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ArribaAbajoParte V

Mi aventura marítima



ArribaAbajo- XXII -

Cómo la empecé


Los amotinados no volvieron más; ni siquiera se disparó un solo tiro desde el bosque. Se habían «llevado bastante ración para aquel día», como dijo el capitán, y nos quedamos dueños de nuestro campo y con la tranquilidad necesaria para atender a los heridos y preparar la comida. El Squire y yo cocinamos en la parte de afuera, a pesar del peligro; pero ni aun allí nos dábamos cuenta de lo que hacíamos, horrorizados por los alaridos, que llegaban hasta nosotros, de los pacientes que curaba el doctor.

De los ocho que habían caído en la acción, sólo tres respiraban aún: aquel de los piratas que había recibido el tiro de la aspillera, Hunter y el capitán Smollet; y de ellos, los dos primeros podían darse por muertos. El amotinado, en efecto, murió mientras le operaban, y Hunter, aunque hicimos cuanto se pudo, no volvió a recobrar el conocimiento en este mundo. Aún vivió todo el día, respirando ruidosamente, como el viejo bucanero de casa con el ataque de apoplejía; pero tenía aplastados los huesos del pecho por el golpe y se había roto el cráneo al caer, y durante la noche, sin dar señal de ella, subió al seno de su Hacedor.

En cuanto al capitán, las heridas eran verdaderamente tremendas, pero no peligrosas. Ningún órgano había sufrido daño mortal. La bala de Anderson -porque fue Job el que le disparó primero- le había roto la paletilla y había tocado el pulmón, aunque no gravemente; la segunda sólo le había desgarrado algunos músculos de la pantorrilla. Era seguro que se curaría -dijo el doctor-; pero entretanto, y en algunas semanas, no debía andar ni mover el brazo, ni hablar siquiera, si podía evitarlo.

Mi cortadura casual en los nudillos no era más que una picadura de pulga. El doctor Livesey me puso un emplasto y me dio además un sopapo de propina.

Después de comer, el Squire y el doctor se sentaron un rato al lado del capitán para celebrar consejo, y después que hablaron de lo que les vino en gana, y siendo un poco más de mediodía, el doctor tomó el sombrero y las pistolas, se ciñó un machete a la cintura y, con un mosquete al hombro, cruzó la empalizada por el lado del Norte y se echó a andar apresuradamente por entre los árboles.

Gray y yo estábamos sentados en el extremo del fortín, discretamente, para no oír deliberar a nuestros jefes, y Gray se quitó la pipa de la boca y se olvidó de volver a chuparla, tan pasmado le dejó aquella ocurrencia.

-¿Qué es eso? ¿Qué diablos pasa? -exclamó-. ¡Se ha vuelto loco el doctor Livesey!

-No lo creo así -dije-. Se me figura que de toda esta tripulación no hay ninguno más en su sano juicio.

-Bien, compañero, pues si él no está loco, no te digo más que esto: que debo estarlo yo.

-Se me figura -contesté- que el doctor debe de tener su idea; y si no me equivoco, va ahora a ver a Ben Gunn.

Y tenía yo razón, como se verá después; pero entretanto, como en la casa hacía un calor sofocante y la estrecha faja de arena, dentro de la empalizada, ardía bajo el sol del mediodía, empezó a bullir otro pensamiento en mi cabeza, el cual no era, ni mucho menos, tan razonable. Lo que me empezó a hurgar allí dentro era una gran envidia del doctor, caminando en la fresca umbría de los bosques, con los pájaros revoloteando alrededor, entre el deleitoso olor de los pinos, mientras yo me achicharraba sentado, con las ropas pegadas a la resina caliente y con tanta sangre y tantos lastimeros cadáveres en torno mío, que sentía una repulsión por aquel sitio mucho más intensa que el miedo.

Todo el tiempo que estuve lavando el fortín y después fregando los cacharros de la comida, aquella repugnancia y aquel anhelo fueron haciéndose más fuertes, hasta que por fin, hallándome al lado de un saco de pan y como nadie me viera, di el primer paso para mi evasión, y me llené los bolsillos de galleta.

Era un insensato, se dirá con razón, e iba a hacer una insensatez y una temeridad; pero estaba decidido a hacerlo, tomando todas las precauciones posibles. Esas galletas, si algo me ocurría, me preservarían del hambre, por lo menos hasta muy avanzado el siguiente día.

Después me apoderé de un par de pistolas, y como ya tenía balas y un cuerno de pólvora, me juzgué bien pertrechado de armas.

En cuanto al proyecto que tenía en el magín, no era en sí mismo del todo malo. Iba a bajar a la punta arenosa que separa por el Este el fondeadero del mar abierto, buscar la roca blanca que había percibido la noche antes y averiguar si era allí donde Ben Gunn había escondido su bote, cosa que, según sigo creyendo, valía la pena de hacerse. Pero como estaba seguro de que no se me permitiría salir del cercado, no me quedaba otro recurso que despedirme a la francesa y deslizarme fuera cuando nadie me observase; y era una manera tan vituperable de hacerlo, que bastaba para trocar en malo todo el plan mismo. Pero yo no era más que un chiquillo, y había tomado mi decisión.

Así, pues, las cosas se arreglaron de modo que encontré una admirable ocasión. El Squire y Gray estaban muy ocupados en ayudar al capitán a ponerse sus vendajes; la costa estaba libre, y de una carrera salvé la estacada y me metí entre lo más espeso del arbolado; y antes de que se notase mi ausencia ya estaba fuera del alcance de mis compañeros.

Era esta mi segunda locura mucho peor que la primera, pues sólo dejaba dos hombres útiles para guardar la casa; pero, como la anterior, fue un medio para que todos pudiéramos salvarnos.

Marché en derechura hacia la costa oriental de la isla, porque había resuelto bajar por el lado del mar de la punta de arena, para evitar todo riesgo de ser visto desde el fondeadero. Ya estaba muy avanzada la tarde, aunque con sol y calurosa. Y a medida que iba siguiendo mi camino por entre los árboles ingentes, podía oír a lo lejos, delante de mí, no sólo el continuo tronar de las rompientes, sino también un cierto agitarse del follaje y crujir de las ramas, que me indicaba que la brisa del mar se había levantado más fuerte que de ordinario. Pronto llegaron hasta mí bocanadas de aire fresco, y a pocos pasos más allá salí a la orilla abierta de la arboleda y vi el mar todo azul y resplandeciente de sol hasta el horizonte, y el oleaje dando tumbos y lanzando su espuma a lo largo de la playa.

Nunca llegué a ver tranquilo el mar en torno a la Isla del Tesoro. Podía el sol llamear sobre nuestras cabezas, no moverse un soplo de aire, estar la superficie tersa y azul; pero las grandes olas arrolladoras seguían rodando a lo largo de la costa día y noche con formidable estruendo, y no creo que hubiera un solo lugar en la isla adonde ese ruido no llegase.

Seguí adelante, bordeando la marejada, con gran contento, hasta que, juzgando que ya había avanzado bastante hacia el Sur, me arrastré cautelosamente, guarecido por unos espesos matorrales, hasta subir al lomo de la punta de arena.

Tenía tras de mí el mar; enfrente, el fondeadero. La brisa marina, como si se hubiera agotado antes por su propia e inusitada violencia, había cesado ya; y en su lugar se habían levantado vientecillos variables y ligeros, del Sur y Sureste, que arrastraban grandes bancos de niebla, y el fondeadero, al socaire de la Isla del Esqueleto, permanecía tranquilo y aplomado, como cuando por primera vez entramos en él. La Hispaniola se reflejaba nítidamente en la tersura de aquel espejo, desde la perilla del tope a la línea de flotación, con la bandera negra colgando del pico del cangrejo.

A un costado estaba una de las canoas, con Silver en el tabloncillo de popa -a éste siempre me era fácil reconocerlo-, y en la goleta dos hombres reclinados sobre el antepecho de la toldilla, uno de ellos con un gorro rojo; el mismo forajido que algunas horas antes había visto a horcajadas sobre la empalizada. Al parecer charlaban y reían, aunque a tal distancia -más de una milla- no podía, por supuesto, oír palabra de lo que decían. De pronto estalló allí la más horrible y espeluznante gritería, y aunque al principio me sobresaltó mucho, pronto recordé la voz del Capitán Flint, y hasta me pareció que distinguía al loro, por su brillante plumaje, posado en el puño de su dueño.

Poco después se destacó la canoa y bogó hacia la costa, y el hombre del gorro rojo y su compañero se fueron abajo por la caseta de la cámara.

Entonces el sol se había ya ocultado detrás de El Catalejo, y como la niebla se iba amontonando rápidamente, empezó a obscurecer a toda prisa. Vi que no tenía tiempo que perder si había de encontrar el bote aquella tarde.

La roca blanca, que se distinguía muy bien por encima de los matorrales, estaba todavía a un octavo de milla más abajo, en el arenal; y me llevó un buen rato llegar hasta ella, deslizándome, algunas veces a gatas, por entre la maleza. Casi se había echado la noche encima, cuando llegué a apoyar la mano en su áspera superficie. Junto a ella había una pequeñísima hondonada de verde césped, oculta por montones de arena y por espesos arbustos, que por allí crecían en abundancia, y en el fondo de la barranca apareció a mi vista una diminuta tienda de piel de cabra, como las que los gitanos llevan en sus viajes en Inglaterra.

Descendí a la hondonada, levanté la falda de la tienda, y allí estaba el bote de Ben Gunn..., de confección casera, si algo ha habido que mereciera llamarse así: un armazón de palos, tosco y torcido, cubierto de pieles de cabra con el pelo hacia dentro. La cosa era excesivamente pequeña, aun para mí, y no concibo cómo podía haber sostenido a flote a un hombre hecho y derecho. Tenía una bancada puesta lo más baja posible, una especie de codaste en la popa y un canalete o remo de doble pala para ponerlo en marcha.

En aquel tiempo aún no había yo visto un coraclo14 tal como los hacían los antiguos bretones; pero he visto después uno, y no puedo dar más justa idea del bote de Ben Gunn sino diciendo que era como el primer coraclo, y el peor, construido por las manos del hombre. Pero, al menos, poseía la ventaja más saliente del coraclo, pues era sumamente liviano y fácil de transportar.

Y ahora, que ya había encontrado el bote, se creería que debía darme por satisfecho, por esta vez, en punto a travesuras; pero entretanto me había venido otra idea al magín, con la que me había encariñado tan tozudamente, que creo que hubiera sido capaz de realizarla aun en las propias barbas del capitán Smollet. La idea era deslizarme, protegido por la obscuridad de la noche, cortar la amarra de la Hispaniola y dejarla a la deriva para que fuera a encallar donde lo tuviera a bien. Tenía yo por resuelto que los rebeldes, después de su derrota de la mañana, no tenían otro pensamiento que levar ancla y hacerse a la mar, y juzgué que sería cosa grande el impedirlo. Y ahora que había visto cómo habían dejado a los guardianes del buque desprovistos de bote, creí que podía hacerse con escaso riesgo.

Me senté a esperar la obscuridad, y me di un buen atracón de galleta. En mil noches no se encontraría otra mejor para mi propósito. La niebla había invadido ya todo el cielo. Cuando los últimos fulgores del día se amortiguaron y desaparecieron, una negrura absoluta cayó sobre la Isla del Tesoro. Y cuando, por fin, me eché el coraclo al hombro y salí, a tientas y dando tropezones, de la hoya donde había cenado, sólo había dos puntos visibles en todo el fondeadero.

Uno era la gran fogata en tierra, en torno de la cual los piratas derrotados estaban de zambra y jaleo en la ciénaga; el otro, un mero borrón luminoso en la obscuridad, indicaba la posición del buque anclado. La Hispaniola había ido dando la vuelta con la marea -la proa apuntaba ahora hacia mí-; las luces que había a bordo estaban en la cámara, y lo que yo veía era tan sólo un reflejo sobre la niebla de la intensa claridad que salía de la ventana de popa. Hacía ya un rato que había empezado el reflujo, y tuve que atravesar una ancha faja de arena cenagosa, donde me hundí varias veces hasta cerca de las rodillas, para llegar al borde del agua, que se retiraba; y vadeando un corto trecho más adentro conseguí, no sin esfuerzo y con no poca maña, poner mi coraclo quilla hacia abajo, sobre la superficie del mar.




ArribaAbajo- XXIII -

El reflujo


El coraclo -y bien pude saberlo antes de acabar con él- era un bote muy seguro para uno de mi estatura y peso, a la vez boyante y muy marinero entre las olas; pero el artefacto más indócil y voluntarioso para manejarlo. Hiciera uno lo que hiciere, siempre andaba más de costado que de frente, y el dar vueltas sobre sí mismo era la maniobra que le cuadraba mejor. Hasta el propio Ben Gunn confesó después que era «rara de manejar hasta que uno conocía sus querencias».

Ciertamente que no conocía yo sus querencias. Se volvía en todas direcciones menos en la que debía seguir; la mayor parte del tiempo estábamos atravesados, y estoy seguro de que nunca hubiera llegado al barco a no ser por el reflujo. Por fortuna, y de cualquier modo que remase, la resaca seguía llevándome mar adentro; y allí, en mitad de mi camino, estaba la Hispaniola como un blanco muy difícil de errar.

Al principio aparecía ante mí como una mancha de algo aún más negro que la obscuridad misma; después las vergas y el casco empezaron a delinearse, y en seguida -pues cuanto más adentro más rápida era la corriente del reflujo- me encontré al lado de su amarra y me así a ella.

El cable estaba tan templado como la cuerda de un arco: con tal fuerza tiraba el barco de su ancla. Todo alrededor del casco la ondulosa corriente burbujeaba y murmuraba en la obscuridad como un arroyuelo en el monte. Un solo tajo con mi navaja marinera, y la Hispaniola se iría dando vueltas arrastrada por la marea.

Hasta aquí, muy bien; pero recordé al punto que una amarra tirante, cortada de pronto, es cosa de tanto peligro como un caballo coceador. Si llego a cometer el disparate de separar así la Hispaniola de su ancla, lo más probable sería que el coraclo y yo hubiéramos salido del agua lanzados por los aires. Esto me dejó parado, y a no serme otra vez la suerte especialmente propicia, hubiera tenido que renunciar a mi designio. Pero los vientos ligeros que habían empezado a soplar del Suroeste y del Sur rodaron después de anochecer hacia el Suroeste. Y mientras yo meditaba, llegó una bocanada de aire, cogió a la Hispaniola y la empujó contra la corriente, y con intenso gozo sentí aflojarse la amarra, y la mano con que la tenía asida se sumergió un instante en el agua.

Esto me hizo decidirme; saqué la navaja, la abrí con los dientes y fui cortando un ramal del cable tras otro, hasta que el buque sólo quedó sujeto por dos. Me estuve luego quieto, esperando para cortarlos a que la tensión cediese otra vez por un soplo de viento.

Durante todo este tiempo había estado oyendo el rumor de fuertes voces en la cámara; pero, a decir verdad, mis pensamientos estaban tan ocupados en otras cosas, que apenas había hecho caso. Pero ahora, sin tener otra cosa que hacer, empecé a prestar mayor atención.

Una de las voces era la del timonel, Israel Hands, el que había sido, en otros tiempos, artillero de Flint. La otra era, por supuesto, la de mi amigo el del gorro de dormir rojo. Se colegía que ambos habían bebido con exceso y que aún seguían bebiendo; pues mientras yo escuchaba, uno de ellos, lanzando un grito de borracho, abrió la ventana de popa y tiró al agua una cosa, que era, sin duda, una botella vacía. Pero no sólo estaban achispados; era evidente que estaban también enojadísimos y coléricos. Se oían granizadas de juramentos, y de vez en cuando llegaban hasta mí tales explosiones de cólera, que creí que iban a terminar en golpes. Pero el altercado pasaba, las voces seguían refunfuñando un rato, cada vez más bajo, hasta que la explosión se repetía y, a su vez, volvía a extinguirse sin mayor daño.

En tierra, podía ver el resplandor de la gran fogata del campamento, ardiendo con ímpetu, a través de los árboles de la costa. Alguien estaba cantando una vieja canción marinera, cansada y monótona como un zumbido de moscardón, con una caída y un trémolo al final de cada verso, y que, al parecer, no se acababa nunca, mientras no se agotase la paciencia del cantor. La había oído más de una vez durante la travesía, y recordaba estas palabras:


... Y sólo uno vivo, los demás han muerto
de setenta que eran al zarpar del puerto.

Y yo pensé que aquella tan doliente cantilena era más que apropiada para unas gentes que habían sufrido por la mañana pérdidas tan crueles. Pero en verdad, por lo que pude ver, todos aquellos bucaneros eran tan insensibles y duros como el mar por el que navegaban.

Al fin llegó la brisa; la goleta giró un poco y se fue acercando en la obscuridad; sentí de nuevo que se aflojaba la amarra y, con un brioso esfuerzo, corté las últimas fibras.

La brisa ejercía poco efecto sobre el coraclo, y casi instantáneamente fui arrastrado contra la proa de la Hispaniola. Al mismo tiempo la goleta empezó a dar la vuelta, girando lentamente sobre sí misma, a través de la corriente.

Tuve que trabajar como una fiera, pues a cada momento temía irme a pique; y como vi que no podía zafar al coraclo alejándolo directamente del barco, traté luego de empujarlo en derechura a la popa. Al fin me vi libre de mi peligroso vecino; y en el momento en que daba el último empujón, tropezaron mis manos con una delgada cuerda que iba a la rastra colgando del antepecho de la toldilla. Instantáneamente me agarré a ella.

Por qué lo hice no sé decirlo. Al principio, por mero impulso instintivo; pero una vez que la tenía en las manos y vi que estaba firme, la curiosidad empezó a sobreponerse a todo, y me decidí a echar una mirada por la ventana de la cámara. Comencé a cobrar mano sobre mano de la cuerda, y cuando juzgué que estaba bastante cerca, me levanté con imponderable peligro hasta la mitad de mi altura, y así pude ver el techo y algo del interior de la cámara.

En aquel momento la goleta y su diminuto convoy iban deslizándose con cierta ligereza por el agua, tanto, que ya habíamos llegado enfrente de la fogata del campamento. La goleta iba hablando, como los marinos dicen, muy alto, aplastando las innumerables ondulaciones con un ruido continuo de choques y salpicaduras, y hasta que pude alzar los ojos a la altura del alféizar de la ventana no llegué a explicarme cómo los guardianes no se habían alarmado. Un solo vistazo fue, sin embargo, suficiente; y sólo un vistazo me permití echar desde aquel inseguro esquife. Me dejó ver a los dos hombres abrazados en una lucha a muerte, cada uno de ellos con una mano en la garganta del otro.

Me dejé caer sobre la bancada, y muy a tiempo, pues estuve a punto de irme al agua. No pude ver otra cosa por entonces que aquellas dos caras enrojecidas y furiosas, vacilando de aquí para allá, bajo la lámpara humeante; y cerré los ojos para dejar que de nuevo se acostumbrasen a la obscuridad.

La cantinela interminable había terminado al fin, y toda la partida, harto mermada ya, en torno de la hoguera del campamento, había entonado el coro tantas veces oído por mí:


Quince hombres van en el Cofre del Muerto,
¡ay, ay, ay, la botella de ron!
La bebida y el diablo dieron con el resto,
¡ay, ay, ay, la botella de ron!

Estaba pensando qué atareados andaban la bebida y el diablo en aquel momento en la cámara de la Hispaniola, cuando me sorprendió un repentino vaivén del coraclo. Al mismo tiempo la goleta se inclinó mucho y giró rápidamente, y parecía cambiar su curso. La velocidad había aumentado entretanto de un modo extraño.

Abrí en seguida los ojos. Por todas partes a mi alrededor se alzaban olas diminutas y algo fosforescentes que reventaban con un ruido seco y crujiente.

La misma Hispaniola, a cuya zaga marchaba yo dando vueltas a unas varas de distancia, parecía vacilar en su curso, y vi sus vergas que oscilaban destacándose sobre la negrura de la noche; sí, cuando me fijé más, me convencí de que también la goleta se estaba volviendo hacia el Sur.

Eché una mirada hacia atrás, y el corazón me pegó un salto. Allí, detrás de mí, estaba el resplandor de la hoguera. La corriente había dado la vuelta en ángulo recto, arrastrando con ella a la alta goleta y al menguado coraclo bailarín; y cada vez más apresurada, burbujeando con más ruido, con murmullos más fuertes, iba haciendo remolinos, a través del estrecho, hacia el mar abierto.

De pronto, la goleta que iba por delante dio una violenta guiñada, desviándose quizá veinte grados, y casi al mismo tiempo se oyeron gritos a bordo; recios pasos subían por la escalera de la cámara; y comprendí que los dos borrachos habían sido interrumpidos en su pendencia y se habían dado cuenta del desastre.

Me agazapé en el fondo del malhadado esquife y encomendé devotamente mi alma a su Creador. Estaba seguro de que al salir del canal daríamos en alguna barra de furiosas rompientes, donde acabarían pronto todas mis cuitas, y aunque quizá hubiera podido esperar la muerte con serenidad, no podía mirar sin espanto aquel fin que me aguardaba.

Así debí permanecer horas enteras, continuamente arrojado de un lado para otro por las olas, calado a cada momento por las salpicaduras de agua y de espumas, y siempre esperando la muerte en la próxima zambullida. Poco a poco el cansancio me fue rindiendo; un entorpecimiento, un pasajero sopor invadía mi mente, aun en lo más intenso de mis terrores, hasta que el sueño se apoderó de mí, y en el coraclo, zarandeado por el mar, soñé con mi tierra lejana y con el viejo «Almirante Benbow».




ArribaAbajo- XXIV -

La expedición del coraclo


Ya era muy de día cuando desperté, y me encontré dando tumbos en el extremo suroeste de la Isla del Tesoro. El sol estaba ya alto, pero se ocultaba todavía tras la masa de El Catalejo, el cual, por aquella parte, bajaba casi hasta el mar en formidables acantilados.

La Punta de la Bolina y el Monte Mesana estaban a mi derecha; el monte, pelado y sombrío; el cabo, cortado por acantilados de cuarenta a cincuenta pies de altura y flanqueado por grandes masas de rocas despeñadas. Yo estaba a un cuarto de milla escaso, mar adentro, y mi primera idea fue acercarme y desembarcar.

Mas no tardé en abandonarla. Entre las rocas derrumbadas rompían las olas con estruendosos bramidos, lanzando por el aire penachos de agua y de espumas; el retumbante fragor y el alzarse y caer de los gigantescos surtidores se sucedía de segundo en segundo y me vi a mí mismo, si me aventuraba más cerca, destrozado a golpes sobre la bravía costa, o agotando en vano mis fuerzas para escalar los agrios peñascales. Y no era eso todo, sino que vi agrupados en las mesetas de roca, o dejándose caer al mar con golpes atronadores, unos monstruos viscosos -limacos, se diría, de increíble corpulencia-, que, en número de cuatro o cinco docenas, hacían resonar las peñas con sus aullidos. Después he sabido que eran leones marinos, es decir, focas inofensivas. Pero su aspecto, unido a lo inhospitalario de la costa y al ímpetu del oleaje, fue más que suficiente para quitarme toda apetencia de desembarcar allí. Prefería morir de hambre en el mar a afrontar tales peligros.

Pero aún quedaban, contra lo que yo suponía, otras puertas abiertas a la esperanza. Al norte de la Punta de la Bolina la costa seguía un gran trecho en línea recta, dejando, en la marea baja, una anchurosa playa de arena amarilla. Y aún más al Norte se adelantaba otro cabo -señalado en el mapa como Cabo de los Bosques-, cubierto de altísimos y verdes pinos que llegaban hasta el borde del mar.

Recordé lo que había dicho Silver acerca de la corriente que iba hacia el Norte a lo largo de la costa occidental de la Isla del Tesoro; y como vi, por mi posición, que estaba ya bajo su influencia, preferí dejar la Punta de la Bolina a mi espalda y reservar todas mis fuerzas para un intento de desembarco en el al parecer más hospitalario Cabo de los Bosques.

Había una grande y suave ondulación en el mar. El viento soplaba constante y sin violencia del Sur; no había oposición entre él y la marcha de la corriente, y las olas caían y se levantaban sin llegar a romper.

De no ser así hubiera yo perecido mucho antes; pero tal como el mar estaba era asombrosa la presteza y la seguridad con que mi esquife, tan chico y ligero, podía cabalgar sobre las olas. Echado como iba yo en el fondo, y sin asomar más que un ojo por encima de la borda, veía a cada momento alzarse y venir sobre mí una enorme cumbre azul; mas el coraclo no hacía sino dar un pequeño brinco, danzar como sobre muelles y descender por el otro lado en la hondonada, raudo como un pájaro.

Poco a poco me fui envalentonando y llegué a sentarme para probar mi habilidad con las palas. Pero la más mínima alteración en el reparto del peso producía violentos cambios en la manera de conducirse el coraclo. Apenas me había movido, cuando el bote, abandonando el suave compás de baile, se precipitó recto por una pendiente tan inclinada, que me dio vértigo, y fue a hundir la nariz, con un gran chapuzón, en el flanco de la ola que venía detrás.

Me quedé empapado y despavorido, y volví al instante a mi anterior posición, con lo cual el coraclo pareció recuperar el juicio y volvió a llevarme blandamente por entre las grandes ondas. Era evidente que había que dejarlo a sus anchas, y, a ese paso, y puesto que no podía en modo alguno influir en su ruta, ¿qué esperanza me quedaba de llegar a tierra?

Me entró un espantoso miedo, pero, a pesar de eso, no perdí la cabeza. Primero, moviéndome con todo cuidado, achiqué poco a poco la embarcación con mi gorra marinera; después, volviendo a asomar un ojo por encima de la borda, me puse a estudiar de qué manera se las manejaba para deslizarse tan tranquilamente entre las olas.

Observé que cada ola, en vez de ser una gran montaña lisa y lustrosa, como parece desde la costa o desde la cubierta de un barco, se asemejaba mucho a una sierra de montes en tierra firme, llena de picos y partes llanas y valles. El coraclo, dejado a sí mismo, girando de un lado para otro, iba serpenteando, por decirlo así, su camino por esos sitios más bajos, y esquivaba las cuestas abruptas y los picachos más altos y vacilantes de la ola.

-Pues ahora -me dije- se ve claro que tengo que seguir tumbado como estoy; pero también se ve que puedo sacar la pala por encima del costado, en los sitios llanos, y dar al bote un empujón o un par de ellos hacia la costa.

Y pensado y hecho. Continué tendido sobre los codos, en la más incómoda postura, y de cuando en cuando daba una débil remada para guiar al bote hacia tierra.

Era una tarea cansadísima y lenta, pero observé que ganaba terreno, y cuando nos fuimos aproximando al Cabo de los Bosques, aunque vi que infaliblemente pasaríamos de largo aquella punta, había, sin embargo, logrado ganar algunos centenares de varas hacia el Oriente. La verdad es que estaba muy cerca. Podía ya ver las frescas y verdes copas de los árboles meciéndose a compás de la brisa; y estaba seguro que podría alcanzar, sin falta, el siguiente promontorio.

Y la cosa urgía, pues empezaba a atormentarme la sed. Entre el sol, que me abrasaba desde arriba, el resplandor de sus infinitos reflejos sobre las olas y el agua del mar, que caía y se secaba sobre mí, dejándome costras de sal en los labios, me habían producido dolor de cabeza y un ardiente resecamiento en la garganta. La vista de los árboles, tan cercanos, había aguzado mi sed hasta el punto de sentir vértigos; pero la corriente me hizo dejar atrás el promontorio; y cuando una vez pasado éste se descubrió ante mí otra gran extensión de mar, el espectáculo que contemplé cambió por completo el rumbo de mis pensamientos.

Enfrente de mí, a menos de media milla, vi a la Hispaniola navegando a velas desplegadas. No hay que decir que ni por un momento dudé de que iba a ser apresado; pero tan acongojado me tenía la falta de agua, que apenas sabía si era cosa de sentirlo o de alegrarme; y antes de que hubiera podido decidir el problema, la sorpresa me había embargado de tal modo, que no pude hacer sino mirar y asombrarme.

La Hispaniola navegaba con la vela mayor y dos foques, y la bella lona blanca resplandecía al sol cual si fuera de nieve o plata. Cuando apareció ante mí, todas sus velas tomaban viento, se dirigía hacía el Noroeste y me figuré que los que estaban a bordo se proponían dar la vuelta a la isla para regresar al fondeadero. Después empezó a virar más y más hacia el Oeste, y entonces pensé que me habían visto y que iban a darme caza. Al fin, sin embargo, se atravesó al viento y se quedó allí un rato, sin poder moverse, con todas sus velas palpitando.

-¿Torpes! -me dije-. Deben de estar todavía borrachos como cubas.

Y me imaginé cómo el capitán Smollet les hubiera hecho andar derechos.

Entretanto, la goleta fue virando, volvió a tomar viento y empezó a correr otra bordada; navegó con rapidez durante un minuto y volvió a quedar inmóvil de nuevo, atravesada al viento. Una y otra vez se repitió esto mismo. De aquí para allá, arriba y abajo, del Norte al Sur y de Este a Oeste, navegó la Hispaniola en sus arrancadas y embestidas, y cada nueva escapada acababa como había empezado, con velas lacias y colgantes. Era evidente que la goleta no llevaba dirección. ¿Dónde estaban los dos hombres? Pensé que o estaban borrachos perdidos o la habían abandonado, y que si yo lograba subir a bordo acaso pudiera devolvérsela a su capitán.

La corriente se llevaba al coraclo y a la goleta, con la misma velocidad, hacia el Sur. En cuanto a la última, navegaba de manera tan loca e intermitente y en cada parada se quedaba tanto tiempo inmóvil, que no sacaba ventaja alguna, si es que no la perdía. Si me atreviese a sentarme y a remar estaba seguro de que la alcanzaría. El proyecto tenía un sabor de aventura que me seducía, y el pensar en el tanque del agua, junto a la escala de proa, duplicaba mi valor naciente.

Me incorporé, y fui recibido, casi en el mismo instante, por una ducha de espuma; pero esta vez me mantuve firme y me puse a remar, con toda mi fuerza y gran precaución, en pos de la errática Hispaniola. A poco embarqué un golpe de mar tan fuerte, que tuve que detenerme y achicar el bote, con el corazón revoloteándome dentro del pecho como un pájaro; pero gradualmente me fui adiestrando y guié el coraclo entre las olas sin más contratiempo que algún golpazo del agua en la proa y las consiguientes duchas de espuma sobre mi cara.

Ya me iba acercando rápidamente a la goleta; ya veía relucir los cobres en la caña del timón, según giraba de uno a otro lado, y, sin embargo, no aparecía un alma sobre la cubierta. Había que creer que la habían abandonado. De no ser así, los marineros estaban borrachos en la cámara, donde acaso pudiera molerlos a golpes y hacer con el barco lo que se me antojara.

Durante cierto rato la goleta había estado haciendo lo que era peor para mí: estarse parada. Iba aproada casi al Sur, dando, por supuesto, continuas guiñadas. Cada vez que se desviaba, las velas volvían a coger viento, y otra vez la colocaban en la misma posición. He dicho que esto era lo peor que para mí podía ocurrir, porque inmóvil como parecía entonces, con la lona flameando con golpes como cañonazos y las garruchas rodando y dando bandazos sobre la cubierta, el barco seguía alejándose de mí no sólo con la velocidad de la corriente, sino con el impulso que recibía del viento, y que, naturalmente, era muy grande.

Pero al cabo la suerte se tornó propicia. La brisa amainó durante unos segundos y la corriente empezó a dar vuelta a la Hispaniola, la cual fue girando lentamente sobre sí misma y acabó por presentarme la popa con la ventana de la cámara todavía abierta de par en par y la lámpara aún ardiendo sobre la mesa a la luz del día. La vela mayor colgaba inerte como una bandera. El barco no tenía otro movimiento que el de la corriente.

Hacía ya un rato que había estado perdiendo terreno, pero ahora, redoblando mis esfuerzos, empecé una vez más a dar alcance a la caza.

No distaba ya más de cien varas cuando el viento volvió de golpe, las velas cogieron la brisa por la amura de babor y la goleta empezó a correr otra bordada, inclinada y cortando las olas como una golondrina.

Mi primer impulso fue de desesperación; pero el segundo, de intenso gozo. El barco venía dando la vuelta hasta presentar el costado; volvía y ya había cubierto la mitad, y después dos tercios, y después tres cuartos de la distancia que nos separaba. Veía el blanco hervor de las olas bajo su roda. Me parecía de inmensa altura, visto desde la baja posición del coraclo.

Y de pronto empecé a darme cuenta del peligro. No tuve tiempo para pensar; casi me faltó para obrar y salvarme. Estaba en el lomo de una ondulación cuando llegó la goleta inclinada sobre la inmediata. El bauprés estaba sobre mi cabeza. Me puse en pie y di un salto, hundiendo el coraclo bajo el agua. Me agarré con una mano al botalón del foque y afirmé un pie entre el estay y la braza; y cuando aún estaba allí, sosteniéndome, jadeante, un golpe sordo me advirtió que la goleta había pasado por ojo al coraclo y que me había quedado en la Hispaniola sin retirada posible.




ArribaAbajo- XXV -

Cómo llegué a arriar la bandera negra


Apenas había logrado encaramarme sobre el bauprés, cuando el petifoque dio un aletazo y tomó viento en otra bordada, con un estampido como el de un cañón. La goleta se estremeció hasta la quilla bajo el violento y repentino esfuerzo; pero en un instante, aunque las otras velas seguían trabajando, el petifoque, con otro aletazo, volvió a quedar colgado y flameando. Poco me había faltado para ir al agua; y ahora me apresuré a gatear por el bauprés y me precipité de cabeza por la cubierta.

Estaba en el lado de sotavento del alcázar, y la vela mayor, que aún seguía turgente, me ocultaba una parte de la cubierta. No se veía un alma. En el entarimado, que había dejado de baldearse desde la sublevación, se veían las huellas de muchos pies; y una botella vacía, rota por el cuello, rodaba de un lado a otro, como una cosa viva, entre los imbornales.

La Hispaniola orzó de repente. Los foques, detrás de mí, restallaron ruidosamente; el timón dio un bandazo; todo el barco se inclinó con una sacudida mareante, y, al mismo tiempo, la botavara dio la vuelta hacia el otro costado, chirriando la escota entre las garruchas, y me dejó ver el lado de barlovento de la cubierta.

Allí estaban, en efecto, los dos vigilantes: el del gorro rojo, tumbado de espaldas, tieso como un palo, con los brazos extendidos como los de un crucificado y enseñando los dientes a través de los labios entreabiertos; Israel Hands, sentado y caído contra la amurada, la barbilla hundida en el pecho, las manos abiertas apoyadas en la cubierta y la cara, a través de la piel curtida, tan blanca como una vela de cera.

El barco siguió un rato dando saltos y guiñadas como un caballo resabiado, tomando viento las velas, ya en una bordada, ya en otra, y la botadura girando de un costado para otro, hasta hacer crujir el palo con el esfuerzo. De cuando en cuando saltaba una lluvia de agua y espuma por encima de la amura, y la proa daba fuertes golpetazos contra la marejada; la mar resultaba mucho más fuerte y severa para este gran barco, de alto aparejo, que para mi coraclo casero, derrengado y torcido, que ya estaba en el fondo del mar.

A cada salto de la goleta el del gorro rojo resbalaba de un lado para otro, pero sin que a pesar de tan rudo zarandeo -y esto es lo que producía una impresión macabra-, se alterase su actitud ni la persistente mueca que le hacía enseñar los dientes. También a cada salto Hands parecía hundirse más en sí mismo y se iba desplomando sobre la cubierta, escurriéndosele los pies cada vez más lejos, y todo su cuerpo se torcía hacia proa, de suerte que se me iba ocultando poco a poco su cara y, al fin, no llegué a ver más que una oreja y el bucle despeluzado de una patilla.

Al propio tiempo observé, en torno de ambos, manchones obscuros de sangre sobre las tarimas, y empecé a convencerme de que habían muerto uno a manos de otro en el frenesí de la borrachera.

Mientras así miraba y discurría, y en un momento de calma en que el barco estaba tranquilo, Israel Hands se volvió un poco de un lado y, con un quejido ahogado y removiéndose lentamente, se volvió a colocar en la postura en que primero le vi. El quejido, que indicaba dolor y mortal desfallecimiento, y el modo como le colgaba la mandíbula me ablandaron el corazón. Pero cuando recordé la conversación que le había oído desde la barrica de manzanas toda piedad desapareció.

Fui hasta popa hasta llegar al palo mayor.

-He venido a bordo, míster Hands -le dije irónicamente.

Volvió los ojos hacia mí con esfuerzo; pero estaba demasiado desfallecido e insensible para mostrar su sorpresa. Lo más que pudo hacer fue articular una palabra: aguardiente.

Pensé que no había tiempo que perder, y, sorteando la embestida de la botadura, que una vez más giró de banda a banda barriendo la cubierta, me deslicé hacia popa y bajé las escaleras de la cámara.

Difícil es imaginar una escena de tal desorden. Todos los armarios y cajones habían sido forzados en busca del mapa. El piso estaba lleno de barro, donde los bellacos se habían sentado para beber y deliberar, después de haber chapoteado en los fangales que rodeaban el campamento. Los mamparos, todos pintados de blanco con cenefas doradas, estaban cubiertos de señales de manos sucias. Docenas de botellas vacías se entrechocaban en los rincones con el vaivén del barco. Uno de los libros de medicina del doctor estaba abierto sobre la mesa, con la mitad de las hojas arrancadas, supongo que para encender las pipas. En medio de todo esto, la lámpara aún esparcía un fulgor humoso, opaco y sombrío, como hollín.

Fui al pañol de los vinos: todos los barriles habían desaparecido, y un número sorprendente de botellas habían sido vaciadas y arrojadas fuera. Era indudable que, desde que empezó la sublevación, ni uno solo de ellos podía haber estado un momento sobrio. Rebuscando por allí, di con una botella, en la que aún quedaba aguardiente para Hands, y para mí descubrí galletas, frutas en conserva, un gran racimo de pasas y un pedazo de queso. Con todo ello volví a cubierta, puse mis propias provisiones detrás de la cabeza del timón y, esquivándome del alcance del contramaestre, fui a proa al tanque del agua y me bebí un trago largo y copioso, y entonces, y no hasta entonces, di a Hands el aguardiente.

Debió de haberse bebido casi medio cuartillo para cuando se quitó la botella de los labios.

-¡Ay! -dijo-. ¡Rayos! ¡La verdad es que lo estaba necesitando!

Yo estaba ya sentado en mi rincón y me había puesto a comer.

-¿Muy herido? -le pregunté.

Dio un gruñido, y aún diría mejor que aulló.

-Si aquel doctor estuviera a bordo -dijo- de dos paletadas me ponía derecho; pero no tengo ni pizca de suerte, ya ves, y eso es lo malo conmigo. En cuanto a este espantajo, está muerto y acabado, sí señor -añadió, señalando al del gorro rojo-. Ni era marinero ni era nada. ¿Y de dónde habrás tú podido venir?

-Pues mire usted -le dije-. He venido a bordo a tomar posesión de este barco, míster Hands, y va usted a tener la bondad de considerarme como su capitán hasta nuevas órdenes.

Me miró con aire avinagrado, pero nada me dijo. Había vuelto algo de color a sus mejillas aunque aún tenía aspecto cadavérico, y seguía deslizándose y hundiéndose a cada bandazo del barco.

-Y a propósito -continué-, no puedo tolerar esa bandera, míster Hands, y con su permiso la voy a arriar. Más vale no tener ninguna que tener ésa.

Y otra vez, sorteando la botavara, corrí adonde estaba la driza, arrié su maldito Jolly Roger y lo tiré al agua.

-¡Dios salve al Rey! -grité agitando la gorra-; y aquí ha dado fin el capitán Silver.

Él me miraba astutamente, sin quitarme ojo, siempre con la barbilla hundida en el pecho.

-Pienso yo -dijo al fin-, pienso yo, capitán Hawkins, que usted tendrá ahora como gana de ir a tierra. Supongamos que echásemos un párrafo.

-Sí, en verdad -le dije-, con toda mi alma, míster Hands. Hable usted.

Y proseguí mi yantar con muy buen apetito.

-Este hombre -empezó, señalando débilmente con la cabeza el cadáver; O'Brien se llamaba, un puerco irlandés-, este hombre y yo pusimos el trapo al barco con la mira de volver al fondeadero. Bueno; él está ya difunto, muerto como una rata, y quién va a ser el que navegue este barco no lo veo. Si yo no le digo lo que tiene que hacer, usted no es hombre para ello, por lo que a mí se me alcanza. Pues mire: usted me da de comer y de beber y un trapo viejo o pañuelo para atarme la herida y yo le diré cómo ha de manejar el barco; y toma y daca..., igual por las dos partes, a mi parecer.

-Voy a decirle a usted una cosa -le advertí-: No estoy dispuesto a volver al fondeadero del capitán Flint. Mi idea es llevar el barco a la Cala del Norte y vararlo allí tranquilamente.

-Así tendrá que ser -exclamó Hands-. Pues qué, no soy tan mostrenco, después de todo. Tengo ojos en la cara, ¿no es cierto? Yo he jugado mi puesta y la he perdido, y usted es el que me ha echado la zancadilla... ¿A la Cala del Norte? ¡Qué le voy a hacer si no me dan a elegir! Aunque fuera a la Dársena de las Ejecuciones le ayudaría a ir, ¡rayos!, y así lo haré.

A mi parecer había en esto algo de buen sentido. Cerramos allí mismo el trato. En tres minutos tenía yo a la Hispaniola navegando dócilmente con un buen viento a lo largo de la costa de la Isla del Tesoro, con esperanza de doblar la punta septentrional antes de mediodía y bajar luego hasta la Cala del Norte antes de la pleamar, momento en que podríamos embarrancarla sin daño y esperar luego a que el reflujo nos permitiera desembarcar.

Entonces até la caña del timón y bajé adonde estaba mi cofre, del que saqué un pañuelo de seda de mi madre, muy suave. Con él y con mi ayuda, Hands se vendó la gran cuchillada sangrienta que había recibido en el muslo, y después de haber comido un poco, y con otro par de tragos de aguardiente, empezó a revivir por momentos, se enderezó en su postura, habló más fuerte y más claro y parecía en todo un hombre nuevo.

La brisa nos ayudaba admirablemente. La goleta se deslizaba cortando el agua como un pájaro; la costa iba pasando rápida a nuestro lado y el paisaje cambiaba cada minuto. Pronto dejamos atrás las tierras altas y corríamos junto a un terreno bajo y arenoso, donde se veían algunos pinos enanos; y pronto se quedó aquello también atrás, y habíamos doblado la esquina del monte rocoso con que termina la isla por el Norte.

Me sentía muy ufano de mi flamante capitanía y encantado con la brillantez del sol y los variados aspectos de la costa. Tenía agua abundante y gustosos comistrajos; y la conciencia, que antes me remordía por mi escapada, se había aquietado con la gran conquista realizada por mí. Creo que nada hubiera faltado a mi contento a no ser por los ojos del contramaestre que me perseguían burlones por la cubierta y por la extraña sonrisa que no se borraba de su cara. Era una sonrisa en la que había, a la vez, algo de dolor y de desfallecimiento; la sonrisa macilenta de un viejo; pero había, además de eso, una punta de mofa, una sombra de felonía en su expresión, mientras arteramente me espiaba, y me espiaba sin quitarme ojo, en todos mis movimientos.




ArribaAbajo- XXVI -

Israel Hands


El viento, como si adivinase nuestros deseos, saltó después al Oeste; y con eso, podíamos correr con mucha más facilidad desde el extremo noroeste de la isla hasta la boca de la Cala del Norte. Pero como no había manera de que pudiésemos anclar, y no nos atrevíamos a embarrancar la goleta hasta que hubiera subido mucho más la marea, nos sobraba el tiempo y no sabíamos qué hacer con él. El contramaestre me dijo cómo fachear el barco; después de muchos fracasos logré el intento, y los dos nos sentamos silenciosos para despachar otra comida.

-Capitán -me dijo al cabo, con la misma sonrisa inquietante-, aquí está mi antiguo compañero O'Brien; supongamos que lo cogía usted y lo tiraba al agua. Yo no soy por regla general melindroso ni me culpo por haberla despachado, pero no lo considero decorativo. ¿Y usted?

-Ni tengo fuerzas bastantes ni me gusta la tarea, y por mí ahí se queda -le contesté.

-Es un barco de mala suerte este en que estamos, esta Hispaniola, Jim -prosiguió, haciendo un guiño-. Un rebaño de hombres han sido muertos en esta Hispaniola...; un montón de pobres marineros muertos y ya en el otro mundo desde que tú y yo embarcamos en Brístol. No, nunca vi suerte tan perra. Aquí estaba este O'Brien, y ahora... está muerto, ¿no es verdad? Pues bien, yo no soy hombre leído, y tú eres un mozo que sabe leer y entiende de pluma; y para decirlo en plata, ¿crees tú que un muerto está muerto para siempre o que vuelve a vivir otra vez?

-Usted puede matar el cuerpo, míster Hands, pero no el espíritu; ya debía usted saberlo -repliqué-. O'Brien está en otro mundo, y puede ser que nos esté mirando.

-¡Ah! -exclamó-. Pues es de lamentar...; resulta como si el matar a un sujeto no fuera más que perder el tiempo. De todos modos, los espíritus no cuentan por mucho, por lo que yo he visto. No me importaría habérmelas con los espíritus, Jim. Y ahora que hemos hablado en confianza, sería cosa de agradecer que bajases ahí, a la cámara, y me trajeras un..., bien, un..., ¡rayos!..., no puedo dar con el nombre; bueno, me traes una botella de vino, Jim, porque este aguardiente es demasiado fuerte para mi cabeza.

Ahora bien; la vacilación del contramaestre no parecía natural, y en cuanto a que prefiriese vino al aguardiente, no podía creerlo. Todo ello no era más que un pretexto: quería alejarme de la cubierta. Hasta ahí no había duda; pero con qué propósito no podía yo imaginarlo. Su mirada esquivaba siempre la mía; sus ojos miraban de un lado para otro; ahora hacia el cielo; luego, furtivamente, al cadáver de O'Brien. Seguía sonriéndose y sacando la lengua, con ademán tan embarazado y sospechoso, que un niño podía haber visto que estaba maquinando algún engaño. Yo tenía, sin embargo, la respuesta pronta, porque veía dónde estaba mi ventaja y que, con una persona tan lerda y obtusa, podía fácilmente ocultar mis sospechas hasta el fin.

-¿Vino? -le dije-. Mucho mejor. ¿Lo quiere usted blanco o tinto?

-Me parece, compañero, que viene a ser la misma cosa para mí. Con tal de que sea fuerte y de que esté abundante, ¿qué importa lo demás?

-Muy bien. Voy a traerle Oporto, míster Hands. Pero me va a costar trabajo desenterrarlo.

Diciendo esto, bajé por la escalera de la cámara, haciendo el mayor ruido posible; me quité los zapatos, fui calladamente por el pasaje, subí por la escala del rancho de proa y asomé la cabeza al nivel de la cubierta. Yo sabía que él no podía esperar que apareciese por allí; pero lo hice con toda la cautela posible; y en verdad que mis peores sospechas quedaron más que confirmadas.

Había abandonado su postrada actitud, levantándose sobre las manos y las rodillas; y aunque se notaba que al mover la pierna sentía, intenso dolor -pues le oí reprimir un quejido-, cruzó, sin embargo, la cubierta arrastrándose con vigor y ligereza. Llegó en un instante hasta la banda de babor y sacó de entre un rollo de cuerda un largo cuchillo, o mejor dicho, una daga corta manchada de sangre hasta la empuñadura. La examinó un momento adelantando el labio inferior, probó la punta en la palma de la mano, y después se apresuró a esconderla en el bolsillo interior de la chaqueta, y volvió a arrastrarse hasta el sitio que antes ocupaba contra la amurada. No necesitaba saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y si tanto empeño había puesto en verse libre de mi presencia, no cabía duda de que era yo la víctima predestinada.

Qué es lo que pensaría hacer después, si intentaría atravesar la isla a rastras desde la Cala del Norte hasta el campamento en los pantanos, o si dispararía el cañón grande, confiando en que sus camaradas acudirían antes en su socorro, era, por supuesto, más de lo que yo podía adivinar.

Tenía, a pesar de esto, la seguridad de que podía fiarme de él en una cosa, puesto que en ella teníamos ambos idéntico interés, y era en poner en salvo la goleta. Los dos queríamos vararla, sin daño, en un lugar seguro y hacerlo de manera que, cuando el momento llegase, se pudiera ponerla de nuevo a flote, con poco riesgo y trabajo; y hasta tanto que eso se lograse, estaba seguro de que mi vida sería respetada.

Mientras todo esto revolvía en mi mente, no había permanecido ocioso. Otra vez me había deslizado hasta la cámara, calzado los zapatos y cogido la primera botella de vino con que topé, y con ella, como pretexto volví a aparecer sobre cubierta.

Hands estaba como lo había dejado, caído como un guiñapo y con los párpados entornados, como si su debilidad fuera tanta que no pudiera soportar la luz. Sin embargo, al llegar yo alzó la mirada, rompió el cuello de la botella, con la maestría del que está muy acostumbrado a hacerlo, y se bebió un largo trago, solemnizándolo con su brindis favorito:

-¡Buena suerte!

Se quedó un rato tranquilo, y luego, sacando un rollo de tabaco, me pidió que le cortase un pedazo.

-Córtame un cacho de eso -me dijo-, porque no tengo cuchillo, ni casi fuerzas para ello. Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim, Jim, me parece que he perdido los puntales! Córtamelo, pues me temo que ya no me cortarás más, muchacho; voy a hacer el último viaje, y no hay que darle vueltas.

-Pues le cortaré el tabaco -le dije-; pero si yo estuviese en su lugar, y me creyera tan malo, me pondría a rezar como un cristiano.

-¿Por qué? -contestó-. Vamos a ver, ¿por qué?

-¿Por qué? -exclamé-. Ahora mismo me estaba usted preguntando cosas de los muertos. Usted ha sido desleal, ha vivido en pecado, en falsedad y en sangre; a sus pies tiene usted un hombre a quien ha matado, y me pregunta por qué. ¡Por Dios, míster Hands; ése es el por qué!

Hablé un tanto acalorado, pensando en la daga que tenía oculta en el bolsillo y destinada, en sus malos pensamientos, a acabar conmigo. Él, por su parte, bebió un gran sorbo de vino y me dijo, con extraña e inesperada solemnidad:

-Treinta años he navegado los mares y he visto bueno y malo, mejor y peor; buen tiempo y borrascas; las provisiones acabándose, los cuchillos al aire, y todo lo que hay que ver. Pues voy a decirte: lo que no he visto nunca es que venga nada bueno de hacer bien. Pegar el primero es lo que a mí me gusta; los muertos no muerden: esa es mi opinión, amén y así sea. Y ahora oye -añadió, cambiando bruscamente de tono-, ya hemos tenido bastante de esta bobería. La marea ya ha subido ahora lo necesario. Obedece mis órdenes, capitán Hawkins, y entremos con el barco y acabemos de una vez.

Tan sólo teníamos que salvar unas dos millas; pero la navegación era difícil: la entrada a este fondeadero del Norte no sólo era angosta y de poco fondo, sino que formaba un recodo, de suerte que la goleta tenía que ser manejada con gran cuidado para conseguir meterla allá dentro. Creo que era yo un buen subalterno, atento y diligente, y estoy seguro de que Hands era un excelente piloto, porque fuimos de un lado para otro sorteando los bancos, por un pelo, con tal precisión y habilidad que hubiera sido un placer el contemplarlo.

Apenas habíamos pasado las puntas de entrada cuando la tierra nos rodeó por todas partes. Las costas de la Cala del Norte estaban cubiertas por tan espesos bosques como las del otro fondeadero; pero era éste más largo y más estrecho y más semejante, como lo era en verdad, al estuario de un río. Enfrente de nosotros, al extremo Sur, vimos los restos de un buque náufrago en el último estado de ruina. Había sido un gran barco de tres palos, pero había estado tantos años expuesto a las injurias del tiempo, que por todas partes colgaban de él como grandes telarañas de algas chorreando agua, y sobre la cubierta habían arraigado los matorrales de la costa que ahora se veían cubiertos de flores. Era un espectáculo triste, pero nos indicaba que el fondeadero era tranquilo.

-Ahora ten cuidado -dijo Hands-. Hay un trocito magnífico para varar un barco en él. Arena llana y fina, jamás la menor ventolina, árboles todo alrededor y flores como en un jardín en aquel barco viejo.

-¿Y una vez embarrancado -pregunté-, cómo volveremos a ponerlo a flote?

-Pues de esta manera: te llevas un cabo a tierra, allí en el otro lado, en la bajamar; le das una vuelta alrededor de uno de aquellos pinos grandes; lo traes a bordo y le das otra vuelta en el cabrestante, y ya no hay más que esperar la marea. Viene la pleamar y se desatranca como las propias rosas. Y ahora, muchacho, atención. Estamos ya cerca del sitio y el barco lleva demasiada arrancada. Un poco a estribor... así... no guiñar... estribor... un poco a babor... no guiñar... ¡así!

Seguía dando órdenes, que yo obedecía sin chistar, hasta que de repente gritó:

-¡Ahora, muchacho!... ¡Orza!

Metí toda la caña del timón y la Hispaniola viró rápidamente y corrió de proa hacia la costa baja y frondosa.

La excitación de estas últimas maniobras me había impedido, hasta cierto punto, mantener la vigilancia constante en que había tenido al contramaestre. Aún en aquel momento estaba todavía tan interesado, esperando el instante en que el barco tocase tierra, que había olvidado por completo el peligro que me amenazaba, y estaba con el pescuezo estirado, mirando por encima de la borda las ondulaciones que la proa levantaba por delante. Hubiera caído sin poder luchar por mi vida, a no ser por una repentina inquietud que me sobrecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá oyera un crujido o quizá vi moverse la sombra de Hands con el rabillo del ojo; acaso no fue sino un instinto como el del gato; pero el caso es que cuando miré hacia atrás allí estaba Hands, ya a medio camino, con la daga en la mano derecha.

Los dos debimos de gritar cuando nuestros ojos se encontraron; pero en tanto que el mío fue el grito estridente del terror, el suyo fue un bramido de furia, como el de un toro al embestir. A un tiempo mismo saltó él hacia adelante y yo salté de costado hacia la proa. Al hacerlo solté la barra del timón, la cual giró violentamente a sotavento; y creo que esto me salvó la vida, pues fue a dar a Hands en mitad del pecho y, por un momento, lo dejó parado en seco.

Antes de que se repusiera, ya estaba yo en salvo fuera del rincón donde él me había acorralado, y con toda la cubierta por delante para sortear sus acometidas. Me detuve detrás del palo mayor, saqué una pistola del bolsillo, apunté tranquilamente, aunque él ya se había vuelto y venía derecho hacia mí, y apreté el gatillo. Al caer éste no hubo fogonazo ni estampido; el cebo se había inutilizado con el agua del mar. Me maldije a mí mismo por mi descuido. ¿Por qué no habría recebado y vuelto a cargar mucho antes mis únicas armas? Entonces no hubiera sido, como ahora era, un mero corderillo fugitivo delante del carnicero.

Herido como estaba, era maravillosa la presteza con que podía moverse, con el pelo greñudo cayéndole sobre la cara y ésta roja y encendida por el apresuramiento y la cólera. No tenía tiempo para probar con la otra pistola ni, a la verdad, mucha inclinación, pues estaba seguro de que sería inútil. Una cosa vi con toda claridad: no debía limitarme a retroceder delante de él, o en seguida me acorralaría en la proa, como había estado a punto de conseguirlo en la popa. Una vez arrinconado así, sólo podía esperar en este lado de la eternidad nueve o diez pulgadas de la daga ensangrentada dentro de mi cuerpo. Coloqué las dos manos contra el palo mayor, que era de muy respetable corpulencia y esperé con todos mis nervios en tensión.

Viendo que yo trataba de jugar a una especie de «¡Te veo!», él también se paró, y se pasaron unos momentos en falsas acometidas por su parte y en correspondientes movimientos por la mía. Era un juego en el que a menudo me había ejercitado en mi tierra entre las rocas de la ensenada del Cerro Negro; pero nunca, como puede creerse, con el corazón latiéndome de aquel modo. Sin embargo, como digo, era un juego de muchachos, y pensé que podría tenérmelas en él contra un marinero vejancón y herido en un muslo. Por cierto que había empezado a crecer tanto mi valor, que hasta me permití unos fugaces pensamientos sobre cuál sería el fin de aquel trance; y si bien veía que podía yo prolongarlo mucho tiempo, ninguna esperanza columbraba de cómo salir de él.

Pues bien; mientras así estaban las cosas, la Hispaniola embarrancó de repente, se tambaleó, se afirmó por un momento en la arena, y, de pronto, con la rapidez de una caída, se inclinó del lado de babor, hasta formar la cubierta un ángulo de cuarenta y cinco grados, y como cosa de una pipa de agua entró por los imbornales, y allí se quedó haciendo una charca entre la cubierta y la amurada.

Él y yo fuimos derribados a un tiempo y rodamos, casi juntos, hasta los imbornales; el muerto del gorro rojo, con los brazos aún estirados, cayó rígido detrás de nosotros. Tan cerca estábamos, en efecto, que di con la cabeza contra un pie del timonel un coscorrón que me hizo rechinar los dientes. Con el golpe y todo yo fui el primero que se levantó, pues Hands tenía que desembarazarse del cadáver. La repentina inclinación del barco no era a propósito para que se pudiera correr por la cubierta; y tenía yo que buscar algún medio nuevo de escape, y eso al instante, pues mi enemigo estaba casi tocándome. Rápido como el pensamiento, salté a la jarcia del palo de mesana, subí por ella más que aprisa y no respiré hasta que me vi sentado en la cruceta.

Me había salvado por mi ligereza: la daga había pegado a menos de medio pie por debajo de mí cuando subía en mi precipitada fuga; y allí estaba Israel Hands, boquiabierto y con la cara levantada hacia mí, encarnación perfecta de la sorpresa y del chasco. Ahora que podía disponer de un momento, me apresuré a cambiar el cebo de la pistola, y luego, teniendo ya una dispuesta, y para hacer mi defensa doblemente segura, me puse a descargar la otra y a cargarla de nuevo desde el principio.

Mi nueva ocupación dejó a Hands desconcertado y perplejo; empezaba a ver que las cartas le salían contrarias; y después de visibles vacilaciones, también se subió pesadamente a la jarcia, y con la daga entre los dientes emprendió su ascensión lenta y dolorosa. Le costó no poco tiempo y muchos quejidos arrastrar tras él la pierna herida; y había yo acabado de cargar tranquilamente la pistola cuando aún estaba él a poco más de un tercio de la subida.

Entonces, con una pistola en cada mano, le grité:

-¡Un tramo más, míster Hands, y le salto los sesos! Los muertos -añadí, ahogando la risa- no muerden; ya lo sabe usted.

Se paró al instante. Por los movimientos de su cara se veía que trataba de pensar, y que era para él empresa tan lenta y laboriosa, que, con el gozo de mi recién adquirida seguridad, solté la carcajada. Al fin, después de tragar saliva dos o tres veces, habló, conservando aún la misma expresión de gran perplejidad. Para poder hablar se quitó la daga de la boca, pero sin hacer ningún otro movimiento.

-Jim -dijo-; me parece que tú y yo estamos en un mal paso, y que tendremos que venir a un trato. Te hubiera atrapado a no ser por el bandazo; pero yo no tengo suerte, no, señor; y me parece que tendré que capitular, aunque sea duro, ya ves, para un maestro marinero, con un grumete como tú, Jim.

Estaba yo saboreando sus palabras, todo sonriente y tan ufano como un gallo en las bardas de un corral, cuando de pronto echó él la mano hacia atrás por encima del hombro. Una cosa zumbó en el aire como una flecha; sentí un golpe y después un dolor agudo, y allí me quedé clavado por un hombro al mastelero. En aquel momento de sorpresa y de dolor dislacerante -no podría decir que por mi propia voluntad, y desde luego fue sin propósito deliberado- las dos pistolas se dispararon, y ambas se me cayeron de las manos. No cayeron solas: con un grito ahogado se soltó el timonel de la jarcia, y cayó de cabeza al agua.




ArribaAbajo- XXVII -

¡Piezas de a ocho!


A causa de la inclinación del barco los mástiles avanzaban un gran trecho sobre el agua, y en la altura que yo ocupaba en la cruceta sólo tenía debajo de mí la superficie de la bahía. Hands, como no había llegado tan arriba, estaba, en consecuencia, más cerca del casco, y cayó al agua, al lado de la borda. Salió una vez a la superficie, entre remolinos de espuma y de sangre, y volvió a hundirse para siempre. Al serenarse el agua lo pude ver hecho un ovillo, sobre la arena limpia y brillante, en la sombra que proyectaba el costado del buque. Un pez o dos cruzaron rápidos sobre su cuerpo. A veces, por el temblor del agua, parecía moverse un poco y como si tratara de levantarse. Pero muerto estaba y bien muerto, a pesar de eso: a tiros, y, además, ahogado, y ya no era sino pasto para los peces en el sitio mismo en que había resuelto asesinarme.

Apenas me cercioré de esto cuando empecé a sentirme mareado, desfallecido y lleno de espanto. La sangre caliente me corría por la espalda y el pecho. La daga, en el sitio donde había clavado el hombro al mastelero, me quemaba como un hierro candente; y, sin embargo, no era tanto este sufrimiento efectivo lo que me acongojaba, pues me creía capaz de haberlo podido soportar sin un murmullo, como el horror enloquecedor de caer desde la cruceta en aquella agua tranquila y verdosa junto al cuerpo del timonel.

Me sostuve agarrado con las manos con tal fuerza, que me dolían las uñas, y cerré los ojos como para ocultarme el peligro. Gradualmente fui recobrando el ánimo, los pulsos volvieron a latirme con ritmo más natural y me sentí de nuevo en posesión de mí mismo.

Mi primer pensamiento fue arrancarme la daga, pero o estaba clavada demasiado firme o los nervios me fallaron, y desistí con un violento escalofrío. Y cosa rara, aquel mismo estremecimiento resolvió el problema. La verdad es que no le había faltado nada al cuchillo para no dar en el blanco; me tenía cogido por un mero pellizco de la piel, y el escalofrío lo desgarró. La sangre corrió más copiosa, sin duda; pero era otra vez dueño de mi persona y sólo estaba trincado al mastelero por la chaqueta y la camisa.

Rompí esta última ligadura de un tirón súbito y en seguida bajé a la cubierta por la jarcia de babor. Por nada del mundo me hubiera aventurado, nervioso como estaba, por la de estribor, suspendida sobre el agua y desde la cual había caído un momento antes Israel Hands.

Bajé a la cámara y atendí como pude mi herida. Me dolía mucho y todavía sangraba abundantemente; pero no era profunda ni peligrosa ni me estorbaba demasiado para mover el brazo. Después eché un vistazo alrededor, y pues el barco era como cosa mía, pensé en desembarazarlo de su último pasajero, el muerto O'Brien.

Se había precipitado, como he dicho, contra la amurada, donde yacía como una especie de horrible y desmadejado pelele del mismo tamaño que los vivos, es cierto; pero ¡qué diferente del color o de la compostura y gracia de la vida! En la postura en que estaba podía yo fácilmente realizar mi propósito; y como el hábito de las aventuras trágicas había casi borrado por completo mi terror de los muertos, le cogí por la cintura, como un saco de afrecho, y, de un buen empuje, lo tiré por la borda. Se hundió con un ruidoso chapuzón; el gorro rojo se desprendió y quedó flotando en la superficie, y tan pronto como el remolino se calmó, pude verlos a él y a Israel Hands tendidos uno al lado del otro, los dos ondulando con el trémulo movimiento del agua. O'Brien, aunque muy mozo todavía, era muy calvo. Y allí estaba con la cabeza monda apoyada en las rodillas de su matador, y los peces cruzaban raudos sobre los dos.

Me encontraba ahora solo en el barco; la marea acababa de cambiar. Al sol le faltaba tan poco para ponerse que ya las sombras de los pinos de la costa occidental se alargaban a través de todo el fondeadero y tendían sobre la cubierta manchas de luz y sombra. La brisa del atardecer se había levantado y, aun bajo el resguardo de la colina de los dos picos, el cordaje había empezado a vibrar con un sordo zumbido y las velas colgantes a agitarse de un lado para otro.

Empecé a darme cuenta de un peligro para el barco. Los foques pude arriarlos sin dificultad y cayeron revueltos sobre la cubierta; pero en cuanto a la vela mayor, era empresa más ardua. Por supuesto, cuando la goleta se tumbó de costado, la botavara giró del mismo lado, saliendo por encima de la borda, y su punta, así como uno o dos pies de lona, estaban bajo el agua. Juzgué que aquello aumentaba el peligro, pero la tensión era tan violenta, que tenía miedo de intervenir. Al fin saqué el cuchillo y corté la driza. El pico de la cangreja dobló en seguida y una gran panza de lona suelta flotó sobre el agua; y como, por mucho que tiré, no conseguí mover la cargadera, eso fue todo cuanto pude hacer. Y ya sólo le quedaba a la Hispaniola fiar en su propia suerte como yo en la mía.

Para entonces estaba ya en sombra todo el fondeadero, y recuerdo que los últimos rayos de sol entraban a través de una clara del bosque y caían resplandecientes como joyas sobre el manto florido de la nave náufraga. Empezó a hacer frío; la marea iba retirándose rápidamente hacia el mar y la goleta asentándose más y más sobre el costado.

Me encaramé hacia adelante con gran dificultad y miré sobre la borda. Parecía haber poco fondo, y, agarrando con ambas manos, para mayor seguridad, la driza que había cortado, me dejé caer suavemente al agua. Apenas me llegaba a la cintura; la arena era dura y estaba cubierta con marcas de ondulaciones, y fui vadeando hasta la costa, animoso y contento, dejando tumbada a la Hispaniola y con su vela mayor arrastrándose desplegada sobre la superficie de la bahía. Casi al mismo tiempo el sol se ocultó del todo y la brisa silbó sutilmente en la obscuridad crepuscular por entre pinos que cabeceaban.

Al menos, y al fin, ya había salido del mar y no volvía de allí con las manos vacías. Allí estaba la goleta, limpia al fin de bucaneros y en espera de nuestra gente para tripularla y hacerse otra vez a la mar. No tenía más pensamiento que el de regresar a la estacada y vanagloriarme de mi hazaña. Posible era que me regañasen un poco por mi travesura, pero el haber capturado la Hispaniola era una réplica aplastante y esperaba que el propio capitán Smollet tendría que confesar que no había perdido yo el tiempo.

Pensando así, y alegre como unas pascuas, fui tomando la dirección del fortín y de mis compañeros. Recordaba que el más oriental de los ríos que desaguan en el fondeadero del Capitán Flint corría desde el monte de los dos picos hacia mi derecha. Y di un rodeo para atravesarlo cerca de su nacimiento, donde tenía escaso caudal. El bosque era bastante abierto y, siguiendo a lo largo de las estribaciones más bajas, pronto di vuelta a la ladera del monte, y a poco, con el agua por bajo de las rodillas, atravesé la corriente.

Llegué así cerca del sitio donde había encontrado a Ben Gunn el Maroon, y caminé con más circunspección. La noche había ido cerrando, y cuando llegó a dejarse ver la depresión entre los dos picachos advertí un oscilante fulgor en la atmósfera en el lugar donde, según pensé, el hombre de la isla estaría guisando la cena ante una gran hoguera. Y, sin embargo, no comprendía que fuera tan despreocupado. Si yo podía percibir aquel fulgor, ¿no podría verlo también el propio Silver desde el sitio de la costa en que estaba acampado, entre los pantanos?

Gradualmente se fue haciendo más obscura la noche, y me costaba no poco guiarme, aunque fuera vagamente, hacia mi destino; el monte de los dos picos, a mis espaldas, y El Catalejo, a mi derecha, se entreveían cada vez más difusos; las estrellas eran pocas y sin brillo, y en el terreno bajo, por donde yo vagaba, no cesaba de tropezar en los matorrales y caía de cuando en cuando en algún hoyo de arena.

De pronto se esparció una tenue claridad en torno mío y alcé la mirada: pálidos rayos de luz habían tocado la cumbre de El Catalejo, y, a poco rato, vi una cosa ancha y argentada que se movía muy baja por entre los árboles, y comprendí que había salido la luna.

Con tal ayuda recorrí rápidamente lo que aún me quedaba de camino, y al paso unas veces, corriendo otras, fui acercándome, impaciente, a la estacada. Sin embargo, al entrar en la espesura que la rodeaba no fui tan atolondrado que no refrenase el paso y no anduviera con algo de escama. Hubiera sido un triste fin de mis aventuras recibir un tiro, por equivocación, de mi propia gente.

La luna iba levantándose por momentos; su claridad caía aquí y allí, en grandes manchas, en los parajes más abiertos del bosque, y precisamente enfrente de mí un resplandor de color muy distinto apareció entre los árboles. Era rojo encendido y a veces se obscurecía un poco, como si fuera el rescoldo de una hoguera.

No tenía la más remota idea de lo que aquello pudiera ser.

Por fin salí a la orilla de la tala. El extremo occidental estaba ya iluminado por la luna; el resto, incluyendo el fortín, estaba aún envuelto en una sombra negra, salpicada aquí y allí con argentadas franjas de luz. Al otro lado de la casa había ardido una inmensa fogata, ya reducida a brillantes ascuas, e irradiaba un fuerte y rojizo resplandor que contrastaba vigorosamente con la blanquecina palidez de la luna. No se movía alma viviente ni se oía otro ruido que los rumores de la brisa.

Me detuve muy asombrado y perplejo, y acaso con un poco de miedo. No había sido costumbre nuestra encender grandes fuegos; antes al contrario, por orden del capitán éramos un tanto parcos en el gasto de leña, y comencé a temer que algo malo hubiera ocurrido durante mi ausencia.

Me escurrí dando la vuelta por el extremo oriental, guarecido bajo la sombra, y en un sitio a propósito, donde la obscuridad era más densa, crucé la empalizada.

Para mayor seguridad me puse a gatas y me arrastré así, sin el menor ruido, hasta la esquina de la casa. Al acercarme se tranquilizó de pronto mi corazón. No es en sí un sonido agradable, y a menudo me he quejado de él en otras ocasiones; pero en aquélla era como una melodía oír a mis amigos roncar al unísono, tan sonora y plácidamente. El grito de la guardia en el mar, aquel bello «¡Todo bien!», nunca había caído en mis oídos de modo tan tranquilizador. Pero, de todos modos, no había duda de una cosa: de que tenían una vigilancia abominable. Si hubiera sido Silver con los suyos el que ahora se iba arrastrando hacia ellos, ni uno solo habría vuelto a ver la luz del día. Eso pasaba, pensé, por estar el capitán herido, y otra vez me culpé severamente por haberlos dejado en aquel peligro con tan pocos para montar la guardia.

Ya había llegado a la puerta y me puse en pie. En el interior había una obscuridad absoluta y nada podía distinguir con los ojos. En cuanto a ruidos, se oía el tenaz zumbido de los roncadores, y de cuando en cuando, un rumor como de aleteos o picotazos que en manera alguna podía explicarme.

Entré avanzando con los brazos extendidos. Me echaré en mi sitio de costumbre -pensaba yo regocijado-, y por la mañana me daré el gusto de ver las caras que ponen cuando me encuentren.

Tropecé con el pie en una cosa blanda: era una pierna de uno de los durmientes, el cual gruñó y dio media vuelta, pero sin llegar a despertarse.

Y entonces, de pronto, una voz estridente rompió a chillar en la obscuridad:

-¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho! Y así siguió, sin pausa ni cambio, como el tableteo de una carraca.

¡Era el loro verde de Silver, el Capitán Flint! Él era a quien había oído yo picoteando una corteza; él era quien, mejor centinela que los hombres, había anunciado mi llegada, con su monótono estribillo.

No tuve tiempo para volver en mí. A los gritos agrios y metálicos del loro los durmientes se despertaron y se pusieron en pie; y con un formidable juramento, gritó la voz de Silver:

-¿Quien va?

Me volví para echar a correr, choqué violentamente con uno, retrocedí y me precipité en los brazos de otro, el cual los cerró sobre mí y los apretó con fuerza.

-Trae una antorcha, Dick -dijo Silver, una vez asegurada mi captura.

Y uno de ellos salió de la casa de troncos y volvió a poco con una tea encendida.





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