contar con lo que puede practicarse en la obscuridad, y ésta qué de monstruos y fantasmas engendra, que no parecen tales por falta de un rayo de sol que los ilumine!

El contraste de la miseria y de la riqueza intelectual es un peligro constante para la virtud de los miserables y de los ricos; éstos tienen ventajas de que es harto difícil que no abusen, superioridades que fácilmente engendran el demonio de la soberbia; aquéllos viven en una humillación constante que degrada, con sufrimientos que irritan; y para enfrenar las pasiones, el error que las aguijonea en lugar de la verdad que las calma. La ignorancia general embrutece, la parcial deprava; el salvaje de los bosques es un hombre rudo; el salvaje de la civilización es un hombre degradado, si acaso no es un monstruo. Y ese monstruo, ¿cómo se forma? En las tinieblas.

Contemplemos la pobre alma que anima el cuerpo de ese niño abandonado. Él tiene hambre y tiene frío, otros se calientan y comen; él está cubierto de andrajos, otros de costosas galas; a él desprecian, otros son objeto de consideración; cuando otros lloran, tienen quien cariñosamente enjugue sus lágrimas; cuando él ha llorado las seca el viento o su mano sucia, desfigurando el rostro de manera que mueve a risa. ¿Cómo suceden todas estas cosas? Lo ignora. Él se encuentra arrojado al mundo y tirado en la calle, sin saber por qué ni para qué. No ve más que cosas materiales y hechos de fuerza en todo lo que le rodea: el mundo es hambre y comida, frío y abrigo, sufrimientos y goces; la tentación de romper un cristal para apoderarse del manjar que devora con los ojos, y el miedo al hombre armado que le llevará a la cárcel. La pobre criatura no puede explicarse nada de esto, ni nadie se lo explica, y va creciendo en este caos moral e intelectual dominado por los instintos, que lo tientan de una manera cada vez más peligrosa para su virtud.

Llega a ser hombre; la fuerza de su cuerpo ha crecido, pero su espíritu es acaso más débil que en la niñez; entonces no tenía ideas, ahora tiene errores; a la especie de fatalismo indolente de la infancia, que no veía más que hechos de fuerza inevitables, sucede ahora la idea de que estos hechos de fuerza lo son de iniquidad; que pueden evitarse, que se evitarán recurriendo a medios violentos porque un ser cuya inteligencia no se ha cultivado, un espíritu cuyo cuerpo no es su compañero, sino su tirano, no es su morada, sino su sepultura: no ve más que males materiales y remedios materiales también. Para tener mejor casa y mejor mesa, el motín, la rebelión, la guerra, o tal vez el robo y el asesinato. Todo esto es de una lógica abrumadora: en el hombre que se deja embrutecido, aspiraciones, fines, medios, todo tiene que ser brutal, y la sociedad es bien insensata queriendo tocar resortes que ha roto. Quiere máquinas, y se lisonjea de tenerlas; pero se olvida de que esas máquinas tienen una voluntad que se tuerce con daño de ellas mismas y de todos, y este daño es tanto mayor cuanto mayor sea la desproporción entre el saber de los doctos y la ignorancia de los ignorantes. La masa embrutecida en un pueblo culto no es máquina, es depósito de materias explosivas; hará saltar una roca, un palacio, un templo o una escuela: detonará, o tal vez no detone, pero siempre es un peligro. La sociedad no es, no debe ser al menos, una superposición material, sino un organismo, una armonía que no puede establecerse entre elementos tan heterogéneos como la ciencia elevada y la ignorancia profunda si no hay entre una y otra algún sentimiento poderoso, alguna elevada idea que, estableciendo cierta especie de igualdad, sea lazo de unión. Un error común puede unir a los hombres; desgraciadamente los ha unido muchas veces; mas aun para los que buscan la unión a todo trance, siquiera sea a costa de la verdad y de la justicia, aun ésos deben observar que los errores de ahora no son de los que tienden a unir a los hombres, sino a separarlos, y son subversivos del orden como quiera que el orden se entienda.

En cuanto al orden, que consiste en la armonía, en el conocimiento de la verdad y en la práctica de la justicia, es tanto más imposible, según dejamos indicado, cuanto sea mayor el contraste entre la riqueza y la miseria intelectual. Esa pobre criatura que se encuentra sin ideas, o con errores, en el arroyo de la calle o en la ladera del camino, viendo pasar trenes y carretelas, soldados y sacerdotes, miserables y potentados, reyes que se colocan sobre el trono y criminales que se llevan al patíbulo, y todo en confuso tropel moral, sin que nadie encienda luz en aquel caos; esa pobre criatura a quien ninguno enseña las cosas que necesita para no extraviarse en el intrincado laberinto de la sociedad en que vive; esa criatura que tiene un alma, tal vez una grande alma, siempre un alma inmortal de que se prescinde; esa criatura hay que darle la luz que ilumina, que guía, que consuela, que muestra al hombre su grandeza y su miseria, que le da medios para comprender el deber y practicarle, para resistir a la tentación, para lograr la dicha, para resignarse en la desgracia; cuanto menos razonable sea, será más culpable y más infeliz.

¿De qué le sirven a la sociedad sus Academias, sus Museos, sus cátedras, sus Observatorios, la ciencia de sus sabios, si no se difunde por la multitud que ignora y necesita saber? Sí, necesita saber porque quiere; necesita entendimiento porque tiene voluntad; la tiene ya, y prescindiendo de si es o no conveniente que la tenga, es imposible quitársela; lo que hay que hacer es procurar que no se tuerza.

De este hecho, que los hombres todos tienen ya voluntad, o van a tenerla, se deduce que es indispensable cultivar su entendimiento y que ha llegado la hora en que la obra de misericordia de enseñar al que no sabe es carga de justicia, y se falta a ella dejando sin defensa al hombre en medio de tantos peligros como habrá de correr su virtud. Más que nunca, hoy la vida es combate, es lucha; más que nunca, vivir es atravesar nubes tempestuosas: no hay poder humano capaz de sustraernos a ellas; lo único que puede hacerse es proporcionar brújula, timón, aparatos de salvamento, y esto la sociedad debe hacerlo; si tiene botes salvavidas, que disponga medios de instrucción, salvaalmas, porque hoy la ignorancia tiene más escollos para la virtud que el mar para los barcos.

Un pensador, espíritu elevado y verdaderamente religioso, escribía hace cuarenta años:

«...La condición del mayor número sobre la tierra no es fácil, ni risueña, ni estable. No se pueden contemplar sin una compasión profunda tantas criaturas humanas llevando tan pesada carga desde la cuna al sepulcro y aunque no se permitan descanso, proveyendo apenas a las necesidades de sus hijos, de sus padres; buscando sin cesar, para lo más querido de nuestro corazón, lo más indispensable para la vida, y no hallándolo siempre, y aunque se halle hoy, sin seguridad de que no faltará maña, y en esta continua preocupación de la existencia material, sin poder casi cuidarse de la vida del alma.

»Es doloroso, muy doloroso, ver esto y pensar en ello, y es preciso pensar y pensar mucho; en olvidarlo hay grave falta y gran peligro...». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

«Hoy, ocupándonos mucho, y con razón, de los sufrimientos y de las fatigas materiales, patrimonio de tantas criaturas, no recordamos bastante esos sufrimientos morales que son patrimonio de todos; esas pruebas, esas angustias del alma, desengaños, tedios, desgarramientos, todos los dolores, en fin, de esta dolencia universal del destino humano, tanto más punzantes, tal vez, cuanto el alma toma más vuelo y dispone de más tiempo.

»Grandes y pequeños, ricos y pobres, hombres distinguidos y multitud, tengamos compasión unos de otros, compadezcámonos todos. Todos, avanzando por nuestro camino, vamos fatigados y con pesada carga. Todos merecemos piedad.

»La merecemos hoy más que nunca. Es cierto que nunca las condiciones en que está el hombre han sido mejores ni más iguales, pero sus deseos van aún más de prisa que sus progresos. Jamás la ambición ha sido más impaciente y más general, ni tantos corazones han sentido semejante sed de todos los bienes y de todos los placeres. Placeres refinados y placeres groseros, sed de bienestar material y de vanidad intelectual, deseo de actividad y de molicie, de ociosidad y de aventuras; todo parece posible y envidiable, y accesible a todos. Y no es decir que la pasión sea fuerte, ni que el hombre esté dispuesto a tomarse un gran trabajo para satisfacer sus afanes; quiere débil pero inmensamente, y la inmensidad de sus deseos le arroja a un malestar, en cuyo seno lo que ha conseguido es para él como la gota de agua que se olvida así que se bebe, y que irrita la sed en vez de apagarla. Jamás vio el mundo semejante conflicto de veleidades, de caprichos, de pretensiones, de exigencias; nunca oyó tal ruido de voces que gritan todos a la vez para reclamar como derecho lo que les falta y lo que les agrada.»1

Esto es hoy tan cierto como cuando se escribió, y puede aplicarse a mayor número de pueblos que hace cuarenta años; de manera que esas masas que han empezado a tener movimiento y voluntad en las fluctuaciones de su ignorancia, no encuentran para contenerlas, como puntos fijos, moralidades robustas, convencimientos íntimos, creencias firmes, existencias satisfechas o resignadas de una clase superior que tuviese el prestigio de lo que es fuerte, de lo que es grande; aun este auxilio, que no pudiera serlo por mucho tiempo, falta a las multitudes, que es necesario poner en estado de andar sin perderse; porque, en cuanto a guías, ni ellas están muy dispuestas a admitirlos, ni apenas se encuentran.

Ya se considere a los hombres uno a uno o en agrupación numerosa; ya se les mire con lástima como desdichados, con severidad como culpables, con desconfianza como peligrosos; ya se respete su dignidad o se consideren las consecuencias de envilecimiento; ya se quiera que sean perfectos, o se desee que sean útiles; ya se los ame o se los tema, no parece posible, conociendo hoy la humanidad, y cualquiera que sea el fin racional que se busque al influir en ella, no ver que el medio más eficaz es instruirla; la instrucción puede suplir muchas cosas mejor o peor, y hoy nada puede suplirla.

Nosotros no entraremos en el laberinto de ventajas que el cálculo equivoca, de peligros que el miedo aumenta o quita de ver; buscando la justicia, sabemos que las demás cosas se nos han de dar por añadidura, y que procuraremos buscar. Ella nos dice que la ignorancia, en la manera de ser de los pueblos cultos, es un peligro, un gravísimo peligro para la virtud del ignorante, asaltada por todas partes de enemigos de que apenas podría defenderse si le falta la luz de la inteligencia. Hoy, si el niño no se instruye, es grave el riesgo de que se pervierta; y como no puede haber derecho a pervertirle, él le tiene a la instrucción. Y ¿de quién es el deber de proporcionársela? Del que le ha dado la vida, de su padre, de su madre. Si no hacen más que criarle, eso mismo hacen las bestias; como ser racional, está obligado el autor de la vida del cuerpo a cuidar de la del alma; en mal hora le daría la existencia física si mataba el germen de la vida intelectual, y poco serviría que hubiera satisfecho el hambre de su hijo si, prescindiendo de su corazón y de su conciencia, le lanzaba indefenso a un mundo de tentaciones y de peligros, si nada hacía para apartarle del dolor y de la culpa, si cometía una especie de parricidio espiritual, si creía haber cumplido con Dios y con los hombres con haber aumentado el número de los que sufren y de los que pecan.

Y cuando el padre no sabe ni comprende la necesidad de aprender, ni tiene medios de pagar a quien enseñe, ¿quién debe enseñar al niño? Quien lo recoge huérfano para que no se muera en la calle de hambre y de frío. El niño cuyos padres no pueden instruirle, es en cierta manera huérfano; tiene lo que podría llamarse orfandad intelectual, y la sociedad está en el deber de suplirle en aquella parte de la misión que no puede llenar por sí mismo, como le sustituye en todo cuando se muere o se halla imposibilitado y miserable. Si la sociedad instruye a los que recoge en las casas de beneficencia; si no se contenta, porque no debe, con alimentarlos y vestirlos, ¿cómo ha de negarse a instruir a los que no pueden ser instruidos por sus padres, que a costa de mil privaciones apenas logran sustentarlos y vestirlos? ¿Será de peor condición el que vive con los autores de sus días que el expósito o el huérfano, y la ley le negará el derecho a la instrucción que concede al abandonado? El pobre, a quien tantos sacrificios cuesta la crianza de sus hijos, recibirá, en vez de estímulos, causas de desaliento, viendo que los abandonados reciben una educación que él no puede dar a los suyos.

La imposibilidad de que el pobre proporcione instrucción a sus hijos es frecuente e indudable en muchos casos; y cuando tal imposibilidad existe, alguno tiene que proveer a lo necesario del alma, como se provee al físico. Cierto que el ideal no es que el Estado pague las escuelas, como no es que tenga casas de beneficencia, tribunales de justicia, presidios y cuarteles. Sería de desear que no fuera necesaria coacción de ningún género para que cada uno cumpliese con su deber; que la compasión acudiera espontáneamente a toda desdicha, y que el derecho que tiene el niño a que se le ponga en condiciones de ser racional educándole, se armonizara con el deber de enseñarle, de modo que bastase la conciencia pública para proporcionar medios de enseñanza, sin que para nada tuviesen que intervenir los poderes públicos. Lo que hay que desear es que el Estado haga lo menos posible de aquello que es preciso hacer, y que, sin su intervención, se hace bien: lo que hay que temer es que lo que es necesario no lo haga nadie, o lo haga quien lo hace peor. Si la escuela la establece la provincia, mejor que si la establece el Gobierno; si el Municipio, mejor que la provincia; si los particulares, infinitamente mejor que el Municipio. Pero, en fin, si este deber de enseñar no se cumple como moral, no hay más medio que convertirle en deber legal como el de aprender; y si el ciudadano, de una manera espontánea, impulsado por su conciencia, no ofrece su donativo para la enseñanza, hay que exigirle contribución para la escuela. ¿No se le exige para que se barra y alumbre la calle, para que se hagan alcantarillas y caminos, para que se paguen jueces y fuerza armada? Todas estas cosas son precisas, cierto. Mas ¿por qué son precisas estas cosas y para qué? Son precisas porque el hombre no hace espontáneamente todo aquello que debe, y para que, haciéndolo, haya en la sociedad aquel orden moral y material necesario. Y la instrucción, ¿no es un medio tan eficaz, más eficaz, de orden material y moral que la fuerza armada, los jueces y reglamentos de policía urbana? Se dice: lo que se gasta en escuelas se ahorra en presidios, en jueces, en soldados; bien está: bueno es, hacer economías; pero no es ésa la primera cuestión. ¿Cuánto vale la moralidad de un hombre? ¿Cuánto debe darse porque la conserve? ¿Cuánto se ha perdido cuando la perdió? Esta es la cuestión. Si por falta de enseñanza es vicioso el que, instruido, pudo ser morigerado; si es criminal pudiendo ser inocente, ¿qué persona honrada pone precio a la virtud de un solo hombre que se hundió para siempre por falta de auxilio? La instrucción, ¿contribuye a moralizar? Sí, o no; porque indiferentes es claro que no pueden serlo. Si desmoraliza, cerrad, y cerrad pronto, academias, aulas, ateneos, todo lugar donde se enseña; si es moralizadora, difundidla tanto como fuere posible; declaradla, no de utilidad, sino de necesidad pública y que ni la casa de Ayuntamiento, ni el hospital, ni el cuartel, ni dependencia pública alguna sea antes o no sea después que la escuela. Es cosa verdaderamente sagrada el lugar en que se contribuye a perfeccionar un ser racional perfectible y depravable, a evitar que se hunda en el vicio o en el crimen; es verdaderamente incomprensible que se pese el deber de difundir la instrucción poniendo en la balanza, de un lado algunas monedas, del otro la moralidad de los hombres. Esto no puede hacerse comprendiendo lo que se hace; la sociedad no puede desconocer el deber de instruir sino porque desconoce lo que es la instrucción.

Decimos la sociedad porque es preciso, y aun sería de desear, que no fuera el Estado el que se encargara de difundir la instrucción, sino que los particulares, asociándose, cumplieran ese deber moral sin que legalmente se les impusiera. Hay de esto muchos ejemplos, y más en los pueblos más adelantados, porque a medida que se instruyen se penetran de la importancia del saber y procuran generalizarle; en igualdad de todas las demás circunstancias, será tanto menos necesaria en la enseñanza la intervención del Estado, cuanto son más instruidos los individuos que le componen.

La iniciativa para difundir la instrucción debe venir de arriba, pues no puede partir de abajo, porque en la miseria intelectual y material no hay posibilidad de querer instruirse ni medios de conseguirlo; y por la misma razón que la enseñanza es obligatoria para los que no la desean, ha de ser gratuita para los que no pueden pagarla.

Cuando se dice enseñanza gratuita, se entiende generalmente la primaria, y convendría fijarse en cuáles enseñanzas son gratuitas y hasta qué punto lo son para el que se dice recibirlas gratis.

La enseñanza superior y la segunda enseñanza son en parte gratuitas, y algunas absolutamente. En las escuelas especiales no se paga nada; en las militares facultativas se enseña y se da dinero encima.

Las Universidades y los Institutos no pueden, ni con mucho, sostenerse con la matrícula; si se cita alguna excepción, no se podrá probablemente citar como buen ejemplo, porque difícil será que la enseñanza sea lo que debe ser en esas clases bastante numerosas para que la matrícula cubra todos los gastos; de cualquier modo, por lo común, la segunda enseñanza y la superior son o del todo o en gran parte gratuitas.

Y la enseñanza primaria que se dice gratuita, ¿lo es verdaderamente para el que la recibe? Cuando la escuela está sostenida por alguna asociación benéfica, sí; cuando depende del Estado, de la provincia, o del Municipio, no, por que se paga con los productos del impuesto a que contribuyen todos más o menos; no hay para qué encarecer la injusticia de que un pobre que no puede pagar maestro para sus hijos, ni halla quien se lo pague, contribuya para que se sostengan profesores de lenguas muertas y se compren telescopios. Útil es saber hebreo, pero no tan preciso como saber leer español; bueno es observar las manchas del sol, pero más indispensable procurar que no las haya en la conciencia.

En resumen:

Al deber de instruirse corresponde el derecho a la instrucción.

La instrucción es de necesidad pública, porque hay necesidades morales, como legales y administrativas y físicas.

A la necesidad de la instrucción puede proveer la sociedad cumpliendo sus individuos espontáneamente el deber moral de enseñar, que es lo mejor, y si esto no hiciere, establecer el deber legal.

Como no existen deberes imposibles, hay que hacer posible a todos el de instruirse, apartando los obstáculos materiales a los que estén imposibilitados de apartarlos por sí mismos. La justicia debe ser gratuita para el que no puede pagarla: un hombre ha de poder instruirse por pobre, como pleitea pobre.

Si la enseñanza es un mal, debe suprimirse absolutamente; si es un bien, darse, cueste lo que cueste, porque este bien es de un orden tan superior que ningún hombre honrado que le comprenda puede ponerle precio.



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