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La «irremediable» soledad humana en el teatro de Buero Vallejo

Victor Dixon


Trinity College, Dublin



«España como tragedia: he ahí el tema permanente, que es también, por supuesto, el tema del hombre y de la sociedad como tragedia» (II, 422)1. Los treinta dramas de Buero nos trasmiten su modo de ver la realidad española en la segunda mitad del siglo XX, pero al mismo tiempo una visión universal de la condición humana de todos los tiempos. Una de las constantes de esta condición, aunque más presente que nunca, al parecer, en la psique del hombre de hoy, es la amargura de hallarse aislado socialmente, o la angustia más bien metafísica de sentirse solo en un cosmos indiferente, encerrado incluso en un solipsismo total. Hace pocos años, Buero mismo declaró: «La soledad es un ingrediente muy frecuente en el ser humano, y puede ser una de las formas de su destino trágico, de modo que por esta razón en mi teatro aparecen solitarios, o solitarios a la fuerza»2. Y en efecto, al contemplar el corpus de sus tragedias, hallamos que están llenísimas   —40→   de personajes alienados. Son muchos los que explícitamente confiesan: «Estoy solo», y muchísimos más los que bien pudieran decirlo. Su aislamiento tiene muy diversas explicaciones, a veces entremezcladas, de manera que resulta difícil clasificarlos rígidamente.

Por una parte, hay muchos personajes negativos, que dentro de sus distintos mundos parecen haber triunfado, pero cuyo malévolo egoísmo los priva de todo contacto auténtico con los demás. Son de este tipo casi todos sus activos, como Ulises, Dimas, Ensenada, Valindin, Goldmann, Paulus, Vicente, Juan Luis Palacios o Alfredo. Con éstos se pueden comparar una serie de personas de menos relieve, como doña Balbina, Mauro, Max, Dionisio o Germán. Otros personajes más bien positivos, que se pueden llamar activistas, se encuentran perseguidos por haberse rebelado: Pedro Briones, Ismael, Asel o Gaspar. A éstos podrían agregarse algunos marginados misteriosamente videntes: El Tío Blas, El ciego de los romances o Salustiano. Otros en cambio, los contemplativos que suelen ser los protagonistas del drama, se sienten aislados por ser de alguna manera superiores a casi todos sus vecinos: por su idealismo, su nobleza moral y su capacidad de ver claro, pensar, y sobre todo soñar. Ejemplos evidentes serían Silvano, Esquilache o Velázquez. Como este último dice, «la verdad es una carga terrible: cuesta quedarse solo» (I, 873).

Los que más evidentemente parecen privados de contactos con los demás son los que padecen algún defecto físico o mental, que están ciegos, sordos o locos -enajenados, literalmente-. Pero estos defectos, aunque suelen ser acompañados de habilidades e intuiciones no menos anormales, simbolizan siempre limitaciones sociales u ontológicas comunes a todos nosotros, que cada uno quisiera poder superar. Lo que dificulta su relación con el prójimo significa la incapacidad de todo ser humano para remediar plenamente su propia soledad. Y la destreza con que Buero consigue adentrarnos en sus mundos nos induce con frecuencia a compartir su aislamiento, sobre todo cuando por medio de los celebrados «efectos de inmersión» está haciendo un teatro «en primera persona». Mediante éstos experimentamos con gran intensidad, como cosa propia incluso, la soledad de figuras tan diversas como Irene, julio, Tomás, Larra, Rosa, Fabio o Lázaro. Es más: reconocemos en ella uno de nuestros sentimientos más angustiosos como mortales.

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Del Goya de Buero, por ejemplo, ha dicho Kronik que su grandeza «reside en el ininterrumpido vivir a solas con su sufrimiento. No es la sordera la verdadera tragedia de Goya, bien que sea la sordera el síntoma y símbolo de su tragedia. Peor que su sordera física es la soledad en que se encuentra»3. Y para mí el momento más conmovedor de El sueño de la razón es aquel en que Goya intuye que esa sordera, que le hace dudar si todas las personas que le rodean, incluso el amigo a quien habla, son más que unas fantasmas, «ha de significar algo más», y consigue luego interpretar los signos que éste le traza: «¿Sordos todos?... No le comprendo... Sí. Sí le comprendo. Pobres de nosotros» (I, 1316). Comparto plenamente en dicho instante la soledad del personaje, pero aquella primera persona de plural me une al mismo tiempo a él, a Buero, y a toda la especie humana.

Uno de los aspectos de la soledad de Goya es su convicción de que ya no ha de ver otra vez a su hija Mariquita, cuya voz le parece que oye. La de Larra crece, paralelamente, al escuchar la voz de su Adelita e imaginarla mutilada y muerta. Su criado Pedro ha quedado más solitario todavía por la muerte de su Juanín, y la soledad de otros es consecuencia de haber perdido a una persona amada. Al final de El terror inmóvil, Luisa, Clara y Camila lamentan la muerte de Víctor, que había sido el único hijo de cada una de las tres. A Irene la ausencia del hijo que le nació muerto la induce a imaginar a su duendecito; la de Carmela impele a Rosa a creer que la oye hablar y a intentar recobrarla, y Néstor, tras perder a las dos, según escuchamos, «se quiso quedar solo con sus fantasmas» (I, 790). La vida de Pilar también ha sido destrozada por la muerte de su hija, y la suya sume a Silverio en una soledad total: «Estoy solo. Tú lo eras todo para mí y ahora yo estoy solo» (I, 619). Parecida a ella, aunque también distinta, es la soledad de otros maridos enviudados, como Plácido y Juan Luis Palacios, y la de otros personajes ante la muerte de sus amantes. Penélope, al final de La tejedora de sueños, queda sintiendo e incluso envidiando la de Anfino a manos de su celoso marido Ulises; al comienzo de Madrugada, Amalia está desolada por la de Mauricio, sin saber   —42→   incluso todavía si la amaba o despreciaba. Parecidamente, otros protagonistas que han podido aliviar un poco una soledad inmerecida son devueltos a ella por haber perdido al único ser con quien habían tenido una relación estrecha. Esquilache, tras escoger el exilio, debe despedirse de Fernandita, agradeciéndole haberle hecho sentir «tardíamente, ¡y con tanta tristeza!, el sabor de la felicidad» (I, 838). Y Velázquez, mientras pinta Las meninas, queda pensando en el ya muerto Pedro Briones, a quien había dicho: «Durante años creí pintar para mí sólo. Ahora sé que pintaba para vos» (I, 880).

En muchas tragedias de Buero -en casi todas, seguramente- encontramos más de un solo solitario. Hay varias parejas o familias cuyos miembros se sienten aislados mutuamente por una falta de comunicación, de comunión, de confianza, sobre todo porque uno o más de ellos es incapaz de revelar un secreto o de confesar una culpa. Un caso extremo es el de los cinco personajes de Las cartas boca abajo, como proclama el mismo título de la obra. Pero Buero había escenificado años antes, en La señal que se espera, un caso parecido de incomunicación, y el tema había de ser central a dramas posteriores: La doble historia..., El tragaluz, Llegada de los dioses, Jueces en la noche, Diálogo secreto, Lázaro en el laberinto y Las trampas del azar. En la manera de tratarlo se puede rastrear sin duda la influencia de Ibsen; pero su reaparición constante da fe de una preocupación profunda.

Para mí, su drama más intrigante de este tipo es el que precedió inmediatamente a Las cartas boca abajo: Hoy es fiesta. Y me sugiere un excursus que voy a permitirme sobre Buero como persona. En el Comentario que publicó con las primeras ediciones, escribió de la sorda Pilar y de su marido: «En mayor grado que los demás vecinos y de manera casi opuesta a ellos, esta pareja viene a representar un drama de incomunicación. Incomunicación forzosa en ella, no obstante sus óptimas condiciones para la relación humana; en cuanto a Silverio, es una individualidad disonante, que no logra sintonizar con su prójimo ni compartir sus problemas. Es éste el drama real de numerosas personas, replegadas en su soledad cordial por pura deficiencia psíquica o por exceso de egoísmo. A Silverio lo mantiene, pese a sus esfuerzos en contra, distante de sus sencillos vecinos... Que Silverio padece un serio defecto social, es evidente; que su egoísmo tiene gran parte de culpa en el defecto, él mismo lo reconoce, como reconoce su dificultad para   —43→   relacionarse con los demás» (II, 416). Aunque luego añadió bastante en defensa del personaje, yo quedé muy sorprendido, conociendo ya la pieza, ante estas acusaciones de parte de su creador, que por regla general interpretaba sus propias obras mejor que nadie, porque me había parecido distinto el carácter de Silverio. En el curso del día en que le vemos, rebosa altruismo, comprensión y generosidad. Da buenos consejos a Fidel; salva a Daniela del suicidio; en defensa de doña Balbina, que a él también le ha defraudado, rompe «sin pensarlo» el aparato que le ha costado muchas horas de trabajo. Demuestra sobre todo un hondo y abnegado amor para con Pilar, la cual, creyendo que no la oye, le da gracias por su «cariño» y «paciencia inagotable» (I, 577). En vista de todo ello, sus auto-acusaciones de indolencia, de egoísmo y hasta de odio parecen revelar por otra parte a un hombre de conciencia escrupulosa, excesivamente duro consigo mismo. La explicación pudiera ser, para mí, que los dos Silverios son en gran parte autorretratos: el del Comentario sería la persona que Buero, subjetivamente, temía o se acusaba de ser; el del drama, la buenísima persona que objetivamente era.

En un largo estudio reciente mantengo que él era siempre, en toda una serie de sentidos, el pintor que en un principio había querido ser4. E insistiría ahora en que la «mínima selección» de su obra gráfica que se publicó con comentarios propios en 1993 nos ofrece muchas claves para la comprensión de su teatro y de Buero mismo. Podría haber sido sobre todo un magnífico retratista; lo demuestran sus retratos no sólo de miembros de su familia (como Carlos y Victoria) sino de varios compañeros (verbigracia, Miguel Hernández), los pocos que se conservan de los «cientos... dibujados... durante los seis años largos de reclusión»5. Pero destacan entre ellos su serie de retratos de sí mismo, muy serios todos ellos, por no decir sombríos. Y el más sombrío, intitulado precisamente Soledad, es un dibujo de 1946, basado en un boceto trazado antes en el Penal de El Dueso. Lo realizó, nos dice, «con inquieto y perplejo   —44→   estado de ánimo ante el futuro incierto». Sus distintos elementos, añade, son «concreciones todas de un difuso 'pobre de mí' »6. Este autorretrato, y los demás, nos hablan de un hombre bastante introspectivo -con lo cual, desde luego, no quiero decir egoísta, sino todo lo contrario-. Para él, como dijo una vez por ejemplo a Patricia O'Connor, «toda la parte negativa del ser humano procede del egoísmo; de miradas limitadas de cada uno en el mundo en que tiene que actuar. Y su contraste es el amor. Por eso, el amor es tan escaso y difícil»7. Pero a todos los que tuvimos el privilegio de conocerle nos consta que para él no era difícil, ni mucho menos. Pocos hombres han sido capaces de amar como nuestro Antonio amaba, a los suyos, a sus amigos, a su pueblo, a la humanidad entera. Con mucha razón se definió a veces como «un solitario solidario». Y precisamente, creo, por haber experimentado en su propio cuerpo y alma, en compañía o sin ella, una intensa soledad, sabía intuir, compartir y dramatizar la soledad ajena.

También de 1946 es otro dibujo, Por las calles, en que caminan juntos de noche un niño y un anciano. «Otra soledad», lo llama, aludiendo a su comentario sobre otro bosquejo anterior: «Las luces y las sombras de la noche describen en los dos una desolación en compañía»8. Y al año siguiente trazó con pluma un retrato de Beethoven, con sus propios antecedentes9; el compositor se está alejando de una multitud de personas que conversan, y Buero comenta: «La escena describe el aislamiento del sordo: otra soledad». Es imposible no pensar en sus retratos en las tablas de Goya, o de Velázquez, que se describe irónicamente como «el hombre más acompañado de la tierra» (I, 857). En efecto, es hora ya de dar fin a este excursus sobre Buero como artista y ser humano, y regresar a su teatro. Pero recordemos y celebremos de paso que por gran fortuna suya nuestro «Silverio» halló en su primera Daniela una amante que durante cuarenta años había de remediar plenamente su propia soledad. A Patricia O'Connor dijo, por   —45→   ejemplo: «Yo, que me he sentido solo muchos años atrás, hace muchos años que no me siento solo, porque he tenido a Victoria y a los hijos»10.

La soledad humana, como creo haber demostrado, mal pudiera aparecer con más frecuencia en su teatro. Pero en su escenificación de ella hallamos naturalmente la consabida tirantez entre la desesperación y la esperanza: la desesperación de quedar sumida en ella, y la esperanza de algún remedio, al menos transitorio o parcial.

La primera obra que escribió, en palabras de Doménech el «centro motor del que parten -y al que regresan- las posteriores y sucesivas exploraciones del dramaturgo»11, es la tragedia de un solitario -o más bien de dos-. El ciego Ignacio desea desesperadamente ver brillar las estrellas, pero sabe bien que «si gozara de la vista moriría de pesar por no poder alcanzarlas» (I, 113). Como Buero comentó, «es el anhelo metafísico en toda su desnudez» (II, 334). Semejante aspiración a sentirse en contacto con el universo entero se destina siempre a quedar frustrada; es una de la limitaciones intrínsecas de la condición humana. Pero tampoco en el plano social consigue superar su dolorosa soledad. Dispuesto, como pretende, a marchar solo, «aunque no haya ninguna mujer de corazón que sea capaz de acompañarme en mi calvario» (I, 90), logra atraerse efímeramente la compasión de Juana y la admiración de otros compañeros; pero después de su muerte, como comenta Carlos, «sus mejores amigos le abandonan. Murmuran sobre su cadáver» (I, 123). Era con éste, su adversario, con quien más sin duda hubiera querido entenderse. Tras intentarlo -en vano, según parece- le suplica, en el momento clave del drama: «¿No quieres acompañarme?» (I, 116). Pero su petición se rechaza, y tiene que marcharse solo al campo desierto donde el otro le ha de matar. Carlos, sin embargo, «no ha vencido». Al comienzo había parecido el menos solitario de los ciegos, pero al final del acto primero, buscando a Juana, se había sentido «extrañamente solo» (I, 91) y ha seguido quedando cada vez más aislado. Hereda ahora la soledad tan social como metafísica del hombre a quien ha matado. Acoge la vuelta de Juana «con una desencantada sonrisa»   —46→   (I, 122); desprecia a los que ya no llama «invidentes» sino «ciegos», y rechaza la simpatía de doña Pepita. Y al final, «en la suprema amargura de su soledad irremediable» (I, 126), expresa en las palabras del muerto su propio anhelo insaciable.

Parecida a la de Carlos es la soledad de Donato, cuyo violín escuchamos al final de El concierto de San Ovidio. Según Valentín Haüy, «nunca toca otra cosa que ese adagio de Corelli. Y siempre va solo» (I, 1023). Seguirá expresando así las aspiraciones frustradas de su único fiel amigo, ahorcado por culpa suya. El mismo David, desertado también por sus otros compañeros, y convertido a su pesar de músico en asesino, ha perdido, nada más ganarla -y dejado no menos sola- a la única mujer que le había amado jamás. Otros personajes de Buero, y sobre todo los culpados -no olvidemos, de paso, a Valindin- se condenan a soledades sin remedio. Adela, sabiendo que ha perdido el afecto de todos sus familiares, confiesa a Anita -su «milano» o su conciencia-: «Yo ya estaré sola. Sola, contigo, definitivamente»; y cuando ésta la abandona, muda todavía ante sus súplicas de perdón, «humilla la cabeza bajo el peso de un horror sin nombre» (I, 757-8). Juan Luis Palacios, rechazado entre sueños por Julia, que él ha impulsado a suicidarse, se hunde en la oscuridad, gritando su nombre (I, 1714). Lázaro, cortado por Amparo su intento de llamarla, es «invadido por el terror», ante los timbrazos ilusorios que le recuerdan su incapacidad de confesar su culpa y recobrarla (I, 1954). Alfredo, al final de Música cercana, sintiéndose culpado de la muerte de su hija y abandonado por Lorenza, es rechazado por Isolina, que hace ya treinta y seis años podría haberle amado. Como René acaba de decirle, no revivirá.

Del teatro de Buero en su conjunto, podemos decir que en él la soledad, por ser como vimos que dijo «una de las formas del destino trágico del hombre», es una dolencia muy frecuente de difícil curación. Pero no resulta siempre irremediable. Varios personajes suyos acaban aliviando de una manera u otra su aislamiento anterior. En los últimos momentos de Historia de una escalera, Casi un cuento de hadas, El tragaluz y Llegada de los dioses, parejas de enamorados contemplan su futuro con esperanza, confiados en su mutuo amor. En La señal que se espera y Diálogo secreto se reanudan matrimonios separados antes por una falta de comunicación abierta. Y Charito nos dice al final de Caimán que ella supo reanimar a Néstor, que sigue procurando «disiparle el dolor que no le   —47→   abandona», y que «los dos sentimos a Rosa a nuestro lado» (I, 1789-90).

Otros personajes tienen un consuelo parecido: la convicción, casi mística a veces, de sentirse o seguir acompañados, más allá de la muerte o a pesar de ella. Al final de Madrugada Amalia, aunque pronuncia «con la voz quebrada por el llanto» el nombre de su Mauricio, ha conseguido explicar como una prueba de amor su silencio antes de morir, «un silencio por el que me recobra... desde el otro lado de la muerte» (I, 356-38). A Silverio, por contraste, le queda únicamente -quizás, porque Buero mismo dijo no saber si la tiene- «la esperanza infinita de que, de algún modo, Pilar pueda alguna vez escuchar su confesión y perdonarlo» (II, 415). Otros parecen tener esperanzas más seguras. Penélope pide a su difunto Anfino: «Espérame. Yo iré contigo un día a que me digas la rapsodia que no llegaste a componer» (I, 184). En los últimos momentos de Aventura en lo gris Silverio y Ana aguardan la muerte juntos; «Sus manos se aprietan fuertemente: se sueldan para la eternidad cercana... Erguidos y sonrientes contemplan ahora la boca de los fusiles» (I, 483). Al final de Música cercana, partido ya René, escuchamos con Alfredo la «espectral voz» de Sandra: «Adiós, padre mío. Yo también me voy con él y para siempre... Me reúno con él... en nuestra tarde eterna» (I, 2022). Y al final de Jueces en la noche vemos con Juan Luis a la suicida Julia reunida con su antiguo novio Fermín; «se contemplan con honda ternura» mientras tocan, envueltos «en una irisada, victoriosa luz», la Marcha Triunfal de Beethoven, «la música de la esperanza en el futuro... el himno a la vida» (I, 1713-14).

Importa observar, sin embargo, que el reencuentro de éstos, como también la voz de Sandra, existe sólo en la psique del personaje que ha quedado a solas. El dramaturgo, lejos de insistir en que compartamos consuelos semejantes, prefiere siempre dejarnos en una incertidumbre ambigua. Por ejemplo, vemos a Irene alejarse al final por un camino de luz, llevando en brazos al niño-duende cuya compañía ha aliviado su soledad; pero a los ojos de Daniel y Aurelia se ha estrellado en el suelo al caer de su balcón. Rosa ha tenido, parecidamente, el consuelo de creer oír la voz de su hija desaparecida, sin la cual según declara no puede vivir. Pero Buero se abstiene de sugerir que puede no haber fracasado su intento de reunirse con ella; Charito lo describe como un «fatal error». Aunque luego se pregunta si ese error, inspirado   —48→   por su «amor a una sola niña entre todas las niñas», no pudiera ser «la cara sombría de otra luminosa fuerza», alaba más la esperanzada y resistente labor de Néstor en beneficio de los demás (I, 1790).

Esperanzas y labores semejantes remedian el aislamiento de otros «solitarios solidarios». Al final de Las Meninas Velázquez, aunque herido por la pérdida de su Pedro, ha empuñado la paleta que le dio la comprensiva Infanta, y sigue hablando por medio de su arte a los hombres de siglos posteriores. Valentín Haüy, a solas, medita en su tarea de hacer leer a los ciegos, confiado en que tocarán «finalmente... conciertos armoniosos»: «No es fácil, pero lo estamos logrando... lo lograrán... algún día» (I, 1022). En El tragaluz aprendemos que El Padre, aunque recluso, continúa recortando sus muñequitos, preguntando siempre sin duda «¿Quién es ése?», y anticipando así a los hombres esclarecidos del porvenir, que se sabrán «ya solidarios, no sólo de quienes viven, sino del pasado entero» (I, 1165) Tomás, tras perder a todos sus compañeros menos Lino, le impulsa a seguir esperando, animado por el recuerdo de su «maravilloso» y «verdadero» paisaje, la visión utópica del mundo que había descrito a Asel como «el futuro que soñábamos» (I, 1444). René, que sacrificó honradamente a su idealista patriotismo su auténtico amor a Sandra, pero dice que se siente «muerto desde que murió», volverá sin embargo a su país, «donde estamos intentando que los ricos no sean cada vez más ricos y los pobres más pobres» (I, 2022-23).

El menos y más acompañado de los personajes de Buero es quizás el protagonista del poco estudiado «libro para una ópera» en que re-elaboró el mito de don Quijote, que le había entusiasmado e inspirado siempre. Eloy confiesa en un sueño a los Visitantes marcianos que según él cree redimirán el mundo: «Hermanos..., / mi soledad es grande, y tan amarga...». Responden sin embargo: «Tú no estás solo, Eloy. Tú eres legión»; confirman que si bien su Sancho, Simón, «es deficiente y flojo compañero», su Dulcinea, Marta, es una representante de ellos, y ella le dice: «Eloy, ya nunca más te sientas solo» (I, 1205-06). El escéptico Electricista intenta desengañarle: «No hay misterios, Eloy, y está usted solo. / Acompañado de alucinaciones / como buen solitaro, pero solo»; él insiste, no obstante: «¡Yo soy legión!», y «su voz, multiplicada crecientemente, parece cada vez más la de un coro innumerable de gargantas idénticas» (I, 1226). Insiste en ello frente a las engañosas   —49→   Figuras que dicen haber llegado de Júpiter, y durante su «vuelo en Clavileño» las desafía, emitiendo por primera vez lo que será su leitmotiv: «¡Yo canto a una galaxia muy lejana / llena de paz, honor e inteligencia!» (I, 1238). Pero una vez revelada la burla se desalienta; comprende que rían de «un pobre iluso... / si sueña en otros cielos y otros astros / la humanidad que aquí hemos violado» (I, 1245). Por fin todos le dejan a solas, pero en otro sueño oye de nuevo las voces de los Visitantes y la de Marta. Aquéllas le animan: «Tú no flaquees. No estás solo... / porque tú eres legión... Legión... Legión...»; ésta en cambio le dice: «Al soportar la prueba que te aguarda... / sentirás que estás solo... Solo... Solo...» (I, 1249). En efecto emprende solo la heroica hazaña de sacrificar su vida en el intento de salvar al rebelde Ismael, pero dice luego a éste: « Los actos son semillas... que germinan... / Germinará tu acción... También la mía» (I, 1258). Y en su agonía consuela a Simón: «No hay que llorar, pues no estoy solo... / Yo canto a una galaxia muy lejana» (I, 1259). Diríase un anhelo metafísico parecido al de Ignacio; pero la fe de Eloy, compartida por Buero, en el porvenir del mundo -una fe vacilante, claro, en ambos casos-, que inspiró en el personaje un acto de solidaridad, y en su creador un teatro solidario, ha conseguido remediar su soledad humana.





 
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