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ArribaAbajoEl imaginario insular antiutópico en la poesía chilena reciente

Óscar Galindo V.



Universidad Austral de Chile


Introducción

Los textos sobre islas en la tradición occidental revelan, ante todo, los orígenes del autor y las limitaciones de su propia cosmología. La isla es el espacio del viajero. El patrimonio del descubridor. De aquel que asiste con asombro e incomprensión al espectáculo de un mundo ajeno y, en ese tránsito, a su propio espectáculo. Sus orígenes se funden con la literatura de viajes, con aquellos escritos que nacen de la relación directa de una experiencia geográfica y etnográfica, fundiendo en un mismo gesto enunciativo la experiencia vivencial y autorial. En esta dinámica la isla es, pues, territorio de la apropiación, del saqueo antropológico, de «lo nunca antes visto». La isla es lugar del deseo y, por lo tanto, de la utopía, en una tradición que va desde Homero a nuestros días y que ya resulta inútil reseñar a estas alturas. Pero el isleño percibe su espacio a veces, ya no como lugar de ensueño, sino de encierro. De ahí la irredimible vocación viajera del isleño. Digamos que la utopía del isleño, suele ser casi siempre continental.

Hay algunas metáforas claves en todo imaginario insular. La primera: isla es igual a viaje y viaje es igual a naufragio; la isla es encierro, lugar de reclusión y de exterminio; es la inevitable conexión de la isla con la muerte. La segunda relación es tautológica: isla es igual a aislamiento, a soledad, pero esta metáfora evoca otra imagen ancestral: el hombre es un animal obligado a luchar contra el medio; por ese camino la metáfora que ofrece la isla es la de un espacio que permite reconstruir la relación del hombre con la naturaleza. La tercera es su relación con la política: isla es igual a utopía y en tanto el hombre es ciudadano, isla es igual a ciudad. Robinsón encierra precisamente estos tres aspectos: náufrago, agricultor y político.

Pero no es tanto este discurso el que nos interesa, sino aquel producido desde adentro. El reconocimiento de lo insular en los propios poetas insulares. Son las huellas de un   —224→   discurso que en la poesía chilena reciente poetiza lo insular en un doble movimiento: islas rurales e islas urbanas. Islas reales e imaginarias. Pero sobre todo islas muy poco parecidas al paraíso.

Tal vez habría que recordar que, mención aparte de la polinésica Isla de Pascua y del Archipiélago de Juan Fernández, las islas más importantes de Chile están apenas separadas del territorio continental por canales o estrechos: Tierra del Fuego, por el Estrecho de Magallanes; la Isla Grande de Chiloé, por el Canal de Chacao. Sin embargo, si han existido islas en el redundante sentido de su aislamiento, éstas han sido precisamente Chiloé y Tierra del Fuego. Su condición de «enclave fronterizo» hizo de Chiloé y su inimaginable archipiélago, un territorio separado durante toda la colonia de la Capitanía General de Chile, con más fácil comunicación desde Lima que desde el mismo Santiago de la Nueva Extremadura. Más lejana e imposible ha estado siempre Tierra del Fuego, bautizada por Magallanes y descrita por Pigafetta. Territorios de shelknam, y alacalufes. Pasarían siglos antes de ser colonizadas por conquistadores, no de arcabuces sino de rifles de repetición, de lavaderos de oro y grandes estancias ganaderas. También por piadosos etnógrafos como Martín Gusinde.




Chiloé: la isla como enclave cultural

La irrupción del territorio insular de Chiloé en la literatura es tan antigua como su fundación en el territorio. Alonso de Ercilla en el Canto XXXVI de la Tercera Parte de la La Araucana, define su condición fronteriza362. Y en una descripción muy al uso alaba la magnificencia de su territorio, la calidad y belleza de sus gentes. Pero hay más, por esta isla pasó ya en este siglo, Pablo Neruda, en calidad de secretario del novelista y profesor Rubén Azócar, autor de Gente en la Isla, en la que inició al parecer la escritura de las residencias. En su condición de ex-estudiante y poeta eternamente hambriento no puede dejar de ver aquí la tierra de la abundancia: «disparábamos / ostras frescas hacia todos los puntos cardinales», dice en su poema homenaje a «Rubén Azócar»363.

La consolidación de una poesía propiamente insular es tarea, sin embargo, reciente. Se trata de una producción surgida básicamente a partir del año 1975 con la fundación del Grupo Literario Aumen a cargo de Carlos Trujillo y Renato Cárdenas. Entre otras la poesía de Sergio Mansilla y Rosabetty Muñoz permiten mostrar una exploración en lo insular desde la polémica centro/periferia y del desplazamiento de la noción de «enclave fronterizo» a la de «enclave cultural».

La noción de enclave fronterizo ha sido utilizada para definir aquellos territorios que conformaban las fronteras del imperio español en América: Nuevo México, Paraguay o Chiloé. Chiloé constituyó hasta avanzado el siglo XIX el último extremo del Reino de Chile364   —225→   y la más meridional de las poblaciones españolas, el «recoveco del mundo» o el «non plus ultra de América» en las palabras de don Alonso de Ovalle. En fin, Chiloé es ante todo enclave fronterizo y militar, pero poco a poco también, cultural, en la medida en que el alzamiento mapuche de 1599 cortó todos los vínculos con estas tierras, convirtiéndose en un enclave fronterizo estático y no dinámico como las demás fronteras del reino.365

Sergio Mansilla (1958) se inscribe con un sello inconfundible en el complejo escenario de la poesía chilena de las dos últimas décadas. Su imaginación poética surge de las experiencias vitales de la infancia y adolescencia vividas en el Chiloé campesino. Lo que no impide que la elaboración de estas experiencias se logre por medio de una sólida cultura literaria. Su ritmo intuitivo, sus imágenes alucinadas, la recurrencia a la mitología y a las bases culturales del campesino pobre lo sitúan como un notable explorador de las ínsulas marginales. Su primer libro Noche de agua366, servirá de base para el siguiente, El sol y los acorralados danzantes367, donde mítica, historia y contingencia se entraman en un discurso de notables sugerencias. Así visto no es extraño que su primera sección aborde el mito indígena de «la guerra de las serpientes del agua y de la tierra», que explica el surgimiento de las islas del archipiélago, y que el poema que abre la sección «Mito-historia», «Alonso de Ercilla en el desaguadero» consista en la negación de la aventura ercillesca:

Heme aquí llegado / donde otros ya han llegado. / Heme aquí escrito mi todo yo en el tronco de este árbol / cuando con 10 hombres / pasé el Desaguadero / de los ojos llorosos. // Heme aquí en Hebrero / del 58 entrado / y andando en derechura / a la muerte. / Pisé tierra y saltó sangre. / Miré el cielo y cayó fuego. / Heme aquí entonces / con mi cuchillo grabando / mi última letra en la corteza / de este árbol bendito. // He de volver por donde vine / ¡vamos pues, soldados, / a la mar los botes / y a remolque los caballos! / Adiós, desaguadero, / adiós huilliches de terribles sueños, / adiós islas muy amadas / hasta los huesos. // Se me han caído las manos, / perdí los pies en el agua. / Los pájaros carpinteros / picotean mis últimos recuerdos.



Claro está que la pretensión de Ercilla, más allá de su piadosa visión del mundo indígena, según denuncia el texto de Mansilla, es claramente etnocentrista: a estas amadas   —226→   islas ya habían llegado otros. Lo que importa es que tras esa llegada ya nada será igual: «Pisé tierra y saltó sangre. / Miré el cielo y cayó fuego». La paz que Ercilla admira en los indígenas habrá acabado. Pero sobre todo ya no hay regreso posible: «perdí los pies en el agua». Ni siquiera el recuerdo será su consuelo: «los pájaros carpinteros / picotean mis últimos recuerdos».

Desde esta fundación traumática la obra de Mansilla se detiene en los hombres y mujeres de su tiempo: «hilanderas, tejenderas, navegantes y amamantadoras de cometas» («Mujeres desmenuzando al sol»), hasta que el mito se transforma en historia en la sección «Paisaje con un cuchillo en el centro» para asistir a la contemplación de las barbaries de la dictadura. Es interesante hacer notar que lo que se inicia como una exploración mítica en el espacio insular, culmina en una exploración en lo contingente. La historia de la marginación insular se proyecta en nuevas formas de violencia.

Rosabetty Muñoz (1960) es autora, entre otros libros, de Canto de una oveja del rebaño (1981), En lugar de morir (1987) e Hijos (1991). En este último volumen desarrolla el tema de la maternidad a partir del motivo del viaje por el archipiélago de Chiloé. El libro se abre con un breve texto que anuncia la percepción de la isla como refugio, como deseo de la solidaridad amatoria (otro tópico isleño) frente a la intemperie de la historia:


Busquemos un lugar
para incluirnos entre los inmortales.
Un nidito
en la trizadura del tiempo.



El viaje por el archipiélago es, sin embargo, menos consolador de lo esperado. Parece más bien una «Travesía» por los escenarios del dolor y de la pobreza:

La geografía de mis vísceras / a tu disposición / tripulante amado. / Para que vayas bordeando los puertos / de las gastadas tripas / donde almaceno residuos de vidas anteriores. / El de los crecidos ojos / recolecta brújulas, mascarones de proa / revisa los velámenes / y emprende el viaje. / Para adormecerlo, repito nombres / de islas mancornadas, lluviosas / resplandecientes de estrellas abandonadas. / Así, el archipiélago va quedando señalado / por viajeros intrépidos que revelan los misterios / de una tierra tan poco parecida al paraíso.



Cada poema lleva como título el nombre de una de las islas del gran Archipiélago de Chiloé, configurando la estructura del viaje en el que sólo los hijos parecen el único consuelo, como si se convirtieran en la metáfora del reencuentro entre los hombres y la naturaleza: «Veo a uno que me atará a su flanco / para vadear tempestades» (Doña Sebastiana II). En esta dinámica el viaje cobra una dimensión de denuncia de la pobreza y de la muerte, contra los «vientres deshabitados», contra los peligros que azotan a los hijos que se cruzan en las poblaciones con los carapintadas, recibiendo «el embate del odio» (Butachauques). Así sus poemas constituyen sugestivas alegorías de connotaciones políticas y de denuncia, en la incansable búsqueda por alcanzar un espacio de plenitud en un tiempo antiutópico. El viaje se configura, entonces, como una mirada crítica que lleva a la hablante a reivindicar el espacio de   —227→   la ternura, la fortaleza de los sueños. Por eso la poesía cobra la forma de un cántico en esta vuelta a los orígenes368.

Como vemos lo insular es, ante todo, un pretexto para indagar en las metáforas de la marginación, en los conflictos entre centro y periferia, entre historias oficiales y subterráneas, como ocurre también con otros poetas cercanos a los ya mencionados: los textos de Mario Contreras, Nelson Torres o Carlos Trujillo, pueden ser ejemplos de estos enclaves fronterizos poetizados como enclaves culturales y vitales. Esta persistente preocupación por problemáticas históricas y antropológicas, nace, por una parte, de la necesidad de releer y refundar poéticamente el espacio insular y, por otra, de la urgencia por provocar una lectura de gesto actual. Resulta significativo que un grupo de poetas en forma colectiva y sin un programa común, comience a producir una poesía destinada a interpretar las claves de su pasado y, a la vez, los alcances de una cultura en su hibridaje, pluralidad e inestabilidad, enfatizando los problemas no resueltos de la superposición cultural.




De la tierra sin fuegos: la isla como campo de concentración

Al avistar al primer hombre patagónico, un selknam, el explorador y escriba de Hernando de Magallanes, Antonio de Pigafetta, escribió con admiración y con singulares connotaciones poéticas:

Este hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura. De hermosa talla, su cara era ancha y teñida de rojo, excepto los ojos, rodeados por un círculo amarillo, y dos trazos en forma de corazón.369



Esta imagen contrasta con la que ofreció Charles Darwin de los yámanas, pueblo más lejano a los cánones físicos y culturales europeos, y que sirve al antropólogo Martín Gusinde para denunciar la incapacidad de comprensión de una nueva realidad cultural de parte de un científico. En una carta fechada el 23 de julio Darwin anota:

No he visto nada en mi vida que me haya impresionado tanto como la primera visión de un salvaje. Era un fueguino desnudo, sus largos cabellos le cubrían casi por completo, su rostro estaba pintado con diversos colores. En su cara había una expresión que creo que quien no la haya visto no se la puede figurar. De pie sobre una roca profería gritos y hacía gesticulaciones, ante los cuales se comprenden los sonidos de los animales domésticos.370



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Gigantes y salvajes habitan las cercanías y la isla de Tierra del Fuego. Bárbaros en definitiva que, como denuncia Martín Gusinde, fueron exterminados sobre la base de prejuicios raciales y culturales que ocultaban una política de invasión económica. La comprensiva y rigurosa descripción de Martín Gusinde en Los indios de tierra del fuego y el más personal Hombres primitivos de tierra del fuego (De investigador a compañero de tribu), así como las descripciones de Joseph Emperaire en Los nómades del mar, sirven de base para la escritura de un soberbio libro de poemas sobre estas culturas, De la tierra sin fuegos371 del poeta magallánico Juan Pablo Riveros (1945), autor además del poemario Nimia. Poemas en prosa (1980). De la tierra sin fuegos se divide en diversas secciones que ordenan los núcleos referenciales dados por la naturaleza y las culturas selknam, yámana y qawashqar, en un texto en el que historia, antropología y poesía se articulan en un mismo discurso. El libro se abre con una dedicatoria a los dos científicos y un epígrafe de Martín Gusinde:

Todos estaban ahí aniquilados por la insaciable codicia de la raza blanca y por los efectos mortales de su influencia... Sólo las olas del Cabo de Hornos, en su constante movimiento, están susurrando responso a los indios desaparecidos.



El paisaje magallánico descrito con sus fiordos, canales e islas, aporta una permanente contradicción: grandeza y pequeñez; abundancia y escasez, en parte alguna, «la ternura de un cambio»:

¡Oh, demasiada grandeza! Despro- / porción demasiado aplastante. / Costas de granito indefinibles con su cinturón de bosques pútridos, / congregación de rocas púberes. / Pantanos, hendiduras de agua, / vastas lagunas absolutamente desiertas. / Tal / la lúgubre Grandeza, tal / la pequeñez («Archipiélago I»).



A veces la contemplación de tan soberbio espectáculo alcanza las dimensiones de una oración, siempre en este juego entre la nada y el todo:


¡Oh, abundancia! ¡Oh, escasez extraordinaria!
iglesia en la que entro en puntillas
para no trizar ninguno de tus peces («Mar yámana II»).



De todas las islas, sobre todo una que da título a uno de los poemas fundamentales del libro: «Dawson», pues en ella se sintetizan pasado y presente. Dawson, ubicada al sur de Tierra del fuego, en el canal de idéntico nombre, fue utilizado como campo de concentración y exterminio de los indígenas. El poema denuncia el destierro forzado, así como las cacerías de alacalufes y selknam, propiciado por las grandes compañías. Construido como un collage textual incorpora citas de periódicos de la época, cartas de empresarios justificando el exterminio o, en su reverso, versos de poetas como Saint John Perse o Ezra Pound. Pero el sentido del poema no se agota sólo en esta denuncia: «Degollad a cuantos indios encuentren» dice el estanciero Braun a Mc Cleland en carta del 29 del 1   —229→   del 86. Las matanzas de los selknam son comparadas con otras cacerías más cercanas. El poema se cierra con un hecho evidente para cualquier conocedor de la historia chilena reciente: Dawson servirá de campo de concentración de prisioneros políticos a partir del mismo 11 de septiembre de 1973372. Se trata de hacer evidente que la lógica de la barbarie es la misma independientemente de los momentos históricos en la que suceda, también que el presente se explica en el pasado373.

Ante los hechos la denuncia se convierte en lamento elegiaco. Como lamenta Martín Gusinde, la imposibilidad de vivir nuevamente la amistad de los selknam. El poema final «Despedida de Martín Gusinde. 1923» reescribe el texto «Mi despedida» que cierra poéticamente también, Hombres primitivos de tierra del fuego. El hablante básico asume la propia voz de Gusinde y construye sobre la tópica del ubi sunt, como en aquel otro poema mortuorio de Jorge Manrique, el lamento por sus «compañeros de tribu»:

¿Dónde están, onas? ¿Dónde / yagán manso, leve alacalufe? / ¿Dónde hombres diligentes, / mujer tenaz? / ¿No cogeréis más, gacela, dulce / yagana, moluscos a la orilla del mar? / ¿Dónde está tu pueblo, Temáuquel?374 / ¿Dónde tus marinos, Watauinewa?375 / Preguntádselo al Kolliot376. / Murieron de Occidente.



Cuando la isla se convierte en campo de exterminio, el tema utópico deja lugar al vacío. La poesía chilena ha denunciado esta pseudocultura isleña en otros libros. El poeta magallánico Aristóteles España, prisionero a los 17 años, escribe el testimonio lírico Dawson, publicado originalmente como Equilibrios e incomunicaciones. Raúl Zurita, poeta de una potente voz utópica en la poesía chilena reciente, incluye en La vida nueva la sección «El mar de las tablas». Nuevamente aquí nos encontramos con otras islas ofendidas con este triste destino: Dawson, Isla Mocha o Quiriquina. Isla esta última que da lugar a otro de los libros testimoniales emblemáticos del período: Cartas de prisionero de Floridor Pérez. Si bien es cierto que no todas las islas son campos de concentración, todos los campos de concentración son inevitablemente islas.



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La ciudad-isla: una pervertida manera de ver las cosas

Un tercer y nuevo escenario insular es el que ofrece una poesía de textura definidamente urbana. Pero no se trata sólo de la conocida metáfora de la ciudad como isla, perspectiva desde la cual casi todo texto urbano puede leerse. Pensamos en una escritura en la que los motivos del viaje, del naufragio y de lo insular se entraman en una perspectiva fuertemente desencantada y antiutópica. Posiblemente este tipo de escritura es inaugurada en el espacio de la poesía chilena actual por Enrique Lihn (1929-1988) en un itinerario que abarca buena parte de su escritura377. En A partir de Manhattan378 el viajero lihniano realiza un viaje al revés. Sale de la periferia y se dirige hacia un hipotético centro: París, Madrid o Manhattan. Su concepción antropológica es la del meteco que descubre que no existe centro. De Manhattan la isla-centro por antonomasia escribe:


Manhattan en sí misma carece de realidad
Aquí también en cierto sentido
no pasa nada.


(«El mismo»)                


Las obras de este período se construyen de modo fragmentario, discontinuo y citacional, a la manera de un diario de viajes o, más estrictamente, de un cuaderno de notas379, mostrando los restos, los vacíos de una cultura de la que se participa por exclusión. En su ilegibilidad, en su condición aleatoria los espacios por los que el sujeto se desplaza se acercan más al locus horridus380 que al locus amoenus, como ocurre en «Hipermanhattan»:


Si el paraíso terrenal fuera así
igualmente ilegible
el infierno sería preferible
al ruidoso país que nunca rompe
su silencio, en Babel.


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Al fin y al cabo en este ir y venir el hablante llega a la conclusión de que no existe viaje posible, que todo desplazamiento es un movimiento hacia una trascendencia vacía de contenido. La negación del motivo del viaje es la clausura última del sueño del encuentro de Utopía. El viaje lihneano es un viaje laberíntico no sólo por intersticios geográficos, sino también culturales. Como casi siempre el laberinto desemboca en el mismo punto de partida:


Nunca salí del horroroso Chile
mis viajes que no son imaginarios
tardíos sí momentos de un momento
no me desarraigaron del eriazo
remoto y presuntuoso
Nunca salí del habla que el Liceo Alemán
me infligió en sus dos patios como en un regimiento
mordiendo el polvo de un exilio imposible
Otras lenguas me inspiran un sagrado rencor:
el miedo de perder con la lengua materna
toda la realidad. Nunca salí de nada.


Como vemos el paraíso no está ni al principio ni al final del viaje. Acorde con su estética de la desnudez y del desencanto, Enrique Lihn nos inserta en un espacio de la náusea: «el estilo es el vómito», en la negación de todo deseo. Ni permanecer «mordiendo el polvo de un exilio imposible», ni salir al temor de enfrentarse a otras lenguas que «inspiran un sagrado rencor». La relación entre aislamiento y lenguaje, el motivo de la torre de Babel es otra de las recurrentes obsesiones lihneanas de estos viajes improbables e imposibles.

Tomás Harris (1956) se sitúa en esta línea de una poesía urbana, pero claramente con otros referentes textuales y culturales. Sus libros Zonas de peligro (1985), Diario de navegación (1986), El último viaje (1987), además de otros textos, se incorporan a su obra gruesa Cipango (1992). Los distintos libros de Tomás Harris insisten reiterativamente en la noción de viaje, de búsqueda de la utopía, del espacio del deseo, en un lugar «al fin del mundo» que surge de la interacción entre los barrios marginales de Concepción con otros espacios imaginarios o reales. Sus ciudades están afincadas en espacios fronterizos entre lo real y lo irreal vistos desde una perspectiva antiépica. El sujeto se funde persistentemente con los narradores cronísticos y especialmente con Polo y Colón. Su escritura se perfila como una indagación en espacios enmarcados cinematográficamente a la manera del cine expresionista y de las series B. Los personajes constituyen en esta arquitectura seres casi fantasmagóricos olvidados en los intersticios, borrados por la historia de la ciudad. La desolación y el vacío persisten en este universo artificial en el cual los hombres parecen vivir exentos del amor. Personajes condenados inevitablemente al interior granítico de una ciudad al fin del mundo381.

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En el poema «Las islas de arena», notable montaje escénico de las ciudades como «teatro del dolor», el hablante afirma: «Lo narrado transcurre en una ciudad / al Sur del Mundo». Aquí «la vida a veces toma la forma de estos muros» título de otra de las secciones de Cipango y aunque se nos describen viajes por Cipango, Cathay o Tebas el hablante no puede salir de Concepción y más específicamente del barrio de Orompello -«el viaje mismo es un absurdo», escribió Gonzalo Rojas en un poema sobre Concepción y Harris lo cita como epígrafe. Las obsesivas recurrencias textuales que nos reiteran de uno y otro poema los mismos versos o sus variantes posibles, como en espejos o círculos, nos enseñan que el hablante ha perdido la ruta. Las cosas en algún momento parecen incluso tener explicaciones pero el hablante sabe que no sabe «si son datos de la conciencia o restos / del sueño que permanecieron engañosos hasta las / primeras luces del día» («La calle última»); lo que persiste es una obsesiva fijación de imágenes que se reiteran una y otra vez como una «visión pegada a las pupilas»:


vemos cada hora, una carroza de pompas fúnebres
descender lentamente por Prat;
puede explicarse por ser Prat la calle de Concepción
que conduce al cementerio General.
Nosotros tenemos una visión pegada a las pupilas
que data de nuestro primer minuto de vida en este barrio
sudamericano; como en la novela de Genet,
todos los días, minuto a minuto,
se verá una carroza de pompas fúnebres descender por Prat,
la última calle de Concepción,
la que conduce al vacío.382


(«La calle última»)                


Los títulos de los poemas insisten una y otra vez en que «sueños son éstos / y espejismos»: «Mar de los reflejos», «Mar de los sueños» o «Una indagación sobre esta pervertida manera de ver las cosas». Poema este último en el que esta desconfianza extrema en los mecanismos de aprehensión de la realidad va disolviendo todo referente, pues se trata, al fin y al cabo, de una desconfianza en el lenguaje, en la palabra383: «pero no sabemos a ciencia cierta si el tropel de caballos / amarillos / era parte de los pervertidos mecanismos del sueño / o un dato efectivo de lo real». El texto ofrece una lectura política en   —233→   el que ya no hace falta insistir, pero para más datos sabemos que estamos en «los campos de exterminio», en «los tiempos de la prohibición». En este territorio que avanza por Prat, la última calle de Concepción, la que conduce al Cementerio General el personaje asiste a la escena de su propia disolución: «puede que mi propio cuerpo travestido para siempre / vaya ya por Prat, / la última calle de Concepción, / hacia el vacío fétido / del que nunca debí / asomar» («Finis terrae»).

Deseo y verdad, viaje y clausura, utopía y antiutopía, se funden en estos perversos mecanismos de frustración y desencanto. También la isla es metáfora de la muerte. La metáfora del olvido. El gesto grotesco y desgarrado en el que transcurre la narración nos hace ver una utopía en su pura etimología, es decir, un no lugar.





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