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La literatura española y la portuguesa. -El concepto francés de cada una de ellas


Enrique Gómez Carrillo, respondiendo a una información sobre la literatura española, escribía hace algunos días a Gustave Kahn: «Tengo la convicción melancólica de que no hay en Francia una literatura tan desconocida como la de España, ni un país tan desconocido como España misma. Desde Teófilo Gautier hasta Pierre Louys, y desde Paul de Saint Víctor hasta Mauricio Barrés, nada parece haber cambiado para aquellos que salen de París rumbo a Madrid. Y esto consiste en que nadie atraviesa la frontera con el alma simple del que busca impresiones personales, sino que todos, por el contrario, llevan ya en la memoria el catálogo de las sensaciones que hay que experimentar, de los paisajes que hay que amar, de los espectáculos que hay que admirar. Y en resumidas cuentas, ¿se viaja por España? ¡No!, más bien se hacen peregrinaciones. Hay una fe sentimental y una doctrina pintoresca, contra las cuales nadie quiere rebelarse. Y así vemos a un escritor que en otras materias es siempre independiente, Jean Lorrain, buscar en nuestros días, en una ciudad de trabajo y de comercio, de riqueza y de modernismo, en Barcelona, a la andaluza de obscuro seno con que soñó Musset. Pero, ¡qué digo! otro escritor que se envanece de conocer a España como a su propia patria y el español como su lengua materna, ha publicado recientemente una colección de cuentos en los cuales, queriendo encerrar el alma entera del país de Don Quijote, no ha puesto sino jirones incoherentes de un alma fantástica. Me refiero a Jean Richepin y a sus cuentos españoles, esos cuentos que los parisienses leen como la cosa más natural del mundo y donde se encuentran, al par que las siniestras caricaturas de Goya, las ingenuidades populacheras de los cromos que decoran las cajas de pasas».

Las observaciones de Gómez Carrillo son de una desconsoladora exactitud. Los franceses pasan la frontera con el propio espíritu novelero, curioso y falseado por absurdas literaturas, con que las americanistas románticas trasponen aún el Río Bravo del Norte para viajar por Méjico.

¿Qué extraño es, pues, que la literatura española sea tan mal conocida en Francia, si el país mismo sigue viéndose a través de un absurdo velo abigarrado, en que parecen estallar los más vivos colores?

La preocupación es tan honda, tan enraizado está en Francia el viejo prejuicio relativo a España, que está efectuándose aquí un fenómeno curioso. Los escritores españoles, después de protestar en todos los tonos contra la absurda manera de verlos y de juzgarlos que se tiene en Francia, han acabado por resignarse y ya no hacen más que sonreír cuando algún periódico francés o algún libro que vient de paraitre, les trae una nueva versión de la eterna novela forjada del otro lado de los Pirineos.

Azorín expresaba el otro día con mucha gracia que acaso, en suma, un país no era como la realidad lo había hecho, sino como la imaginación de quienes más saben había decidido que fuese.

La Leyenda tiene la vida dura, y así como, según el proverbio árabe, es más fácil arrancar a una leona sus cachorros que a una mujer su ilusión, así es de arduo sustituir una fábula por una realidad.

Y sin embargo, Dios sabe lo que los españoles y aun los hispano-americanos hemos trabajado por mostrar a España tal cual es ante Francia.

Doña Emilia Pardo Bazán ha publicado en francés cuanto dato se le ha pedido sobre el arte y la literatura españoles; Rubén Darío y Gómez Carrillo han hecho otro tanto. La España Moderna, del primero, ha sido leída por algunos franceses cultos. A Menéndez Pelayo, a Pérez Galdós y a Pereda se les ha traducido al francés. Misericordia, del segundo de los escritores citados, traducida por M. Bixio, ha circulado bastante en París. Blasco Ibáñez, traducido por Herelle, empieza a ser conocido, y Rubén Darío, que de una manera tan comprensiva representa el nuevo movimiento, los nuevos impulsos de la poesía y de la literatura españolas, ha vivido muchos años en París y ha tratado a todas las personalidades de la intelectualidad francesa.

Más todavía: La influencia del espíritu francés, que los franceses gustan extraordinariamente de buscar en los otros pueblos, desentrañándola y definiéndola admirablemente, acaso en ningún país sea tan visible como en España... sin que los franceses se percaten de ello.

Gómez Carrillo, echándoselo en cara, les citaba esta página de Manuel Ugarte, que por no tenerla en su original traduzco del francés:

«El movimiento que tiene por objeto modernizar el castellano, viene de fuente francesa. No todos quieren confesarlo en España, pero esta es la verdad. Abandonando la solemne y vaga verbosidad del antiguo castellano, todos comienzan a ceder a las exigencias de la época, esforzándose en dar un poco más de precisión a sus frases. Los escritores hispanoamericanos, cuya cultura intelectual es exclusivamente francesa, han sido los primeros en emanciparse del purismo y en tomar la iniciativa de la evolución. Algunos han exagerado la tendencia, y llevados de su deseo de innovar, han escrito en un dialecto ridículamente incomprensible. Pero el tiempo, que se encarga de poner todas las cosas en su lugar, ha sabido portar un correctivo a estos ímpetus apasionados, reduciendo la tentativa a sus verdaderas proporciones. No faltan en España, entre los jóvenes, autores concisos y brillantes que se atienen más a la rapidez de la expresión que a las tradiciones de la forma... Tienen la desventaja de no contentar a los hablistas meticulosos que pasan su existencia imitando a los maestros antiguos; pero en cambio tienen la ventaja de ser leídos con interés por el público».

«Hemos logrado, dice Salvador Rueda, hacer dar al castellano un paso hacia adelante, durante estos últimos quince años, volviéndolo sanguíneo hasta la congestión, pintoresco hasta la fidelidad del retrato, luminoso hasta el deslumbramiento, plástico hasta el relieve, y alado hasta disolver las ideas y darles el acento de la música y de los coros». Y este es el resultado de la influencia de la literatura francesa en España.

A pesar de lo cual y de ese orgullo que apuntaba arriba, que hace que Francia no se informe de las literaturas extranjeras sino juzgándolas como emanaciones de la literatura propia y complaciéndose así en descubrirlas, la literatura española es casi desconocida en París.

No pasa lo mismo empero, y este es un hecho muy curioso, que quiero anotar en mi informe, no pasa lo mismo con la literatura portuguesa.

¿A qué se debe esta excepción?

¿A la excelencia de esa literatura? No, por cierto, ya que concediéndole y todo bastante mérito y conviniendo en que Portugal es, para usar una frase francesa, un petit pays á grande litterature, ésta no puede compararse ni en calidad ni en cantidad con la española.

¿A cierto matiz de exotismo? Claro es que algo incluirá tal matiz, aunque sólo algo. En efecto, Francia, que es el clarín del mundo, que sabe hacer un ruido tan noble alrededor de ciertas obras, de otra suerte condenadas quizás a una relativa ignorancia, busca en las literaturas extranjeras que descubre no sólo la huella de la propia que tanto le agrada encontrar, sino una miaja de exotismo que satisfaga su novelero espíritu latino. Ahora bien, Portugal resulta aún un si es no es más exótico que España para los parisienses.

Hasta hace algunos años, sin embargo, los dos solos nombres ilustres en la intelectualidad lusitana, que sabían deletrear los franceses, eran, el del gran Camoens y el del alegre Gil Vicente. Los mejores informados acerca de la moderna literatura portuguesa habían leído impresos los nombres de Joao de Vens y de Almeida Garrett.

Surgió en éstas el simbolismo francés y en Portugal hubo un ingenio suficientemente poderoso para cultivar la nueva simiente poética con el mismo vigor que los Macterlinck o los Moreas. Este hombre fue Eugenio de Castro, a quien sus primeras obras valieron la amistad y el aplauso de todos los pequeños príncipes literarios nacidos a la publicidad en 1884.

Después de Eugenio de Castro se popularizó en Francia Oliveira Soares y los poemas la Reina de Saba, y los Palacios Confusos pasearon en triunfo por todos los cenáculos.

La literatura portuguesa se puso de moda. Los nuevos hablaron ampliamente de ella, con especialidad uno, a quien con justicia se ha llamado en Francia el Introductor de las letras lusitanas, Mr. Phileas Lebesgue, quien buenas páginas dedicó a sus colegas de Tras os montes en el Mercurio de Francia.

Quizá Lebesgue exageró una miaja el valor de sus amigos. «Leyéndole, dice un viejo simbolista, podría uno creer que la literatura portuguesa no cuenta entre sus adeptos más que genios, lo cual es demasiado, porque esto no acontece con ninguna literatura; ¿pero acaso no vale más esto que una reserva llena de acritud y el inútil desdén ante los bellos esfuerzos?».

La reserva llena de acritud y el inútil desdén nos han tocado en suerte a los hispanoamericanos. Lejos de que alguien se tomase el trabajo de estudiar nuestra labor, la magnitud de nuestra labor (ahora apenas iniciada en España), la ignorancia se limitó a declarar a priori que todos éramos plagiarios de los franceses y la ironía grosera e inculta nos vació encima todas sus burlas.

Aun hay mucha gente seria que cree que la labor modernista se ha limitado a usar una jerga incomprensible, esmaltada de las palabras glauco, lilial, policromo, venusino, etc., y que toda gente sensata debe inspirarse en las redondillas de Sinesio Delgado y en los sonetos de Manuel del Palacio.

Pero volviendo a la literatura portuguesa, diremos que las exageraciones de Phileas Lebesgue fueron en extremo útiles.

Así como el que poco pide nada merece, así el que no grita mucho no es oído, y en París, entre el estruendo de todos los entusiasmos, de todas las iras, de todas las opiniones, hay que gritar mucho.

Eugenio de Castro y Oliveira Soares abrieron, pues, en Francia el camino a los demás, y pásmense ustedes de esta verdad: Francia hizo que los españoles y nosotros los hispanoamericanos conociésemos la literatura portuguesa, como ha hecho que conozcamos de un Villiers de l'Isle-Adam, se sabría Queiroz de memoria».

«Eca -continúa diciendo Kahn- fue también un satírico de valor. En cuanto a Fialho d'Almeida, es un panfletiste y conteur, en quien lo trágico se une a lo cómico, lo melancólico a lo grotesco, lo malicioso a lo macabro... Sus retratos se destacan en plena y cruda luz, fijados de una manera inolvidable, por medio de algunos mordentes rasgos de lápiz. En otros escritores, como Camilo Branco, la verba bufonesca y satírica va unida a cierto sentimentalismo».

Según el escritor citado; la saudade lusitana, «esa melancolía que constituye el extraño encanto de los mejores poetas de Portugal, parece ser más bien de esencia céltica y se superpone al viejo fondo ibérico, exuberante, alegre, sensual, enamorado de las réplicas vivas, de las justas del espíritu y de los contrastes».

Pero estos análisis étnicos nos llevarían muy lejos de nuestro propósito y alargarían desmesuradamente nuestro informe, en el que sólo hemos pretendido dar una idea de la literatura portuguesa actual y del lugar que ella y la española ocupan en la estimación de los franceses y de los hispanoamericanos.