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ArribaAbajo- VIII -

La pronunciación del castellano en América


Los judíos. Su abolengo español


Un amable corresponsal anónimo me envía larga carta relativa a cierta posible reforma en nuestra manera de hablar. Dice que ha escrito en el mismo sentido a usted, señor ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, a quien colma de merecidos elogios, y después de referirse a los adelantos logrados, se expresa así:

«Entre lo que falta por afrontar hay una reforma de capital interés, que, según parece, nunca se ha intentado, y que juzgo es ya tiempo de acometer: la corrección de nuestra habla.

»Es verdaderamente chocante y desastroso, señor ministro -añade-, que en las escuelas nos digan los profesores de gramática que la c, la z, la ll y la y tienen su pronunciación propia y especial, y aun se tomen el trabajo de indicárnosla, y sin embargo, en la práctica, sigamos todos usando tales letras sin la distinción debida.

»La consecuencia de esta aberración es el fárrago de disparates que a cada paso vemos en escritos y aun en libros, todo por no acostumbrar al niño a distinguir la c y la z de la s, la ll de la y y la v de la b, disparates de los que ni aun los buenos escritores escapan cuando se ponen a manejar palabras poco usuales, y muchas veces aún por confusión, lo que no sucedería si en la práctica se diese a cada letra su verdadera pronunciación.

»Ahora bien: cuando una falta se comete por ignorancia, cabe, sin duda, la disculpa; pero cuando, como en el caso presente, se incurre en ella a sabiendas, no se ve explicación posible a semejante conducta. Es seguro que todo el mundo ilustrado del país vería con gusto el perfeccionamiento de la pronunciación de la lengua, pero es seguro también que nadie se atreve a iniciarlo» (aquí el autor de la carta da extensamente el por qué de esta abstención, y concluye diciendo): «Y ya que en la República Mexicana se habla, sin duda, tan bien el español como en la misma España, donde, dicho sea de paso, en cada provincia o región se le altera de mil modos, pero siempre lamentablemente, esforcémonos por conservar, en toda su mayor pureza, esa hermosa herencia de la conquista, que tan suave y dulce suena al oído y al sentimiento».

*  *  *

He copiado estos conceptos por la ingenuidad y buena fe con que están escritos, y porque todo hombre de sana voluntad debe ser escuchado con atención; pero es de advertir que lo que desea mi buen amigo anónimo es imposible. ¿Por ventura los andaluces, que tan cerca están del alma adusta de Castilla, han podido jamás abandonar su acento y el dejo peculiarísimo con que hablan? Algunos, los más saturados del espíritu castellano, merced a larga permanencia en la planicie central, pronuncian la c y z como deben pronunciarse, pero el esfuerzo que les cuesta es visible, y, en cuanto pueden, se lanzan a sus nativas y deliciosas confusiones de letras.

No pidamos, pues, lo que apenas acertaría a alcanzar el esfuerzo lento y paciente de algunas generaciones, y contentémonos con algo que no heriría, por cierto, ninguna susceptibilidad nacional: con unificar la pronunciación de nuestra lengua en la amplia extensión de la República.

Todos vosotros sabéis las diferencias de acento que existen hasta entre simples Estados limítrofes. El tamaulipeco y el veracruzano, el jalisciense y el sinaloense, el chihuahuense y el sonorense hablan con dejos especiales, que dan a sus locuciones una fisonomía bien marcada. Pues bien, yo no pretendo -líbreme Dios de ello- que desaparezca esta fisonomía. Pero sí pretendo que en las regiones más distantes del país se dé a las letras el mismo valor fonético, empeñándose los maestros en fijarlo con claridad y precisión. ¿Por qué el yucateco ha de pronunciar, a ciencia y paciencia de sus maestros: tráia y véya, por ejemplo, en vez de traía y veía? ¿Por qué ha de dar a la t cierto impulso y cierto martilleo característico que la convierten en una letra aparte, en un sonido extraño casi al idioma?

Y lo que digo de los inteligentes y enérgicos habitantes de la Península podría aplicarse, mutatis mutandi, a todos los mejicanos de las diversas regiones, pues en cada Estado se da a la j, a la ll y a los diptongos pronunciación distinta, de tal suerte, que, merced a estas simples diferencias, puede adquirirse, sin gran pena, la práctica de descubrir la procedencia del que habla por su manera de hablar.

Por lo demás, y cuando se advierte la rebeldía de tantos pueblos de sangre hispana a la pronunciación castiza de la e y de la z, se adhiere uno insensiblemente a la opinión de Moguel, quien creo que la primitiva pronunciación fue como la nuestra actual. Los sonidos linguodentales de la z y la c surgieron después.

No sólo diez y nueve naciones de habla española refractarias a esta pronunciación corroboran lo intruso de la misma, sino que, del otro lado del estrecho, están para comprobarlo también los judíos.

Como se sabe, éstos, expulsados de España -por un error nunca bastante llorado- hace siglos, han conservado, con devoción admirable, el idioma de sus abuelos. Si de Andalucía solamente hubiesen sido desterrados los hebreos, explicaríase fácilmente lo que diré luego; pero de todos los puntos de España e innumerables familias de ellos del riñón mismo de Castilla, fueron arrojados sin piedad al otro lado del mar. Pues bien: todos, sin excepción, hablan el castellano como nosotros.

Nada menos que don Luis López Ballesteros, que ha hecho en estos días una fructuosa visita a Marruecos, decía, refiriéndose a ellos:

«Hay cuestiones de las cuales estamos oyendo hablar constantemente, pero que no se nos presentan en toda su magnitud hasta que por un azar de la vida tenemos ocasión de observarlas 'de cerca'. Eso me ha ocurrido a mí con la cuestión de la enseñanza del idioma español a los hebreos. Se ha escrito mucho acerca del verdadero y espontáneo fervor con que conservan los hebreos el recuerdo de España y del idioma de sus antepasados. Ejemplos bien curiosos y de países lejanos se están citando constantemente. Pero lo que causa verdadera pena es oír, como yo he oído, quejarse a distinguidos miembros de la Colonia israelita de las dificultades con que tropiezan para que en Tánger aprendan sus hijos, con la perfección que ellos desean, la lengua española. 'Es nuestra lengua del hogar, me decía el señor Abenzú; lo hablamos todos nosotros; pero en ello interviene más que las facilidades que se nos dan, el tesón que ponemos en conservar como un tesoro el idioma de nuestros abuelos'. Y, en efecto -añade el señor López Ballesteros-, lo hablan a la perfección, sin más que un extraño dejo americano, que le presta gran dulzura, y sin los modismos de América, naturalmente».

Por mi parte he conocido en diversos puntos de Europa a judíos descendientes de los expulsados de España. Todos hablan el castellano, y lo hablan todos como nosotros los americanos.

¿Cuál será la pronunciación que predomina a través de los siglos? Yo entiendo que ni la española ni la nuestra, pero acaso pudiéramos llegar, tanto en España como en América, a un modus loquendi basado en este simple principio: Deben escribirse con z todas aquellas palabras que escritas con s engendren confusión, como caza, raza, taza, etc.

En cuanto a la e tendrá que desaparecer por inútil así que nos resolvamos a modificar una miaja siquiera la ortografía del idioma, sustituyéndola con la k antes de a, de o y de u.

*  *  *

Hay en el hecho relativo a los judíos, citado por el señor López Ballesteros, algo que no debemos dejar pasar inadvertido, siquiera nos aleje un punto de la cuestión capital de este informe, y es la colaboración de esa raza, privilegiada a pesar de todo, para la difusión del castellano. Ella lo ha llevado como una reliquia a través de la tierra, conservándole su primitiva pureza, y lo habla con un elegante arcaísmo que seduce; ella ha sido un factor olvidado, menospreciado, pero de los más efectivos para la hegemonía de nuestra estirpe.

A este propósito se me ocurre relatar algo de que fui testigo hace muchos años, y que constituye uno de los hechos más significativos y curiosos que darse puedan.

Durante la Exposición de París de 1900, varios amigos, entre los cuales se encontraba Carlos Díaz Dufoo, frecuentábamos un restaurant de la pequeña rue Lédillot, establecido por dos judíos hermanos.

Éstos, en cuanto supieron que éramos hispanoamericanos, nos colmaron de atenciones, asegurándonos diversas veces que su lejano origen era español.

En cierta ocasión, uno de ellos se acercó a la mesa en que comíamos y nos afirmó que su familia hablaba tradicionalmente castellano, cuando se hallaba en la intimidad, aunque, a decir verdad, lo iban olvidando lentamente por falta de práctica. ¿Quieren ustedes -añadió en francés- que les diga algunas palabras españolas?

-Ciertamente -respondimos nosotros a coro- y entonces él, después de somera meditación, exclamó con exquisito arcaísmo:

-¿En dónde morades vosotros agora?

Excuso decir el éxito que obtuvo la frase, que fuimos repitiendo después de corro en corro.

También Max Nordau pretende descender de judíos españoles, y una tarde inolvidable nos lo decía a don Justo Sierra, a Darío y a mí, exclamando en perfecto castellano:

-Fuimos desterrados, es decir, arrancados de la tierra de nuestros padres.

Ahora bien, ¿nada hará España por que estos centenares de miles de españoles de otros siglos sigan conservando el tesoro de su lengua íntegro y perfecto?

Seguramente que el menor indicio en favor de la fundación de escuelas modernas españolas, cuando menos en Marruecos, donde los judíos de abolengo hispano son más densos, sería recibida con gratitud inmensa; pues como refiere el ya citado López Ballesteros, «recientemente los judíos de Fez, con ocasión de hallarse en la vieja capital mora el embajador español, fueron a visitarle, y cuando tantas cosas de naturaleza menos espiritual pudieron pedirle, sólo llevaron hasta él la insistente y clamorosa demanda de que España les envíase un maestro de lengua española».

«¡Extraña raza ésta! -agrega López Ballesteros-; lo que en ella encuentro más admirable, aparte de las aptitudes reconocidas en todo el mundo, es la ausencia de rencor cuando hablan de España. Y hoy, cuando el sol vespertino matizaba de una pálida tonalidad de oro la costa de España, desde Trafalgar al Peñón, bajé a una pequeña playa en compañía de una amable familia israelita que me iba señalando las incomparables bellezas del paisaje. En la playa desemboca un pequeño riachuelo. «¿Sabe usted, señor, cómo se llama este río? Es el río de los indios. Dice la tradición que aquí, en esta playa, tomaron tierra los primeros de nuestros antepasados expulsados de España. Aquí levantaron sus tiendas; aquí acamparon». Y volviendo los ojos a la risueña costa bética, la persona que me daba estos datos, y con ella las demás que me acompañaban miraban con amor y melancolía a la España cruel que los había arrojado a las inhospitalarias, costas africanas, abriéndose de paso, torpe y fanática, la gran herida por donde había de escapársele a torrentes la sangre de sus venas.

«Comunicaciones, escuelas, lengua... aprovechamiento de los elementos naturales de geografía, de vecindad y de los elementos espirituales de una raza... ¿Acaso no son todos éstos los factores fácilmente empleables por España en la lucha de concurrencia internacional que tiene por campo la tierra marroquí?» -se pregunta López Ballesteros, y afirmativamente le responderá, sin duda, todo el que lea estas líneas.

Hace poco tiempo, en uno do mis informes, hablaba yo justamente del rasgo de liberalidad del Marqués de Casa-Riera, quien atendiendo a la insinuación del Rey se había desprendido generosamente de algunos cientos de miles de pesetas, destinados a la fundación de escuelas en Marruecos. Pero aun supuesta la noble donación y la inversión próxima de ese dinero, quedan dos problemas por resolver. Es preciso, primero, que en esas escuelas se procure, sobre todo, la racional expansión del idioma, no sólo entre los súbditos de España residentes en Ceuta, sino entre los judíos de abolengo español de todo Marruecos; y se requiere, en segundo lugar, que los métodos de enseñanza que se empleen sean menos anticuados que los que se hallan actualmente en vigor. La enseñanza española en Marruecos está en manos de congregaciones religiosas, según entiendo, y éstas, aunque animadas del más caritativo de los celos, no se hallan pedagógicamente a la altura moderna. La rutina anda allí campando por sus respetos. Si España quiere, pues, aumentar su influencia secular, pero debilitada en extremo en Marruecos, tendrá que echar mano de maestros jóvenes, seglares preferentemente, familiarizados con modernos métodos y susceptibles de entusiasmo por esta bella causa de la civilización ibérica en el África refractaria y misteriosa...