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CAPÍTULO III

EL CLAVO

     Leer El clavo (35), novela corta o cuento largo de Granell, es una aventura que el lector aprovechará cuanto más se deje llevar por el laberinto surrealista que urde la fenomenal imaginación del autor. El mundo de un sueño sucede como cosa «normal» para el que duerme; sólo al examinar este mundo bajo la luz fría de la razón adquiere una dimensión absurda. El lector debe deshacerse de las trabas racionales para sumergirse en esta novela, considerándola como si fuera un sueño. Desde la primera página uno se encuentra en una atmósfera extraña en la que ya no imperan las acostumbradas leyes de la lógica. Granell, enemigo de la destrucción del espíritu y la robotización colectiva, nos introduce en el mundo novelesco del Territorio Regulado Unido, regido, como indica su nombre, por reglas que han logrado la completa unidad y homogeneidad de su población. Pero hay un factor que convierte este lugar tan rigurosamente regulado en un mundo fundamentalmente surrealista: la resonancia de lo absurdo que late por debajo de un orden en desorden.

     El punto de partida es un objeto tan conocido y corriente como es el clavo titular, pero a través de la visión creadora de Granell, se llena de magia, mito, novedad y trascendencia, convirtiéndose [82] en algo casi desconocido. Desde el principio sentimos la inquietud que siempre acompaña al que entra en un mundo raro, al saber que la casi «inconcebible» novedad que causa alarma en la Factoría Reguladora del Sistema es un clavo que se descubre en la «pared occidental» del laboratorio del doctor Pachín. Lo que nos mantiene en continua zozobra en este laberinto (se nos ocurre llamarlo «laborinto», ya que se trata de los laborantes de la Factoría Reguladora) es la inocente perspectiva del narrador, admirablemente sostenida, prestándole a la novela una unidad estructural poco común en las obras surrealistas. En tono documental, narra los hechos, salpicando su narración con comentarios en cuanto a la credibilidad de lo que cuenta. Lo que el escritor caracteriza de lógico, obvio, de sobra sabido, archievidente o natural muchas veces resulta ser todo lo contrario, mientras que lo que le parece fábula, fantasía, ridículo o sin sentido a menudo es algo perfectamente natural dentro de nuestra experiencia corriente.



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UNA SOCIEDAD «PERFECTA»

     Se trata de una sociedad en que «la armonía colectiva está por fin asegurada» en los «tiempos de pegazón» que forman la Era Regulada. Llegada a la cima del desarrollo científico y tecnológico, la sociedad tiene como meta «explorar la posibilidad de substituir las complejidades tecnológicas por audaces e increíblemente simplistas teorías» (78). Así se establece lo absurdo de un territorio entregado a la complejidad científica, ahora persiguiendo la meta de la «simplificación empírica». Pero como ya está al otro lado, o sea, tecnificada irremediablemente, la sociedad no puede simplificarse, pues cuanto más sencillos son los inventos, tanto más se complica el lenguaje que se emplea en torno.

     La Policía Lingüística ejerce su control absoluto, llamando al automatismo imperante el «estado subjetivo de individuación fenomenológica concentrada» (54). La conversación o «complejo comunicativo vicevérsico» se lleva a cabo a través de «impulsos [83] subconscientes músculobucales». Al lado de los respetables químicos y físicos trabajan los «psicotorrinolaringólogactivistas» sociales y los laborantes manipulan un cuadro «fenaquistiscópico». Toda la burla de la duda científica y la metodología metodológica que hace Granell hace pensar en el famoso ensayo de Unamuno titulado «Apuntes para un tratado de cocotología», con sus descripciones de «las involuciones del óvulo-cuadrado papiráceo» para hacer pajaritas de papel. Unamuno emplea esquemas, divisiones, descripciones minuciosas, términos exageradamente técnicos y alusiones metafísicas; Granell utiliza estos mismos recursos en El clavo, pero su novela resulta muy distinta de la parodia unamuniana, cuya sátira reside en la imponente presencia del autor que inyecta constantemente su punzante ironía. Don Miguel pone en evidencia los defectos del tratamiento científico polarizando los opuestos. Pero como la era del clavo, según Granell, eran los tiempos oscuros de la oposición de los contrarios, tiempos despreciables, en todo caso, no podemos esperar que nos presente una sátira de conflictos claros, sino una visión incongruente y enigmática de autor surrealista. Su novela no es una polémica entre la tecnología y el humanismo, porque los términos no quedan nada claros, y solamente con una estricta separación de los contrarios puede realizarse una sátira tan precisa como la que nos da Unamuno en sus citados «Apuntes», o la que se encuentra en la novelita Animal Farm, de George Orwell. Granell muestra una sociedad en que la superstición y la duda han sido racionalmente superadas, pero en vez de desaparecer, estas cosas se encuentran institucionalizadas bajo el control del sistema del modo más absurdo. La sátira está en el punto de vista que ofrece el narrador, con exagerada solemnidad, y su admiración por una sociedad que ha alcanzado logros que para el lector resultan ridículos.

     A diferencia de La novela del Indio Tupinamba, no hay aquí alusiones explícitas en cuanto a la identificación de lugar y personas. Sin embargo, hay dos alusiones que sugieren el comunismo: el uso del término camarada en la página 25, cuando un subalterno se dirige al señor director, y el empleo insistente de la expresión Red, con referencia a la Red de Factorías del Territorio [84] Unido Regulado, con la obvia connotación del comunismo en la palabra inglesa Red, que significa Rojo.

     Esta sociedad «perfecta» en realidad tira hacia abajo, pues vemos en marcha hacia atrás la calidad de las invenciones. Se califica de ingenioso el invento de la Escalera Sintética, que según veremos más tarde, es de una simplicidad sorprendente. Hay otro igualmente maravilloso invento, el que contempla el director de la Factoría Reguladora: un mingitorio personal. Es que la sociedad sufría de un mal que procedía del uso de vespasianas colectivas, debido a la contaminación de las aguas de los ríos efectuada por el «desvío mecánico de los cursos fluviales en tuberías» para apresurar el deshielo de las regiones polares. Los mingitorios personales se convierten en objetos estéticos y benéficos, y el sistema sostiene el «derecho individual a su propio e intransferible mingitorio personal con la dorada divisa: Finis coronat opus» (105). ¡Tremendo comentario sobre la dirección de esta sociedad perfecta! Un mingitorio personal es el máximo invento científico, el que corona la magna obra de la Factoría Regulada, fruto de los más altos esfuerzos de su Director. Al final sabemos que, por desgracia, el director no llegará a cumplir el formidable invento que hubiera querido demostrar «que mediante la conjunción violenta de dos piedras, efectuada por operación manual, era posible lograr una conflagración propicia para producir estados de ignición positiva, incluso con yesca» (107).

     La sociedad «perfecta» se caracteriza por un control que es tan completo que llega hasta las condiciones meteorológicas, cuya alteración flexible aún está dispuesta por el Calendario Regulador de Usos y Costumbres. La preocupación principal de la Factoría es la producción, pero ésta también adquiere carácter absurdo, puesto que la demanda y la oferta deben ser perfectamente equilibradas: «Tanto atentaba el equilibrio de la Red la carencia de productos para los laborantes como la insuficiencia de éstos para los productos» (58-59). Los dirigentes tratan de animar una expansión de la natalidad para que ésta llene las demandas de la productividad, pero esta medida es protestada por el pastor, el ministro y el abate.

     Como hemos visto en La novela del Indio Tupinamba, con [85] la institucionalización de la Máquina Científico-moral, aquí también la represión del sexo llega a ser una meta importante del régimen. En este sentido, los despreciables tiempos del clavo se revisten de simbolismo sexual, pues en los actuales, de pegazón, no hay «nada de orificios ni incisiones» (72). Se insinúa constantemente en la novela que esta sociedad, desprovista del clavo, símbolo fálico, ha sido debilitada, o sea, emasculada, pues los espectáculos dispuestos por la Red son «el conmovedor fenómeno del alumbramiento de una ballena» (49) y una exhibición de la reproducción en una ratonera.



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EL MITO Y UN OBJETO SURREALISTA

     El asombro ante lo elemental es propio del mito y la constante sorpresa e incomprensión inocente del narrador le dan a la novela una dimensión mítica. Nos cuenta cómo terminó el período del «legendario martirologio ancestral clavícola-neoferrífico» cuando las armas, derivadas todas del odioso clavo, fueron confiscadas para asegurar la armonía colectiva, lograda y perfeccionada en el Sistema del Territorio Unido. El clavo ha quedado como «símbolo maléfico de acabadas edades saturadas de barbarie primitiva», relegado ahora a los museos donde sólo lo pueden mirar los privilegiados individuos del tipo C (cerebral). La historia de aquellos tiempos de la «Centuria Neoferrífera» se halla en la Historia consolidada y regulada del Territorio Unido Establecido. Este último período fue seguido por otro de transición en que los pioneros del sistema fueron «sacrificados mediante la herida inconfundible de un clavo enterrado en la víscera cardíaca». El ya mítico período del clavo fue marcado por los males más dispares:

           ... el hambre, la miseria, el frío, las enfermedades contagiosas, las hereditarias asimismo, la sinusitis y la ronquera, la delgadez, la usura, la tos y la piquiña, el nerviosismo, los callos y los sabañones, las alergias, las neuralgias, el insomnio, la lógica, la gonorrea, la mística, la calvicie (según se ha insinuado ya), los estornudos, el reuma, la metafísica, las caries, los eructos, el imperativo [86] categórico, la diarrea, las revoluciones, los comités y la disenteria, así como el mal de ojo, la adivinación automática, las introspecciones, la alferecía, la repostería, las indignaciones y la escala atonal, a más de la jurisprudencia, el baile de San Vito, el desorden en el ejercicio de las profesiones, la ausencia de equilibrio regulado entre lo deseable y lo superfluo, y también las salsas culinarias, la competencia, el ahorro y la virginidad, sin descontar la obesidad y la numismática... (70-71).

     Según el narrador, la centuria del clavo todavía alarga su sombra sobre el sistema que funciona con perfecta regularidad. Y aunque tanto los mitos como los clavos han sido destruidos, el «admitir la potencia del clavo equivaldría a formular un mito» (102), un mito cuya potencia amenaza la extinción del sistema.

     El objeto que tanto poder ejerce es el clavo, que en la novela se convierte en una cosa que causa maravillas. Emancipándose de los conceptos comunes y corrientes de lo que es un clavo, el objeto que en su función intrascendental es tan sencillo, adquiere propiedades enigmáticas. La fuerza lingüística obra esta transformación del objeto concreto que es el clavo «auténtico a machamartillo» a una visión cerebral, arma mortífera, «metálico instrumento punzante», «algo tan inútil... como pudiera serlo un sueño», «partícula metálica», «peligroso instrumento», «símbolo maléfico de acabadas edades saturadas de barbarie primitiva», «legendario martirologio ancestral clavicolaneoferrífico», «un objeto de tan legendarias y espeluznantes peculiaridades». El género viene a incluir cosas heterogéneas que Granell consigna con unas increíbles enumeraciones. Clavos son «tornillos, clavijas, sacacorchos, llaves, puñales, cuñas, berbiquíes, formones, trenchas, punzones, tenedores, enchufes, tachuelas, agujas, anzuelos, tijeras y abrelatas» (41). Los que fueron confiscados por constituir armas primitivas son «cañones, ladrillos, palas, ametralladoras, aviones, estufas, morteros, picadoras de carne, ascensores, fusiles, bicicletas, martillos, revólveres, arcos, pistolas, paraguas, máquinas registradoras y de coser, rifles, prensas, hojas de afeitar, rastrillos, tractores, hornos, campanas y cañas de pescar» (72). Lo único que parece unir estas cosas en la categoría de armas es la imaginación del autor, puesto que los ascensores y los hornos no son [87] concebibles como armas mortíferas, no sea por la posible asociación de éstos con los crematorios nazis y de aquéllos con los crímenes perpetrados a diario en los ascensores de Nueva York.

     El narrador informa que después de la prohibición del clavo, la idea comenzaba a adquirir una alarmante aureola heroica, destruida a través de la distribución de millones de placas con la representación del clavo, y es así que se espera relegarlo a objeto mítico en vez de patente realidad.

     Con su varilla mágica, Granell logra dotar a los objetos más sencillos de un aura maravillosa, adoptando la perspectiva inocente del narrador, quien describe dos tipos de clavo que han resultado sumamente enigmáticos. El primero es el «cono-ferrífero-truncado», y mientras el narrador trata de describirlo con el debido tono científico, el lector advierte que se trata de una clavija de violín. El otro tipo de clavo que es objeto de una extensa descripción técnica es el modelo «carcaj-cilíndrico-de bolsillo» que el narrador cree que puede ser una «maraca, maraquita». El lector, sin embargo, se da cuenta de que es un estuche lleno de alfileres y una aguja, la cual suscita la más ingenua observación de que «lo curioso es que ninguno de los otros modelos de clavitos delgadísimos podía introducirse, tal como se había esperado que ocurriese, por este angostísimo orificio alargado». Seguramente la conjetura más genial del narrador es que los estuches de clavitos son «pequeños almacenes portátiles de los diminutos proyectiles», quizá utilizados en misiones de espionaje. Objeto mítico, mágico y maravilloso, el clavo de Granell es, sobre todo, objeto surrealista, emancipado de los conceptos triviales que normalmente lo rodean. Como explica J. M. Matthews, los objetos surrealistas, gracias a la «interferencia» del artista, se libran del ritual rutinario de la existencia e insinúan la presencia de lo maravilloso.



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LA LIBERTAD, IDEAL ABSOLUTO

     A pesar de que el mundo científico-tecnológico descrito en El clavo no presenta una polémica de posiciones definidas claramente, se puede intuir que la obra representa un ataque contra [88] todo aquello que aspire a controlar o limitar la libertad individual, así que, básicamente, el tema que anima La novela del Indio Tupinamba es el que vemos aquí. La reaparición del tema hace pensar que Granell estará completamente de acuerdo con Breton y dirá con él que «únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme». ¡Tiene tremenda ironía el hecho de que la única cosa a la que tiene derecho cada individuo del Sistema de Territorio Unido sea un mingitorio personal!

     El suicidio del doctor Pachín y su familia representa una protesta y una victoria sobre el sistema, siendo una decisión propia sobre la manera de morir en vez de someterse a los «trajes de ausencia» que tiene preparados la Factoría Reguladora para tales casos. El doctor Pachín, héroe del sistema por ser inventor de la admirada Escalera Sintética, lo repudia al escoger para su suicidio el instrumento maléfico de las edades remotas. El final de la novela subraya aún más la ironía de la exclusión del clavo de esta sociedad. El clavo tan temido mataba a individuos, pero una tremenda explosión, producto de los tiempos actuales de tecnología avanzada, borra toda la Factoría Reguladora del mapa.

     El autor apunta a algunas de las cosas que esclavizan al hombre en esta sociedad «ideal», tal como la pedagogía. La esposa del director dice que su hijo se ha encerrado en su propio kindergarten individual, una cápsula especial, de donde no lo puede recuperar. Se ridiculiza el culto a los títulos académicos en el doctor Pachín, Ph. D., Ph 2, A.M.D.G., R.S.V.P. Uno de estos títulos corresponde a la divisa del sistema: Amor, Madurez, Derecho, Gloria, siendo las iniciales citadas las de la divisa jesuita. El doctor Wilhem Lesshead, de apellido simbólico, luce los títulos Ph. 2 y R.I.P.

     Una organización que coopera gustosamente con el sistema regulador es la Policía Lingüística, que provee los términos terminantes para el «idioma básico autorizado». Como hemos visto en La novela del Indio Tupinamba, Granell se rebela contra las formas consabidas y gastadas de la expresión popular, pero en El clavo, se entrega a la protesta con una «peligrosa anarquía regocijante». Uno de sus procedimientos predilectos consiste en citar dichos y refranes insólitos, como «No hay que pedir albéniz [89] a un peral», cuya significación entre los aragoneses explica así: «Si me das te doy, e si non, non». El refrán, expresión colectiva tradicional, está institucionalizado en el Territorio Regulado Unido, como el refrán oficial autorizado: «Si ves algo que te espanta, arráncate la manta». Otro refrán proviene de la experiencia colectiva, el «virus mingitorio», caracterizado por la afonía y causado por el levantarse de noche un número fatídico de veces para usar la vespasiana: «Contra la afonía, duerme de noche y habla de día». «Como paño en oro», inversión de una expresión común, viene a ser una «expresiva frase tradicional, aún tan elocuente, a veces, en nuestros días» (77).

     Ante los modos de hablar más comunes, Granell se detiene para analizarlos o enmendarlos. La expresión «darnos de bruces» suscita la pregunta: ¿Qué son bruces?, y la aclaración ofrecida por uno de los sabios del sistema es: «Creo que viene del vasco» (20). A continuación, la descripción de la escalera sintética como «la misma cabalidad en persona» se corrige: «es decir, en escalera», con notable atención a la precisión lingüística, una «expresiva frase tradicional, aun tan elocuente, a veces, en nuestros días» (77).

     Nos despista constantemente Granell al quitarnos la significación acostumbrada de las palabras. La consabida «jornada de labor» viene a denominar «tres horitas cabales, que no podía reducir ni el lucero del alba, caso de existir semejante fantasma» (91).

     El lenguaje es una fuente constante de libertad, puesto que obedece a los impulsos más caprichosos, pese a la presencia del Jefe de la Policía Lingüística, «idiomático jefe» en la novela. Granell traza las etimologías más disparatadas, basándose en libres asociaciones de carácter auditivo y luego hilvanándolas con maquinaciones de tipo cerebral. Don Isaac Peral y don Isaac Albéniz son parientes «a juzgar por la comunidad denominativa de ambos» (37), y las palabras canoa y canosa no sólo se parecen en su común raíz volapuk, sino también en sus conceptos connotativos (hay que leerlo para creerlo). Después de seguir estos vericuetos lingüísticos, el lector está dispuesto aún a dejarse convencer de la evolución etimológica de to call easy a tucolisi, [90] calesa, colisión y coliseum. Lo que más despista al lector es que Granell emplea una lógica hilarante e incontrovertible cuando menos se espera, y cuando ni siquiera hace falta, como su defensa del nombre del helicóptero, «pues no hace falta ser muy avispado para percatarse de lo insensato que sería denominarlo vaca o tren, no siendo ni una cosa ni la otra; aunque no hay por qué no admitir que autogiro La Cierva tampoco le hubiese sentado mal del todo» (40).



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LA GUERRA CONTRA LA RAZÓN

     La sociedad de la novela es perfectamente regulada en todos los órdenes de la vida. Rinde culto a la razón, pero los resultados no son los que se espera. Parece que Granell considera absurda una sociedad tan exclusivamente racional, de modo que no sorprende que depare otros absurdos. Como el extremado empleo de la lógica es tan erróneo como la exclusión completa de la misma, cabe imaginarse actitudes exageradas en los dos casos. Si la superstición, cosa ilógica, dicta lo aciago de pasar por debajo de una escalera, la razón imperante en el Territorio Unido simplemente produce una inversión: «Aun estando prohibidas las supersticiones -o, mejor dicho, habiendo sido racionalmente superadas-, de entonces data la creencia, tan generalizada, de ser un buen augurio el pasar por debajo de una escalera» (10).

     La duda es otra función controlada racionalmente, declarándose la duda vulgar un «mero solipsismo metafísico». La lógica, aplicada a la duda, la desvanece: «Dudar del Sistema sería un acto irracional, en vista de que el Sistema es la misma razón» (17). El director autoriza solamente la duda radical, científica y estadística, pero en un lapso se le escapa la expresión vulgar: «Dudo que sea así» (18). La lógica del Sistema es terminante: «Puesto que había reglas, éstas debían cumplirse» (93).

     Aun así, hay vestigios de optimismo dentro de la situación controlada porque la razón falla, no en su aplicación a las exigencias de la Factoría Reguladora, sino en asuntos de más importancia universal, como las cuestiones metafísicas. La sorpresa que causa la siguente afirmación ilustra esto: «En nuestros [91] días, cualquiera, por poco científico que sea, sabe al dedillo que el origen, de las especies o de lo que sea, es rigurosamente divino». Podría servir de comentario una explicación que hace Breton en el Primer manifiesto surrealista:

                Todavía vivimos bajo el imperio de la lógica, y precisamente a eso quería llegar. Sin embargo, en nuestros días, los procedimientos lógicos tan sólo se aplican a la resolución de problemas de interés secundario. La parte de racionalismo absoluto que todavía sigue en boga solamente puede aplicarse a hechos estrechamente ligados a nuestra experiencia. Contrariamente, las finalidades de orden puramente lógico quedan fuera de su alcance (36).

     Dice Granell en una novela posterior a El clavo, Lo que sucedió, que «en todo sistema racional late el disparate» y que el racionalismo occidental es «el disparate lógica y sistemáticamente organizado en serie». Estas observaciones se aplican muy bien al mundo descrito en nuestra novela, y parecen reforzadas por el dato de que el clavo es descubierto en la pared occidental del laboratorio del doctor Pachín. Los disparates lógicos abundan aquí, como la conclusión tajante de que el no descubrir la urdimbre de un crimen es igual a ser cómplice. Lo más peligroso del imperio de la lógica es que se la emplea con suma arbitrariedad, casi siempre para defender la posición de los dirigentes. Los millones de laborantes están clasificados para cumplir su función de servir las necesidades de la Red «excepto, claro, los de la jerarquía dirigente, ya que éstos no se iban a distribuir como si fuesen cualquier cosa; aparte el contrasentido de que se distribuyesen a sí mismos quienes precisamente tenían la misión de velar por la necesaria distribución de los demás» (64).

     El Sistema, claro está, no admite el sentimentalismo, excepto en los individuos menos cerebrales, en quienes se podría explicar, por ejemplo, la presencia de una foto de un helicóptero como «un estúpido o enfermizo atavismo sentimentalista» (61). Los laborantes cumplen como autómatas, y los dirigentes sabios y cerebrales de la Factoría son muy razonables hasta que el descubrimiento [92] de lo insólito crea sobresaltos y comportamiento agresivo.

     Los efectos que tienen los controles inflexibles en el hombre son nocivos, según nos muestra Granell en los múltiples absurdos que encontramos en la situación. Como el autor surrealista es recipiente de impulsos subconscientes, importantes «errores» pueden representar lapsos muy significativos, como la afirmación de que «la fuerza del Sistema Regulador procede, ante todo, de esa rara y fenomenal capacidad que ha demostrado poseer para lograr que lo creído sin crédito acabe radicalmente acerditado» (107). El contexto se refiere a un experimento que confirmó una formulación teórica, pero el lapso parece apuntar a la lógica que se emplea en el Sistema, y que en efecto desacredita «lo creído sin crédito» a tal punto que es considerado algo sucio, despreciable, o «acerditado». Claro está, que de «acreditado» a «acerditado» hay dos letras y la mar de significación.

     Una de las armas que emplea Granell para su guerra contra la lógica es su uso original de lo que Unamuno llama «ergo, el fatídico ergo... el símbolo de la esclavitud del espíritu» (37). Granell se sacude el yugo del ergo con suma facilidad. Cuando en sus novelas aparecen los términos por consiguiente o por ende, el lector puede estar seguro de que no hay ninguna relación lógica entre lo que precede y lo que sigue.

     Los siguientes ejemplos muestran el ergo en su expresión más absurda de efectos que nada tienen que ver con las causas:

                 Ahora bien, tales personas eran propicias a la calvicie -o pérdida total del cabello-, lo que igualmente supone un correr más de la cuenta en lo de quedarse mondo y lirondo por la parte de arriba. Por consiguiente, debe considerarse con atención la denominación de ciertos vehículos, en apariencia contemporáneos de los primeros helicópteros, conocidos por canoas. Esta denominación denota que los mismos eran susceptibles de moverse sin requerir la adición de bestias como las que, hábilmente adosadas a su exterior, arrastraban a otras clases de vehículos. Esto se deduce fácilmente del hecho de no existir un solo animal arrastrador llamado canoa... (38, subrayado mío). [93]
 
... todos los laborantes certificados sanos congregábanse en el Estadium Social Regulado para disfrutar del solaz a que habían derecho y, por consiguiente, obligación (47).
 
      Un clavo no se encuentra en ninguna parte. Nadie posee clavos. Nadie usa clavos. Nadie pide ni puede pedir clavos a ninguna oficina. Sábese, por ende, que el clavo no se produce por generación espontánea. Las montañas no dan clavos, ni las vacas (65).

     El autor nos «orienta» a menudo con advertencias contra lo ridículo que resultan bastante absurdas, puesto que toda la novela se alimenta de situaciones inverosímiles. «¡No hay para qué exagerar! Esto no. Sería ridículo», nos advierte el narrador, y lo que parece más ridículo es que nos lo diga. Sus comentarios como «hacíase casi imposible admitir», y «resultaba todavía mucho más increíble» sólo sirven para subrayar la ironía de que el suceso descrito es la aparición de un clavo en el laboratorio del doctor Pachín, lo cual, en nuestro mundo fuera de la novela, no constituiría nada sorprendente.

     Nos encontramos con que la lógica tan reverenciada en el Territorio Unido ha dado lugar a una sociedad totalmente ilógica. El método científico y el lenguaje técnico, como fines en sí, resultan absurdos aplicados a la extraña realidad, o surrealidad de la sociedad. Nada más eficaz para llevar a cabo una guerra contra la lógica que el humor, que además de descubrir las fallas del sistema totalitario-científico, pone en evidencia algunas de las verdades de nuestra civilización del siglo XX. Las derivaciones tecnicocientíficas del invento de la Escalera Sintética, por ejemplo, parecen absurdas a primera vista: cremas epidérmicas, zapatones, píldoras, gafas, uniformes, defensas higiénicas nasales, y «ediciones de libros especiales para leer sin fatiga durante los procesos de escalerización». Sin embargo, si se sustituye otra cosa como el invento del televisor, o el avión, se ve que muchas industrias cuyas funciones parecen ajenas se han aprovechado de tales inventos.

     El humorismo de Granell sobresale en este recurso de enumeración dispar, como acabamos de ver. Mientras que André Breton notó que en sus experimentos con la escritura del pensamiento, [94] o escritura automática, sucedían «aquí y allá, alguna frase de gran comicidad» (38), en Granell, la misma operación crea constantemente efectos cómicos. Pero lo que más sorprendió a Breton fue que estas asociaciones espontáneas podían adquirir la fuerza de comentarios significativos en cuanto a nuestro mundo: «Poéticamente hablando, tales elementos destacan ante todo por su alto grado de absurdo inmediato, y este absurdo, una vez examinado con mayor detención, tiene la característica de conducir a cuanto hay de admisible y legítimo en nuestro mundo, a la divulgación de cierto número de propiedades y de hechos que, en resumen, no son menos objetivos que otros muchos» (39). Así que resulta muy graciosa la lista que da Granell de los productos vitales que se guardan en la Despensa Provisora más grande del mundo, no sólo porque es una lista tan heterogénea, sino porque el absurdo conjunto subraya, en efecto, lo ridículo de que las sociedades desarrolladas hayan venido a considerar como necesidades las cosas menos necesarias. La lista arbitraria de lo que almacena el Territorio Regulado incluye: «alimentos, medicinas, utensilios, venenos, instrumentos, ficheros, semillas, momias, plasma, motores, quirófanos, píldoras, sangre, arena [asociación libre inspirada, sin duda, por la novela de Blasco Ibáñez], bacilos, banderas, coco, ropas, escaleras sintéticas, tapones, avena, planos, apio, agua, azucarillos y aguardiente [grito popular]...» (57). Las cosas se suceden conjuradas por la fuerza de la imaginación del autor, produciendo, como se ve aquí, una extraña mezcla de verdad y disparate.

     Otras veces, Granell gusta de despistar de pronto con una pequeña observación completamente inesperada e inconcebible en ese momento, como en su descripción de una foto que «representaba un helicóptero antiguo, de los que aún se movían por tracción animal» (9), o de la llaneza con que el director del Centro Regulador se dirige a sus colegas, «que daba la sensación de que los seres humanos fuesen en realidad iguales» (16). Sin la más leve inmutación, el narrador informa de que «el complejo [95] comunicativo resultaba practicable en toda plenitud los días primero y catorce de cada uno de los trece meses» (47).



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LA FALACIA DE «VER ES CREER»

     El surrealista no cree en la vista, sino en las visiones. La percepción externa es solamente un punto de partida; el ejercicio voluntario de la imaginación y la memoria actúan sobre los estímulos externos para crear el surrealismo. La palabra vidente, que en su uso menos trascendente como adjetivo denomina a la persona que ve, adquiere significación surrealista en forma de sustantivo en la directriz de Rimbaud: «Digo que es necesario ser vidente, convertirse en vidente» (40). Solamente el vidente, el que ve no sólo con los ojos, sino con la imaginación, y el espíritu, puede percibir «la conciencia poética de las cosas», la cual es mucho más valiosa que la superficie material para el artista.

     En El clavo hay un claro desdén por la realidad limitada que nos entrega la vista. Una de las clasificaciones de los laborantes de la Factoría es el tipo V o visual, menos estimado que el tipo C, cerebral, cuyo ejemplo más brillante es el doctor Pachín. Es genial la manera en que Granell describe el invento de la Escalera Sintética, creación cerebral de este científico:

                Tratábase de un aparato portátil, por así decirlo, compuesto por dos listones ligeramente convergentes hacia un extremo, los cuales se unían por medio de unos travesaños en disposición horizontal, sucediéndose en sentido ascendente con arreglo a una bien calculada escala de disminución en las distancias, en sentido contrario a la norma de las pétreas escaleras de las pirámides mayas. En efecto, de peldaño a peldaño se acortaba la separación, al tiempo que cada tramo era algo más corto que el anterior (11).

     El sorprendido lector pronto se da cuenta de que la estructura coincide con la acostumbrada perspectiva de la disminución de las dimensiones causada por la distancia, puesto que «la parte más estrecha de la Escalera Sintética debería estar siempre situada [96] hacia arriba» (12). El diseño de una escalera que es, efectivamente, la misma que registra la vista, desenmascara el llamado realismo objetivo como una ilusión, puesto que la disminución por la distancia es un engaño a la vista que hace risibles advertencias como «eso no hay más que verlo» o «creíble sólo visto». Al percibir la coincidencia de la Escalera Sintética con una acostumbrada ilusión óptica, el lector se siente irreparablemente relegado a la categoría de laborante tipo V. El doctor Pachín, en cambio, es un individuo C, tan cerebral que su invención no está inspirada en el concepto visual de la disminución, sino por un motivo tan aplastantemente racional como el de «ir compensando proporcionalmente el gradual desgaste de energías del operador que la utilizase» (11). Cuando recordamos que el verdadero inventor de este formidable fenómeno es Granell, nos parece un ejemplo admirable de una inventiva inagotable.

     En el mundo surrealista, que es el de la novela, los ojos tropiezan continuamente con engaños a la vista. Al describir el coloquio de los sabios, dice el narrador que parecía muy normal, pero advierte que esto no es decir nada: «Nótese que se ha significado que dicha reunión sólo en apariencia era normal. Lo cual quiere decir que, en verdad, distaba de serlo» (24). En dicha reunión entra la esposa del director, contra la prohibición reglamentaria, para hablarle de la noticia escandalosa del clavo encontrado en el laboratorio del doctor Pachín. Le da a su esposo lo que aparenta ser un beso, pero no lo es: «Doña Concha aproximó los labios al rostro del director, como si fuera a darle un beso, lo que no tenía sentido ninguno, si se relacionaba tal muestra de afecto conyugal con el contratiempo familiar que anunciaba, ni con el lugar en donde pretendía besarlo, que era la oreja» (29).

     El narrador, tal como hacen muchas personas, defiende la verdad de su historia en la máxima prueba que es la visión colectiva: «aquí no se está refiriendo una mera impresión individual, sino repitiendo lo que en el entonces fue algo serenamente observado por numerosos testigos» (52). En este momento, el narrador se asocia con sus conciudadanos, quienes tienen «subconscientemente reprimida» la imaginación, y sólo creen en lo [97] que ven con los ojos, especialmente si es lo que ven los demás. Pero los laborantes de la Factoría Reguladora también quedan defraudados, puesto que a pesar de que «habían visto el clavo con sus propios ojos» (6), el temido artefacto, al final, se desintegra: «¡Era sólo herrumbre!». Ahora no es más que un clavo pulverizado, y por ende invisible, pero «aún irradiaba muerte». La Factoría Reguladora es destruida por la fuerza no de un objeto contante y sonante, sino de un mito que ni siquiera se presenta a la vista colectiva.



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UN IDEAL SURREALISTA Y UNA SOLUCIÓN INACEPTABLE

     Mucho se ha escrito acerca del ideal surrealista de alcanzar una visión universal en que se funda lo que parece contradictorio. Breton describió esta esperanza en su Segundo manifiesto surrealista, citando «el engañoso carácter de las viejas antinomias hipócritamente destinadas a impedir cualquier insólita inquietud humana, dándole al hombre una pobre idea de los medios de que dispone, y haciéndole desesperar de la posibilidad de escapar, en una medida aceptable, a la coacción universal» (41). Breton reúne todas las aspiraciones de la actividad surrealista en tomo a la esperanza de hallar el punto ideal en que los opuestos dejen de ser percibidos como contradicciones: «Todo induce a creer que en el espíritu humano existe un cierto punto deste el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser vistos como contradicciones» (42).

     Dada esta posición importante del surrealismo, resulta interesante notar que en El clavo, aquella época remota de la utilización del clavo, cuando la vida era «animalmente edénica», es caracterizada por «la invención de oponer los contrarios», cosa que el régimen del Sistema de Territorios Unidos ha logrado superar. [98] Como la era del clavo es, efectivamente, la de nosotros, conviene examinar las soluciones que ofrece la sociedad «utópica» que Granell pinta en su novela.

     La manera en que el Sistema de Territorio Unido pone fin a la percepción contradictoria de conceptos tradicionalmente opuestos es mediante la yuxtaposición de éstos. El resultado de este procedimiento, sin embargo, no es la fusión de los contrarios, sino su mutua cancelación, en frases como «la libre comunicación oral controlada», «intercomunicación liberalizada bajo control» o «el ejercicio del libre goce de todas las libertades controladas, obligatorias e inalienables». Los criminales del Sistema son despedidos «por sus voluntarios errores subconscientes o por sus conscientes resistencias involuntarias». En la lingüística impera el poder del Diccionario Regulado Completo Abreviado. Yuxtapuestas de este modo, las palabras contradictorias no logran el efecto de síntesis que es el ideal surrealista. El choque resulta violento, y nos damos cuenta de que la aparente síntesis no es más que una estafa verbal en la cual el elemento negativo predomina sobre el positivo. El eslabón perdido evidentemente es la libertad. Ningún intento de alcanzar ese punto ideal de que habla Breton puede realizarse sin la libertad del individuo, puesto que el punto existe en el espíritu humano, y los laborantes de la Factoría Reguladora han sido despojados de su espíritu libre. En cualquier yuxtaposición del concepto de libertad con otro de control, el último acaba con el primero, y la palabra libertad queda traicionada, como una triste ironía. De ahí Breton reconocía la libertad como la esencia misma del surrealismo, y Granell la muestra como la piedra angular, no sólo del surrealismo, sino de la dignidad humana en general.



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LA CONCRETACIÓN DE LO ABSTRACTO

     La imagen surrealista aspira a provocar y sorprender, y, como hemos notado anteriormente, se basa no sobre analogía, sino sobre divergencia. La metáfora debe exhibir una intuición [99] creadora, por incongruente que resulte ante los conceptos corrientes y tradicionales. Una de las clasificaciones que ofrece Anna Balakian de la imagen surrealista es la que presta a lo abstracto «la máscara de lo concreto». En esta categoría, dice, cabe por lo menos la mitad de las imágenes surrealistas. Es también uno de los procedimientos más notables en Granell, no sólo en forma de metáforas específicas, sino en la materia misma de la novela.

     Como sencilla metáfora, aparece la concretación de lo abstracto al principio de la novela cuando «la noticia» toma la forma de un objeto plástico, yendo por las calles «estirada como una pasta»: «dilatábase incesante por encima y por debajo de las casas, prolongábase a lo largo de las calles..., se hinchaba, se doblaba y se multiplicaba, dando la vuelta completa y aun volviendo una y otra vez sobre sí misma» (5-6). La noticia no se ve como una pasta, sino convertida en ella, con su sustancia concreta y palpable. El carácter de la metáfora en Granell es altamente visual tratándose de cosas abstractas: «Cada nuevo orificio abierto en la cordillera oscura de la ignorancia abría insospechadas avenidas para el desenvolvimiento racional del ingenio humano» (15). Evidentemente, él tiende a ser un tipo V (visual) más bien que A (auditivo), puesto que prefiere expresar los sonidos a veces con imágenes que apelan a los ojos: «un hilito de voz» (19), sirenas de alarma que se convierten en «enérgico borrador de los rumores» (7).

     Pero aún más sorprendente que el empleo de este recurso en forma de metáfora repentina y momentánea, es su uso en el mismo acontecer de la novela. La condena a muerte en el Sistema consiste en proporcionar para la víctima el traje de ausencia con un encaje bordado, o tratándose de personas especiales, despedidas con honores, éstas se introducen en una litera musical. Otra concretación novelesca de lo abstracto es lo que llama Granell la ME o Medida Extra. Debido a la ausencia de laborantes y la necesidad de mantener constante la producción de la Factoría Reguladora, se envían vagonetas plasticomédicas proporcionales al tamaño de cada familia y los tipos que ésta contiene para administrar mediante inyecciones la Medida Extra, que aumentará el rendimiento normal. Los efectos de las inyecciones se ven de [100] modo claro en la blancura absoluta de los labios, por cuya razón se le denomina al tratamiento «el lápiz labial». Se podría interpretar esta descripción tan plástica como una concretación de la dosis de terror que en una sociedad totalitaria serviría como «medida extra» para estimular la producción de los laborantes esclavizados.

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