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Está claro por la discusión en I, 101, 11-30 que Cervantes usó la traducción castellana, y no la italiana, publicada en 1538 y reimpresa en 1566.



 

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Aparte de Don Quijote, sólo los menciona al final de El vizcaíno fingido; también hay una referencia a Galaor, hermano de Amadís (mencionado cinco veces en Don Quijote: I, 51, 26-32; I, 173, 17; I, 279, 7; II, 403, 13; III, 57, 18-20) en uno de los textos de «La tía fingida» (III, 276, 10), y las «doncellas de Dinamarca» que visitan Carriazo por la noche («La ilustre fregona», II, 311, 16-312, 24) son las de Amadís, II, 9.



 

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Véase «¿Tenía Cervantes una biblioteca?», en mi Estudios cervantinos, págs. 11-36.



 

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Un estudio completo de este humanista, «catedrático del Estudio desta villa de Madrid», como se describió a sí mismo (Luis Astrana Marín, Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra [Madrid: Reus, 1948-1958], II, 180) es muy conveniente. Hay abundante material: sus publicaciones, su testamento y otros documentos y sus actividades como censor de libros, de las que se encuentran referencias en el tomo 13 de la Bibliografía de la literatura hispánica de José Simón Díaz (Madrid: CSIC, 1984). (Simón no menciona la carta preliminar de Hoyos a la Lira heroica de Francisco Núñez de Oria [1581], citada por Maxime Chevalier, L'Arioste en Espagne [Bordeaux: Institut d'Études Ibériques et Ibéro-Americaines de l'Université de Bordeaux, 1966], pág. 209). Para una introducción véase Américo Castro, «Erasmo en tiempos de Cervantes», Revista de Filología Española, 18 (1931), 329-389, revisado en Hacia Cervantes, 3.ª edición (Madrid: Taurus, 1967), págs. 222-261, y Astrana, II, 164, 171-173, 176-182, 207-208, y III, 129-133 y 263-268. También se trata de López de Hoyos en la nota 112 de este capítulo.

Phyllis S. Emerson ha publicado un utilísimo índice a la biografía de Astrana (Lexington, Kentucky: Erasmus Press, 1978).



 

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Acquaviva era «de muchas letras», y «gustó mucho de algunos cortesanos [de Madrid] de ingenio» (Martín Fernández de Navarrete, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra [Madrid, 1819], pág. 14).



 

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Acerca de su deseo de volver a España, véase Astrana, II, 448.



 

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«Su desseo es continuar siempre en el serviçio de V.M.», encontramos en el famoso Memorial de Cervantes a Felipe II solicitando «un oficio en las Indias» (Astrana, IV, 456). También puede verse su entusiasmo en una carta que le mandó su superior Antonio de Guevara: «vuesa merced procure juntar toda la cantidad [de trigo] que pudiere sin rigor y sin tratar de querer sacarlo de quien no tuviere trigo, porque esto no es justo, de manera que se haga sin ningún ruido ni queja, aunque no se junte toda la cantidad» (Astrana, IV, 263; para más detalles, véase Astrana, IV, 241 y Francisco Rodríguez Marín, Nuevos documentos cervantinos, en su Estudios cervantinos [Madrid: Atlas, 1947], págs. 175-350, en la pág. 343).



 

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«¡Cuántas veces durante su vida Miguel haría el viaje de diez días desde el centro de España a la capital de Andalucía!» (Richard L. Predmore, Cervantes [New York: Dodd, Mead, 1973], pág. 125). Viajaba tanto, por Andalucía por negocios, entre la casa de su mujer en Esquivias y sus propias residencias en Madrid y Valladolid, por no hablar de sus aventuras en el extranjero, que sus biógrafos tienden a señalar cuándo no se desplazaba más bien que lo contrario.



 

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Cervantes escribía La Galatea mientras esperaba noticias de posibles puestos de trabajo, según su carta a Eraso (Astrana, VI, 511-512). En el prólogo de las Ocho comedias declaró que volvió a escribir obras de teatro cuando volvió a su «antigua ociosidad». También, los libros de caballerías, según Pero Pérez, eran escritos por «ingenios ociosos» (II, 86, 1).



 

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Agustín G. de Amezúa y Mayo nos ha recordado que los viajeros no sólo leían por la noche, sino también viajando, aunque habla de ediciones de bolsillo, físicamente mucho más pequeños que los grandes libros de caballerías («Camino de Trento. Cómo se viajaba en el siglo XVI», en sus Opúsculos histórico-literarios [Madrid: CSIC, 1951], III, 212-226, en la pág. 220). Estos libros, sin embargo, también los leían los viajeros, como encontramos en Vergel de oración de Alonso de Horozco (Sevilla, 1544): «El libro que habla de Dios, siendo pequeño, quiebra las manos en tomándole; y los libros vanos llenos de mentiras, pesando un quintal, se van leyendo, según yo vi algún día, quando van por los caminos» (citado por Francisco Rodríguez Marín, Don Quijote, «nueva edición crítica» [Madrid: Atlas, 1947-1949], IX, 60). Una vieja historia acerca de Diego Hurtado de Mendoza, diplomático y autor, dice que en su misión a Italia tomó un ejemplar de Amadís de Gaula, y que este libro, junto con Celestina, constituía todo su material de lectura para el viaje; la anécdota se encuentra en Arte de galantería de Francisco de Portugal, de 1670, citado por Henry Thomas, Las novelas de caballerías españolas y portuguesas, traducción del inglés por Esteban Pujals, anejos de Revista de literatura, 8 (Madrid: CSIC, 1952), pág. 68, y más completa, con la ortografía un poco distinta, en Orígenes de la novela de Menéndez Pelayo, edición nacional, 2.ª edición (Madrid: CSIC, 1962), I, 372, nota 1. Menéndez Pelayo califica la anécdota de «no muy comprobada» (I, 372) y «poco segura» (III, 391, nota 2), y Ángel González Palencia y Eugenio Mele, Vida y obras de Don Diego Hurtado de Mendoza (Madrid: Instituto de Valencia de don Juan, 1941-1943), III, 240, dicen lo mismo, puesto que Mendoza se llevó a Italia una biblioteca entera. Sin embargo, que se contara la anécdota significa algo. Tomás Rodaja, el futuro licenciado Vidriera, seleccionó libros para su viaje a Italia.

Como ocurre con frecuencia, el dato más útil lo encontramos en el mismo Quijote. La «maletilla vieja cerrada con una cadenilla» (II, 83, 1) del huésped de Juan Palomeque se parece mucho a una maleta de Cervantes, puesto que contenía no sólo libros de caballerías y libros de historia, sino también manuscritos de sus obras. Sin embargo, la mención del título «Novela de Rinconete y Cortadillo» (II, 334, 17-18) no significaba nada para los lectores de 1605, y parece, en cambio, un intento de incorporar la realidad a la literatura. Recuérdese que fue en el prólogo de las Novelas ejemplares donde Cervantes habló de sus «obras que andan por ahí descarriadas, y, quizá, sin el nombre de su dueño» (I, 21, 5-7), y que en la perdida colección de Porras de la Cámara, donde se encontraron textos de Cervantes sin indicación del autor, figuraba un texto de «Rinconete».



 
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