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ArribaAbajoEsto no es una isla, sino el reino del Verbo

Vicente Cervera Salinas



Universidad de Murcia

En noviembre de 1997 aparece la primera edición de la primera novela del escritor cubano Abilio Estévez, Tuyo es el reino. En Septiembre del 96 tuve la ocasión de conversar con él en La Habana a propósito de varios temas, entre los que surgió el proyecto de edición de su novela, todavía en el horizonte insular. No volví a saber más de ella hasta que tuve un ejemplar ante mí237. Una vez leído, me pareció oportuna una reflexión serena sobre este texto, tomando como contrapunto la referencia a lo insular, que en la novela de Estévez se revela como elemento medular, corazón, fibra y corteza, desde una pluralidad de perspectivas, dignas de atención, y que paso inmediatamente a exponer:

a) La insularidad espacial y referencial: la novela se desarrolla «en una isla».

) La isla como paradoja: la isla es símbolo de arribo a lo paradisíaco (Tule, Ceilán, Minos, la Isla de los Bienaventurados, Itaca, etc.), pero también de claustro, de cárcel, de prisión, de infierno («La isla en peso» de Piñera, Ariadna en Naxos: todo «aislamiento»).

c) Lo insular como metáfora: el discurso, el pensamiento, el texto-isla es el tropo preferido de la postmodernidad. La metadiscursividad se yergue poderosa y protagónica. La isla discurre sobre la propia isla.

d) La isla como conciencia: bajo la cual todo el océano del inconsciente bulle y, a veces, aflora. Los continentes son remotos. Los archipiélagos, tan sólo puentes imaginarios.

e) La isla-síntesis: Tuyo es el reino se nos muestra como novela-broche, cierre, conclusión, donde cabe reconocer la huella del gran texto novelístico hispanoamericano   —166→   del siglo XX. Novela-isla como herencia hermética de los más preclaros ecos verbales que pautan un camino, una navegación de referentes literarios que se convocan en este reino, que es el reino del verbo.

En este trabajo presentaré las cinco reflexiones previas expuestas de un modo lo más cercano posible al objeto referido. Dividiré, pues, el estudio en siete secciones, plenas en su brevedad. Cada una de ellas versará sobre un motivo capital que, dentro de la novela o sobrevolándola en una apuesta hermenéutica más abarcadora, cifren los cinco conceptos antedichos y condensen la idea general que vertebrará estas páginas: una novela que, escrita en la segunda mitad de la última década del siglo, pretende fagocitar todas sus cartas de navegación, ofreciéndose como testimonio fidedigno del modo en que se afronta hoy por hoy un texto novelístico desde la condición postmoderna, y desde su «nominalista» moralidad.


Esto no es una isla

«Esto no es una isla, exclama la Condesa Descalza, sino un monstruo lleno de árboles».

Esta frase es repetida a modo de leit-motiv en varios momentos de la novela. El hecho de ser proferida por ese personaje, la Condesa Descalza, que representa la paranoia de la hipersensibilidad, no resta un ápice de veracidad a su pensamiento. Lucio, otro de los personajes periféricos y desarraigados que transitan la novela, medita más adelante: «Esta Isla no es una isla, es una llamarada, una sucursal del infierno, el sol, sí, y de cuando en cuando unas horitas de oscuridad para no morir de deslumbramiento». Y es que la determinación espacial es uno de los elementos configuradores del texto, como sucede en toda novela.

Los personajes de Tuyo es el reino habitan un doble espacio. Una Isla, siempre con mayúsculas, dentro de otra isla, cuyo plano objetivo es la isla de Cuba. Se alternan, pues, referentes reales, dentro de la geografía cubana (La Habana, el paseo del Prado, el castillo del Morro, etc.), con los otros, pertenecientes al ámbito de la ficción: los de la Isla en la isla. En ella suelen habitar los seres de ficción. Topográficamente, esta «segunda Isla» se divide en dos grandes regiones: el Más Allá y el Más Acá. Casi todos los entes habitan el Más Acá, a excepción del profesor Kingston, pues, como se nos informa, «el Más Allá es prácticamente intransitable». El deslinde, de resonancias cortazarianas, es claro exponente de una estrategia discursiva para simbolizar dos planos explícitos de la conciencia; dos planos que conviven en la radicalidad del aislamiento. Para Carl Jung, la isla es metáfora de la consciencia, que emerge solitaria y terriblemente rodeada por el océano abismal y abisal del Inconsciente. Abilio Estévez pretende ir «más allá», significando, por medio de esa subdivisión espacial, que incluso en el terreno isleño de la consciencia está presente el factor desconocido y oscuro, donde resulta casi imposible «habitar»238. Ampliando   —167→   un paso más en esta «puesta en abismo» de lo espacial, afirma el narrador que «en su conjunto, la Isla es muchas islas». Incluso «el profesor Kingston afirma que depende de las horas, que para cada hora y para cada luz hay una Isla, una isla diferente». El impresionismo diluye los contornos de lo real.

La coordenada de espacialidad nos ofrece ya un primer anclaje interpretativo: una Isla dentro de una isla, y muchas islas en su interior. Cada personaje es, por tanto, presentado desde la categoría de «conciencia-isla». Esta naturaleza convierte sus discursos en una especie de «idiolectos», que tan sólo pueden ser unificados por la arquitectura compositiva del narrador. Pero éste mismo se terminará configurando, a su vez, como otro de los personajes, con lo cual estará fuera y dentro, simultáneamente, de cada una de las conciencias-islas, de las cuales es asimismo una de ellas: el Todo es una parte de sus Partes.




Paisaje con mitos al fondo

El modo de caracterización de los personajes debía encomendarse a sus peculiaridades discursivas, para lograr su diferenciación. Sin embargo, no es así. El «idiolecto» queda, pues, atribuido a un microcosmos de acciones, recuerdos, patologías, deseos, recurrencias y mitos, específicos de cada uno de ellos. El narrador no ha pretendido heteronimias con marcas de estilo distintivas, sino un agrupamiento de unidades psíquicas, que fundan un sistema orgánico en ese paradójico archipiélago de nombres que es la Isla. Existen varios denominadores comunes entre todos ellos: todos sufren algún tipo de ansiedad. Es el síndrome del isleño. La más común es meteorológica. La lluvia persistente o el sol, que calcina, son baluartes que la naturaleza crea para reforzar los espíritus insulares. Lo acuoso y lo ígneo son los elementos naturales que unifican en la separación, pues todos se sienten como castillos solitarios ante el diluvio y todos son aniquilados finalmente por el fuego.

El soporte mitológico es otro modo de comunicación entre las unidades, las mónadas cerradas que suponen cada uno de estos personajes-nombres. Una sombra los acompaña, que no hace sino acentuar su individualidad. La señorita Berta lee con afición literatura de Gabriel Miró. Ella misma remite a un personaje mironiano de Años y leguas. Como la literatura mironiana, es presa de una constante auto observación, que se convierte en su caso en el terror de ser espiada. Mercedes, de factura pirandelliana, se obstina por ser un personaje de novela; la Condesa Descalza, como conciencia demente y visionaria, profetiza al modo de la Sibila Casandra; el tío Rolo, propietario de la librería, ávido lector de Huysmans, hablando en sueños en francés, descubre ser la reencarnación isleña de uno de los primeros poetas-islas: Charles Baudelaire; Casta Diva, cantando arias de La Traviata, remite al mito de la femineidad lunar, la Diosa Blanca y el Profesor Kingston se reconoce en los versos ingleses de Coleridge, en su viejo marinero, atormentado habitante del Más Allá. Sebastián, al fin, álter ego, personaje y voz del propio narrador, recurre al icono pictórico del santo, y es el arquetipo perfecto del niño-adolescente aprendiz del misterio.

Esta constelación de personajes quedan aparentemente unificados con la aparición de un ser extraño en la Isla: es el Herido. Pero esta aparente unidad no hará sino reforzar sus naturalezas indivisas: cada uno de ellos lo verá y aprehenderá de manera distinta,   —168→   cambiando su fisionomía y su expresión. Este multiperspectivismo se presenta como otro signo de su excentricidad.




El Gran Convocador

Hablar de esta novela es hablar de su composición, de su estructura, de su esqueleto. Abilio Estévez ha renunciado a la narratividad lógica y ordenada. Su proceder narrativo se ha distanciado voluntariamente de toda linealidad. No le interesa. No quiere contarnos una historia, aunque en ocasiones recurra a la exposición secuenciada de micro-historias. Por el contrario, prefiere una técnica de fusión, de entrelazamientos, donde se diluyan los comienzos y los finales, y quede cada narración suplantada, solapada por las otras. De esta manera, cada isla-conciencia está marcada por su propia división y fragmentariedad. Los pensamientos, recuerdo y acciones de cada uno de los personajes se dan paso unos a otros de una manera asociativa e instintiva que recuerda los presupuestos de la técnica literaria apuntada por los surrealistas. Un fluir continuo, lezamiano, de discursos que se vinculan por una técnica de imantación. En cada uno de ellos, además, se oscila lingüísticamente en el uso de las voces narrativas, que se deslizan caprichosamente de la tercera a la primera forma verbal.

Este procedimiento, que recuerda la teoría poética de Lezama Lima tiene otro soporte cultural en la historia de la literatura hispanoamericana. Me refiero al esquema narrativo de Juan Rulfo en Pedro Páramo. Recordemos que, en esta novela, junto a un narrador-personaje, Juan Preciado, existe una multiplicidad de voces, correspondientes a los muertos de Comala, que emiten desde un más allá, que es el más acá de su espacio escatológico: otra isla de irredentos. Como en Comala, los discursos de la Isla están alineados, yuxtapuestos sin marcas típicas, sin epígrafes o secciones, aunque en Tuyo es el reino, dada su extensión, se ha dividido la novela en cuatro grandes capítulos y un Epílogo. Cada uno de ellos, a excepción del Epílogo, son una narración coral: las voces que se suceden indiscriminadamente, buscándose las unas a las otras por medio de oscuras asociaciones temáticas o simbólicas. Esa guía psíquica invisible tiene a Rulfo como precedente y el narrador-soporte de esta novela se convierte, a modo de maestro esotérico de ceremonias, en el gran convocador de recuerdos. De recuerdos que son voces.




El Libro de las Fundaciones

No ha descartado, sin embargo, Abilio Estévez otro modelo narrativo hispanoamericano ejemplar: el topos de las fundaciones. Si ya hemos visto cómo la novela es una suma de heterogeneidades, una miscelánea y una mixtificación, donde el relato se alía con el mito, el inconsciente particularizador junto al colectivo, no es menos cierto que cosmogonía e historia se articulan en este mosaico, que es en realidad un centón de voces.

Sebastián narra a Tingo una historia mítica «mientras caía en la Isla aquel aguacero tropical»: ese relato es la versión antillana del Diluvio Universal, con un tío Noel que vivía en «una finca llamada El Arca, entre Caimito y Guanajay». Más adelante, es la Condesa Descalza quien refiere asuntos relativos a un tiempo pretérito, mítico y épico a la vez: a su palabra se encomienda la narración del sustrato histórico de la Isla, de su sustrato psico-social: «No puede ser dichoso un país fundado con la morriña de los gallegos, con   —169→   la añoranza de andaluces y canarios, con la 'rauxa' y la 'angoxia', de los catalanes, no, no puede ser dichoso ningún lugar al que un negrero como Pedro Blanco trae miles de negros arrancados de sus tierras». También recapitula la Condesa los anales de su historia literaria, en una página donde circulan Zequeria, Zenea, Del Casal y Martí. La locura de la dama es cifra de una memoria colectiva que se derrite al sol o que zozobra en una balsa. Finalmente, alguien narra la fundación mítica de La Habana. En este punto, el texto recobra resonancias novelescas, el timbre de la crónica, la leyenda y la tradición: «Hace muchos, muchos años, aquí no había jardín, sino un yerbazal donde malpastaban las vacas. Decían que la tierra era mala, sin gracia, maldecida por Dios. Y en efecto, ni siquiera se lograba una sencilla mata de calabaza». Esta isla narrativa dentro de la coralidad psíquica antes referida, convierte al texto en un oasis de linealidad, una especie de «tradición peruana», en que surgen nuevos personajes y aventuras, que no volverán a circular al término de su relato. La relación de episodios que lo configura tiene como modelo imaginario a Gabriel García Márquez, ilustrado en el pasaje del nacimiento de un minotauro como fruto marital de dos hermanos.

Y para añadir nuevos elementos al conjunto, alusiones explícitas a la historia cubana. Así, la fábula de los personajes, antes del Epílogo, concluye el 31 de diciembre de 1958. Este punto del tiempo hará coincidir tres circunstancias: la objetiva e histórica (advenimiento de la revolución cubana), la ficcional (doña Juana, mientras sueña, prende fuego a su cama y con ella, a la Isla de la isla, marcando el punto final de la ficción) y la meta-ficcional (Sebastián toma el testigo definitivo de la narración y expone su conversión como creador de todas las historias de sus recuerdos, que serán la novela, oficiando como voz en este reino del verbo).




Erotismo esotérico

La pulsión erótica es audible a cada paso en la novela. Pareciera como si el reino del Eros precediera de manera necesaria al reino del Verbo, un erotismo que rezuma categórico. Se muestra de manera contumaz y explícita, aunque parezca nacido en un paraje de oscuridad. El tío Rolo, el librero del Más Acá, propietario de Eleusis, protagoniza una historia de amor y sexo de connotaciones sórdidas, como imperativo de la desinhibición. Su fascinación por el atractivo y cruel Sandokán revela una concepción del sexo turbia, macilenta y opresiva. Lo sexual es una fuerza ciega y abrasiva que no arriba a ningún puerto de alegría ni de salud psíquica. Es un inconsciente que aflora como latigazo, para soterrarse nuevamente. Se trata de otra isla perdida, cuyo personaje, solitario, bien pudiera asimilarse al del poema de José Martí, «Isla famosa», que hiciera suyo el famoso verso «Odio el mar»:


Aquí estoy, estoy solo, despedazado.
Ruge el cielo: las nubes se aglomeran,
Y aprietan, y ennegrecen, y desgajan:
Los vapores del mar la roca ciñen.
Sacra angustia y horror mis ojos comen:
¿A qué, Naturaleza embravecida,
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A qué la estéril soledad en torno
    De quien de ansia de amor rebosa y muere?239



El erotismo en la novela tiene otros rostros reconocibles: el marinero que, como icono erótico, aparece y desaparece a placer, ante las miradas de veneración. También tiene otros cuerpos, aunque sean de piedra. Se trata de las estatuas de Chavito que adornan corredores del Más Acá: el Apolo de Belvedere, el Laoconte o la Victoria de Samotracia. Este signo clásico y escultural de la novela ritma con la suntuosidad escenográfica de algunas novelas de Alejo Carpentier. La escena en que Sebastián pasa su mano por el bronce de la caja contadora, ese objeto de uso común que su tacto seducido transforma de golpe en pieza artística de Eleusis, recuerda el episodio de Solimán en Roma descubriendo las turgencias pétreas de la Venus de Cánova en El reino de este mundo.

Pero, sin duda alguna, la gran deuda de esta novela en su dimensión erótica y sexual la contrae con José Lezama Lima. Los episodios amorosos de Paradiso, como el de Farraluque en el capítulo VIII de la novela, son homenajeados en las escenas voluptuosas y procaces de Tuyo es el reino. La simbiosis que el gran cubano establece entre la emergencia de lo sexual y la capa esotérica del cuerpo ha sido perfectamente asimilada en esta novela: el «onfalos» es centro corporal y cósmico, hueco sagrado y mistérico. El tributo lezamiano está también presente en la sintaxis narrativa, acomodada al ritmo de Eros: una sintaxis rica en omisiones, enlaces, cadencias e incipits, que proporcionan un concepto nuevo de la secuenciación narrativa. Como Lezama, Abilio Estévez entreabre sus particulares «tokonomas»: agujeros o ventanas en la isla de la imaginación para viajar a través de ellas por un reino esotérico y verbal. Y para recuperar como diría proustianamente Lezama, «las luciérnagas del recuerdo»240.




Pulsiones posmodernas

Como muy bien sostiene Antonio Puente en su artículo «Las metáforas de la insularidad», «el tiempo insular se nos revela como un tiempo postmoderno. No es un tiempo lineal, progresivo, newtoniano, como el de la modernidad continental; ni siquiera es propiamente un tiempo, sino un tempo, de transcurrir circular, rizomático»241. Esta sería una definición perfecta para plasmar el tiempo de esta novela. Un tiempo que es un tempo y que corresponde al de la postmodernidad.

Si como Puente señala, la isla es a lo postmoderno lo que el continente a la modernidad, Tuyo es el reino no sólo acepta sino que casi precisa el calificativo de «novela postmoderna». La heterogeneidad de personajes, el ensamblaje policultural sin marcas de jerarquización (en antítesis, aquí, con la modernidad carpenteriana), lo heteróclito y misceláneo,   —171→   la hipercitación, son algunas de sus marcas. La pluralidad de posibilidades y alternativas que con los mismos derechos tienen acceso a la representación novelesca es una realidad en este texto242. Un buen ejemplo de ello es el modo en que el narrador concibe momentos en la vida de sus personajes, que pudieran ser otros distintos, ofreciéndose como válidos todos ellos. El narrador sabe que está dentro de la novela y que sus personajes son ficticios, lo cual le permite modificar sus acciones y presentar varias hipótesis de sus reacciones, sin que se anulen las unas a las otras, lo cual resultaría a todas luces imposible en una realidad no virtual.

Su entremetimiento en los hechos supone llevar hasta extremos abismales los procedimientos lúdicos cervantinos. Así, dentro de su obra, el narrador afirma: «Se hace preciso contradecir a Flaubert: no resulta saludable que el escritor deba estar en su obra como Dios ante la Creación: presente pero invisible. Para empezar, es mentira que Dios sea invisible [...]. Ahora bien, si insistimos en que Dios no está, si tenemos la desgracia de no creer que Él se muestra en cada cosa creada (salvo en los jefes de Estado, por supuesto), ¿no es su ausencia uno de los mayores motivos de desconsuelo? Luego, ¿por qué debe el escritor imitar a Dios en el que es sin lugar a dudas el peor de sus atributos, la invisibilidad? Me doy el lujo de hacer una confesión: sólo yo puedo apagar el fuego: sólo yo soy responsable de él. Mis personajes esperan desilusionados a los bomberos...».

El párrafo habla por sí solo. Más adelante, la misma voz narrativa se reconocerá como «personaje» de sí mismo, en otra «puesta en abismo» postmoderna. Y es que todo el vigor nominativo de la novela está puesto al servicio de las propias modalidades narrativas. La novela es la manera de narrar las vidas de los personajes y no sus vidas narradas. Pero ello, a su vez, es elevado a la categoría trascendente del misterio. El narrador nos cuenta que escribe como resultado de una admonición en la voz de un Maestro hecho de muchos nombres (los del gran Texto literario) y metamorfoseado en rostro de mujer: Scherezada, la gran contadora. Y así, en este caos de islas solitarias e incomunicables, de recuerdos desprendidos, de constelaciones sin centro, pretende erguirse una instancia superior: «La moralidad de las moralidades -como diría Lyotard- sería el placer estético243. El reino de este mundo y el del otro parecen concentrarse en uno solo, que es una isla y que es.




El reino del Verbo

La novela comienza con la frase: «Se han contado y se cuentan tantas cosas sobre la isla». Y concluye: «¿No es acaso justo y hasta necesario que en el principio haya sido el verbo, que la complejidad del mundo haya comenzado por una simple palabra?».

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Como vemos, la Condesa Descalza llevaba razón: «Esto no es una isla». Pero tampoco «un monstruo lleno de árboles». Es un mosaico de mosaicos. Aislados e insulares, cuyo único puente de enlace no son sus vidas, sino las palabras. Y ya no las palabras con que se comunican, sino las que les confiere su hacedor. Una isla de palabras cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Y así como Borges admitió el «Infierno» de Virgilio Piñera entre sus lejas de Babel244, un Piñera, convertido en personaje literario, dejó el testigo al narrador narrado de Tuyo es el reino, confiándole la lista «casi sagrada» de sus lecturas predilectas:

Sebastián estará en un jardín junto a un hombre. El hombre tendrá alrededor de sesenta años y dos hermosos ojos a los lados de una fea nariz. Con boca burlona dirá que se llama Virgilio. Sin saber a ciencia cierta por qué, Sebastián lo venerará como a un maestro, lo llamará Maestro. Cada vez que el Maestro avance, por dondequiera que lo haga, Sebastián seguirá su planta cautelosa. En el sueño, irán avanzando por un jardín.



De esta manera, Tuyo es el reino se nos ofrece a finales de siglo como recapitulación postmoderna de una tradición literaria que ya no quiere, que ya no puede, olvidar que el reino que le queda es un reino nominal.

En el epílogo asistimos a esa «vida perdurable» como revelación de la naturaleza esencialmente meta-narrativa de la ficción: «Maestro, dije, quiero contar la historia de mi infancia». Pero la novela, antes de ese epílogo, concluye con un incendio colosal, producido por un sueño en que un personaje deja caer una vela que arrasa las voces, los árboles y las estatuas. La ficción concluye con una pavorosa isla en llamas. Pero no importa. Lo que arde es el papel.