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El espíritu literario y poético en los países vascongados


Hay un asunto acerca del cual hace tiempo que tengo deseos de informar a esa Secretaría de su muy digno cargo «El espíritu literario de los vascos»...

La circunstancia de que año por año las Legaciones, siguiendo a la corte, se trasladen a San Sebastián, me da ocasión de observar a esta raza montañesa, un poco ruda, demasiado simple, muy mucho mística, que vive en las suaves y aterciopeladas laderas guipuzcoanas y alaveses, y en los bellos recodos de la tierra vizcaína, y en la cual se encuentran tipos de cabal hermosura.

Pero confieso que, por más que he intentado encontrar la vena poética, el instinto literario, la blanda inclinación al ensueño que caracteriza a otras regiones de la Península, ello no aparece por ninguna parte en los Pirineos españoles.

Basta recorrer Cataluña, Valencia, Andalucía, Galicia, cualquier rincón de Castilla, para darse cuenta de lo que compone y significa, aun en las vidas más humildes, la tendencia literaria y poética. De Cataluña nada diré porque salta a la vista su producción cada día más considerable y valiosa. De Valencia todos saben que es uno de los más activos centros de ideas de España. Galicia cada día da más pruebas de vitalidad mental. La vieja tierra gallega, es como su hermana la portuguesa, propicia a todo vuelo lírico, y pone en ello cierta gracia melancólica que place extraordinariamente. Las leyendas, algunas de las cuales tienen prestigio encantador, tina adorable, suavidad mística, van apaciblemente de siglo en siglo y de boca en boca, por aquellas praderas, bajo aquellas arboledas, enredándose al diáfano diálogo aldeano, que tiene arcaísmos de una elegancia ideal. El cantar, el romance, están vestidos de no sé qué espíritu del Norte, pero con un sello de región siempre definido e intenso.

En Andalucía, la literatura y la poesía son necesidad unánime e intensa.

El pueblo más bajo, más pobre, más abandonado, las necesita como las clases ilustradas y las tiene: las tiene en el cantar y en el cuento, dos géneros que satisfacen plenamente su sed de pensar y de sentir.

El cantar es la vida de Andalucía.

Allí donde no llegan ni el libro ni el periódico, o porque la pobreza es suma o porque la ignorancia es mucha, llega el cantar, llevando su santa limosna de idealismo.

Imaginaos una de esas míseras casitas acurrucadas, casi diríamos escondidas, entre los pardos terrones de la llanura. Un sol ardiente la tuesta. Cuando llueve, el agua la penetra. Los que allí se guarecen: un hombre, una mujer, una niña, ejercen cualesquiera de esos oficios que matan el hambre por temporadas: oficios que, tras de dejar poco, duran una estación.

Allí no se lee. La madre nunca supo leer. El padre, si lo supo, lo ha olvidado. La chica, obligada a prestar su colaboración en la faena doméstica, no puede ir a la escuela.

Parece que entre aquellas gentes y la civilización debiera haber una muralla infranqueable. Pero no la hay. El avecilla dorada y ágil del cantar la salva. El cantar está constantemente empollándose en la tierra andaluza. Él dice, no solamente el mal de amar; no solamente resume las penas, las alegrías, las creencias de aquellas vidas humildes y de las que las precedieron, sino también trae la nota fresca, viva lozana del suceso diario.

A cada nuevo incidente, a cada nuevo descubrimiento, a cada nuevo conflicto, corresponde un cantar. Cantar a la guerra actual, al automóvil que pasa, al gobierno que cae, al ideal que surge, a la preocupación nacional que asoma.

Cantar a todo, cantar para todo. Y de guitarra en guitarra va saltando la copla como entreenrejado de armonía, y va a llevar hasta la cueva gitana más escondida de la vega su nota vivaz.

Sintetizado ya por el cantar, sabrán la pobre mujer y la chica de nuestro cuento lo que pasa o ha pasado recientemente en el «mundo». Y el cuento picaresco y gracioso, el cuento que va de boca en boca masculina, el género literario volante, por decirlo así, que nutrirá a su vez la mentalidad del padre de familia, que no puede o no sabe leer y que sólo en la conversación con los demás desentumece su entendimiento.

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Pero en Vasconia qué poco asoma este espíritu poético. Los únicos que lo llevan en trashumante vuelo, son acaso los versolaris o koblakaris, que en los pueblos perdidos en las montañas, en las obscuras tabernas en que fermenta la sidra, dicen sus ingenuos versos, entregándose a diálogos o réplicas que ponen sonrisas en los labios.

Y sin embargo, qué buena compañía fuera en estos paisajes que tienen una tan persuasiva apacibilidad, la compañía de los poetas. Cuánto mejor en esas abrumadoras, en esas interminables lluvias del invierno que os penetran de humedad y de tristeza, fuera consuelo y distracción un libro de versos, que el Gerokogero, ese libro clásico de los vascos, que significa «después de después» y sólo tiene fines ascéticos!

Se me figura que estos espíritus son poco ágiles para amar y concebir ciertas formas ondulantes del arte y de la vida. Espíritus cuadrados, rígidos, que no deben desdeñar la matemática, y que acaso en la Edad Media habrían proporcionado buena contribución a la escolástica. Espíritus, sobre todo, con un sedimento natural del ascetismo, que no bastan a destruir la belleza de estos paisajes y el azul moaré de este mar.

El vasco podría ser soldado (lo ha sido, llegando a la heroicidad): podría ser sabio (y de hecho ha logrado serlo también); pero literato, poeta, sólo por excepción.

La música es, de las artes, la que acaso lo atrae de una manera más efectiva. La banda y el orfeón apasionan al pueblo, que se asemeja en esto a otros pueblos de montaña. Pero aquí, arrollando estos vuelos, impidiéndolos y como trayendo las almas a una noción árida, exacta, precisa, monótona de la vida, está la afición de las aficiones: el ejercicio nacional por excelencia: la pelota, con su perenne ruido seco sobre la piedra...

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A Miguel de Unamuno, a ese espíritu peregrino que en sus últimos versos se nos ha revelado de una manera tan original, en la que hay por cierto mucho de este ascetismo de la montaña vasca, de que hablaba yo hace un instante; a Unamuno, pedíle su opinión sobre el espíritu literario vasco, en días pasados. Y él me respondía:

La producción literaria en vascuence o euskera, es pobre y de muy escaso valor, y más pobre la poesía.

La imaginación del vasco ha estado durante siglos dormida. Nuestra vitalidad espiritual se ha desplegado en la acción, y si hemos tenido Aquiles -yo creo que sí-, la falta de Homeros ha hecho que sean poco conocidos. Es difícil encontrar pueblo más pobre en leyendas, cuentos, fantasías, etc.; su espíritu es pregurático. Sólo desde hace poco, y merced a choque más íntimo y fuerte con la cultura, se nos ha despertado la imaginación, y por cierto creo yo que con una frescura y brío notables.

Contribuía a esa poquedad la índole de nuestra vieja lengua, pobre de conceptos transcendentales, embarazosa y de pesado manejo, una lengua inepta para expresar debidamente la complejidad espiritual del alma moderna.

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Yo creo, en efecto, que de aquí proviene la sequedad de espíritu de la raza.

Cuando un pueblo no tiene una lengua vasta, rica, eufónica, clara y difundida, debe arrojarla como un harapo inútil y buscar otra en que pueda vaciar su mentalidad.

Si el vaso es pequeño y no se puede ensanchar, es fuerza beber en otro vaso; y aquí el otro vaso es la nobilísima y poderosa lengua castellana. En ella caben ciertamente todas las modalidades del alma euskera, y ella tiene todos los acentos para prestárselos. Pero el vasco pretendió encerrarse en su lengua (que, como dice muy bien Unamuno, ya no es más que una curiosidad filológica) como en una torre. En ella quiso confinar su vida y su pensamiento, de suerte que los achicó y empequeñeció sin ver que aquellos de sus más grandes hombres, los que habían llegado a imprimir su sello en toda el alma peninsular, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, el Canciller Pero López de Ayala, etcétera, empezaron por vaciar su pensamiento, su espíritu, en el molde castellano, y con guión castellano de caridad, de ciencia o de conquista, impusieron al mundo su obra.

Nada hay más desazonado y nocivo que ese orgullo de una raza que, creyéndose o por su fuerza o por su belleza, o por su inteligencia superior a las que la rodean, levanta entre ellas y su pensamiento un almenaje inexpugnable, y se encierra deliberada y definitivamente en él.

Y no hay almenaje más inexpugnable que el de la firme voluntad de confinarse en la inmovilidad ancestral de un dialecto o idioma imperfecto.

Este confinamiento es fatal para el porvenir. La raza se vuelve semejante a esos gentileshombres de campaña que, pretendiendo no tratar más que a gentes de su devoción, acaban por morir solos después de haberse comido su última col y su última remolacha.

En mi concepto, no hay síntoma peor de la decadencia de un país que el apego orgulloso a su dialecto y el desdén por el idioma dominador.

El afán de valerse exclusivamente de ese dialecto o lengua imperfecta para pensar, mostrando así que no se necesita más amplitud de léxico, acaba por achicar el pensamiento.

Es claro: cuando muchas cosas no pueden decirse en el dialecto que mamamos y nosotros estamos resueltos a no decirlas en otro, acabamos por retirarlas de la circulación. Y así vamos cada vez pensando con menos palabras: es decir, vamos pensando menos. No hacemos a nuestra lengua, del tamaño de nuestro espíritu que se ensancha: apretamos nuestro espíritu hasta hacerlo del tamaño de nuestra lengua.

A fin de he hallarnos en conflicto, nos resignamos a expresar sólo lo que nuestros padres expresaron, en la forma en que lo expresaron, y como esas locuciones, a fuerza de usarse, han perdido su virtud, acabamos por matar la expresión de las palabras y su alma misma, múltiple y misteriosa.

Afortunadamente, Vasconia no está en este caso. Vasconia ha salido de sus torres almenadas. La propia belleza de su suelo la salvó atrayéndole ese movimiento incesante de turistas veraniegos, que ayudaron a sacudir su alma bella, grave, huraña y orgullosa.

Además de la vitalidad de que las tres provincias están hace años dando muestras, el suave prestigio del castellano-rey parece excitar a los cerebros a una mayor actividad lírica y a una mayor producción literaria, fuera ya de los grilletes vernáculos.

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Es muy poco lo que se conoce, sin embargo, de poesía vascongada, en vascuence, desde D'Echepare acá.

Hay un canto muy renombrado en Vasconia, un canto clásico en la Lengua: el célebre canto de Altabiscar; pero, a lo que parece, es apócrifo y se sabe su historia.

Unamuno opina que en general son mejores los poetas vasco-franceses. ¿Será por la índole de su dialecto? Puede ser, pero acaso ha influido también su menor aislamiento, que permite corrientes más amplias de ideas.

Uno de los más acertados e inspirados poetas vascos -en concepto de Unamuno, el mejor-, J. B. Elizamburu, era vasco- francés y escribía en dialecto laborkano.

Porque el vasco está descompuesto de yo no sé cuántas formas dialectales, no sólo de una frontera a la otra, sino dentro de las fronteras mismas.

Hay vasco-franceses un poquito distantes del Bidasoa, que con dificultad podrían cambiar algunas palabras con un guipuzcoano o un vizcaíno. Y hay asimismo guipuzcoanos que en Álava o en Vizcaya suelen encontrarse con que muchas palabras familiares tienen distinto nombre.

Pero volvamos a nuestros poetas. Hay una colección llamada El Cancionero Vasco, de Manterola, en que puede seguirse fácilmente la palpitación de esta lírica, de mucho tiempo a la fecha. Allí está, en vascuence, pero con su traducción, acaso lo mejor de la obra de Elizamburu, en la que se hace muy especialmente notar la poesía Vere Achea (mi casa), que es muy bella.

Hay otro poeta, éste guipuzcoano, Izurta, del que se habla muy bien. A lo que, parece, sus poesías en el original tienen no sé qué, suave encanto, que pierden por completo en la traducción.

Un vizcaíno, Felipe Arrese, escribió una elegía que pronto se hizo célebre en las Provincias: «Ama euskeriari az ken agurrak», que quiere decir «Último adiós a la madre eusquera». Esta elegía se encuentra en el cancionero citado y Unamuno me dice que es en su concepto la poesía vascongada de más brío y más conato, a trechos realmente inspiradísima. El mismo ilustre amigo me recuerda aquel cura vasco-francés de que habla Michel en Le Pays basque y que, enfermo de tisis, escribió a su madre una despedida en que expresa, con muy delicado acierto, una honda emoción.

De San Sebastián era el poeta Bilinch, llamado Indalecio Bizcarrondo, que, escribió algunas cosas delicadas. Su musa, en extremo popular, pecaba por esta circunstancia de poco culta.

Podrían citarse otros nombres como los de Iturriaga, Eusebio María Dolores Azcué, etc, pero ninguno sobresale.

Menéndez y Pelayo -me decía el ilustre Unamuno- llamó a la poesía vascongada en castellano-y no sin cierta insidia- «honrada». Y yo dije en cierta ocasión que me proponía deshonrarla. La poesía vascongada es nítida, escogida, demasiado terre á terre y con instintos didácticos. La fábula predomina y se busca en ella la moraleja, la intención didáctica. Cae en sermón fácilmente; todo eso del arte por el arte, nos repugna; el esteticismo no entra aquí. Para los grandes raptos líricos nos ahoga un ambiente moral en que se condena todo lo que es demostración de interioridades.

Preguntó al maestro Unamuno si él no había cultivado alguna vez la poesía vascuence? Y me respondió: -Hace años ya, siendo mozo, intenté escribir poesías en vascuence y hasta hice alguna- jamás publicada- pero aparte de que yo pienso en castellano, se me resistía la lengua. O la violentaba, haciendo con ella lo que hacen los vascófilos o entusiastas, o violentaba mi pensamiento. El vascuence no es una lengua de cultura. Usted sabrá que yo he abogado por su desaparición. Conviene que desaparezca para que descubramos los vascos toda la hondura de nuestro espíritu.

En concepto de Unamuno, en Vasconia no puede decirse que haya habido una cultura propia interna. Los grandes hombres surgidos en esta tierra cumplieron su obra al servicio de la Corona de Castilla.

El espejo poético del alma escocesa -sigue diciendo Unamuno al que esto escribe- no es ningún poeta de la vieja lengua céltica que agoniza en los highland; es Burns que cantó en un dialecto escocés de la lengua inglesa, en una manera de pronunciar los escoceses la lengua de Shakespeare. Y aquí, la más genuina literatura vascongada hay que buscarla en castellano.

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En castellano, pues, busco yo esta genuina literatura vascongada, y la encuentro desde luego en un hombre fuerte, quizá el más fuerte, mentalmente, de la España nueva; en un hombre pletórico de ideas, con un poderoso sabor de originalidad, filósofo, sabio, poeta, de una austeridad, de una aspereza de espíritu ignacianas; en un hombre-, severo como el espíritu ascético de estas montañas, abundante en el pensar y vasto en el decir; que gusta mucho de codearse con el alto pensamiento sajón, y que desdeña las sinuosidades, las retóricas y la índole mirona de la literatura francesa. ¡Y este hombre es el mismo Miguel de Unamuno!

El es el hombre representativo en estos momentos de su raza. Su raza lo hizo esquivo, serio, frío, grave y huraño. Su raza le puso en el alma misticismos que él modalizó y personalizó a su antojo. Su raza le hizo desdeñoso de formas y de ondulaciones vanas. Y después, en aquella alma grande entró el vasto espíritu de Castilla, y el alma se dejó poseer, y supo ser luego más hondamente castellana que otras muchas.

Así, pues, quien quiera estudiar el espíritu literario o poético de los vascos, el alma vasca mostrándose a través de ese amplio cristal de nuestro idioma, que lea, no sólo los Ejercicios de San Ignacio o las obras del canciller Pero López de Ayala: que lea y medite al hombre extraño y fuerte que se llama Miguel de Unamuno.