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ArribaAbajoParte II

El cocinero de a bordo



ArribaAbajo- VII -

Voy a Brístol


Pasó mucho más tiempo de lo que el Squire calculaba antes de que estuviéramos listos para zarpar, y ninguno de nuestros planes -ni siquiera el del doctor Livesey, de tenerme a su lado- pudo realizarse como lo pensamos. El doctor tuvo que ir a Londres en busca de un médico que se encargase de su clientela; el Squire trabajaba como un negro en Brístol; y yo vivía en su mansión al cuidado del viejo Redruth, el guarda de caza, casi como un prisionero, pero lleno de ensueños marítimos y de deleitosas imaginaciones de extrañas islas y aventuras. Horas enteras me pasaba sobre el mapa, y recordaba sus más nimios detalles. Sentado junto al fuego en el cuarto del ama de llaves, arribé a aquella isla, con la fantasía, desde todas las direcciones posibles; no dejé por explorar ni una vara de superficie; subí mil veces al alto monte llamado El Catalejo, y desde su cima gocé de los más pasmosos y variados panoramas. A veces la isla estaba llena de salvajes, con los que combatíamos; otras, hervía en peligrosas alimañas que nos perseguían; pero en todas mis fantasías nada me ocurrió tan trágico y extraño como nuestras aventuras reales.

Así pasaron las semanas, hasta que un buen día llegó una carta dirigida al doctor Livesey, con esta nota: «Para ser abierta en caso de ausencia por Tom Redruth o por el joven Hawkins». Obedeciendo esta orden, hallamos -o mejor dicho, hallé, porque el guarda no era un águila para la lectura a no ser de letra impresa- estas importantes nuevas:

«Hostería del Áncora Vieja. Brístol, 1º de mayo de 17...

«Querido Livesey: Como no sé si estás ya en casa o todavía en Londres, remito por duplicado la presente a los dos sitios.

«El barco está comprado y pertrechado. Al ancla está en el puerto, listo para la mar. No podrías imaginar una más linda goleta -un niño puede manejarla-; tiene doscientas toneladas; nombre: Hispaniola.

«Me he hecho con ella por mediación de mi antiguo amigo Blandy, que ha demostrado en todo el negocio ser una verdadera joya. Este hombre admírame, materialmente se ha esclavizado en mi servicio, y puedo decir que lo mismo ha hecho todo el mundo en Brístol tan pronto como oyeron algo del puerto de nuestro destino... "Tesoro", quiero decir».

-Redruth -dije interrumpiendo la lectura-, al doctor Livesey no le va a gustar esto. El Squire ha charlado después de todo.

-Bueno, ¿y quién tiene más derecho que él? -gruñó el guarda de caza-. ¡Estaría bueno que el Squire no pudiera hablar porque lo mandase el doctor Livesey! Me parece a mí.

Al oírlo, desistí de todo intento de comentario y seguí leyendo:

«El propio Blandy descubrió la Hispaniola, y con tan gran habilidad manejó el asunto, que me he quedado con ella por una friolera. Hay en Brístol cierta clase de gentes que tienen ojeriza a Blandy. Llegan a decir que este hombre íntegro es capaz de todo por dinero, que la Hispaniola era suya, y que me la ha vendido por un precio exorbitante... ¡Puras calumnias! Ninguno de ellos, sin embargo, se atreve a negar los méritos del barco.

»Hasta ahora no ha habido ni un tropiezo. Es cierto que los obreros -aparejadores y demás- eran de una cachaza desesperadora; pero eso se fue remediando poco a poco. Lo que más me preocupaba era la tripulación.

»Quería reunir una veintena de hombres -para en caso de indígenas, bucaneros o esos abominables franceses-, y pasé las de Caín para poder encontrar no más de media docena, hasta que el más extraordinario golpe de suerte me hizo dar con el hombre que me hacía falta.

»Estaba parado en el muelle, cuando, por pura casualidad, me metí en conversación con él. Supe que era un antiguo marinero, que tenía una taberna y que conocía a toda la gente de mar de Brístol; había perdido la salud en tierra y buscaba una buena colocación, como cocinero, para volver a navegar. Había ido a caer por allí aquella mañana, me dijo, para respirar el olor del mar.

»Me sentí muy conmovido -lo mismo te hubiera pasado a ti-, y, por pura lástima, lo contraté allí mismo para cocinero del barco. John Silver el Largo se llama, y ha perdido una pierna: pero esto lo miro como una recomendación, puesto que la ha perdido en defensa de su país, sirviendo a las órdenes del inmortal Hawke. ¡Y no cobra retiro, Livesey! ¡En qué abominables tiempos vivimos!

»Pues bien; creí que no había encontrado más que un cocinero, pero había descubierto una tripulación. Entre Silver y yo en pocos días hemos reunido una partida de viejos lobos de mar, gente recia, si la hay, no para recrearse la vista en ellos, pero de indomable coraje a juzgar por sus trazas. Creo que podíamos batirnos con una fragata.

»John el Largo ha conseguido además librarnos de dos de los seis o siete que yo había contratado. Me hizo ver en un momento que eran de la clase de marinos de agua dulce, que es preciso temer en una aventura de importancia.

»Gozo de gran salud y excelentes ánimos; como igual que un buitre, duermo como un tronco, y, sin embargo, no se me cuece el pan hasta que oiga a mis viejos tiburones dando vueltas al cabrestante. ¡A la mar! ¡Qué me importa el tesoro! Es la gloria del mar la que me trastorna la cabeza. Así, pues, Livesey, ven por la posta; no pierdas una hora si me estimas en algo.

»Que el joven Hawkins vaya en seguida a ver a su madre, escoltado por Redruth, y después se vengan los dos a Brístol, a escape.

"John Trelawney."

»P. S.- No te he dicho que Blandy -de quien te diré de paso que ha quedado en mandar un barco en nuestra busca si no sabe de nosotros para el fin de agosto- había encontrado un sujeto admirable para capitán de derrota, un poco espetado, eso sí, lo cual lamento, pero en otros conceptos un verdadero tesoro. John Silver el Largo ha desenterrado un hombre muy competente para segundo, que se llama Arrow. Tengo un contramaestre que toca la gaita; así es que todo va a ir a estilo de navío de guerra a bordo de la Hispaniola.

»Se me olvidó decirte que Silver es hombre de substancia; sé por mí mismo que tiene cuenta en un banco y que nunca ha estado en descubierto. Deja a su esposa el manejo de la taberna, y, como es una negra, un par de solterones como tú y yo podemos permitirnos pensar que es su mujer, tanto como la falta de salud, lo que lo empuja a volver a la vida andariega.

J. T.»

«P. P. S.- Hawkins puede pasar una noche con su madre.

J. T.».

Fácil es imaginar el estado en que me puso aquella carta. No cabía en mí mismo de contento si alguna vez miré a alguien con desprecio, fue al viejo Tom Redruth, que no hacía sino gruñir y lamentarse. Cualquiera de sus subordinados, los demás guardas, se hubiera cambiado gustoso por él; pero no era esa la voluntad del Squire, y los deseos del Squire eran ley para ellos. Nadie, a no ser el viejo Redruth, se hubiera atrevido a rezongar.

A la madrugada siguiente él y yo marchamos a pie al «Almirante Benbow», y allí encontré a mi madre bien de salud y de espíritu. El capitán, que por tanto tiempo había sido causa de molestias para nosotros, se había ido adonde los malos ya no pueden hacer daño. El Squire había hecho que se reparase todo, y los cuartos para el público y la muestra estaban recién pintados; y había añadido algunos muebles, sobre todo una buena butaca para mi madre junto al mostrador. También había buscado un muchacho para dependiente con el fin de que la ayudase durante mi ausencia.

Y fue, al ver a aquel muchacho, cuando me di cuenta de mi situación. Hasta aquel instante sólo había pensado en las aventuras que me estaban aguardando, y ni un solo momento en el hogar que abandonaba; y ahora, a la vista de aquel zafio desconocido que iba a quedarse allí, en mi lugar, junto a mi madre, rompí por primera vez en llanto. Me temo que debí de darle una vida de perros, pues, como no estaba habituado a aquellos menesteres, me daba mil ocasiones para enmendar lo que hacía y abochornarle, y no creo que desperdicié ninguna.

Pasó la noche, y al siguiente día, después de comer, Redruth y yo emprendimos otra vez la marcha por la carretera... Dije adiós a mi madre y a la ensenada, donde había vivido desde que nací, y a nuestro buen «Almirante Benbow», que, recién pintado, ya no era tan grato para mí. Uno de mis últimos pensamientos fue para el capitán, a quien tantas veces había visto andar por la playa con su sombrero de tres picos, su sablazo en la mejilla y el maltrecho telescopio. Un instante después, tras una revuelta del camino, perdí de vista mi casa.

Tomamos la diligencia en el «Royal George». Me tocó ir como una cuña, entre Redruth y un señor anciano y obeso, y a pesar del movimiento rápido y del aire frío de la noche, debí de adormecerme en seguida y dormir después como un tronco, subiendo montes y bajando valles y etapa tras etapa, pues cuando al fin me despertaron dándome un golpe en las costillas y abrí los ojos, estábamos parados frente a un gran edificio en la calle de una ciudad y el día ya muy avanzado.

Míster Trelawney se había hospedado en una posada allá abajo, en las dársenas, para vigilar las obras que se hacían en la goleta. Allá nos encaminamos, yendo, con gran deleite mío, todo a lo largo de los muelles y junto a la gran multitud de navíos de todos los tamaños y aparejos y nacionalidades. En unos, los marineros cantaban a coro mientras maniobraban; en otros, estaban subidos allá en lo alto, colgando de cuerdas que parecían no más gruesas que hilos de araña. Aunque siempre había vivido en la costa, me parecía que nunca había estado tan cerca del mar como entonces. El olor de la brea y del agua salada era como cosa nueva. Vi los más pasmosos mascarones de proa que habían para mi navegado por todos los mares; y vi además muchos marineros veteranos, con pendientes en las orejas y las patillas rizadas en bucles y el andar oscilante y torpe de la gente de mar; y si hubiera visto otros tantos reyes y arzobispos no hubiese sido mayor mi contento.

Y yo también iba a lanzarme a la mar; a la mar en una goleta, con un contramaestre, gaitero y marineros coletudos y cantadores; a la mar, en busca de una isla desconocida y a descubrir enterrados tesoros. Aún seguía arrobado en este gustoso ensueño, cuando nos encontramos de pronto frente a una gran posada y hallamos al Squire Trelawney, vestido de arriba abajo como un oficial de barco, de recio paño azul, que salía a la calle con cara sonriente y remedando con gran arte la andadura marinera.

-¡Ya estáis aquí! -exclamó-. Y el doctor llegó anoche de Londres. ¡Bravo! ¡La dotación está completa!

-Señor -le dije-, ¿cuándo nos vamos?

-Mañana -contestó-; mañana nos hacemos a la mar.




ArribaAbajo- VIII -

En la muestra de «El Catalejo»


Cuando acabé de desayunar, el Squire me dio una nota dirigida a John Silver, en la muestra de El Catalejo, y me dijo que daría pronto con él siguiendo la línea de las dársenas, hasta encontrar una taberna que tenía como muestra un gran telescopio de latón. Eché a andar, loco de contento, por tener ocasión de ver aún más los barcos y los marineros, y me fui abriendo camino por entre una muchedumbre de gente, carros y mercancías, pues era aquél el momento de más tráfico en los muelles, hasta que hallé la taberna que buscaba.

Era un establecimiento pequeño y de muy buen aire. La muestra estaba recién pintada, las ventanas tenían lindas cortinas rojas y el suelo estaba limpio y enarenado. Tenía una calle por cada lado y sendas puertas abiertas en cada una, lo cual daba bastante claridad a la sala, grande y baja de techo, a pesar de que flotaban en ella densas nubes de humo de tabaco.

Los parroquianos eran, por la mayor parte, navegantes, y hablaban con tales roces, que me detuve en la puerta, casi temeroso de entrar.

Mientras esperaba salió un hombre de otra habitación lateral, y en cuanto lo vi estuve seguro de que era John el Largo. Tenía amputada la pierna izquierda por junto a la cadera, y bajo el brazo derecho llevaba una muleta que manejaba con maravillosa destreza, saltando de aquí para allá como un pájaro. Era muy alto y muy fuerte, con cara tan grande como un jamón..., fea y pálida, pero despierta y sonriente. Estaba, por lo visto, del mejor humor, pues no dejaba de silbar, mientras iba de una mesa a otra, con una palabra jovial o una palmada en el hombro para los parroquianos más favorecidos.

Pues bien; para no ocultar nada, he de decir que desde la primera mención de John el Largo en la carta del Squire Trelawney se me había metido en la cabeza el temor de que pudiera ser el propio navegante con una sola pierna que me había tenido tanto tiempo en guardia en el «Almirante Benbow». Pero una sola mirada al hombre que tenía delante fue suficiente. Había visto al capitán y a Perro-Negro y al ciego Pew y sabía yo bien cómo era un bucanero..., cosa muy distinta, según mi idea, de aquel tabernero amable y limpio. Me reanimé, pues, al punto, traspuse el umbral y fui derecho adonde estaba el hombre, apuntalado con la muleta, hablando con un parroquiano.

-¿Es usted John Silver? -le dije, alargándole el billete.

-Sí, hijo mío -contestó-; así es como me llamo. ¿Y quién puedes ser tú?

Y entonces, al ver la carta del Squire, me pareció que le daba un sobresalto.

-¡Ah!, ya veo -dijo en alta voz y ofreciéndome la mano-. Tú eres nuestro nuevo paje de la cámara. ¡Lo que me alegro de verte!

Y estrechó mi mano en su puño grande y firme.

En aquel mismo instante uno de los parroquianos, en el otro extremo de la sala, se levantó de pronto y escapó hacia la puerta. Como estaba cercano a ella, ganó la calle en un momento. Pero su prisa llamó mi atención, y lo reconocí en seguida. Era el hombre de la cara de sebo, con dos dedos de menos, que había estado en el «Almirante Benbow».

-¡Detenedlo! -grité-. ¡Es Perro-Negro!

-No me importa un maravedí quién pueda ser - exclamó Silver-. Pero se ha ido sin pagar el gasto. ¡Harry, corre tras él y atrápalo!

Uno de los concurrentes, que estaba junto a la puerta, se lanzó en su persecución.

-¡Aunque fuera el propio almirante Hawke tendría que pagar el gasto! -gritó Silver; y después, soltándome la mano-: ¿Quién has dicho que era? -preguntó-, Perro... ¿qué?

-Negro -dije yo-. ¿No le ha hablado míster Trelawney de los bucaneros? Ese era uno de ellos.

-¿De veras? -exclamó Silver-. ¡En mi casa! ¡Ben, corre a ayudar a Harry! Uno de aquellos granujas, ¿eh? ¿Estabas tú bebiendo con él, Morgan? Ven aquí.

El hombre a quien llamó Morgan -un marinero viejo, de pelo gris y cara de caoba- se acercó con aire borreguil, enrollando un pedazo de tabaco de lo que ellos acostumbran a masticar.

-Vamos a ver, Morgan -dijo John el Largo con gran severidad-, tú no habrías visto antes a ese Perro..., Perro-Negro, ¿no es verdad? Contesta.

-Yo no, señor -respondió haciendo la venia. No sabrías cómo se llama, ¿no es así?

-No, señor.

-¡Por Cristo, Morgan, que ya puedes dar gracias a Dios! -exclamó el tabernero-. Si hubieras andado en compañía de hombres como ése no volvías a poner los pies en mi casa; tenlo por seguro. ¿Y qué era lo que te estaba diciendo?

-No lo sé de cierto.

-¿Y llamas cabeza a eso que llevas sobre los hombros, o no es más que una condenada vigota?7. «No lo sé de cierto», ¿no? Acaso tampoco sabes de cierto de lo que estabas tú hablando, ¿verdad? Vamos, dime de qué charlaba... ¿Travesías, capitanes, barcos? Échalo fuera, ¿qué era ello?

-Pues hablábamos de dar la cala8 -contestó Morgan.

-De dar la cala, ¿eh? Y era cosa que venía muy a propósito, de veras que sí. Anda, Tom, ganso; vuélvete a tu sitio.

Y mientras Morgan se volvía, oscilando, hacia su silla, Silver añadió, hablándome al oído en tono confidencial, cosa que me pareció muy lisonjera para mí:

-Es todo un buen hombre este Tom Morgan; pero estúpido. Y ahora -prosiguió en voz alta-, vamos a ver... ¿Perro-Negro? No, no conozco tal nombre. Y, sin embargo, tengo como una idea de haber visto a ese tunante. Sí, alguna vez ha venido por aquí con un ciego, eso es.

-Vendría con él; puede usted asegurarlo -dije-. También conocí yo al ciego, y se llama Pew.

-¡Cierto! -gritó Silver muy excitado-. ¡Pew! Así se llamaba, y tenía toda la pinta de un tiburón. ¡Es cierto! Si atrapamos a este Perro-Negro, ¡cómo vamos a sorprender al capitán Trelawney! Ben corre como un gamo; pocos marineros le ganan. Le ha de traer por el cogote. Conque hablando de dar la cala, ¿eh? ¡Yo sí que se la voy a dar a él!

Mientras soltaba esas frases e interjecciones no cesaba de moverse, renqueando con la muleta, de un lado a otro de la taberna, dando puñadas en las mesas, y con tales muestras de indignación que hubieran dejado convencido al más astuto sabueso de la justicia. Al encontrar en El Catalejo a Perro-Negro mis sospechas se habían despertado de nuevo, y espié al cocinero con gran atención y cautela. Pero tenía demasiadas conchas y era harto astuto y taimado para mí; y para cuando regresaron jadeantes los dos hombres y dijeron que habían perdido la pista en una aglomeración de gente, y que habían sido insultados por las calles como ladrones, hubiera salido fiador de la inocencia de John Silver el Largo.

-Ahí ves, Hawkins -dijo-, ¿no es esto una suerte perra para un hombre como yo? Ahí está el capitán Trelawney... ¿Qué es lo que podrá pensar? Viene ese maldito hijo de mala madre y se sienta en mi propia casa a beber mi propio ron. Vienes tú, y me cuentas todo, sin dejarte nada, y voy yo y le dejo que nos dé esquinazo delante de mis propios ojos. Ahora, Hawkins, justifícame delante del capitán. Eres un chiquillo nada más; pero listo como el aire. Lo noté en cuanto te eché la vista encima. Y la cosa es ésta: ¿Qué podía yo hacer agarrado a este leño que me sostiene? Cuando era yo un maestro marinero me hubiera puesto a su costado más que de prisa, le hubiera trincado y, de un par de zarandeos... ¡Pero ahora!...

Y se calló de pronto, con la quijada colgando, como si se hubiera acordado de algo.

-¡El gasto! -exclamó-. ¡Tres vasos de ron! ¡Qué me ahorquen si no se me había olvidado el gasto!

Y desplomándose sobre un banco, rió hasta que le corrieron las lágrimas por las mejillas. No pude menos de reír yo también; y reímos los dos a un tiempo, una carcajada tras otra, hasta que alborotamos la taberna.

-¡Vamos, que valiente atún estoy hecho! -dijo al fin, enjugándose las lágrimas-. Hawkins, tú y yo vamos a hacer una buena pareja, pues la verdad es que también me debían de alistar de grumete. Pero, ¡listos para la maniobra! Esto no va a ninguna parte: el deber es lo primero, compañeros. Voy a coger mi buen tricornio y me voy contigo a ver al capitán Trelawney y darle cuenta de este negocio. Pues fíjate en que es cosa seria, joven Hawkins, y no puede decirse que ni tú ni yo hemos salido airosos. Tú tampoco; puedes decirlo. Poco avispada la pareja. Pero, ¡caramba, que ha estado bien lo del gasto!

Y volvió a reír de tan buena gana que, por más que yo no veía en qué estaba la gracia, tuve que acompañarle otra vez en su regocijo.

En nuestra corta caminata por los muelles la compañía de Silver fue para mí interesantísima, pues me fue dando explicaciones de los diferentes barcos que veíamos, de sus aparejos, tonelajes y nacionalidad, y de las maniobras que en cada uno se hacían: en uno estaban descargando; en otro, recibiendo el cargamento; en un tercero, preparándose para zarpar. Y de cuando en cuando me contaba algún sucedido de barcos o marineros, o me repetía una frase náutica, hasta que yo la aprendía de memoria. Desde luego vi que no podía desear mejor compañero de viaje.

Cuando llegamos a la posada, el Squire y el doctor Livesey estaban dando fin a un cuartillo de cerveza y una tostada antes de ir a bordo de la goleta para hacer una visita de inspección.

John el Largo contó todo lo ocurrido, con muy, buen ingenio y sin apartarse un punto de la verdad. «Así es como pasó; ¿no es verdad, Hawkins?», decía de vez en cuando, y siempre podía yo confirmar sus dichos.

Los dos señores lamentaron que hubiese escapado Perro-Negro; pero todos convinimos en que nada podía hacerse, y John el Largo, después de haber sido felicitado, cogió su muleta y se fue.

-¡Todo el mundo a bordo esta noche a las cuatro! -le gritó el Squire cuando se marchaba.

-Está muy bien, señor -contestó el cocinero desde el pasillo.

-Bien, Squire -dijo el doctor Livesey-; por regla general, no tengo gran fe en tus descubrimientos; pero debo confesar que John Silver me parece bien.

-Ese hombre es una mosca blanca -declaró Squire.

-Supongo -añadió el doctor- que Jim vendrá con nosotros a bordo.

-¡No faltaba más! Coge el sombrero, Hawkins, y vamos a ver el barco.




ArribaAbajo- IX -

Pólvora y armas


La Hispaniola estaba a alguna distancia de los muelles, y tuvimos que pasar bajo los mascarones de proa y dar la vuelta a las popas de otros navíos, y sus cables rozaban a veces por bajo de nuestra quilla, y otras se mecían sobre nuestras cabezas. Llegamos por fin a su costado y saltó a recibirnos y darnos la bienvenida el segundo, míster Arrow, un marino viejo y curtido, con pendientes en las orejas y bizco. Él y el Squire estaban a partir un piñón; pero pronto me di cuenta de que no ocurría lo mismo entre míster Trelawney y el capitán.

Este último era un hombre de aire precavido y astuto, y que parecía enojado con todo lo que pasaba a bordo, y pronto nos iba a decir por qué, pues apenas habíamos bajado a la cámara cuando entró tras de nosotros un marinero diciendo:

-El capitán Smollet desea hablar con el señor.

-Estoy siempre a las órdenes del capitán. Que pase -dijo el Squire.

El capitán, que seguía de cerca a su mensajero, entró en seguida y cerró la puerta.

-Bien, capitán Smollet; ¿qué tiene usted que decirme? Espero que todo marche bien, listo para la mar, y en buen estilo marinero.

-Señor mío -dijo el capitán-, creo que más vale hablar claro, aun a riesgo de ofender. No me gusta este viaje; no me gusta la tripulación, y no me gusta mi segundo. Y no tengo más que decir.

-Y por acaso, ¿no le gusta a usted el barco? -preguntó el Squire, muy enojado, según pude ver.

-En cuanto a eso, no puedo hablar, puesto que no lo he probado aún en la mar. Parece un barco muy marinero, y eso es lo único que puedo decir.

-¿Y probablemente tampoco le gusta a usted su dueño?

Pero aquí se interpuso el doctor Livesey.

-¡Alto ahí! -dijo-. ¡Alto ahí! Tales preguntas sólo sirven para causar enfado. El capitán ha dicho más de lo que debía o demasiado poco; y debo declarar que requiero una explicación de sus palabras. Usted dice que no le gusta este viaje. Sepamos por qué.

-Yo he sido contratado, señor mío, con lo que se suele llamar «órdenes selladas», para conducir este buque adonde este caballero tenga a bien decirme que lo lleve. Hasta ahí todo va bien. Pero ahora me encuentro con que el último marinero sabe más de lo que yo sé. Y a eso no lo llamo yo correcto, ¿y usted?

-Tampoco yo -dijo el doctor Livesey.

-Además -dijo el capitán-, he sabido que vamos en busca de un tesoro...; lo he sabido por mis propios marineros, fíjese usted... Pues bien; eso de los tesoros es cosa muy escabrosa; no me gustan los viajes para buscar tesoros, por ningún concepto; y no me gustan, sobre todo, cuando se hacen en secreto, y -con perdón de míster Trelawney- se ha contado el secreto al loro.

-¿El loro de Silver? -preguntó el Squire.

-No es más que una manera de hablar -contestó el capitán-. Quiero decir, cuando se ha parloteado. Creo, señores, que ninguno de ustedes se da cuenta de lo que trae entre manos; pero voy a decirles a ustedes lo que yo pienso: es cosa de vida o muerte y de correr un gran riesgo.

-¡Todo esto está claro, y creo que es muy cierto -replicó el doctor-. Afrontamos el riesgo; pero no somos tan ignorantes como usted nos cree. Prosigamos: dice usted que no le gusta la tripulación; ¿no son buenos marineros?

-No me gustan, señor mío -contestó el capitán-. Y creo que se debiera haberme dejado que escogiera mi propia tripulación si vamos a eso.

-Acaso esté usted en lo cierto. Acaso mi amigo debió contar con usted: pero el desaire, si es que lo ha habido, no fue intencionado. ¿Y no le gusta a usted míster Arrow?

-No, señor; creo que es un buen marino, pero demasiado campechano con la tripulación para ser un buen oficial. Un piloto debe saber guardar su puesto...; no debe beber en el mismo vaso con los marineros.

-¿Quiere usted decir que bebe? -gritó el Squire.

-No, señor; sino que es demasiado familiar.

-Bueno, pues ahora, y en resumidas cuentas, díganos usted lo que quiere, capitán -dijo el doctor.

-Pues bien, señores, ¿están ustedes decididos a emprender este viaje?

-Por encima de todo -contestó el Squire.

-Perfectamente -dijo el capitán-. Puesto que me han oído pacientemente decir cosas que no podía probar, óiganme unas pocas más. Están colocando la pólvora y las armas en la bodega de proa. Tienen ustedes un buen sitio para ello bajo la cámara, ¿por qué no ponerlas aquí?... Primer punto. Además, vienen con ustedes cuatro de su propia gente, y me dicen que algunos de ellos se alojarán en el castillo de proa con la tripulación, ¿por qué no darles los camarotes que están aquí junto a la cámara?... Segundo punto.

-¿Alguno más? - preguntó míster Trelawney.

-Uno más -dijo el capitán-. Ya ha habido demasiado charloteo.

-Más que demasiado -asintió el doctor.

-Les diré a ustedes lo que yo mismo he oído -prosiguió el capitán-: que tienen un mapa de una isla; que hay cruces en el mapa para señalar dónde está el tesoro, y que la isla está... -e indicó la latitud y la longitud precisas.

-¡Nunca he dicho eso -exclamó el Squire- a nadie!

-Señor mío, los marineros lo saben.

-Livesey, has tenido que ser tú o Hawkins el que lo ha contado -gritó el Squire.

-No importa quién fuera -replicó el doctor.

Y pude ver que ni él ni el capitán hacían gran caso de las protestas del Squire. Tampoco yo se lo hacía, pues la verdad era que tenía la lengua muy suelta, y, sin embargo, creo que en este caso tenía razón, y que a nadie había dicho la situación de la isla.

-Bueno, caballeros -prosiguió el capitán-, no sé quién tiene ese mapa; pero hago de ello una condición esencial: ha de guardarse secreto hasta de mí y de míster Arrow. De no ser así, les pido que me permitan renunciar a mi puesto.

-Ya veo -dijo el doctor-. Quiere usted que conservemos eso oculto y que hagamos un fuerte de la parte de popa del barco, guarnecido por los servidores de mi amigo y provisto con todas las armas y pólvora que haya a bordo. En otras palabras: que teme usted una rebelión.

-Señor mío -dijo el capitán Smollet-, sin que me dé por ofendido, le niego a usted el derecho de poner en mis labios palabras que yo no he dicho. Ningún capitán podría justificarse de haber salido en ningún caso a la mar si tenía suficientes razones para decir eso. En cuanto a míster Arrow, lo creo completamente honrado; algunos de los tripulantes lo son también, y, por lo que de ellos sé, pudieran serlo todos. Pero yo soy el responsable de la seguridad del barco y de todos los que van a su bordo. Veo cosas que marchan, según creo, como no debieran. Y les pido que tomen ciertas precauciones o que me dejen dimitir mi cargo. Y eso es todo.

-Capitán Smollet -dijo el doctor con una sonrisa-, ¿no ha oído alguna vez la fábula del monte y el ratón? Perdóneme que se lo diga, pero me hace usted acordarme de ella. Cuando entró usted aquí, apuesto la peluca a que pensaba usted hacer algo más que esto.

-Doctor, es usted hombre agudo. Cuando entré aquí fue para que se me despidiese. No creí que míster Trelawney consintiera en escucharme.

-Tampoco yo -contestó el Squire-. De no estar aquí Livesey, le hubiera enviado a usted al diablo. El caso es que le he oído. Haré lo que usted desea; pero no ha ganado usted nada en mi concepto.

-Como usted guste. Usted verá que cumplo con mi deber.

Y con eso se despidió.

-Trelawney -dijo el doctor-, en contra de todas mis ideas creo que has conseguido traerte a bordo contigo dos hombres honrados: ese hombre y John Silver.

-De Silver, puedes decirlo; pero en cuanto a ese insoportable farsante, digo que juzgo su conducta impropia de un hombre, de un marino, y, sobre todo, de un inglés.

-Bueno -dijo el doctor-, ya veremos. Cuando volvimos sobre cubierta, los marineros habían empezado ya a sacar la pólvora y las armas, acompasando con gritos sus esfuerzos, mientras el capitán y míster Arrow estaban a su lado inspeccionando.

El nuevo arreglo era muy de mi gusto. Toda la goleta había sido recorrida y reformada; se habían construido seis camarotes a popa en el espacio que había sido el extremo de la bodega principal, y esta serie de camarotes sólo comunicaba con la cocina y con el rancho de la marinería por un pasaje construido a babor. En un principio se había pensado que los ocupasen el capitán, míster Arrow, Hunter, Joyce, el doctor y el Squire. Ahora, Redruth y yo íbamos a ocupar dos de ellos, y míster Arrow y el capitán dormirían sobre cubierta, en la caseta de bajada a la cámara, que había sido ensanchada por ambos lados, de modo que casi pudiera llamársela una toldilla. Aún seguía, por supuesto, muy baja de techo; pero había lugar para colgar dos hamacas, y hasta el piloto parecía estar satisfecho del arreglo. Puede ser que también él hubiera tenido sus dudas acerca de la tripulación; pero eso no es más que una suposición, pues, como se ha de ver, no gozamos mucho tiempo del beneficio de sus pareceres.

Todos trabajamos sin duelo, mudando la pólvora y las literas, cuando los dos últimos marineros, y John el Largo con ellos, llegaron en un bote del puerto.

El cocinero trepó por el costado con la destreza de un mono, y tan pronto como vio lo que se hacía:

-¿Qué es eso, compañeros? -dijo-. ¿Qué estáis haciendo?

-Estamos mudando la pólvora, John -dijo uno de ellos.

-¡Vaya! ¡Qué diablos! -exclamó Silver-; si hacemos eso vamos a perder la marea de la mañana.

-¡Órdenes mías! -dijo el capitán secamente-. Puede usted irse abajo. La gente va a necesitar la cena.

-Está bien, señor -contestó el cocinero-. Y llevándose dos dedos a la frente, desapareció en seguida, en dirección a la cocina.

-Ese es un buen hombre -dijo el doctor.

-Probablemente -replicó el capitán Smollet-. Cuidado con eso, muchachos..., cuidado -prosiguí6, dirigiéndose a los que arrastraban la pólvora; y de pronto, viéndome a mí, que estaba examinando el cañón giratorio que llevábamos en medio de la cubierta, una pieza larga de a nueve-: ¡Eh, tú, grumete! -gritó-, ¡largo de ahí! ¡A la cocina, y búscate trabajo!

Y al apresurarme a obedecerle, le oí que decía muy alto al doctor:

- No consiento favoritos en mi barco.

No hay que decir que me puse completamente de acuerdo con el Squire y que odié al capitán con toda el alma.




ArribaAbajo- X -

La travesía


Pasamos toda la noche en un gran barullo, estibando cada cosa en su sitio, y con lanchas que llegaban llenas de amigos del Squire, míster Blandy y otros tales, que venían a desearle buen viaje y vuelta feliz. Nunca tuve en el «Almirante Benbow» noche tan atareada; y no podía tenerme de fatiga cuando, un poco antes del amanecer, el contramaestre hizo sonar su gaita y la tripulación empezó a acudir a las barras del cabrestante. Me hubiera sentido diez veces más cansado, y aun así no hubiese abandonado la cubierta. Todo era tan nuevo e interesante para mí: las órdenes rápidas, las notas agudas del silbato, los marineros corriendo a sus puestos a la luz de las linternas del barco.

-Anda, Barbecue, empiézanos una tonada -gritó una voz.

-La antigua -dijo otra.

-Bien, bien, compañeros -dijo John el Largo, que estaba allí al lado, con la muleta bajo el brazo, y en seguida empezó a cantar la tonada y la letra que me eran tan conocidas.


Quince hombres van en El Cofre del Muerto...

Y entonces toda la tripulación siguió con el coro:


¡Ay, ay, ay, la botella de ron!

Y al tercer «¡ay!» las barras empezaron a voltear con brío.

Aun en aquel instante de emoción me llevó esto, con el pensamiento, al viejo «Almirante Benbow», y me parecía oír la voz del capitán entremezclada con las del coro. Pero pronto el áncora pudo zafarse, y en un instante colgaba de la proa goteando agua y cieno; pronto las velas comenzaron a tomar viento, y la tierra y los barcos a desfilar a uno y otro lado, y antes de que pudiera echarme para gozar de una hora de sueño, la Hispaniola había empezado su viaje a la isla del Tesoro.

No voy a relatar todos los acontecimientos de aquella travesía. Fue, en conjunto, feliz. La goleta demostró ser un buen barco; los tripulantes, marineros competentes; el capitán, muy versado en su oficio. Pero antes de que llegásemos al término de nuestro viaje ocurrieron dos o tres cosas que deben mencionarse.

Míster Arrow, en primer término, dio un resultado aún peor de lo que el capitán se temía. No tenía autoridad entre los tripulantes, y éstos hacían con él lo que les venía en gana. Pero no era eso, ni mucho menos, lo más grave; pues al día siguiente, o a los dos días de mar, comenzó a aparecer sobre cubierta con ojos vidriosos, mejillas encendidas, lengua estropajosa y otras señales de embriaguez. Una vez y otra se le ordenó que se retirara, bochornosamente, a la cámara. A veces se caía, causándose heridas; otras se pasaba todo el día tumbado en su litera, en un rincón de la caseta, y en raras ocasiones, y durante uno o dos días, estaba casi despabilado y atendía tal cual a sus obligaciones.

Y entretanto, no había manera de averiguar dónde se procuraba la bebida. Aquél era el misterio del barco. Por mucho que lo vigilásemos no lográbamos dar con la explicación, y cuando se lo preguntábamos cara a cara, no hacía sino reírse, si estaba borracho, y si no, negaba solemnemente que hubiese bebido más que agua.

No sólo era inútil como oficial y ejercía una mala influencia sobre la tripulación, sino que era evidente que, a aquel paso, marchaba a su propia muerte y que no podía durar mucho; y por eso nadie se sorprendió, ni se apenó tampoco, cuando en una noche muy obscura, con mar de proa, desapareció de pronto y no se le volvió a ver más.

-¡Al agua! -dijo el capitán-. Bien, señores, eso nos ha evitado tener que ponerle en el cepo.

Pero nos habíamos quedado sin piloto; y era, por supuesto, necesario ascender a uno de los tripulantes. El contramaestre, Job Anderson, era el más indicado de los de a bordo, y, aunque conservando ese título, sirvió en cierto modo como segundo. Míster Trelawney había navegado mucho, y sus conocimientos fueron de gran utilidad, pues muy a menudo se encargaba de una guardia en tiempo tranquilo. Y el timonel, Israel Hands, era un marino veterano, cuidadoso, agudo y de mucha experiencia y en quien se podía confiar en cualquier dificultad.

Era el amigo de confianza de John Silver el Largo, y por eso el mencionar su nombre me lleva a hablar del cocinero del barco, Barbecue, como los marineros le llamaban.

A bordo llevaba la muleta colgada de una cuerda alrededor del pescuezo para tener más libres las manos. Era cosa de verle cómo apoyaba el regatón contra un mamparo, y apuntalándose con ella, y sorteando todos los movimientos del barco, atender a sus guisos como pudiera hacerlo cualquier otro en tierra firme. Y aún más extraño era verle cruzar la cubierta en los más recios temporales. Había hecho colgar unos cabos para ayudarse al atravesar los sitios más anchos y despejados -«los pendientes de John» los llamaban-, y asiéndose a ellos, iba de un lugar a otro, ya usando la muleta, ya llevándola arrastrando de la cuerda, con la misma presteza que otros con las piernas cabales. Sin embargo, algunos que habían navegado con él se condolían de verlo en aquel estado.

-No es un hombre como cualquier otro, Barbecue -me decía el timonel-. Fue a muy buenas escuelas en su mocedad y sabe hablar como un libro cuando quiere, y en cuanto a bravura..., un león no es nada al lado de John el Largo. Yo lo he visto trincar a cuatro y aporrearles las cabezas unas contra otras..., y él desarmado.

Toda la tripulación le respetaba y hasta le obedecía. Tenía una maña especial para hablar a cada uno y para prestar a todos algún particular servicio. Para mí era de una incansable bondad, y siempre se alegraba de verme por la cocina, la cual cuidaba de tener limpia como la plata, con los cacharros colgados y bruñidos, y el loro en un rincón en su jaula.

-Ven por aquí, Hawkins -me decía-; ven a echar un párrafo con John. A nadie veo aquí con más gusto que a ti, hijo. Siéntate y oye las novedades. Aquí está el Capitán Flint -llamo a mi loro Capitán Flint, como el famoso bucanero-; aquí está el Capitán Flint prediciendo buen suceso para nuestro viaje; ¿no es verdad, capitán?

Y el loro empezaba a decir muy de prisa: «¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho!», hasta que temía uno que se atosigase o hasta que John le echaba un pañuelo por encima de la jaula.

-Pues ese pájaro -decía- tiene, puede ser, doscientos años, Hawkins...; esos viven por siempre, mayormente, y si alguien ha visto más crímenes y horrores, será el demonio en persona. Ha navegado con England, el gran capitán England, el pirata. Ha estado en Madagascar y en Malabar y Surimán, y Providencia, y Portobello. Estuvo cuando sacaron a flote los galeones de la plata. Allí es donde aprendió a decir «¡Piezas de a ocho!», y no es de extrañar; ¡trescientas cincuenta mil había, Hawkins! Estuvo en la toma al abordaje del Virrey de las Indias, en la costa de Goa; allí estuvo; y si uno le mira parece que es un nene. Pero tú has olido la pólvora, ¿no es verdad, capitán?

-«¡Atención y a sus puestos!», gritaba el loro.

-¡Ah, es, en verdad, una alhaja! -decía el cocinero, dándole terrones de azúcar que llevaba en el bolsillo; y entonces el loro se agarraba con el pico a las barras y empezaba a lanzar juramentos sin tino, haciendo pasar su inocencia por maldad-. Ahí se ve -añadía John- que no se puede tocar la pez sin untarse. Aquí está este pobre pájaro mío, inocente, blasfemando como un desalmado y sin saber lo que hace; tenlo por seguro. Lo mismo juraría, pongo por caso, delante de un capellán.

Y John se llevaba la mano al sombrero con un ademán solemne, que le era habitual, y que me hacía pensar que era el mejor de los hombres.

Entretanto, el Squire y el capitán Smollet seguían en relaciones un tanto tirantes. El Squire no andaba con disimulos: despreciaba al capitán. Éste, por su parte, nunca hablaba más que para contestar, y entonces la respuesta era firme, corta y seca, sin malgastar una palabra. Confesaba, puesto en un apuro, que, al parecer, se había equivocado en cuanto a la tripulación; que algunos eran todo lo diligentes que él hubiera podido desear, y que todos se habían portado bastante bien. En cuanto al barco, se había encaprichado con él. «Se ciñe al viento una cuarta más de lo que uno podría exigir a su propia mujer legítima. Pero -añadía- lo que digo es que aún no estamos de vuelta, y que no me gusta este viaje.»

El Squire, al oírlo, volvía la espalda y empezaba a pasear la cubierta de arriba abajo, con la nariz respingada.

-Si aún tengo que aguantar más tiempo a ese hombre -decía-, hago explosión.

Sufrimos algunos temporales fuertes, que no hicieron sino poner a prueba las buenas partes de la Hispaniola. Todos a bordo parecían muy contentos y a fe que debieran haber sido muy difíciles de contentar para no estar satisfechos, pues creo que nunca hubo una dotación de barco tan mimada desde que Noé navegó los mares. Había ronda general de grog por el más nimio pretexto; se repartía pudding todos los días en que se celebraba algo, como, por ejemplo, si el Squire oía que era el santo de alguno, y siempre había un barril de manzanas destapado en mitad del combés para que las cogiera quien tuviese ganas.

-Nunca he visto que venga ningún bien de esto -dijo el capitán al doctor Livesey-. Marineros mimados, marineros echados a perder. Esa es mi creencia.

Pero sí vino un bien del barril de manzanas, pues a no ser por él no hubiéramos tenido ningún barrunto de peligro y pudiéramos haber perecido todos a manos de la traición.

Así es como ocurrió el suceso.

Habíamos alcanzado los vientos alisios para buscar los que habían de llevarnos a la isla término de nuestro viaje -no me es permitido ser más explícito-, y navegábamos en derechura hacia ella, con los vigías muy atentos noche y día. Aquél debía ser, según los cálculos, el último de nuestra navegación; durante la noche, y a más tardar antes del mediodía siguiente, debíamos estar a la vista de la Isla del Tesoro. Llevábamos rumbo al SSW., con una brisa firme del través y el mar tranquilo. La Hispaniola se balanceaba acompasadamente, y de cuando en cuando hundía el bauprés en el agua, levantando surtidores de espuma. Todo el velamen, de arriba abajo, iba tenso y turgente, y todo el mundo del mejor humor, pues estábamos ya tan cercanos al fin de esta primera parte de nuestra aventura.

Y sucedió que a poco de ponerse el sol, y cuando ya había cesado todo trabajo, y yo me encaminaba hacia mi litera, me vino de pronto la gana de comerme una manzana. Subí corriendo a cubierta. La guardia estaba toda adelante, tratando de descubrir la isla; el timonel observaba el aparejo, silbando una tonada por lo bajo; y ése era el único sonido que se oía, excepto el chasquear del agua bajo la proa y a lo largo de los costados del buque.

Me colé dentro del barril y vi que apenas habían dejado manzanas; pero sentado allí en la obscuridad, y entre el rumor del agua y el balanceo de la nave, o me había quedado dormido o estaba a punto de hacerlo, cuando una persona de gran peso se sentó con cierto estrépito allí cerca. Hizo oscilar el barril cuando apoyó sobre él las espaldas, y ya me disponía a saltar fuera, a tiempo que el hombre comenzó a hablar. Era la voz de Silver, y aún no había oído una docena de palabras cuando no me habría dado a ver por todo lo del mundo, y me quedé allí, estremecido; y escuchando en un paroxismo de temor y de curiosidad aquellas pocas palabras me habían hecho comprender que las vidas de todos los hombres honrados que había a bordo dependían nada más que de mí.




ArribaAbajo- XI -

Lo que oí desde el barril de manzanas


-No, yo, no -decía Silver-; Flint era el capitán; yo era cabo de mar a causa de mi pata de palo. La misma andanada que me dejó sin pierna le apagó al buen Pew los faroles. Fue un maestro cirujano el que me la cortó..., de colegio y todo, con el latín a calderadas y mucho saber; pero lo ahorcaron como a un perro, y lo dejaron secándose al sol, como a todos los demás, en Corso Castle. Eran la gente de Roberts, y todo les vino de mudarles los nombres a sus barcos..., ponerles Royal Fortune, y cosas así. Porque como a un barco se le bautiza, así hay que dejarle seguir; digo yo. Así se hizo con el Cassandra, que nos trajo a todos salvos a nuestras casas desde Malabar, después que England tomó el Virrey de las Indias; así se hizo con el viejo Walrus, el barco de Flint, al que he visto yo todo empapado en sangre roja y a punto de hundirse con el peso del oro.

-¡Ah! -exclamó otra voz, la del marinero más joven de a bordo, al parecer lleno de admiración-. Ese era la flor del rebaño: nadie como Flint.

-Davis era también todo un hombre, por lo que dicen -prosiguió Silver-. Yo nunca navegué con él; primero, con England; después, con Flint; esa es toda mi historia, y ahora aquí, por mi cuenta, como quien dice. Con England ahorré novecientas libras, y con Flint, dos mil. No está eso mal para un marinero...; todo bien seguro en el Banco. No es el ganar, sino el ahorrar, lo que luce; y a eso tenéis que atender. ¿Qué es ahora de la gente de England? No lo sé. ¿Y de la de Flint? Pues aquí están a bordo la mayor parte, y contentos de que les llenen la tripa, pues andaban hasta ahora pidiendo limosna muchos de ellos. Pew, el que había perdido la vista, se gastó sin pizca de vergüenza, mil doscientas libras en un año, como un lord en el Parlamento. ¿Y qué ha sido de él? Bien, ya está muerto y bajo las escotillas; pero en los dos últimos años el hombre andaba muriéndose de hambre. Pedía limosna, y robaba, y cortaba pescuezos, y se moría de hambre con todo.

-Bueno, pues entonces no sirve de mucho, después de todo -dijo el marinero mozo.

-No sirve de mucho a los tontos, tenlo por seguro, ni eso ni nada -exclamó Silver-. Pero óyeme: eres joven, es verdad, pero listo como el aire. Lo vi en cuanto te eché la vista encima, y voy a hablarte como a un hombre.

Fácil es imaginar lo que sentí al oír a aquel abominable y empedernido bribón dirigir a otro las mismas frases de adulación que había empleado conmigo.

A poder ser, lo hubiera matado a través del barril. Entretanto, siguió su charla, muy ajeno de que se le escuchaba.

-Lo que pasa con los caballeros de fortuna es esto: viven malamente, y con riesgo de la horca; pero comen y beben como gallos de pelea, y cuando terminan un crucero, ¡qué!, se encuentran con cientos de libras esterlinas en los bolsillos en vez de cientos de ochavos. Luego, la mayor parte se va en ron y en tirarlo en francachelas; y a la mar otra vez, sin más que la camisa puesta. No es esa la derrota que yo sigo. Lo pongo todo en lugar seguro; un poco aquí, otro poco allá, y nunca mucho en ninguna parte para no levantar sospechas. Tengo ahora cincuenta años, fijarse; en cuanto vuelva de este viaje me meto del todo a caballero particular. Ya era hora, diréis. Sí; pero entretanto me he dado buena vida; nunca me negué ningún capricho, y he dormido en blando y he comido de lo mejor siempre en mis días, menos cuando andaba en la mar. Y ¿cómo empecé? ¡De marinero, como vosotros!

-Bien -dijo el otro-; pero de todo aquel dinero se ha quedado usted sin nada, ¿no es eso? No va a atreverse, después de esto, a asomar la jeta por Brístol.

-Vamos, ¿dónde supondrás tú que lo tenía? -preguntó Silver con sorna.

-En Brístol, en Bancos y sitios así...

-Estaba -contestó el cocinero-; estaba cuando levamos anclas. Pero para estas horas ya lo tiene todo en su poder mi vieja. Y El Catalejo está vendido con todas sus pertenencias y utensilios; y mi mujer se ha ido para reunirse conmigo. Yo os diría dónde, porque fío en vosotros; pero no quiero que haya envidias entre compañeros.

-¿Y puede usted fiarse de su mujer? -preguntó el otro.

-Los caballeros de fortuna -replicó el cocinero-, mayormente se fían poco unos de otros, y razón tienen para ello; tenlo por seguro. Pero a mí me ocurre una cosa. Cuando un compañero corta la amarra y me deja plantado, no dura mucho en este mismo mundo con John. Había algunos que tenían miedo a Pew, y algunos que tenían miedo a Flint; pero Flint mismo tenía miedo de mí. Me temía, y lo confesaba sin vergüenza. Era la gente más fiera y borrascosa que estuvo nunca a flote, la tripulación de Flint; el demonio mismo se hubiera acobardado de salir a la mar con ellos. Pues bueno, voy a deciros una cosa: no soy hombre fanfarrón, ya veis qué llano soy en el trato; pues cuando era cabo de mar, llamar los corderos era aún poco para los bucaneros curtidos de Flint. ¡Ah! ¡Hay que andarse con ojo en el barco donde está John!

-Bueno, pues digo -contestó el muchacho- que la cosa no me gustaba ni pizca hasta que he tenido esta conversación con usted; pero ahora ahí va esa mano, y estoy en ello.

-Y eres un chico valiente, y avispado además -replicó Silver, sacudiéndole la mano con tal fuerza, que el barril temblaba también-, y mejor estampa para un caballero de fortuna no la han visto mis ojos.

Para entonces ya había empezado a comprender el sentido de sus términos. Por «caballeros de fortuna» entendían ni más ni menos que un vulgar pirata, y la corta escena que acababa de sorprender era el último acto de la seducción de uno de los marineros honrados..., acaso el último que quedaba a bordo. Pero acerca de este último punto pronto iba a tranquilizarme, pues Silver dio un ligero silbido y un tercer personaje se acercó y se sentó con ellos.

-Dick está ya asegurado -dijo Silver.

-Ya sabía yo que Dick estaba seguro -respondió la voz del timonel, Israel Hands-. Pero oye aquí; lo que yo necesito saber, Barbecue, es esto: ¿hasta cuándo vamos a estar aguantando que se nos traiga de aquí para allí como a bote de cantinero? Ya estoy del capitán Smollet hasta la coronilla, bastante me ha azacaneado ya; ¡mal rayo le parta! Necesito ir a vivir a aquella cámara, sí, señor. Necesito sus cosas ricas y sus vinos y todo aquello.

-Israel -dijo Silver-; tu cabeza no es cosa que sirva para mucho, ni nunca lo fue. Pero puedes oír, según me figuro; por lo menos, tienes las orejas de buen tamaño. Y lo que digo es esto: vas a vivir en el castillo de proa, y vas a vivir a disgusto, y vas a hablar suave, y no vas a emborracharte hasta que yo dé la señal; y tenlo por seguro, hijo.

-Bueno; ¿acaso digo que no? -gruñó el timonel-. Lo que digo es ¿cuándo? Eso es lo que digo.

-¡Cuándo! ¡Mil rayos! -gritó Silver-. Bien, pues si quieres saberlo, ahora te lo voy a decir. Todo lo más tarde que yo pueda manejarlo; entonces será cuando lo haga. Aquí está un marino de primera, el capitán Smollet, que navega el bendito barco para nosotros; aquí está el Squire y el doctor con un mapa, y tal... y no se dónde lo tienen. ¿Y lo sabes tú? Tampoco. Bueno, pues entonces yo pienso que este Squire y este doctor encuentren la pasta para nosotros y que nos ayuden a ponerla a bordo, ¡mil rayos! Y entonces veremos. Si yo estuviera seguro de vosotros, malas bestias, haría que el capitán Smollet llevase el barco hasta la mitad del camino de vuelta, antes de dar el golpe.

-Pues qué, ¿no somos todos marinos, creo yo, aquí, a bordo? -dijo el muchacho Dick.

-Aquí todos somos marineros, querrás decir -replicó Silver con enojo-. Nosotros podemos seguir una derrota; pero ¿quién va a marcarla? Ahí es don de todos vosotros, caballeros de fortuna, flaqueáis del primero al último. Si se hiciera mi voluntad, haría que el capitán Smollet nos trajese de vuelta hasta los vientos alisios por lo menos: entonces no tendríamos lo de los cálculos mal hechos y una cucharada de agua por día. Pero ya sé lo que sois. Acabaréis con ellos en la isla, tan pronto como el dinero esté a bordo, y será una lástima. Pero no sabéis estar contentos si no estáis borrachos. ¡Así reviente! Me da asco navegar con gente como vosotros.

-Ten calma, John Largo -exclamó Israel-. ¿Quién dice nada para que te enfades?

-¡Pues qué!, ¿cuántos buenos barcos te figuras que no he visto yo apresados? ¿Y cuántos mozos de provecho puestos a curar al sol en la Dársena de las Ejecuciones? Y todo por esta condenada prisa, y prisa, y prisa. ¿No os hacéis cargo? Tengo visto mucho. Nada más que con no apartaros de vuestro rumbo y ceñiros una cuarta a barlovento, podíais andar todos en coche: sí, señor. Pero vosotros... ¡Quiá! Lo primero, a atracarse de ron, y después, ¡a la horca!

-Todo el mundo sabía que eres una especie de capellán, John; pero otros ha habido que podían manejárselas y llevar el timón tan bien como tú -dijo Israel-. Y les gustaba un poco de alegría y de bureo. No eran tan espetados y secos, no; y se regodeaban y aprovechaban la ocasión como joviales compañeros.

-¿De veras? -contestó Silver-. Y dime, ¿donde están ahora? Uno de esos era Pew, y murió de pordiosero. Flint era otro, y se murió del ron en Savannah. Sí, era una tripulación muy divertida, es cierto; pero ¿donde están ahora?

-Y cuando los tengamos trincados -preguntó Dick-, ¿que vamos a hacer con ellos?

-¡Así me gustan a mí los hombres! -exclamó el cocinero admirado-. Eso es lo que yo llamo tratar los asuntos. Bien, y ¿qué pensarías tú? ¿Ponerlos en tierra y abandonarlos? Eso era lo que haría England. ¿O cortarlos en tiras como si fueran carne de puerco? Eso es lo que hubieran hecho Flint o Billy Bones.

-Billy era el hombre para esos casos -dijo Israel-. «Los muertos no muerden» -decía-. También él está ya muerto, y debe saber bien todo lo que pasa; y si hubo un hombre duro de entrañas que llegase al último puerto, ese fue Billy.

-Tienes razón -dijo Silver-, duro y dispuesto a todo. Pero fíjate en esto: yo soy un hombre suave, completamente a lo caballero, como tú dices; pero esta vez es cosa seria. El deber es el deber, compañeros. Yo voto... muerte. Cuando esté en el Parlamento y paseándome en mi coche no quiero que ninguno de esos curiales de mar que están en la cámara aparezca de regreso, sin que se le llame, como el diablo cuando se reza. Esperar es lo que yo digo; pero cuando la hora llegue, ¡duro con ellos!

-John -exclamó el timonel-, eres un hombre.

-Ya lo dirás cuando lo veas. Sólo pido una cosa: que me den a Trelawney. Le voy a arrancar la cabeza del cuerpo con estas manos. ¡Dick! -añadió Silver, cambiando de tono-, anda, levántate como un buen chico, y alárgame una manzana para refrescarme el gaznate.

¡Imaginad mi espanto! A no faltarme las fuerzas, hubiera saltado fuera y lo hubiera arriesgado todo en la fuga; pero el corazón y todos mis miembros me fallaron. Oí a Dick que empezaba a incorporarse, y al hacerlo, alguno, al parecer, le detuvo, y la voz de Hands dijo:

-¡Déjate de eso! No te pongas a chupar esa porquería. Echemos un trago de ron.

-Dick -dijo Silver-, tengo confianza en ti. Tengo puesta una señal en el barril; anda con cuidado. Toma la llave. Llenas una medida y te la traes.

Aterrado como estaba, no pude menos de pensar que así debía de ser como míster Arrow se procuraba la bebida que acabó con él.

Dick tardó poco en volver, y mientras duró su ausencia, Israel habló al oído al cocinero. Tan sólo pude atrapar alguna palabra, y, sin embargo, supe cosas importantes; porque además de retazos sueltos que tendían a lo mismo, oí esta frase entera: «Ningún otro quiere unírsenos.» Quedaban, pues, todavía hombres fieles a bordo.

Cuando regresó Dick, cada uno de los del terceto fue tomando el vaso y bebió y brindó: el uno: «A la buena suerte»; otro: «A la salud del viejo Flint», y Silver, con una especie de sonsonete, diciendo: «A la vuestra y a la mía, viento en popa, comida abundante y presas de sobra.»

En aquel momento percibí como una luminosidad en torno mío dentro del barril, y, mirando hacia arriba, vi que había salido la luna y plateaba la cofa, del palo de mesana y llenaba de blanco resplandor la cóncava lona de la cangreja del trinquete, y casi en el mismo instante la voz del vigía gritó:

-¡Tierra!




ArribaAbajo- XII -

Consejo de guerra


Pasos precipitados cruzaban la cubierta. Oí el tropel de la gente que subía presurosa de la cámara y del rancho de la marinería, y, deslizándome en un instante fuera del barril, me agazapé bajo la cangreja del trinquete, di un rodeo hacia popa y volví a aparecer sobre la cubierta franca a tiempo para reunirme con Hunter y el doctor Livesey, que corrían hacia la amura de barlovento.

Allí estaba ya todo el mundo. Un cinturón de niebla se había levantado en cuanto apareció la luna. Allá lejos, al sudoeste de nosotros, vimos dos colinas bajas, a un par de millas una de otra, y alzándose por detrás de una de ellas, otra tercera y más alta, cuya cima aún estaba envuelta en la bruma. Las tres parecían escarpadas y de forma cónica.

Todo eso vi, casi como en un sueño, pues aún no me había repuesto del horrible pavor que sentía un minuto antes. Oí la voz del capitán Smollet, que daba órdenes. La Hispaniola se ciñó un par de cuartas más al viento, y ahora seguíamos un derrotero que nos dejaría francos de la isla, bordeándola por el Este.

-Vamos a ver, muchachos -dijo el capitán cuando se terminó la maniobra-, ¿alguno de vosotros ha estado antes en esta tierra que está a la vista?

-Yo, señor -dijo Silver-. Yo he hecho aguada aquí con un bajel mercante en el que era cocinero.

-El fondeadero está en el Sur, detrás de un islote, ¿no es eso? -preguntó el capitán.

-Sí, señor; la isla del Esqueleto le llaman. Era un gran sitio para los piratas en un tiempo, y un marinero que había a bordo sabía todos los nombres de estos lugares. Aquella colina hacía el Norte la llaman el Trinquete; hay tres montes en fila hacia el Sur, señor: trinquete, mayor y mesana. Pero el mayor, aquél con la nube grande encima, le suelen llamar El Catalejo, a causa de un vigía que tenía allí mientras estaban en la ensenada limpiando los fondos, con perdón de usted.

-Yo tengo aquí un mapa -dijo el capitán Smollet-. Vea usted si ese es el sitio.

Los ojos de Silver relampagueaban al coger el mapa; pero, por lo nuevo que parecía el papel, comprendí que se iba a llevar un chasco. No era aquél el mapa que habíamos hallado en el cofre de Billy Bones, sino una copia, completa en todos sus detalles -nombres y alturas y sondajes-, con la sola excepción de las cruces rojas y de las notas escritas. Amargo como debió de ser su desengaño, Silver tuvo la fuerza de voluntad de disimularlo.

-Sí, señor -dijo-, éste es el sitio, y no hay duda; y muy bien dibujado que está. ¿Quién ha podido hacerlo?, me pregunto. Los piratas eran demasiado ignorantes, creo yo. Sí, aquí está: «Fondeadero del Capitán Flint»; justo, el nombre que le daba mi compañero. Aquí hay una corriente muy recia que va por el Sur, y luego tuerce hacia el Norte, hasta la costa occidental. Razón ha tenido, señor, de ceñirse al viento y alejarse de la isla. A menos que tuviera la intención de tocar en ella para carenar, porque no hay mejor paraje para ello por estas aguas.

-Gracias, amigo -dijo el capitán-. Ya le pediré, más adelante, que nos ayude. Puede usted irse.

Me dejó suspenso la frescura con que John confesaba su conocimiento de la isla; y reconozco que tuve mi poco de miedo cuando le vi acercarse a mí. Seguramente que no sabía que yo había escuchado su conferencia desde el barril de manzanas; pero había cobrado para entonces tal horror de su crueldad, de su doblez y de su poderío, que apenas pude disimular un estremecimiento cuando me puso la mano sobre el hombro.

-Vaya un sitio bonito esta isla -dijo-; un sitio bonito para ir a tierra un muchacho. Te bañarás, treparás a los árboles, cazarás cabras y te subirás a aquellos montes como si fueses también una cabra. Eso me hace a mí joven otra vez. Me iba a olvidar de mi pata de palo. Cosa buena es ser mozo y poseer diez dedos en los pies, y tenlo por seguro. Cuando quieras ir a hacer algo de exploración no tienes más que decírselo al viejo John, y te prepararé un bocado para que te lo lleves.

Y dándome una palmada cariñosa en la espalda, se marchó a su cocina.

El capitán Smollet, el Squire y el doctor Livesey estaban hablando en la toldilla, y aunque no veía el momento de contarles lo sucedido, no me atrevía a interrumpirles bruscamente. Mientras revolvía en mi caletre para encontrar un pretexto aceptable, me llamó el doctor Livesey. Se había dejado la pipa abajo, y como no podía vivir sin fumar, quería que fuese yo a traérsela, pero en cuanto me acerqué a ellos lo preciso para hablar sin que otros me oyeran, le dije:

-Doctor, tengo que hablarles. Haga que el capitán y el Squire bajen a la cámara y que me manden llamar con cualquier excusa. Sé cosas terribles.

El doctor se inmutó un poco; pero en un instante se dominó.

-Muchas gracias, Jim -dijo en alta voz-: eso era lo que quería saber -como si me hubiera hecho alguna pregunta.

Y con esto dio media vuelta y se unió a los otros dos. Hablaron un rato y aunque ninguno de ellos hizo movimiento alguno, ni alzó la voz, ni hizo la menor demostración, no había duda de que el doctor Livesey les había comunicado mi petición: pues en seguida vi al capitán que daba una orden a Job Anderson, y el silbato convocó a toda la tripulación sobre cubierta.

-Muchachos -dijo el capitán-, tengo que deciros unas palabras. La tierra que está a la vista es el punto de nuestro destino. Míster Trelawney, que es un caballero muy liberal, como todos sabemos, acaba de hacer unas preguntas, y he podido contestarle que todos a bordo han cumplido con su deber, del primero al último, y como yo no hubiera podido desear mejor. Pues bien, él, y el doctor, y yo, vamos a bajar a la cámara para brindar por vuestra salud y suerte, y van a serviros a vosotros grog para que bebáis a la nuestra. Yo creo que esto es una gentileza por su parte. Y si pensáis lo mismo que yo, vais a dar un buen «¡hurra!» marinero por el caballero que la hace. Siguió inmediatamente el «¡hurra!», cosa que era de esperar; pero sonó tan vibrante y entusiasta, que confieso que se me hacía difícil creer que aquellos mismos hombres estuviesen conspirando contra nuestras vidas.

-Otro «¡hurra!» más por el capitán Smollet -gritó Silver, cuando el primero se calmó.

Y este otro también fue dado con toda el alma. En seguida los tres señores se fueron abajo, y poco después enviaron a decir que Jim Hawkins hacía falta en la cámara.

Los encontré sentados en torno de la mesa; tenían ante ellos una botella de vino español y pasas, y el doctor fumaba de prisa con la peluca sobre las rodillas, señal en él de agitación. La ventana de popa estaba abierta, pues era una noche calurosa y se veía cabrillear la luna en la estela que dejaba el barco.

-Vamos, Hawkins -dijo el Squire-; tú tienes algo que decir. Habla.

Hice lo que se me pedía, y en tan pocas palabras como pude relaté toda la conversación de Silver. Nadie me interrumpió hasta que acabé; los tres permanecieron inmóviles y tuvieron los ojos fijos en mí desde el principio hasta el fin.

-Jim -dijo el doctor Livesey-, siéntate.

Me hicieron sentar a la mesa junto a ellos; me escanciaron un vaso de vino y me llenaron las manos de pasas; y uno tras otro, y cada uno haciéndome una reverencia, bebieron a mi salud y me mostraron su agradecimiento por mi suerte y por mi valentía.

-Y ahora, capitán -dijo el Squire-, usted tenía razón y yo estaba equivocado. Confieso que soy un asno, y espero sus órdenes.

-No más asno que yo, señor mío -contestó el capitán-. Nunca he oído de una tripulación que fuera a amotinarse y que no diera antes señales de ello de modo que cualquiera que tuviese ojos en la cara pudiese ver el mal y tomar sus medidas. Pero esa tripulación -añadió- ha podido conmigo.

-Capitán -dijo el doctor-, con permiso de usted, eso es obra de Silver, un hombre notable.

-Parecería notabilísimamente bien colgado de una verga -contestó el capitán-. Pero todo esto es conversación; esto no conduce a nada. Yo veo dos o tres puntos, y, con la venia de míster Trelawney, voy a exponerlos.

-Usted, señor mío, es el capitán. A usted le toca hablar -dijo míster Trelawney con un gesto magnánimo.

-Primer punto: tenemos que seguir adelante, porque no podemos volver grupas. Si diese la orden de volvernos se rebelarían en el acto. Segundo punto: tenemos tiempo por delante; al menos, hasta que se encuentre ese tesoro. Tercer punto: hay marineros fieles. Ahora bien; más pronto o más tarde tenemos que venir a las manos, y lo que yo propongo es coger la ocasión por los pelos, como suele decirse, y empezar a golpes un buen día, cuando ellos menos se lo esperen. ¿Podemos contar, por supuesto, con sus servidores, míster Trelawney?

-Como conmigo mismo.

-Tres -dijo el capitán, echando cuentas-, que con nosotros hacen siete, contando aquí a Hawkins.

-¿Y qué hay de los marineros fieles?

-Probablemente los que buscó el propio Trelawney -dijo el doctor-; los que contrató antes de dar con Silver.

-No -contestó el Squire-, Hands fue uno de los míos.

-Yo creía que podía confiar en Hands -declaró el capitán.

-¡Y pensar que todos son ingleses! -exclamó el Squire-. ¡Ganas me dan de hacer volar el barco!

-Bien, señores -dijo el capitán-; lo mejor que puedo decir no es gran cosa. Tenemos que mantenernos a la capa y estar con atención. Ya sé que es cosa difícil de aguantar. Sería más agradable romper el fuego. Pero no hay otro remedio hasta que sepamos con quiénes podemos contar. A la capa, y a esperar el viento: esa es mi opinión.

-Aquí, Jim -dijo el doctor-, puede ayudarnos más que nadie. Los marineros no desconfían de él, y Jim es un muchacho observador.

-Hawkins, tengo en ti una fe sin límites -añadía el Squire.

Empecé a sentirme ante esto un tanto anonadado, pues no me conceptuaba con valor para nada; y, sin embargo, por una rara serie de circunstancias, fue, en verdad, por mí por donde vino la salvación de todos. Entretanto, y dijérase lo que se dijera, sólo había siete entre todos los veintiséis en los que sabíamos que se podía fiar; de esos siete uno era un mozalbete, de modo que los hombres talludos de nuestro partido eran seis, contra los diecinueve del contrario.





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