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ArribaAbajoLa ciudad como isla: el espacio urbano en la obra de José Asunción Silva

Álvaro Salvador



Universidad de Granada


José Asunción Silva y las ciudades

La ciudad fue, al parecer, un tema central tanto en la obra como en la vida de José Asunción Silva. Incluso la leyenda que le sobrevivió tras su prematura muerte tuvo mucho que ver con el ingrato desamor de las ciudades, en este caso, la atmósfera de incomprensión y desafecto que el poeta se vería obligado a soportar por parte de la sociedad bogotana de la época. En este sentido, Carlos García Prada describe la capital colombiana con las siguientes palabras:

Para 1880, Bogotá era en realidad una gran aldea de unos setenta mil habitantes, de calles rectas y estrechas, cubiertas casi todas de un polvo insufrible en los meses de sequía y de lodo mal oliente en los de lluvias. Era una villa castiza, gris, íntima, cautiva de sí misma, situada en las alturas, a gran distancia del mar y de las rutas de comercio. Una villa húmeda y fría, azotada de cuando en cuando por aguaceros y granizadas horripilantes, y a menudo herida por los gélidos vientos que soplan de los páramos vecinos, o por las lloviznas, o cubierta de nieblas... compleja, fina, espiritual, locuaz y discreta, en apariencia alegre a veces en realidad triste, agónica, saudosa y enamorada del Recuerdo y de la Muerte... En esa Bogotá... las masas ignaras vivían en sucias casuchas destartaladas, y las mejores familias en casonas coloniales de patios soleados de amplias arquerías, con alegre surtidor al centro rodeado de helechos y alelíes, de margaritas y geranios, de doncenones y rosas de Castilla. Eran casonas sencillas, austeras, majestuosas, en cuyas alcobas se estremecían las penumbras con los rezos vespertinos, y en cuyos salones chispeaban los ingenios y se bailaban cuadrillas y valses vieneses, de noche y muy de cuando en cuando... La ciudad tenía mucho de Ávila y de   —576→   Sevilla, un poquito de París, y luchaba ya por modernizarse, sin perder la vieja y castiza tradición...986



Por su parte, Emilio Cuervo Márquez, amigo y contemporáneo de Silva, se refería a ella en estos términos:

Al finalizar el siglo XIX poca diferencia existía entre el Bogotá de esa época y el Santafé del siglo XVII: la misma distancia abrumadora de todo centro civilizado, propicia para el establecimiento de una rancia dictadura sobre las conciencias y obstáculo a la difusión de la cultura general; las mismas escalas sociales: arriba, una sociedad refinada, abajo, la gran masa ignara que se movía como una marea a la voz de los caudillos; el mismo ambiente de convento y de salón de baile, de cuartel y de academia, de insustancialidad y de aticismo; la misma censura en las ideas; la misma pobreza mental en la enseñanza, y para repetir la frase de Arguedas «el mismo cansancio de vida de ciudad pequeña donde ningún hombre es de veras libre».987



Y la opinión del propio Silva no difiere demasiado de la de sus contemporáneos:

En Bogotá todo el mundo conoce a todo el mundo. Las preocupaciones principales son la religión, las flaquezas del prójimo y la llegada del correo de Europa... cada uno de nosotros cree estar en posesión de la verdad. Hablamos en voz alta, con cierta precipitación, golpeando los adjetivos y gesticulando copiosamente. La contradicción nos mortifica. Hemos querido hacer el mundo a nuestra imagen y semejanza, y cuando sorprendemos entre él y nosotros pequeñas diferencias, reaccionamos violentamente...988



En definitiva, tanto estas opiniones como otras muchas que podríamos traer a colación, nos dibujan la imagen de una ciudad provincial, afincada en sus tradiciones, aislada, de pequeñas dimensiones y pequeñas miras, que lucha por modernizarse, como señala García-Prada, pero muy lejos todavía de los esfuerzos futuristas de las grandes metrópolis, incluidas las principales ciudades portuarias hispanoamericanas que en esos años están comenzando a experimentar su transformación modernizadora y acogiendo una estética modernista. Efectivamente, la vida de José Asunción Silva transcurre, a juicio de Jaramillo Uribe, «a lo largo de uno de los períodos más dinámicos, conflictivos y ricos en cambios políticos, sociales y culturales como fue la segunda mitad de nuestro siglo XIX. Políticamente corresponde a lo que en nuestra historiografía convencional es denominada la era de los gobiernos liberales que se enmarca entre el gobierno de José Hilario López y el régimen de los gobiernos de Rafael Núñez llamado la Regeneración»989.Precisamente,   —577→   Núñez será el presidente que introduzca unas reformas más radicales, sobre todo a raíz de la Constitución de 1886, eliminando el monopolio del tabaco y estimulando los productos agrícolas exportables, lo que produjo una etapa de gran crecimiento de las exportaciones y la inserción de la economía colombiana en el comercio internacional. Como ocurre en otros países hispanoamericanos, esta economía basada todavía en la extracción y exportación de materias primas no tarda en desembocar en un sistema económico «dependiente», sometido a los vaivenes del mercado exterior y a los desequilibrios del interior. La primera crisis de inflación provoca que el peso pierda valor frente a la libra esterlina y esto hace que los comerciantes importadores, como era el caso de la propia familia de Silva, tengan que pagar más por sus productos de lo que les proporciona el escaso y muy saturado mercado interior y, en consecuencia, se vean abocados a la quiebra. El Almacén de Ricardo Silva, ubicado en la acera izquierda de la Carrera 1.ª al Oriente o Calle Real, era uno de los ciento noventa de que disfrutaba la ciudad. Como señala Enrique Santos Molano, «ciento noventa almacenes en una ciudad de 150.000 habitantes, el 80% de ellos sin capacidad adquisitiva, no parecían ofrecer facilidades de lucro»990. En el seno de este negocio familiar se produce la formación vital e intelectual de José Asunción Silva, como «habitante» de un almacén, es decir, de uno de los lugares más significativos en la transformación que las ciudades -y las hispanoamericanas también- experimentan en las últimas décadas del siglo XIX. Antes de sentir la necesidad de «flanear», Silva habita el «último refugio del flâneur», tal y como lo definió Benjamin: «al comienzo la calle se le hizo interior y ahora se le hace ese interior calle. Por el laberinto de las mercancías vaga como antes por el urbano...»991. Sólo que Silva vaga por su almacén antes de haber vagado por las calles con conciencia de lo que esa actitud significa. Silva «comparte la situación de las mercancías», antes de ser «un abandonado en la multitud», aunque llegara a serlo de manera ejemplar. Lo cierto es que Silva se familiariza desde niño con los «objetos de arte» que bajaban de los barcos, con los «paisajes de cultura» que configuraban todas aquellas mercancías finiseculares no desprovistas aún de su «aura». Lo señala muy lúcidamente también Santos Molano: «Detrás del mostrador aprendió José Asunción Silva a distinguir el aroma de los perfumes, marca por marca, desde el Ilang Ilan hasta el Atkinson; conoció los colores caprichosos de las telas, desde los cheviotes hasta los de cachemire y de damasco floreado, y capturó el secreto para diferenciar sus texturas; penetró los misterios indescriptibles que se ocultan bajo el brillo de las joyas, y descubrió el encanto de las mantillas bordadas que habrán de moldearse sobre unos hombros mayestáticos. Y de estos ingredientes vertió porciones precisas en sus versos y su prosa»992.

Las relaciones de Silva con el movimiento modernista han sido estudiadas profundamente por críticos tan competentes como B. Gicovate, Iván A. Schulman, A. Roggiano,   —578→   Héctor Orjuela, Camacho Guizado993, etc., proponiendo soluciones en muchos casos contradictorias. Si admitimos la importancia de la modernización urbana, de los modos de vivir la ciudad que hemos experimentado en sus contrastes más álgidos durante todo el siglo XX como hechos determinantes en la construcción de un discurso literario radicalmente nuevo, que se autodenominó «moderno» o «modernista» y que en realidad ha resultado ser nuestro «contemporáneo», si admitimos, igualmente, ese momento de la aparición de las «nuevas ciudades» -y de las nuevas relaciones que ellas inauguran- como el espacio de tensión entre las formas de la tradición y la necesidad de investigación que esas mismas formas experimentan al intentar adaptarse a un nuevo espacio y a unas nuevas normas, quizá el caso Silva, con sus oscilaciones entre lo «pastoral» y lo «contrapastoral», entre lo bogotano y lo parisiense, entre el posromanticismo becqueriano y el decadentismo europeo, etc., etc., podría resultar clarificador no sólo para el análisis de su propia trayectoria literaria sino, incluso, para alguno de aquellos problemas enquistados en el debate tradicional sobre el movimiento modernista. Porque si la ciudad ocupa un lugar central en la trayectoria vital y literaria de José Asunción Silva, no menos central es el lugar que ocupa otro de los grandes protagonistas de la modernización finisecular: el dinero.

Parece evidente que la caracterización sociológica de José Asunción Silva no se corresponde con el modelo de escritor o intelectual modernista. Como señalaba Yerko Moretic en un artículo ya canónico, la mayor cantidad de intelectuales que la época aporta proviene de un grupo social emergente en la Hispanoamérica del periodo, gracias a la expansión económica que provoca el imperialismo financiero y a cuyas consecuencias políticas no es ajena, precisamente, la historia colombiana de aquellos años. Ese grupo emergente no es otro que el de la llamada pequeña burguesía o clase media, integrada por pequeños comerciantes, obreros cualificados, profesionales liberales, etc., etc. Del análisis de esa extracción han podido obtenerse algunos datos clarificadores que ayuden al estudio de ciertos aspectos confusos o contradictorios de la ideología estética modernista994. Silva, en cambio, pertenece, como hemos visto, a la clase alta colombiana, a aquella aristocracia terrateniente o comerciante que pugna por transformarse en burguesía industrial modernizadora, en un afán de reciclaje económico que le permita conservar sus antiguos privilegios. Es decir, pertenece, a aquella monarquía burguesa de la que hablara Rubén Darío en su famoso cuento y no a los nuevos ricos, rastacueros, a los burgueses áureos   —579→   de que hablara Ramos Mejía, esos que fomentaban el «estatismo» de la multitud y facilitaban las tiranías de las «mediocridades conservadoras»995. La vida de Silva transcurrió, como sabemos, escindida angustiosamente entre sus obligaciones económicas para con el patrimonio familiar y su vocación artística antiutilitarista, decididamente identificada con la ideología estética finisecular de la que el modernismo hispanoamericano es una manifestación notable996.

En la Carta abierta a la señora de Portocarrero, que se ha fechado tradicionalmente en l892, Silva expone algunas argumentaciones estéticas que nos señalan, muy a las claras, su posición en el conflicto entre el artista y la sociedad burguesa:

Es que usted y yo, más felices que los otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril inconcluso, en el ministro incapaz, en la sementera malograda o en el papel moneda que pierde su valor, en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave de oro con la que se abren las puertas de un mundo que muchos no sospechan y que desprecian otros; de un mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo; es que usted y yo preferimos al atravesar el desierto, los mirajes del cielo a las movedizas arenas, donde no se puede construir nada perdurable; en una palabra, es que usted y yo tenemos la chifladura del arte, como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos.997



La Carta reúne los rasgos característicos de estos epistolarios metapoéticos que se suceden en la literatura finisecular desde las estribaciones del romanticismo: el destinatario femenino, la protesta pastoral contra el utilitarismo, la exaltación del espíritu artístico como instrumento para ennoblecer la existencia humana, la alusión a la «anormalidad» (la «chifladura»), el precio que la sensibilidad exacerbada tiene que pagar ante la sociedad utilitarista y que el artista no sólo asume sino que adopta como seña de identidad, como bandera de su «gloriosa marginación». Recordemos algunos de los modelos que Silva utilizará para la elaboración de su novela De sobremesa: las obras de Huysmans, de Mauricio Barrés, de Oscar Wilde, D'Annuzio, el diario de María Bashkirtseff, e incluso, desde otra tradición, las Cartas literarias a una mujer de G. A. Bécquer. En este sentido, el párrafo que citamos es una muestra característica de la defensa de unos principios morales basados en los valores del arte, frente a una sociedad burguesa que condena estos valores a la marginalidad de lo no productivo, pero también a la «resacralización» que los propios artistas efectúan a partir de su propia conciencia de marginalidad.

No obstante, Silva además de por sus «creencias» estéticas, estuvo preocupado casi toda su vida por la «pérdida de valor del papel moneda». Hasta el punto de que el letraherido autor de Intimidades, El libro de versos o Gotas amargas, pone en boca del protagonista de su novela póstuma, José Fernández, le richissime américain, las siguientes reflexiones:

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El plan que reclamaba el fin único a que consagrar la vida me ha aparecido, claro y preciso como una fórmula matemática. Para realizarlo necesito un esfuerzo de cada minuto por años enteros, una voluntad de hierro que no ceda un instante. Más o menos será éste. Tengo que aumentar al doble o al triple de lo que vale hoy mi fortuna para comenzar. Si la comisión de ingenieros, mandada de Londres por Morrel and Blundell, da un dictamen favorable, sobre las minas de oro que tengo negociadas con ellos y que en la mortuoria de mi padre se evaluaron en una suma insignificante, las minas me darán al vendérselas varios millones de francos. Deben los ingleses cablegrafiar a París, de un momento a otro y los Mirandas me avisarán por telégrafo a Ginebra, donde iré a pasar el mes de agosto. Hecha esa operación trasladaré a Nueva York todo mi capital y fundaré con Carrillo la casa para llevar a cabo los negocios que tiene él pensados.998



Es cierto que ese plan ideado por Fernández no acababa con el simple proceso de enriquecimiento de su protagonista, sino que aspiraba a cumplir unos más altos ideales: la redención de todo el país por obra y gracia de una muy particular «dictadura política», ideada también por nuestro héroe. Dejando a un lado, por esta vez, esos «delirios salvadores» tan sintomáticos de una cierta cultura política finisecular que nos ofrecerá sus «frutos más logrados» en el primer tercio del siglo XX, nos parece oportuno llamar la atención sobre el papel que Fernández otorga al dinero, así como sobre la descripción de sus proyectadas actividades económicas, que irían desde la fundación del capital sobre los restos de un patrimonio oligarca, a la fácil adecuación al ritmo económico financiero de una burguesía en creciente internacionalización. Y en este sentido, la novela de Silva es extraordinariamente significativa, porque en ella podemos apreciar claramente, al igual que en algunas obras de Darío, Casal y la literatura modernista en general, cómo en Hispanoamérica el proceso de internacionalización de la economía, del dinero, es paralelo al proceso de internacionalización del arte, a la construcción de un concepto cosmopolita de la estética.

Para Simmel, «en la medida en que el dinero equilibra uniformemente todas las diversidades de las cosas y expresa todas las diferencias cualitativas entre ellas por medio de diferencias acerca del cuánto, en la medida en que el dinero, con su falta de color e indiferencia, se erige en denominador común de todo valor, en esta medida, se convierte en el nivelador más pavoroso, socava irremediablemente el núcleo de las cosas, su peculiaridad, su valor específico, su incomparabilidad»999. Las grandes ciudades, sedes principales del tráfico monetario, serían, por tanto, los verdaderos centros de la indiferencia, entendida ésta como el fenómeno anímico más importante que la vida de la gran ciudad produce en sus habitantes al impedir, a través de la intensificación de la vida de los nervios y la fugacidad e imprecisión de las relaciones interpersonales, la percepción del «significado y el valor de las diferencias de las cosas y, con ello, se acaba por no percibir a las cosas mismas». La dificultad de imponer la propia personalidad por encima de las dimensiones de la gran ciudad es, por tanto, una tarea compleja y contradictoria que, en   —581→   general, conlleva comportamientos un tanto pintorescos y que, sin embargo, han caracterizado la mayoría de las actitudes artísticas del pasado fin de siglo. Simmel lo explica igualmente:

...Se acude a la selección cualitativa para así, por la estimulación de la sensibilidad de la diferencia, ganar para sí, de algún modo, la conciencia del círculo social: lo que entonces conduce finalmente a las rarezas más tendenciosas, a las extravagancias específicamente del ser-especial, del capricho, del preciosismo, cuyo sentido ya no reside en modo alguno en los contenidos de tales conductas, sino sólo en su forma de ser diferente, del destacarse y, de este modo, hacerse notar; para muchas naturalezas, al fin y al cabo, el único medio, por el rodeo sobre la conciencia del otro, de salvar para sí alguna autoestimación y la consciencia de ocupar un sitio.1000



La bohemia, el malditismo, el dandysmo serían pues fenómenos específicamente urbanos, además de actitudes estéticas pastorales, enfrentadas con el materialismo y el utilitarismo de la modernización y de los modos de vida burgueses.

¿Cómo vivir inmerso en la «cosificación» del dinero, protagonizándola incluso, y simultáneamente consagrado a la defensa de los sagrados principios del arte, de una «moral estética»? Éste es el drama de José Fernández, el protagonista de De sobremesa, neurasténico buscador de sensaciones inéditas, idealista enamorado de un ideal estético, coleccionista exacerbado de paisajes artísticos y simultáneamente richissime américain, financiero cosmopolita, lleno de sueños prácticos y regeneracionistas, un personaje que, glosando a Gutiérrez Girardot, no sólo acaba integrándose, «mal de su grado», en el mundo del «rey burgués», al que despreciaba, sino que siempre perteneció, «mal de su grado», a ese mundo contra el que sostiene una titánica lucha abocada al fracaso, al fracaso de la muerte de Helena, de la muerte del ideal, al fracaso y la condena del interieur burgués, del gabinete provincial construido como escenografía de un paraíso artístico imposible1001. Ese José Fernandéz que suspende la lectura del libro empastado en marroquí negro y le ajusta la cerradura de oro, dando por terminada la lectura de De sobremesa, se parece demasiado al José Asunción Silva de los últimos años, encerrado en sus gabinetes de Caracas o Bogotá, evocando los paraísos interiores parisinos, pero entregado a una frenética actividad de «hombre práctico» a través de su proyecto fabril de baldosines. Quizá porque, como ha señalado Cano Gaviria apoyándose en uno de los autores favoritos de Silva, Maurice Barrés, el único modo de dejar de ser un «hombre práctico», era para Silva triunfar como tal, obtener el dinero que podría transformarle en un hombre verdaderamente libre1002. El triunfo imaginado para José Fernández no fue suficiente, no bastó a su autor, a quien la sociedad bogotana no perdonó su traición parisiense; el esteta, el dandy encarnado en ultramar que intentó afirmar su «diferencia» por encima de la cosificación del dinero, no estuvo a la altura de las circunstancias cuando se vio obligado a admitir su   —582→   pertenencia a ese universo económico, íntimamente odiado, pero nunca verdaderamente desterrado de la realidad de sus condiciones de vida. Como señalara Hernando Villa, «si José Asunción hubiese sabido ser pobre, no se habría matado»1003.

De cualquier modo, y dejando al margen cuestiones relativas a la leyenda vital o literaria de José Asunción Silva, lo que nos interesa señalar es cómo una serie de significantes -en este caso: el dinero- íntimamente ligados al desarrollo de la vida urbana, se articulan en la lógica interna de la obra del escritor colombiano como una suerte de dialéctica, que va desde la relación con el espacio urbano «exterior», significativamente bogotano, hasta la representación escenográfica de una serie de «interiores» con indudable color parisién.




La tradición y el exterior monumental

La relación con el espacio urbano exterior se plantea, pues, como una relación con los orígenes, con la geografía de la ciudad provincial, casi gran aldea, llena de reminiscencias coloniales contrastadas por infructuosos esfuerzos en el camino hacia la modernización. Desde el interior del discurso, esta relación también es elaborada por Silva como un encuentro con los orígenes, es decir, con la «tradición», con la tradición colombiana más próxima, la del romanticismo1004, y con el corpus más amplio de la tradición hispánica en general. Y esa relación, significativamente se materializa casi siempre, se encarna, en un género, el poético, género por otra parte tópicamente encasillado por el idealismo romántico como la forma perfecta para la materialización de la esencia, de lo original, de lo natural, de lo espiritualmente correcto. Tomemos como ejemplo el poema titulado «Al pie de la estatua» que Silva incluiría en su El libro de versos y que no es precisamente un poema de juventud, ya que está fechado en 1895, un año antes de su muerte. Poema bastante extenso que comienza:


Con majestad de semidiós, cansado
Por un combate rudo,
Y expresión de mortal melancolía
Álzase el bronce mudo
Que el embate del tiempo desafía,
Sobre marmóreo pedestal que ostenta
De las libres naciones el escudo
Y las batallas formidables cuenta...



El poema es indudablemente una composición de circunstancias, leído en la embajada Venezolana el día consagrado a la celebración de la fiesta nacional de ese país y dedicado a la memoria del libertador, Simón Bolívar. Tiene, por tanto, un tono de exaltación patriótica,   —583→   es más, de exaltación americanista, que lo sitúa dentro de esa gran tradición que inaugurara Andrés Bello con sus Silvas y que el poeta colombiano debió tener muy presente, incluso en la elección del metro utilizado. Es un poema, por tanto, en el que la intertextualidad, el diálogo con la tradición está muy presente. Mas, a pesar de todo, es también un poema muy moderno. Silva nos presenta desde el primer momento la figura legendaria del libertador como una realidad «cosificada», esto es, como la estatua que preside un monumento situado como mobiliario urbano en el centro de un parque:


Amplio jardín florido lo circunda
Y se extiende a sus pies, donde la brisa
Que entre las flores pasa
Con los cálices frescos se perfuma,
Y la luz matinal brilla y se irisa
De claros surtidores en la espuma;
Y, do bajo lo verde
De las tupidas frondas,
Sobre la grama de la tierra negra,
Loca turba infantil juega y se pierde
Y del lugar la soledad alegra
Al agitarse en cadenciosas rondas...



Silva, respetando el indudable «valor histórico» del monumento:


Y su perfil severo,
Que del sol baña la naciente gloria,
Parece dominar desde la altura
el horizonte inmenso de la historia...



le añade lo que Alois Riegl ha denominado «valor de antigüedad», por el que «el monumento es solamente el sustrato inevitable para producir en quien lo contempla aquella impresión anímica que causa en el hombre moderno la idea del ciclo natural de nacimiento y muerte, del surgimiento del individuo a partir de lo general y de su desaparición paulatina en lo general»1005. Quien contempla el monumento es, en este caso, un poeta, y el poeta «moderno» es quien sufre la impresión anímica del ciclo natural de nacimiento y muerte, y la transcribe en el poema. Ése es, sin duda, el argumento, el desarrollo que persigue el texto:


...Fija
En ella sus miradas el poeta,
Con quien conversa el alma de las cosas,...
Y al ver el bronce austero
Que sobre el alto pedestal evoca
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Al héroe invicto de la magna lucha,
Una voz misteriosa que lo toca
En lo más hondo de su ser escucha...
Dice la voz de la ignorada boca
Que en el fondo del alma le habla paso:
«Oh, mira el bronce, mira...
Y que solemne majestad respira
La estatua del coloso
Vencedora del tiempo y de la muerte.
Que resuene tu lira...».



A partir de este momento, esa voz que surge del poeta, se dedicará a cantar las grandezas legendarias del héroe, sus valores históricos. Sin embargo, esos valores históricos no son tratados por el poeta como valores absolutos, sino a través de una mirada moderna, como valores relativos, como valores de antigüedad, que son los que le otorgan al monumento su cualidad evocadora, rememorativa. El monumento, pues, la estatua de bronce que representa al Libertador, se «cosifica», pasa a formar parte del acervo artístico cultural del pueblo hispanoamericano, no tanto como un valor absoluto de su historia:


Di su sueño más grande hecho pedazos
Di el horror suicida
De la primer contienda fratricida...
Hasta el fin de los tiempos, y adivina
El porvenir de luchas y de horrores
Que le aguarda a la América Latina...



Ya que el valor histórico es cuestionado, incluso en su proyección hacia el futuro. Lo importante es el valor de antigüedad, aquél que convierte al monumento en la crónica de un mundo acabado, cuyo signo histórico -la figura del Libertador- es precisamente el símbolo del origen de esa tradición cultural:


¡Una sola, una sola
Generación se engrandeció en la lucha
Que redimió a la América Española!
Y legó a los poetas del futuro,
Más nombres que cantar, más heroísmos
Que narrar a las gentes venideras...



La actitud moderna del poeta es aquí evidente al trasladar la significación oficial del objeto monumental hacia otro espacio, el espacio de lo estético, en el que la configuración urbana que rodea al monumento, los jardines, los paseantes, los niños que juegan alegres e ignorantes a su alrededor, nos hablan de una nueva utilidad situada más allá de la rememoración histórica, mucho más cercana a la nueva disposición de confort urbano que ofrece la ciudad modernizada. El monumento dialoga con la ciudad y la ciudad con el monumento en una conversación fluida, sin solemnidades ni aspavientos patrióticos. El   —585→   poeta será el encargado de devolver la trascendencia a ese diálogo, afirmando en el canto a la belleza de la antigüedad la única posibilidad creadora del artista moderno:


Tú que sabes la magia soberana
Que tienen las ruinas
Y al placer huyes y su pompa vana,
Y en la tristeza complacerte sueles;
Di en tus versos, con frases peregrinas
La corona de espinas
Que colocó la ingratitud humana
En su frente, ceñida de laureles.
Y haz el poema sabio
Lleno de misteriosas armonías,...
Y al levantarse al cielo un humo denso
Trueque en sonrisa blanda
El ceño grave de su augusta sombra!



La historia no importa, a pesar de que la historia, en este caso, sea la de la grandeza del fracaso -es decir, una historia muy querida por el artista moderno-, la historia puede ser transformada, relativizada, reescrita, por la capacidad regeneradora del arte1006. Silva se enfrenta con su propia tradición cultural e histórica para apropiársela como objeto cultural susceptible de ser manipulado por el arte, pero esa apropiación se ejecuta desde la posición del flâneur, del paseante, que deambulando por el nuevo espacio de relaciones estéticas configurado por la ciudad se tropieza literalmente con el motivo poético, apropiándoselo como objeto artístico que le pertenece -pues forma parte del mobiliario de la ciudad- y utilizando arbitrariamente sus contenidos, los valores históricos, como ingredientes de la elaboración poética que ejecutará a partir del encuentro.




El interior de lo moderno

La transformación del espacio exterior urbano se complementa en el fin de siglo con la creación de los nuevos «interiores» domésticos. Como señala Gutiérrez Girardot, «la sala es un interieur, es decir, el sustituto de la sala ascética tradicional»1007. Benjamin, por su parte, ya indicó que «el ámbito en que vive se contrapone por primera vez para el hombre privado al lugar de trabajo. El primero se constituye en el interior... El hombre privado, realista en la oficina, exige del interior que le mantenga en sus ilusiones. Reprime (sus reflexiones mercantiles y sociales) al configurar su entorno privado. Y así resultan las fantasmagorías del interior. Para el hombre privado el interior representa el universo. Reúne en él la lejanía y el pasado. Su salón es una platea en el teatro del mundo»1008. Silva,   —586→   que exterioriza, como hemos visto, en su poesía la apropiación del espacio urbano exterior, construye la escenografía de su «interiorización» estética en el espacio fantasmático de su prosa más notable, la novela De sobremesa:

Recogida por la pantalla de gasa y encajes, la claridad tibia de la lámpara caía en círculo sobre el terciopelo carmesí de la carpeta, y al iluminar de lleno tres tazas de China, doradas en el fondo por un resto de café espeso, y un frasco de cristal tallado, lleno de licor transparente entre el cual brillaban partículas de oro, dejaba ahogado en una penumbra de sombría púrpura, producida por el tono de la alfombra, los tapices y las colgaduras, el resto de la estancia silenciosa.1009



Este arranque de la narración que en párrafos posteriores se enriquece con «pantallas de gasa», «bujías», «el piano con su teclado de marfil y ébano», «tapices de lana» «panoplia con espadas», «cuadros con marco florentino dorado», «humo de cigarrillos egipcios», «muebles forrados con cuero de Rusia», etc., etc., alcanza su clímax cuando una mano irrumpe sobre este escenario objetual y lo arranca de la penumbra encendiendo un poderoso candelabro. Sólo en ese momento percibimos que en el «interior» descrito hay también personajes, José Fernández y sus amigos. Gabriel García Márquez en el prólogo a la última edición de la novela describe este comienzo como un inicio con intuición cinematográfica, empleo de técnicas cinematográficas antes del cine, observación ingeniosa, pero a todas luces inútil1010. Lo interesante sería descubrir por qué Silva enmarca el desarrollo de toda su narración en este espacio interior, cerrado y estático:

Adormecíase en él la semioscuridad carmesí del aposento. El humo tenue de los cigarrillos de Oriente ondeaba en sutiles espirales en el círculo de luz de la lámpara atenuada por la pantalla de encajes antiguos. Blanqueaban las frágiles tazas de china sobre el terciopelo color de sangre de la carpeta, y en el fondo del frasco de cristal tallado, entre la transparencia del aguardiente de Dantzing, los átomos de oro se agitaban luminosos, bailando una ronda, fantástica como un cuento de hadas.1011



Si no con movimiento, el imaginario del artista moderno, o modernista, está lleno efectivamente de imágenes, las imágenes estáticas de la pintura, los interiores impresionistas, ciertos cuadros de Wistler e incluso de Moreau, abigarrados por objetos de cultura que dibujan los rasgos precisos de distintos paisajes interiores. La sinestesia plástica es uno de los rasgos fundamentales, como sabemos, de la literatura modernista. Benjamin en el trabajo antes citado, decía que «el interior es el lugar de refugio del arte. El coleccionista es el verdadero inquilino del interior. Hace asunto suyo transfigurar las cosas. Le cae en suerte la tarea de Sísifo de quitarle a las cosas, poseyéndolas, su carácter de mercancía.   —587→   Pero les presta únicamente el valor de su afición en lugar del valor de uso. El coleccionista sueña con un mundo lejano y pasado, que además es un mundo mejor en el que los hombres están tan desprovistos de lo que necesitan como en el de cada día, pero en cambio las cosas sí están libres en él de la servidumbre de ser útiles»1012. José Fernández, el trasunto de Silva, es de una parte el «hombre privado», el burgués, que se construye su «interior» como complemento de la oficina y para que le mantenga vivas sus ilusiones, sus sueños. Pero sus sueños son sueños de arte, en los que el ideal estético, la «moral estética», impera sobre cualquier otra consideración práctica. José Fernández es un «coleccionista», pero también es un artista; en su persona, trasunto del propio Silva como hemos dicho, se encarnan las contradicciones centrales del modernismo, del arte moderno: la fascinación irreprimible ante la modernidad y el rechazo visceral de la modernización con sus secuelas ya conocidas: la nostalgia del pasado, la interpretación esteticista de la realidad, el vitalismo extremado, etc., etc. José Fernández, aunque lo niegue -actitud de falsa modestia típica de los escritores finiseculares, ya que consideran a la poesía como la más sublime de las artes- es un poeta, un poeta modernista, o al menos moderno. Tal y como señala Girardot en el texto ya citado, «la percepción de la ciudad por los poetas modernistas no podía manifestarse como la expresaron los novelistas, no sólo porque el género lo impedía, sino sobre todo porque esa percepción se hallaba estrechamente ligada a un proceso de «interiorización», es decir, de sensibilización de la experiencia interior del hombre»1013.

La «novela de artista» que, sin duda, es De sobremesa, y cuya genealogía ha trazado Gutiérrez Girardot en dos trabajos memorables1014, se estructura ella misma -y de ahí todas las polémicas sobre si es novela o no es novela- como un espacio interior, cerrado, en donde se desarrollan las aventuras y desventuras de un «yo», el de José Fernández, poeta modernista, en un proceso de interiorización constante de la percepción de la ciudad moderna, sea esta París, Londres o la misma Bogotá. Y esa interiorización se materializa en las contradicciones que el protagonista, artista finisecular, pero también «coleccionista», padece como episodios de la pretendida acción y que en realidad son «episodios de conciencia». De lo pastoral a lo contrapastoral, por usar una vez más la terminología de Bermann, de la imagen iconográfica de Helena al intento de asesinato de la prostituta -como núcleos centrales de la acción de la conciencia-, desde las anchas y cuidadas avenidas, flanqueadas por mansiones lujosas y confortables, a los suburbios miserables y mezquinos, de Max Nordau al doctor Rivingston, del esquema interiorizado de «lo parisino» al malestar que produce en el protagonista su estancia en el París real, se debate la conciencia de José Fernández, atrapada entre la «intensificación de la vida de los nervios» y la nostalgia de un universo estético idealizado e inalcanzable:

Tú hueles a fábrica y a humo, mi Londres fuliginoso y negro, la trabazón aérea de telegráficas redes cruza tu cielo opaco; tiene tu ferrocarril subterráneo aspecto de pesadilla   —588→   grotesca; el pueblo que te habita ignora la sonrisa; tú París, acaricias al viajero con la amplitud de tus elegantes avenidas, con la gracia latina de tus moradores, con la belleza armoniosa de tus edificios, ¡pero en el aire que en ti se respira se confunden olores de mujer y de polvos de arroz, de guiso y de peluquería! Eres una cortesana. Te amo despreciándote como se adora a ciertas mujeres que nos seducen con el sortilegio de su belleza sensual y sé bien que los pies de Helena no huellan tu suelo, ¡oh pérfida y voluptuosa Babilonia!1015



José Fernández es un trasunto de José Asunción Silva, pero no parece acertado afirmar que sea el «otro Yo» del poeta colombiano, sino más bien, como señaló Girardot, el arquetipo del artista absoluto hispanoamericano en una sociedad que se debatía entre la tradición y la modernización, entre los rezos bogotanos y los excesos parisinos. Lo que en José Fernández funciona como salvación, la construcción de ese «interior» estetizante que lo protege de la oficina bogotana, preservando su nostalgia de un pasado «moderno», es decir, el de sus sueños, no tuvo el mismo efecto para su creador. El silencio como única salida futura para el arte que la novela propone en su final se quebró en la vida verdadera del artista con el estruendo de un disparo apuntado por él mismo al centro de su corazón. José Asunción Silva, el burgués bogotano que vivió como un dandy europeo, no supo ser pobre, ni en la vida ni en la literatura.