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Las evoluciones del lenguaje en la República Argentina


Tiempo es ya, tal vez, de prejuzgar los resultados «literarios» de la visita a la República Argentina de dos hombres eminentes -por diversos conceptos- de España, a saber: don Rafael Altamira y don Vicente Blasco Ibáñez.

Irán ambos probablemente a México, como ha ido don Juan Antonio Cavestany, senador, académico y poeta de rectas tendencias clásicas; y entonces será ocasión asimismo de hacer el balance de tales visitas; pero hay que decirlo de una vez: este balance tiene más importancia por lo que respecta a la Argentina; ¿saben ustedes por qué? Pues porque la Argentina en esto del idioma era, como si dijéramos, la hija rebelde. Y no porque llevase a la rica fuente del castellano su tesoro de regionalismos, sino porque soñó en un momento dado en crear el idioma argentino, para uso exclusivo del país, y este idioma era feo, se hubiera reducido según la expresión del publicista Juan B. Terán, «a un patuá pintoresco, pero pobre y local». El capricho ha pasado felizmente y hoy los grandes escritores de la República Argentina, como los de todas las Repúblicas hispano americanas, contribuyen no a desfigurar, sino a agilitar el castellano, dándole una intensidad de expresión que suele faltarle entre los cultivadores de vieja cepa, los cuales ahogan la intención, la sutileza y la gracia de la lengua en verbosidades excesivas y en enfatismos ya fuera de sazón.

«Conocemos -dice Terán- el carácter actual de la lengua española: sonora, rotunda, propia para la epopeya y la oratoria, carece de claridad, energía y gracia. Atascada en sus moldes clásicos, resulta pesada para la sutileza moderna5, inapta para el análisis y la fineza del detalle; porque ha perdido su espíritu la invención y la originalidad que la elevaron en las manos de Cervantes, porque no puede producir una lengua rica y flexible sino un pueblo que piensa como el francés, siente como el italiano, coloniza y conquista como el inglés».

Claro que no estoy de acuerdo con Juan B. Terán. ¿Y cómo he de estarlo si en la misma España, entre los prosadores hay un Ramón del Valle Inclán, lleno de flexibilidad, de elegancia, de gracia y de fuerza, incapaz de caer ni dormido en el anacronismo de un período castelariano, de esos que ya no usan sino los viejos oradores que consumen invariablemente el turno y que pueden contener cinco minutos la respiración?

Hay ya una buena porción de españoles que piensan como los franceses, es decir, con claridad helénica: un Benavente, por ejemplo, en cuya pluma anida la suave y alada ironía latina como en la pluma de un Anatole France; todos, por otra parte, sienten como los italianos; y si no saben colonizar como los ingleses, yerro es éste que tienen los alemanes y los franceses, sin perder por ello su superioridad en otras cosas.

Al castellano le falta sólo un poquito de adaptación al medio, ponerse de acuerdo con la multiplicidad y actividad de las vibraciones del alma moderna. La Academia no puede hacer nada por esta adaptación del idioma porque en ella predominan los viejos o los hombres que, a pesar de su muy relativa juventud, merecen serlo por la inmovilidad del espíritu.

Es achaque de académicos españoles hurgar y desmenuzar la obra clásica, sin oír los apremiantes clamores de los pueblos hispanos que les piden palabras nuevas para dar un nombre a la variedad infinita de sensaciones, de emociones del espíritu actual, a las nuevas máquinas, a los útiles de uso reciente, a los innumerables descubrimientos que los sajones y los franceses nos dan a diario. Mientras un padre Cejador, con saber y autoridad indiscutibles, se pasa la vida averiguando cómo hablaba Cervantes, la gente, española de ahora no sabe cómo llamar a las máquinas voladoras, a los conductores de automóviles, a las fotografías a distancia... a miles de cosas que nos rodean.

Un Benavente, un Darío, un Valle Inclán, un Maeztu, un Miguel de Unamuno, llevarían a la Academia española, sangre, y vida nueva; pero alterarían quizá las digestiones de muchos filólogos de esos que saben cuántas palabras usó el marqués de Santillana y que serían incapaces de traducir a buen castellano un menu francés.

Mas de esto a achacar al idioma defectos que no tiene, hay su diferencia.

El castellano ha sido solemne y enfático, porque fuimos un pueblo lleno de solemnidad y enfatismo. Ya no lo somos. Españoles e hispano americanos empezamos a comprobar una aptitud para la civilización mucho mayor de lo que convendría a nuestros detractores.

Pero si hay rigor en las afirmaciones de Terán, hay también en sus juicios mucho de exactitud y de justicia que debemos reconocer.

Hablando de la Argentina, dice: «Está habitada por un pueblo que conserva la lengua de sus colonizadores, que la impusieron como en la historia de todas las conquistas. Pero desde el primer momento debió sufrir la lengua la impregnación del ambiente, la exósmosis de los dialectos indígenas que dieron al explorador la nomenclatura de la fauna y de la flora, los nombres de las cosas americanas, de los detalles de su vida pastoril o de las idiosincrasias de sus imperios teocráticos.

»Y después de la ruptura política -hecha cada día más precaria la comunicación con España- nuestra habla ha recibido la contribución de otras lenguas, nuestro pueblo el contacto de otros hombres.

»Con otro espíritu, con otra historia, con otro destino y con otros medios, la lengua ha sufrido las transformaciones que las nuevas influencias le imponían.

»E. Quesada6, a quien no podría citar en mi apoyo, afirma que en América la idea es más intensa, pero la expresión más desaliñada».

Traía, en concepto de Terán, el colono español a América otro interés que el de la belleza y de la forma. «Ni la urgencia de la conquista del suelo y del indio, dejaban descanso a su espíritu, más duro que su cuerpo infatigable».

«Vino después la improvisación de la independencia, la zozobra de la vida nueva, sus terribles sorpresas».

«Hemos debido atender a la acción antes que al pensamiento, al pensamiento antes que a la palabra».

«Esa será tal vez la cuna de la expresión descuidada e irregular de que habla Quesada, pero que refleja un pensamiento más activo y más agudo».

«La renovación de la lengua se produce. Ligada por un lado con los dialectos indígenas, modificada profundamente por nuestra pronunciación, con sus proverbios que son el elemento pintoresco y familiar del idioma, bajo la influencia diaria de lenguas más flexibles, se altera la herencia primitiva, que se enriquece con nuevas y crecientes adquisiciones».

Yo hallo, sin embargo, que esta alteración, tras de ser menor ahora que hace diez años por ejemplo, es más sagaz y avisada, más simultánea con la que se produce en la Península misma, y ello se debe al mayor comercio mental entre América y España, a que nos leemos más unos a otros, a que empiezan a ir a América intelectuales españoles y a que la colaboración de escritores como Unamuno, Valle Inclán, Baroja, Blasco, Benavente, y de poetas como los Machado, Villaespesa, Marquina, etc, desparrama pródigamente las peculiares formas de elocución de la España actual, recogiendo en cambio (al interesarse por nuestra literatura todos los jóvenes pensadores españoles) mucho de la ductilidad y la gracia pintoresca de nuestra lengua, poco susceptible de trabas, y recordando y legitimando merced a nosotros -por qué no decirlo- muchos nobles arcaísmos del más rancio abolengo, como mercar, artimaña, arremedar, arrempujar, jabalín, ñublar y ñublado, pelegrinar y pelegrino, tusar y atusar, etc, etc.

«Un episodio curioso en la historia de nuestra lengua -dice a este respecto Terán- es la supervivencia de viejos vocablos castellanos desaparecidos en España y que provienen de la conquista como el agora de nuestras gentes, como el aloja y el maíz a los que se descubre ahora un origen latino.

»Así como aquí, en Estados Unidos, los puristas7 proscriben vocablos criollos que no son sino du bon vieil angláis, viejas maneras de la lengua.

Y no sólo los proscriben estos señores puristas, sino que hay quien los califique de galicismos, como a fenestra.

Pero sigue diciendo Terán: 'Se comprueba en la producción argentina una sobriedad en la oración, agilidad y movimiento en la construcción, inquietud en la frase, que no son castellanas'.

»Groussac, en su lejana historia del Tucumán, estudiando la elaboración de estos pueblos, creía encontrar desviaciones lingüísticas que anunciaban la nueva raza.

»Interesa su testimonio, porque ahora, en uno de sus últimos escritos -a propósito de americanismos- ha cambiado de idea.

En suma: que la nueva manera argentina de hablar se distingue «por una mayor delicadeza y transparencia en el vocablo, por la rara justeza del adjetivo y la sensible sugestión de la idea».

*  *  *

¡Y qué mejor cosa puede apetecerse, añado yo, que esta nueva manera! ¡Pues qué más ha de pedir España sino que estas naciones de América que sorbieron lo mejor de su alma altiva y poderosa, así como rejuvenecen este alma le rejuvenezcan la lengua!

Pero hay un límite y es el marcado por la belleza.

Y el criollismo no sólo iba por caminos revolucionarios, sino por caminos de fealdad. La nueva inyección de casticismo le ha venido, pues, muy bien, porque el casticismo en América tiene la ventaja de pasar por la alquitara de nuestro temperamento innovador. No amojama ni reseca ni paraliza la lengua, sino que le da cuerpo, es como cuando se echa vino nuevo en uno de esos toneletes que contuvieron por años vino viejo.

¿A qué se ha debido el encarrilamiento de la lengua argentina? Ya lo apuntó arriba: a la activa colaboración española, en primer lugar.

La Nación, La Prensa, y sobre todo Caras y Caretas, la popularísima revista cuya circulación asciende ya a más de ciento diez y ocho mil ejemplares, tienen una nutrida colaboración española.

Toda la España intelectual llena amplias páginas de estas importantísimas publicaciones.

Otrosí, los grandes autores argentinos y uruguayos, como un Lugones, un Rodó, el ya citado Terán, Jaimes Freyre8, etc, no desdeñan escribir en buen castellano; en admirable castellano, agregaría, porque en sus plumas expertas, sueltas, ágiles, la lengua tiene un colorido, una novedad, una gracia incalculables. Y es que estos jóvenes autores no sufren del heredismo del adjetivo. Adjetivan, como Valle Inclán, a su modo, casando matices, acoplando las palabras que tienen verdadera afinidad ideológica.

En Castilla sabemos que el sustantivo suele traer, ab eternum, como la soga al caldero, su adjetivo, hidalgo, eso sí, cervantesco; pero, por su misma ranciedad, inapto ya para mover nuestra alma y solicitar nuestra imaginación.

Hay un enorme lote de parejas de sustantivos y adjetivos de palabras que hace siglos celebraron sus nupcias. Los americanos, a veces por una santa ignorancia, a veces conscientemente, separamos a estos cónyuges tan bien avenidos.

En nuestra memoria el atavismo asocia menos a las parejas en cuestión, y así sucede que casamos un viejo nombre con un adjetivo viejo también, si se quiere, pero que jamás se desposó con él, y la pareja, como por encanto, se rejuvenece y hasta deslumbra y da a la lengua española, en la Argentina, o en México, o en el Perú, esa intensidad mayor, esa agudeza, esa actividad, ese nervio de que habla Terán, a la manera que cuando un prócer, en vez de maridarse con alguna su parienta cercana, logra, casándose con una noble de otra familia de sangre absolutamente distinta, retoños floridos, temblorosos, de savia nueva.

Y no quiero de intento hablar del caso, harto común también en América, en que el señor sustantivo, de sangre gastada, se casa con un adjetivo joven..., porque aun cuando los resultados suelen ser maravillosos, suelen también, por el mal gusto de tal o cual casamentero escritor, ser deplorables.