Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- XX -

De la supuesta decadencia de la literatura novelesca y teatral


¿Decae la literatura en Francia? Los editores se quejan de que ya no se producen ni se leen novelas como antes. Los empresarios de teatro ponen el grito en el cielo porque no pueden enriquecerse en tres años. ¿Qué debemos pensar?

Ante preguntas como ésta lo mejor es consultar la opinión de quienes se hallan en plena brega literaria con nombre y prestigio.

Así lo ha juzgado un publicista francés, que habiéndose dirigido a J. H. Rosny y a Lucien Descaves, obtuvo respuestas por todos conceptos interesantes.

J. H. Rosny (¿quién no conoce a este cerebral lleno de originalidad, miembro de la Academia Goncourt, cuyas admirables novelas, en las cuales sirve casi siempre de teatro la virginidad de la tierra en los viejos milenarios, hemos paladeado deleitosamente?), J. H. Rosny, digo, se muestra desalentado en su respuesta:

El estado actual de la literatura y de las artes -exclama- es excelente, puesto que el número de hombres de talento crece sin cesar! Pero el citado de los literatos y de los artistas es, en general, execrable, ya que el número de los que mueren de desesperación y de miseria crece también incesantemente. Mientras yo escribo estas líneas, millares de hombres y mujeres jóvenes se disponen a venir y aumentar el desolado ejército de las artes y de las letras. No hay más remedio que dejar a todas estas pobres víctimas estrellarse contra la implacable realidad.

Algunas veces yo he pedido un ministerio destinado, no al Estímulo, sino al Desaliento de las Bellas Artes, pero ya no lo reclamo. A lo que parece, este ministerio sería tan impotente contra el pulular de escritores, de pintores y de escultores, como S. M. el Rey de Italia contra los terremotos...».

Y este reproche es maravillosamente justo. Yo, en mi pequeño radio de acción, lo advierto con profunda pena. Todos los días me escribe o se me presenta, en busca de estímulos más o menos platónicos, algún joven escritor o poeta, español o hispanoamericano. Generalmente, tan generalmente que apenas sí hay una sola excepción en el año, este muchacho no tiene talento. Basta hojear el inevitable cuaderno más o menos sucio que trae en la bolsa de pecho de la americana, para convencerse de ello. Después de haber tenido (y es mi caso) la paciencia de leer muchos centenares de tonterías en prosa o verso, se adquiere un olfato conspicuo... A las primeras líneas advierte uno que el joven aquel no hará nada, que es un candidato más a la miseria, que se pasará la vida escribiendo al margen de los diez o doce que tienen verdadero talento en la actualidad; que va a perder lastimosamente su tiempo y -lo que es peor- a hacerlo perder a los otros. Que nunca logrará tener segunda túnica... como los apóstoles, y que restará para siempre a sus semejantes una actividad apreciable, valiosa quizá, si la empleara en otras cosas.

Vuestra lealtad en casos así, os sugiere decir, suave, eso sí, muy suavemente, alguna de estas verdades al neófito. Yo confieso que varias veces he oído la voz de mi lealtad... Pero, ¡ay de mí!, lejos de agradecerme el noble consejo, nuestro candidato a inmortal se revolverá contra mí con dientes y uñas:

me llamará Dios menor, me acusará hasta de haberle plagiado alguna ideíca e irá a escribir a su provincia española o a su nación sud-americana horrores sobre mi tergiversada y simple personalidad.

Hay, pues, que dejarlos que se estrellen, como dice Rosny, que se coman los codos de hambre, que no tengan jamás camisa limpia, que acaben como moscas ahogadas en ajenjo, que sean la lata de los propietarios de revistas y de los amigos piadosos... todo menos disuadirlos de que escriban versos o prosa. Cuando a un hombre se le ha incrustado en la cabeza que es literato, poeta, artista, nada en el mundo tendrá fuerza para desenraigarle tal idea. Acabará quizá, aporreado por la indiferencia unánime, despreciando él a su vez a los verdaderos literatos, poetas o artistas; mas no sin guardar celosamente en algún cómplice cajón de su escritorio un manojo de versos amarillento, que diz que la envidia y la malevolencia se empeñaron en no apreciar.

¡Dios mío, y sin embargo, es tan fácil, como dijo Voltaire (si mal no recuerdo), no escribir una tragedia en cinco actos! ¡Hay tantas brillantes y bellas actividades que ejercitar en la vida!

La economía política -aunque hoy, piadoso lector, van resultando ya más economistas que poetas-, la sociología las incontables ramas de la fisiología, la microbiología, la astronomía, la física del globo, las exploraciones de todos géneros, los mil problemas mecánicos de resolución relativamente fácil y llena de promesas pecuniarias, etc., etc., ofrecen campos infinitos a la perseverancia mental.

El mundo está aún lleno de secretos y de bellas esperanzas. La riqueza nos rodea. La fortuna sólo aguarda para entregarse al impulso del hombre joven, fuerte y nuevo, nuevo sobre todo de espíritu y de ideas... Por Dios, mancebos que, por la mayor de las aberraciones extraviados, pretendéis escribir prosas o versos: aun suponiendo que todos fueseis genios, creédmelo, romped vuestro ajado y sucio cuaderno de rimas, de cuentos, de novelas. Por ahora, creedlo, más os valdrá volar como un Wright o un Bleriot que como Víctor Hugo falsificado. Lanzaos en los brazos robustos de la realidad fecunda, muy más bella que todas las ficciones de vuestra neurastenia... y no os enojéis conmigo por el consejo. Soy un Dios menor sincero que os compadecería aun cuando llegaseis a Dioses mayores. Los tiempos estos ya no son los de los Dioses, son los de los hombres inteligentes y los enérgicos. Corren malos vientos para las divinidades, estad seguros, jóvenes que os quedáis soñando a la orilla del camino, mientras el genio humano pasa por ese camino mismo a la conquista del universo!

*  *  *

Pero oigamos ahora a otra autoridad, a Lucien Descaves. De fijo conocéis a este vigoroso autor teatral, que firmó con otros cuatro, hace veinte años, cierto famoso manifiesto por medio del cual los literatos jóvenes y conocidos de entonces arrojaron el guante a Emilio Zola, declarándose enemigos del materialismo.

Pues este Lucien Descaves afirma que «no hay decadencia: hay simplemente, crisis, un momento en que faltan ímpetus. Pero ello pasará. En cuanto a las manifestaciones artísticas colectivas, en fila, bajo una bandera, opina que no debemos echarlas de menos. No perteneciendo a ninguna escuela, los de la generación que llega envejecerán menos pronto que sus predecesores los naturalistas, simbolistas, naturistas, etc.

«¿Ausencia de ideal? -exclama-; ¿qué es lo que llamáis vosotros ideal? La definición que Vigny da del arte: «la verdad elegida», me parece convenir admirablemente al ideal. Pero cada escritor, cada artista, lleva en sí mismo su ideal, es decir, un sentimiento de la verdad conforme a su temperamento.

»En literatura, Villiers, Vallés, Barbey d'Aurevilly y Théophile Gautier, no tienen el mismo ideal; lejos de eso, y, sin embargo, son cuatro grandes escritores. Yo no les pido, para amarlos igualmente, más que una llama, y esa la tienen.

»Del hecho de que la novela se haya ido convirtiendo desde hace algunos años en labor de damas, haríamos mal en decir que es un género en decadencia. Si se leen menos las novelas nuevas, se leen en cambio más las viejas, reeditadas en las colecciones baratas. ¡Hay, pues, compensación!

»No debe verse prejuicio ninguno de sexo en la observación relativa a las novelas que escriben las mujeres, y la prueba es que yo pongo a madame de Noailles por encima de todos los poetas de ahora (y sírvanse ustedes tener en cuenta que no la conozco, ni siquiera la he visto nunca)».

*  *  *

Según Descaves, no hay, pues, decadencia en el gusto por la novela. Al contrario, podríamos añadir nosotros: hay refinamiento. Se leen poco o no se leen las novelas de ahora; pero hay que convenir (aunque muchas estén escritas por señoras) en que todas o casi todas son rematadamente malas. Están ya lejos los tiempos en que una novela solía ser obra maestra, los tiempos en que Flaubert, Zola, Maupassant, Bourget, los Goncourt, Loti, Villiers de l'Isle Adam, Daudet, Mirbeau, Pierre Louys, etc., etc., escribían esos primores que honran aún a la literatura francesa.

El público lo sabe y por eso prefiere las ediciones baratas de Balzac, que lo hace pensar, o de Dumas, que lo divierte.

Los editores se han visto forzados a adoptar los procedimientos de un Wells o de un Conan Doyle, discípulos del ingenio anglo-sajón de Poe, para compensar la penuria de géneros y de asuntos novelescos que se advertía por dondequiera.

Para que Matilde Serao o Daniel Lesueur hayan venido a sustituir a Jorge Sand, se ha necesitado verdaderamente un derrumbamiento literario.

Resumiendo, pues, la venta de las novelas nuevas decae; pero no el gusto por la lectura de las que valen verdaderamente.

Si las publicaciones que antes se distinguían por su originalidad, como el Mercurio de Francia, hoy dan sitio de honor a novelas como la más reciente publicada por esta revista y que es imitación servil de un cuento de Edgard Poe, el público selecto les rend la pareille comprando novelas viejas...

*  *  *

Veamos ahora, para volver un poco a las ideas de nuestro amigo Descaves, lo que éste opina con respecto a la decadencia del arte dramático:

«Donde no se puede negar la crisis -dice- es en el teatro, que ya no aparece sino como una gran industria en el marasmo. Léase a tal respecto el excelente artículo de M. Séverin Gisors en La Revue. Este autor pone el dedo en la llaga: ¿queréis apostar a que en nuestras escenas parisienses, de cincuenta piezas reservadas para el invierno próximo, cuarenta y cinco tendrán por argumento el adulterio?» pregunta M. Gisors. Y estas piezas en que no se busca más que carne y toilettes con salsa picante, estarán firmadas... ¿por quiénes?

»Pues por los proveedores más estimados... a lo menos en Francia, porque en el extranjero comienzan a volver la espalda a un teatro así y se atienen a Maeterlinck, a falta de Françoís de Curel, la más bella y la más alta expresión del arte dramático contemporáneo, en mi concepto.

»Pero monsieur de Curel, herido por la indiferencia del público, vive apartado y no son los directores de teatro quienes le harán salir de su pabellón de caza en los bosques, estad tranquilo.

»Monsieur Séverin Gisors tiene paradojalmente razón: lo que falta en la actualidad al teatro son piezas malas, piezas mal hechas y declaradas innobles por todas las gentes «del oficio», autores, directores, directoras, comanditarios, apuntadores, porteros...; las malas piezas, en fin, que representaban hace quince años el Teatro libre, l'Oeuvre o Paul Fort.

»Los directores ya no montan más que piezas buenas, o más bien dicho, una pieza, siempre la misma..., recalentada en el fuego de las tablas. Pretenden que eso es lo que el público pide; pero entonces, ¿por qué no son todos millonarios?

»Calumnian al público; si dijesen la verdad, habría que reconocer, en efecto, que estamos en decadencia, aunque yo no creo que el ideal del espectador sea siempre una «buena digestión».

*  *  *

¿No es verdad que Lucien Descaves ha puesto a su vez el dedo en la llaga? Si el teatro francés y en general el teatro europeo decae, es porque se encanalla...; es decir, porque lo encanallan los empresarios. No es cierto que el público pida sólo desnudeces, verduras, conflictos bajos de adulterio. Hay infinitas gentes que detestan esta laya de piezas; pero como no les dan otras, se resignan. En Europa el teatro es una necesidad social. El larguísimo hábito de frecuentarlo, la atávica y secular costumbre de concederle una importantísima porción de nuestros ocios, hacen que, a pesar de todo, las salas de espectáculos estén siempre henchidas, especialmente en las metrópolis, donde se cuenta con un nutridísimo movimiento de viajeros. Pero aún hay grupos intensos que gustan de ver en las tablas conflictos nobles y bellamente resueltos, que piden a los autores dramáticos que los hagan pensar.

Cierto es que nadie puede dar lo que no tiene, y debemos convenir en que, a medida que el teatro se envilece, asaltan las tablas autores que en otra época no hubieran osado, por su ignorancia e inopia de ideas, escribir comedias... ¿Cómo van a hacer pensar tales gentes si ellas mismas no disfrutan de esta facultad, en otro tiempo fundamental para escribir?

Refugiémonos, pues, en el admirable teatro francés de hace veinte años. Refugiémonos también en el hondo, en el poderoso e inquietante teatro de Maeterlinck, mientras termina el triste desfile de Monsieur, Madame... et l'autre, de que hablan Descaves y Gisors.