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La lectura feminista en la literatura. El caso de Delmira Agustini

Mirta Fernández dos Santos


U. N. E. D.



El feminismo es una ideología, filosofía y ética y una propuesta social que intenta mejorar la calidad de vida de las mujeres, al proponer la igualdad social a través de la liberación de la mujer y la oposición al sexismo basado en el machismo y la misoginia, a la opresión, la exclusión, la dependencia y la subordinación de la mujer. El feminismo se introduce en la Historia en varias fases u olas que se traducen en tres posiciones práctico-discursivas.

A finales del siglo XIX y ocupando una buena franja del siglo XX nos encontramos con el feminismo de la igualdad, el primero, impulsado por una lucha política para apoderarse de derechos civiles que le son negados a la mujer, como el derecho al voto o el acceso al trabajo. En esta primera fase se lucha por la equiparación jurídico-formal y la ocupación legítima de los propios espacios político-económicos de la mujer. Como logros de esta primera oleada, podemos destacar el libre acceso a la educación y a los procesos productivos, mediante la incorporación de la mujer al trabajo. Sin embargo, aunque se ha avanzado mucho en este ámbito, la lucha continúa, porque aún queda mucho por hacer en el terreno de la igualdad de oportunidades, la equiparación de los sueldos e incluso en la actualidad la mujer se ve obligada a reivindicar protección legal contra la violencia sexual o a justificar sus propios derechos reproductivos.

En las décadas de 60 y 70 despunta el segundo feminismo, también conocido como feminismo de la diferencia o radical que persigue una re-definición y una re-apropiación simbólica del ser mujer.

En opinión de Claudia Gómez, «este feminismo re-situará los atributos contenidos en la abstracción de la tradición occidental del hombre-universal, en un nuevo espacio práctico discursivo que tiene en el concepto de género su más firme referente» (Gómez Cañoles, 2001: 24-25).

De esta forma, la equiparación de género y sexo logra la constitución de una subjetividad singular femenina que puede en última instancia hacer frente al discurso falocéntrico, albergado en la estructura histórica de la tradición occidental que, según Simone Beauvoir, se remonta a la época prehistórica, al momento en el que se descubrieron los metales, que el hombre, por su fuerza física, manejaba mejor que la mujer, lo que condujo a la reclusión de la mujer en el hogar mientras él salía a hacer la guerra contra sus iguales. Para esta autora, éste fue el punto histórico de inflexión y la situación de subordinación de la mujer que persiste hasta nuestros días es debida a que en este momento, por alguna razón, «el valor de arriesgar la vida se impuso por encima del valor de dar la vida», lo que propició el dominio del sexo que mata sobre el sexo que engendra. (Beauvoir, 1949: 20).

El tercer feminismo, conocido también como post-feminismo comienza en los años 90 y se prolonga hasta la actualidad. Surge como una reacción frente al feminismo esencialista que, a pesar de tentar crear una genealogía femenina, «cae igualmente en la trampa universalizadora al hablar desde la mujer blanca y heterosexual dejando fuera las diferencias dentro de las diferencias, como son el discurso de las lesbianas o de las minorías étnicas» (Gómez Cañoles, 2001: 25).

Así pues, el post-feminismo ya no se limita sólo a defender a las mujeres sino que se alza en defensa de las minorías étnicas y sexuales que son igualmente víctimas del poder hegemónico.

En este feminismo de tercera generación se cuestiona el concepto de género y su equiparación al sexo. Así, se pone en tela de juicio el hecho de que la diferencia sexual, que adquirimos biológicamente, sea la base cultural para las diferencias hombre-mujer, esto es, se niega que la atribución de características que se le otorgan a una mujer y a un hombre deriven del hecho biológico, ya que, si así fuese, esta relación de causalidad nos conduciría inexorablemente al determinismo biológico. En cambio, las feministas de tercera generación o post-feministas consideran que el género es una construcción cultural, social y psicológica impuesta sobre la diferencia sexual biológica, en opinión de Willy Muñoz (1999).

En cualquier caso, si el sexo se considera una variable binaria, no explicaría otras realidades sexuales como la homosexualidad, la bisexualidad, el transgénero, la transexualidad, la intersexualidad y sus complejas relaciones con las teorías feministas y queer.

Muchos son los autores que han teorizado sobre la polémica del género y implicaciones. Entre todos ellos destacan fundamentalmente las voces de Judith Butler y Seyla Benhabib.

Butler en su obra Deshacer el género hace un recorrido por todas esas realidades y mitos sexuales alternativos presentes en todas las sociedades, haciendo alusión al sentimiento de ser deshecho que pueden llegar a padecer las personas que no se encuadran en la escisión genérica binaria. A este respecto, afirma Butler (2006: 13): «En algunas ocasiones una concepción normativa del género puede deshacer a la propia persona al socavar su capacidad de continuar habitando una vida llevadera».

En El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad (1999), las teorizaciones de Butler van más allá de la mera descripción y se aventura en la deconstrucción, heredada de la filosofía de Jacques Derrida, para crear una nueva identidad de la mujer que eche por tierra el discurso androcéntrico que históricamente ha hablado en nombre de la humanidad. Se deduce, entonces, que el concepto de mujer tal y como lo conocemos hoy en día debe autodestruirse para renacer de sus cenizas con una nueva identidad, sin pasado, sin recuerdos: «el sujeto apriorístico y fundamental es el nuevo ídolo derribado».

Precisamente la problemática de la identidad es lo que enfrenta los discursos de Butler y Benhabib, ya que, mientras Butler, en clave foucaultiana-derridiana, propone subvertir la categoría misma de la identidad, al considerarla como una «mala ficción» con indeseables efectos disciplinarios sobre los individuos, Benhabib apuesta, en cambio, por situar la identidad, contextualizándola, más allá de los modelos de self abstractos, formales y vacíos que han sido hegemónicos en la tradición filosófica. (Guerra Palmero, 1997: 145).

Todas las teorizaciones discursivas que surgieron en torno al feminismo, sus avances y problemáticas, necesitaron el postulado previo de la filósofa existencialista Simone de Beauvoir, puesto que ella fue la primera mujer que, en 1949, a través de la redacción de la obra El segundo sexo, se propuso indagar sobre la condición de la mujer en las sociedades occidentales.

Su investigación parte de la paradoja de que la mujer, siendo un ser humano de pleno derecho, igual que el hombre, es considerada por la cultura y por la sociedad como la Otra, opuesta al Uno universal, que corresponde al sexo masculino. A este respecto se cuestiona Beauvoir (1949: 52):

¿Cómo es posible entonces que entre los sexos esta reciprocidad no se haya planteado, que uno de los términos se haya afirmado como el único esencial, negando toda relatividad con respecto a su correlato, definiéndolo como alteridad pura? ¿Por qué las mujeres no cuestionan la soberanía masculina?



Tomando esta realidad como punto de partida, se propone, en la primera parte del ensayo, estudiar los elementos que han hecho posible esta situación de opresión en la que se encuentra la mujer y describe cómo la conciben la biología, el psicoanálisis, el materialismo histórico, la historia y los mitos. Así, va desenmascarando los prejuicios, los tópicos y los puntos de inflexión de la ideología masculina que han producido y perpetúan esta situación, ya que no encuentra en ninguno de estos pilares culturales razones que justifiquen la alteridad de la mujer.

En el segundo volumen de la obra, Beauvoir se ocupa de reconstruir la manera como las mujeres viven su condición de objeto para el otro y para sí mismas, antes que de sujeto. Hace un recorrido por las diferentes etapas de la vida de la mujer (infancia, adolescencia, juventud, edad adulta) y, centrándose en la edad adulta, comenta diferentes aspectos de la vida de las mujeres: la mujer casada, la mujer madre, la mujer lesbiana, etc.

En el último apartado, titulado «Hacia la liberación», señala vías de salida de la opresión a la vez que va advirtiendo de las dificultades.

Tras este análisis minucioso, Beauvoir llega a dos conclusiones importantes: la primera es que «no se nace mujer, se llega a serlo», una de sus afirmaciones más célebres, y que viene a significar que no existe una esencia femenina que caracterice a la mujer ontológicamente, por lo que la masculinidad y la feminidad son hechos culturales y sociales, es decir, construcciones. La segunda conclusión, mucho más polémica, y que le ha valido muchas críticas, es que la maternidad es un lastre para la mujer, algo degradante que entra en conflicto con el ideal existencialista de auto-desarrollo del individuo.

No obstante, independientemente de sus opiniones y contradicciones, hay que agradecer a Simone de Beauvoir el hecho de haber sido la primera mujer a dar voz científica a la opresión del universo femenino y de haberlo hecho a través de un lenguaje sencillo, sin artificios ni grandes elucubraciones filosóficas.

El feminismo se ve reflejado en la literatura a partir de una reflexión sobre el rol de la mujer en la sociedad y también a través del desasosiego que experimenta la mujer que escribe, es decir, sobre las dificultades de encontrar una voz propia, dentro de un mundo, el de la literatura, tradicionalmente reservado al sexo masculino, en el que la mujer es objeto pero nunca sujeto de su propia enunciación.

En el primer supuesto, la literatura feminista es un ejemplo de discurso comprometido, entendido como un tipo de literatura que expresa los problemas de una sociedad a partir de una historia ficcional, que puede o no ser verosímil.

A través de personajes reales como Virginia Woolf o de personajes ficticios como Laura Brown en Las horas, una novela de Michael Cunningham, que cuenta también con una versión cinematográfica, se expresa la frustración de la mujer en una sociedad sexista. En esta novela la protagonista se rebela contra su destino preestablecido por la sociedad. Casada y con un hijo, Laura Brown envidia a Virginia Woolf por haber conseguido medrar en un mundo de hombres y pretende emularla, de acuerdo con sus posibilidades, proyectando todo su esfuerzo en hacer el mejor pastel de cumpleaños para su esposo. Esta actitud, que en principio podría interpretarse como una parodia, encierra un profundo significado pues el pastel es el símbolo de su deseo de alcanzar algo grande en la vida. Pero ella intuye que su esfuerzo está abocado al fracaso por su condición femenina, así que renuncia a todo y abandona a su familia, en un postrer intento de liberación.

Resulta paradigmático que la persona a la que más admira sea una autora de carne y hueso, una mujer real que, en teoría, logró liberarse de las amarras de su sexo, encontrando su lugar en un mundo de hombres. En sus textos Virginia Woolf critica el orden patriarcal, el mundo masculino descubierto por las mujeres en el cual se las considera inferiores, carentes de inteligencia y valentía.

En el texto Un cuarto propio, Woolf (2006: 16) se cuestiona sobre la situación de las mujeres escritoras y afirma que, para escribir novelas, «la mujer necesita de un cuarto propio y un ingreso no menor de 500 libras al año que le permita una independencia económica». Esta afirmación refleja a la perfección el constreñimiento que padecen las mujeres supeditadas al poder masculino.

Son muchas las obras literarias en las que el feminismo aflora de manera directa o indirecta. Claro que en casi ninguna la ideología feminista ocupa el tema central de la trama, sino que cabe al lector avezado, activo, deslindar lo que subyace a la trama argumental, es decir, hacen falta muchas lecturas para captar la esencia del texto en su totalidad.

Además de los ejemplos citados, podemos citar obras españolas y extranjeras donde esta problemática tiene su reflejo: en Nice Work, una novela de David Lodge, se aborda, entre otros, el tema del feminismo a través del recurso al humor y a la ironía, para criticar la Inglaterra de los años 80 durante el gobierno de Margaret Thatcher; en La Regenta de Leopoldo Alas, «Clarín», se convierte en protagonista a una mujer adúltera que lucha contra su identidad en una sociedad, Vetusta, anclada en el pasado; en El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín se critican los matrimonios por conveniencia y la falta de opciones de las mujeres, que sólo tienen dos salidas: el matrimonio sin amor o la vida religiosa; en época más reciente y adentrándonos ya en la literatura hispanoamericana, a cuyo acervo pertenece la obra de la poeta Delmira Agustini, objeto de este análisis, podemos destacar, por ejemplo, el cuento Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja de Laura Valenzuela, quien subvierte el cuento clásico escrito desde la concepción androcéntrica, convirtiendo a Caperucita en una niña inteligente que juega con su sexualidad y con el lobo, «al cual convertirá en un perro amaestrado si ella quiere» (Muñoz, 1999: 90).

La literatura se convierte así en un arma más del feminismo para implantar estrategias de resistencia al patriarcado a fin de subvertir la línea de dominación masculina que existe en los textos de la tradición literaria.

En cuanto a la otra postura, la de considerar su propio género como un obstáculo para llevar a cabo la tarea de escribir y ser tenidas en cuenta por la crítica, Sandra Gilbert y Susan Gubar enfrentan el fenómeno de la voz dual que caracteriza a la escritura de mujer afirmando que la estrategia literaria de las mujeres consiste en «asaltar y revisar, destruir y reconstruir las imágenes de la mujer que hemos heredado de la literatura masculina en la que están representadas según la lógica binaria como la santa y la puta, el ángel y el monstruo, la dulce heroína y la loca rabiosa» (Gómez Cañoles, 2001: 27).

La siguiente cita de Claudia Gómez Cañoles (2001: 28) ilustra muy bien el conflicto interno con el que se debaten las mujeres que escriben sobre sí mismas, para sí mismas y para el Otro:

Hablar de discurso feminista, implica hablar desde la diferencia, lo cual significa posicionarse como mujer, legitimar un discurso que aborde las experiencias de ella, en los aspectos psicológicos, sociales, espirituales y políticos. El tránsito a la enunciación se puede comprender a través de la figura de la mujer-reflejo, la que ha sido a través de la historia una imagen en el discurso falocéntrico. Ella al contemplarse en el espejo ve un reflejo, un Otro que no es, esa imagen es la construcción que el patriarcado ha reproducido y ha transmitido a través de la historia, la mujer-sexo débil, la mujer-reproductora, la mujer-sensible, etc. Cuando ella se apropia del discurso se mira sí misma a través del espejo y no se reconoce, de ahí surge la escritura de mujer. El espejo se ha quebrado, no hay imagen que ver sólo el recuerdo de lo dicho, la voz masculina que ella revisa, destruye y re-construye. Al emerger el discurso feminista, surge la voz femenina, se da el espacio de enunciación al cual no había tenido acceso, con ello subvierte el discurso androcéntrico. En el discurso literario la escritora re-construye a su vez las imágenes que le ha heredado la literatura masculina y encuentra el espacio de enunciación para re-significar, a través de su mirada de mujer, el mundo, las cosas, sus relaciones con los otros, etc.



En este panorama de desconcierto y frustración denominado por Harold Bloom «ansiedad de la influencia», ubicamos la producción poética de Delmira Agustini que pasamos a comentar, ya que su obra no expone abiertamente, de forma argumental, el conflicto entre el discurso androcéntrico y la voz poética femenina, sino que es la propia autora la que sufre dicho conflicto en su interior y en su choque contra la sociedad que la rodea, lo que, inevitablemente, se refleja de forma progresiva en sus versos. Dicho por otras palabras, su obra no critica la supremacía del hombre y la sumisión de la mujer en la sociedad uruguaya de principios del siglo XX, sino que ella misma y por ende su producción literaria van cambiando a medida que se enfrenta al mundo circundante.

Delmira Agustini nació en Montevideo (Uruguay) el 24 de octubre de 1886, en el seno de una familia de clase burguesa acomodada. Desde los diez años comenzó a escribir poesía y poco más tarde ya publicaba sus composiciones en varias revistas literarias de la época, entre las que destacan La Alborada, donde, bajo el seudónimo de Joujou, dedicaba semblanzas a las mujeres culturalmente más influyentes en aquel Montevideo de fin de siglo. Además tomó clases particulares de pintura, de piano y de francés, ya que sus padres alentaban sus tendencias artísticas casi hasta la devoción. Delmira enseguida comenzó a atraer la atención de los intelectuales del momento, más por sus atributos físicos que por sus capacidades estrictamente literarias.

Según afirma Tina Escaja (2001: 12), «este mecanismo de textualización, es decir, de conversión de la mujer escritora en conveniente objeto literario, permaneció a lo largo de la vertiginosa carrera de Agustini, manteniéndose incluso después de su trágica muerte».

En efecto, su carrera puede denominarse vertiginosa, por su brevedad y carácter ascendente. Antes de morir asesinada por su ex marido, Enrique Job Reyes, a los veintiocho años, Delmira publicó tres obras: El Libro Blanco (1907), Cantos de la Mañana (1910) y Los Cálices Vacíos (1913), en los que es evidente la evolución temática e ideológica de la autora. En el epílogo de Los Cálices Vacíos, la poetisa anunciaba que estaba trabajando en su próximo libro de poemas, que llevaría por título Los Astros del Abismo y que debería ser la cúpula de su obra.

Sin embargo, su inesperada y trágica muerte tuvo el efecto de difuminar y relegar a un segundo plano su contribución artística a la literatura hispanoamericana, ya que durante muchos años la crítica incidió más en su morbosa biografía que en un estudio riguroso de su obra. Esta tendencia generalizada ya informa sobre el trato que sufrió la figura de la escritora en manos de la crítica patriarcal: pasó de ser el «ángel del hogar» de sus poesías iniciales a la «mujer diabólica», encarnada en los mitos femeninos más perversos, como analizaremos más adelante1.

Sobre esta cuestión, Girón Alvarado (1995: 6) recoge el siguiente comentario de Lily Litvak:

La mujer es utilizada como uno de los símbolos más importantes, encarna la crueldad, la sensualidad perversa, la posesión del espíritu por el cuerpo. El demonio toma forma de mujer para seducir al hombre. Salomé, Dalila, Eva, Circe, Cleopatra invaden la iconografía de la época. Es la seductora que atrae a su presa con sus largos y ondulantes cabellos.



La verdad es que Delmira Agustini no sólo siguió esta evolución de la decencia hacia la perversidad en su obra, sino que la encarnó también en su propia vida, ya que para ella, en su extrema subjetividad, vida y obra eran indisociables. Así, educada como una señorita burguesa de clase media-alta, tenía un comportamiento externo que no se correspondía en absoluto con el remolino de su mundo interior. Con el paso del tiempo este desajuste se fue haciendo cada vez más evidente, hasta que se rompió el equilibrio y salió a la luz pública su verdadera condición, de honda femineidad y erotismo, que escandalizó a la tradicional sociedad montevideana.

De niña prodigio admirada, pasó a ser una adolescente tímida, con un noviazgo formal con Enrique Job Reyes, que duró unos seis años. El punto de inflexión en su comportamiento vino con su matrimonio, ya que sólo estuvo casada durante un mes y medio. Transcurrido este tiempo, se refugió de nuevo en su hogar paterno, «huyendo de tanta vulgaridad», según sus propias palabras. Sin embargo, una vez obtenido el divorcio, seguía encontrándose a escondidas con su ex marido en un recóndito cuarto de pensión que él tenía alquilado en la capital, espacio en el que encontró la muerte a manos de su humillado compañero, que le disparó dos tiros en la cabeza, suicidándose a continuación. Según comentarios de la época, refrendados por algunas cartas personales de la poeta, que se encontraron después, además de con su ex marido se encontraba inmersa en relaciones con otros pretendientes.

Tras el escándalo, muchos hablaron de un pacto suicida, otros de homicidio premeditado. La verdad se la llevaron a la tumba y probablemente no llegará a descubrirse nunca.

Pero el daño ya estaba hecho: su vida poco convencional unida a su menos convencional muerte taparon por completo la voz de la poeta, voz que pugna desde entonces por hacerse oír en un mundo en el que se infravalora su producción literaria, por su condición de mujer. La sociedad provinciana de la época se encargó de hacer desfilar en la plaza pública la biografía de Agustini, como ejemplo de lo que ocurre con aquellas mujeres que no se limitan a su papel pasivo de ángel del hogar y se atreven a desafiar la tradición patriarcal.

Los críticos suelen coincidir en ubicar la obra de Delmira Agustini dentro del Modernismo hispanoamericano, pero, si bien es evidente la influencia de la estética modernista en sus primeras poesías y en su primer poemario, El Libro Blanco, esta deuda al movimiento modernista se salda tempranamente. A medida que crece como escritora, la poesía de Delmira se va haciendo más personal y transcendente. Por eso la crítica más reciente la sitúa dentro del Postmodernismo, a menudo dentro del apéndice «Literatura femenina».

La obra de Delmira Agustini revela la inevitable tensión entre el discurso literario patriarcal y la posición marginal de la mujer. A este respecto señala Jacqueline Girón Alvarado (1995: 1): «Al enfrentarse a las convenciones y a los modelos literarios hechos desde una perspectiva tradicionalmente masculina, la poeta se encuentra con que su subjetividad lírica no existe pues siempre las imágenes femeninas son la materia estética (lo otro), no el sujeto (yo) del poema».

El principal objetivo del análisis que aquí presentamos es estudiar el enorme peso que la tradición literaria y la sociedad patriarcal hispanoamericana y occidental ejercieron sobre el discurso poético de Agustini.

Harold Bloom ha comentado en alguna ocasión que la literatura es un enorme texto que va modificándose a medida que pasa de padres (los poetas consagrados) a hijos (los nuevos poetas). A este fenómeno lo denomina Bloom «la edípica ansiedad de la influencia» que padecen los nuevos poetas que escriben desde la tradición anterior, «ya sea para imitarla, transformarla o destruirla» (Girón Alvarado, 1995: 4).

Lógicamente, este sentimiento se acentúa en el caso de las escritoras mujeres, que suman a la «ansiedad de la influencia», la «ansiedad de autoridad», término adoptado por Sandra Gilbert y Susan Gubar, para expresar la experimentación del propio sexo como un obstáculo doloroso o una debilidad para llevar a cabo el oficio de escribir, ejercicio intelectual y por ende, masculino (en Girón Alvarado, 1995: 5). Según estas autoras, esta ansiedad las lleva a buscar una autodefinición que legitime su quehacer literario.

Delmira Agustini opta por la utilización de máscaras femeninas, bajo las cuales se esconde, y por la usurpación de mitos clásicos para encontrar su propia voz dentro del universo literario. Al inicio de su vida poética, la poeta imita y repite los códigos modernistas oficiales ya en 1904. Sin embargo, conforme va ganando experiencia, empieza a corregir y a alterar su discurso hacia uno más original.

Cuando publica El Libro Blanco, en 1907, Agustini se coloca ya orgullosamente el nombre de «poeta» que antes no se atrevía a exhibir. De hecho tres de las composiciones de este poemario llevan el título de «El poeta y…»2. Además, la voz poética asume actitudes típicas del poeta-hombre, llegando a referirse a sí misma con adjetivos masculinos («ebrio de ensueños, del hada,/ -es hada y diosa- y la helada/ luz de su mística estancia /alzo mi copa labrada/ y digo trémulo: ¡Escancia!»)3, se ubica en una posición activa («El ancla de oro suena la vela azul asciende/ como el ala de un sueño abierta al nuevo día/ Partamos, musa mía!»)4, y repite las imágenes propias del discurso falocéntrico, objetos bellos y placenteros que rodean al sujeto-poeta-dios-hombre.

Entre las figuras femeninas que encontramos en esta obra podemos destacar la figura femenina fantástica (hada, diosa, maga) o cortesana (princesa, dama, reina) como símbolo de algo más transcendental: inspiración, imaginación, ilusión. Como podemos inferir, todas figuras acordes a la estética modernista que, por aquel entonces, lo inundaba todo. En estas primeras cuarenta y cinco composiciones la voz poética no se identifica con la figura femenina porque la tradición literaria no lo acepta. A modo de excepción podríamos mencionar quizás el personaje de la musa, protagonista de muchos de estos poemas. En ella se destacan cualidades que la voz poética subraya: femineidad, falta de voz, precocidad, inteligencia, aristocracia, genialidad, agresividad y rareza. La voz poética parece querer acercarse de forma especial a esta figura, pero en ningún caso se produce la fusión entre ambas.

Según Jacqueline Girón Alvarado (1995:8), «la musa es el primer intento de Agustini para destacar su rareza y originalidad como mujer-poeta».

En los últimos siete poemas de este libro, recogidos bajo el subtítulo Orla Rosa, se da una importante transformación en el discurso de la poeta: la voz poética adquiere identidad femenina, para hablar del amor y del regocijo que su llegada le produce. Se usan adjetivos, actitudes e imágenes que se identifican con lo femenino. La voz en primera persona se coloca la máscara de sacerdotisa u oficiante del amor y se describe como amante devota de un dios maravilloso que la saca de la oscuridad hacia la luz del amor, la pasión, el placer y la unión de los cuerpos:



Amor, la noche estaba trágica y sollozante
Cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura;
Luego, la puerta abierta sobre la sombra helante,
Tu forma fue una mancha de luz y de blancura.

Todo aquí lo alumbraron tus ojos de diamante;
Bebieron en mi copa tus labios de frescura,
Y descansó en mi almohada tu cabeza fragante;
Me encantó tu descaro y adoré tu locura.

Y hoy río si tú ríes, y canto si tú cantas;
Y si tú duermes duermo como un perro a tus plantas!
Hoy llevo hasta en mi sombra tu olor de primavera;
Y tiemblo si tu mano toca la cerradura,
Y bendigo la noche sollozante y oscura
Que floreció en mi vida tu boca tempranera!5



Teniendo en cuenta que estos poemas están dedicados a Eros, protagonista indiscutible de muchas de sus composiciones posteriores, podríamos considerar que, además de identificarse con la sacerdotisa mística, la voz poética viste en Orla Rosa la piel de Psiqué, el alma femenina que experimenta el conocimiento a través de Eros. De modo que, en esta nueva etapa creadora, Agustini legitima su discurso recurriendo a la retórica de la poesía mística y el código de conducta esperable en una mujer.

Tina Escaja considera que El Libro Blanco se encuadra dentro de lo que ella denomina «discurso ofélico» o de la fragilidad. El mito de Ofelia se reconoce en las figuras de la maga, el hada, la diosa, la musa gris, etc. Según esta autora (2001: 15), estos personajes sintonizan con la visión de la época que sitúa a Ofelia en una posición intermedia entre las polaridades esenciales: Eros y Tánatos; espíritu y materia. Y añade lo siguiente: «La posición yacente de Ofelia, sensualizada en las representaciones pictóricas finiseculares, propone (en la producción poética de Agustini) una implicación sexual que será intensificada y literalizada en la obra inmediata de la autora».

Sin embargo, el tono alegre y distendido de los poemas de Orla Rosa desaparece en su siguiente libro, Cantos de la Mañana. El amor como fuente de vida y placer se va contaminando con la idea de destrucción, caída y muerte. El dolor y la amargura sustituyen al goce previo. La voz poética se va transformando paulatinamente en una bruja en busca de víctimas para el sacrificio. Las imágenes femeninas previas son desplazadas por mujeres violentas, sádicas y destructoras: Elena, Salomé, Judith, la mujer-bestia y especialmente la vampiresa, personajes que proyectan el sentir misógino del patriarcado en el momento en el que surgen los movimientos feministas:



En el regazo de la tarde triste
Yo invoqué tu dolor... Sentirlo era
Sentirte el corazón! Palideciste
Hasta la voz, tus párpados de cera,

Bajaron... y callaste... y pareciste
Oír pasar la Muerte... Yo que abriera
Tu herida mordí en ella -¿me sentiste?-
Como en el oro de un panal mordiera!

Y exprimí más, traidora, dulcemente
Tu corazón herido mortalmente,
Por la cruel daga rara y exquisita
De un mal sin nombre, hasta sangrarlo en llanto!
Y las mil bocas de mi sed maldita
Tendí a esa fuente abierta en tu quebranto6.



En palabras de Girón Alvarado (1995: 13), este cambio de discurso en Agustini se debe a que «las tensiones y las contradicciones de la ideología patriarcal deforman y confunden este nuevo discurso femenino, proyectado en Orla Rosa, en el que al principio la voz poética parecía sentirse tan cómoda y feliz».

El recurso a la imagen de mujer fatal, poderosa pero socialmente rechazada, alcanza su cénit en Cantos de la Mañana en el poema Lo inefable, en el cual la voz poética pretende emular a Dios, subvirtiendo el mito finisecular de Salomé:



Yo muero extrañamente... No me mata la Vida
No me mata la Muerte, no me mata el Amor;
Muero de un pensamiento mudo como una herida...
¿No habéis sentido nunca el extraño dolor?

De un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida,
Devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?
¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida
Que os abrasaba enteros y no daba un fulgor?...

Cumbre de los Martirios!... Llevar eternamente,
Desgarradora y árida, la trágica simiente
Clavada en las entrañas como un diente feroz!...

Pero arrancarla un día en una flor que abriera
Milagrosa, inviolable!... Ah, más grande no fuera
Tener entre las manos la cabeza de Dios!!



A partir de la publicación de Cantos de la Mañana, Tina Escaja (2001: 15) habla del predominio del «discurso órfico» en la obra de Delmira, discurso por el cual se incide en valores de iniciación y desmembramiento que contratan con las imágenes de fragilidad que dominaban el discurso ofélico. A través de esta nueva expresión, Agustini reinterpreta el episodio del desmembramiento del divino poeta por parte de las divinas bacantes. De hecho en muchas de las composiciones de su segundo y tercer poemarios, Delmira las dedica a diferentes partes del cuerpo del amado y de su propio cuerpo: las manos, la cabeza, la boca, los ojos, el cáliz o contención vaginal, etc.

En Los Cálices Vacíos, última obra de la poeta publicada en vida, los patrones femeninos polarizados (ángel o demonio) siguen provocando sentimientos de angustia, desasosiego y frustración en el discurso poético.

Como novedad, observamos que Delmira presenta una voz poética acosada por la duda acerca de su propia identidad sobre la cual se interroga a sí misma o a otros personajes. La amargura y la sexualidad explícita marcan la tónica de estos últimos poemas. Delmira se sirve de la máscara de la estatua para tratar de dirimir este conflicto existencial. La estatua encarna, mejor que ninguna otra figura, el sentir de la Delmira poeta:


Eros: acaso no sentiste nunca
Piedad de las estatuas?
Se dirían crisálidas de piedra
De yo no sé qué formidable raza
En una eterna espera inenarrable.
Los cráteres dormidos de sus bocas
Dan la ceniza negra del Silencio,
Mana de las columnas de sus hombros
La mortaja copiosa de la Calma,
Y fluye de sus órbitas la noche;
Víctimas del Futuro ó del Misterio,
En capullos terribles y magníficos
Esperan á la Vida ó á la Muerte.
Eros: acaso no sentiste nunca
Piedad de las estatuas?-7



Entre las imágenes utilizadas en esta última etapa de creación artística, que la estética delmiriana revisa una y otra vez, podemos destacar, además, la figura del cisne, tópico modernista que adquiere un nuevo sentido en el discurso de Delmira. Se relaciona con el mito de Leda, la mortal seducida por un Zeus-cisne en un lago.

La novedad radica en que por primera vez el poeta no se identifica con el cisne, sino con Leda, concretamente en los sentimientos que la embargan al ser tomada por Zeus. Además, el cisne de Delmira, tradicionalmente símbolo del hermafroditismo por lo redondeado de sus formas y su cuello erecto, adquiere connotaciones femeninas, ya que en varias ocasiones se refiere a él como el «cisne sangriento», haciendo alusión a la condición de menstruadas de las féminas:


[...] Yo soy el cisne errante de los sangrientos rastros,
Voy manchando los lagos y remontando el vuelo8.



Por último, cabe citar otro de los mitos que Agustini revisa en Los Cálices Vacíos, el de Pigmalión, rey de Chipre, sacerdote y escultor, que al no encontrar una mujer ideal de la que enamorarse, se dedicó a esculpir hermosas figuras en piedra hasta que creó a Galatea, la más bella de todas, que parecía cobrar vida ante sus ojos. Conmovida por el sentimiento del escultor, Afrodita decidió dotarla de vida y entregársela a Pigmalión como esposa. En el poema Tu boca es donde este mito aparece mejor representado:



Yo hacía una divina labor, sobre la roca
Creciente del Orgullo. De la vida lejana,
Algún pétalo vívido me voló en la mañana,
Algún beso en la noche. Tenaz como una loca,
Seguía mi divina labor sobre la roca,
[...] Cuando tu voz que funde como sacra campana
En la nota celeste la vibración humana,
Tendió su lazo de oro al borde de tu boca;
[...] -Maravilloso nido del vértigo, tu boca!
Dos pétalos de rosa abrochando un abismo...-
[...] Labor, labor de gloria, dolorosa y liviana;
¡Tela donde mi espíritu se fué tramando el mismo!
Tú quedas en la testa soberbia de la roca,

[...] Y yo caigo sin fin en el sangriento abismo!



Según Tina Escaja (2001: 82), la estatua que el yo poético esculpe en este poema alegoriza la creación poética y podría interpretarse como causa del delito de transgresión y también como condena por el citado delito. La transgresión se identifica además al tratarse de una mujer creadora que se atreve a colocarse en el lugar del escultor (sujeto) y no en el de la escultura (objeto).

Al romper con el recato y la moralidad burguesas, que imponían los límites a la escritura erótica de la época, Delmira Agustini participa de la tendencia contestataria del modernismo, lo que puede explicar, en última instancia, el silencio o la reducción particular que ha ejercido la crítica contra su producción, que sufrió el mismo estigma que los poetas malditos de fin de siglo. En su caso, además, los mecanismos de control han sido dobles pues se han aplicado contra la persona y contra la escritora.

Con la redacción de este artículo, hemos pretendido, partiendo de una perspectiva teórica, analizar los diversos subterfugios de los que se sirvió la poeta en su obra, en forma de máscaras y de encarnación de mitos clásicos, para superar la doble ansiedad, de influencia y de autoridad, a fin de tratar de encontrar su propia voz literaria dentro de un periodo histórico conturbado, en el que empezaban a apuntar las primeras voces a favor de la emancipación de la mujer, contra las que se alzaba el régimen patriarcal dominante.

Hemos tratado de explicar cómo la evolución vital de Delmira marcó la pauta de su evolución artística, ya que en su obra se reflejaban todos los cambios que se iban produciendo en su existencia y en su manera de enfrentarse al mundo.






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