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El presupuesto español de Instrucción Pública. -Pensiones en el extranjero. -Creación de escuelas


El asunto culminante del mes, en materia de Instrucción Pública, ha sido la discusión del Presupuesto del ramo, la cual ha dado lugar a numerosos incidentes, tanto en el Congreso como en el Senado, hasta el momento de su aprobación.

Lo reñido de los debates, el calor con que conservadores, liberales y republicanos han reinado y defendido las ampliaciones o reformas que insistentemente sugerían, muestra que España empieza a preocuparse seriamente de este gran problema, el más importante de todos.

Uno de los puntos discutidos ha sido el de las pensiones en el extranjero. En las campañas iniciadas por las minorías acerca del presupuesto, se ha pretendido nada menos que se destine un aumento de cinco millones para toda clase de pensionados en el extranjero y para algunas escuelas.

La moción provino del ilustre diputado don Melquiades Álvarez, catedrático de la Universidad de Oviedo, quien exclamaba:

«Esos cinco millones son necesarios para crear creando al efecto juntas de hombres competentes que se encarguen de organizar perfectamente estos servicios y de emplear a conciencia ese dinero».

La pretensión, empero, no tuvo éxito, acaso porque los prohombres del partido liberal no la apoyaron debidamente. En efecto, el señor Moret manifestó que «aunque el presupuesto no correspondía en su concepto a las necesidades modernas, la modificación no podía pedirse ni en la forma ni en la cantidad que pretendía el diputado republicano».

Otros personajes liberales calificaron la petición de cinco millones de extemporánea, afirmando que no era posible pedir así, de primas a primeras, una cantidad relativamente excesiva, sin haber prefijado su empleo y sin tener formado un plan detallado para saber siquiera en lo que se iba a gastar ese dinero.

El ministro de Instrucción Pública, señor Rodríguez San Pedro, se ha mantenido por su parte inflexible ante las instancias de las oposiciones y en su discurso para contestar a las minorías ha sabido defenderse de los innumerables cargos de éstas.

Dos capítulos figuran sobre todo en el discurso: el de las pensiones y el relativo a la creación de escuelas. De ambos quiero ocuparme brevemente, pues aunque sé que al hacerlo rebajo un poco la zona de mi comisión, que se refiere más bien a la literatura y enseñanza de las lenguas, no creo por otra parte que deba dejarse pasar inadvertida tan interesante controversia.

En realidad no es reo el señor Rodríguez San Pedro, por lo que se refiere a las pensiones, de haberlas mermado durante el tiempo de su gobierno; pues de datos oficiales resulta que en 1902 fueron pensionados cuatro alumnos de las universidades; en 1903, otros cuatro; en 1904, tres, pertenecientes a los Institutos, Escuelas de Comercio y Escuelas Normales; en 1905, diez y seis profesores y nueve alumnos; en 1906, exactamente el mismo número de unos y otros, y en 1907, quince profesores y nueve alumnos, es decir, sólo un profesor menos que el año anterior.

Las pensiones, como se ve, han ido en notable aumento año por año. Fruto es éste del ejemplo de las naciones más cultas, especialmente de Alemania, Estados Unidos y el Japón. Pero el señor Rodríguez San Pedro no cree que estas pensiones sean eficaces para la mejora de la enseñanza, y se ha negado para lo de adelante a que se envíe al extranjero a todo el que lo solicite, y quiere que para no derrochar el dinero se haga una selección entre los solicitantes, escogiendo a quienes estén en condiciones de utilizar la ayuda del Estado.

¿Quién osaría negar que colocado en este punto de vista tiene muchísima razón el señor ministro de Instrucción Pública?

Pero también la tienen sus opositores colocados en el suyo.

Si las pensiones hasta hoy no han sido provechosas en España, débese quizás a dos causas principalísimas:

Primera: al poco cuidado con que se han distribuido.

Segunda: a la falta de una vigilancia hábil sobre los pensionados.

Ha sido ligereza frecuente (sobre todo en otros tiempos) de tales o cuales ministros de Instrucción Pública, así en España como en nuestra América, el prodigar las pensiones, como dice muy bien el señor Rodríguez San Pedro, a todos los que la solicitaban, no escaseando por cierto los casos en que mensualidades y viáticos sirviesen para un paseo más o menos «instructivo» de jóvenes favorecidos por influencias oficiales.

Así había quienes estudiaban los presupuestos para saber a cuánto ascendía cada año la partida de pensiones y que se dedicaban a solicitarlas con tozudo esfuerzo, hasta obtenerlas.

Pero, aun pensionando a gente que lo merecía, resultaba el segundo inconveniente: el de la falta de una vigilancia hábil y también de un programa práctico.

Los pensionados, tanto en España como en Hispano América, han solido partir al extranjero sin tener más que ideas vagas de su misión y de su fin. ¡Qué mucho que volviesen sin haber hecho nada los que partían sin saber lo que iban a hacer!

Todo se reducía, claro, a algún mal informe, a algún mal cuadro o a tal o cual piececilla de música, pasodoble o vals; brillante, melosamente dedicado.

En el extranjero no había organizada inspección alguna ni existía un centro especial dolido, bajo la afectuosa y solícita vigilancia de hombres de honor, de ciencia y de respeto, se cambiasen ideas, se metodizasen trabajos, se definiesen los medios a propósito para que todas las energías aquellas concurrieran, cada una con sus especiales elementos, a la obtención de los altos fines para los cuales habían sido destinadas.

En estas circunstancias no es difícil prever el desprestigio de la pensión y el desconsuelo de los ministros de buena voluntad.

Pero de allí a concluir que las pensiones deban mermarse o suprimirse, no puede haber un camino lógico y por eso protestan las minorías, aun cuando el acuerdo entre ellas y el Ministerio de Instrucción Pública entiendo que ha de ser fácil en lo porvenir: basta con que se reglamenten estricta y concienzudamente estas pensiones; con que se exijan, como en Méjico, ciertas pruebas que son del todo decisivas y merced a las cuales se acabará por seleccionar el personal de profesores y alumnos que en el extranjero deben trabajar por el adelanto y la grandeza de su patria.

Veamos ahora el segundo importante capítulo de este debate, que a, pesar de la aprobación de los presupuestos habrá de seguir preocupando la conciencia nacional, y que resurgirá anualmente, sin duda, en el seno de las Cámaras.

Se trata de la creación de escuelas.

Los liberales quieren muchas escuelas, cuando menos ochenta mil. Cada año deben crearse dos mil quinientas, hasta que se llegue a aquel crecido número.

Los conservadores objetan que para las ochenta mil escuelas se necesitan cuando menos ciento sesenta mil maestros, muy difíciles de hallar en una nación de 18 millones de habitantes.

Un diputado afirmó, por otra parte, en el Congreso que, en suma, en España había más escuelas que en Inglaterra, más que en Alemania y más que en el Japón, a lo que replica un escritor especialista que esto es, absolutamente inexacto, porque para hacer el cálculo se toma la palabra «escuela» como signo de cantidad, cuando la frase por sí sola nada representa mucho más si, como ocurre en España, «se halla la escuela absolutamente vacía».

«Valdría lo mismo -añade el cuestionado escritor- sostener que 10 regimientos de los nuestros, de a 800 hombres cada uno, sumaban más soldados que ocho regimientos rusos de a 3.000 plazas». «Una escuela de Londres o de Berlín o de Tokio, supone, por sola, más escuelas que diez juntas de las de Madrid, y lo supone en alumnos, en maestros, en material y en locales».

«Nosotros -dice aún el escritor citado, que es el señor don Tomás Maestro, ilustre médico-legista-, fuera de contados ensayos no poseernos aún el régimen moderno de la instrucción elemental, el constituido por la escuela graduada -conozco una admirable en Cartagena, levantada gracias a las loables iniciativas de su altruista alcalde, don Mariano Sanz, y a la no desmayada insistencia y voluntad de acero de dos apóstoles de la enseñanza, los señores Martínez Muñoz y Martí Alpera-. El tipo común y corriente de nuestra escuela de niños es todavía el medioeval, el solitario; un maestro, una sola clase, entre mazmorra y zahúrda, y un hacinamiento informe de criaturas de todas las edades escolares, desde los seis años a los catorce, amarrados al duro potro de la mesa palotera, sin aire, sin luz, yertos en el invierno, amodorrados y sudorosos con el calor de Junio, y sintiendo a cada instante sobre las tiernas palmas de sus manos la maldita férula de Orbilio Pupilo.

«Tan desdichado espectáculo hace traer a la memoria la doliente carta que, en el siglo XVI, escribió Rodolfo Agripa a su maestro Juan Wessel: Se me quiere confiar una escuela; mas considero este ensayo difícil y enojoso en extremo. Una escuela se asemeja a la prisión, donde no se oyen más que golpes y llantos sin fin. Si hay algo para mí que lleve un nombre contradictorio, es la escuela. Los griegos la llamaban «schola», recreo, y los latinos «ludus litterarius», juegos literarios; pero no hay nada que diste tanto del recreo y del juego. Aristóteles la denominaba «phrontiserion», lugar del tormento, y éste es el nombre que mejor la conviene».

Yo hallo la pintura exagerada, como hecha de propósito para mover la opinión hacia este problema tan urgente de resolver en España. Pero de todas suertes, la escuela elemental está aquí muy lejos del ideal moderno.

En Madrid, por ejemplo, no ha sido posible aclimatar aún, que yo sepa, más que un jardín de niños, y aun ése dentro de una forma un poquito convencional.

Los admirables métodos suizos y alemanes, que han hecho de la escuela de párvulos un verdadero paraíso, donde las enseñanzas se cuelan al cerebro con la radiosa facilidad y el encanto de una hebra de sol, de un perfume, de una melodía, no son ni aun sospechados en muchas poblaciones de la Península. En Granada hay un canónigo, el señor Manjón, que va para santo, según dice la gente, y que ha presentido o estudiado algo del sistema froebeliano, el cual aplica a los gitanillos del Albaicín y del Sacro Monte. Es cosa conmovedora ver a esos chicuelos, hasta hace poco ineducables o incapaces de domesticarse, salir en bandadas de sus cuevas para ir a la escuela del padre Majón, que por artes que a la gente sencilla parecen milagrosas, y cuyo secreto en suma no está más que en la dulzura y la paciencia, mezcladas a cierta amenidad en el aprendizaje, ha logrado desasnar a muchos e infundirles estímulos para ellos desconocidos.

La gente do todas categorías ayuda a esta obra con gusto, y hay ya varias escuelas de tal sistema en Andalucía y una en Salamanca; lo que prueba el buen deseo que anima, aun al bajo pueblo español, en este asunto de la instrucción; pero claro que se necesitan iniciativas y esfuerzos más vastos y poderosos.

En la actualidad, el número de escuelas que hay en España asciende a 24.262; pero debe advertirse que desde el año de 1857, famoso en Méjico por la promulgación do la carta fundamental, la ley de Instrucción pública determinaba para la nación un número de 63.247 escuelas elementales.

¿Cómo es que no ha podido crearse ni la mitad? No hay que culpar de esto al país; los partidos, las revoluciones, la anarquía, las guerras, no ayudan a fundar establecimientos de instrucción.

Ahora que la noble tierra española atraviesa, por un período de paz y de trabajo, que ha logrado, desde hace algunos años, saldar sus presa puestos con superávits decorosos, es llegado el momento definitivo de pagar esta deuda. Sólo que se requiere crear escuelas provistas de todos los útiles modernos, con edificios ad hoc y profesorado apto. Yes preferible que sean muchas menos las que se establezcan y con tal de que estén mejor dotadas y puedan pagar bien a su personal docente. Así, pues no debe censurarse la parsimonia del Gobierno, que acaso prefiere hacer pocas cosas con tal de hacerlas bien.

Lo esencial, lo consolador, diremos, es que ya el país entero, como se está viendo, sale de su indiferencia y se muestra resuelto a emprender enérgicamente, por medio de la enseñanza, la reconstrucción nacional.

Si las buenas resoluciones y el entusiasmo persisten, tal vez no está lejano el día en que se hayan realizado en España todos estos cuandos que enumera con amargura de reproche el ya citado señor Maestre, y que concluyen con una interrogación dolorosa y con cargos quo no reproduciré por inmerecidos:

«Cuando en los países cultos toda la atención del Estado es poca para cuidar de la escuela y del niño, habiéndose, instituido los médicos escolares, los dentistas escolares, los oftalmólogos escolares, llegando Alemania en esta forma de servicios a nombrar, en 1902, un médico alienista para cada distrito, encargado del reconocimiento mental de los maestros, y el Estado de Nueva Jersey instaló un gabinete de desinfección, que esteriliza diariamente con formalina todo el menaje escolar de cada alumno; cuando el ministro de Instrucción de Prusia ordena, en 21 de Diciembre de 1900, que no se encuadernen los libros de las escuelas con alambre, y el Japón crea, en 1899, una sección de Higiene escolar agregada al Ministerio de Enseñanza, y el Mikado promulga una ley prohibiendo el uso del tabaco a los menores de edad, y en Connecticut acuerda el Consejo que las maestras, no lleven vestidos de cola, porque pueden infectar la escuela con los gérmenes recogidos en la calle; cuando en 1902 gastó Berlín 300.000 marcos sólo en los baños de sus escolares, y en los Estados Unidos de América, el Bureau of Education abre un expediente para determinar las condiciones de luz que debe tener una escuela, y Cohn, de Breslau, inventa un procedimiento técnico automático que acusa la iluminación normal de que ha de gozar un centro docente; cuando Engels, después de las experiencias de Lode y de Reichenbach, llega a resolver el problema de que en las escuelas no haya polvo, y Plank escribe su notable libro Los pies calientes en la escuela, y Furst edita el suyo, La limpieza de las clases en la escuela primaria, y la ciudad de Brooklyn funda una biblioteca para niños en medio de un parque, y la de Hamburgo adquiere 25 hectáreas de bosque, donde juegan los alumnos de sus escuelas elementales; cuando las instituciones instructoras de niños anómalos se multiplican por todas partes, fundándose 57 en Alemania, con 211 clases y 4.467 discípulos; 253 en los Estados Unidos, en las cuales se da enseñanza a 71.600 niños, sosteniendo Londres siete grandes centros para sordo-mudos con 18 sucursales distribuidas por toda la ciudad; cuando el Municipio de Cristianía reparte en sólo un invierno un millón de raciones gratis a los niños pobres de sus escuelas, y las cuatro cocinas escolares que sostiene Ginebra proporcionan alimento todo el año a los educandos indigentes, y la ciudad de Charlottenburgo gasta en este servicio 15.000 marcos anuales, y el cantón de Berna mantiene 15.000 niños, de comida y vestidos, y el Ayuntamiento florentino sostiene a 2.500 y hasta en Rusia, los zemstwos, dan abrigos y almuerzo caliente a los alumnos pobres que viven lejos de las escuelas; cuando todo esto ocurre por el mundo, y en New-York, Chicago y Missouri se instituyen Tribunales especiales para la corrección de niños delincuentes, y el Schulturnen recorre con sus contracciones salutíferas desde Nagasaki a Edimburgo, y la Unión berlinesa de la enseñanza paga, en 1902, 18.000 marcos a las empresas de ferrocarriles por excursiones de sus colonias de escolares, ¿qué han hecho nuestros políticos por la pobre España?».

Los políticos, especialmente los ministros de Instrucción Pública, quizá no han podido hacer gran cosa porque, como me decía el ilustre don José Echegaray, cierta vez en que lo visité, (preguntándome cuánto duraban los secretarios de Estado en México) aquí duran tan poco... que no alcanzan a veces ni a darse cuenta del engranaje de su ramo.

La política, además, suele ser en todas partes función negativa. (Por eso nuestro Presidente prefiere a ella la mucha administración.)

Lo bueno es que España quiere ponerse al nivel de los pueblos verdaderamente cultos, y las naciones, más felices que los individuos, pueden siempre lo que quieren con firmeza y perseverancia.