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ArribaAbajoExótica insular, que ni deja testar las islas que van...

José Ignacio Úzquiza



Universidad de Extremadura

La literatura ha tratado de interpretar y definir, desde antiguo, la multitud de islas posibles. Frecuentemente, las islas han sido vinculadas a secretos, utopías, revoluciones, independencias, tesoros, culturas extrañas y, más modernamente, vinculadas también a exotismos y turismos de toda clase. Así, había islas habitadas por pueblos inéditos, pacíficos o caníbales, por terribles piratas y sangrientos revolucionarios, por exiliados y carcelarios, por gentes perseguidas o solitarias e, igualmente, por naturalistas, millonarios, ecologistas o traficantes. Las islas eran lo que excedía a lo peninsular, a lo continental, su cara suelta y opuesta, los ricos pero imprevistos bordes de la «civilización». Había que aprovecharse de ellas y explotarlas. Y además las había de todas las formas y tamaños y medioambientes: islas de bosques o selvas, de desiertos o roquedales, islas de fuego o de hielo. A ellas, a menudo, se las ha puesto como ejemplo a la hora de cuestionar aspectos importantes de la cultura peninsular o continental o de otras islas más grandes incluso, así por ejemplo, las utopías italianas o inglesas de los siglos XVI y XVII, o también las obras del irlandés Defoe, con sus piratas y robinsones. Al mismo tiempo, ha habido islas y archipiélagos con gran empuje cultural y gran capacidad de expansión, por ejemplo el Egeo o la Polinesia, y, también, con capacidad grande de colonización, como las Islas Británicas. Finalmente, las islas forman frecuentemente archipiélagos marinos y también fluviales, como se ve en los grandes ríos americanos.

Dentro del continente americano (o de su órbita), consideremos por ejemplo la Isla de Pascua y sus misteriosos pobladores antiguos, con no sólo las grandes estatuas que todos hemos visto, sino también esas tablillas o tabletas «parlantes» creadas por los primitivos habitantes de las islas, en lenguaje jeroglífico, de probable origen polinésico pero independiente, tablillas que desde hace tiempo son investigadas por la profesora rusa Irina Fedorova. Son los textos llamados «Rongo Rongo», del siglo XVI o antes, con ideogramas, signos y palabras alusivos a cantos folclóricos o rituales, relacionados con   —634→   la agricultura y la historia de la isla y pertenecientes a jefes de familia y también al pueblo. Estas tablillas conservadas son veinte y están escritas de abajo arriba y de izquierda a derecha.

Otro ejemplo lo constituyen las Islas Galápagos, esas islas que Melville llamó «encantadas»; islas de piratas, científicos (en ellas empezó a elaborarse o sistematizarse el concepto de «evolución de las especies»), animales prehistóricos y visitantes en general; invocando a las tortugas gigantes de estas islas, el escritor dijo que, aunque de lejos parecen monstruos, al examinarlas de cerca se transfiguran y cobran una venerable antigüedad que, diríase, proviene de las raíces del mundo, y añadía Melville: «¡Ah, vosotros, los más viejos habitantes de esta isla o de otra, os ruego que me deis libertad!»1091; y algunas de estas islas fueron, a comienzos de siglo, cárceles, como la Isabela; e islas éstas encantadas de recibir, desde antiguo, invitados extraños, prófugos, piratas, abandonados, solitarios, lápidas desconocidas, gente, en fin, que Melville mismo bautizó como «humanidad en eclipse»1092.

Otro caso, puede constituirlo la Isla de los Cocos: frente a las anteriores más ásperas, ésta es una isla bosque tropical, que apenas se visita y que está custodiada por la guardia costarricense, para vigilar el tráfico de plantas, aves y especies marinas, que a veces se da en esta isla virgen, que, como las anteriores, son Parque Nacional. Y, en fin, la antigua Isla Española en Las Antillas: una isla fuertemente poblada, de sierras tropicales que reúne, como sabemos, toda una historia colonial, de esclavismo negro-antillano, colonización europea, liquidación indígena, vudú, miseria, etc. Está dividida en dos países, Haití y la República Dominicana; uno de los cuales (Haití), de los más pequeños y míseros del mundo, fue, sin embargo, el primero en hacer la independencia americana, en 1804, por obra de esclavos rebelados contra la colonización francesa.

Vamos ahora a detenernos, de modo particular, en este espacio conocido de Las Antillas. Las Antillas son un archipiélago extraordinariamente heterogéneo y concentrado al mismo tiempo, que forma como una elipse alargada o, quizá, una especie de calabaza acuática grande, decir de los indios taínos, con parte insular y parte continental. Aquí están los todavía nebulosos orígenes de la colonización de América, colonización realizada con esa mezcla de utopías e intereses españoles, marcada por el signo de la explotación.

Los antiguos habitantes taínos veían Las Antillas bajo las imágenes de sus mitos de origen, una calabaza con los huesos de un hijo rebelado contra su padre y asesinado luego por éste, depositados en ella, huesos que se transformarán en peces y que darán origen al mar Caribe; y una tortuga también, esa tortuga «viva, hembra» de la que hablaba fray Ramón Pané, y que se puede considerar como la madre de todos los seres mortales; Pueblos que tenían por divinidad primordial a una mujer (quizá una pareja, abuela y abuelo), llamada Itiba Cahubaba, que quiere decir «Madre vieja, llena de sangre, que muere de parto», al dar a luz a sus cuatro hijos gemelos, verdaderos ancestros de los taínos, Divinidad femenina que probablemente es una representación de la Tierra taína1093.

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Con la colonización el mito es reemplazado por la utopía y el interés lucrativo, y así Colón decía que había llegado a «donde nasce el oro» y hablaba de una «isla toda de oro», y también de pueblos inéditos, pacíficos o caníbales, que serían quizá la otra cara de los conquistadores, y que le producían, al mismo tiempo, fascinación y rechazo. «Y todo excede -añadía él- a cuanto se pueda imaginar... [pues] yo lo que quiero es que esta gente nos entregue lo que abunda entre ellos y nosotros necesitamos absolutamente»1094.

Así, las islas americanas, al empezar la historia moderna, aparecen para los europeos como las «salvadoras» de continentes entristecidos y necesitados. Ellas serían un exceso incógnito, que debía ser aprovechado sin contemplaciones, casi como un mandato bíblico y divino y una catarsis colectiva: «¡Oídme, islas, atended pueblos lejanos. El Señor me llamó, desde las entrañas de mi madre, para llevar la salvación hasta los confines de la tierra», escribía Colón en su Libro de las Profecías1095.

La salvación de este modo, quedaba vinculada a la explotación y la utopía al apocalipsis. A partir de ahora, una parte de Europa se hará americana y otra parte de África se hará americana también, y con el tiempo lo propiamente americano se diluirá tanto que se volverá heterogéneo, fragmentario y contradictorio. Y lo que saldrá de ahí será una mixtura, hecha de continentes distintos, basada en la desigualdad, la mutilación y, también, la construcción de sociedades y culturas inéditas antes de 1492. Y las Antillas ya serán como esa especie de «espesa sopa de signos», de la que hablaba A. Benítez Rojo, y ese «caos rítmico», del que hablaba también, por lo connatural que ya es la música, los sonidos de todo, al espacio caribeño. Un espacio diversificado, en el que hay islas para todo, desde las turísticas (las Bahamas, por ejemplo), hasta las más escondidas indígenas, en las que moran los indios Kuna (archipiélago de San Blas, en Panamá), pasando por las mestizadas de toda clase de gente, a partir de lo europeo y africano (por ejemplo, Jamaica, Cuba, Sto. Domingo)1096.

En Cuba, José Martí, en la época de la Independencia, recogía esta mutilación que decimos, bajo el símbolo de la viudez o de la orfandad, -de una cierta orfandad-, ligada a lo americano, o, al menos a una parte de ello: «Dos patrias tengo yo, Cuba y la noche. / ¿O son una las dos?... / Cuba cual viuda triste me aparece / ...Está vacío / mi pecho, destrozado está y vacío / en donde estaba el corazón... / ...Muda, rompiendo / las hojas del clavel, como una nube / que enturbia el cielo, Cuba, viuda pasa...»1097.

Esta viudez, este vacío con destrozamiento y esta mudez, fue, tal vez, lo que llevó a J. Lezama a indagar los «orígenes» de la insularidad antillana y cubana, la cubanidad de esa Cuba «secreta», «invisible» o «inmóvil» de la que él hablaba. Lezama trató de averiguar en qué consistía el pensamiento insular, el carácter y la mentalidad insulares. En definitiva, se esforzó en descubrir y construir la cultura cubana e insertarla en la cultura americana y universal. Como un hechicero o un mago, hizo él que Cuba misma se fuera desvelando, pues en ella habla lo que, según él, caracterizaba la «expresión americana»: ese arte de la contraconquista, ese exceso, esa multiplicación y poder de transmutación y   —636→   esa, finalmente, inserción en la cultura universal. O sea, lo que llamó el «espacio gnóstico», ese espacio de la experiencia y del conocimiento, con gran capacidad para recibir y transformar las cosas. En ese espacio se encontraba -decía él- «el centro de gravedad de la recepción americana de influencias» tan diversas. Era también el «sentimiento de lontananza» que tiene el isleño, ese hombre que, como decía el poeta, «sueña en lejanías» y tiene al agua por compañera de viaje y de comunicación1098. Lo insular es abertura y lontananza pero igualmente cerco, prisión. La isla aparece como un centro, un ombligo abierto y cercado por el agua y el horizonte. Todo ahí «se insulariza», es decir, se siente como emergiendo y viniendo a nacer otra vez, como una isla que naciera, que surgiera de pronto, así la propia obra poética. Pero ese espacio abierto de Lezama es inseparable de la mixtura, de la fragmentación y del archipiélago de gentes, raíces y sones. Nicolás Guillén, en el prólogo de Sóngoro Cosongo, decía: «En Cuba todos somos un poco nísperos (la fruta esa). La inyección africana en esta tierra es tan profunda y se cruzan y entrecruzan en nuestra tierra tantas corrientes capilares, que sería trabajo de miniaturista desenredar el jeroglífico»1099.

Y al otro lado de Las Antillas, y en otra lengua, tratando también de desenredar el jeroglífico, aparece el poeta Derek Walcott. En él, la escritura se hace insularidad, recepción, secreto, ruptura, transformación e inserción. Él destaca los aspectos históricos y culturales de Las Antillas (grandes o pequeñas) y, en particular, su lado esclavista y negro-antillano, que constituye, como decía Guillén, una corriente fundamental. En «Omeros», su poema más largo, de más de mil versos, traspone el mundo egeo al Caribe y nos da la versión antillana, transformadora y mestiza del Egeo clásico: Aquiles y Héctor son pescadores negros y Helena una criada antillana, también negra, y el autor va en busca de «la antigua lengua de las islas», esas islas que, aunque viudas, mutiladas, mudas o huérfanas, aparecen también como extrañamente completas. «Sólo soy un mestizo negro que ama el mar / Recibí una sólida educación colonial. / En mí hay holandés, negro e inglés / Yo no soy nadie o yo solo soy una nación entera», pues «cada hombre es una nación en sí mismo, sin madre, sin padre, sin hermano». «Omeros» forma parte de ese «arte de la contraconquista», de esa rebelión del colonizado frente a los modelos (lingüísticos para empezar) del colonizador, que cuaja en la recepción, rotura y transmutación de esos mismos modelos, al contacto con lo diferente. «Aquí se lee al revés», dice Walcott, que añade: «Mi homenaje a Omeros, mi exorcismo», pues «los clásicos consuelan, pero no lo suficiente». Y resume, a continuación: «la base de la experiencia antillana son esos restos compuestos de fragmentos, de ecos, sin sentido de la contradicción y llenos de raíces». Estos fragmentos, entonces, llenos de raíces, dan lugar a composiciones culturales inéditas, y a menudo, heterodoxas. Cada texto lleva dentro de sí muchos discursos, orales y escritos, alterados y reelaborados de nuevo. La historia de Las Antillas es parecida, dijo Walcott en su conferencia de recepción del Premio Nobel, a «una vasija que se rompe» y que trata con amor y dolor al mismo tiempo de repararse, reconstruirse, tal vez para volver a romperse otra vez (así es quizá también la propia conciencia del antillano, lo mismo que su «eléctrica» expresión, electrizante y «partida»). La   —637→   historia de Las Antillas puede, del mismo modo, asemejarse al mismo coral caribeño: «Allí donde muere el coral -leemos en «Omeros»1100- / se alimenta de su propia muerte, / los huesos echan ramas y la contradicción empieza». Los corales, como sabemos, son el esqueleto de muchos peces muertos. También, José Martí se valió de esta imagen, para referirse a la historia que desembocaría en las luchas por la independencia, «como en un cesto de coral, sangrientas / en el día, las bárbaras imágenes / frente al hombre se estrujan»1101.

Ya sea, pues, como una vasija, un arrecife coralino, un níspero o un jeroglífico, la cultura antillana produce, desde un vitalismo no exento de dolor y de ira, que recibe y transforma, creaciones lingüísticas y literarias a menudo insólitas, dotadas de un fuerte poder de aglutinación. Así lo veía el portorriqueño Palés Matos, que proclamaba eufórico sus «manifiestos euforistas» y llegaba a «augurar el fenómeno de fusión pan-americana a través de las Antillas». Y añadía Palés: «el medio antillano posee rasgos, actitudes y características de raza nueva... y procede a infiltrar paulatinamente en las formas culturales dominantes el propio espíritu (de los dominados) modificándolas, con tan corrosiva eficacia que dan pábulo al nacimiento de una actitud cultural nueva. Ese es, a mi juicio, el caso de las Antillas». Si bien, reconocía igualmente que, en otros momentos, se daba en las islas el «diletantismo», por efecto del propio aislamiento y la veneración exagerada de los modelos influyentes1102.

En cualquier caso, si hay un elemento aglutinante o vertebrador de todos los pedazos dispersos de la vida caribe, con poder de asimilación e irradiación al exterior, ese elemento puede ser la música. Benítez Rojo habló de «son y nación», diciendo que en muchos lugares lo que une a todos, independientemente de las desigualdades y condiciones, es la música, el ritmo, que es «la palabra más eficaz»1103. (Y, acaso, éste podría ser un camino: crear puntos de contacto reales entre unos y otros, de modo que esas desigualdades se vean rebajadas y se «adelante con todos», como decía Martí: «si no abre los brazos a todos y adelanta con todos, la república muere»).

Por otra parte, este mundo caribeño, en función del atractivo y extrañeza que produce, ha dado lugar a muchos clichés y tópicos, establecidos por escritores europeos o antillanos mismos. Se ha visto el Caribe como un objeto curioso y exótico, y, ahora lo mismo que antes, ha despertado el apetito y el imaginario de los extranjeros. Walcott salió al paso de esto, y uno de los tópicos que criticaba era el de la célebre tristeza de los trópicos, en el sentido de los «tristes trópicos» del francés Lévi-Strauss, y añade Walcott: «hay algo de extraño y, en definitiva de falso, en la manera cómo muchos escritores europeos o caribeños, expresan esa tristeza, hasta esa morbidez; ella viene de una falsa visión de la luz y de las gentes tocadas por esa luz».

Es verdad que también hoy se puede hablar de lo contrario, del desenfado desenfrenado y fácil para un turismo exótico y ansioso. Pero al lado de la belleza y sensualidad raras de estas islas (ya Homero en la Odisea describía a Ítaca y a las demás islas con el   —638→   adjetivo eudeíelon, que puede tener varios sentidos; uno, «bien visible de lejos» y otro, «hermosa al atardecer», según se tome dēlos o deílē) hay, igualmente, mucha banalidad y horror, por la falta de oportunidades y miseria, y «ésta es la poesía de las islas: sobrevivir».

Más adelante, Walcott critica el tópico de que la cultura de las islas esté por construir, de que sea inmadura: «estos escritores extranjeros -puntualiza- critican nuestras ciudades inacabadas y la detención de su desarrollo, pero la ciudad caribe puede detenerse en el punto en que su dimensión la satisfaga, del mismo modo que la cultura antillana no evoluciona, sino que está ya formada». Curiosamente, estas consideraciones tienen un asombroso parecido con otras de Lezama en la «Expresión americana»: «El complejo terrible -señala Lezama- del americano es el de creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problematismo, cosa a resolver»1104.

Por otra parte, el concepto de isla o de insularidad ha experimentado muchas extensiones, se ha alargado y extendido mucho este concepto como metáfora. Por ejemplo, en el poeta andino César Vallejo; recordemos el poema I de Trilce, este libro tan rupturista: «Quién hace tanta bulla, y ni deja / testar las islas que van quedando». Es esa bulla que impide «testar», levantar la cabeza y dar testimonio a las «islas» (ahora, en el sentido de gentes, escritores aislados, anónimos o marginales), de su «insular corazón», pues estas gentes, lo mismo que el guano fecal de las aves marinas, tienen también una especie de «guano», de excremento interior, del alma, que puede ser muy fértil y convertirse o transmutarse en un abono precioso, si no en un tesoro (la «simple calabrina tesórea»).

Pero para dar testimonio del «insular corazón», el escritor tiene que trasladarse a «la línea mortal del equilibrio», y caminar por ella tal vez, desde «de los más soberbios bemoles», con mayúsculas, como dice el poema. Y otro poema del mismo Trilce, el XLVII, dice: «Ciliado arrecife donde nací, / según refieren cronicones y pliegos / de labios familiares historiados / en segunda gracia. / Ciliado archipiélago, te desislas a fondo, / a fondo, archipiélago mío!...»1105. El propio nacimiento, la propia existencia se ve referida a una palabra oral, que tiene que hacerse escritura jurídica que la justifique. La escritura llega a América y se convierte en vehículo de legitimación o supuesta legitimación de la historia colonial. La escritura está también en relación con los «cilios» de las pestañas o de las cejas (con los ojos pero también con la propia sierra donde nació). Y esos ojos, esas sierras, esas palabras se «desislan» dentro de él, a fondo, fragmentándose y desparramándose, formando un archipiélago en el alma, algo descoyuntado tal vez. Y el poeta se dirige al archipiélago mismo.

La imagen del archipiélago, aplicada a un país, no insular sino continental, y referida a la desarticulación o incomunicación que existe entre las gentes del mismo país, como si vivieran en un archipiélago político y social -y en última instancia, también literario-, ha sido utilizada, en el caso del Perú, por distintos escritores y tratadistas; por ejemplo, M. Vargas Llosa, en su reciente libro dedicado a José María Arguedas, La utopía arcaica, habla de este «país-archipiélago», por la incomunicación entre los distintos estratos sociales1106. O también A. Cornejo Polar, en su último libro, Escribir en el aire..., habla de   —639→   «estos países andinos que son algo así como archipiélagos interiores, drásticamente incomunicados»1107.

Y, al final, ésta será la cuestión, ¿cómo comprender la expresión de las islas, su carácter, su testimonio (ese «testar» que dijimos) más allá de las imágenes prefabricadas que de ellas nos formamos? ¿Cómo comprender, en fin, las islas y su «insular corazón»?

Para terminar, quiero referirme a una experiencia personal, donde esta comprensión se hace quizá más difícil y delicada, debido a la falta de diálogo, entre unas gentes y otras. Me refiero a las islas del archipiélago de San Blas, en el Caribe panameño, Kuna Yala, habitadas por indios Kuna, donde pasé unos cuantos días. Los Kunas son un pueblo llegado a San Blas desde el interior del continente, hace un siglo y medio aproximadamente. Viven en islas-comunidades, y cada comunidad habita en una isla, pero son pocas las islas pobladas en ese archipiélago. Las islas habitadas suelen estar así a reventar de gente, por lo que sus recursos agrícolas o ganaderos están sobreexplotados. Viven en casas-chozas de palmito y caña, con algunas maderas. Tienen un «congreso» o asamblea, que dirige los destinos de la comunidad: toda cuestión es tratada ahí. Este congreso (cuyos dirigentes son hombres, no mujeres) tiene poder consultivo, legislativo y ejecutivo, para decirlo con estas palabras nuestras. Difícilmente permiten salir a la gente al exterior. Las comunidades viven recogidas sobre sí mismas, sin apenas interferencia del exterior. A principios de siglo, los Kunas lucharon por su independencia, frente al gobierno panameño y consiguieron una autonomía considerable que mantienen hasta hoy.

En las comunidades la colectividad lo es todo, la vida individual, en cuanto tal, no cuenta mucho. A duras penas aceptaron una escuela y un puesto médico, en fechas relativamente recientes, pues lo consideraban una intromisión de fuera. Según su costumbre, los niños deben aprender las cosas propias de la comunidad, y deben hacerlo cantando y danzando. Muy poca gente habla castellano; todos se comunican en su lengua Kuna. El congreso rechaza cualesquiera obras de mejora, con máquinas, que, desde la capital, se quiera hacer en la isla. En realidad, diríase que no quieren cambiar en nada su modo de vida. No comparten, probablemente, el concepto de «historia» o de «evolución» que tenemos nosotros. A la isla principal, todos los miércoles, llega un gran transatlántico blanco lleno de turistas, que desembarcan en la isla para comprar las artesanías que los Kunas exhiben, cerámicas y una especie de pañoletas llamadas «molas», hechas a mano y en colores, que representan los motivos de su cultura. También todas las semanas llegan barcazas viejas, colombianas o panameñas, a vender a los indios determinados productos alimenticios. El mundo de los Kunas es un mundo cerrado, un archipiélago que se comunica sólo consigo mismo. A los niños, desde pequeños, se les educa en la reserva, en ser reservados con lo que son. Quizá ahí consideran que reside su pervivencia.

En las Actas del Congreso General Kuna del año 1994, se puede leer lo siguiente:

Nuestros abuelos, nuestras abuelas, conocieron el lenguaje de los animales, sabían el dolor de los ríos, la sonrisa de los árboles, el sudor de las hierbas. Los animales con sus chillidos marcaban el tiempo a nuestros abuelos; con los cuatro chillidos de los   —640→   loros conocían la cercanía o lejanía de la aurora, el canto de la iguana les alistaba a recibir al abuelo sol. Nuestros abuelos conocieron profundamente las relaciones entre los ríos y el hombre, entre los animales y el calor del sol, entre la crecida de los ríos y la siembra del algodón, del maíz... Nuestros padres seguían el curso de los cambios de las hojas de las plantas para conocer los acontecimientos de la naturaleza... Y es mucho más que la sangre lo que perdimos con la invasión y estamos perdiendo aún. Ahora se nos trata como a huérfanos.1108

Pero esto es tan sólo un mero contar superficial y descriptivo. Para llegar allí, hay que ir a un aeropuerto local en la ciudad de Panamá (Porvenir) y aquí coger una avioneta hasta el aeródromo de Cartí, una pista de aterrizaje en la selva, junto al mar Caribe; y ya de Cartí, en barca (panga), unos tres cuartos de hora hasta las islas. Fui con unos amigos de Salamanca a visitar a otros amigos médicos, que trabajaban desde hacía años en esas islas-comunidades.