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CAPÍTULO V

«FEDERICA NO ERA TONTA» Y OTROS CUENTOS

     En el ideal surrealista del inconformismo y la libertad ilimitada está implícita la crítica de gran parte de la conducta colectiva. Hemos visto esta crítica en forma novelesca en El clavo, donde la «robotización» colectiva forma el centro de interés. Es a la vez un móvil importante en varios cuentos reunidos bajo el título de «Federica no era tonta» y otros cuentos, aunque vale decir que no todos datan de la misma época. Dos de las selecciones, «El hombre verde» y «La moldura» fueron publicadas bajo el título de la primera en 1944, y se encuentran en Federica hacia el final del volumen.

     Se puede decir que algunos de los cuentos son, en efecto, estudios surrealistas sobre la conducta de grupos. En «La cámara negra», «La moldura» y «La oficina», hay un ambiente de encierro y opresión, cuyos efectos son aumentados por el uso de oscuridad y luces. En los tres relatos ocurren hechos inesperados que mixtifican a grupos de personas que se encuentran encerradas en lugares adonde han acudido por cuenta propia, aunque sea por distintas razones. No parecen apercibirse de la irregularidad inherente en la situación misma en que se encuentran, pero sí les altera la irrupción de algún acontecimiento insólito que produce, [132] primero, confusión y, en algunos casos, una conducta agresiva. Hay mixtificación colectiva también en el cuento «En el aeropuerto», que es un poco distinto de los tres ya citados porque no ocurre ningún hecho sorprendente, aparte de la extraña circunstancia que queda planteada desde el principio del relato.

     Granell escoge algunas situaciones que podemos aceptar como experiencias comunes y corrientes: una clase de geometría, un teatro de ópera, una oficina cualquiera y un aeropuerto. La instrucción, la cultura, los negocios y los viajes son partes de la vida diaria nada llamativas en sí mismas. Por eso, después de conocer estos cuentos de Granell, el lector queda con una impresión indeleble, la cual, en sus contactos posteriores con estas situaciones, le hace recordar la perspectiva absurda que presenta la ficción. Es decir, los cuentos obran en nuestra subconsciencia de tal modo, que nunca más podremos contemplar la misma experiencia sin que surja, para bien o para mal, la visión absurda que el autor ofrece. Es algo así como soñar un hecho embarazoso acerca de un amigo y luego, al reunirnos con él, recordar, casi sin querer, y quizá con remordimientos de conciencia, cómo lo vimos en sueños. Uno va al teatro a una función de ópera y se imagina irremediablemente lo que pasaría si se cayese la moldura de un palco, como sucede en el cuento leído. Si uno va al aeropuerto, se extrañará de no ver a todo el mundo con su escoba, como en el relato de Granell. Es difícil de olvidar la «magia» que inyecta este escritor en situaciones sumamente ordinarias, resultando sugestiva para futuros encuentros similares.

     En todos los cuentos, la estructura narrativa es básicamente sencilla y sin complicaciones de orden técnico. El tiempo fluye sin saltos temporales excepto en «Nostálgico pronóstico». El narrador trata de mantener, por lo general, el punto de vista impersonal del observador desinteresado. En cinco de los cuentos se utiliza la primera persona narrativa con una simetría extraña, ya que son los relatos pares alternados los que son así. La insistencia en la primera persona logra subrayar la creencia surrealista de que la realidad proviene de la interioridad individual y personal y no una realidad objetiva existente fuera del sujeto captador. [133]

     Como ya queda indicado, sus personajes a menudo son colectivos. Un personaje recurrente en varios relatos es el niño o el joven, quien, desgraciadamente, muestra trazas de incorporarse al anonadamiento colectivo, haciendo recordar cómo, en Lo que sucedió, todo el mundo constantemente instaba al niño de la familia Naveira a dormir y así ser un niño bueno. La sociedad impone al niño su conformismo, y, como lo muestran los cuentos de Granell, el niño va perdiendo su independencia imaginativa y acepta su papel de pequeño adulto.

     La preocupación de Granell por la necesidad de salvar al niño del mundo convencional y sus «vicios simiescos» fue expresada en un interesante artículo que escribió para La Nación el 20 de julio de 1945 acerca de la literatura infantil, celebrando la labor literaria de la casa editorial Atlántida, de la Argentina, al publicar una admirable adaptación de cuentos de Oscar Wilde, preparada por Rafael Dieste. Dice que «supone este loable esfuerzo editorial un contrapeso formidable, tan formidable como necesario, a esa ramplona simplicidad, a esa cruel reducción de los medios expresivos que impera por todo lo alto -o mejor, se arrastra por todo lo bajo- en el ambiente de poderosas editoras empeñadas en desterrar del mundo de los niños lo maravilloso y lo fantástico, lo poético, en suma, para imponer en su cambio la nueva idolatría, selvática y vulgar, de lo mecánico y lo pseudocientífico, de los supermen insulsos y de los inframen salvajes». Resalta la profunda necesidad de la imaginación poética y el fantástico ensueño en una época de grandes conmociones y del «espíritu momificado del hombre de hoy».

     Es significativo también que los títulos de tres cuentos se refieran a mujeres (Federica, Jessica y Crystal Niles), porque en el mundo de los surrealistas la mujer goza de una posición privilegiada, representando la proyección de lo maravilloso en la existencia monótona. Según explica J. H. Matthews, es la inspiración que hace posible la comunicación con lo surreal (60).

     El tremendo humor granellano le facilita al neófito el acceso al mundo surrealista de estos cuentos. Igual que los alumnos de [134] «La cámara negra», encontramos que es más cómodo echar a broma lo que nos parece extraño. Por eso, los relatos de más dificultad son «Jessica» y «El hombre verde», por no contener el paliativo de la risa.

     El que se acerca a estos cuentos de Granell tiene que hacerlo con cautela, porque ofrecer interpretaciones de ellos es una empresa tan arriesgada como hacer lo mismo con los sueños. Algunos símbolos se entienden con relativa facilidad, pero al tratar de interpretar otros, es mejor tener en cuenta una pregunta y un comentario que aparecen en el relato «Crystal Niles»: -«¿Por qué hemos de buscar siempre la claridad en nuestra racional cultura de occidente?-, preguntó la esposa del electricista. Y no dejaba de tener razón» (61). La naturaleza del uso surrealista de las imágenes, según Anna Balakian, es que cada lector ha de quedarse con su propia interpretación de ellas porque están encaminadas a suscitar no las emociones, sino el asombro y a veces la irritación en el lector (62).

     A pesar de nuestra renuencia ante la idea de categorizar las obras surrealistas de Granell, hemos organizado sus cuentos en tres grupos según el predominio de temas muy generales:

     1. El triunfo de la imaginación en libertad: «Federica no era tonta», «El hombre verde» y «Nostálgico pronóstico», cuentos en que se nota el libre vuelo de ideas y sucesos y en que la imaginación llega a concebir ocurrencias extraordinariamente alejadas de nuestra experiencia ordinaria.

     2. Mixtificación colectiva: «La cámara negra», «La oficina», «La moldura», «El estudiante» y «En el aeropuerto». En estos relatos, algunos grupos se conforman completamente a lo que pudiéramos considerar irregularidades, mientras otros quedan perplejos ante lo que no comprenden. Parecen representar una sublimación estética de lo que Breton describió como «el acto surrealista más puro», que «consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejan, contra [135] la multitud. Quien no haya tenido, por lo menos una vez, el deseo de acabar de esta manera con el despreciable sistema de envilecimiento y cretinización imperante, merece un sitio entre la multitud, merece tener el vientre a tiro de revólver» (63).

     3. Las imágenes oníricas: «Crystal Niles» y «Jessica», cuentos en que predominan símbolos e imágenes generalmente de tipo freudiano.

     Más bien que seguir el orden arbitrario en que aparecen los relatos en el libro, preferimos presentarlos en el que acabamos de indicar, para así subrayar el elemento predominante, aunque sea en forma igualmente arbitraria.

     Hace falta una observación más, acerca de la naturaleza surrealista de los cuentos. Algunos de ellos incorporan en gran medida técnicas e imágenes surrealistas, como «Jessica» y «El hombre verde». Otros nos impresionan como comentarios críticos sobre el hecho surrealista y la falta de imaginación colectiva. El primer tipo corresponde más bien al surrealismo poético, mientras el segundo, desarrollándose con un estilo bastante claro, es de orden esencialmente conceptualista, residiendo sobre todo en mostrar lo maravilloso y cómo esto confunde y desconcierta a quienes no están dispuestos a aceptarlo como parte de la vida real.



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«FEDERICA NO ERA TONTA»

     A este cuento conviene aplicar una descripción de tono cervantino, pues presenta la nunca oída y asombrosa historia de Federica, cuya originalidad, según Granell, merece la insistencia en que no era nada tonta.

     Quien da el tono al relato es el narrador, el mejor amigo de Federica, según propia confesión, y ejemplo de la imaginación en completa libertad, ya que no se inmuta ante los hechos insólitos que nos cuenta. Explica cómo él defendía a Federica contra los amigos del café que la tachaban de tonta. Para él, sólo tenía [136] un aspecto «un tanto estrafalario», ostentando exageradas protuberancias en el pecho, abdomen, rostro y oídos. El hecho es que Federica había tenido un hijo, al que mantenía dentro de ella de modo que la cavidad bucal del niño coincidía perfectamente con la de la madre. Una vez establecida la naturalidad de tal estado de cosas, el narrador procede a explicar la superioridad de Federica, que no quería presumir de su «aptitud para una función tan elevada» como la maternidad porque «sólo su tremenda timidez le había impedido echarlo [al hijo] al mundo siguiendo las manidas y universales pautas de la tradición» (21). Reconociendo que el asunto de Federica es «un tanto fuera de lo común», el narrador insiste en que una mujer que inventa algo no puede ser tonta. La criatura lleva las manitas extendidas por las orejas de su madre, y al final, madre e hijo forman el cuarteto Federica porque sus voces, cuando se apoyan recíprocamente, suenan como cuatro. Ya nadie critica a Federica, que ha llegado a ser famosa.

     El extraño embarazo es una genial invención de Federica (y, naturalmente, de Granell), pero la irregularidad inicial motiva la más demoledora lógica al explicar las consecuencias del suceso. «L» cree que Federica trata de mostrar la superioridad fisiológica de la mujer; el narrador cree que su motivo es la timidez, pero el que esta timidez no cuadre con el estado en que se encuentra Federica es razón de más para que el lector la ponga en duda. El narrador señala ciertas ventajas en el llevar dentro al hijo y describe las medidas lógicas que toma Federica para evitarle daños: «También preocupaba a Federica, como es lógico, la idea de si acaso el niñito, no querría mirar cuando ella, por estar dormida, tenía cerrados los ojos» (24). Se sabe que es varón porque «para casos así existen, precisamente, los rayos X» (21). Hay detalles prácticos importantes como: «Para darle de comer al crío, Federica tenía que aguantarse la respiración. De no hacerlo así, los manjares se los comería ella, en vez del niño» (28). Naturalmente, Federica se preocupa por la suerte de su hijo en caso de su propia muerte, pero el médico le asegura que el niño se saldría en ese caso. Con «extraordinaria rapidez mental», pregunta Federica: -«¿Y si él se muriese?». [137] En este caso, responde el médico, ella se saldría. Claro que Federica no quiere tener otros hijos, dadas las condiciones del mundo.

     El cuento provee una gran ocasión para burlarse de la orientación científica que no puede aceptar el triunfo de la imaginación en libertad sobre la tradición de la experiencia comprobada. La única razón por la que el niño no sale se debe a «la falta de pericia de los doctores especialistas en obstetricia, su escasa imaginación, su monstrenca rutina, que inevitablemente los conduce al hábito reflejo de manipular los alumbramientos del mismo modo -con escasísimas variaciones» (22). El narrador cita al «no del todo aceptado psiquiatra doctor Guillaume-Frederic Fraunhofer», con nota bibliográfica y todo, quien describe el caso Federica, con lenguaje científico: «el curso genético-compensatorio consciente-subconsciente efectuaríase previa disposición anímico-corporal semivolitiva mediante el rechazo de toda idea de asimilación del paciente a las normas condicionadoras del mecanismo vaginal al sesgo equiparador, o sea, lo que hemos definido como 'complejo-imaginativo-copulativo-generador' (ascendente) versus 'trauma-asimilativo-copulativo-generador' (tradicionalmente descendente)» (22).

     La invención de Federica da lugar a un gran humorismo, particularmente en lo que respecta al lenguaje. El pecho extra que aparece en medio de los dos normales y que crece hacia arriba es un verdadero reto a la inventiva granellana, que sale a su encuentro con los más hilarantes términos: «repuesto, o intermedio y coadjutor, pecho satélite, semoviente semiesfera intermedia, parásito de los otros dos, bulto pectoral, situado entre sus ambos órganos glandulosos salientes regulares, bulto supletorio», etcétera. El narrador acrecienta el humor al mantener una actitud de imperturbable «sentido común», porque «a fin de cuentas, todos tenemos nuestros defectos» (14) y «al fin y al cabo, la amistad de las gentes nunca la ha determinado el número de bultos que cada cual posea» (15), pues «cada cual es dueño de sus propios bultos» (17). Para él, la solución de Federica es tan admirable que las otras mujeres llegan a producirle náuseas, como si fueran criaturas anormales. [138]

     El narrador desprecia los métodos tradicionales de dar a luz, de la misma manera que desprecia las formas habituales del habla común. Ya conocemos la actitud de Granell hacia el lenguaje trillado que usa la gente sin prestar atención a la naturaleza creadora de la lengua. Dice el narrador que «si por la boca muere el pez, según el dicho, lo cierto es que esta vez quien murió fue el decir mismo. Porque precisamente por la boca se salvó Federica» (13). Varias veces, un dicho común es examinado con ingenuidad, como cuando el narrador insiste en que Federica «no tiene un pelo de tonta» y responden los amigos que, en efecto, «tiene pocos pelos» (11). El narrador explica que el hijo de Federica no es como los otros niños llevados en brazos, «berreando a pulmón batiente -según suele decirse» (20). Claro está, no suele decirse; lo dice así él mismo.

     Granell nos despista constantemente con expresiones contrarias a lo que esperamos, como «cartesiana intuición» (19), o con una observación sorprendente; hablando de fantasmas, dice que «hasta es posible que ni siquiera existan».

     Con referencias sumamente inventivas, se describe la voz de Federica, comparándola con una increíble serie de fenómenos que están fuera de la experiencia habitual, como «oír el viaje de una nube, o el estirarse de la estela de un tren, o la fofa explosión del azulenco fulgor del horizonte, o el estremecimiento de los rayos postales que anteceden a una tarjeta de visita, o la severa contracción de las piedras, o la ruptura de los filamentos con que bordan las hormigas, o el eco táctil de las cosquillas» (12). El lector capaz de imaginarse estos efectos sin duda apreciará la «fonética infantil-fantasmática» de la voz así descrita.

     Con su visión de pintor, Granell crea escenas de gran plasticidad, como se ve en esta espantosa descripción de Federica con sus «descomunales protuberancias orejales»:

                Sus narices resultaban, aisladas, muy correctas en sí mismas, pero en relación con sus facciones tomadas en conjunto, veíanse monumentales, y hasta podrían tomarse por la maquetita de una pirámide, puesta de pronto allí, en su rostro alargado. Sus chispeantes ojos se confundían con dos modestos agujeritos. Eran un [139] par de minúsculos hoyitos incendiados, verdaderamente pequeñísimos; y redondos como los de un pajarito... En cuanto a su boca, ésta fue creciendo, con el tiempo, en un progreso aumentativo casi visible, hasta alcanzar un tamaño muy en proporción con el de sus orejas (12-13).

     Otra descripción muy plástica muestra a la criatura, con las manos extendidas por las orejas maternas, manipulando la cuerda que salta Federica.

     Es posible que el autor se haya ocultado en uno de los personajes como una especie de chiste privado: el egoísta y ocurrente «L», cuyo nombre prefiere no revelar el narrador. Granell empleaba esta misma inicial para firmar algunos artículos escritos para el periódico dominicano La Nación, en los 40. En el cuento, «L» incurre en la ira del narrador al insistir en que los bultos de Federica son una simulación y que «o Federica es tonta de remate, o nos toma por tontos a nosotros», observaciones que evidentemente inspiraron la defensa de su mejor amiga.

     El éxito del cuento se debe principalmente a la caracterización del narrador, quien expresa su admiración sin límites por Federica y la tiene por la más inteligente de las mujeres por haber inventado un nuevo modo de hacer algo que había sido hecho de modo rutinario antes. Los demás -la colectividad que son los amigos del café- desprecian a Federica precisamente por no poder hacer lo que hacen las mujeres más primitivas del mundo. El narrador celebra la novedad que ofrece su amiga, y el relato entero parece indicar que «las maravillas de hoy son el pan diario de mañana» (18), otra manera de decir que nada es imposible en la surrealidad.



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«EL HOMBRE VERDE»

     «El hombre verde» es un cuento extraño. Fuera del narrador, su esposa y su perro, de quienes tenemos pocas noticias en cuanto a descripción, estamos en un mundo desconocido y desconcertante en que no rigen las leyes acostumbradas del nuestro. Más que cuento, parece un vuelo libre de la fantasía, en que lo [140] vago y nebuloso, lo intuido y presentido predominan sobre lo concreto. El que busca aquí un simbolismo claro queda completamente frustrado, pues el objeto del relato parece ser precisamente el de mixtificar.

     El narrador cuenta cómo una ráfaga de ventarrón azul cobalto entró con violencia en su casa, situada en un muelle, sobre un acantilado. La ráfaga se transformó en un hombre verde; empieza a gotear el techo y vuela la puerta. El hombre parecía «puesto allí por la tempestad, o como hijo del maridaje verde de una ola rota y de un rayo desprendido por algún trueno inexacto» (182). «No tenía nada de hombre y sin embargo era un hombre», nos asegura el narrador. Lo que parece hacerlo hombre es su llanto, su angustia de hombre. Como se observa muchas veces en la narrativa de Granell, hay un contraste entre lo absurdo y lo «normal», el diálogo del hombre verde en sí no parece fuera de lugar en tales circunstancias, pero el narrador lo encuentra completamente absurdo por razones que no sospechábamos:

                -Al pasar por aquí (no pasaba, había venido), vi luz y por eso llamé (no había luz, la luz estaba apagada). Gracias por haberme dejado entrar (no le dejamos entrar, él entró). No sé a dónde ir en una noche como esta (era, por lo demás, una noche como muchas otras). No tengo alimentos para mí (no tenía boca, no, no tenía boca). No tengo nada que dar a mis hijos (no tenía sexo). Soy pobre (era verde, verde). Vago mi soledad por el mundo (era verde) (183).

     El diálogo le resulta extraño por no corresponder a la «realidad» que observa el narrador, pero él y su esposa le dan comida y el hombre se va. Contrariamente a la sensación visual de la disminución del tamaño con la distancia, se ve más grande según se aleja por el fondo del mar. Una gotera empieza a caer en el cenicero.

     Si por una parte el narrador da la impresión de sorprenderse ante algo tan extraño como un hombre verde, por otra parte le vemos aceptar situaciones raras sin ninguna perturbación. Unos días después de la visita del hombre verde, el narrador y su esposa [141] visitan una casa donde la gente se ocupa en varias actividades que el narrador parece encontrar normales:

                Una joven rubia tocaba el piano.
     Un señor muy serio cosía la alfombra. La dueña de la casa hizo una bella demostración hípica en el cuarto de baño... Otro caballero se tragó una bombilla en medio de la indiferencia general. Mi mujer y yo aprendimos una bella canción (184).

     Al despedirse, una persona les susurra: -«¿No nos hemos visto en alguna parte?». El narrador y su esposa regresan precipitadamente a su casa, ansiosos, para «secar el cenicero, que aún debía de estar lleno de ceniza mojada, y retozar con el perro» (184).

     No se explica nada. ¿Fue la persona misteriosa el mismo hombre verde? ¿Querían secar el cenicero para borrar el recuerdo del hombre verde? Los datos se presentan de una manera inconexa, aunque se presiente alguna relación entre ellos en la preocupación del narrador por volver a su casa. Ante el huésped verde, él y su esposa lloran; ante el desconocido de la fiesta, se sienten incómodos y preocupados.

     Alguna luz se arroja sobre el cuento por medio de su epígrafe, una cita de Historias e invenciones de Félix Muriel del escritor y poeta español Rafael Dieste, que reza así: «... una ráfaga que llegará un día, un luminoso viento al que no importen las cenizas». La cita evidentemente sirve como impulso para el cuento, como si fuera éste una especie de glosa surrealista que construye una obra más extensa sobre la frase inspiradora. Los elementos esenciales de la cita de Dieste están allí: al narrador y a su mujer no les importaban las cenizas; una ráfaga de luminoso viento les llega, en forma de un hombre verde que «lloraba paisajes molidos, de ceniza cuyo polvo caía en tenue rumor distante» (183). Lo demás es pura invención fantástica.

     La obra surrealista invita al lector a participar en ella con sus propias aportaciones interpretativas, pero se puede notar en «El hombre verde» una plétora de imágenes asociadas con el surrealismo bretoniano, como el fuego y el agua que se combinan en la alquimia. El hombre verde es conjurado por el agua [142] del mar, la lluvia y el trueno, y al final, las cenizas sugieren la posibilidad de evocar una nueva aparición del hombre, como si fuera un fénix humano nacido de las cenizas. El color verde sugiere la frescura de la naturaleza primitiva, pero es un color que en numerosos artistas surrealistas, entre ellos Breton, así como en Valle-Inclán y García Lorca, asume múltiples resonancias.

     Tal vez ayuda a iluminar la significación del hombre verde una referencia que hace Granell en uno de sus estudios, «Paisaje superpuesto», en torno al color verde absoluto. «Reencarnación de la frondosa Dafne vegetal», dice, y a continuación cita a Ramón Gómez de la Serna: «¡Si fuésemos verdes para andar disimulados entre los árboles» (104). Comenta Granell: «Lo cual no es imposible.» La sugerencia de la unión humano-vegetal le parece asombrosa y poética. Se extiende luego en una alusión que en gran medida sirve de comentario a su propio cuento «El hombre verde»: se refiere a la fascinación del tratadista Antonio Palomino por la fantástica aparición de una pareja verde, hasta el punto de zanjar la veracidad del «formidable dato antropológico»:

           «... lo más peregrino es haberse hallado nación de color verde, cosa que parece increíble. Refiere un autor grave que en tiempo del Rey Estéfano de Inglaterra [Palomino ama el rigor histórico], en el año de 1140 [Palomino ama el rigor cronológico], en la parte occidental de aquella isla, en Sutfolke, a cuatro o cinco millas del templo del santo Rey y mártir Edmundo [Palomino ama la exaltación geográfica], donde hay unas cavernas que en inglés las llaman Vulputes (y es lo mismo que cuevas de lobos) [pues Palomino también ama la precisión etimológica]: por una de ellas, en el tiempo de la siega, salieron dos muchachos, varón y hembra, de color verde. Sus vestidos no se conoce de qué material eran; y discurriendo atónitos por el campo, les cogieron unos segadores. Su habla no se les entendía, ni querían comer los manjares comunes, con que llegaron a término casi de morir de hambre...» (64).

     Al comer los frutos comunes perdieron su color verde, y cuando ya sabían hablar la lengua de los demás, explicaron que «en [143] su tierra todos eran de color verde, y que no alcanzaban más luz que la que había en los crepúsculos». Granell enseguida relaciona esto con el famoso postulado surrealista en que los estados de aparente contradicción se armonizan en una realidad absoluta o surrealista, ante la cual Palomino abandona su rigurosidad:

                Es decir, cuando se refiere al indeciso lapso en el cual noche y día dejan de existir como tales para ser otra cosa: una mezcla de ambos, un intermedio, un margen, o tal vez la confusa revelación de otro reino temporal, hasta entonces ignoto. Lo que a la postre se revela y releva es sólo que la luz de la región incógnita hasta la ocasión del gran descubrimiento, causa la maravilla de la verdosidad total. La nación de la pareja verdina sin duda es otra parte del orbe maravilloso que manifiestan las visiones poética y pictórica de Garcilaso y el Greco (65).

     En otra ocasión también escribió Granell algunas ideas en tomo al color verde, a raíz de una reseña del libro Del sueño al mundo, de la poetisa Aida Cartagena Portalatín, publicado en Ediciones de «La Poesía Sorprendida», de Ciudad Trujillo. El crítico perfila la significación amorosa del color verde en los poemas estudiados y luego agrega la siguiente observación:

                Debe de ser verde el espíritu del tiempo, teñido por la maravilla de las primeras vegetaciones en la tierra, y verde tuvo que haber sido el primer éxtasis del hombre, como es verde asimismo el ambiente de azufre y de castigo de los subterráneos mundos luciferinos.

     La asociación que hace Granell aquí de lo verde con la maravilla del mundo en su primera frescura, con la alegría y también el sufrimiento es particularmente importante al notar que la expresó el 5 de junio de 1945, apenas un año después de la publicación de su folleto El hombre verde en las mismas Ediciones de «La Poesía Sorprendida». Consta que ya hemos señalado en nuestro primer capítulo su actitud hacia la crítica: que es y debe ser el vínculo adecuado para la autoexpresión.

     Tenemos la impresión de que el hombre verde viene de ese [144] punto supremo surrealista en el que Granell aspira a lucir la maravilla de la verdosidad total nutrida por la conjunción del agua y el fuego, propicia a la creación maravillosa. Pero hay otro aspecto del hombre verde que llama la atención, y es su profundo desamparo. Es un ser sin facciones y sin sexo, deshumanizado. Su color puede sugerir cualquier cosa, si recordamos algunas de las alusiones que ofrece Breton en Pez soluble: «Lo verde también es lluvia»; «el verde de la tristeza» (66).

     El objeto del cuento no es el de exigir ninguna interpretación, sino, como obra auténticamente surrealista, suscitar sorpresa e inquietud. Debido a un juego de perspectivas, hay dos niveles de sorpresa; en el primero, el narrador del cuento reacciona ante la inesperada aparición del hombre verde y su historia; en el segundo queda el lector perplejo ante las rarezas que el narrador acepta sin turbarse. Este se sorprende al encontrarse con un hombre verde, pero el lector está igualmente sorprendido al ver que el mundo «normal» del narrador es tan irregular. El empleo de la primera persona narrativa es muy eficaz para crear no uno, sino dos mundos surrealistas a la vez: el del narrador y el del hombre verde.



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«NOSTÁLGICO PRONÓSTICO»

     Este relato representa otro esfuerzo por liberar la imaginación, particularmente con respecto al elemento temporal, lo cual queda ya indicado en el desconcertante título. La narración en sí se desarrolla mayormente en el tiempo futuro del verbo, pero no se trata de un recurso estilístico (bastante explotado en nuestros días, por ejemplo, en Carlos Fuentes), sino de una auténtica proyección imaginaria de un futuro en que el narrador es reconocido por una mujer en distintas épocas y en diversas situaciones. Para mayor complicación, Figueiredo, el narrador, envejece más en cada visión, así como también la mujer y sus hijos.

     Las «realidades» que inventa Figueiredo parecen seguir un [145] proceso semejante al que describe Anna Balakian en su libro André Breton, Magus of Surrealism como la formulación de una realidad, la cual, procediendo de un estado interior y nutrida por lo que llamamos imaginación, es conducida a una existencia exterior por la captación de los sueños o la verbalización subconsciente (67).

     El narrador, evidentemente gallego como el autor, se figura un diálogo entre una mujer y sus hijos acerca de él. En un museo la mujer les enseña cuadros de Figueiredo, un pintor español, a quien -dice- «conocimos en un campo de concentración, en Argeles, allá en la vieja Francia». Figueiredo se pregunta si el esposo de la dama no era ingeniero. En otra secuencia («O bien ocurrirán las cosas de este modo»), la mujer señala a sus hijos un libro de Figueiredo, «famoso escritor español», y éste recuerda que su marido era abogado. En una tercera versión, ella celebra al sabio Figueiredo como inventor de una máquina que cumple las más diversas funciones encaminadas a conseguir la prosperidad y el bienestar de la sociedad. Ahora Figueiredo recuerda al marido como un gran periodista que había estudiado la carrera de farmacia.

     En la cuarta sección del cuento, el narrador se figura en Nueva York, ignorado del mundo, detrás del cristal de un restaurante, donde trabaja, visto por la mujer, quien recuerda que él había sido cocinero en el Adriático. También minero, alfarero, músico, leñador canadiense, lavador de platos y chófer de taxi, Figueiredo se encuentra pobrísimo y viejo, contemplando a la mujer: la filóloga clásica más reconocida de los Estados Unidos. En otra escena ella lo protege contra unos peatones que lo quieren atacar. «Anciano taxista lavaplatos con su barba partida en dos» y enrollada en tomo a sus rodillas, Figueiredo va a la mansión de la científica, donde se celebra una convención de antropólogos. La conversación es de una enorme pedantería y los antropólogos, asustados por el rugido de osos en la cocina, se dispersan. En la última escena, Figueiredo lava platos con sus barbas en su taxi lleno de nieve. [146]

     Quizá el impulso del cuento se encuentre mejor enunciado de modo indirecto en el último párrafo, donde Figueiredo habla de las arrugas grabadas en su piel por los contratiempos y

           por los dulces y penosos recuerdos de otros tiempos y tierras, cuando todavía no se consideraba nada descabellado figurarse futuros triunfales y se creía a pies juntillas que por fuerza tenía que ser importantísimo llegar hasta el umbral de la celebridad a costa de trabajo y sacrificio, para, después de todo, ver reducida la compleja totalidad universal de una biografía al renglón y medio de tinta tipográfica que puede figurar como epitafio informativo en cualquier diccionario enciclopédico (169).

     Las primeras tres secciones del relato parecen corresponder a esa primera etapa optimista en la que Figueiredo se imagina futuros triunfos como si fueran ya realizados y comentados por la mujer, precisamente en más o menos «un renglón y medio de tinta tipográfica». Esta «realidad» ideal tiene variantes en cuanto al campo en que se destaca Figueiredo, y de modo accesorio, respecto a las profesiones del marido. Las últimas visiones de Figueiredo en América lo muestran fracasado y desengañado, pero siempre recordado con nostalgia por la dama, quien ya tiene nietos. El anciano taxista lavaplatos también siente nostalgia al rememorar estas escenas que forman su pasado figurado en el futuro.

     Después de las tres secciones iniciales, se nota que el cuento divaga más y se llena de digresiones. Se habla de los puertorriqueños y su cariño entrañable al hotel Waldorf Astoria, donde muchos de ellos han progresado desde empleados hasta huéspedes, por cuya razón está tan lleno el hotel que se celebra la convención antropológica en la mansión de la mujer. También hay observaciones acerca del arte, ya que la obra monumental de la científica, Historia completa de la guerra civil americana desde el principio hasta el fin, edición abreviada puesta en lenguaje básico, se convierte en un objeto artístico:

                No hay por qué ocultar, puesto que viene al caso, que el gobernador Rockefeller compró, de su peculio, una colección entera de sus Obras Completas para regalársela al Museo de Arte Moderno [147] de Nueva York, donde puede contemplarse: cada volumen puesto encima de adecuado pedestal y con la tarjeta explicativa: «Tomo tal de la obra tal, de la autora tal, con la esquina quemada y un huevo frito seco pegado en la tapa, o sea, lo que llamamos ensamblaje pop-cultural» (155).

     Así vemos los libros de la filóloga e historiadora transformados en obras de arte plástica, para ser mirados en vez de leídos. Esta referencia hace recordar el discurso del Preboste en Lo que sucedió, cuando celebra un tomo donado a la Casa de Estudios como objeto para ser admirado por su aspecto externo, sin decir nada de su contenido. También hay un incidente parecido en La novela del Indio Tupinamba en el que el escritor Pitágoras Gómez, autor de la Historia -en cinco volúmenes- de la poesía, el drama, la oratoria, el ensayo y las dedicatorias de cumpleaños y bautizos del Departamento Sureño de Guanamaní, bañó los libros en arcilla y le valieron para fabricar un edificio de seis pisos, convirtiéndolos en algo más fácilmente apreciado que un libro tan inútil. Ha dicho Granell que a los que desean lo útil, «tal vez el 'Quijote' les parecería mejor si en vez de libro fuese una silla» (68).

     En la reunión de los antropólogos, entra la burla de su falta de imaginación. Su discusión del tema de la «isla» se reduce a genialidades como las siguientes:

                -Jamaica es una isla -afirma un antropólogo, sin el menor indicio de pedantería.
     -Isla es una porción de tierra rodeada de agua por todas partes -comenta otro antropólogo, con la sencilla naturalidad del científico familiarizado con su especialidad (168).

(Es aún más notable aquí la escasez de la imaginación en vista del hecho de que Granell escribió todo un libro sobre el tema, el ya aludido Isla cofre mítico.)

     La sencilla afirmación de que los osos no rugen enfrenta a los antropólogos con la posibilidad de lo desconocido, lo cual les asusta y se van corriendo escaleras abajo para huir de lo que no comprenden. [148]

     Figueiredo, en cambio, el artista músico, pintor, alfarero, inventor, leñador y literato, trabaja y trabaja, pero apenas logra ganarse la vida ni tener más que sus recuerdos: «cada uno, un pelo; todos juntos espesa pelambrera incandescente de conturbadas llamas desiguales, las solas que avivan los sueños de la imaginación» (159). Con imágenes de luz, describe los recuerdos que le acompañan mientras la mujer, dedicada a los estudios objetivos, tiene un porvenir brillante y fama resplandeciente. Cuando se le ocurren dudas a la ilustre historiadora, piensa que «tal vez hubiese sido mejor haber seguido una carrera de arte. La música, por ejemplo; o la pintura, o la literatura de imaginación» (163).

     Pero Figueiredo dice que ella ha hecho lo mejor que hubiese podido hacer, y sus razones muestran las dificultades que evidentemente ve Granell en el mundo artístico, cuyas recompensas dependen de numerosos factores personales ajenos al mérito. Figueiredo tranquiliza a la filóloga:

                Penetraste en el único campo existente donde, entre todos, se hace aún posible que reine la objetividad más compacta y neutral. Sólo en ese terreno, el de la academicidad institucionalizada, se aquilatan los méritos y las flaquezas sin adulaciones ni animosidades personales. Ni envidias, ni zancadillas; ni ambición infundada, ni chismes, ni intrigas. El recinto de la investigación cultural y científica continúa manifestándose imperturbable a las acometidas de las reacciones anímicas que en otros ejercicios humanos provocan el resentimiento y envenenan la frustración. La fama no se discute; se alaba. El talento personal no se recorta, se admira tal cual vale. Se estima la vocación y la originalidad se reverencia (164).

     No pasa inadvertida en esta descripción exageradamente idealizada del ambiente académico la crítica de las rencillas y luchas académicas. La ironía se patentiza al recordar que los libros de la «eximia investigadora», adornados con un huevo frito, forman un ensamblaje pop-cultural en el museo, y que su campo es la filología clásica, la cual se prestará a bien poca originalidad. [149]



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«LA CÁMARA NEGRA»

     Este cuento, el primero de varios que muestran la mixtificación de una colectividad, tiene lugar en un recinto cerrado, una cámara en que todo es negro: «El salón era negro: las paredes y el piso, los muebles y el techo. Los alumnos iban asimismo vestidos» (37). En contraste con tanta negrura, hay blanco en la tiza y en los rostros y las manos de los estudiantes. Desde el comienzo, se enfatiza la cuestión del hábito. Se oye la estridencia habitual del timbre y la clase da comienzo «como de costumbre». El salón es una «caja de silencio», sugerencia del ataúd, pero a la vez la palabra «cámara», además de referirse a un salón, trae a la mente la visión de una cámara fotográfica en cuyo negro interior parecen ocurrir los sucesos referidos. Es decir, que Granell aprovecha el doble sentido del vocablo cámara para presentar la escena, muy gráfica, de un salón herméticamente cerrado.

     De pronto, dentro de este ambiente sólo un tanto irregular por motivo de los colores ya descritos, surge algo extraño, para el lector nada más, puesto que los estudiantes lo aceptan con naturalidad. Una estudiante, respondiendo a un gesto del Profesor, tira la tiza blanca por el aire, «pues, por sus méritos, era a ella a quien le correspondía ejecutar este ritual». El Profesor recoge la tiza con facilidad, por cuyo motivo gana la admiración de sus estudiantes, que, por otro lado, lo tienen por hosco. El Profesor traza en la pizarra «la figura de un rectángulo impecable». La perfección, indica Granell con suave sarcasmo, entusiasma a un grupo, particularmente en la situación académica: «El regocijo íntimo que suele derivarse de la contemplación de todo dato exacto empezaba a moldear el orgullo colectivo» (39). Pero ocurre lo inesperado: desaparece el rectángulo, y, al aparecer de nuevo, los alumnos descubren que se ha esfumado el Profesor. Cunde el pánico y con miradas de encono y gestos de amenaza, los estudiantes buscan explicaciones «racionales», como, por ejemplo, el considerar la posibilidad de una alucinación colectiva, impulsada por el hábito y la costumbre diaria, al ver entrar al profesor. Pero luego no logran explicar el enorme [150] rectángulo trazado en la pizarra, prueba de la anterior presencia del Profesor. La actitud estudiantil se trueca en hostilidad, agresividad y desconfianza mutua ante esa «desconcertante evidencia visual» (42). Aullidos, palabras duras y hasta golpes resultan de la confusión. Súbitamente desaparece el rectángulo y aparece de nuevo el Profesor, ofreciéndoles la explicación de que había olvidado algo. Por eso había trazado el rectángulo en la pizarra: para salir por él. La reacción colectiva revela la gran facilidad con que los grupos pasan de un extremo a otro. La explicación del profesor les parece tan ocurrente que su terror cede a las carcajadas, pero entonces el Profesor traza un nuevo rectángulo y sale por él. El cuento termina con la repetición del primer párrafo, sin terminar, con su descripción de la cámara cuando suena el timbre para comenzar la clase.

     La situación del relato en un plano académico es de enormes consecuencias y en lo que respecta a la instrucción, un comentario aplastante. La oscuridad total sugiere el luto en «la caja de silencio», la falta de alumbramiento intelectual y espiritual en el ambiente académico, tan acondicionado por el hábito, que el ejercicio de la imaginación mixtifica y causa pánico. El ritual más absurdo, como el de tirar la tiza por el aire, forma parte del trabajo diario y es aceptado sin chistar. Se le admira al Profesor más por su proeza física al recoger con agilidad la tiza lanzada que por su imaginación, la cual sólo suscita o el terror o la risa. La tiza asume la calidad de un objeto surrealista, vista en su forma más sencilla y primitiva de «pequeño cilindro blanco». Pero lo más interesante del relato es su retrato de un grupo, con sus diversas reacciones ante lo que no comprende. La ignorancia primera da lugar a explicaciones lógicas que sin embargo resultan poco convincentes. La frustración racional produce actos hostiles y agresivos entre los miembros del grupo. No quieren aceptar la advertencia de la estudiante, quien evidentemente merecía la distinción de tirar la tiza por su entendimiento superior, de que «entre parecer y certeza hay un abismo» (40). La explicación del profesor, como es ilógica, provoca la risa, la cual provee el alivio que buscan los alumnos.

     El cuento parece poner en ridículo la costumbre tan universalmente [151] respetada de aceptar que «ver es creer», de confiar en la vista racional que no admite el espontáneo vuelo de la imaginación. Cuando la evidencia visual es desconcertante, se produce una situación volátil.

     Según ocurre con frecuencia en el surrealismo, el tiempo pierde su consistencia normal. Como si todo lo relatado fuera una alucinación, vemos la cámara negra al final del cuento y el timbre anuncia el comienzo de la clase. Básicamente, la situación académica es igual que siempre.

     El protagonista genérico aparece en muchos de los cuentos de Granell. El Profesor es un verdadero héroe surrealista frente a la poca imaginación de los alumnos que celebran o su destreza física o su sentido del humor. Unicamente la alumna aprovechada que aventura su opinión poco popular sobre la distancia que hay entre ser y parecer llega a sobresalir de la colectividad, y por su originalidad es atacada por otro alumno. La discordia incita acciones tan absurdas como el desnudarse en busca de la deleznable tiza. En general, se puede considerar el cuento un comentario sobre la educación que nada más apela al ánimo realista, confinando a los jóvenes en una cámara negra cuya salida sólo puede efectuarse a través de la imaginación que no tenga inconveniente en trazar un rectángulo blanco para salir por él.



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«LA OFICINA»

     En estos días de papeleo burocrático, la escena de unas veinte personas que esperan en una oficina donde trabajan diez oficinistas no tiene nada de extraño. El primer indicio de irregularidad en la situación que presenta Granell procede de la pregunta de uno de los que esperan allí: -«¿Qué refrescos nos darán hoy?». La palabra «hoy» da la impresión de que esta misma gente suele visitar diariamente esta oficina. Otra cosa extraña es el hecho de que, con un cuerpo tan numeroso de oficinistas, aún queden sin atender las veinte personas. Luego vemos que el tiempo que lleva la gente esperando en la oficina es un poco fuera de lo común. Un hombre alto, siendo novato de sólo seis [152] días, se queja de la demora, mientras una anciana más resignada lleva veintiséis días acudiendo a la oficina.

     Como hemos visto en «La cámara negra», el que se queja es considerado un ser peligroso e incurre en el ostracismo del grupo. Los oficinistas exigen tanta conformidad, que, según comenta el «hombre protestón», «ahora, ni siquiera los niños pueden llorar cuando están en una oficina» (62). Hay indicaciones de que la oficina representa el Estado cuando opina la madre del niño: -«Digan lo que quieran, esta delicada preocupación consciente por la infancia es una prueba de las atenciones humanitarias del Estado» (63). La aparición de niños o adolescentes en la narrativa de Granell a menudo da lugar a la crítica de sistemas que tienden a embrutecerlos e imponerles el «robotismo» de sus mayores. Como dice el mismo hombre alto de las quejas: -«Sí, los ceban hoy para convertirlos el día de mañana en carne de oficina» (63).

     Una oficinista le avisa con sarcasmo que «el acto de ir a una oficina es completamente voluntario. Se ejecuta en virtud de un derecho inalienable, ¿no se dice así?» (64). Al ejercer este derecho, los esperantes encuentran que rige la más completa impersonalidad en la oficina porque «los asuntos de los esperantes no son incumbencia de las oficinistas» (65). El hombre protestón insiste en que un hombre esperante es tan persona como «otra cualquiera», sin atreverse a decir «como una oficinista». La oficinista trabaja de una manera tan automática que ni siquiera se ha fijado en el hecho de que un rincón del cuarto queda inutilizado porque la puerta está allí. Ella recomienda que todos aprendan de la conducta infantil. La anciana, ya experimentada en la función de esperar, le confía al hombre alto que «todo se arreglará si se resigna y pone buena cara» y lo invita a sentarse en su manta en un rincón, desde donde se ven las cosas con otra perspectiva: «Desde aquel punto de vista, sumido a ras del suelo, todas las cosas parecían más altas.» Desde allí sólo son visibles los rayos de la anaranjada vasija giratoria de donde provienen los refrescos, y el otro lado del mostrador que divide el cuarto en dos partes queda invisible.

     El cuadro hace pensar que es un grupo de refugiados que se [153] encuentran prensados «unos contra otros, todos contra el suelo, entre el entaponamiento de los equipajes de la mayoría, un par de colchonetas, las mantas de su compañera de rincón, los periódicos, los sacos de papel y de piel con alimentos y los legajos de documentos, que algunos mantenían apretándolos contra sus cuerpos, como si les aterrase la idea de perderlos» (69). Quizá sea éste un recuerdo poco grato de experiencias personales del autor cuando se encontraba de refugiado en el extranjero.

     Si antes la conversación evocaba el Estado, ahora se impone una visión más bien cósmica: «un paisaje de comienzo de mundo, donde la lejana alzada cordillera del impenetrable horizonte de madera cerraba la continuidad de los espacios ocultos más allá de sí misma» (69). Luego se habla de un «escondido más allá» y Granell nos dice que la voz de la oficinista que ordena el alineamiento tendría ecos capaces de anonadar si no rebotara en los obstáculos del suelo.

     Ocurre algo no esperado por los esperantes. Hay un apagón en su lado de la oficina y todos se estremecen porque «en los días pasados no había sucedido cosa igual. La tiniebla llenaba el otro lado» (70). Solamente se ven las chispas arrojadas por la máquina de refrescos y el mostrador que «surgía de lo oscuro haciendo de gran boca cerrada de noche a la intemperie», sobresaliendo por encima de las cabezas de la gente. Como el alineamiento es imperfecto, la jefa de oficinas lamenta: -«¡Qué felicidad, si ustedes cumpliesen lo mismo que nosotros!».

     El hombre alto no tiene sus papeles, hecho que los demás ven como motivo de su actitud de oposición. Pero la oficinista aceptará cualesquiera papeles, tales como recibos, tickets, etcétera. Con una pregunta que resulta al mismo tiempo significativa para el lector, la oficinista se dirige al hombre alto: -«¿No comprende lo absurdo, lo inútil de su situación?». La pregunta tiene un sentido para el hombre, quien, efectivamente, se encuentra en una situación difícil, y otro para el lector, quien ve toda la situación de la oficina como un absurdo. Al aceptar los papeles diversos que le ofrece el hombre, la oficinista declara: -«Está bien. Papeles son papeles.»

     Un hombre con muebles de «la oficina controladora del servicio [154] de oficinas», que se encuentra en el «piso de arriba», anuncia que esa dependencia se instalará allí mismo al otro día.

     La jefa despide a los esperantes, pero otra mujer grande y fornida la despide a ella, mandando que todo el mundo se quede hasta que se efectúe el traslado y reconociendo que «no se puede disponer arbitrariamente de la gente» (73-74). Ordena que se enciendan las luces, y ahora se descubre que se ha cambiado el mobiliario. Los visitantes ocupan sus puestos anteriores; la máquina refrigeradora queda como único elemento continuo e invariable: «Grande, destilando sus rayos anaranjados, la ampolla transparente emitía sus luces confortativas, algo así como intangibles cordones umbilicales que ligaban a los esperantes con una zona firme del mundo conocido» (74).

     Como hemos advertido anteriormente con respecto a las imágenes que emplea Granell, no hay que buscar símbolos claros de una realidad objetiva, sino más bien sugerencias simbólicas, que pueden cambiar tan repentinamente como el escenario de un sueño. La oficina puede representar una oficina cualquiera de una organización burocrática. En este sentido, el cuento es una parodia de la ineficiencia que rige en las oficinas así, a pesar de contar con un personal tal vez excesivo. Hay exageración en la espera que puede alcanzar veintiséis días, pero esta exageración no es tan absurda después de todo, como probablemente puede comprobarlo la experiencia del lector.

     Otra interpretación que surge en determinados momentos y que no se mantiene constante en el cuento, es que la oficina es el universo, en cuyo caso se podría añadir una dimensión metafísica y religiosa a la situación, siendo las oficinistas los sacerdotes de la ritual espera. Se recordará que la jefa misma no había sido avisada de la llegada de los nuevos muebles desde el piso de arriba. En esta conexión, las «luces confortativas» de la máquina refrigeradora que emite «rayos anaranjados», y que además es lo único visible contra la oscuridad que observa el hombre «protestón» desde su rincón, es como el sol, elemento estable y consolador para los maltratados esperantes.

     Una tercera interpretación, que tampoco es de tipo alegórico, puesto que no representa un aspecto constante en el relato, es [155] que la oficina es el Estado que exige papeles oficiales y trata de reprimir las quejas y aun los lamentos infantiles. Al final del cuento, el cambio de local y el despido de la jefa por otra sugieren un cambio de gobierno, siendo el nuevo tan autoritario como el anterior, pero con palabras generosas para animar a la gente.

     La referencia a los individuos no pasa de ser genérica: la anciana resignada, el niño llorón, el hombre alto y delgado, la mujer fornida y el hombre de los muebles. El procedimiento sirve muy bien para expresar la impersonalidad con que el individuo es tratado en un sistema en que valen más los papeles que la gente que los lleva. Un solo personaje aún conserva su nombre, Rubén, Junior, o sea, el niño, pero siendo un calco del nombre de su padre, resulta ser una indicación simbólica de que le encauzarán en la imitación de los mayores.

     Granell inyecta en esta extraña situación de la oficina una fuerte dosis de humor con la insistencia que hemos notado anteriormente en Lo que sucedió, al asignar esencias puras a las palabras. La función de las oficinistas viene a ser, simplemente, la de atender la oficina y la de los esperantes es, claro está, esperar. Criterios tan lógicos como errados forman la calidad absurda de una declaración de mutua dependencia cuando el hombre alto advierte: «¡Mire, óigame bien! Si no fuese por nosotros, los esperantes de las oficinas, no habría oficinistas para las oficinas destinadas a los esperantes de las oficinas» (66).

     La necesidad de llevar papeles llega a lo ridículo cuando la oficinista acepta cualquier papelito, aunque sea la mitad de un sobre roto, porque «papeles son papeles». Si los visitantes están ya bastante sometidos a la burocracia oficinista, aún queda alguna esperanza. Se ve que no saben alinearse con la perfección debida; es decir, que no han llegado al estado automático que exige la oficina. Pero, por otra parte, el grupo se ha acostumbrado a su función tan completamente que la sorpresa del cambio repentino de los muebles apenas deja sus huellas en ellos, ya que todos vuelven a sus lugares respectivos a emprender de nuevo la inútil función que les corresponde: «Cada cual fue a ocupar su puesto anterior» (74). No parecen capaces de alterarse por [156] las irregularidades, como los alumnos de «La cámara negra» o los grupos que veremos en «La moldura».

     Lo mismo que en varios otros relatos de Granell, los juegos de luz y oscuridad están cargados de simbolismo. El dicho figurativo de dejar a la gente «a oscuras» se convierte en realidad concreta, pues se encuentra efectivamente así, con respecto a las maquinaciones de las oficinistas, los motivos de los cambios y la finalidad del dudoso ejercicio de su libertad al acudir a la oficina por cuenta propia.

     La verdadera tragedia de la situación, sin embargo, es que el niño se somete a ella, indicando que la espera será igual en la próxima generación. La oficinista recomienda que los demás aprendan de la conducta infantil cuando el niño rechaza, «en acto de protesta», según ella, el refresco que le ofrece el señor protestón. La anciana hace una curiosa alusión a Adler en ese momento, pero como sucede casi siempre en Granell, la alusión queda trunca y se pierde en una tangente. Las alusiones así no cumplen una función erudita, sino que dan una momentánea chispa surrealista que el lector puede seguir por cuenta propia o puede aceptar en su forma incompleta. En este caso, la madre del niño pregunta a la anciana quién es Adler. La contestación de la oficinista resulta graciosa, pero al mismo tiempo significativa, porque se fija no en los posibles logros del sujeto, sino en su nacionalidad: -«Creo que un alemán» (67). La anciana explica que era alemán o austríaco, «pero luego se hizo norteamericano», y después se sienta en su rincón de nuevo sin ofrecer ni una palabra más de aclaración en tomo a su alusión, que en realidad tiene mucho que ver con la situación y fue bien traída. En parte se refiere al conferenciante judío Félix Adler, nacido en Alemania en 1851, quien ocupó la cátedra de ética social y política en la Universidad de Columbia en Nueva York desde 1902 hasta 1933, el año de su muerte. Dedicó sus esfuerzos al proyecto de mejorar las condiciones del trabajo infantil y dirigió el «National Child Labor Committee». Su libro La instrucción moral de los niños, escrito en 1892, puede ser el foco de la referencia de la anciana, pero también el nombre se presta al equívoco entre el ya aludido Félix Adler y un psicólogo austríaco, [157] Alfred Adler, que vivió en Estados Unidos. Discípulo de Freud, tuvo un gran impacto sobre la psicología moderna con sus estudios sobre la formación intelectual del niño en los primeros años: La educación de los niños, Guiando al niño, y El niño problemático (1930). Irónicamente, el objeto de la alusión a Adler se pierde en la cuestión de su nacionalidad. Es precisamente este tipo de aclaración informativa que acabamos de hacer lo que evita a toda costa Granell, de quien podemos decir, alterando sólo un poco una famosa cita bretoniana: La erudición ha sido dada al hombre para que la use de manera surrealista.



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«LA MOLDURA»

     Una cita de la poetisa gallega Rosalía de Castro nos pone sobre aviso desde el principio, ya que alude a las figuras de piedra del Pórtico de la Gloria, de la catedral de Santiago de Compostela, las que parecen hacer muecas:

                ...¿serán de pedra
aqués sembrantes tan verdadeiros?
........................................................
¡Cómo me miran facendo mocas
dend'as colunas ond'os puxeron!
                  Rosalía de Castro, «N'a Catedral».

     En el cuento de Granell aparecen unas figuras que permanecen inmóviles como si fueran de piedra, «como estatuas», pero en el contexto de un teatro de ópera, pudiéramos invertir la pregunta de la poetisa gallega y preguntar si serán verdaderos aquellos semblantes que parecen de piedra. Rosalía de Castro contempla las muecas con cierta curiosidad porque, como Granell, no le espanta lo maravilloso. En «La moldura», en cambio, lo maravilloso causa tanta conmoción entre el público que sus efectos duran para siempre.

     El relato comienza en una nota humorística con una novedosa transposición estructural, apareciendo primero la «segunda parte», que consiste en una sola frase: «Y desde entonces nunca, [158] nunca más se volvió a abrir el Teatro Municipal de la ciudad de X» (173). Una nota al pie hace constar con fingida seriedad que «la segunda parte es muy corta y puede saltarse, la primera no». La primera parte, pues, es casi todo el relato, pero desde esta primera indicación desaparece el humor temporalmente.

     El escenario es de extraordinaria plasticidad y de colores muy vivos. Se ven «la lengua roja del teatro» y la cortina carmesí con sus «pliegues de escultura», pero luego las luces del comienzo ceden a la oscuridad, propicia para el desenvolvimiento de la taumaturgia surrealista.

     La colectividad en este cuento es enorme: son millares de personas, quienes, al oír una nota aguda y sostenida de la cantante «clavaron sus atónitas miradas en el proscenio principal», donde ven a tres matrimonios que representan tres generaciones de una familia como estatuas iluminadas por un «luminoso polvillo azulado» que invade el palco. Ha desaparecido la moldura de yeso del proscenio principal, revelando la siguiente escena que deja a todo el mundo consternado:

                Las seis impertérritas personas que estaban en el proscenio guardando la más correcta compostura, eran sólo personas de la cintura para arriba, es decir, desde el limite del pasamanos de terciopelo azul. Donde la moldura faltaba, veíase el vacío absoluto del palco. Y era aquello, imposible de explicar, lo que acababa de producir el revuelo que motivó el súbito oleaje de millares de personas asustadas hacia el ala derecha (175).

     Las palabras claves aquí son «imposibles de explicar», porque es el golpe a la lógica lo que lleva a la gente a creer que es un fenómeno sobrenatural. Sin embargo, un examen más indulgente de lo ocurrido revela hasta qué punto el ejercicio de la razón conduce a reacciones irracionales, porque, en el fondo, nada en absoluto ha cambiado en cuanto a lo que registra la vista. Mientras la moldura estaba en su lugar, la vista de los observadores sólo podía registrar la imagen de los cuerpos desde la cintura para arriba, ¿no es así? Después de que la moldura se desprende, la imagen es absolutamente igual. La única diferencia ocurre en la lógica basada en la experiencia común que nos ha acostumbrado a esperar que, al quitar un obstáculo, se [159] revele lo que suponemos que debía estar allí. A nadie le molestaba no poder ver la mitad de abajo de los personajes del palco mientras estaba allí la moldura, pero la misma visión causa pánico cuando desaparece. Básicamente se observa la misma escena que antes; lo que defrauda no son los ojos, sino la razón, acondicionada por el hábito.

     Después de la caída de la moldura y el pánico del público, suena un arpegio en las arpas y entran los bomberos. Con una metáfora sumamente surrealista, ya que sorprende ver lo contrario de lo que esperamos, dice Granell que las mangas de los bomberos chorrean «inofensivo fuego». Los bomberos, con su «precisión de autómatas», son objeto aquí de la burla de nuestro autor cuando no hacen caso a las explicaciones del público de que no se trata de un incendio, sino de una moldura desprendida, y el capitán mira con complacencia «el maravilloso alarde de precisión de que daban ejemplo sus disciplinadas huestes» en una formación perfecta.

     Como dicta la costumbre en caso de alboroto colectivo, y más cuando está involucrado un gran misterio, se lleva a cabo una investigación oficial en que el secretario del Ayuntamiento comprueba que no faltaba ninguna moldura. El lenguaje oficial revela la minuciosidad con que se ha realizado la investigación, que nota que

           ... todos los proscenios tenían su correspondiente moldura de yeso, que cada moldura poseía dos angelotes de aproximadamente cuarenta y ocho kilos de peso cada uno, si bien la nariz del angelote de la izquierda, de los del palco principal, estaba un poco deteriorada, y alguien (no se sabía quien) había dibujado con lápiz una obscenidad en el bajo vientre del otro (177).

     Como lo inexplicable da lugar a las supersticiones, por varios años nadie quería ocupar el famoso palco, pero en una nueva función, en que se nota que vuelve a estar ocupado, se desprende la misma moldura, revelando ocho medios cuerpos, esta vez desnudos, y de la cintura para abajo, entre ellos dos niños de corta edad. Lo insólito del caso, sin embargo, no excluye la observación de un detalle muy lógico: los cuerpos «temblaban al unísono, [160] como del frío que debían de sentir por la falta del abrigo de sus ausentes mitades» (178).

     La fantasía de la desnudez es de índole surrealista, siendo conocida como elemento de los sueños; pero es interesante notar que esta vez hay por lo menos una persona que no queda aterrorizada como las demás y grita: -«¡Ea! ¡Que siga la función!». Sin duda la exclamación procede de un descarado surrealista entre el público, a quien no le impresionan gran cosa ni la desnudez ni la falta de medio cuerpo. Al fin y al cabo, una vez aceptada la desaparición de los torsos y las cabezas, se acepta fácilmente el hecho menos mágico de la desnudez.

     La insinuación de fuerzas siniestras y sobrenaturales causa el sobresalto colectivo en el público, condicionado a esperar lo esperado. Lo maravilloso irrumpe en el teatro conjurado por estímulos auditivos -una nota aguda de la cantante, un arpegio en las arpas- de una manera parecida a como ocurre en «La cámara negra» cuando suena el acostumbrado timbre. En ambos cuentos también surge lo insólito incubado en la oscuridad que parece sugerir la falta de imaginación, la ignorancia y la superstición colectiva, frente a los hechos que la lógica no puede explicar.



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«EL ESTUDIANTE»

     Poca ayuda nos da Granell al informamos en el cuento de que el Estudiante es un símbolo, puesto que no dice en ningún momento qué cosa puede simbolizar. Sólo sabemos que «el Estudiante es, como todos los símbolos, un ser sin fecha, un ente ucrónico» (140) y que es el objeto de un festejo anual, en cuya ocasión se abren las calles del campo universitario solamente a los universitarios, que son muchos: 270.000 personas, o sea 27.000 profesores y un cuerpo administrativo de 253.000, dedicados a la educación de un estudiante. De ahí viene la primera sorpresa para el lector, al saber que el Día del Estudiante no se refiere a la designación genérica plural, sino a un solo estudiante. Es evidente, pues, que Granell escruta con su penetrante humor [161] la tremenda especialización y la organización burocrática de una inmensa universidad imaginada por él. La institución cuenta con Facultades tan especializadas como Pedagogía Psicológica, Catalogación de Contables Disponibles, y Pedagogía Erótica Infantil. Sus ascensos habrían convertido a instructores, monitores, conferenciantes, observadores, comprobadores y calificadores en «nada menos que Instructores, Auxiliares, Monitores Auxiliares, Conferenciantes Auxiliares, Observadores Auxiliares», etc., si se hubiera aprobado una propuesta que habría limitado ciertos niveles de rango académico a los que hubiesen visto personalmente el Desfile del Estudiante, pero la propuesta fue rechazada y pudo salvarse la estructura universitaria.

     Si la organización universitaria parece demasiado absurda por su sinfín de categorías, no es menos ridícula la división del pueblo en:

           las sociedades recreativas y las de charros, las entidades cooperativas y las bancarias, las guarderías infantiles, las agrupaciones navieras, las fluviales y las aeronáuticas, así como las sanitarias, filatélicas, escolares, deportivas, benéficas, ajedrecísticas, colombófilas, y la de Damas Esterilizadas de la Patria, la de Caballeros Fecundadores Diplomados, la de matrimonios esterilizados con autorización, la de prestamistas colegiados, la de prostitutas pedagogas autorizadas, la de aspirantes al himeneo (mejor dicho, de éstas, las dos, ya que hay una correspondiente a cada sexo), en fin, todas; sin que falten, encuadradas en sus correspondientes organismos profesionales, las de los vendedores de churros, copistas, colectores de notas al pie para tesis académicas, cazadores de altura y ordinarios, pegadores de carteles, comadronas, notarios, coleccionistas..., biólogos plásticos, anticuarios de antigüedades y de imitaciones, echadores de cartas, cobradores de boletos, conjuntos de ballet, espiritistas, naranjeros, dentistas rurales provisionales, trapecistas y, ¡ea!, muchísimas más. Enumerarlas todas sería el cuento de nunca acabar (128).

     Siempre resulta humorística la enumeración de elementos disímiles en Granell, la cual parece fluir de una fuente incontenible y espontánea de incongruencias. El procedimiento es sumamente eficaz para mostrar las infinitas categorías posibles (¿por [162] qué no?) en la formación de las colectividades y en la organización de la especie humana.

     El arte narrativo del autor consiste sobre todo en mantener en su narrador un tono de aparente naturalidad y aun ingenuidad en su relato, que, según él, tiene el propósito de informarnos acerca del inesperado acaecimiento que marcó la última celebración estudiantil. La comicidad que se desprende del cuento no proviene de ninguna intención humorística por parte del narrador, sino más bien de la superior comprensión del lector, como buen entendedor a quien pocas palabras bastan, como éstas, que tan inocentemente describen el decorado alegórico-cultural que simboliza «La vida», el lema de ese año: «Del disco dorado surgían dos alargados cuernos de la Fortuna, alusivos al fluir constante de la vida humana y a los beneficios derivados del esfuerzo colectivo guiado por patrones de conducta racionales» (129). Se da la impresión de que los «cuernos de la Fortuna» es un símbolo conocido, pero Granell cuenta con la imaginación de su lector, y quizá con su recuerdo del sugerente lema de los huelguistas estudiantiles en Lo que sucedió: «Me importa un bledo la gran P», el cual suscitó entre la gente las más diversas ideas, todas menos la más obvia.

     El humor está sobre todo en el lenguaje, que al registrar los más notables despropósitos, hace que éstos casi pasen desapercibidos. Se habla de «irregularidades imprevistas», como si fuese más natural que fueran previstas. Los artistas adornaron sus carrozas con «sus siempre esperadas figuras alegóricas», denominando su esfuerzo: «triunfo de la imaginación en libertad». La jerga oficial describe la organización universitaria como la «centralización dispersa de la regulación funcional colectiva» (125).

     El narrador gusta de lucir su lógica, pero en Granell el «ergo» siempre resulta poco lógico. Explica que los que han visto al Estudiante, o sea, los llamados «virtuosos», preguntan: -«¿Qué sería de la entera institución docente sin el Estudiante?». Para el narrador, «ergo, lógico resulta que quienes hemos visto cara a cara su desfile no podamos eliminar hipócritamente las consecuencias del acontecimiento» (138). El narrador califica la aclaración como un «razonamiento demoledor en la simplicidad [163] de su formulación» y, efectivamente, no es más absurdo fundar una clase privilegiada sobre la base de haber visto el desfile del Estudiante que fundarla sobre cualquiera otra base arbitraria.

     Mientras que en «La oficina» vimos un grupo que «progresaba» hacia un estado de dudosa perfección automatizada, en «El estudiante», la sincronizada máquina de la universidad sufre un atraso progresivo, según comprueba el doctor Nefasto Caparra, famoso estudioso autor de unas tablas computadoras del retraso cada año mayor del Estudiante. Los sistemas humanos, igual que las máquinas, sufren desperfectos y la universidad «funciona como un reloj-símil bastante infeliz, si se considera que las cuatro esferas de su torre marcan siempre cuatro horas distintas simultáneas» (131).

     Como ya es de esperar en Granell, los niños son importantes en el cuento, llegando los de corta edad para presenciar el desfile en sus cestas acolchonadas marcadas con un número y el lugar de procedencia. «Cada infante viajero, a su vez, ostenta en su chichonera su propia matrícula individual... pues es bien sabido que en esos años tiernos es cuando mejor se moldea en el espíritu humano el patrón de conducta moral y social que habrá de determinar la futura orientación del individuo en el curso de su evolución hacia la madurez; o sea, hacia su integración funcional y cabal en la armazón colectiva del país» (126).

     El narrador, por primera vez en los doce años que lleva acudiendo al desfile, no puede ver pasar al Estudiante porque la procesión se efectúa a una velocidad inusitada, y descubre que el héroe y dios de la enorme conglomeración ha muerto, planteando el problema de tener que hallar la manera de «mantener el indispensable equilibrio estudiante-profesor» (143).

     Claro está que en este cuento el equilibrio entre ellos es mucho más exagerado que el que existe en «La oficina». Aquí también, el individuo pierde su importancia frente a las agrupaciones, porque el único estudiante no es una persona, sino un símbolo, un Estudiante, con mayúscula. Celebrado, adorado e institucionalizado, el Estudiante pierde cada año más vitalidad, [164] hasta quedarse al fin sin vida. El hecho es sugestivo en más órdenes de la vida que sólo el académico.



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«EN EL AEROPUERTO»

     Este relato ofrece el ejemplo más notable de la «robotización» colectiva. El conformismo consiste en la aceptación de una costumbre que en nuestra experiencia parece absurda, pero que no lo es más que muchas otras que forman parte de la civilización: todos los pasajeros que se presentan para viajar deben llevar sus escobas, de distintos colores y tamaños para indicar su estado civil. La familia Romero llega al aeropuerto sin las escobas indispensables. Dentro de esta situación surrealista, entra a veces una lógica demoledora, como la explicación de por qué las agencias dejaron de hacerse cargo de las escobas: «Como todos los pasajeros son de distinta talla y complexión, disponer de escobas de todos los números, pesos y colores obligaba a mantener enormes almacenes y excesivo personal especializado para un servicio que, en realidad, poco o nada tenía que ver con las funciones de las agencias de viajes aéreos» (187-188). Se provee a cada viajero con un Manual de barredura y se forman equipos, pero la familia Romero se encuentra en la situación «ridícula» de no pertenecer a ninguno. Un humor muy intencionado acompaña la descripción de las escobas y los equipos: «No se sabe por qué las escobas de viudas y viudos eran verdes» y «los matrimonios podían optar por un equipo de matrimonio o, separados, por equipos de soltero» (cuya selección tal vez sería influida por su conducta matrimonial). Hasta el niño de la familia Romero encuentra por fin su lugar en la barredura colectiva, remplazando a una niña con alergia. Los adultos forman un escuadrón perfecto, pero los niños todavía no: «Sólo a algunos niños se les torcían sus palos azules, pero ya irían aprendiendo, poco a poco, a llevarlos enhiestos como Dios manda» (191).

     El aeropuerto queda perfectamente barrido, «el esfuerzo individual, imperceptible» (190). Dentro del avión, se sustituye el [165] cepillo barredor por otro de avión, el cual, como hemos visto, no es manejado con perfección todavía por los niños.

     El cuento no es difícil de entender; en efecto, es el que más se acerca a lo alegórico en el libro. Hasta no pertenecer a un grupo, el individuo y la familia no participan en la realización de la labor colectiva. Con entusiasmo, los viajeros se incorporan en equipos organizados por edad, sexo y estado matrimonial. El tono de la narración rebosa sarcasmo: «El resultado de la acción común, una maravilla.» El proceso de «robotización» se lleva a cabo sin obstáculos, después de que la familia olvidadiza se acomoda a la convención establecida.

     La voz profética que Granell admira en Breton, Lorca y el movimiento surrealista está presente en este relato. En el año 1973, cuando el entonces presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, viajó a la República Popular de China, millones de personas pudieron apreciar mediante televisión transmitida por satélite la «maravilla» de la faena colectiva que realizaban grandes equipos de gente, todos provistos de sus indispensables palas para limpiar la nieve de las calles de Pekín. Una visión parecida, anterior a la del aeropuerto descrita en el cuento, está en Lo que sucedió, cuando los equipos de prisioneros son obligados a quitar la nieve de la estación de Viena con los pies, pero en el aeropuerto, la gente trabaja gustosamente, con un entusiasmo sólo comparable al de los chinos comunistas en el camino que conducía desde el aeropuerto hasta la ciudad.



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IMÁGENES ONÍRICAS EN «JESSICA» Y «CRYSTAL NILES»

     En dos relatos en que una mujer admirada es el punto de partida, las imágenes oníricas cargadas de erotismo ocupan el centro del relato. En «Jessica» se trata del simbolismo masculino y en «Crystal Niles», del femenino. Ambos cuentos tienen lugar en espacios cerrados, de ambiente opresivo.

     En «Jessica» ya no aparece ese humor espontáneo y regocijado que está en otras obras de nuestro autor, sino lo grotesco en una «horrenda historia», una «tragedia transparente», según el narrador. [166] El énfasis en lo macabro, el ambiente medieval-exótico y la cuidadosa elaboración del lenguaje hacen recordar al Valle-Inclán esperpéntico.

     El narrador habla de la historia que quería escribir acerca de Jessica, a quien, muerta ahora, se dirige él, su escriba, desde la mazmorra donde está encerrado debajo de una losa y en un estado más parecido a la muerte que a la vida. Recuerda y evoca una conversación con Jessica que fue interrumpida por la llegada del temible usurpador, el Jenízaro. Calumniado por el escriba mayor, quien lo acusa de ser mancebo de Jessica, él es castigado y ella decapitada. Desde la fosa oscura, el narrador se pregunta si han decapitado también la estatua de porcelana de Jessica que ocupaba la torre de la muralla de la ciudad y le atormenta conjeturar qué cosa puede ser «ese opaco bulto piriforme, apestoso, arrojado a mis pies... la única noche que se abrió una rendija en mi cielo de piedra» (57).

     En el diálogo entre Jessica y el escriba-narrador, surge el simbolismo freudiano en torno al instrumento que usa el escriba, el estilete, como símbolo fálico. En frases como las siguientes, el doble sentido es evidente:

                -¿Es duro o blando?
     -Depende de que lo muevan el amor o la desgana (53).
 
     -Es parte de mí mismo (53).
 
... no habría vida, ni religión, ni historia, de no existir tan útil aparato (54).
 
     El estilo que tenía a mano alzábaseme solo, como si pretendiese fulminar por su cuenta la obscena tosquedad de aquel burdo magreo (55).
 
     No sé si mi estilete se agitaba por miedo o en ansias de venganza (55).

     El juego de palabras está aumentado por otro: la posible confusión entre estilo como estilete para escribir o como puñal, en todo caso, arma de ataque, y también estilo como modo de escribir de un autor, que es, naturalmente, parte de uno mismo. Así [167] que el símbolo reviste diversas interpretaciones además de la sexual, siendo el estiletito para escribir una forma de sublimación de la masculinidad, o, mejor dicho, de la rebeldía y agresividad contra el mal como rasgos masculinos. Como el narrador es esclavo, no puede expresar su ataque de modo abierto, sino en forma sublimada y oculta, en medias palabras y símbolos.

     Las imágenes son de naturaleza elusiva y no se sostienen de manera consistente o lógica a través de todo el cuento. En este sentido son imágenes muy surrealistas, pues surgen y se esfuman de un modo espontáneo. Por ejemplo, sin que Jessica llegue a ser un símbolo de clara significación, sugiere a veces la relación mujer-tierra en el hecho de que las franjas de colores de la ropa de la estatua están «dispuestas al estilo de los cortes geológicos». Tal vez sea más exacto decir que se relaciona con la tierra española, ya que su estatua se encuentra en el ángulo occidental de la muralla de la ciudad, y descubrimos al final que ella era turdetana (habitante de la región Bética, antigua tierra ibérica; pero Granell, claro está, no explica la palabra en el cuento). El escriba también es turdetano y hace constar que a pesar de que acuden a la ciudad las más diversas gentes de Asia y Africa, «les está vedado entrar, sin embargo, a todos aquellos seres, siervos o potentados, procedentes de la remotísima comarca turdetana» (48). Otra alusión que parece evocar la relación con España es la escena en que el domador del Jenízaro juega a meter en pelea dos bandos de cachorros de león. La palabra jenízaro se refiere a un soldado de la antigua guardia del Gran Turco, según Larousse. Se recordará que el Gran Turco es un personaje que aparece en La novela del Indio Tupinamba, en el contexto de la guerra civil española. El Jenízaro es totalmente repugnante: «cruel, zafio, glotón, vano y lujurioso», así como «triste, fornicador, vesánico, con su labio caído y sus grandes ojeras de mandril asiático» (49).

     El escriba-narrador describe el estado horrible en que se encuentra privado de su libertad en la fosa negra:

           ... los dedos de los pies perdidos en monstruosas longanizas sabañónicas, las costillas estirándole la piel amarillenta plagada de [168] pústulas, los brazos y las piernas ya tan sólo osamenta, y aun ésta sin fósforo ni cal (49).
 
     Aquí me hallo ligado, hambriento, sentado en la humedad, cegado de no ver luz, sordo de no oír ruidos ni palabras, inútil ya del todo, reducido a los restos que quedan de mí mismo, y encima privado de mi áureo estilo y de mis tablas de cera; apenas sobreviviente y forzado a respirar este nauseabundo permanente hedor que me envenena (49-50).
 
     En esta maloliente oscuridad espesa, atado a la pared y todavía más a mi lícua miseria, ya ni siento el continuo escozor de los insectos hambrientos de mi perdida carne. Me escuece hasta la médula, eso sí, ¡oh, Jessica!, la imagen espantable de tu degollación (56).

     La acumulación de horrores está coronada por el hecho evidente de que el bulto que arrojaron a sus pies es la cabeza de Jessica. La decapitación es un tema que aparece con persistencia de pesadilla en las invenciones de Granell, si recordamos sus descripciones de la Revuelta negra de 1848 en Haití con las decapitaciones, en el capítulo «Senos de fuego» de su libro Isla cofre mítico; el retrato del rey decapitado en la Casa de Estudios de Lo que sucedió, y la maravillosa autodecapitación del Indio Tupinamba.

     Diversas imágenes se insinúan en la descripción de la estatua de Jessica, en la forma cónica de esa obra y en su materia, la porcelana. Como la estatua ocupa una muralla de la ciudad, la porcelana parece ser un material demasiado fino, quizá esté relacionada, como el ágata y el cristal bretonianos, con la perfección espontánea.

     El lenguaje aquí es arcaico, poético y sorprendente. Atento a la insinuación auditiva, ésta viene a reforzar con la aliteración de palabras desusadas el sentido oculto de la imagen del «áureo estilo» del escriba, cuando Jessica comenta que la punta está gastada y el esclavo responde que es «de tanto peñolear períocas y períocas» (52).

     Siempre presentan novedades las metáforas de Granell, con su obvia espontaneidad e invención. Las turbas, por ejemplo, «apenas se arriesgan a entreabrir los almejados párpados para [169] espiar el desfile suntuoso» del Jenízaro con sus huestes y esclavos. En la descripción de la multitud tostada, esta última palabra parece estimular una originalísima tirada metafórica: «Es un pan de cabezas, ácima torta enorme, a punto de quemarse en el horno sin fin del astro incandescente y las ascuas compactas del desierto» (47).

     De tono más serio, y más parecido a una pesadilla que otras narraciones de Granell, «Jessica» representa otra vertiente de su invención, más próxima a algunas escenas de La novela del Indio Tupinamba.

     El cuento «Crystal Niles» orquesta varias imágenes femeninas. Se presenta en forma de monólogo, el de un lechero que se dirige contra sus odiados vecinos porque éstos se quejan de su admirada vecina americana, Crystal Niles, por su costumbre de tocar la guitarra eléctrica de noche. El objeto de su admiración es una bióloga: «algo entrada en años, carece de notorios anverso y reverso, es alta y fuerte, pecosa y algo cargada de hombros; sus pies, fuertes y largos» (79). Después de repartir las tres botellas de siempre a la puerta de Crystal Niles, el narrador recibe en su cuarto pequeño y caluroso la visita inesperada de una jovencita, amiga de la norteamericana, que se sienta en la cama, se quita los zapatos y luego la blusa. Una por una, entra una comitiva de vecinas, quienes siguen el ejemplo de la joven quitándose la blusa. Las mujeres regañan al lechero por sus supuestas relaciones nocturnas con Crystal Niles, y al final se forma un lío porque la americana se entiende con el novio de una de las vecinas. Todas las visitantes abandonan el cuarto del lechero para ir a comprar castañas en la calle, menos la esposa del electricista, quien se le tiende encima, mientras se nota la súbita presencia de Crystal Niles con su guitarra eléctrica, que es, en realidad, una guitarra de gas. Al final, el lechero, ya desilusionado de su vecina, se dirige mentalmente a la mujer a la cual dedica todo el monólogo: «Pero te quiero tanto, ¡eso sí!, tanto, que si tú supieses tocar la guitarra, y me dieses castañas, ¡ay!, me sentiría feliz» (119).

     El relato, que tiene el carácter de un sueño, contiene muchos elementos surrealistas. Comienza describiendo ese punto tan importante [170] para el surrealismo en el que dejan de distinguirse las contradicciones. El lechero llega en el «matutino instante indeciso» en que día y noche, silencio y ruido no llegan a perfilarse y las cosas están «medio muertas y medio vivas». El narrador no sabe si se halla despierto o dormido. Este momento del día que no pertenece definitivamente a ninguna de sus partes específicas, es propicio al vuelo de la imaginación y a la magia. El tiempo vago se combina con el espacio cerrado para incubar la fantasía erótica. El cuarto del lechero provee un ambiente opresivo de calor e incomodidad.

     El problema relativo a la imposibilidad de la objetivación, otro tema que interesa a los surrealistas, está tratado de un modo humorístico, con la absurda insistencia del narrador en su objetividad: «En cuanto a juzgar, en cuanto a juicios sobre gente, sobre hechos y cosas, puedo asegurarles que soy la personificación de la mismísima objetividad tranquilizada. A mí, dicho sea de paso, a mí el Discurso del método me parece el colmo del apasionamiento» (83). La retahíla de reproches que lanza a su «repulsivo vecindario» desmiente bastante sus alardes de objetividad superior a la cartesiana.

     En este cuento nuestro autor de nuevo maneja la lógica de manera que resulta absurda, como en la afirmación del lechero, respecto a lo natural y hasta científico que es su trabajo de repartir la leche que dan las vacas, con el comentario de que «lo absurdo sería, en todo caso, que la produjesen los vecinos, que fuese repartida por las vacas y que la consumiese yo» (84). No deja de tener razón.

     Hay en «Crystal Niles» numerosas referencias a los rumbos por donde nos está dirigiendo la civilización mecanizada. El lechero se pregunta si algún día habrá leche eléctrica o una flauta hidráulica o un tambor de explosión. Los tremendos adelantos que se realizan en el campo de la técnica quedan patentes en el descubrimiento de que la guitarra eléctrica de Crystal Niles es de gas. En algunas observaciones se puede oír la voz del autor: «La civilización está conduciendo al mundo a una monotonía insoportable» (88). «¿Por qué hemos de buscar siempre la claridad, en nuestra racional cultura de occidente?» (90). [171]

     Otra característica del mundo moderno es la imitación ciega, en su manifestación más evidente, de la moda femenina. La primera jovencita establece la moda de despojarse de la blusa, la cual, imitada por las demás, llega a ser tan «normal» que el formulario saludo al abrirle la puerta a una mujer incluye la ya esperada cortesía: -«Puede quitarse la blusa si quiere.» Por otra parte, la iniciación de la costumbre se deriva de una base nada absurda. Puede confundir al pudor, pero no a la lógica, porque, después de todo, ¿por qué no quitarse la blusa cuando hace tanto calor?

     Como nota el lechero con ecuanimidad surrealista, «la vida está llena de sorpresas», verdad que queda comprobada por la experiencia de encontrarse rodeado de mujeres medio -y luego totalmente- desnudas que le increpan por su falta de moral. Según su propio criterio, el lechero es una persona pulcra y de sentido del orden; por eso resulta una pesadilla el embrollo en que se encuentra, sin modo de extricarse. Ante la ofensiva de la colectividad femenina y sin duda con el completo y entusiasta asentimiento del autor, dice que «no hay espectáculo que me deprima más que el que ofrece la obcecación de una colectividad, por pequeña que ésta pueda ser» (109).

     Si todas las actitudes ya descritas están en perfecto acuerdo con temas e ideas expresadas por Breton y sus amigos, aún otro objetivo surrealista subraya el interés central del relato «Crystal Niles»: la exploración del instinto sexual, la cual encara Granell mediante diversas imágenes. El cuento tiene todas las trazas de una fantasía erótica que se desarrolla en un ambiente opresivo y cuya tensión aumenta alrededor del sujeto indefenso. Las imágenes aparecen en torno a Crystal Niles, cuyo nombre propio es en sí un símbolo muy surrealista, el cristal o vidrio, que sugiere la perfección. La guitarra de la americana representa la forma exagerada de los contornos femeninos y parece ser aquí una compensación a su notable falta de «reverso y anverso». Es una imagen que Granell recoge de La novela del Indio Tupinamba. donde dice que la guitarra «es al mismo tiempo la música y la mujer; es decir... es la síntesis del arte y del amor» (143), repitiendo la frecuente alegoría guitarra-mujer. La imagen más sostenida [172] en el cuento «Crystal Niles» es el seno femenino: el narrador es lechero, las mujeres se desnudan los pechos, y lo que dispersa al grupo son los gritos de los niños pidiendo castañas. Una de las mujeres aclara a la americana que castañas son chestnuts, lo cual resulta ser un juego de palabras. Chest en inglés quiere decir pecho, y nuts, son nueces. Es significativa también la insistencia del narrador en que reparte leche pura, sin adulterar, pues en La novela del Indio Tupinamba, la leche adulterada tiene una connotación de cobardía, puesto que los lecheros repartían leche adulterada -¡y de cabra!- a los intelectuales caracterizados por su actividad evasiva.

     No hay nada de evasión en el surrealismo literario de Granell, como se puede ver en «Crystal Niles», donde el humor y la alusión sutil ponen el dedo en uno de los tabúes de nuestra civilización y en algunos defectos humanos, pero con la visión onírica característica de los surrealistas.

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