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«Las obras impresas se miran despacio» (III, 69, 26).



 

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Tampoco leyó las pruebas del libro. La corrección de pruebas, aunque quizás no fuera tan común como hoy, era algo bien conocido, y por supuesto no se negaba al autor. El corrector oficial se encargaba principalmente de comprobar que el texto impreso fuera el mismo que el que había obtenido una licencia.

Según un corrector oficial, Juan Vázquez del Mármol, de un impresor se esperaba «tener buen corrector que corrija las probas a gusto del autor», «a de sacar dos o tres probas las que se concertaren si el autor quisiere corregirlas» (Condiciones que se pueden poner cuando se da a imprimir un libro [Madrid: El Crotalón, 1983], probablemente es más accesible en Ensayo, IV, 937 de Gallardo y en la Bibliografía madrileña, III, 498-499 de Pérez Pastor). Alejo Venegas se excusó por su apresurada corrección de las pruebas de la primera edición de sus Diferencias de libros, y eliminó cuidadosamente todas las erratas en la segunda edición (véase mi introducción, pág. 46). Agustín G. de Amezúa y Mayo, Cómo se hacía un libro en nuestro Siglo de Oro (1946; recogido en sus Opúsculos histórico-literarios [Madrid: CSIC, 1951], I, 331-373), cita el caso de Vasco Díaz Tanco, que en 1552 rogó a sus lectores que excusaran las «incorrecciones... perdonando al autor muy ocupado, al componedor no culpado y al corrector descuidado» (pág. 354). Jaime Moll indica que el amigo de Lope, Baltasar Elisio de Medinilla, corrigió las pruebas de su Jerusalén conquistada («Problemas bibliográficos del libro del Siglo de Oro», Boletín de la Real Academia Española, 59 [1979], 49-107, en las páginas 80-81). Alberto Blecua, Manual de crítica textual (Madrid: Castalia, 1983), pág. 173, menciona los casos de Boscán y otros, y la tesis principal de Trevor J. Dadson, «El autor, la imprenta y la corrección de pruebas en el siglo XVII», El crotalón, 1 (1984), 1053-68, es que el autor intervenía más a menudo de lo que generalmente se cree. (Como una prueba más de la intervención del autor en el proceso de impresión, podemos citar el caso de las Obras trágicas y líricas del Capitán Cristóbal de Virués [Madrid, 1609], donde encontramos en el fol. 8v que «la ortografía que lleva este libro se puso a persuasión del autor del, y no como en la imprenta se usa». Mariana también se mostró particularmente interesado por la impresión de sus obras, especificando en el contrato de su reedición de su Historia general [reproducido en Cirot, Mariana historien, págs. 183-185], entre otras cosas, que el impresor no podía alterar la ortografía.)



 

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Ya en el prólogo de las Novelas ejemplares, parece que hace alusión a su enfermedad («si la vida no me dexa», I, 23, 15), a la que se refiere claramente en el prólogo del Persiles; en el prólogo de la Primera Parte de Don Quijote, dice sentirse anciano («con todos mis años a cuestas», I, 31, 9-10). Acerca del empleo que Cervantes tenía en Valladolid, del apoyo que tenía de mecenas, y del estado de su economía en general, véase mi «¿Tenía Cervantes una biblioteca?».



 

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Cuando los errores y las incoherencias de un libro se consideran positivos («lunares», en términos de Cervantes), surge un interesante problema editorial. ¿Debe seguirse la supuesta intención del autor y eliminarlos? Mientras que en cierto sentido tenemos libertad para hacer lo más apropiado a nuestros propósitos, no es ético mantener errores que el autor con toda seguridad querría eliminar y que pueden corregirse fácilmente.

Un error importante, la inclusión del robo del asno en el capítulo 23 de la Primera Parte, ha sido corregido (trasladándolo al capítulo 25) por John J. Allen en su edición (Madrid: Cátedra, 1977), y este cambio fue aprobado por E. C. Riley en su reseña (Bulletin of Hispanic Studies, 57 [1980], 346-349). Yo aprobaría también la corrección de títulos de capítulos erróneos (capítulos 10, 29, 30 y 43 de la Primera Parte). Quien esté interesado en estos errores puede encontrarlos en los facsímiles y en las ediciones que los han incluido durante 350 años. Puede satisfacerse el deseo de imaginar a Cervantes como un escritor imperfecto con otros errores, como el de los diversos nombres dados a la mujer de Sancho, que no pueden suprimirse tan fácilmente.



 

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La otra obra de Cervantes en la que la intención expuesta sólo coincide en parte con lo que realmente publicó -las Novelas ejemplares- tiene un interés sólo inferior al de Don Quijote para los lectores y especialistas de hoy. De las novelas, las más interesantes son precisamente aquéllas cuya ejemplaridad es más problemática, como «Rinconete y Cortadillo» y el «Coloquio de los perros».



 

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Véase Anton Ehrenzweig, The Hidden Order of Art. A Study in the Psychology of Artistic Imagination (Berkeley: University of California Press, 1967), para una formulación contemporánea de esta visión de la creatividad.



 

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Propondría que este bello símil de Carroll Johnson se aplicara al ser viviente más complejo: «El Quijote es un maravilloso organismo vivo. Hacer un corte en cualquier parte, tomar una muestra de tejido y examinarlo, es asombrarse por la complejidad de su estructura, el intrincamiento de capilares y de ganglios entrelazados, funcionando en una desconcertante compleja armonía, enviando mensajes, proporcionado alimento, actuando y reaccionando, palpitando con vida». («Organic Unity in Unlikely Places: Don Quijote I, 39-41», Cervantes, 2 [1982], 133-154, en la pág. 133.)



 

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Véase John J. Allen, «Autobiografía y ficción: el relato del Capitán cautivo (Don Quijote, I, 39-41)», Anales Cervantinos, 15 (1976), 149-155, y «Más sobre autobiografía y ficción en el Quijote», Anales Cervantinos, 16 (1977), 253-254 (anticipado en la introducción de su edición, I, 10-16).



 

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Ejemplos obvios de una ambición y un problema: su deseo de escribir el mejor libro de entretenimiento escrito en español (III, 34, 9-18); Avellaneda. La exagerada reacción de Cervantes contra Avellaneda, su juicio equivocado acerca del valor de Persiles y aún más su exageración de su habilidad como escritor de obras teatrales, son elementos clave que aumentan el sentido de humanidad y atractivo que vemos en él. (Que Cervantes tenía una idea exagerada del valor de sus comedias ha sido una de las pocas constantes en los estudios que se han hecho sobre él. Por importantes que puedan ser en teoría, como obras de teatro sus comedias no son muy buenas, prueba de lo cual son las pocas veces que se representan, y varias de ellas nunca se han representado. Pueden encontrarse pruebas del parecer de Cervantes acerca de sus comedias en el discurso del canónigo, en el prólogo de las Ocho comedias, y en el documento citado en el capítulo 2, nota 173.)



 

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Véase III, 31, 9-22, en que se describen las recompensas que finalmente tuvo como resultado de su virtud y en términos («por sola su bondad») que sugieren que fueron mandadas por Dios.



 
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