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Véase, por ejemplo, la defensa que hace Don Quijote (III, 229, 14-17) de la habilidad del caballero andante para administrar justicia, que, como se ha dicho anteriormente, era según la teoría política de Cervantes el principal deber de un dirigente. En el capítulo siguiente se discuten los cambios que eran convenientes en aquella sociedad.



 

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Muchas veces se afirma en las obras de Cervantes que los tiempos pasados eran mejores, cuando los héroes eran heroicos y supuestamente reinaba la virtud; sin embargo, a menudo se descarta erróneamente este tema como un topos literario. Véase Castro, El pensamiento de Cervantes, págs. 173-181, y Harry Levin, The Myth of the Golden Age in the Renaissance (Bloomington: Indiana University Press, 1969), especialmente el capítulo 6.



 

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Don Quijote lo dice explícitamente (I, 261, 17-32; III, 45, 4-47, 5; III, 199, 4; III, 230, 25-231, 11); he deducido la opinión de Cervantes por la forma en que trata el tema de la caballería, es decir, por las pruebas que ya he presentado en este libro.



 

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Cristianos «nuevos», también llamados despectivamente conversos, eran personas que se habían convertido al cristianismo o cuyos antepasados eran conversos. La mayoría eran descendientes de judíos, quienes, cuando se enfrentaron en 1492 al decreto de expulsión, escogieron la conversión antes que el exilio. Víctimas en el siglo XVI de una discriminación cada vez más severa, a menudo negaban su ascendencia.

Desde el final de la Guerra Civil española en 1939, y en parte en respuesta al catolicismo en cuyos términos los vencedores definían la cultura española, ha habido un movimiento, iniciado y dirigido por Américo Castro, para mostrar el error de esta imagen católica de España. (Para sus orígenes inmediatamente después de la Guerra Civil, véase Vicente Lloréns, «Los años de Princeton», en Estudios sobre la obra de Américo Castro, ed. Pedro Laín Entralgo [Madrid: Taurus, 1971], págs. 285-302. Se encuentra algún precedente en la revista literaria de la Guerra Civil, Hora de España; véase Kessel Schwartz, «The Past as Prologue in Hora de España», Romance Notes, 10 [1968], 15-19.) Además de afirmar que las culturas judía e islámica de la Edad Media española fueron esenciales para la formación de la nación española, Castro y otros han mantenido que figuras muy ilustres de la cultura española del siglo XVI (Fernando de Rojas, Luis Vives, Bartolomé de Las Casas, Santa Teresa, Feliciano de Silva, Jorge de Montemayor, Fray Luis de León, Alonso de Ercilla, Mateo Alemán, etc.) eran cristianos nuevos, con antepasados judíos. A. David Kossoff ha mantenido recientemente que de cinco probabilidades había cuatro de que un escritor de aquel período perteneciente a la clase media (y la mayoría de los escritores eran de la clase media) tuviera ese origen («Fuentes de El perro del hortelano y una teoría de la España del Siglo de Oro», en Estudios sobre literatura y arte dedicados al profesor Emilio Orozco Díaz, recogidos y publicados por A. Gallego Morell, Andrés Soria y Nicolás Marín [Granada: Universidad de Granada, 1979], II, 209-213). Además, pocas personas tenían «sangre» totalmente pura, las leyes de «pureza de sangre» se aplicaban discriminatoriamente, y las documentaciones fraudulentas estaban muy extendidas.

Como el catolicismo militante español es básico en su identidad histórica, esta línea de estudio es delicada, y ha provocado polémicas acaloradas e incluso difamatorias (véase A. A. Sicroff, «En torno a las ideas de Américo Castro», en Actas del Quinto Congreso Internacional de Hispanistas [Bordeaux: Instituto de Estudios Ibéricos e Iberoamericanos de la Universidad de Bordeaux III, 1977], I, 105-119). El hecho de que haya sido presentada polémicamente desde el principio ha conducido a una desafortunada polarización de las opiniones. (No conozco una introducción mejor que el libro de José Luis Gómez-Martínez, Américo Castro y el origen de los españoles: Historia de una polémica [Madrid: Gredos, 1975], que incluye una bibliografía de 23 páginas.) Sobre el tema de los conversos las pruebas no son siempre claras ni bien tratadas (aunque a veces son totalmente claras y tratadas con rigor). Incluso cuando es así, se cuestiona la importancia de tal ascendencia.

Datos sobre la familia de Cervantes, además del trato poco halagador a los cristianos viejos en La elección de los alcaldes de Daganzo, El retablo de las maravillas y El juez de los divorcios, sugiere que formaba parte de este grupo. Su padre y su bisabuelo eran cirujanos, y él mismo, en vida posterior, era recaudador de impuestos, dos de los numerosos oficios que los judíos ejercían en la Edad Media, y sus descendientes en el Siglo de Oro. Una hermana suya era carmelita descalza (capítulo 1, nota 67), orden constituida principalmente por cristianos nuevos. Cervantes se sentía marginado y mal remunerado; el análisis de Hermida Balado, págs. 158-159, lo confirma. Sus escritos evidencian que se tomó en serio el catolicismo, tan en serio como para tener opiniones distintas de las que tenían las autoridades religiosas españolas de su época (capítulo 1, nota 67). Eso es más típico de los cristianos nuevos que de los viejos. (Para una discusión más amplia, véase Antonio Domínguez Ortiz, Los judeoconversos en España y América [Madrid: Istmo, 1971], págs. 213-214; no sé lo que Domínguez quiere decir por el «tono despreciativo en que [Cervantes] habla de los judíos», ni la identidad de los escritores no especificados con que Domínguez lo compara. Nicolás Kanellos niega el antisemitismo de Cervantes en «The Anti-Semitism of Cervantes' Los baños de Argel y La gran sultana: A Reappraisal», Bulletin of the Comediantes, 27 [1975], 48-52; en La casa de los celos, se llama a los judíos «el pueblo que de Dios fue amigo» [I, 198, 26].)

No hay pruebas directas de que Cervantes tuviera la intención de presentar a Don Quijote como cristiano nuevo. Lo que llama la atención, sin embargo, es cuán enérgicamente Sancho es presentado como cristiano viejo. Primero es una conclusión del narrador (I, 274, 25-28), después Sancho dice tres veces «christiano viejo soy» (I, 296, 26; II, 339, 29-30; III, 67, 8-9), y que tiene «quatro dedos de enjundia de christiano viejo» (III, 78, 14-16; adaptado). Añade que es «enemigo mortal... de los judíos» (III, 114, 7) y que si Cide Hamete ha dado a entender que no es cristiano viejo, «nos avían de oír los sordos» (III, 67, 9-10). Aparentemente es «un labrador de los que siempre blasonan de christianos viejos», tal como son descritos y atacados en «El licenciado Vidriera» (II, 90, 4-10) y en los entremeses que se acaban de mencionar. Don Quijote nunca hace esta afirmación acerca de sí mismo -no puede esperarse que proclame «soy un cristiano nuevo»- sino más bien critica a Sancho por ser, aunque un cristiano viejo, un mal cristiano (I, 286, 18-20; compárese II, 218, 4-5), que no teme a Dios (III, 262, 32-263, 2). La respuesta de Sancho a esta acusación es que él es como «cada hijo de vezino».



 

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A veces se considera a Diego de Miranda el personaje representativo del autor, por su hostilidad a los libros de caballerías (III, 201, 20-21) y por el parecido de su descripción física (III, 198, 7-10) con la que Cervantes da de sí mismo en el prólogo de las Novelas ejemplares (I, 20, 18-21, 2). Sin embargo, como se acaba de señalar (pág. 137), Don Quijote también tiene algunos rasgos físicos parecidos (III, 175, 23-27), y tiene mucho más en común con Cervantes que Miranda. Miranda, un labrador rico (III, 201, 11-12; III, 226, 12-13) -Cervantes no lo era-, no hace nada; no tiene, o no demuestra, patriotismo, ni ideas, ni ningún interés por el debate. Es difícil imaginar a Cervantes divirtiéndose, como Miranda, con la caza y la pesca (III, 201, 14-15). Miranda no comparte el entusiasmo de Cervantes por la literatura. Sólo tiene una reducida biblioteca de seis docenas de libros, limitados a historia y devoción, mientras que la de Cervantes tenía que ser más grande y variada (véase mi «¿Tenía Cervantes una biblioteca?», ya citado). También tenía un hijo, mientras que Cervantes no tenía ninguno.

Sancho, que muestra «buen natural y discreción» (III, 262, 24-25), también refleja al autor, aunque no tanto. Cervantes, igual que Sancho, apreciaba la comida, comida con libertad (véase I, 146, 12-18), el vino y el descanso (nota 503, supra). A Cervantes también le gustaban los refranes, y los usaba cuando escribía en primera persona: «debaxo de mi manto al Rey mato» (I, 30, 10-11); «castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya» (III, 27, 14-15). La brusca salida de Sancho de casa de Don Quijote, con «desmayo de estómago», para volver con una respuesta a las preguntas de Sansón acerca del robo del asno y la pérdida de cien escudos, tiene resonancias de su creador (III, 71, 12-21). Pero los paralelismos son menores.



 

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Ésta es la respuesta de Don Quijote a la relación, dada por el canónigo, de beneficios intelectuales que obtendría si leyera libros de historia (II, 363, 29-32).



 

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Sanford Shepard, El Pinciano y las teorías literarias del Siglo de Oro, 2.ª edición (Madrid: Gredos, 1970), pág. 27, señala que la Philosophía antigua poética, para su autor, era una obra de literatura, así como un tratado sobre poesía. Según Shepard, en el sistema clasificatorio del propio Pinciano, es un ejemplo de «poesía dramática».



 

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Forcione, Cervantes, Aristotle, and the «Persiles», pág. 84.



 

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Éste es también el primer contraste de sus dos facetas: primero «¡O, qué necio y qué simple eres!», y después «¡Válate el diablo por villano... y qué de discreciones dizes a las veces!» (II, 72, 6 y 23-25).



 

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III, 374, 14-16. Don Quijote usa una imagen muy parecida: «sobre el cimiento de la necedad no assienta ningún discreto edificio» (IV, 62, 12-13).



 
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