Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- X -

Los estudios histórico-literarios en España. -La poesía. -La novela histórica. -Literatura anecdótica. -Cultivo entusiasta de un noble género


Es admirable cómo de pocos años a esta parte, la literatura histórica, esa flor y nata de la prosa didáctica, ha florecido en España.

¿Será que la nación, amargada un tanto por sus recientes desventuras, se vuelve hacia su glorioso pasado en demanda de consuelos? No lo creo. Más bien pienso que esta moda francesa de las monografías, esta boga de la historia anecdótica, de la reconstrucción y resurrección de épocas más o menos olvidadas, ha acabado de pasar los Pirineos y ha hallado en España un medio ambiente propicio.

Yo me explico perfectamente, por lo demás, ese novísimo y entusiasta cultivo de la historia, aquí donde es historia todo, donde las piedras hablan a quienes saben interrogarlas, donde cada florecita del camino, cada jaramago, cada cardo, podrían decirnos al oído cosas muy bellas y muy hondas.

El venero es tan rico, tan opulenta la veta, que todo el mundo va dejándose tentar y ya casi no hay autor que no emprenda uno de esos libros de historia amena que tanto enseñan sonriendo, que por sus dimensiones y por su estilo nos invitan poderosamente a leerlos, y que son como guías literarias y admirablemente documentadas para viajar por este mundo de recuerdos.

Los españoles han sido siempre historiadores. Tantas cosas han visto en esa su secular época, de conquista, de colonización, de dominio casi universal, que no han resistido al natural impulso de contarlas.

Y así se vio en otros siglos, especialmente en el XVI y XVII, a esos soldados y a esos frailes que al propio tiempo que guerreaban o evangelizaban, iban historiando lo que veían, en verso, como don Alonso de Ercilla en su Araucana, o en prosa, como don Diego Hurtado de Mendoza, Hernán Cortés en sus Cartas de Relación sobre el descubrimiento y conquista de la Nueva España, el capitán Bernal Díaz del Castillo, don Francisco de Xerez, don Gonzalo de Hernández de Oviedo, Garcilaso de la Vega, ¡qué más!, el mismísimo Carlos V en sus comentarios, por desgracia perdidos.

Pero todos los prosadores históricos de la época clásica hacían sus relaciones harto mazacotudas, vertebradas con enormes períodos, y construidas con esa penosa sintaxis de los expresados siglos XVI y XVII, y tanta paciencia se necesita ahora, dentro del vértigo de la vida moderna, para leer a un Gonzalo de Illescas como a un Luis del Mármol Carvajal, a un Zurita, a un Bernardino de Mendoza, a un Mariana, etcétera.

Por lo que ve a los Cronicones de los siglos XIII, XIV y XV, así como a los poemas de aquel tiempo, difícil es que hayan abundado en país alguno como en España, y muchos de ellos son aún donosos y entretenidos, así como las historias de principios del siglo XVI.

¿Quién no lee con gran interés, por ejemplo, la terrible crónica de don Pedro I de Castilla, apellidado el Cruel... o el justiciero, como otros dicen, cuyo autor es el canciller don Pedro López de Ayala? No menos solazosa es la Crónica de Don Enrique Cuarto, por don Diego Enriques del Castillo, y la de los Reyes Católicos, por Hernando del Pulgar.

Menos abundante fue la novela histórica, cuyo prestigio es hoy tan grande entre los que leen. Sin embargo, allí está Ginés Pérez de Hita, que aún se deja leer con encanto. Este género, en los tiempos modernos, degeneró en España. A ejemplo de Dumas padre, en sus divertidas pero absurdas novelas históricas, aquí se prostituyó el género sin pudor alguno.

En los más discretos escritores influyó Walter Scott, al cual se imitaba furiosamente, y así llegó a las veces a adecentarse la novela histórica a principios del siglo pasado. Baste recordar las obras de Trueba y Cosío, el admirable libro del gran Larra El doncel de Don Enrique el Doliente, Doña Isabel de Solís, de Martínez de la Rosa, y el Moro Expósito, del duque de Rivas, que, como dice Antonio Cortón, no es, en suma, más que una novela en verso.

Hasta Espronceda, con su desmadejado Sancho Saldaña, se lanzó por los vericuetos de la novela histórica.

El género decayó, sin embargo, después; pasó la moda y bueno es que haya pasado, porque no tenían aquellos escritores el concepto exacto de lo que este género literario debe ser, ni esa disciplina, esa fidelidad, esa exactitud que hoy se muestra en la reconstrucción del paisaje histórico.

En la segunda mitad del siglo XIX empezó a ver el público español hombres de talla, de instrucción muy vasta, de criterio muy amplio, ocuparse con verdadera devoción en asuntos históricos.

Don Antonio Cánovas del Castillo, a pesar de su vasta y agitada labor política, se dio a la historia con verdadero amor, y hay que confesar que su estilo se acerca ya a esta novísima forma de la literatura histórica que hoy priva en España.

En sus páginas sobre «La casa de Austria en España», hay retratos admirables, entre ellos el sereno y grave de Felipe II, depurado de tanta tontería como se ha dicho de este rey. De don Marcelino Menéndez Pelayo, como historiador, ¿qué diré que no sea conocido de todo el mundo? Diré mi opinión, diré que me resulta ameno, a pesar de su excesiva erudición, y que si fuera dable fundir en uno a Azorín, por ejemplo, con su extraordinaria amenidad, con su exquisita comprensión de las cosas, y a don Marcelino con su saber, y dedicar a ese compuesto humano a escribir monografías históricas, o novelas, o libros de reconstrucción, éstos serían preciosos por todos conceptos.

Pero me he acercado insensiblemente a los días actuales y fuerza es justificar lo que decía al principio, de ese florecimiento de los estudios históricos que aquí se advierte, ya sea en sus más severas formas, ya en esas más sugestivas, más insinuantes y por ende más populares del libro especial, ameno, anecdótico, que se concreta a estudiar tal o cual figura, tal o cual fecha, tal o cual suceso, con abundancia, pero sin congestión de noticias y de datos. Tal clase de obras, de pocos años a esta parte, ha aumentado en extraordinarias proporciones y, en la imposibilidad de hablar de todos los autores y todos los libros, enumeraré, sí, algunos, muchos, para que se vea el furor de que esta literatura disfruta.

Empezaré por Pérez de Guzmán, el académico de la Historia, el cual por cierto quiere mucho a los americanos, ha estudiado a fondo nuestra vida colonial, y se ha leído a cuanto poeta ha habido a las manos, desde Francisco de Terrazas, hasta... Rubén Darío.

Pérez de Guzmán es amenísimo. Su literatura histórica se informa admirablemente en el documento, pero huye de la nota nimia y pesada.

Sus estudios, sus trabajos, son de una noble limpidez y de una admirable imparcialidad. Él es quien, por amor a la verdad, ha sabido mostrarnos la simpática, la dignísima figura de don Fernando V de Aragón en su verdadera luz, combatiendo a todos aquellos que injustamente han pretendido atribuir el mérito total de la política de su tiempo al cardenal Cisneros, supeditando al sagaz, al prudente, al sabio, al diplomático esposo de la gran Isabela.

El ha sido asimismo quien ha roto lanzas por esa pobre, prosaica y calumniada Doña Mariana de Austria.

De don Benito Pérez Galdós no diré más sino que en sus Episodios Nacionales cada día hay menor dosis de novela y mayor dosis de historia. El próximo episodio versará sobre Prim.

Esa figura luminosa y caballeresca aparecerá dentro de un marco rigurosamente histórico.

Al principio, el eminente autor pensó en mover a su héroe en México, primeramente; revivir de nuevo con su poderoso espíritu, que todo sabe animarlo, aquella aventura con que un hombre, envainando su espada, supo ganarse más gloria, más veneración y amor que si ella hubiese continuado siendo el instrumento de las más resplandecientes victorias.

Pero luego, la misma escrupulosidad de don Benito, su amor mismo a la verdad, han hecho que no se decida a describir aquel escenario nuestro, aquella nuestra vida; porque teme no describirlos bien, recela que por las arterias de sus personajes no corra la sangre; teme no encontrar la cantidad de documentos y la calidad de los mismos que necesita, y estos sus nobles escrúpulos harán que el héroe se mueva sólo dentro del escenario europeo y que Galdós, al hablar de los movimientos que en México precedieron a la Intervención y al Imperio, se refiera más bien a aquellos personajes mexicanos que anduvieron por Europa y que más o menos influyeron acá en las Cortes, siendo coautores en la lastimosa aventura que acabó con la muerte de Maximiliano.

Don Antonio Rodríguez Villa escribió hace poco tiempo un interesantísimo libro: La Reina Doña Juana la Loca, libro que me he leído con verdadero deleite. Rodríguez Villa es un hombre laboriosísimo y ha vaciado en esas páginas todo el archivo de Simancas.

La larga y angustiosa vida de la que fue hija de la reina más grande de España y madre del Emperador más ilustre de la historia moderna está allí detallada día por día. El documento la sigue paso a paso, desde su infancia hasta su matrimonio con don Felipe, durante su larga estancia en Flandes, en su regreso a Castilla, su viudez, y, por último, en ese casi medio siglo de soledad y pasión en Tordesillas, en el viejo palacio donde murió.

Quizá precisamente de lo que peca este libro es de exceso de documentación. Rodríguez Villa apenas si habla en él: deja que el documento nos lo refiera todo, y todo nos lo refiere el documento con una ingenuidad, con un color, con una vivacidad admirables. Sólo que esas largas tiradas de citas asustan al lector poco dado a estudios, y son, por lo tanto, poco eficaces para la vulgarización de la Historia. Para mí, las tales citas han sido un verdadero regalo, por lo que dejan transparentar de todo el reinado de los Reyes Católicos, de la vida castellana en las postrimerías del siglo XV y comienzos del siglo XVI; pero es claro que al común de los lectores hay que tratarlos con más suavidad, a fin de que lean y se instruyan.

Como los trata, por ejemplo, el erudito y amenísimo padre Coloma. Se recordará que este ilustrado jesuita empezó por escribir encantadoras narraciones para los niños, en las cuales había ya sus asomos de Historia. Dedicóse después a obras de mayor aliento, y publicó aquellas famosas Pequeñeces que tanto escándalo armaron en España, y en las que con colores tan vivos pintaba a la aristocracia madrileña.

A Pequeñeces siguió Boy, que empezó a publicarse en el Mensajero del Sagrado Corazón de Jesús, de Bilbao, y que se suspendió de la noche a la mañana. ¿Por qué? Quizás la Compañía de Jesús, siempre avisada y prudente, halló que las novelas del padre Coloma removían demasiado la curiosidad pública. Ello es que Boy no continuó y que, después de algún tiempo, el padre Coloma se nos mostró en un nuevo avatar: el de historiador.

Su primer libro de estudios históricos fue el intitulado Retratos de antaño, escrito a instigación de la duquesa de Villa Hermosa, y que se refería a antepasados de esta excelsa dama, nada menos que de don Martín de Aragón, que era de origen real, y la cual que siempre protegió las artes y las letras, dando claras muestras de su desprendimiento y de su amor a España con el precioso regalo de dos Velázquez al Museo del Prado, por lo cual los yanquis le ofrecían una fortuna. A los Retratos de antaño, que se referían especialmente a la que fue llamada La Santa Duquesa, y que si he de decir la verdad eran un poquito secos, un si es no es adustos y asaz repletos de erudición, siguió un libro de éstos que llamo yo de historia anecdótica, una amabilísima monografía, La Reina mártir, estudio muy completo sobre María Estuardo. Es claro que impera en esas páginas un criterio especial, que están escritas con un determinado fin y que no es tal criterio precisamente el que la Historia acepta con respecto a la infortunada Reina de Escocia. Pero en cambio, la soltura y claridad del estilo, la gracia y primor del colorido, el interés inmediato e intenso que esas páginas despiertan, hace de La Reina mártir una lectura que difícilmente se olvida.

Ningún reposo se dio después de este bello libro el padre Coloma, y el año pasado publicó el primer volumen de una obra de más aliento, cuya edición quedará completa en el año actual. Trátase de Jeromín, o sea la vida de don Juan de Austria.

He leído ese primer volumen a que me refiero y confieso que me ha encantado.

El padre Coloma afirma en él sus cualidades de historiador sugestivo, erudito sin indigestión, insinuante, pintoresco. Esta historia de don Juan de Austria, como otras muchas historias ciertas, prueba que nada hay más novelesco que la realidad y que a veces, como dicen los franceses, la verdad es inverosímil. Qué admirable, qué raro y brillante destino el de ese Jeromín, cuya primera infancia transcurrió en Leganés, en las cenagosas callejas en que con palurdillos de su edad jugaba a la ballesta; que ignoraba de dónde venía y adónde iba, y que un día de golpe y porrazo se encuentra con Felipe II, quien le dice nada menos que estas palabras, en presencia de Luis Guijada, tutor disimulado del arrapiezo, y del gran duque de Alba:

-Y a todo esto, señor labradorcillo, no me habéis dicho aún vuestro nombre.

-Jerónimo -respondió el muchacho.

-Gran santo fue; pero preciso será mudároslo... ¿Sabéis quién fue vuestro padre?

Enrojeció Jeromín hasta el blanco de los ojos y alzólos hacia el Rey, entre llorosos e indignados, porque le pareció afrenta no tener respuesta que darle. Mas conmovido entonces Don Felipe, púsole una mano en el hombro, y con sencilla majestad le dijo:

-Pues buen ánimo, niño mío, que yo he de decíroslo... El Emperador, mi señor y padre, lo fue también vuestro, y por eso yo os reconozco y amo como a hermano.

En esto de vidas que por lo maravillosas eclipsan a la novela mejor urdida, y que son y serán siempre admirable asunto para esa literatura histórica de que vengo hablando, no anda por cierto escasa la época moderna. Allí tenéis a la Emperatriz Eugenia, pasando del relativo bienestar de una existencia decorosa al primer trono del mundo y paseando en triunfo por París. Y allí tenéis también, para no ir muy lejos, a aquella guapa Pepita nuestra, que casada con Bazaine pasó de una población del Estado de Veracruz, primero al Palacio de México y luego al de las Tullerías y que acaso no estuvo muy lejos, si la aventura del Mariscal cuaja, de escalar el trono de Francia.

El incomparable Navarro Ledesma también hizo como ninguno, debiéramos decir, historia anecdótica.

Ese hombre, que poseía de un modo insuperable el idioma, que conocía tan a fondo la historia de su país, que había logrado hacerse un estilo tan puro y amable, tenía que descollar, como descolló, en tal género literario.

Su Ingenioso Hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra es, sencillamente, una obra maestra; más que todos los elogios que de ella pudiese yo hacer, y que alargarían yo sé hasta dónde este Informe, está su lectura. Leed esa paciente, esa opulenta y nobilísima obra; es lo mejor que podréis hacer. Navarro Ledesma, en sus últimos días, había hecho con verdadera veneración un viaje por Castilla la Vieja, un piadoso viaje por los caminos del Cid, y «marchó Navarro Ledesma -dice Enrique de Mesa en una página que dedica al maestro muerto en flor- a recorrer el viejo solar de Castilla. En substancia de su pluma con castizos jugos, templado su espíritu en puras, españolas fuentes, forjado su estilo en castellano yunque, ¿quién mejor que él podría arrancar a las llanuras ásperas, a las renegridas piedras y a los soleados muros de las ciudades muertas sus recuerdos históricos y sus fábulas legendarias?».

«Visitó el maestro el lugar de las campañas de Fernán González, el sitio de la tragedia de los Infantes, y en la tierra por él amada sintió el último de los dolores de su vida, que le llevó a la muerte».

Qué libro tan hermoso, qué bella reconstrucción, qué resurrección portentosa de un Cid o de un Alvar Fañas de Minaya hubiera salido de ese viaje! Pero la muerte, áspera y diligente, arrebató al sembrador en pleno esfuerzo... y el libro fuese con él a la tumba...

Don Julio Nombela, editor de la Última Moda, ha decidido asimismo editar una serie de obras históricas que se referirán a autores célebres. Esta colección, según las palabras del editor, «tiene por objeto contribuir a la cultura de todas las clases sociales, reuniendo en un sólo volumen y en el más reducido espacio posible los más interesantes detalles de la vida de los autores nacionales y extranjeros, antiguos y modernos, de universal celebridad, la completa reseña de sus obras y los fragmentos de ellas que mejor caractericen su peculiar estilo y pongan de relieve sus cualidades personales». En la época actual, añade el editor, «es indispensable poseer una ilustración general y sólida, que no permite adquirir fácilmente la vertiginosa rapidez con que se vive. Los libros que ofrecemos aspiran a satisfacer en breve tiempo y a poca costa esta necesidad intelectual, etcétera».

La verdad es que estas líneas que he citado no han sido simples retóricas de reclamo ni palabras al viento: el primer libro de la serie, el Espronceda, de don Antonio Cortón, cumple con tan buenos propósitos y, con justicia, ha merecido el unánime sufragio de la Prensa. La vida del poeta, depurada de mentiras líricas y de injustas leyendas, aparece diáfana en esas páginas en las cuales se respira el ambiente de los comienzos del siglo XIX.

Cortón no adula al poeta, no procura embellecerlo, con todo y que se ve a las claras cuánto lo ama. El Espronceda de su libro es el verdadero, con todas sus miserias y todas sus bellezas, y así la figura adquiere un relieve definitivo y tanto más noble cuanto más verdadero.

Citaré, para concluir, porque no puedo menos, dadas ya las exageradas proporciones de este modesto trabajo, las siguientes obras:

Fernando VI y Doña Bárbara de Braganza, por Alfonso Danvila.

Suizo de Molina, por Blanca de los Ríos.

El Arcipreste de Hita, por Julio Puyol y Alonso. (Este estudio crítico es muy importante.)

Alarcón, por Luis Fernández Guerra. Refiérese este libro a nuestro glorioso don Juan Ruiz de Alarcón, y nos cuenta su vida y sus trabajos en España, diciéndonos todo lo que puede interesar al lector; cuanta anécdota se ha podido recoger sobre el graso poeta, su situación con respecto de sus contemporáneos: sus rivalidades con Lope, etc., etc.

Los precursores españoles de Bacon y de Descartes, por don Eloy Bullón.

Cómo se defendían los españoles del siglo XVI, por F. de la Iglesia.

Origen filológico del Romance Castellano, por don Manuel Rodríguez y Rodríguez.

También pertenecen a la literatura histórica versos, como los que con el título de Leyenda ha coleccionado don Antonio de Zayas, y que retratan a innumerables glorias españolas con un hábil rasgo, en su medio ambiente especial.

Y, por último, en la nueva colección popular intitulada Oro Viejo y Oro Nuevo, se han reimpreso los principales romances históricos del duque de Rivas.

No creo necesario citar más, aunque me vienen innumerables nombres a la memoria, para justificar lo que al principio de mi informe decía de este reflorecimiento, de esta abundancia de estudios históricos de todos los géneros, que muestran una corriente muy simpática, un rumbo muy loable, una orientación muy noble de la mentalidad española actual.