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Las mujeres y la Academia


Ha vuelto a suscitarse en Francia esta cuestión particularísima y sugestiva: ¿Debe admitirse a las mujeres en la Academia?

Cuando el sagaz y cultísimo Emilio Faguet recibió «bajo la cúpula» a René Dounic, dijo estas palabras refiriéndose a Madame de Sevigné: «Una ley, en mi concepto deplorable, niega los honores de la Academia a las personas de su sexo».

¿Por qué se los niega?

Porque la Academia fue fundada en una época en la cual no se creía aún en la igualdad mental del hombre y de la mujer. He allí todo. Pero en los actuales tiempos, ¿qué podría objetarse? Nada... Sin embargo, hay unos señores que se llaman tradicionalistas, es decir, esclavos del precedente, los cuales pretenden que todo debe ser como era antes, por la sencilla razón de que así era antes. Estos señores de alma inmóvil niegan a la mujer el derecho de entrar a la Academia porque su fundador no se lo concedió. Su razonamiento es el siguiente: «Los reglamentos académicos ni siquiera autorizan a que se plantee la cuestión. Si alteramos las reglas constitutivas de la Academia Francesa, acabamos con la institución misma. Su fuerza reside en su carácter permanente: es intangible. Tal como fue creada en 1635, debe persistir a través de los siglos. Si tocáis una sola piedra del edificio, aunque sea con el pretexto de consolidarla, se derrumbará pronto el edificio mismo.

»Por tanto, sea cual fuere el valor de las escritoras, no conviene considerar como posible su candidatura, porque el fundador de la Academia Francesa no lo quiso. Y no era por cierto porque faltasen, en el momento en que Richelieu reunió a los primeros académicos, mujeres de letras de gran talento y de renombrada virtud. Así, pues, lo que no plugo a Richelieu no sería oportuno discutirlo ahora».

Esta opinión de los «conservadores» es la de Mauricio Donnay, quien se expresa en la siguiente forma: «Estimo que debe conservarse a la Academia el carácter que le dio su fundador. Y además, a la hora actual, las mujeres tienen otras cosas que conquistar, mejores que el sillón bajo la cúpula» (el argumento de Donnay es el viejo argumento de los que no quieren darlo que se les pide». Si esto no vale la pena de buscarse...». Pues si no vale la pena, ¿por qué se empeñan ellos en tenerlo solos? Allá las candidatas que juzguen. Al señor Donnay no le importa si ellas tienen cosas mejores que conquistar. Pero sigue diciendo): «Sería más importante para ellas participar de la prerrogativa del sufragio llamado impropiamente universal, que entrar al Instituto. Con eso de querer estar en todas partes después de no haber estado por largo tiempo en ninguna (es una manera de hablar), las mujeres correrían el riesgo de comprometer una justa y noble causa: me refiero al feminismo».

Como se ve, Donnay sigue saliéndose de la cuestión, según dijo el cocinero del cuento a los patos.

Se trata de saber si las mujeres pueden o no entrar a la Academia, y no si les conviene o les perjudica entrar.

Hay, en cambio, inmortales de espíritu moderno, en cuyo concepto la mujer podría brillar en la Academia. Monsieur Faguet es uno de ellos, según dije. He aquí sus palabras.

«Convencido de la igualdad intelectual del hombre y de la mujer, estoy por la igualdad de derechos entre ellos. Es estúpido que en el siglo XVII, Madame de Sevigné, Madame de La Fayette y Madame de Maintenon no hayan pertenecido a la Academia, tanto más cuanto que eso es justamente lo que impide ahora comenzar, porque dicen por allí: No haber comenzado por Madame de Sevigné y comenzar por Madame Dupuis, Dupont o Durand... He aquí las consecuencias de una falta».

Y yo me digo: Si la señora Dupont, Dupuis o Durand tiene tanto talento como la señora Sevigné, hágasela académica, aun cuando su nombre no sea decorativo.

El académico Eugenio Brieux está en absoluto de acuerdo con Paul Hervieux en que más bien se cree en el Instituto una sección consagrada al mérito femenino en las letras, las artes y las ciencias. Piensa que este proceder suprime muchos inconvenientes.

Claretie, por su parte, exclama: «Es ésta una cuestión grave que no puede resolverse así, de pronto». La cosa no es nueva, sin embargo, y Jorge Sand le consagró en otro tiempo un folleto intitulado Pourquoi les femmes a l'Academie, y por cierto, la gran escritora no era de opinión favorable a su sexo. Sin embargo, si Jorge Sand se hubiese presentado y me hubiera encontrado yo entre sus electores, sin vacilar habría dado mi voto al autor de François le Champi.

Ya lo creo; como que Jorge Sand tenía infinitamente más talento que M. Claretie y que muchos de sus inmortales colegas.

*  *  *

En España se ha tratado ya esta cuestión a propósito de doña Emilia Pardo Bazán. Nadie duda de que la ilustre dama tiene más títulos que muchos inmortales a usar la venera; nadie duda tampoco de que no la usará jamás.

Después de todo, esta inhabilidad oficial favorece a las mujeres.

¿Qué ganarían ellas con ser académicas? Diremos, como Monsieur Donnay (el que se sale de la cuestión): ¿No nos hemos acostumbrado, por ventura, a excluir de este concepto de académico el concepto de verdor, de primavera, de lozanía? Un académico de número joven es un contrasentido. La venera en España es casi siempre galardón de las canas. Ahora bien: la mujer es la juventud eterna. La inmortalidad académica no sólo no se la da, sino que acusaría contrastes y sugeriría comparaciones, y nuestras académicas, más desgraciadas que Calipso, sufrirían doblemente: por no poder ser jóvenes y por ser inmortales.