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ArribaAbajoAbilio Estévez: la isla en la memoria

María Teresa Pérez



Universidad de Sevilla

Ceremonial de la memoria. Linterna mágica que pone en fuga a las sombras. Descendemos por peldaños de agua para subir hasta la isla, redescubierta. La voz de los poetas anima de nuevo el peso, la cantidad hiriente de la isla. Vivir en la memoria, dicen, es deshacer el espacio para rehacer el tiempo. No aquí. Aquí es esa tierra amenazada de mar la que propicia el ritual de la vuelta a los orígenes.

«La actitud de los hombres frente a la tradición literaria, dice Curtius, oscila entre dos conceptos ideales: el thesaurus y la tabula rasa. Reunir el tesoro de la tradición, conservarlo, gozar de él, es una función cultural. En la memoria descansa la consciencia que el hombre tiene de su identidad, más allá de todo cambio»770. Fragmentos a ese imán de la palabra poética y la memoria son las obras de Abilio Estévez. En La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea el autor nos arrojaba a la arena de la historia a partir de la profundización en la conciencia del personaje, como un descenso a los sótanos del rememorar.

Con Perla Marina, 1993, proseguía la indagación sobre lo cubano ahora en una pieza que se proponía como homenaje a la Isla, como ofrenda a una identidad nacional tejida en torno a valores y costumbres ya desaparecidos. Como Cintio Vitier, Estévez busca la isla en la escritura de los hombres que la amaron, y la trama de la evocación se teje aquí con la voz de los poetas (Casal, Piñera, Lezama, Martí, Eliseo Diego, Zenea, Heredia, Gastón Baquero) en un canto coral enriquecido además con letras de canciones y boleros (Benny Moré, Barbarito Díaz, Sindo Garay, La Bayamesa) para conformar una urdimbre hecha de exaltación y nostalgia.

En su siguiente obra dramática, Santa Cecilia, el personaje enuncia su monólogo desde un espacio-isla-muerte, arrasado por el mar, desde donde se recuperan los aromas y luces de La Habana.

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La lectura de Tuyo es el reino, su primera incursión novelística, nos convida a los placeres del reconocimiento: la reflexión desde el espacio insular, la nostalgia y la angustia de la desmemoria, los boleros de Benny Moré. Sebastián, el joven narrador que tiene 14 años en 1958, reconstruye los placeres y los días de su infancia y juventud en una finca llamada La Isla. La novela, en tanto crónica, se organiza a partir del conocimiento de lo que fue, nuevamente actualizado, reanimado por el ritual mágico del Verbo.

En todas ellas la evocación es la maga que hace surgir la palabra, como un intento de restitución de un espacio que amenaza con disolverse. Y las «palabras de la tribu» se dicen en verso. La historia de la Isla es la de sus poetas. En este acto mayor de anagnórisis en el pasado común, asistimos a la fundación de una nueva ciudad letrada que, claro, selecciona, olvida, clasifica y celebra.

Entre los títulos mencionados también otra similitud inquietante, la venida del Apocalipsis, en forma de lluvia, de ciclón o de un fuego ambivalente. Claros clarines de la destrucción que también suenan en La noche, su última obra teatral, en la que asistimos de nuevo al original pecado y a la rebelión del Hijo contra la Madre, seguidos de una lluvia de fuego que todo lo borra:

Al fuego! Que arda! Lo mejor es el fuego, purifica! El fuego es superior al agua. El agua sólo quita las manchas visibles. El fuego conduce a lo mejor que somos, la a. No te asustes, hijo mío, una hoguera es un acto de piedad. (La hoguera cobra fuerzas. El Hijo desaparece entre las llamas. La madre cae de rodillas. Truenos y relámpagos).771



La elección del discurso poético como la base sobre la que se elabora el rostro de la patria nos hace pensar en Orígenes y en el Vitier de Lo cubano en la poesía: «Quizá junto a la hermosa tradición de nuestro pensamiento eticista, la poesía signifique la única continuidad profunda que hemos tenido». Como en Vitier la poesía sirve aquí para «fijar las esencias» y establecer una continuidad de lo nacional. La poesía va revelando la Isla, iluminándola. Primero, la naturaleza (Silvestre de Balboa), luego el carácter (el retrato se vuelve costumbrista); finalmente, el alma. También en Perla Marina se propone una «especie de fundación de la ciudad desde la palabra, un rescate de la Nación a través de la poesía»772. Resulta más dudoso, sin embargo, que el paralelismo pueda extremarse para concluir en la poesía como iluminación, como forma de conocimiento que posibilita pasar del caos al orden, debido a ese final apocalíptico ya se ha comentado.

En Perla Marina asistimos a la fundación de un país. Los actantes, un grupo de náufragos-sobrevivientes, se empeñan en volver a dar color a los trazos desvaídos de la memoria; el espacio, una ínsula descrita en los términos paradisíacos del diario colombino («La tierra era grande como en el Andalucía de abril y mayo. Dice que es la tierra más hermosa que ojos humanos han visto»); la bandera, una vieja camisa; el himno, un pastiche irreconciliable de versos ripiosos. Asistimos también al ritual de coronación de la Reina en un ambiente carnavalesco y decididamente paródico.

Pronto descubrimos, sin embargo, cómo a ese paradiso redivivo los personajes llegan cargados de pasado para desplegar ante el espectador una precariedad espiritual y ética   —471→   a la que no parecen encontrar salida. La tragedia mayor es la de Mercedes La Inconforme, desmemoriada, rogando a la Virgen un «pequeñito recuerdo» que la salve de su «permanente actualidad». En medio de un grupo cuyo presente tiene el solo sentido de la rememoración, ella es expulsada de la Isla («No regreses si no traes alguna memoria, algo que nos dé fe de que estás viva»). El personaje encuentra un correlato en Tuyo es el reino, en Irene la Desmemoriada quien arrastra también su cabeza vacía y la desolación infinita de no tener una historia que contar.

Todos ellos se dicen marcados por su entorno insular («la maldita circunstancia del agua por todas partes»). La isla y el mar constituyen dos de los ámbitos del escenario. El tercero es el ocupado por el Altar, recinto de una Virgen desgraciada por eterna (pues «la eternidad es la falta de memoria»). El drama se va agudizando entre la constatación del despojamiento («vivir es ir perdiendo cosas») y la ausencia de respuestas, en medio del «horror plácido de la isla». Al cabo, los personajes serán borrados del Paraíso por una lluvia que Casandra la Ciega había estado prediciendo desde el comienzo. La Virgen les acoge a sus pies:

Un viento fuerte comienza a levantarse. Por encima de los truenos, se escucha el poema Isla mía de Dulce María Loynaz en la propia voz de la autora. Casandra la Ciega es ayudada por Filemón Ustáriz. El Bufón se esconde bajo el paño. Los demás se vuelven hacia La Virgen que les tiende los brazos. Van subiendo poco a poco la escalera que conduce a ella, caen abrazados a sus pies. La voz de Dulce María Loynaz va cediendo lugar al Réquiem.773



El desenlace queda así signado con una nota amarga: el ciclón borra los Orígenes. Refugio ilusorio: estos tristes no saben todavía, la revelación corresponde a Santa Cecilia, que los recuerdos aciertan a hundirse en el mar y «se filtran por el polvo del sepulcro».

Cuando el discurso de los poetas invocados no es homogéneo (el destierro herediano, el hastío casaliano, la alucinación amorosa de Juana Borrero, «el peso de la isla» soportado por Piñera, la fiesta de los sentidos de Lezama); cuando los personajes se debaten entre la necesidad y la maldición de los recuerdos, ¿cómo entender la propuesta de Abilio Estévez? Después de acudir a autoridades como Mañac o Fernando Ortiz para indagar en el carácter del cubano, se concluye: «Éste es un pueblo sin ciencias ni deberes, un pueblo de escasos apetitos, un pueblo que conserva la simplicidad». Y Filemón Ustariz, el peregrino inmóvil, se extraña «¿Alaba o maldice?» -inquiere. La misma perplejidad me asola como lectora de Perla Marina. Nostalgia, canto a los recuerdos, a las cosas idas, ¿cuál es su sentido? ¿Recuperación simbólica a través de la letra? ¿Sublimación? ¿Parodia? Cierto que es necesario recorrer a la inversa el camino de pasado para entender algo del confuso horizonte. (Eco: «la respuesta posmoderna a lo moderno consiste en reconocer que, puesto que el pasado no puede destruirse -su destrucción conduce al silencio- lo que hay que hacer es volver a visitarlo, con ironía, sin ingenuidad»). ¿Pero dónde quedan en la obra las otras dimensiones temporales? Aunque los personajes se debaten entre la   —472→   necesidad y la maldición de los recuerdos, vemos surgir un mundo de su memoria. El futuro, en cambio, no existe: queda suspendido en el abrazo inhumano de la Virgen.

Me resulta difícil pensar en Estévez como una suerte de Palma habanero que canta, desde la precariedad del presente, «la Cuba que se fue»: «la placidez de la siesta, la frescura del agua de coco y del jugo de mango, la elegancia del aguacatero, [...] las tendederas de los patios de Marianao». En este punto la obra hace pensar en el discurso costumbrista y la ideología conservadora que lo sustenta. Podría decirse que no se trata aquí de una memoria al servicio de una voluntad transformadora, pues la «acción» de los personajes se agota en ese solo rememorar. Un fatum que parece imponérseles resulta la coartada perfecta de su propio conformismo. Un presente precario explica quizá el recurso a los recuerdos. Como subrayaba María Zambrano, desde Puerto Rico:

Ante la inseguridad de los tiempos de crisis [...] hay una clase de minorías formada por los que se retiran horrorizados ante la confusión, y buscan su refugio en el pasado, apegándose a él, a un pasado, bien entendido, imaginario, pues ningún pasado nos es enteramente conocido.774



Por lo demás, el pasado se nos muestra ya como un conjunto codificado, como un espacio saturado de textos (desde Colón hasta Dulce María Loynaz) que no parece generar continuidad. La reflexión sobre la isla como proyecto o como destino. ¿Cómo interpretar a la luz de esta disyuntiva la visión apocalíptica sugerida? ¿Qué fue de la teleología insular? ¿Por qué esa tradición poética, nutridora de la memoria, es incapaz de establecer la continuidad o el sentido? ¿O es que el sentido y la pérdida serán una y la misma cosa?

En una de las reseñas críticas que generó la puesta en escena de Perla Marina el autor se encargaba de recordarnos la «esencia» de la obra:

[...] un homenaje, tal y como fue concebida por su autor, sin pretender ser otra cosa. Y vale subrayar esta intención porque buscar en la pieza lecturas sediciosas y disidentes sería alimentar malsanas intenciones sobre lo que constituye una ofrenda a la identidad nacional...775



No me resisto, a salvo del encrespado debate ideológico cubano, a buscar «otra cosa». A subrayar, por ejemplo, pequeños apuntes que se pierden en medio del cuadro costumbrista («¿Desilusionado? ¿Nostálgico? ¿No es lo mismo?») y que hacen pensar en la luz oscura del presente. Por no hablar del difícil maridaje de la disonancia e ironía continuadas con el sentimiento de una alabanza sincera. Quizá no sea superfluo recordar aquí, con Magaly Muguercia, cómo la revolución cubana atraviesa un momento de extrema complejidad en el «combate por la realización de una utopía a la que, aparentemente, una parte de la humanidad ha comenzado a renunciar». Y si «la única defensa eficaz de esa utopía presupone una mirada crítica hacia nuestra contemporaneidad»776, ¿qué sentido tiene hacer de la obra «un acto de fe» que aparte insidiosos interrogantes?

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Acaso podría promoverse una vez más la polémica sobre el carácter reaccionario de los predicadores de lo apocalíptico (aunque Umberto Eco los había opuesto a los integrados) o sobre la necesidad de seguir alimentando la utopía. Se podría aludir a posmodernidades y a este otro final de siglo, con su aire suave de angustiados giros. Repetir que «Nadie tiene hoy su fe segura. Los mismos que lo creen se engañan». O aludir a aquella «biblioteca en ruinas» de la que hablaba Hugo Achugar, de donde sólo salían preguntas. Para recordar al fin, en medio de tanta angustia interrogante a una Virgen que nada puede iluminar, la frase del Foción lezamiano: «Y toda siembra que nos hace temblar [...] se hace en el espacio sin respuesta, que al fin es una respuesta».

O acaso este recurso a la memoria, en tiempos de penuria, haya de entenderse, más positivamente, como un deseo de hallar un nuevo anclaje, de resistir a la disgregación de la cohesión social en una época en que los nuevos medios están redefiniendo las coordenadas espacio-temporales. Así lo propone Andreas Huyssen en «Memorias de utopía»:

En una era de ilimitada proliferación de imágenes, discursos, simulacros, la búsqueda misma de lo real se ha vuelto utópica, y esta búsqueda está fundamentalmente investida de un deseo de temporalidad. En ese sentido, entonces, las obsesiones con la memoria y la historia, tal como se nos presentan en la literatura y el arte contemporáneos, no son regresivas o simplemente escapistas. [...] ocupan una postura utópica [...].777



Idéntico final de negras profecías cumplidas, pero muy otras implicaciones conforman el mundo de la novela. También aquí se nos pide imaginar una isla. Como bien sabía Borges no hay una sola cosa en el mundo que no sea misteriosa. Este ámbito, laberíntico, también lo es, con su explícita división entre el Más Acá y un Más Allá no tan transitable -pues allí el camino está aún por desbrozar. Nos es dado conocer un momento clave en la vida de unos personajes que apenas disimulan su precariedad espiritual y su aislamiento: la llegada del Ángel que anuncia la inminencia del fin de sus días -y de la Isla. Sobre esta extraña cartografía, donde se mezclan la evocación y el futuro imposible, se superpone la consabida metáfora del Poeta-Creador. El lector comprende entonces cómo el Apocalipsis y el fuego que todo ha destruido sólo remiten al Verbo. El narrador podrá, después de haber acompañado a Caronte en el paseo final, comenzar a reanudar el destino de sus criaturas -sabiéndose él mismo alucinación de otro relator, acaso menos sabio.

Es el reino, mi reino, animado otra vez. [...] Por el momento ocupo el lugar de Dios. [...] También yo soy una alucinación. No me engaño. No tengo valor material. Cuando salgo a la calle nadie repara en mí. Para sentir que existo regreso a la escritura.778



El tejido de los días que sustenta la trama de la memoria, la muerte, la necesidad de contar historias y, sobre todo, el tiempo, son los temas que se conjugan en este relato   —474→   polifónico. La temporalidad, otra vez domeñada por las instancias de la ficción. Tiempo manejable, atado, humanizado. Frank Kermode, en un libro en verdad sugerente, sostiene que ésta sería la función epistemológica de los finales. Función que él asocia con el sentimiento del Apocalipsis, con la temporalidad del judeocristianismo. El Apocalipsis, con su cierre, da consistencia y completud a un proceso. Necesitamos de grandes teleologías -de «fines inteligibles»779- que den sentido a la trama y, con esa concatenación de finales, nos es posible aprehender el flujo del tiempo.

En las últimas páginas de Tuyo es el reino asistimos a una revelación: el Apocalipsis tenía una fecha, 31 de diciembre de 1958, la buena nueva de la Revolución. En enero de 1959 parece hacerse realidad lo que Lezama pidiera veinte años antes, en carta a Cintio Vitier: «Ya va siendo hora de que todos nos empeñemos en una teleología insular, en algo de veras grande y nutridor». El sentido del devenir histórico se concreta en el momento mismo del cierre de la etapa anterior. El desenlace de Tuyo es el reino, hace evocar, por empatía, la reflexión final de Lo cubano en la poesía, libro que Vitier cerraba ese mismo año de 1958: «Para que sea posible de nuevo la Palabra y todo se pierda otra vez en el misterioso rumor de los orígenes.» Y he aquí que, de pronto, Abilio Estévez queda, menos próximo de esa «nadahistoria» de la que hablara Piñera (al que va dedicada la novela) y de su tradición del no, que del optimismo de los origenistas quienes, al decir irónico de algún disidente, encontraron en la Revolución «el final de los tiempos, la Parusía, el mejor de los mundos posibles, la venida segunda del Cristo Martí, el Estado Prusiano de Hegel, la última de las eras imaginarias y un último esfuerzo de imaginación histórica»780.

Mas, por otra parte, el final no se complace en la descripción de la utopía conquistada, sino que, en virtud del poder de la escritura, se lanza otra vez al espejismo de los orígenes.

Opera abierta, la novela traduce una perplejidad que dura ya siglos: desde Berkeley, para quien ser era ser percibido, a esta otra formulación de Abilio Estévez, escribo luego existo. Bastarán las palabras. Aliadas, confabuladas, poderosas. ¿No es acaso justo y hasta necesario que en el principio haya sido el Verbo, que la complejidad del mundo haya comenzado por una simple palabra?781. De este modo la alquimia de los modos oblicuos aparta infinitamente el Apocalipsis y nos reenvía al germen inagotable del verbo posible, el único origen.