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La interpretación cervantina del Quijote


Daniel Eisenberg



Para Sarah Clark, Anita Hart, y Bertha Junquera,
estudiantes de mi seminario sobre Cervantes.

Horas alegres que pasáis volando...


Gutierre de Cetina                



¡Felice ingenio y venturosa mano,
quel deleite y provecho puso junto
en juego alegre, en dulce y claro estilo!1



Tu sabio autor, al mundo único y solo2.





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Introducción metodológica

Cada cual tiene el derecho de admirar el Quijote a su manera.


Menéndez Pelayo3                


Estás en tu casa, donde eres señor della...


Don Quijote, I, 30, 8-9                


En este libro estudio la relación entre Don Quijote y su autor, Cervantes. He intentado averiguar cuáles eran sus propósitos al escribir el libro, qué significado creía que tenía y cómo deseaba que se leyera. Aunque no me propuse interpretar el libro, al evaluar la interpretación de Cervantes me he visto obligado a tomar mi propia posición hermenéutica.

Mi método ha sido establecer, en lo posible, el contexto literario y la visión del mundo de Cervantes; como no pueden determinarse sólo a partir de Don Quijote, he utilizado otras fuentes, incluidos sus otros libros. Mi punto de partida, sin embargo, ha sido el enfoque explícito de Don Quijote y la lectura preferida de su protagonista, los libros de caballerías castellanos4. Mi propósito original al reconstruir el punto de vista literario de Cervantes fue entender mejor el humor de Don Quijote, con el que dichos libros están íntimamente relacionados5.

Cuando este estudio se convirtió, inesperadamente, de artículo breve6 en monografía, me di cuenta de hasta qué punto el libro de Cervantes difiere de lo que él quería que fuera. Está más que claro -ahora- que el ataque humorístico a los libros de caballerías es hoy uno de los elementos menos importantes del libro. No vivimos en el siglo XVII, y los libros de caballerías ya no son peligrosos, si es que alguna vez lo fueron realmente. Ya no creemos en reglas literarias, o por lo menos, en las mismas reglas. Abordamos Don Quijote con una visión distinta del mundo, de la sociedad y de la naturaleza y función de la literatura. Un enfoque propio del siglo XVII no sería el adecuado.

No obstante, aunque es posible que la interpretación que un autor hace de su libro sea incompleta, o incluso que lo sea inevitablemente7, creo que es posible averiguar cómo Cervantes interpretó Don Quijote y que el hacerlo es un punto de partida obligatorio8. Las frecuentes referencias de los cervantistas a la intención del autor demuestran que mi tema interesa. En el mejor de los casos, sus formulaciones son incompletas.

No soy el único que opina así. Los estudios cervantinos son tan caóticos, y las posturas tan contradictorias, que cada especialista disiente profundamente de la mayor parte de lo que se ha escrito. Sin embargo, no he tratado, por lo general, la historia de las cuestiones examinadas, que habría aumentado considerablemente el tamaño de este libro. Ya hemos tenido, y recientemente, tres historias críticas de la interpretación del Quijote, y todas ellas han sido objeto de polémica9. Hay ya otros instrumentos adecuados para ayudar a los que deseen adentrarse en los estudios cervantinos10.

Sin embargo, hay una cuestión que obliga a una discusión de las teorías anteriores, y como es preliminar a mucho de lo que sigue, la examinaré ahora. Esta cuestión central es la validez de los puntos de vista del canónigo toledano, quien discute la caballería, la literatura caballeresca y el teatro contemporáneo en los capítulos 47, 48 y 49 de la Primera Parte. ¿Son sus principios y observaciones los de Cervantes? Creo que sí.

El ataque más reciente a la fiabilidad del canónigo es el de Alban Forcione, quien toma la respuesta de Don Quijote como una refutación11; sin embargo, tal como discutiré en el capítulo 3, la respuesta de Don Quijote no es sino un ejemplo de una argumentación defectuosa. Con más convicción, hace ya algunos años, Bruce Wardropper quitó importancia al canónigo y sus puntos de vista12. Alberto Porqueras-Mayo y Federico Sánchez y Escribano ya han calificado su artículo de «totalmente desenfocado»13; E. C. Riley no lo menciona aunque sin duda lo conocía, y yo lo menciono sólo porque Wayne Booth ha criticado a Riley por no discutirlo14.

Hay numerosos errores en este artículo. Que el canónigo sea ambiguo acerca de los libros de caballerías, como correctamente señala Wardropper, es un argumento a favor de su identificación con Cervantes, antes que de lo contrario. Se comprende que el canónigo crea que el libro de caballerías tiene un gran potencial si aceptamos que Cervantes ha escrito una obra de este género, como propongo en el capítulo 2. No veo a Pero Pérez como adulador (pág. 219), ni puede despacharse de esta forma su aprobación del canónigo. Y finalmente Wardropper dice que el canónigo es «una verdadera creación cervantina» y termina manifestando que encontramos «la misma dicotomía en Cervantes [acerca de la comedia] que la que encontramos en el canónigo» (pág. 221).

Si queremos entender las convicciones literarias de Cervantes -y difícilmente encontraremos un tema más básico- estamos forzados a aceptar al canónigo toledano como portavoz. No existe teoría que le excluya y que ofrezca un panorama coherente de las ideas de Cervantes sobre los libros de caballerías, la épica y el teatro. Si lo aceptamos, tenemos donde empezar, y algunas piezas del rompecabezas encajan. Es lo que procuro hacer en este libro.

Tomar un personaje como representante del autor no es tan arriesgado cuando se trata de literatura clásica como lo es en la literatura moderna. Los autores del pasado tenían más claramente un «mensaje» que comunicar a sus lectores, y expresaban sin rodeos cuál era. Aunque los escritores modernos evitan hacerlo, era corriente basar los personajes literarios en personas reales15.

Se atribuye generalmente a Cervantes el haber creado el distanciamiento del autor y narradores y personajes independientes, aunque hay precedentes en libros históricos y de caballerías16. Desde luego, Cervantes hizo mayor uso de estas técnicas, y Don Quijote las habría de popularizar. Sin embargo, el propósito de Cervantes no era esconderse tras una máscara o hacer progresar la literatura per se sino formar a los lectores, enseñarles a reconocer narradores falsos.

Puedo generalizar todavía más. En la novela moderna, no se comienza suponiendo una identificación entre personaje y autor; hay que establecer tal identificación si se produce. Sin embargo, la literatura de períodos anteriores se leía de otra manera. Se daba por supuesto que los puntos de vista del autor coincidían con los de los personajes virtuosos; se habría considerado una pérdida de tiempo, incluso un pecado, escribir ideas que el autor creía erróneas. Sólo se incluían afirmaciones falsas para hacer resaltar más la posición correcta, avalada por el autor. Al estudiar Don Quijote, pues, he adoptado la postura de que todos los personajes son portavoces del autor, a menos que haya indicación de lo contrario, como a menudo acontece.

Pero Cervantes es irónico, me contestarán; no podemos entenderle de una forma tan simple. Sí, Cervantes es irónico, pero no es oscuro, por lo menos no lo es deliberadamente. Es sencillo distinguir las afirmaciones que Cervantes quería que aceptáramos de las que quería que rechazáramos. Cuando Cide Hamete se dirige a su pluma y ataca a Avellaneda, al final del libro, habla en nombre de Cervantes, como todo el mundo acepta. (En este pasaje también se nos dice por qué se escribió el libro.) Cuando dice «¡Bendito sea el poderoso Alá!» (III, 110, 5) no lo hace. Cuando Don Quijote dice a Sancho «Primeramente, o hijo, has de temer a Dios.... Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo(IV, 51, 4-8; también III, 262, 32-263, 1), expresa la posición de su creador. Cuando dice que en respuesta a una llamada de la Corona a todos los caballeros andantes españoles, «tal podría venir entre ellos que solo bastasse a destruir toda la potestad del Turco» (III, 39, 5-7), no lo hace. Cuando Cervantes dice de sí mismo «yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles», y que podía identificar las letras árabes (I, 129, 27-32), podemos creerle. Pero todos sabemos que finge haber buscado, comprado y traducido la obra. En los casos importantes es así de sencillo.

El propio texto guía constantemente nuestra interpretación. Nos dice, por ejemplo, que las observaciones de Don Quijote en el capítulo 1 de la Segunda Parte, entre las que está su hipotético consejo al rey, son «grandes disparates» (III, 49, 21-22); en este capítulo todos -el cura, el barbero y el ama- censuran, de varias maneras, a Don Quijote. A mitad de sus consejos a Sancho, se nos dice que Don Quijote hablaba como una «persona muy cuerda y mejor intencionada. Como muchas vezes en el progresso desta grande historia queda dicho, solamente disparava en tocándole en la cavallería, y en los demás discursos mostrava tener claro y desenfadado entendimiento» (IV, 55, 4-9). Hay que tomar en consideración unas instrucciones tan claras para los lectores.

El contexto cristiano en el que el libro fue escrito también nos ayuda a interpretarlo. Todos tenemos un alma inmortal; todos podemos salvarnos; todos somos hijos de Dios, e iguales ante Él17. Los personajes, entonces, no son calificados de malos, y pocas veces siquiera de buenos. Lo que nos dicen acerca de sí mismos puede ser parcial, manipulado, hasta mentiroso. La clave infalible, mencionada repetidas veces, son sus acciones. Cree en las obras, no en las palabras («Operibus credite, & non verbis», III, 325, 29-30; IV, 152, 9-10); así Dios nos juzgará a todos nosotros, y así hay que juzgar a los personajes de Cervantes18. El problema de la ironía, el punto de vista desde el que hemos de ver a los personajes, se simplifica mucho. Diego de Miranda -un nombre significativo, como tantos otros en el libro19- comparte su dinero con los pobres; Roque Guinart mata. Pero Pérez, a pesar de que se ríe de Alonso Quijano, se toma la molestia de llevarle a casa y le ayuda a recobrar la razón; Sansón Carrasco le insta a «bolver en sí» (IV, 399, 10; adaptado), es decir, a ser loco de nuevo, cuando finalmente está cuerdo.

Con estas condiciones, se puede reconstruir la interpretación cervantina del Quijote. Al releer lo escrito, veo que he considerado que el propio texto nos dice cómo Cervantes quería que se leyera, que estas indicaciones son claras y sinceras, que los personajes y narradores nos comunican cuáles eran los puntos de vista de Cervantes, qué libros había leído, qué temas le interesaban, incluso cuál era su lenguaje y, hasta cierto punto, cómo era su personalidad. También veo que, al documentar mis argumentos, he considerado que las intenciones de Cervantes, en todas sus obras, son más parecidas que distintas20, al igual que lo son sus personajes. De hecho, con las excepciones que quieran mencionarse, todos los personajes de Cervantes son variaciones de un modelo único, el cristiano, próximo a su propia imagen.

Por último, quisiera recalcar que este libro no pretende ofrecer la interpretación de Don Quijote, sólo la cervantina. Mi crítica es autorial, y la habilidad que pueda tener para comprender a Cervantes procede en gran parte de la lectura de libros que él también leyó. Mi conocimiento de estos libros dista mucho de ser completo; nadie ha leído todos los libros que Cervantes leyó, ni creo que nadie lo haga. ¿Quién puede hoy leer a Virgilio, Boyardo, Ariosto, Garcilaso, Ercilla, Juan Rufo, Pedro de Padilla, Cristóbal de Mesa, la Crónica de Juan Segundo, Guzmán de Alfarache, La pícara Justina, la Diana, Diana segunda y Diana enamorada, Amadís de Gaula, Cirongilio de Tracia, Belianís de Grecia y muchos otros? Nadie. Significaría dedicar las horas ociosas a ello, y tenemos otros libros que leer, incluida la ingente literatura posterior. El propio Cervantes sería el primero en desaconsejarlo, pues quería que leyéramos los mejores libros. Sólo restringiéndonos a los escritos antes de 1616, y haciendo de ellos nuestra recreación principal, podríamos repetir sus lecturas. No lo hará nadie. Por ésta y por muchas otras razones, nunca terminaremos de estudiar sus obras. He hecho lo que he podido.

Muchos amigos han leído uno o más de los nueve borradores de este libro21, y han hecho inestimables sugerencias para mejorarlo. Entre ellos figuran Howard Mancing, A. David y Ruth Kossoff, Alan Deyermond, Anthony Close, James Parr, Harvey Sharrer, Thomas Lathrop, Ruth El Saffar, John J. Allen, Gilbert Smith y Ellen Burns. Quisiera agradecerles su gran ayuda, aunque naturalmente soy el único responsable de los errores que quedan. Le agradezco especialmente a Richard Bjornson su continuo estímulo y ayuda, y a los reseñadores de la edición norteamericana la atención que el libro les ha merecido22.

Se separaron algunos artículos que en un borrador eran capítulos de este libro: «Cervantes y Tasso vueltos a examinar», en mi Estudios cervantinos (Barcelona: Sirmio, 1991), págs. 37-56, en el cual alego razones contra el influjo en Cervantes de la teoría literaria italiana, específicamente el debate sobre el romanzo, y señalo los numerosos paralelismos entre la persona de Tasso y el personaje de Don Quijote; «El romance visto por Cervantes», en Estudios cervantinos, págs. 57-82, en el que defiendo que la actitud crítica de Cervantes hacia el romancero es similar a su postura acerca de los libros de caballerías; «Cervantes, Lope y Avellaneda», en Estudios cervantinos, págs. 119-141, en el cual identifico más alusiones a Lope en Don Quijote, defiendo la tentativa identificación de Avellaneda con Jerónimo de Pasamonte propuesta por Riquer, y sugiero varias consecuencias en Don Quijote; «¿Tenía Cervantes una biblioteca?», en Estudios cervantinos, págs. 11-36, en el cual ataco el mito de la pobreza de Cervantes; y «La biblioteca de Cervantes», en Studia hispanica in honorem Martín de Riquer, II (Barcelona: Quaderns Crema, 1987), 271-328, en el cual indico 202 títulos que es probable que Cervantes poseyera, especificando en muchos casos las traducciones y ediciones. Una primera versión del capítulo 2 fue leída en el VIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (Brown University, 1983) y publicada en Anales Cervantinos, 21 (1983 [1984]), 103-117.




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Nota sobre los textos

La falta de una edición crítica y científica de Don Quijote y otras obras de Cervantes es una lacra escandalosa en el cervantismo. Ni existe un acuerdo sobre cómo debería prepararse tal edición. Somos unos reinos de taifas: cada cervantista tiene su edición o su proyecto de edición, cuál más esmerada y cuál menos. Reina la rivalidad y falta la cooperación.

Incluso carecemos de un sistema común de numeración de los textos cervantinos. Cada uno los cita -especialmente Don Quijote- según una edición diferente: fulano por la página de nueva edición Planeta de Riquer, mengano (y hay muchos menganos) por la de su vieja edición Juventud, otros por las ediciones de Murillo, Allen, Gaos, Avalle-Arce, Rodríguez Marín y otros editores. El que quiera leer las actas de un coloquio cervantino y consultar los pasajes citados en ellas tiene que disponer de toda una biblioteca de ediciones. Es un caos que estorba mucho a los investigadores.

Dada esta situación, me he visto forzado a acudir a una edición relativamente inaccesible, pero sí científica: la de Rudolph Schevill y Adolfo Bonilla y San Martín (Madrid: los editores, 1914-1941). Producto de la colaboración de un erudito español y otro norteamericano, no ha recibido nunca el aprecio que merece, y no ha podido reimprimirse23. Para compensar en lo posible la rareza de esta edición he añadido, en el índice de referencias a las obras de Cervantes, una clave de las divisiones internas no sólo de Don Quijote sino de todas las obras de Cervantes que las tienen: parte y capítulo de Don Quijote, libro de La Galatea, libro y capítulo de Persiles, capítulo del Viaje del Parnaso y jornada para las Comedias.

La edición de Schevill y Bonilla no es perfecta, pero es una selección fácil. Es una edición uniforme de las obras completas de Cervantes; las otras ediciones completas accesibles (Aguilar, Juventud y Biblioteca de Autores Españoles) son bien conocidas por sus errores24. Además, la edición de Schevill y Bonilla es la única que presenta las líneas numeradas, una ayuda que me ha resultado indispensable y medida que recomiendo encarecidamente a futuros editores.

El hecho de que tenga notas textuales completas, sin embargo, quita importancia a estas consideraciones. No sólo nos proporcionan Schevill y Bonilla las variantes que se encuentran en distintos ejemplares de la primera edición, y de varias ediciones posteriores, lo cual es importante, sino que nos dicen cuándo han modificado el texto, y esta información es imprescindible. Editores más recientes enmiendan tácitamente, y cada uno se guía por criterios distintos, puesto que las enmiendas varían de una edición a otra25. La experiencia me ha demostrado los riesgos de trabajar con un texto tácitamente corregido.

John J. Allen ha criticado la edición de Schevill-Bonilla por ser «innecesariamente arcaica»: su ortografía podría modernizarse sin que se produjera ninguna pérdida significativa26. Aunque para fines eruditos el conservadurismo editorial es muy preferible a lo contrario, la crítica de Allen está justificada. Schevill y Bonilla no son coherentes, por ejemplo, en la cuestión de los acentos. Los primeros tomos de su edición usaron el acento grave original (hablò), que pronto abandonaron. Se añadieron acentos agudos según el sistema español moderno en las palabras homónimas, para evitar la ambigüedad, pero no se añadieron a las palabras que no eran ambiguas. Si Cervantes hubiera usado acentos, habríamos podido adoptar su sistema; por lo que se sabe, no usó ninguno27, y la acentuación moderna no distorsiona al autor. La diéresis sobre la u(ü), desconocida en el Siglo de Oro, indica la pronunciación correcta de un par de signos que se prestan a confusión, gu, y puede ser una ayuda importante en palabras ahora en desuso (güero).

Hay que señalar que el texto de Schevill y Bonilla fue modernizado en otros aspectos, además de la acentuación. La puntuación de las ediciones originales desapareció28, las abreviaturas fueron resueltas y la s alta (f) fue reemplazada por la baja. Pero aunque modernizaron f/s, conservaron otros pares que no eran más significativos. Respetaron el uso de u y v; en aquella época se usaba v como vocal o consonante al principio de palabra (vna), y u tenía las mismas funciones en mitad de palabra (lleuar). No se ha propuesto nunca que el distinto uso de u y v en el español del Siglo de Oro tuviera significado fonético. Amado Alonso los llamó «dos dibujos de una sola letra»29. El sistema moderno, que usa v como consonante y u como vocal, es más sencillo y claro. Elimina una pequeña pero enojosa barrera que separa al lector del texto; esta ventaja no tiene ningún coste. Lo mismo pasa con los pares i/j y i/y.

Por estas razones he modificado el texto de Schevill y Bonilla añadiendo acentos modernos y diéresis, y modernizando los pares u/v, i/j y i/y. He modernizado de la misma forma textos tomados directamente de ediciones antiguas, pero no he creído conveniente modernizar textos tomados de ediciones de otros editores más recientes. También, después de largas meditaciones, he decidido modernizar las consonantes en los títulos de las obras cervantinas.

La cursiva para dar énfasis en las citas de Cervantes es siempre mía.






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Capítulo I

Cervantes y los libros de caballerías castellanos


La caterva de los libros vanos de cavallerías...


I, 38, 29-30.                


Lo primero que hizo fue ir a ver sus libros...


I, 108, 10.                


El prólogo de la Primera Parte de Don Quijote nos dice que «si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro...es una invectiva contra los libros de cavallerías» (I, 36, 31-37, 3), que Cervantes tenía «la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos cavallerescos libros» (I, 38, 4-5). La Primera Parte termina con una larga discusión de los libros de caballerías, que se extiende a lo largo de varios capítulos. La Segunda Parte empieza con una discusión sobre el mismo tema, y Cide Hamete nos dice en la última frase de la obra que «no ha sido otro mi desseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de cavallerías» (IV, 406, 8-11). El protagonista, nos enteramos en el primer capítulo, ha tomado sus nociones de la caballería andante de dichos libros (I, 53, 5-12), y la premisa de toda la obra es su deseo de ser un caballero andante perfecto (I, 351, 6-8). Su identificación con los libros, en cuanto a la caballería, es total30. Es, por lo tanto, correcto que empecemos nuestro estudio de Don Quijote examinando la relación de Cervantes con el género.

¿Hasta qué punto conocía Cervantes los libros de caballerías castellanos31, una «sabrosa leyenda» (I, 343, 10) según muchos personajes de Don Quijote? Son abrumadoras las pruebas de que los conocía muy bien, de que, como el canónigo, había leído por lo menos parte de «todos los más que ay impressos» (II, 341, 2-3)32, y que le habían deparado «algún contento» (II, 362, 19-20)33. En ninguna otra obra se tratan los libros de caballerías tan extensa o profundamente, ni menciona nadie tantos títulos. La larga, elocuente y apasionada defensa del potencial del género que pronuncia el canónigo (II, 343, 23-346, 23) es única. Incluso con nuestro conocimiento imperfecto de las fuentes caballerescas de Cervantes, es evidente que los conocía extensa y directamente y que le influyeron mucho. Alude a detalles de los libros de caballerías, desde el insignificante Fonseca de Tirant lo blanc (I, 101, 20) a la torre navegante de Florambel de Lucea (II, 342, 8-10)34. Se perciben diferencias en la calidad de los libros35; dos de ellos, Amadís de Gaula y Palmerín de Inglaterra, son objeto de grandes elogios en el examen de la biblioteca de Alonso Quijano (I, 96, 16-21 y 100, 3-18)36. Se puede concluir, por lo que dice en Don Quijote, que Cervantes tenía una opinión favorable de al menos otros dos, Belianís de Grecia y el Espejo de príncipes y caballeros37. Conocía Amadís lo suficientemente bien para indicar que un nombre sólo se menciona una vez (I, 279, 6-11)38, lo cual indica que, como Alonso Quijano, lo había leído con gran atención, y seguramente más de una vez. La mayoría de las aventuras de Don Quijote, como la de los rebuznadores, por mencionar una (Segunda Parte, capítulos 25 y 27), se burlan de las aventuras narradas en los libros de caballerías; la lengua, el estilo y la forma de la narración, todo muestra su influencia39. Un conocimiento tan amplio implica que durante cierto tiempo Cervantes se había familiarizado con los libros de caballerías, y que había disfrutado con ellos.

Sin embargo, cuando escribió Don Quijote, Cervantes opinaba que los libros de caballerías castellanos tenían graves defectos. En Don Quijote hay demasiadas críticas explícitas e implícitas a los libros de caballerías, críticas que concuerdan y se complementan, para permitir otra conclusión. Los libros podrían ser buenos -«si me fuera lícito agora y el auditorio lo requiriera, yo dixera cosas acerca de lo que han de tener los libros de cavallerías para ser buenos», dice el cura (II, 86, 30-87, 1)- pero no lo son. Están de acuerdo en este aspecto, los narradores y los personajes más sabios: el cura, el canónigo, Diego de Miranda. Los libros son mentirosos, «tan lexos de ser verdader[o]s como lo está la mesma mentira de la verdad» (II, 361, 32-362, 1)40. Si se usaran correctamente, «para entretener nuestros ociosos pensamientos» (II, 86, 21-22) se podrían tolerar -los libros por sí mismos son «inocentes» (I, 96, 4-5; compárese IV, 14, 23-25)- pero muchos, entre ellos personas inteligentes, los tienen por verdaderos. Ni como mentiras son buenos, señala el juicioso canónigo41 (II, 341, 14-342, 30); muchas voces coinciden en calificar los libros de disparatados42. Su monotonía -«tanta mentira junta, y tantas batallas y tantos encantamentos, que quitan el juizio» (II, 86, 17-19)- es abrumadora. El canónigo se queja de la monotonía de los libros con mayor detalle43, y añade una acusación más grave: no instruyen a los lectores (II, 341, 7-14; también II, 363, 29-32 y 364, 31). Además, tienen defectos de lenguaje y estructura44.

Los entusiastas de los libros de caballerías son personajes imperfectos. Dorotea45 y Juan Palomeque son ignorantes. Los duques viven a base de préstamos y trampas46. El primo de la Segunda Parte, capítulo 22, «muy aficionado a leer libros de cavallerías» (III, 277, 25-26), malgasta su talento. El paladín de dichas obras, el protagonista, ha perdido el contacto con la realidad. El texto nos informa que los libros de caballerías han sido la causa de su locura, limitada al tema de la caballería (II, 361, 21-23; IV, 55, 4-9).

Que un buen conocedor de los libros los atacara es posible. Martín de Riquer ha propuesto una explicación: que Cervantes había leído los libros de caballerías cuando era joven47. Esta sugerencia es plausible; consta que Juan de Valdés y Fernández de Oviedo los leyeron de jóvenes y los desdeñaron después48. Los libros de caballerías eran, en parte, lectura juvenil49.

El hecho de que Cervantes conociera las primeras obras del género también sugiere que eran lecturas de juventud. El ejemplo más evidente, aunque no el único, es Tirant lo blanc, obra cuya traducción castellana de 1511 conocía muy bien50. Es más probable que libros antiguos se leyeran en fechas tempranas.

Pero creo más probable que Cervantes, como el canónigo, leyera y rechazara estos libros cuando ya era maduro. Cervantes no nos deja reflejos de tales lecturas en sus primeras obras (La Galatea, comedias y poemas sueltos)51. Sus comentarios sobre los libros de caballerías son minuciosos, agudos y apasionados; es difícil aceptarlos como recuerdos de lecturas juveniles, y el conocimiento que tiene de las primeras obras del género puede explicarse mejor como el de un coleccionista y bibliófilo52.

Los libros de caballerías atraían a los que seguían o querían seguir la vida de armas. No sabemos si éste fue el deseo del joven Cervantes, aunque sus estudios con López de Hoyos53 y su servicio en Italia con el cardenal Acquaviva54sugieren otra orientación. Lo que no se puede negar es que el Cervantes maduro simpatizaba con los soldados y se enorgullecía de su servicio militar. Su herida, su deseo de volver a España y su cautiverio, más que un cambio de opinión, le llevaron a abandonar su carrera militar55. En su empleo posterior como proveedor de la Armada y recaudador de impuestos, con el que continuaba su apoyo a las fuerzas militares españolas como civil56, frecuentemente se ausentaba de su casa57. Viajando por el sur de España, podía muy bien haberse encontrado ocioso. Alguien al que le gustara mucho la lectura (I, 129, 27-29) habría podido dedicarse a leer y a escribir58, para ocupar sus horas de ocio; los viajeros a menudo llevaban lecturas y, entre ellas, libros de caballerías59. En las obras de Cervantes la lectura es principalmente una actividad rural, como lo es históricamente la de los libros de caballerías60; en Don Quijote se asocian la lectura de los libros de caballerías y la ociosidad seis veces61, y hay también pruebas externas62. No había muchas otras diversiones en Écija, Castro del Río o, para el caso, Esquivias63.

Si Cervantes, como creo, poseía una importante biblioteca con estos y otros libros, los habría acumulado después de su vuelta a España en 1580, que coincidió con una oleada de ediciones de los libros de caballerías64. Los biógrafos a menudo se han preguntado qué ocupaba la mente de Cervantes en la década de 1590 y finales de 1580 cuando no escribía65; una conjetura razonable es que leía.

Cuando quiera que adquiriese sus vastos conocimientos de los libros de caballerías, Cervantes, como el canónigo, opinaba que tenían defectos. Podemos, pues, aceptar que la declaración de propósitos citada al principio de este capítulo fue sincera. Por supuesto, hay en Don Quijote temas secundarios, como la importancia de la verdad y la del matrimonio, pero están íntimamente relacionados con los defectos de los libros de caballerías, como se discutirá más adelante. Especialmente en la Segunda Parte, Cervantes parece querer aprovecharse del interés de los lectores por las locuras de Don Quijote y por las sandeces de Sancho (IV, 65, 4-5) para darles «mucha Filosofía moral» junto con el «mucho entretenimiento lícito» (III, 15, 4-7). Sin embargo, se permitió mayor libertad porque los libros de caballerías ya decaían gracias a su Primera Parte66, y tanto la filosofía moral como el entretenimiento eran precisamente lo que, según el canónigo, faltaba a los libros de caballerías.

Propongo, por tanto, que aceptemos las palabras de Cervantes literalmente. Hay varios razonamientos a favor de esta postura. En el texto se subraya la importancia de las intenciones: lo que más necesita Sancho para ser un buen gobernador es «buena intención», declaran el canónigo y Don Quijote (II, 375, 14-15; III, 405, 16-17); «mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines», dice Don Quijote (III, 391, 2-3)67. Un autor que con frecuencia se refiere a las intenciones de sus personajes debe de haber reflexionado sobre las suyas, y si ataca a las mentiras incluso con mayor frecuencia, como lo hace también en otras obras68, tenemos una poderosa razón para creer que Cervantes decía la verdad.

Cervantes, además, era un escritor que decía las cosas claras, y otras declaraciones suyas acerca de cómo quería que los lectores le interpretaran son totalmente de fiar. No puedo mejorar la formulación de Oscar Mandel: «Quizás, como se ha sugerido alguna vez, Cervantes tenía opiniones acerca de la religión y el estado que no se atrevía a publicar69. Pero cuando el tema no era peligroso, Cervantes era transparente. Pocos autores ponen los puntos sobre las íes con más cuidado que él. Cuando Sancho dice algún dislate, alguien -y si no, el mismo Cervantes- nos dice que Sancho acaba de "hacer un chiste". Cuando Sancho gobierna su ínsula con prudencia, tenemos a un mayordomo que nos lo dice, por si no nos damos cuenta. Cuando se le hace una mala pasada a Don Quijote o cuando Don Quijote tiene una de sus alucinaciones, Cervantes viene inmediatamente en ayuda nuestra: "La verdad del caso... es". Cuando de vez en cuando intenta ser irónico... es pesado. Explica sus chistes tan inocentemente como se felicita por su genio. Si Don Quijote no toma una posada por un castillo, Cervantes señala que no ha tomado una posada por un castillo. No puede disimular su alegría por el éxito de la Primera Parte.... Siempre que Don Quijote diserta sobre la vida y las letras, un coro aplaude su sabiduría; y siempre que Sancho está encantador, alguien nos dice que está encantador. El hecho de que use muchos proverbios es cuidadosamente notado. En resumen, para que no haya demasiados testimonios, Cervantes nos "prepara" para aceptar lo que afirma.»70

Las unánimes y bien documentadas críticas de los primeros lectores, algunos de los cuales tuvieron acceso no sólo a Don Quijote sino al propio Cervantes, apoyan la teoría de que la intención de Cervantes era efectivamente atacar los libros de caballerías. Entre estos lectores figuran los autores de ambas aprobaciones: «cumpl[e] con el acertado assunto en que pretende la expulsión de los libros de Cavallerías, pues con su buena diligencia mañosamente a limpiado de su contagiosa dolencia a estos reinos», dice Valdivielso (III, 17, 21-25); «su bien seguido assunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de Cavallerías, cuyo contagio avía cundido más de lo que fuera justo», dice Márquez Torres (III, 19, 11-14), cuya aprobación probablemente la redactó el propio Cervantes71. Según Avellaneda, Cervantes «no podrá, por lo menos, dexar de confessar tenemos ambos un fin, que es desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de cavallerías»72. Tirso, Faria y Sousa, Calderón, Gracián, Matías de los Reyes, Bartolomé de Góngora, Luis Galindo, Nicolás Antonio y otros escritores del siglo XVII se refieren a Don Quijote como un ataque -un ataque afortunado- contra los libros de caballerías73. Los primeros traductores del libro al francés y al italiano dicen lo mismo74, al igual que estudiosos anteriores de los libros de caballerías75.

Finalmente sugiero en defensa de Don Quijote como un ataque contra los libros de caballerías, el hecho de que a pesar de dos siglos de estudio ansioso no se haya llegado a ningún acuerdo sobre otro propósito de Cervantes. Examinar algunas razones de la resistencia moderna a las claras declaraciones de propósito de Cervantes, que no eran problemáticas para sus contemporáneos, puede ayudar a establecer el orden en los caóticos estudios cervantinos.

En primer lugar, las declaraciones explícitas de los propósitos del autor están, en la actualidad, completamente pasados de moda. Aunque muchos están de acuerdo en que la literatura debería ser, en cierto sentido, didáctica, y en que la literatura clásica siempre lo es, nos gustan los mensajes sutiles, y preferimos descifrarlos, como si el libro fuera un rompecabezas. Es de la vida misma de donde queremos sacar una lección, y la autoridad del novelista deriva de lo que ha vivido, no de lo que ha pensado o leído. Queremos que nos ofrezca una estampa de la vida, y si estamos dispuestos, sacaremos algún beneficio de él; lo máximo que aceptamos es que oriente sutilmente nuestra interpretación. El respeto a la sabiduría, a la autoridad, a la razón y a la palabra escrita es, gústenos o no, mucho más tenue que en la época de Cervantes. Un autor que nos diga lo que su texto significa adopta una postura de superioridad, y no es el papel que queremos que desempeñe.

Más importante, sin embargo, ha sido la evolución de la literatura desde 1605. Hace tiempo que los libros de caballerías han desaparecido -desde el siglo XVIII nadie los lee sin leer antes a Cervantes- y los lectores modernos de Don Quijote empiezan con una perspectiva distinta de la de Cervantes y sus contemporáneos76. Como la naturaleza y la atracción del género nos son remotas, y sus pretendidos defectos una cuestión caduca, los lectores han encontrado otros valores en el texto, que naturalmente los tiene. Esta lectura moderna ha sido proyectada hacia atrás y recae sobre el autor: es decir, si Don Quijote no se explica sólo como una invectiva contra los libros de caballerías, postura con la que la mayoría de los lectores modernos estarían de acuerdo, el autor por lo tanto no quiso que lo fuera. Los libros de caballerías eran una literatura tan mala -una conclusión que se saca exclusivamente de los comentarios que hay sobre ellos en Don Quijote- que Cervantes no habría empleado su talento para atacarlos; ésta habría sido una meta trivial, indigna de un gran autor. Los libros de caballerías desaparecieron después de Don Quijote77; por lo tanto estaban ya casi moribundos, y Cervantes no habría azotado el aire, como a veces se dice. Nos enfrentamos a un error de historia literaria.

En parte, deriva esta confusión de una apreciación inadecuada del papel de los libros de caballerías en la España del siglo XVI78. Estos libros constituían la principal lectura de recreo y evasión de una época que tenía unas oportunidades de diversión mucho más limitadas que hoy. No sólo reflejaban valores; ayudaban a formarlos, y a excepción de la erudición, no hay rama de la cultura de la España del siglo XVI para la que no sean importantes79. Los libros de caballerías sugerían a los ociosos y futuros soldados que era más agradable y viril derrotar a los enemigos con las armas que con las palabras, y que los no cristianos eran enemigos y malas personas80. Acentuaban lo agradable y minimizaban lo desagradable de las expediciones a partes del mundo poco conocidas81, y crearon los nombres «California» y «Patagonia» para designar territorios entonces recién descubiertos82. Carlos V era aficionado a ellos83, y no sólo fue el rey predilecto de Cervantes84, sino que dirigió la mayor expansión española de todos los tiempos. La considerable influencia de los libros de caballerías en la literatura -las crónicas de Indias85, la poesía épica, las novelas pastoriles86, las llamadas picarescas87 - no se ha examinado adecuadamente88. Los leían incluso futuros santos: el joven Loyola, antes de fundar los Jesuitas, la cuasimilitar orden de los «soldados de Cristo», móvil y con espíritu práctico, era «muy dado a leer libros mundanos y falsos, que suelen llamar de caballerías»89, y la gran reformadora y mística Teresa de Jesús, «inquieta y andariega», como la describió un contemporáneo suyo90, fue, de niña, también muy aficionada a ellos91. Los libros de caballerías eran demasiado caros, por lo menos durante la primera mitad del siglo XVI, para la clase baja, pero cuando los pobres y los analfabetos los oían leer en voz alta, les gustaban tanto como a los nobles92. Los libros producían adicción, lo que explica su abundancia y en parte su peligro93.

Los libros de caballerías eran muy populares, pero casi desde el principio había una oposición a ellos. No era tanto una cuestión de defectos literarios, encontrados por teóricos tales como Sánchez de Lima y López Pinciano94, sino que más bien se les criticaba por los efectos sociales que producían: los libros de caballerías eran considerados peligrosos. Muchos escritores serios comentaron el daño que causaron95. Apartaban la atención de los lectores de la importantísima salvación de sus almas, y no sólo ocupaban tiempo que podía dedicarse a lecturas históricas o religiosas, sino que con sus falsedades hacían que este tipo de lectura no interesara96. Los libros quitaban importancia al saber y a la autoridad establecida, y fomentaban la aventura por encima del estudio y las empresas individuales por encima de las colectivas: eran historias de jóvenes enajenados, aunque poco intelectuales.

Pero su peor defecto era que embellecían el amor, y separaban la sexualidad del fin reproductor. En los libros de caballerías la aprobación paterna o institucional no era necesaria para el matrimonio y el subsiguiente goce; el matrimonio podía ser contraído ante Dios, con una criada por único testigo97. Incluso este matrimonio secreto se presentaba como opcional98. «Está muy notorio el daño que en estos reinos ha hecho y hace a hombres mozos y doncellas... leer... Amadís y todos los libros que después dél se han fingido de su calidad y letura», dijo la petición de las Cortes que en 1555 solicitó, sin éxito, que se prohibiese no sólo la publicación sino también la lectura de los libros99. Muchos, entonces, creían que los libros de caballerías eran «en daño de las buenas costumbres» (III, 200, 20), «perjudiciales en la república» (II, 340, 31), populizadores de un «nuevo modo de vida» (II, 362, 26-27). Cervantes no fue el primero en creer que había que eliminarlos, ni mucho menos.

Tampoco fue Cervantes el primero en tomar medidas en contra de ellos. Un camino que se siguió fue la composición y publicación de lecturas alternativas; eso va mucho más allá del conocido caso de la Caballería celestial y otros libros de caballerías a lo divino100. Fray Luis de León escribió y publicó De los nombres de Cristo (Salamanca, 1583) como substituto de «la lección de mil libros, no solamente vanos, sino señaladamente dañosos, los cuales, como por arte del demonio, como faltaron los buenos, en nuestra edad, más que en otra, han crecido»; alude claramente a los libros de caballerías101. Malón de Chaide, en el prólogo de su Conversión de la Magdalena, revela aún más claramente el mismo propósito102.

Muchas obras históricas y semihistóricas se escribieron con el mismo propósito. Se deduce fácilmente de la Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes de Pérez de Hita, comúnmente conocido por las Guerras civiles de Granada, y también se ha visto el mismo motivo oculto en las historias del Nuevo Mundo (supra, nota 83). Sin embargo, este propósito es a menudo explícito. La abreviación del Paso honroso de Juan de Pineda (Salamanca, 1588), «escripta con gran rigor de verdad», fue publicada para que «los Caballeros de nuestro tiempo... quietassen de aventura tan peligrosa como la de los libros de caballerías fingidas»103, y Jerónimo Ramírez, en el prólogo de la Mexicana de Gabriel Lasso de la Vega (Madrid, 1954), explica a los lectores que el autor «no ha querido perder el tiempo, celebrando fabulosas aventuras de caballeros incógnitos, como muchos lo han hecho»104. Bernardino Mendoza publicó sus Comentarios... de lo sucedido en las guerras de los países bajos, desde el año de 1567 hasta el de 1577 (Madrid, 1592), para que «tengan [los soldados españoles] libros para poder dexar los de ficciones»105. Una de las razones por las que Juan Sánchez Valdés de la Plata escribió su Corónica y Historia general del hombre (Madrid, 1598) fue «porque viendo yo; benigníssimo y discreto lector, que los mancebos y doncellas, y aun los varones ya en edad y estado, gastan su tiempo en leer libros de vanidades enarboladas, que con mayor verdad se dirían sermonarios de Satanás, y blasones de caballería, de Amadi[s]es y Esplandianes, de los cuales no sacan otro provecho ni doctrina, sino en hacer hábito en sus pensamientos de mentiras y vanidades; que es lo que más codicia el diablo, y siendo tanta la afición que tengo a los que leen y quieren aprovechar en las escrituras, ha bastado para hacer esta obra, con la cual los aficionaré a leer en ella y en los autores que en ella alego, y los apartaré de las grandes vanidades y mentiras»106. Parece probable que incluso unas crónicas fueran recobradas y publicadas con el objetivo de atraer al mismo tipo de lectores. La Crónica de Juan Segundo, por ejemplo, con una portada típicamente caballeresca, fue publicada en 1591 por primera vez desde 1543; el editor fue Juan Boyer, quien con su hermano Benito había publicado anteriormente varios libros de caballerías107. Lo mismo debió de ocurrir con la Crónica del Gran Capitán (Sevilla, 1580 y 1582; Alcalá, 1584)108.

Estas lecturas alternativas atraían a Cervantes109; sin embargo, su caso no fue típico. No hay ninguna indicación de que estas publicaciones reemplazaran las lecturas caballerescas excepto entre aquellos que ya tenían cierta disposición intelectual o moral110. No sorprende, pues, que los que se oponían a los libros de caballerías sintieran la necesidad de utilizar medidas legales contra ellos. En 1531 se prohibió su envío al Nuevo Mundo, supuestamente más vulnerable. Esta prohibición fue reiterada varias veces111. En la Península, no se prohibió nunca la lectura de los libros, según habían pedido las Cortes de 1555. Tampoco se prohibió totalmente su publicación, como se solicitó en 1555, como el humanista toledano Alvar Gómez de Castro recomendó al Santo Oficio, probablemente a finales de la década de 1570112 y como se recomendó a las Cortes unos veinte años después113. Sin embargo, su publicación tropezó con numerosos obstáculos legales durante el reinado de Felipe II.

No se publicó jamás ningún libro de caballerías en Madrid, hecho que Pérez Pastor atribuye a la hostilidad de las autoridades eclesiásticas locales114. Los libros nuevos tenían que publicarse fuera de Castilla115, y sólo se publicaban en ella reediciones y continuaciones, que evidentemente se consideraban menos ofensivas116. Ni siquiera esas tuvieron carta blanca: después de 1564 las obras del licencioso Feliciano de Silva fueron publicadas en Zaragoza, Valencia, Bilbao, Évora y Lisboa: en cualquier lugar menos en Castilla. Primaleón fue publicado dos veces en Lisboa y una en Bilbao, pero no en Castilla después de 1563. Lepolemo, el Caballero de la Cruz, también apareció por última vez en 1563, con un colofón falso y sin fecha añadido a hojas impresas entonces pero distribuidas más tarde.

Entre 1564 y 1575 no se publicó ningún libro de caballerías en Castilla, pero después de dos ediciones de Amadís en 1575 y de las Partes III y IV de Belianís en 1579, en 1580 empezó una gran oleada de ediciones, con dos, tres o cuatro publicaciones al año. Después de 1588 esta oleada de publicaciones terminó bruscamente117. Lo que esta pauta indica no es un profundo cambio en los gustos del público, sino más bien una alternancia de períodos de tolerancia y de prohibición. Como Marco Antonio de Camos escribió en su Microcosmia y gobierno universal del hombre cristiano (Barcelona: Pablo Malo, 1592), «mejorado se ha el tiempo, en lo que toca a sacar a luz libros vulgares.... Razón era que nos acatásemos algún día los que vivimos en la República Cristiana, del mucho daño y poco provecho que estos libros y otros tales hacen en ella»118.

Sería un error, sin embargo, deducir que los impedimentos a la publicación de los libros de caballerías en Castilla significaban que faltaba demanda. Indican lo contrario, y el hecho de que los libros de caballerías continuaran publicándose fuera de Castilla lo indica también119. Hay muchas pruebas adicionales: está fuera de duda que los libros de caballerías conservaban una notable popularidad a principios del siglo XVII, por no decir nada de los últimos años del siglo XVI, en los que probablemente surgió la idea de Don Quijote120. Un portugués que visitaba la capital, Valladolid, cuando se publicó Don Quijote se refiere muchas veces a ellos121; Mateo Alemán menciona, en la Segunda Parte del Guzmán de Alfarache (1604), la lectura de los libros de caballerías122, y aparecen en 1604 y 1608 lectores que conocen los títulos de varios de ellos123. Las continuas críticas de los moralistas, que incluso iban en aumento, documentan la atracción que los libros de caballerías todavía ejercían124. Los documentos relativos al comercio de libros de finales del siglo XVI y principios del XVII demuestran su continua difusión125. Martín Sarmiento, el erudito más cercano en el tiempo, afirmó de modo inequívoco que «por los años mil seiscientos todos leían Libros de Caballería[s]» (Noticia, pág. 135). El hecho de que Don Quijote no aboliera completamente la lectura de los libros de caballerías126 es una prueba de su popularidad en la época en que se publicó; figuran en los inventarios de bibliotecas particulares127 y en el comercio de libros128 hasta algún tiempo después. Suárez de Figueroa aconsejaba no leer dichos libros en su Pasajero, publicado en 1617129; Juan Valladares de Valdelomar aún creía necesario ofrecer lecturas alternativas después de Don Quijote130; Lope de Vega alabó los libros de caballerías en una dedicatoria de 1620131; Salas Barbadillo satirizó en 1627 a un «pobre y desvanecido hidalgo..., gran lector de libros de caballerías», y en su Coronas del Parnaso, publicado en 1635, a un «perro caballero andante» burlesco, Don Florisel de Hircania y Grecia132; un buen número de obras de teatro del siglo XVII se basaron en libros de caballerías133; Gracián todavía los atacaba en el Criticón (1653)134; y Benito Remigio Noydens, según la portada de su Historia moral del dios Momo de 1666, todavía ofrece «destierro de novelas y libros de caballerías». Evidentemente, los libros de caballerías no habían muerto ni mucho menos cuando Cervantes escribió la Primera Parte de Don Quijote. Los intelectuales los rechazaban, pero siempre lo habían hecho. Fueron efectivamente «aborrecidos de tantos y alabados de muchos más» (I, 38, 6-7). Su extinción es previsible para nosotros, acaso, pero no lo hubiera sido para ningún contemporáneo135.

Es fácil entender por qué todos los que se preocupaban por los libros de caballerías consideraban el principio del siglo XVII especialmente peligroso. Al acceder al trono Felipe III, se suprimieron las restricciones establecidas por su padre, el sobrio Felipe II. Mientras que no se había publicado ningún libro de caballerías en Madrid ni ninguno nuevo en Castilla durante casi 50 años, en 1602 se publicó, en la Corte, un libro nuevo, Policisne de Boecia136. También fueron reeditados, después de cuarenta años, algunos relatos cortos caballerescos137. Especialmente significativo para Don Quijote, considerando las referencias al Marqués de Mantua en los capítulos 5 y 10 de la Primera Parte, fue la publicación en 1598 por primera vez en Castilla desde 1563138, de la colección de Jerónimo Tremiño de Calatayud de tres romances populares que tratan de esta figura.

Por lo tanto, los libros de caballerías no sólo conservaban su popularidad, sino que podían haberse considerado una especial amenaza precisamente en la época en que Don Quijote se escribía. ¿Por qué, sin embargo, batalló Cervantes contra ellos? No hay pruebas que demuestren que hubiera observado de forma directa consecuencias perjudiciales cuando «el vulgo ignorante venga a creer y a tener por verdaderas tantas necedades como contienen» (II, 362, 27-29), aunque es una hipótesis atractiva y hay pruebas de que el vulgo hacía justamente eso139. Es igualmente posible mantener, de nuevo sin ninguna confirmación, que, ya que los libros podían «turbar los ingenios de los discretos y bien nacidos hidalgos» (II, 362, 31-32), el propio Cervantes había sentido los efectos perjudiciales de los libros. No obstante, hay otras causas, bien documentadas, que explican su deseo de «deshazer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de cavallerías» (I, 37, 19-21). Son: el interés de Cervantes por la literatura, sus aspiraciones como escritor y por encima de todo, su religiosidad, patriotismo y preocupación por la verdad.

Ningún escritor español, antes o después, se ha preocupado tanto por la literatura española como Cervantes. Incluso dejando aparte los extensos discursos sobre la literatura que encontramos en Don Quijote, nadie nombra a tantos autores ni, a tan gran escala, distingue los buenos de los malos. Un libro (el Viaje del Parnaso) y un largo poema incluido en otro (el «Canto de Calíope», en el Libro VI de La Galatea) son presentaciones patrióticas de los muchos méritos y -en aquél- de los defectos ocasionales de la literatura española. Es lógico, dado su interés por la literatura, que atacara la que le pareciera defectuosa y peligrosa.

El «Canto de Calíope» y el Viaje del Parnaso son, naturalmente, discusiones sobre la poesía (literatura), incluidas muchas obras en prosa. Sin embargo, los libros de caballerías no se presentaron nunca como literatura, sino como obras históricas140, y en este aspecto Cervantes es especialmente firme. Su pasión por la verdad en la historia no podía expresarse más claramente: «dev[en] ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apassionados, y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer el camino de la verdad» (I, 132, 26-29). La historia no es sólo «émula del tiempo, depósito de las acciones» y «testigo de lo passado», es también «exemplo y aviso de lo presente» y «advertencia de lo por venir» (I, 132, 30-133, 1; también I, 178, 7-22). La falta de verdad en la historia también es una ofensa a Dios: «La historia es como cosa sagrada, porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad está Dios»141; por tanto los libros de caballerías son heréticos, promulgadores de un error religioso142. Teniendo en cuenta las referencias a los verdaderos héroes españoles que se encuentran en Don Quijote (II, 83, 32-84, 18; II, 363, 12-364, 2), podemos concluir que Cervantes creía que la lectura de los libros de caballerías, historias falsas, era perjudicial para la grandeza de España, y lo que era perjudicial para la grandeza de España era contrario a la voluntad divina.

Ahora bien, si Cervantes era escritor y sabía cómo escribir un buen libro de caballerías (pasaje citado en la pág. 4), y si se sentía particularmente ofendido con los que había, que falsamente proclamaban su historicidad, ¿por qué no los combatió escribiendo uno? Podía ofrecer así una lectura alternativa a todos los que eran «apassionados desta leyenda» (II, 346, 19-20), subsanando la falta de «honesto entretenamiento» del que se quejaban Diego de Miranda (III, 201, 21-26) y el canónigo (II, 353, 11-20; también II, 350, 32-351, 3). Creo que Cervantes lo hizo.

Los cervantistas hace tiempo que sospechan que la famosa descripción que hace el canónigo del incompleto libro de caballerías ideal (II, 343, 23-346, 23) se refiere a una obra ya existente. «Sería muy propio del sentido de humor de Cervantes y de su ingenio irónico, el proponer como futuro modelo literario, por boca del canónigo, una obra que ya tenía escrita», dice Juan Bautista Avalle-Arce143. Desde Schevill y Bonilla se supone que el canónigo describe el Persiles144, y Avalle-Arce utiliza su discurso para datar la composición de los Libros I y II de esta obra. Algunos de los elementos mencionados por el canónigo ciertamente se encuentran en Persiles, en el que tenemos bárbaros, naufragios, acontecimientos felices y tristes, astrología y quizás algunos otros ingredientes caballerescos. Pero ¿dónde hallamos el «capitán valeroso, con todas las partes que para ser tal se requieren? ¿Dónde el «príncipe cortés, valeroso y bien mirado»? ¿La «bondad y lealtad de vassallos», las «grandezas y mercedes de señores», los «rencuentros y batallas»? Y ¿cómo puede decirse que el Persiles, tan bien estructurado, tenga una «escritura desatada», o que su principal empresa sea mostrarnos «todas aquellas acciones que pueden hazer perfecto a un varón ilustre»? El Persiles no es un libro de caballerías, y no corresponde a la descripción del canónigo.

Hay un indicio, al principio de Don Quijote, de que Cervantes tenía la intención de escribir una continuación de Belianís de Grecia. El repetido deseo del protagonista (I, 51, 16-20) por sí solo no justificaría esta sugerencia. Pero en el examen de su biblioteca, se aplaza el destino de unos cuantos libros. Uno es La Galatea, para el cual «es menester esperar la segunda parte que [su autor] promete; quiçá con la enmienda alcançará del todo la misericordia que aora se le niega, y entretanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada» (I, 105, 2-6) Tres afirmaciones posteriores mencionando la composición de la Segunda Parte de este libro (en el prólogo de la Parte II de Don Quijote y en las dedicatorias de las Ocho comedias y ocho entremeses y del Persiles) demuestran que el propósito de Cervantes se refleja aquí. Después de una descripción de las mejoras necesarias en Belianís145, da exactamente el mismo trato al libro: «se les da [los cuatro libros de Belianís] término ultramarino, y como se enmendaren, assí se usará con ellos de misericordia o de justicia; y, en tanto tenedlos vos, compadre, en vuestra casa; mas no los dexéis leer a ninguno» (I, 100, 28-32)146.

No hay pruebas de que Cervantes hubiera escrito ninguna parte de la continuación de Belianís, como sugiere la afirmación anterior147. No es difícil encontrar una razón: los protagonistas de los libros de caballerías españoles, «los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises», eran ficticios, al contrario de los héroes caballerescos extranjeros, los «nueve de la fama»148, «doze de Francia» y los Caballeros de la Tabla Redonda, que fueron reales, puesto que su caballerosidad podía ser revivida (I, 261, 23-27)149. Tal pericia no se encuentra en ningún otro escritor. El tratamiento de la caballería en Don Quijote, incluida toda la discusión entre el canónigo y el protagonista acerca de los fundamentos históricos de la literatura caballeresca, refleja una investigación de primera mano.

La investigación de Cervantes también incluía, lógicamente, la caballería española. Los guerreros españoles eran los equivalentes modernos de los grandes líderes militares de la antigüedad (II, 363, 12-27), probablemente más valerosos que los desiguales «doze pares de Francia»150. El canónigo, respondiendo a la defensa que hace Don Quijote de la historicidad de la literatura caballeresca, dice que no puede decir «que no sea verdad algo de lo que vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca a los cavalleros andantes españoles» (II, 367, 25-28). En contraste con los ejemplos de Don Quijote, sin embargo, que son de duelos y pasos entre cristianos entablados por diversión151, el canónigo cita casos de «religión militar» (II, 368, 13), actividad caballeresca dirigida contra los enemigos de la cristiandad. Después de algunas menciones a las órdenes militares españolas, Santiago, Calatrava, San Juan y Alcántara (II, 368, 5-10), el canónigo concluye con el Cid y Bernardo del Carpio, cuyas hazañas son muy dudosas (II, 368, 13-16). Aquí, sin duda, un escritor interesado por la caballería, por fomentar la resistencia a la continua amenaza del Islam, por la verdad y por la exactitud histórica, podría encontrar un tema152.

Hay, pues, otra posibilidad para el libro de caballerías de Cervantes, un libro que «siendo de cavallero andante, por fuerça avía de ser grandíloqua, alta, insigne, magnífica» y, sobre todo, «verdadera» (III, 60, 23-25). De este libro, en contraste con la continuación de Belianís, Cervantes escribió al menos una parte.



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