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Del estilo exuberante


La fertilidad de léxico en algunos escritores castellanos modernos


Pasada la tormenta romántica, el desordenado, el incontenible aguacero de imágenes, de adjetivos, de antítesis opulentas, de hipérbatons modosos, de sinónimos matizados, todos hemos vuelto a convenir en que la condición por excelencia de un bello estilo debe ser la sobriedad. Entendámoslo bien, la sobriedad; en modo alguno la pobreza. Decir lo que decir hemos sin hojarasca de palabras inútiles; que nuestra frase, mejor que abundante y opima, sea nítida, lisa, bruñida; que exprese lo que se propone sin todos esos empavesados multicolores que fatigan la vista y ultrajan el ideal de elegante simplicidad que todos nos afanamos por alcanzar.

Algunos autores se figuran que, para comunicar al lector la expresión verdadera de una cosa, se necesitan muchas palabras. Lo que se necesita es la palabra justa. Los tales ensayan con la abundancia lo que obtiene sólo la precisión del léxico; más bien parece que imaginan que, arrojando al papel muchas combinaciones verbales, el lector acabará por hallar las que él necesita para comprender lo que se pretende insinuarle. ¡Grave error! El lector no verá más que una llamarada de colores, una confusión de imágenes o de voces.

Es preciso, antes de escribir, buscar la palabra adecuada, aquella que tiene el colorido justo que necesitamos.

Ved, por ejemplo, la bordadora. Mirad cómo vacila para escoger la hebra que debe completar un dibujo de colores. Cómo coloca diversas hebras sueltas de matices análogos, sobre las ya fijas, a fin de ver cuál es la que mejor rima, y prenderla luego.

Sólo que la pereza del entendimiento se opone en muchos escritores a esa paciente operación previa que escoge y combina las frases, antes de verterlas, a fin de que las que vierta sean justamente aquellas que sean necesarias.

El vasto conocimiento del idioma suele perjudicar al estilo, y a este propósito quiero hablar ahora en mi informe.

Hay en España, entre los autores que conocen el idioma, una exagerada tendencia a hacer alarde de este conocimiento. Y en América, asimismo, los escritores castizos pecan por este lado. Acaso se imaginan: que la ostentación de innumerables vocablos y formas de lenguaje consagrados impiden que se enmohezca la lengua y constituyen el mejor antídoto contra ese desfiguro perpetuo a que someten el castellano los otros, los de la tribu rebelde, los modernistas, sea dicho, en fin. La intención será todo lo sana que se quiera, pero el resultado es desastroso. En ese berenjenal de palabras el lector se fatiga y se pierde, y el autor no logra jamás afirmar su estilo.

Convengamos, por otra parte, en que no todos los verbosos escritores castizos actuales se proponen desenmohecer precisamente vocablos: se proponen también ostentar su conocimiento del idioma. Se trata de una especie de torneo de la vanidad. Y si en la empresa emborronan su estilo, lo vuelven indigesto y petulante, bien merecido se lo tienen.

Como no quiero multiplicar los ejemplos, porque lo que mucho prueba no prueba nada, voy a citar dos nombres solamente que se refieren: el uno, a la generación de escritores que ahora se extingue; el otro, a la generación de escritores que ahora llega a la plenitud.

Los dos son notables y dignos de estima, por más de un concepto. Los dos, maestros en el idioma.

Me refiero a don Juan Valera y a don Francisco Navarro y Ledesma, muertos ambos con breve intervalo: el primero, ya muy anciano; el segundo, arrebatado en flor a las letras españolas.

Don Juan Valera poseía como ninguno la lengua, tenía esa suprema, esa elegante ironía que a tan pocos es dado manejar finamente. Conocía el significado exacto de las palabras, aunque no ese significado arcano, íntimo, misterioso, que las palabras esconden, sin el cual jamás se podrá expresar todo lo que se quiere, y que ellas ocultan avaras para los elegidos.

La palabra dice y quiere decir. El autor dice con ella esto o aquello, pero no logrará apoderarse del ritmo íntimo de las cosas sino cuando quiere decir esto o aquello, cuando intenta expresar lo que no se expresa de por sí, cogiendo simplemente las palabras necesarias, sino lo que sólo acierta a expresarse después de mirar muchas palabras al trasluz, a fin de ir descubriendo su significación escondida.

Hecho esto hay que saberlas juntar. Las palabras sufren de verse mal unidas. No es el adjetivo usual, el habitualmente visto al lado de un nombre, el que por lo general le conviene. Hay admirables alianzas posibles entre el substantivo y el adjetivo, pero sólo les es dado encontrarlas a los grandes escritores, a los verdaderamente intuitivos.

Muchos se imaginan que cuando dicen mar azul, mar proceloso, mar inmenso, han dicho algo: han definido el alma del mar. No han dicho absolutamente nada. Esa alianza es vana. Quizá hace siglos tuvo alguna virtud. Hoy ya no tiene ninguna. Los ojos del lector pasarán a través de ese substantivo y ese adjetivo sin hacer alto, sin que en su espíritu despierte ninguna vibración dormida.

Maeterlinck o D'Annuncio no dirían mar azul, mar proceloso, mar inmenso, sino como para reposar al lector; porque esos adjetivos sin relieve marchan unidos a mar como no importa qué transeúnte se une a otro en el azar de la acera. Para decir la virtud se creta y poderosa del mar, necesitamos ir a buscar en los yacimientos del idioma otros calificativos que nos están esperando, pero que no se nos revelarán tan fácilmente como creemos.

Decid mar imperioso, decid mar sonoro, decid mar genésico. Ya andáis un poco más cerca de la expresión. Decid llanura móvil, como dijo el divino Homero -mar selvoso, como dijo Esquilo; decid orgullo de la ola, ritmo de la ola, misterio de la ola; os seguís acercando... Pero el adjetivo o los adjetivos por excelencia suelen dormir en la veta, vírgenes y callados. El idioma evoluciona, muere, pasa... Otro lo sustituye, y aquel adjetivo no fue hallado...porque los escritores más atentos estuvieron a la abundancia exterior y aparente de la lengua que a la sabia y admirable riqueza interior de los vocablos.

Pero volvamos a don Juan Valera y a Navarro Ledesma.

El primero jamás adivinó el poder oculto de las palabras.

No creo que las usara nunca por instinto, sino con absoluta deliberación, pero gustábale mucho el escarceo y con suficiencia de general victorioso hacíalas evolucionar.

Generalmente un nombre iba abundantemente adjetivado. Don Juan quería dejar ver cómo sabía el idioma; los adjetivos eran viejos o nuevos, eran arcaísmos buscados y aun neologismos, puestos con cierta coquetería, como diciendo: «¿Ya ven ustedes? Si no uso frecuentemente esta voz es porque no debe usarse, porque no tiene nada de castizo; pero de ninguna manera por falta de conocimiento de ella. La uso, sin embargo, para que veáis que tengo manga ancha en esto del idioma, que no soy pacato, que no gusto de mojigaterías, que uso de cierta noble e indulgente liberalidad, que no soy de los que se aspavientan con los neologismos». Y todos respondíamos: ¡Cómo conoce el idioma este don Juan!

Y este don Juan jamás se asomó al mundo interior del léxico, a lo que está en lo hondo de la palabra, a lo que conserva aún el sello enigmático y lejano de su origen celeste:

«En el principio el Verbo era Dios y el Verbo estaba en Dios, y por Él fueron hechas todas las cosas y sin Él no fue hecha cosa alguna...».

Este don Juan no penetró jamás a uno de esos callados claustros, donde las palabras nunca dichas son como invioladas monjas, a fin de robarse a Doña Inés, a ese incontaminado vocablo que expresa hasta lo inefable y que suele prenderse como gota de luz a los puntos de la pluma y caer sobre las cuartillas como un diamante, a condición de que la pluma esté sostenida por la mano de un genio.

Don Juan amaba el sinónimo sobre todas las cosas.

Yo conozco más de diez escritores castizos, en España y en América, que aman el sinónimo sobre todas las cosas. Es natural: el sinónimo prueba que se saben muchas palabras. El coco de los escritores medianos, y hasta de los que no escriben, es la repetición de las palabras:

«Ello indica pobreza de estilo», afirman. Y para huir de la pobreza de estilo se lanzan desesperada mente por el camino de la sinonimia.

Yo conocí a un joven que, antes de escribir, hacía una lista de sinónimos o, cuando menos, de palabras de significación aproximada.

Supongamos que iba a tratar de una iglesia, en la cual se había efectuado una gran solemnidad.

Mi amigo empezaba por escribir:

Iglesia,

Templo,

Santuario,

Basílica, y después:

Casa de Dios,

Lugar de oración,

Nave; etc.

«La iglesia, decía, estaba resplandeciente de luces».

Y un poco más allá:

«Oprimíanse los fieles bajo la nave».

Y luego:

«En el solemne silencio del templo».

Y después:

«Penetró el obispo a la basílica», etc.

Y mi amigo quedaba satisfechísimo de la opulencia de su vocabulario.

Hubiera sido capaz de escribir: «Esos burros, asnos, jumentos o pollinos que van por los tortuosos senderos, por las torcidas veredas, por los estrechos caminos...».

Pues bien: con un talento veinte mil veces mayor, pero con análoga tendencia, escribía don Juan Valera.

Jamás pensó que el estilo está en la construcción y no en la abundancia; que el misterio de la personalidad se halla en la sintaxis y que con cien palabras puede un hombre de talento hacer más que otro con mil. Combinar los vocablos como se combinan los colores; buscar el prestigio del matiz, el perfume nuevo de la expresión no hallada hasta entonces: that is the question!

Las palabras no son ni viejas ni nuevas: son viejas y nuevas sólo en razón de la manera con que se las combina, de la forma en que se las junta.

Don Juan Valera, que sabía tantas cosas, no sabía esto.

Tampoco lo saben muchos modernos; pero, como decía más arriba, me fijaré para no divagarme en uno solo, reputado por los más como maestro: en Navarro Ledesma. La obra maestra de este escritor y filólogo tan merecidamente apreciado, es, sin duda, El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra.

Abro al azar una página, la número 5, y hallo, desde luego, estas frases... «la lucha era más fácil; los cambios y vaivenes de la fortuna y del azar, no menos súbitos».

Y más adelante:

«Por entre el bullicio y estruendo del domingo, un hombre joven», etc.

Y después:

Tropezando y cayendo, a trancas y barrancas, un día de vos y otro de vuesa merced, vivía la familia del cirujano Cervantes».

Y luego:

«El famoso colegio... era oficina incansable y colmena laboriosa de la ciencia».

Y luego:

«No tenía cejas, por lo cual le ofendía y enfadaba la luz».

Esta fertilidad de palabras, cuyos significados tienen parentela, unida a una arrolladora abundancia de toda suerte de voces, se encuentra en todo el libro, que es, por cierto, admirable. Navarro Ledesma quiere hacernos ver, ante todo, que conoce su idioma y, para probárnoslo, sigue el procedimiento habitual, el procedimiento de don Juan y de Galdós y de doña Emilia y de don Marcelino: palabrear, palabrear libremente, bellamente, gallardamente.

Únase a esto el afán de los modismos rancios, de las arcaicas frases hechas, de los refranes, de las construcciones cervantinas, y tendremos una idea de lo que es en lo general la alta literatura española, cultivada por viejos y jóvenes (salvo un Azorín, un Valle Inclán y otros que pretenden -y lo logran- crearse un estilo poderoso): algo lleno de pompa, recamado, solemne; luciente, pero sin fisonomía.

Hay vocablos que tienen fortuna; por ejemplo: ensoñar, ensoñado. Los encontraréis en todos, a cada paso. Veréis que están metidos con toda deliberación en la frase, y veréis también que la frase de cada autor en que el ensoñar anda, se parece a la del otro, como un cero a otro cero.

Eso que los franceses aman tanto, la façon, la manière, parece no tener significación alguna para los escritores castellanos.

El ideal de estos últimos es, sobre todo, la ostentación del léxico.

Y como no debe ponerse el vino nuevo en odres viejas, y como no es posible pensar de un modo original cuando se vierte el pensamiento en frases hechas hace siglos, gastadas por la circulación, resulta -a mí me resulta cuando menos- que, salvo esos que he citado, un Valle Inclán, un Azorín, los demás ya sé lo que van a decirme, todo lo que van a decirme.

Leerlos es para mí más bien un ejercicio de fraseología, un aprendizaje o una recordación de vocablos.

El poder, la magia de la la façon, del sello personal, es inútil buscarlos...

Y he aquí cómo lo mejor es enemigo de lo bueno, y he aquí cómo este amor sin ponderación al castellano perjudica al castellano, que demanda en estos tiempos de prueba, en que diez y ocho Repúblicas lo circulan de un modo diverso, mayor movimiento, nuevas canalizaciones, combinaciones elocutivas no hechas, formas no visadas que nos lo presenten rejuvenecido, flamante, amable y apto para luchar con los otros idiomas, que libran un gran combate por la conquista del mundo.

Sólo una cosa rancia es buena: el vino.