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También I, 97, 22-28; II, 83, 31; II, 87, 20; 341, 23-342, 21; II, 362, 19 (reflejado en II, 364, 13); II, 401, 2.



 

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«Este señor ha hablado como un bendito y sentenciado como un canónigo», dice un labrador, sin ironía (IV, 332, 6-8).



 

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I, 37, 6-7; I, 52, 9-10; I, 97, 29; II, 83, 31-32; II, 86, 6; II, 341, 10-11 y 17; II, 346, 22; II, 362, 15; II, 369, 7; II, 401, 2; IV, 398, 5; IV, 406, 10; del mismo modo, I, 59, 19-21. (Nótese también la comparación con los «conocidos disparates» de la comedia, II, 347, 9.) Disparates es, naturalmente, como se llaman las palabras y los actos caballerescos de Don Quijote (I, 90, 3; II, 376, 13; III, 49, 22; III, 221, 24), y el título de la perdida comedia de Calderón acerca de él fue Los disparates de Don Quixote (citado por Russell, «Risa a carcajadas», pág. 424).



 

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«¿Cómo es posible que aya entendimiento humano que se dé a entender que ha avido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella turbamulta de tanto famoso cavallero, tanto emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Ircania, tanto palafrén, tanta donzella andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto género de encantamentos, tantas batallas, tantos desforados encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas princessas enamoradas, tantos escuderos condes, tantos enanos graciosos, tanto villete, tanto requiebro, tantas mugeres valientes, y, finalmente, tantos y tan disparatados casos como los libros de cavallerías contienen?» (II, 362, 1-17; más brevemente en II, 368, 32-369, 2).



 

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I, 50, 22-51, 8; I, 97, 10; I, 98, 4; II, 342, 31-343, 9.



 

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Dorotea es entusiasta de los libros de caballerías (II, 34, 29-32; II, 61, 30-31), pero ignora que Osuna no es puerto (II, 54, 23-24; II, 61, 32-62, 2), ni puede contar la historia de Micomicona sin equivocaciones.



 

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Véase III, 372, 7-8 y IV, 119, 29-30.



 

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En la introducción de su edición de la traducción española de Tirante el blanco para la Asociación de Bibliófilos de Barcelona (Barcelona, 1947), muy difícil de hallar. Se usó material extraído de esta introducción en su «Introducción a la lectura del Quijote», págs. vii-lxviii de la edición de Labor de Don Quijote (1.ª edición, 1958), y después en Cervantes y el «Quijote» (1960), revisado en una segunda edición con el título Aproximación al «Quijote» (Barcelona: Teide, 1967 y reimpresiones) y nuevamente revisado como Nueva aproximación al «Quijote» (Barcelona: Teide, 1989). Riquer es también el autor de un artículo largo y bueno sobre Don Quijote en el Diccionario literario de González Porto-Bompiani, 2.ª edición (Barcelona: Montaner y Simón, 1967-1968). VIII, 717-756.



 

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Acerca de Valdés, véase Romances of Chivalry in the Spanish Golden Age, pág. 11. Oviedo es el autor de un libro de caballerías, Claribalte, publicado por primera vez en 1519 cuando tenía 41 años, aunque escrito antes. En sus Memorias o Quinquagenas, muy posteriores, atacó con dureza los libros de caballerías y otras ficciones (referencias en Romances of Chivalry in the Spanish Golden Age, pág. 10, nota 5 y pág. 47, nota 30).



 

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No es ésta la impresión que produce Don Quijote, porque se centra en un lector ya mayor, y el libro nos presenta un público lector de todas las edades. Evidentemente las personas maduras leían los libros de caballerías también, pero creo que por término medio sus lectores eran más jóvenes que, por ejemplo, los de poemas épicos. Los que hablan de los peligros de los libros de caballerías, de los cuales se ofrecen ejemplos en las notas 92 y 97 de este capítulo, con frecuencia se refieren a sus efectos en los lectores jóvenes. Juan Páez de Castro, cronista real, dijo en su Memorial de las cosas necesarias para escribir historia que el historiador no debería escribir para aquellos que «como niños se divierten con libros de caballerías» (citado por Benito Sánchez Alonso, Historia de la historiografía española [Madrid: CSIC, 1941-1950], II, 11).

Además de los jóvenes Valdés y Oviedo, mencionados en la nota precedente, y Loyola, que se mencionará próximamente, Santa Teresa los leyó cuando era joven. Los hechos del famoso capitán Fernando de Ávalos, Marqués de Pescara, «se atribuían, bien o mal, al noble ardor y estímulos de la gloria que había criado en su pecho la lección frecuente de historias de caballerías en sus juveniles años». (Nicolás Antonio, citado por Diego Clemencín en el prólogo de su edición de Don Quijote, pág. 992b de la reimpresión de Ediciones Castilla, 2.ª edición [Madrid, 1966]. La fuente de la anécdota es Paolo Giovio, Le vite del Gran Capitane e del Marchese di Pescara, volgarizzate da Ludovico Domenichi [Bari: Gius, Laterza, 1931], pág. 207.)



 
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